Capítulo IV

LOS PEQUEÑOS HOMBRES

Segundo gobierno Azaña. — 11-12 de enero de 1933: Casas Viejas. Veinte muertos y ningún herido porque a los heridos se les remató para que no contaran lo que habían visto, La Guardia Civil sigue siendo más Guardia Civil que nunca. El gobierno Azaña muere —como dijo un gran definidor —, de «Casas Viejas». Era verdad. A Azaña a pesar del respaldo del Partido Socialista Obrero Español, se le había perdido el respeto. Y surge la obstrucción de las Cortes, obstrucción que ya no integraban solamente las fuerzas antirrepublicanas, sino que encabezan hombres tan republicanos como el mismo Botella Asensi. Cuando Azaña contesta a Botella Asensi en el debate de Casas Viejas, Azaña ya no es Araña: es una sombra que se afana desesperadamente al poder para no volver a ser nada.

Y muere el segundo gobierno Azaña.

Tercer gobierno Azaña — Don Niceto Alcalá Zamora, el Judas en una larga cena sin apóstoles llevó las consultas hasta el límite de lo posible. Fueron cinco días de rutina, de cansancio y de falta de originalidad. El Partido Socialista aconsejó un gobierno como el anterior, con Azaña a la cabeza; Lerroux un gobierno de amplia concentración republicana sin los socialistas; Maura gobierno republicano sin socialistas; Castriño un gobierno sin socialistas; Botella Asensi que deberían gobernar los socialistas apoyados por Izquierda Republicana, pero asumiendo la responsabilidad un primer ministro socialista; Melquiades Álvarez un gobierno republicano; Ortega Y Gasset y Marañón no supieron muy bien qué aconsejar, porque ya la república les había comenzado a parecer una cosa triste; y Unamuno pedía la disolución de las Cortes… Se encarga de formar gobierno a Julián Besteiro que declina el encargo; se encarga de formar gobierno a Prieto; y Prieto, a pesar de los deseos que tenía de ser primer ministro, tiene también que rechazar el encargo con gran pena de su parte y por la oposición del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores. Y quizá cm ello se pierde la última posibilidad de evitar la guerra civil. Porque Prieto, más republicano que socialista y con más sentido común que la mayoría de los políticos de esos partidos hubiere buscado un punto de transición, la posibilidad para encadenar de nuevo la vida política española en el parlamentarismo y en el tradicional «ir tirando». ¿Mejor?… ¿Peor?… Pero el Partido Socialista no quiso. Prefería gobernar a hombros de los republicanos. Era una jugada miserable, cobarde, pero creía que era un jugar sin riesgo de perder. Se encarga de formar un gobierno a Marcelino Domingo y renuncia el encargo a las pocas horas de haberío recibido…

Y Azaña forma su tercer gobierno.

Pero, tanto Manuel Azaña como los socialistas sabían que la agonía de la segunda república era una realidad; sabían también que con la agonía de la segunda república moriría el monopolio político de socialistas y azañistas, monopolio que había sido y seguía siendo el cáncer de esta segunda y desdichada república.

Y ellos querían poder y poder.

Aunque no les sirviera más que para jugar a la democracia y a la revolución.

Y tomó estado parlamentario el Proyecto de Ley Electoral.

Y surgió el debate.

* * *

¿Qué era esta Ley Electoral?

Ossorio y Gallardo —«…Romero Robledo decía lo mismo que el señor Azaña. (El jefe de gobierno: pero yo no soy Romero Robledo). Y yo quiero que nadie se lo recuerde a su señoría. (Azaña: me lo recuerda su señoría). ¡Claro!, porque su señoría me da pie. Todo el que ha abusado de su sistema electoral, en la ley o en la práctica, ha dicho que defiende el derecho de las mayorías; pero ¿qué es lo de Italia sino eso? Porque de ese ejemplo es del que no se puede el gobierno zafar tan fácilmente. ¿Qué es lo de Italia? «¡Viva la mayoría!». La que yo, gobierno, regule con una ley hecha a la medida. Eso es lo que no queremos…»

Botella Asensi —«…Por amor a los principios democráticos, han expresado aquí muchos diputados una gran devoción por el sistema proporcional; pero ante los inconvenientes que a su juicio tiene, se ha visto que una gran mayoría opta por el sistema que sirve de base al dictamen. Pero este sistema, señores diputados, habréis de comprender que sólo puede aceptarse como sistema democrático, a base de respetar las minorías. Sin el respeto a las minorías, el sistema que sirve de base al dictamen, no es un sistema democrático, no es un sistema propio de esta república; es, por consiguiente, un sistema inadmisible…»

Pero…

Se aprobó la Ley Electoral.

Así lo quisieron los socialistas. Así lo quisieron también los azañistas, que Izquierda Republicana ya se había enterrado en su membrete, para que floreciera en toda su monstruosidad el fulanismo.

* * *

23 de abril de 1933 —Elecciones para renovar una parte de los concejales. Resultados: 5.048 candidatos ministeriales; 10.893 de la oposición. Azada habla de los «burgos podridos». Y como siempre que hace una frase que le suena bien se frota las manos lleno de satisfacción y se hace el sordo a los gritos de la opinión pública… Y llegan las elecciones para vocales del Tribunal de Garantías elegidos por los ayuntamientos… Y la oposición saca casi el doble de votos que los candidatos del gobierno.

Y muere el tercer gobierno Azaña.

Y nace el gobierno Lerroux.

Y muere el gobierno Lerroux.

Y forma gobierno Martínez Barrios que disuelve las Cortes y convoca a nuevas elecciones para diputados…

Y ya…

* * *

La correlación de fuerzas en relación al 12 de abril de 1931 había sufrido profundos cambios: el 12 de abril de 1931 las fuerzas monárquicas o conservadoras están en plena descomposición y en retirada; ahora están reagrupadas con una nueva moral y dispuestas a la lucha. El 12 de abril de 1931 el Partido Socialista estaba unido en un gran objetivo nacional; hoy está desunido y muy lejos de expresar y representar la voluntad de las masas trabajadoras. De 1931 a 1932 los elementos republicanos se agrupan en dos grandes partidos: Izquierda Republicana y el Partido Radical Socialista; hoy el Partido de Izquierda Republicana está en plena decadencia porque el hombre que era su verbo y su sexo empieza a no ser nada; el Partido Radical Socialista está frente a toda conjunción de Izquierda Republicana y Partido Socialista Obrero Español por considerarla mortal para la joven república. El 12 de abril de 1931 el Partido Radical, a pesar de todo, era un punto de apoyo del nuevo régimen; hoy está materialmente deshecho y sus escombros empiezan a ser recogidos por la C. E, D, A… Ayer había una Agrupación al Servicio de la República que era freno o impulso; hoy la Agrupación al Servicio de la República se encuentra divorciada del nuevo régimen…

La C.N.T., está contra la segunda república por considerarla que en su impotencia renovadora se ha convertido en la prolongación del ayer.

La clase media, ayer cansada de la monarquía, comienza a estar aburrida de la república.

* * *

Don Niceto Alcalá Zamora supo elegir el momento.

Y Diego Martínez Barrios se ofreció a ser el brazo derecho del cacique de Priego y lo fue. Y por si esto fuera poco, este Martínez se convirtió en el barrendero de un camino que nadie ignoraba a dónde conducía.

* * *

España estaba preñada de período electoral. Y lo de siempre: los de antier, los de ayer: hombres envejecidos y programas viejos. La falta de originalidad impedía una rectificación y paría otra frustración…

Unos—Yo soy para España la lotería nacional… Otros—Yo soy el premio gordo…

«¡A votar!».

«¡A votarrrrr!».

«¡A votarrrrrrrr!».

Y todos, menos La Confederación Nacional del Trabajo, se dispusieron a votar.

Todos.

Hasta muchos muertos.

* * *

El Partido Comunista estaba contento. Estaba contento porque un alzamiento de la contrarrevolución podría precipitar la revolución.

Dialéctica.

* * *

Ya…

Derechas: 212 diputados

Centro: 169 diputados.

Izquierdas: 98 diputados.

El Partido Comunista logró ¡por fin! su primer diputado; el doctor Bolívar. Porque Balbontín fue un diputado heredado del Partido Social Revolucionario, que murió de una muerte hábilmente preparada por el Partido Comunista. Sí, Balbontín no era un diputado comunista, era simplemente un pájaro cantor amaestrado y al servicio del Partido. Él, como muchos intelectuales españoles. fue traído al Partido Comunista porque éste era una fuerza, no por su fuerza, sino por la presencia de la Unión Soviética y no porque supiera muy bien lo que era el Partido Comunista; fue atraído por la revolución como muchos intelectuales, no porque supiera lo que era una revolución «Made in URSS», sino por romanticismo de una parte y de otra por un resentimiento escondido pero vivo contra España a la que no perdonaban haberles parido tan poca cosa.

El Partido despreciaba a los intelectuales.

Aunque les halagaba.

Para el Partido eran simplemente compañeros de viaje que inexorablemente tendría en un momento dado que arrojar a la cuneta. Porque el Partido guardaba como una prueba para una futura condena el origen, la clase a que pertenecían. Y en un momento dado éste era el pecado de ellos; no haber nacido entre la miseria, no haber vivido en la miseria. Ellos no se daban cuenta jamás, no se daban cuenta que el Partido era un Partido de clase: de la clase obrera y nada más que de la clase obrera y de sus aliados los campesinos. Castro recordaba a muchos intelectuales que habían pasado por el Partido. Eran gente muchas de ellas de mucho saber a las que después de una breve utilización el Partido arrojaba de su seno calificándoles de pequeños burgueses, de románticos, de tontos, de oportunistas, cuando no de agentes de la burguesía por razón de su origen o de su condición social. Como si el nacer aquí o allá, abajo o arriba, no fuera esencialmente una cuestión de azar.

Pero…

Pero a los intelectuales los halagos iniciales del Partido los enloquecía. Porque el Partido sabía y sabe elogiados, halagar su vanidad, envenenarlos de ambición, estrujarles la mente y el bolsillo a cambio de dos o tres títulos que al Partido no le costaban nada: «intelectual honrado»… «brillante defensor de los intereses del pueblo»… «hombre progresista»… Y muchas cosas más, todas ellas fáciles de decir y baratas.

Posiblemente el único intelectual que mejor comprendió al Partido, que no se dejó engañar por el Partido, al que no envilecieron los halagos, el que no sacrificó su libertad de pensamiento, el que fue la dignidad frente a la indignidad fue: Ramón J. Sender.

—Uno.

Los demás, los Alberti, los Herrera Petere, los Garfias, los Roces, los Rejano, los Benavides, los del Vayo y muchos otros más que haría la lista muy larga no fueron ni son más que juguetes convertidos en excelentes celestinas, que ayudaban al Partido en su tarea de intoxicar a un pueblo de rencor y de ansias de venganza.

* * *

E1 triunfo de las fuerzas conservadoras en las elecciones de noviembre de 1933 planteaban ante España estas preguntas:

—¿Qué harán las derechas en el poder después de su derrota de 1931?

—¿Qué harán las izquierdas en la oposición?

* * *

Las izquierdas miraban a don Paco.

Don Paco era don Francisco Largo Caballero, hombre honesto, buen marido y buen padre. Había llegado a la dirección del Partido Socialista, como muchos empleados llegan a jefe de negociado: por antigüedad. Pero este don Paco que era un gran burócrata obrero no sabía nada de la revolución, ni de qué era ni de cómo hacerla. A la gente le dio por llamarle el Lenin español, lo que era un sacrilegio y una estupidez aparte de ser una ilusión desesperadamente creada. ¿Se lo creyó don Paco?… ¿No se lo creyó?… ¡Vaya usted a saber!

¡Pobre hombre!

El triunfo de la reacción le había colorado en una terrible disyuntiva: o aguantarse como en 1923-1930, o no aguantarse y hacer la revolución.

Pero…

¿Cómo hacer la revolución?

Posiblemente, era hombre de gran memoria. Don Paco pensó en no hacer la revolución, pero en hacer que la hacía. La huelga de 1917 era un antecedente y un ejemplo de bien nadar y guardar la ropa y de aparecer como héroes los forjadores de un fracaso.

Sí.

Y Don Paco se decidió por no hacer pero por hacer que hacía la revolución y por tomar el pelo a la clase obrera española. Y con él sus «teóricos» que por más leídos sabían muy bien que una revolución no se improvisa, sino que se organiza y se hace de acuerdo con ciertos principios fundamentales. Sin embargo estos «teóricos», Álvarez del Vayo y Araquistain, etc., no dijeron ni pío. Era un poco su costumbre en los momentos en que una decisión era algo más que una postura sin riesgo…

Don Paco se decidió.

¡Por la «revolución»!

Los jóvenes bárbaros del socialismo español: los Carrillo y Cazorla, los Lain y otros berrearon de gusto.

Y la revolución comenzó.

Con la misma simplicidad con que hubiera podido comenzare, en cualquier taberna madrileña, una partida de tute.

* * *

Los comunistas se dieron cuenta de todo.

Pero no querían perder la oportunidad de sacar tajada de la situación. Y aparte de las presiones no públicas sobre el Partido Socialista para organizar la revolución, convocó un congreso del Partido en el Salón Luminoso, en la barriada de Cuatro Caminos.

¡Espectacular!

¡Concreto!

Era necesario crear las Alianzas Obreras y Campesinas y nombrar el Estado Mayor de la revolución. El Partido buscaba desesperadamente crear órganos que fueran en realidad los espermatozoides de los soviets. Pero Don Paco no escuchó: para él las circulares y él lo eran todo.

Y llega el día…

4 de octubre de 1934.

La «revolución» y la contrarrevolución salen a la cancha.

Don Paco toca el pito.

El gran encuentro comienza.

* * *

—¿Ya?

—¡Ya, camarada!

—¿Y cómo?

—Camarada no seas tonto; según los cánones las etapas son las siguientes: huelga general… insurrección armada… ¡Y toma del poder!… ¿Puede haber alguna duda sobre esto?

El otro miró a Castro.

—¿Es ése el plan?

—Cuidado, yo no te hablo del plan de los socialistas; yo te hablo de nuestro catecismo, camarada.

—¡Ah!

—¿El Partido qué dice?

—Solamente esto: secundar la huelga general y procurar transformar la huelga general en insurrección armada.

—¿Y las armas?

—Habrá que quitárselas a quienes las tienen.

—¡Ah!

—¿Por qué, «¡Ah!», camarada?

—Y si la revolución se queda en el primer acto, es decir, en la huelga general solamente, ¿qué haremos?

—Escúchame, camarada, El Partido quiere transformar la huelga general en insurrección armada… ¿Podrá?… ¿No podrá?… En su momento veremos… Pero, camarada, camaradas, yo no estoy aquí para establecer un cálculo de posibilidades, yo estoy aquí para algo concreto: secundar la huelga general, impregnarla de violencia para ver si podemos llegar a la insurrección armada… ¿Lo demás?… Lo demás no es que no me importe, pero lo demás, el Partido dirá… ¿Lo entendéis bien?… ¡El Partido dirá!… Y lo que el Partido diga será, desde el momento en que lo diga, la única verdad, única ley, nuestra única tarea… ¡Porque así debe ser, camaradas!… ¿O es que alguno cree que no debe ser así?

Y miró a todos.

Y los demás le miraron a él.

Pero nadie habló… Cada cual recordó, posiblemente, que la duda en el Partido, era una traición al Partido y a la revolución. Y se levantaron en silencio. Y sin despedirse siquiera cada cual marchó por su lado. En tantas casas como hombres habían acudido a la entrevista con Castro, esperaban las «células», ese pequeño órgano, invisible, pero incansable en su quehacer.

Dos horas después los comunistas estarían dispuestos.

A luchar en las peores condiciones.

A luchar y empujar a un pueblo a una revolución contra la cual estaban casi todos.

Entre ellos Don Paco.

Pero ya no había tiempo… ¡Para nada!… ¡Ni para pensar!

¡La huelga general había estallado!

Y por si esto fuera poco, que no lo era, el ejército de la «revolución» sin unidades organizadas, sin jefes, sin Estado Mayor, sin armas, sin objetivos tácticos y estratégicos, sin programa general para la movilización de las capas sociales no proletarias…

Genial este don Francisco Largo Caballero.

Y la contrarrevolución con el ejército peninsular en sus manos; con el ejército de África bajo su control; con los cuadros médicos y superiores del ejército suyos, porque la mayoría de los jefes y oficiales republicanos prefirieron acogerse a la Ley Azaña, que les permitía seguir cobrando del presupuesto y poderse ganar otro sueldo por otro lado, que defender la república asegurando al menos la fidelidad de una parte del ejército; con el Estado Mayor en su poder; y con todos los resortes del poder a su disposición.

Práctico este don Francisco Franco Bahamonde.

Y don Paco, el jefe de la revolución peregrinando un lugar donde poder esconderse, y no de dirigir a la clase obrera. Y el otro don Paco, el uniformado, en su despacho del Ministerio de la Guerra dirigiendo la ofensiva. Uno en pleno silencio; otro en plena actividad.

Castro, es decir, el Partido, porque en realidad Castro ya no era Castro desde hacía mucho tiempo, comprendía que aquella batalla era imposible de ganar. Pero no era el momento de acusar al «Lenin español» o al Partido Socialista, porque cualquier acusación hubiera servido para desmoralizar más a las ya desmoralizadas fuerzas obreras y para dar a don Paco y al Partido Socialista un pretexto que justificara la derrota. Era más cómico y más práctico guardar silencio, sumarse a la lucha y esperar. En el supuesto, imposible, de una victoria, los comunistas podrían cotizar políticamente su participación; en el caso seguro de una derrota, por su misma participación en la lucha tendrían toda la fuerza moral para destrozar a Largo. Millares de obreros en todo el país dejaron de trabajar y comenzaron a pasearse muy tranquilos y muy tristes, con las manos en los bolsillos del pantalón o de la chaqueta y el cigarrillo en la boca, por todas las calles y plazas de todos los pueblos y ciudades de España. Menos en Asturias, que, creyendo que eso de la «revolución» de don Paco era verdad, tomaron la dinamita de las minas y las armas que tenían guardadas y se lanzaron a la lucha armada. Pero, solamente en Asturias. ¿Sabía la contrarrevolución que don Francisco Largo Caballero era incapaz de hacerla? ¿Sabía la contrarrevolución que sólo se trataba de un gesto, de un chantaje a la revolución y a la contrarrevolución? Es posible que no lo supiera don Alejandro Lerroux, jefe del gobierno, demasiado viejo y quizá por la misma vejez un poco chocho. Pero, es seguro que lo sabían Gil Robles, ministro de la Guerra y contra cuya entrada en el gobierno había desencadenado don Paco la «revolución»; era posible que también lo supiera el general Francisco Franco Bahamonde, jefe del Estado Mayor, caudillo militar de la contrarrevolución y hombre de confianza de Gil Robles.

Muy posible.

Porque no perdieron la cabeza. Ni tan siquiera se pusieron nerviosos ni se precipitaron: tranquilamente sacaron al ejército a la calle, ocuparon los puntos estratégicos de cada ciudad; y comenzaron a desplazar a la península a los legionarios y moros para lanzarlos contra el foco insurreccional que se había producido en Asturias.

Frente a frente la «revolución» encabezada por don Francisco Largo Caballero; y la contrarrevolución personificada en aquel momento por el general don Francisco Franco Bahamonde.

Uno, un viejo «estratega» político.

Otro, un joven estratega militar.

* * *

4 de octubre de 1934.

Madrid.

Cuatro Caminos.

Había en la calle de las Carolinas a la derecha, según se entra desde Bravo Murillo, un pequeño taller de zapatería. Era el dueño y maestro un hombre de Almansa, provincia de Albacete, bajo y fuerte, trabajador y de vez en cuando un poco borracho, que tenía una mujer bajita y gorda, que chillaba al hablar y que paría cronométricamente. Eran los mejores clientes de aquel taller los guardias civiles del cuartel de la calle Guzmán el Bueno, cerca ya de la Avenida de la Reina Victoria. Porque se hacían bien las botas y se admitía el pago a plazos.

Era aquel hombre, además de obrero y maestro de aquel taller, simpatizante del Partido Comunista.

Allí estableció Castro su cuartel general.

Entre guardias civiles, que casi nunca faltaban y botas de guardias civiles; entre los gritos de aquella mujer gorda y chillona y el llorar de sus chicos; entre olor a suela y el maullar de un gato viejo y escuálido que siempre parecía estar pensativo y triste.

A las siete de la mañana del día 5 el ejército ocupa la Glorieta de Cuatro Caminos, emplaza las ametralladoras y se extiende a derecha e izquierda aislando esta importante zona proletaria del resto de la ciudad. Los soldados sí saben qué hacer.

Millares de trabajadores pasean por las aceras, desarmados, serios, con una gran tristeza reflejada en sus rostros, con las manos en los bolsillos y un cigarro en la boca las más de las veces apagado.

Los obreros no saben qué hacer.

Cada hora llegan al pequeño taller de la calle de las Carolinas los enlaces. Castro repite y repite:

«Esperar al anochecer. Y desde las bocacalles disparar sobre la Guardia Civil. Atraerla hacia la oscuridad, hacia las callejuelas estrechas en donde la caballería no puede moverse libremente… Pero no disparar sobre los soldados… A la Guardia Civil… Y si es posible, comenzar a incendiar iglesias y conventos. Hay que hacer cuanto sea posible para animar a la gente. Por darle la impresión de que la lucha comienza y no de que la lucha ha muerto antes de nacer…»

Al anochecer comienzan los disparos.

Pero…

Pero, la Guardia Civil no abandona la calle de Bravo Murillo: se limita a llegar hasta la entrada de las callejuelas laterales y a disparar. Los intentos de incendiar iglesias y conventos de la barriada fracasan: la Guardia Civil los protege desde dentro y cada intento es recibido con una descarga. A los talleres del Metro es imposible acercarse; ni a la estación de los tranvías.

La contrarrevolución de Gil Robles ha caminado más de prisa que la revolución de don Paco.

La desmoralización cunde.

Y a esperar.

Un día.

Otro.

Otro más.

La detención en su casa de Largo Caballero y la ausencia de Prieto, en Francia, las dos figuras de las dos facciones más importantes del Partido Socialista ha acabado con la poca decisión de los cuadros medios. El gobierno de Lerroux, mientras tanto, anuncia que el general López Ochoa con fuerzas del Tercio, con artillería y aviación, está haciendo retroceder a los insurrectos de Asturias…

—Ya.

La «revolución» de don Paco ha terminado.

La tragedia de la revolución española seguía resistiendo el paso del tiempo: ayer como hoy carece de jefes. La cúspide está enferma de idiotez e impotencia.

Castro se dirigió a una de sus guaridas: era la casa de tres hermanas. Las tres modistas, huérfanas, jóvenes, guapas y decentes, en donde tenía alquilada una alcoba que sólo en casos excepcionales utilizaba.

Le salió a recibir la mayor.

—¿Terminó?

—¡Terminó!

Y sin decir más se metió en su habitación. Sacó la pistola y la estuvo mirando durante largo rato. Y cuando la tuvo limpia levantó el colchón de la cama y la depositó con gran ternura. Antes de cubrirla habló en voz baja, como si dialogara con la pistola: «Hay que esperar… Pero, no te desanimes… Todo llega… ¡Todo!… Llegarán los días en que para ti no haya descanso ni de día ni de noche…» Y tendió el colchón sobre ella. Y luego las sábanas y la colcha, dejando todo como lo había encontrado.

Y salió.

—¿Se va?

—Sí.

—Tenga cuidado…

—Gracias.

Y salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Y bajó las escaleras sin prisa. Y llegó al portal y se detuvo en el quicio. En la calle era noche. Miró a un lado y a otro. Y después de cerciorarse que no había nada sospechoso salió a la calle y comenzó a andar tranquilamente como si fuera un hombre que tuviera o no tuviera adónde ir, no tuviera prisa.

En un banco frente al Hospital Obrero le esperaba Lucía Barón, una muchacha que había dejado de ser muchacha, que había estado en la URSS y había perdido prejuicios y algo más y que era su enlace con los secretarios generales de las células. Se sentó a su lado…

—¿Qué hay?

—La policía ha comenzado la caza. «El Peluca» anda buscando a la gente con la pistola en la mano.

—Hijo de…

—Ten cuidado.

—Qué pena no haberle encontrado hace unos días… Sé que se hubiera muerto del primer balazo, pero me hubiera gustado descargarle todo el cargador… ¡Hubiera sido algo así como matarle siete veces!

—Sí.

Y se callaron porque vieron acercarse a una pareja de la Guardia Civil. Mientras los otros avanzaban, Castro la pasó el brazo por el hombro. Ella acercó su cabeza a la de él. Era fea y ya comenzaba a agostarse. Porque el amor sin prejuicios acaba tanto como arar la tierra bajo el sol de Castilla. Pero era peor la Guardia Civil que el asco. Los tricornios y los fusiles cada vez más cerca.

—Te quiero, Lucía.

Ella se apretó contra él. Castro bajó su mano hasta la cintura de ella. Y la Guardia Civil a diez metros.

La atrajo hacia él: estaba blanda.

Y la Guardia Civil a cinco metros.

Y hundió su cabeza en el cuello de ella. Y parece ser que hasta besó aquella carne que parecía enferma de soledad.

Y la Guardia Civil pasando de largo.

Siguieron en la misma postura unos momentos. Ella respirando fatigosamente. Él mirando de reojo a las dos sombras que cada vez se alejaban más. Y comenzó a separarse de ella. Ella suspiró, buscando el contacto de nuevo. Castro la miró. Y se encontró con los ojos de ella, desencajados como si una locura interior la dominara. Y vio su boca entreabierta y unos labios rígidos y secos, y el ritmo violento de su respiración que hacía bajar y subir sus senos.

—Castro…

—Dime.

—¿Nos veremos mañana?

—Sí… Aquí… A la misma hora.

—No… Aquí, no…

—Aquí.

—No.

—A la misma hora, camarada Lucía.

Ella se apartó con una violencia contenida, Y en su mirar Castro vio un insulto. Y odio. Y la vio levantarse, estirarse el vestido, subirse pudorosamente el escote…

—¿Y si mañana también pasara la Guardia Civil?

—Repetiríamos la escena… La segunda vez será más fácil.

—¿Qué digo a los camaradas, camarada Castro?

—Que mañana a las seis de la tarde estaré en la zapatería de Carolinas… Si hubiera algún guardia civil que entren, se sienten y hablen de cualquier cosa… Pero que nadie entre hasta que no haya visto salir al otro. Y con intervalos de cinco minutos.

—¿Qué más?

—Nada. ¿Y tú, tienes algo que decirme?

—Que tengas cuidado con «El Peluca»… se me había olvidado decirte que te busca.

—Gracias.

—Salud, camarada Castro.

—Salud, camarada Lucía.

Y se separaron: él pensando en «El Peluca»; ella ¿en qué pensaría ella? Buscó la oscuridad y fue hundiéndose en aquel laberinto de calles quo parecían los intestinos de la ciudad. Cuando llegó a la casa en donde vivía miró a la muchacha que estaba bordando: «Está guapa… y es joven»… Pero se metió en el cuarto.

Se echó en la cama y entornó los ojos.

«A las once con José Díaz».

«A las cuatro con Pablo Yagüe».

«Y a las seis deberé estar en la zapatería».

Luego se acordó de Lucía Barón… «Me odia…» «Lo vi en sus ojos…» Sonrió: «Yo no tengo la culpa…» «Porque no es sólo que sea fea… Es inoportuna también… Y además ¿cómo pudo olvidarse del Partido, de la revolución. ¿Cómo pudo olvidarse de que hay momentos en que ni el sexo nos pertenece?…»

Había que dormir.

Hizo un esfuerzo de voluntad. Y empezó a dejar de escuchar los ruidos; y de su mente comenzó a borrarse todo… Poco a poco. Y se durmió.

* * *

—Han detenido a Largo Caballero.

—¡No!

—Sí, camarada Castro.

—¿En dónde?

—En su casa.

Castro rompió a reír… «¿En su casa?…» Y volvió a reír y reír ante el asombro del otro.

—¿Y qué ha declarado?

—Que él no sabe nada de la revolución… ¡Que él no tiene nada que ver con esas cosas!

—Magnifico.

—…Sólo un milagro puedes salvar a este viejo de la muerte política… ¡Sólo un milagro!…

Y se separaron… Los socialistas estaban mohínos. La detención de Largo Caballero y la huida de Prieto a Francia había sido para ellos como un mazazo en la cabeza… Castro buscaba encontrarse con ellos…

—¿Dónde han detenido a Largo Caballero?

—En su casa.

—¡Ah!

—Dónde han detenido a Largo Caballero?

—En su casa.

—¡Ah!

Y le miraba al otro. Y saltando todo su veneno volvía a preguntar:

—¿Y qué hacía en su casa?

—No sé.

—.Sí, camarada, tienes razón, es difícil adivinar qué hacía el jefe de la revolución en su casa… ¡Muy difícil!… ¿No lo crees así, camarada?

Y cuando el otro se iba se frotaba las manos… «¡Marcha, esto marcha!…» Y se fue a buscar al jefe, a José Díaz, que le esperaba en la calle de Diego de León.

* * *

Le vio venir. Llevaba gabardina y el sombrero echado sobre los ojos. Caminaba despacio. Sin mirar a ningún lado. Como un hombre cualquiera. Como un hombre que estuviera al margen de la realidad que le rodeaba.

Se cruzaron.

Simplemente una mirada.

Y cada cual continuó andando.

Castro caminó unos cincuenta metros. Luego cruzó de acera e inició el regreso. El jefe caminaba despacio. La Guardia Civil tomaba el sol. Y uno detrás de otro. Mientras seguía al jefe, acelerando el paso casi imperceptiblemente para alcanzarle, Castro se acordó de Largo Caballero. Ni risa, ni rabia, ni pena. Casi sin darse cuenta llegó a la altura del jefe.

—Salud.

—Salud.

Y comenzaron a andar juntos. Ni despacio ni de prisa.

—¿Cómo está el Partido en tus radios?

—Bien.

—¿Los socialistas?

—Desmoralizados.

—¿Qué dicen de la detención de Largo Caballero?

—No saben qué decir.

—Es lógico… Sí… No podía ser de otra manera… En fin, dejemos eso y escúchame.

Y el otro escuchó.

—Hay que aprovechar el momento: hay que convencer a las masas que se trata tan sólo de una derrota temporal, pero sin que esto tienda a aminorar la responsabilidad de los socialistas; hay que aprovechar las estúpidas y cobardes declaraciones de Largo Caballero ante los jueces, para señalar que ante la cobardía de los socialistas el Partido asume la responsabilidad política de la huelga general y de la insurrección en Asturias; hay que iniciar una campaña ininterrumpida por la amnistía, Los presos pueden constituir la base para acabar con la desmoralización… o iniciar el reagrupamiento de las fuerzas. Y no olvides esto: los socialistas quieren salvarse de su impotencia y cobardía levantando como a un dios de las insurrecciones a González Peña. Hay que impedirlo. Frente a él, el Partido va a aparecer con la figura de Juan José Manso, un camarada de la fábrica de Trubia… ¿Comprendido?…

—Sí… Pero ¿nos daréis alguna información sobre Manso?

—Sí, pero, además, eso no tiene importancia; con tres cosas bastan: es miembro del Partido, es obrero, un metalúrgico y debe aparecer como uno de los grandes héroes de la insurrección en Asturias… Con esos datos basta, camarada Castro, para hacer de la nada un gigante… Es una cuestión de imaginación… Solamente de imaginación…

—De acuerdo.

—¿Tienes algunas imprentas que puedan trabajar en este momento para el Comité Central?

—Tres.

—Prepara para mañana una para nosotros… ¡Hay que editar «Bandera roja» como órgano central del Partido…! Las otras podéis utilizarlas vosotros… ¿Entendido?

—Sí.

Y siguieron andando en silencio.

Todo estaba dicho.

Poco antes de llegar al Paseo de la Castellana el jefe miró a Castro.

—¿Entendido?

—Entendido.

—Salud.

—Salud.

Castro torció hacia la derecha. Y continuó caminando. Y llegó a la calle de Eloy Gonzalo. Y entró en un portal ancho, al final del cual estaba la imprenta. Ya dentro miró hacia un lado y otro. En un pequeño cuchitril, lleno de pruebas de galera y con olor a suciedad y tabaco estaba el maestro, como siempre, mirando la lista de acreedores y posiblemente soñando que la revolución acabara con muchos de ellos para sanear el negocio.

—¿Qué hay, Castro? —dijo levantándose y extendiéndole la mano.

—A verte… Hacía mucho que no te veía.

—Sí.

Y se quedaron un momento callados mirándose el uno al otro, como tanteándose; Castro buscando adivinar si tendría éxito; el otro intentando adivinar lo que quería Castro.

—¿Y qué…? —preguntó el impresor.

—¿Qué?

—Sí.

—Esto, camarada: el Comité Central necesita tu imprenta para editar «Bandera roja»… Debe salir a la calle en unos días…

—¿Cuándo empezaríamos?

—Mañana.

—¿Quién vendrá a verme?

—Uno que solamente te dirá: «Yo soy el recomendado de Enrique»… Con él debes entenderte… ¡Sólo con él!… Hasta mañana tienes tiempo de buscar el equipo que debe hacer el trabajo… ¡Pocos!… ¡Ningún socialista ni anarquista!… Y gente que no beba ni hable mucho… ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Y se estrecharon las manos.

Y Castro volvió a su caminar, porque aún le quedaban varias cosas que hacer.

* * *

El general López Ochoa había hecho enmudecer a Asturias.

Y dos fusilados.

Y más de treinta mil presos en las cárceles.

Y los muertos en las montañas, con los que la Naturaleza fue más benigna que los hombres, cubriéndolos con un sudario inmenso, que parecía dado al cielo y a las cimas: el cierzo.

* * *

Castro se fue hasta la casa de un matrimonio, gallegos los dos y los dos miembros del Partido. Él era albañil y flaco. Y un hombre silencioso. Ella era solamente gorda.

—«Gallega», voy a trabajar aquí.

—Como quieras.

—Díselo a tu marido.

—Sí.

—Vendré al anochecer y saldré por la mañana temprano.

—Sí.

—Y si de vez en cuando me puedes dar algo de comer…

—Repartiremos lo que haya.

—Salud.

—Salud.

Y otra vez en la calle… Fue por las callejuelas laterales a Bravo Murillo… Era andar mucho más, pero más seguro. La calle de Bravo Murillo se había convertido en la trampa. Y tardó en llegar. Pero eso no le importaba mucho: como siempre el problema era llegar.

Levantó el picaporte y entró.

Y allí estaban todos: el maestro, demasiado cabezón para su estatura, con su vieja piorrea y los pantalones caídos Y la colilla del cigarro apagada. Y empapada de una saliva que se había vuelto oscura al mezclarse con el tabaco. Y los dos aprendices: el más antiguo, escuchimizado y ojeroso, rascándose las ingles o metiéndose un dedo en la nariz que luego se limpiaba restregándolo por las paredes; el otro recostado en algo, como si hubiera nacido cansado y sin vertical.

—¿Hombre, tú por aquí?

—A verte… Y a fumar un cigarro contigo si es que tienes un cigarro para mí.

El otro sacó la cajetilla y se la alargó.

Castro tomó un cigarro.

—Toma algunos más.

Castro sonrió.

—Gracias…

Y mientras encendían y daban las primeras chupadas, Castro le hizo una seña, mientras que con un gesto señalaba a los dos aprendices. El otro asintió.

—Iros… Y venir a la tarde por si hay algo.

Y se fueron.

Castro esperó un rato. Mientras tanto estuvo husmeando por allí. Viendo la máquina de pie, los tipos, la guillotina de mano y sobre todo haciendo un cálculo de las existencias de papel. El examen pareció dejarle satisfecho. Y entonces se volvió al otro.

—Camarada, queremos hacer un periódico de ocho páginas. Es urgente. Y el Partido ha pensado que nadie mejor que tú… Eres un viejo camarada, seguro, serio, comprensivo. En realidad, es un honor que el Partido te hace al mostrar su confianza en ti en estos momentos…

—Sí.

—Estoy seguro de que no necesitas más explicaciones… Tú eres un camarada que comprende políticamente la importancia de ciertas tareas… De esas pequeñas, pero grandes tareas, en las que si uno fracasa pierde mucho. Y si triunfa no se entera casi nadie.

—Sí.

—Sólo te entenderás con dos personas: conmigo quo te traeré los materiales y con González que vendrá a recoger los periódicos.

—Bueno.

—¿Estás convenido?… ¿Bien convencido y dispuesto?… Dilo con confianza, camarada. Con el Partido hay que ser claro, sincero… El Partido bien sabes que siempre comprende…

Y es que Castro había visto el miedo en los ojos del otro.

—Tú sabes, Castro, que el —Cuartelillo de la Guardia Civil está muy cerca de aquí…

—Mejor, camarada.

—¿Cómo?

—¿Cómo va a pensar la Guardia Civil que en sus propias barbazas estamos editando un periódico del Partido?… ¿Comprendes?… En la cercanía de la Guardia Civil está una parte de nuestra seguridad… Pero ¿no te habías dado cuenta?

El otro bajó la cabeza.

—No… No me había dado cuenta.

Y unos momentos más en que Castro se dedicó a señalar al otro algunas reglas esenciales de la conspiración; y luego su marcha sin volver la cabeza. Convencido de que el Partido se había impuesto al miedo de aquel pequeño y miserable impresor al que contra su voluntad el Partido quería hacer un héroe anónimo.

* * *

Y llegó al Puente de Segovia. Pero ni miró al puente ni al río. Torció a la izquierda, luego a la derecha y comenzó a subir lentamente por una callecita estrecha. A la derecha había un cuartelillo de la Guardia Civil. Y un guardia civil paseando con el fusil al hombro, unos cuantos pasos hacia arriba y otros tantos hacia abajo.

Castro le miró.

«Afortunadamente no tienen olfato».

A la izquierda, enfrente mismo del cuartelillo, estaba la imprenta. Abrió la puerta y entró.

González, sentado y con la cabeza caída sobre el pecho, dormía. Castro le tocó en el hombro…

—¿Qué?… ¿Qué?… En este taller nunca le dejan a uno echar una cabezadita… Y luego, al ver que era Castro, se levantó: Primero se restregó los ojos, después abrió la boca dos o tres veces y luego habló.

—¿Tú por aquí?

—Por aquí, ¿o es que te molesta que te visite?

—No… No me molesta… Me sorprende nada más…

Y se miraron.

—Saca los cigarros…

El otro se hurgó en los bolsillos.

—C… pues no tengo… Pero, espérate un momento… Voy por ellos a la esquina.

Y salió.

Castro conocía bien a este González… Era un gran sinvergüenza… Con mucho de putero… Y ambicioso de dinero… Castro sabía muy bien esto por lo mismo ajustó su táctica al hombre. Había que despertar su ambición: aquí no era un problema de partido, era un problema de dinero.

Y llegó el otro.

Y fumaron.

Después de mirarle un poco, Castro, se fue al grano.

—¿Cómo andas de dinero?

—Mal… Y si a eso es a lo que vienes, Castro, has perdido el tiempo y el viaje. Nada… Lo que se llama nada… Para mal comer y el tabaco. Y nada más… Te lo aseguro.

—¿Ni para tus golfas?

—Ni para eso, Castro, que es tan importante como el comer. Figúrate cómo andaré de dinero, que las muchachas creen que me he muerto… Porque claro, ellas saben que hacerme un Benavente o un Hoyos y Vinet no es posible.

—No. Yo no vengo a pedirte dinero, cabrón.

—Ah…

—Vengo a dártelo…

—¿No?… ¡No es posible!

—Sí.

—Habla entonces, Castro… Tú sabes que yo siempre estoy dispuesto a ayudar al Partido.

—¿Sí?

—Sí. Claro que a cambio de que el Partido me ayude.

—Eres un cabrón cínico.

—No hables así, Castro. Sin comer, sin beber y sin esas otras cosas que tú sabes el hombre no puede vivir… Claro… Ni tampoco sin trabajar por la revolución que al fin y al cabo es otro negocio más en la vida… En fin, para qué te cuento… Tú me conoces…

—Sí. Te conozco.

—Pues… dime, dime…

—Tienes que hacer cinco mil ejemplares de un periódico de ocho páginas. En cuatro días. ¿Cuánto vas a cobrar?

Pensó.

—¿Traes dinero?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Primero dime cuánto vas e cobrar.

—¿Cuánto traes?

—¿Cuánto cobras?

—Qué terco eres, Castro, como si por unas pesetas más o menos fuéramos a regañar.

—¿Cuánto?

—Pues… mira… por ser para el Partido… ¡Te cobraría mil pesetas!

—Eres un ladrón…

Y tú un hombre muy mal educado. Se echaron a reír.

—¡Seiscientas pesetas!

—Mil.

—Vete a la mierda…

Y Castro se levantó y comenzó a pasear como con intención de irse. El otro le observaba mientras esbozaba una sonrisa. Y se acercó a Castro.

—No te irrites, Castro… El Partido me necesita… Y yo necesito al Partido… Te lo voy a dejar en novecientas pesetas…

—¡Seiscientas!

—¡Ochocientas! —No.

—Ni tú ni yo… ¡Setecientas!… Y me das la mitad ahora… Y no es que desconfíe… Es que a lo mejor se te olvida el trato y consideras mi trabajo como un donativo a la revolución…

Castro le miró.

—Hecho.

El otro extendió la mano.

—¡En cinco días!

Sin retirar la mano el otro respondió:

—En cinco días.

Castro sacó el dinero, lo contó y se lo dio. Y el otro lo tomó y lo contó parsimoniosamente. Luego se lo guardó.

—¿Quién me traerá los materiales?

—Yo.

—¿Quién recogerá los periódicos?

—Esperanza Abascal.

—No la conozco.

—Una estudiante… Con una verruga en la mejilla… ¿Te basta?…

—Me basta.

Castro se dirigió a la puerta. Pero antes de salir se volvió y mirándole con gesto de mala leche le dijo:

—Algún día el Partido premiará tus servicios.

—Sí.

—Sí… Con un balazo en la cabeza.

—Todavía falta mucho para eso.

Y Castro salió. Enfrente el guardia civil seguía su caminar… Un sol débil reflejaba su sombra en las piedras de la acera. Echó a andar. Luego tomó un tranvía. Y llegó a donde Yagüe le esperaba.

—Hola.

—Hola.

—Tenemos que meternos en algún sitio. La calle es peligrosa todavía.

—Sí.

Y siguieron andando.

—¿Por qué no nos metemos en un cine?

Yagüe le miró.

—Aquí, a la vuelta, hay uno: películas viejas, gentes miserables y muchos piojos… Y la policía bien sabes que sigue siendo muy escrupulosa.

Se rieron.

Y entraron en el cine. Olía a miseria, Y el aire era pesado y escaso. Se sentaron en una de las últimas filas, cerca de la puerta.

—¿Has estado con José Díaz?

—Sí.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Luego le habló de todo lo demás. Lugares, precios, plazos…

—De acuerdo.

—¿Dónde nos veremos mañana?

—En la calle Imperial… En casa de Álvarez…

Y salieron del cine.

Le quedaban diez minutos para llegar a la reunión de los secretarios generales de las células de los Radios de Chamartín y Cuatro Caminos. Apretó el paso. La reunión iba a celebrarse en una bocacalle estrecha que daba a Bravo Murillo; cerca de un convento que parecía muerto, en una escuela de párvulos de la que era director un tal Ramírez. El lugar era bueno. La policía no se atrevía todavía a penetrar en aquellas callejuelas de gentes y perros escuálidos, de microbios y mugre.

La puerta estaba entornada… Empujó… un camarada que estaba detrás de la puerta le saludó.

—Salud. Castro.

—Cierra.

—Sí.

Y cerró.

—¿Está organizada la vigilancia?

—Sí.

—¿Hay alguna otra salida?

—Sí, el patio de recreo da al campo.

Subió.

En una pequeña aula y sentados extrañamente, hombres con ojos de sueño y gesto severo. Se sentó en la mesa en la que durante el día se sentaba el maestro. Miró a todos. Y cuando se convenció que nadie había faltado, se recostó en la silla intentando alejar su cansancio. Luego una observación:

«Creo que los camaradas no deben fumar… Nadie se explicaría fácilmente que de una escuela de párvulos salga humo y huela a tabaco». Y se apagaron los cigarros.

Hacía calor, un calor que provocaba sudor y sueño. Algunos miraban a las ventanas. Otros se pasaban las manos por la frente y el cuello y hacían gestos de mala leche.

«Camaradas: rápidamente, pues la reunión no debe durar más de una hora, voy a daros las instrucciones del Buró Político, que deben constituir para cada comunista la razón suprema del momento, el afán de todos sus esfuerzos… Porque o nosotros impedimos la «debacle» y la consolidación de la contrarrevolución o la «debacle» nos arrastrará a todos.

»Primero: convencer a la clase obrera que la derrota ha sido un producto de la cobardía y falta de organización de los jefes socialistas y no el resultado de la superioridad de fuerzas de la contrarrevolución… ¡Convencerles de que el gobierno de Lerroux está herido de muerte!

»Segundo: hacer conocer a toda la clase obrera las palabras de nuestro Partido: el Partido Comunista asume toda la responsabilidad política de la huelga general y de la insurrección de Asturias. Y comparar esta actitud con las declaraciones de Largo Caballero ante sus jueces. De esta situación deberá quedar claro para la clase obrera que el Partido Socialista es la manifestación plena de la impotencia de la socialdemocracia en el mundo entero. Deberá quedar claro, grabado en la cabeza de millares y millares de hombres y mujeres que sólo el Partido, nuestro Partido es el Partido de la revolución.

»Tercero: debe comenzar rápidamente una gran campaña por una amnistía general. No hay que olvidar que el pueblo español, además de bárbaro, es sentimental.

»Cuarto: el Partido Socialista para salvar lo poco que se pueda salvar ha tomado a González Peña y lo ha convertido en el símbolo y el héroe de la insurrección asturiana. Esto es un peligro. De lograr su propósito los socialistas harían olvidar rápidamente su responsabilidad por la derrota y levantarían ante la clase obrera un nuevo mito: González Peña, al que intentarían presentar como el prototipo del militante socialista».

Alguien preguntó:

—¿Pero González Peña se ha portado bien?

—Eso a nosotros no nos importa. Lo que nos importa es que no aparezca como el héroe, como un jefe combativo y capaz… Se trata, camaradas, no de registrar escrupulosamente la verdad histórica en cuanto a un hombre; se trata de destrozar al Partido Socialista.

—Entonces, ¿silenciarle?

—No… Hablar de él, pero lo menos posible, Y por el contrario hablar mucho de Juan José Manso.

—¿Quién es Manso?

—Un miembro del Partido.

—¿Y qué más?

—Un obrero metalúrgico de la fábrica de Trubia.

—Pero…

—¿Por qué dar vida a los peros?… Ese es el héroe de Asturias, porque no olvidarlo, él es el Partido. Y cuando el Partido le convierte en un héroe, ¿qué nos importa a nosotros si lo es o no lo es?… ¡El Partido sabrá por qué lo hace!…

—Sí… —murmuró uno.

—Claro… —afirmó otro.

Los demás permanecieron callados.

—Me queda sólo que añadir unas palabras… Dentro de unos días saldrá a la calle nuestro semanario «Norte Rojo… A partir de hoy los secretarios de Agit-Pro deberán tener todo preparado para su reparto. ¡Deberá repartirse en una hora, cuando más!… De esta manera cuando la policía quiera reaccionar y comience las detenciones, ni uno solo do nuestros camaradas deberá tener un solo ejemplar en el bolsillo.

—¿Qué día saldrá?

—Avisaremos.

—Camarada Castro… Quisiera hacer una pregunta.

—Camaradas: la reunión debe suspenderse. Llevamos más de una hora. Y ya es demasiado tiempo.

Y se levantó.

«Gracias, camarada Ramírez».

Se acercó a él el responsable de la vigilancia y seguridad de la reunión.

—¿Algo más, Castro?

—Organiza la salida.

Y salió él primero perdiéndose en la noche. Mientras caminaba hacia la casa de la «Gallega», iba pensando en el transcurrir de las cosas. ¡El Partido funcionaba como una maravillosa máquina de precisión! Y así sería en todos los «Radios» de Madrid, en todos los pueblos y ciudades de España.

«Don Paco nunca aprenderá esto… ¡Nunca!… ¡Nunca!… Para ello se necesita tener una escuela y un ejemplo: Rusia y los bolcheviques rusos. Para esto se necesita un gran partido que sepa asimilar las enseñanzas y enseñar a sus militantes».

«Ya no es posible para los socialistas».

«Existimos nosotros».

* * *

«Norte Rojo».

Y un editorial que decía: «…Hemos sido derrotados, pero no hemos sido vencidos. La clase obrera por la falta de dirección y organización no ha podido desarrollar toda su fuerza. Ella puede llegar a mucho más; puede llegar hasta el triunfo de la revolución. La contrarrevolución no puede llegar a más de lo que ha llegado en Asturias… Octubre en España ha sido el 1905 en Rusia. Nos falta todavía el noviembre de 1917…»

Y cada tres días…

«Norte Rojo».

Y…

Y otro más.

Los trabajadores españoles ante el silencio de los socialistas y republicanos no tenían otra alternativa que escuchar o leer lo que los comunistas decían o escribían. Octubre fue para el Partido Comunista el período de la gran cosecha.

* * *

—¿Qué dices tú?

—Yo digo que el movimiento de octubre ha mostrado hasta la saciedad dos cosas: que el Partido Socialista no es el Partido de la Revolución; que Largo Caballero es incapaz de ser el jefe de la revolución…

—¿Por qué?

—¿Quieres más pruebas que la derrota?

—Pero, vosotros le llamabais el «Lenin Español».

—No, compañero, nosotros no le llamábamos el «Lenin Español», dejábamos simplemente que vosotros, los socialistas se lo llamarais. Nosotros no podíamos llamárselo porque hubiera sido, además de una mentira. Un sacrilegio. Lenin es Lenin. Es decir, el jefe de una revolución triunfante. Largo Caballero es solamente Largo Caballero, el jefe de tres torpes intentos de hacer su revolución o la revolución del Partido Socialista: 1917- 1930-1934…

—Entonces, ¿quieres decir que Largo Caballero es un traidor?

—No.

—Entonces…

—Queremos decir, lo decimos, que Largo Caballero es incapaz de hacer la revolución porque no sabe hacerla; que el Partido Socialista, el Partido del cual es jefe Largo Caballero, no es el Partido de la revolución porque es incapaz de organizarla…

Unos cuantos millares de comunistas repetían esto sin fatiga ni descanso por todos los lugares de España.

La derrota no importaba.

Lo importante era debilitar el Partido Socialista, debilitar la influencia política de sus jefes, acabar con su influencia en la clase obrera española.

Tan.

Tan.

Los comunistas golpeaban sobre la fe de millares de militantes socialistas; sobre la fe o simpatía de millares de simpatizantes del Partido Socialista. Y en el cuerpo del gran coloso se fueron abriendo grietas.

Muchas.

Anchas.

Profundas.

Y millares y centenares de millares de trabajadores comenzaron a mirar hacia Rusia con más insistencia que nunca: Rusia era una esperanza. ¡Aunque debía ser la única!

Y los desesperados y hambrientos de la vieja España, grande y miserable a la vez, comenzaron a pensar que un nuevo dios había llegado a la tierra para romper las cadenas.

¡Stalin!

El hombre que estaba construyendo el socialismo.

¡Stalin!

¡Stalin!

La gente no sabía muy bien qué era eso del socialismo. Pero… Tenía hambre, tenía odio, tenía ansias inmensas de venganza… Nunca la tierra había sido mejor abonada por el CAOS.

Nunca.