Capítulo III

EL NACIMIENTO DE UN MONSTRUO

Un día Moscú desembaló en España a un hombre: «el camarada Pedro». Después de un poco de tiempo Moscú desembaló otro hombre: «el camarada Codovila». Uno era húngaro; el otro argentino de origen italiano. El primero sombrío y alto, de pelo enmarañado y canoso y ojos saltones, de ademanes suaves y hablar lento; el otro, apasionado, hablador, alto y gordinflón y de un resollar sin tregua. Pero, los dos incansables, metódicos, implacables, maestros del soborno y de la puñalada por la espalda y para los que España no era más que una operación más y un trampolín.

* * *

Dos profesores.

Dos capataces.

Dos semidioses.

Aquello fue el epitafio do una época maravillosa y confusa.

* * *

Aquel hombre que se apellidaba Calleja, bajito, flaco, miope y empleado en una farmacia de la calle del Arenal cedió su casa, un caserón en la calle de las Huertas, para la primera reunión de algunos comunistas madrileños con el «camarada Pedro».

* * *

Olía a miseria aquella casa.

* * *

La pequeña habitación en la que se encontraban unos doce o catorce hombres estaba llena una lámpara de humo de y expectación. Era cuadrada y de techo alto, del que colgaba una lámpara de metal convertida en el retrete de millares de moscas; de paredes desconchadas que dejaban ver el esqueleto de aquel caserón del siglo XVIII; de sillas viejas que al sentarse sobre ellas crujían como si se quejaran; de una mesa cuadrada y desnuda con manchas de grasa, quemaduras de cigarros y carcoma: y de un suelo de losas rojas y grandes sobre las que el tiempo y las gentes habían producido un desgaste de agonía.

Había también un balcón que daba a la calle.

Pero también había una cortina sin color ni edad definida que dejaba pasar el ruido, pero nunca los reflejos del sol ni de la luna. Por eso olía a covacha aquella habitación.

* * *

Humo y silencio.

Hasta que se escuchó el sonar de una vieja campanilla. Y luego, el ruido de un abrir y cerrar la puerta. Y después sobre el suelo el golpe seco de la pierna artificial de Bullejos que parecía el toser rítmico y ronco de un reloj gigantesco y viejo.

—Salud, camaradas.

—Salud.

Y silencio y humo.

Y otra vez el sonar de la vieja campanilla. Y otra vez el ruido de un abrir y cerrar la puerta. Y un rumor de pasos. Y un hombre, como un cuervo grande, grandote y negro, que entra, que mira entornando los ojos, que avanza hasta una silla vacía, que se sienta sobre ella mientras la silla cruje en un quejido angustioso e impotente y…

—Salud, camaradas.

—Salud.

Y humo y silencio.

Y el hombre bajito, flaco, miope y boticario asoma la cabeza y mira a Bullejos mientras sonríe y espera algo.

—Gracias, camarada.

Y después todos a mirar al «camarada Pedro», que se entretenía en mirar al camarada Bullejos.

—Camaradas —era Bullejos el que hablaba —: el camarada Pedro ha sido nombrado por la Internacional Comunista su representante ante el Partido Comunista de España. Estoy seguro de que sus grandes conocimientos, sus grandes experiencias de la Unión Soviética, trabajando en el Estado Mayor de la Revolución Mundial, serán de enorme valor para nuestro Partido… El camarada Pedro ha querido conoceros a través de esta reunión, que no será la última…

Silencio y humo.

Y la voz del camarada Pedro:

—El hecho de que me encuentre entre vosotros, camaradas, no es casual. Obedece a dos grandes razones: a la entrada de la revolución española en una de sus etapas decisivas; la otra, al deseo de la Internacional Comunista y del camarada Stalin de ayudar al Partido Comunista de España con las preciosas experiencias del movimiento comunista internacional, pero, principalmente, del glorioso Partido Comunista de la Unión Soviética…

Y humo y silencio.

Y otra vez la voz del camarada Pedro:

—Camaradas: por su misma juventud el Partido Comunista de España padece de ciertos defectos que son a la vez la causa esencial de la mayoría de sus errores políticos. El Partido está enfermo de clandestinidad. No ha sabido romper con lo que, si ayer era indispensable, hoy es un estorbo para ligarse a las masas obreras y campesinas del país…

Silencio y humo.

Y una vez más la voz del camarada Pedro:

—Esto de un lado, camaradas, de otro la indiferencia hacia los problemas ideológicos, al estudio de la teoría, de la estrategia y la táctica revolucionarias han conducido al Partido a una grave situación; al desconocimiento del carácter de la revolución española; a su aislamiento de las masas; al estancamiento en su crecimiento numérico y de su influencia política; al retraso en su transformación en un auténtico Partido Comunista, en un auténtico Partido de masas, en un auténtico organizador y dirigente de la revolución española.

Y humo y silencio.

Y una vez más:

—El Partido, camaradas, debe salir de su estado infantil; el Partido debe comprender que: o se convierte en el organizador y dirigente de la revolución en España o la revolución será inexorablemente derrotada…

Silencio y humo.

—La organización comunista de Madrid debe marchar a la cabeza en la transformación del Partido… Yo espero, camaradas, lo espera la Internacional Comunista que, inspirándoos en Marx, Engels, Lenin y Stalin, hagáis del Partido Comunista de España un auténtico Partido Bolchevique. La organización y bolchevización del Partido a través de la lucha diaria es la garantía del triunfo de vuestra revolución… de la felicidad de los obreros y campesinos de España.

Fue un hablar entre silencio y humo, lento, monótono, seco, que salía de un hombre inmóvil, pero de un hablar que penetraba lentamente, como a rosca en el cerebro de cada uno de aquellos doce o catorce hombres que se dedicaron solamente a escuchar, fumar, mirar y asentir con rítmicos movimientos de cabeza.

* * *

Después de la reunión Castro, Yagüe y Checa se encontraron en la plaza de Santa Ana llena de noche y silencio. Y continuaron por la calle del Príncipe.

—Santamaría viene detrás —dijo uno.

—Ya no importa —respondió Castro.

Y continuaron hacia la Puerta del Sol. Y entraron en el Bar Flor que empezaba a llenarse de cómicos y prostitutas de medio pelo. Y se sentaron. Y durante algún tiempo cada uno de ellos se limitó a saborear su café y mirar a la gente que entraba y salía.

—Esto va en serio.

—Sí.

—Sí.

Coincidían. Y se levantaron y cada cual se fue hacia su casa. Pedro Checa hacia la carretera de Extremadura en donde vivía con su madre y una hermana. Pablo Yagüe hacia Cuatro Caminos, a una calle estrecha y tortuosa. Y Castro se metió por la calle de las Carolinas y se perdió en la oscuridad.

* * *

Casi nadie se dio cuenta de aquello.

El pequeño Partido Comunista de la época infantil y romántica murió en la mayor de las clandestinidades.

* * *

España estrenaba nuevos jefes comunistas ¿Quiénes eran?

José Díaz, Secretario General; Manuel Hurtado, Secretario de Organización; Vicente Uribe, director de «Mundo Obrero»; Jesús Hernández, Secretario de Agitación y Propaganda; Antonio Mije, Secretario Sindical; Adriano Romero, Secretario Agrario; Dolores Ibárruri, «Pasionaria», Secretaria Femenina y Pedro Martínez Cartón.

Cuatro andaluces.

Tres vascos legítimos o falsificados.

Y un madrileño.

Seis obreros, un campesino y una ama de casa. De todos ellos, cinco habían hecho la Escuela Leninista en Moscú.

Y a esto se dijo, o mejor dicho se ordenó, que se lo llamara Buró Político.

Todo.

O casi todo, porque el todo era Luis Codovila, convertido en el representante general de la Internacional Comunista en España. Pedro Geroe había sido enviado a Cataluña con la esperanza de que convirtiera el problema nacional en una bomba de tiempo.

¿Cómo eran?

Era pronto para saberlo, porque por aquellos días se dejaban ver poco.

Pero a los hombres o se les conoce pronto o no se les conoce jamás. José Díaz, sevillano, obrero panadero, era un hombre bajo y menudo, con un mirar profundo y claro, humilde, oliendo todavía a su miseria y su pena de niño. Era de unos conocimientos muy pobres, mal orador, pésimo escritor y un hombre honrado… ¿Cómo los rusos pudieron convertir a este hombre en un autómata, cómo pudieron sobornarle hasta convertirle en un cadáver viviente? Sacar a un hombre de su modestia, de su vivir diario entre miserias y penas, sacarle de todo esto, colocarle en la cima de una montaña y decirle al oído: «España está en carne viva… España espera curarse con la revolución y vivir… Y tú, José Díaz, el obrero sevillano, el ex anarquista, has sido elegido por el Estado Mayor de la Revolución Mundial, por la Internacional Comunista, para que seas el jefe del Partido que debe organizar y dirigir la revolución en España». Era un hombre al que habían cegado con la magnitud de la misión; un hombre al que de la noche a la mañana le habían hecho creer que era el cerebro y el mando de un gigante en embrión: el Partido Comunista… Era un hombre obsesionado por el fin, que veía como un paraíso… ¡El fin!… ¡Sólo el fin!… Y ponía en práctica los medios sin detenerse a pensar si eran remedio o crimen, bien o mal…

Sólo así se comprende.

Vicente Uribe era distinto. Bajo y menudo también, obrero metalúrgico y una mezcla de vasco y castellano en el que se había avinagrado la solera de las dos razas. Soberbio y vanidoso. Tosco y mal educado. Ambicioso. Su paso por la Escuela Leninista de Moscú le había hecho sentirse el «teórico» del Partido, el que sabía todos los recovecos de la ideología, todos los secretos de la estrategia y la táctica.

Era un narciso disfrazado de obrero, un hombre resentido contra todo y en el fondo contra la Internacional Comunista que no lo había hecho jefe. No era inteligente, pero sí terco. Aprendió ruso y de memoria mucho de Lenin y Stalin. Era además, un hombre sin alegría, de mal humor y lo que es peor, de mala leche.

Antonio Mije era… De mediana estatura, un poco gordinflón, blanco, de piel feminoide de los hombros para abajo. Vivo, ágil, hablador incansable y un demagogo sin brillo. Hubiera sido, quizá, un buen camarero de colmado o jefe de una tribu de gitanos arregladores de cacerolas y sartenes y ladrones de burros y gallinas. No era un gran pícaro, solamente un pícaro, con unos afanes neuróticos de señorío, al que volvía loco la seda, que así vestía por dentro, y el buen vivir.

Jesús Hernández era algo más que de mediana estatura, flaco, con gafas, cargado de hombros. Demasiado joven y después de unos sucesos en Bilbao que han pasado a la historia del movimiento obrero sin razón conocida fue enviado a la Escuela Leninista. Golfo, mujeriego y amigo del buen vivir. Orador fácil, aunque no muy brillante, con ciertos aires de intelectual que rompía un poco la monotonía de aquellos hombres iguales.

Fue un hombre modelado por Moscú a su gusto porque no era ni acero norteño ni roca castellana. Un hombre que casi sin transición pasó de la masa a la cúspide, en donde generalmente se acababa el hombre.

Manuel Hurtado, «El Chino», era también andaluz, pero un andaluz cerrado, torpe, lento, mohíno, desgarbado y de un hablar que hacía daño a su garganta y a los que le escuchaban. Jamás se comprendió cómo aquel hombre menos que mediocre había llegado a donde estaba. Sólo el ser alumno de la Escuela Leninista de Moscú podía explicarlo en parte.

Pedro Martínez Cartón era más un barítono sin oportunidad que un miembro de un Partido Comunista, Menos a Pedro Martínez Cartón, Martínez Cartón despreciaba a todos: a los suyos y a los de enfrente.

Dolores Ibárruri, «Pasionaria», era alta, entrada en carnes, de pelo y ropa negra. De labios finos, de ojos que hacían daño en su mirar, de barbilla angulosa y dura. Tenía algo de la Bernarda Alda de Lorca: el veneno. Había sido una fanática de las que arrastran sus rodillas por la tierra en sangrientas y macabras penitencias. Cambió su mística negra por la roja. Posiblemente la política fue el escape de una vida frustrada por su gran ambición y terribles insatisfacciones. Era majestuosa en la tribuna, de una voz rica en matices, que parecía salir de mucho más hondo que de la garganta. Llegó a Madrid con sus hijos, dejando a Julián su marido, allá, en las minas de los alrededores de Bilbao… para hacer de Isabel II…

El otro no era nada.

* * *

Comenzó la transformación.

La redacción de «Mundo Obrero» se instaló en la calle del Cardenal Cisneros, en el primer piso de una casa modesta. Los redactores trabajaban en una sala grande y en una mesa colectiva. Vicente Uribe, el director, en una habitación aparte. Trabajaba con todo cerrado, con la boina puesta, el gesto duro, textos de los clásicos sobre la mesa… Cuando escribía parecía un animal hembra en un mal parto… Pero el enano se creía un gigante… Cualquiera que le interrumpiera era recibido con una mirada que era una blasfemia. No hacía más que el editorial, cuando lo hacía, pero era la tarea que consumía toda su jornada de director. Alguna que otra vez abandonaba el despacho, salía precipitadamente hacia la calle del Pez que tenía sus encrucijadas de carne a precio y allí se estaba lo que el cuerpo le pedía o el dinero daba de sí. Cuando regresaba se metía en el excusado, orinaba y otra vez al despacho, a hurgarse en el alma de los clásicos.

Y la boina en el mismo sitio.

Allí conoció Castro a Jesús Hernández y a Cabo Giorla. Venían de Moscú. Hernández consagrado. Lo decía su porte y un abrigo de piel que en Moscú sólo se daba a los altos funcionarios. Pero era simpático, asequible y siempre con ganas de hablar a todos de la «casa», que por ese nombre se conocía a Rusia; Cabo Giorla, otro producto «Made in URSS», era casi un gigante, lleno de vitalidad, de cinismo, de ruido, dispuesto a llegar lo más pronto posible a la cima. Sin embargo, en los primeros tiempos no tuvo éxito. No era proletario y hubo que proletizarle. Y Pablo Yagüe se lo encargó a un arquitecto, Sánchez Arcas, que trabajaba en el Hospital Clínico de le Ciudad Universitaria, para que le diera trabajo. Entró de peón. Pero no aguantó la prueba. Sus hombros no aguantaron más que la chaqueta y sus ambiciones; la varilla abrió sus carnes vírgenes. Y buscó a María Carrasco, delgada y flaca, tuerta y mecanógrafa del Aeródromo de Cuatro Vientos, que ganaba quince pesetas diarias y que buscaba marido. Se encontraron. Se casaron. Giorla no trabajó más. Se dedicó a administrar el salario de ella y a pensar en la revolución… A cambio da ese «administrar» lo que ella ganaba le proporcionó una sífilis de la que no se curó jamás.

El Partido comenzó a transformarse.

Las tertulias dieron paso a las organizaciones provinciales, a la organización de los Radios de Barriada, a la organización celular. Aparte de esto el Partido alquiló un local en un primer piso de una casa de la calle de la Estrella. Allí se concentraban, allí se realizaba el trabajo legal, las reuniones en las que la ideología marxista se repartía gratis y en grandes cantidades. Allí se daban conferencias. Allí conoció Castro por primera vez a Thorez, el jefe comunista de Francia. Pero la actividad esencial del Partido estaba fuera de allí: se desarrollaba en las barriadas, en los sindicatos, dentro de los partidos políticos de izquierda, en los cuarteles, en las Universidades, entre los sin trabajo que se congregaban en lugares que eran como los mercados del hambre.

El Partido comenzó a ser un Partido.

Moscú comenzó a estar contento.

* * *

El Partido se transformaba a través de la transformación de sus militantes.

Los hombres se convirtieron en seres condenados por la ideología, Por la disciplina, por el esfuerzo interrumpido, por la rigidez e inviolabilidad de la línea política, por un odio exacerbado cada día a todo lo que no fuera Partido o no estuviera con el Partido.

Exteriormente hombres.

Interiormente monstruos.

Pero, esta terrible verdad los comunistas sólo suelen saberla en los últimos años de su existencia, cuando la desilusión o la desesperanza los empuja a mirar, a mirarse, a colocar su vida ante sus ojos y ver… y ver… hasta que las lágrimas no dejan ver.

* * *

«Una mentira para que sea útil debe parecer verdad»

Sí.

«…debe parecer verdad».

—¿Y la verdad? —preguntó el otro.

—No debes preocuparte mucho… La verdad no es ni más ni menos que el complemento de la mentira.

Se rieron los dos. Y continuaron apurando el café en pequeños sorbos. Y fumando.

Uno de ellos era un poco unamunesco: gafas redondas, mirada perdida, nariz aguileña, suéter hasta la garganta misma, las puntas del cuello de la camisa por fuera y casi siempre con un comienzo de sonrisa condenada a no cuajar definitivamente nunca. Se llamaba Pedro Checa. Y era alto y flaco, también como don Miguel. Y era maestro aparejador y trabajador en el Aeródromo de Cuatro Vientos, en donde un tío suyo era alguien. Vivía con su madre viuda y una hermana, allá en una casita de la carretera de Extremadura. Y cuando extrañamente se les veía juntos parecían gentes movidas por algo ajena a ellas mismas y encadenadas por una pena que no se parecía a las penas que el otro conocía desde niño. Checa no era brillante ni cuando hablaba ni cuando escribía, pero era preciso. Tenía una amiga que habitaba en la calle de Hortaleza, cerca de la iglesia de San Antón, a la que veía una o dos veces al mes. Después de cada visita Pedro Checa pasaba unos cuantos días enfermo de algo extraño, quien sabe si es de asco o de cansancio.

Al otro ya lo conocíamos de antes.

—Creo, Castro —y con ello se rompió un largo silencio —, que has definido justamente la verdad.

Y una chupada al cigarro.

—Sí, Pedro. Hoy con la verdad de cuantos somos y de la que somos no iríamos muy lejos… La influencia de la revolución rusa solamente ha llegado a unas minorías, pero a unas minorías blandas en las que te encuentras un notario que se limita a escribir un libro o un Álvarez del Vayo, un idiota cultivado que habla idiomas y se viste en Inglaterra…

—Entonces, ¿debemos mentir…?

—Yo creo que sí… Yo creo que tenemos necesidad de impresionar… La verdad y la razón son importantes, pero no siempre convencen… Y nosotros debemos convencer: convencer de que somos una gran fuerza, es decir, de que somos muchos; convencer de que somos los mejores, los únicos capaces de hacer la revolución…

—¿Entonces debemos mentir…?

—Como debemos matar cuando el matar se convierta en una necesidad para la revolución o de la revolución.

—Exacto.

Y se callaron.

Castro se dirigió al domicilio del Partido. Entró en la calle de la Estrella y comenzó a subir lentamente la empinada cuesta hasta llegar al portal…

—Hola.

—Hola.

Y se sentó en un banco al lado de Julia Blanco, una muchacha delgada, de pelo rubio y lacio, guapa, con la que era y no era medio novio. Y se entretuvo durante quién sabe cuánto tiempo en mirarla, mientras que ella, como siempre, le hablaba de un mundo maravilloso que nunca llamaba Rusia o de su miedo a enfermar de tuberculosis. Era hija de una portera de una calle cerca del Congreso de Diputados. Y modista. Una muchacha buena, pero hambrienta de todo. Hasta que se cansó de mirarla. Y se dedicó a mirar a los que entraban y salían. O a los que discutían de la insurrección en un rincón y a voces…

Vio acercarse a Agustín Lafuente.

—Hola.

Era este Agustín, matarife. Grueso y rubio. De ojos entornados y un medio tartamudear cuando hablaba. Tenía dos pasiones: ser un gran jefe de los grupos de choque y aprender alemán. Lo primero era comprensible. Lo otro, Castro no lo entendió nunca.

—¿Muchos detenidos?

—Sí.

—Un fracaso…

—Sí.

Era el balance de la primera manifestación organizada por el Partido Comunista en Madrid.

Y se callaron.

Y llegó Yagüe con el sombrero echado hacia atrás y la corbata torcida. E hizo una seña a Castro. Y éste dijo adiós a Julia y se dirigió a aquel cuartito en el que había una mesa y varias sillas, una ventana, una jarra con agua de muchos días, unos retratos de Lenin y Stalin y un calendario al que nadie se ocupaba de arrancar las hojas y que parecía el cadáver del tiempo.

Se sentó frente al otro.

Y se miraron sin hablar.

—Un error… —comentó Yagüe.

—Sí… Barriada obrera… calles anchas… comunistas solos… sin protección armada… ¡Qué más podían desear los Guardias de Asalto! Y otra vez se callaron.

—Hay que desquitarse, Castro.

—Sí.

—Tú serás el responsable de la próxima… Habla con Gregorio Antón y prepárala para el sábado…

—De acuerdo.

Y sin mirar a Julia que todavía estaba allí, sentada, pensando en la tuberculosis y en su hambre de todo, abandonó el local. En la calle ya era noche. Las primeras prostitutas ocupaban su lugar en los quicios oscuros de los portales. Una pareja de guardias hablaba en la esquina. Y alguno que otro perro husmeaba en los montones de basura o buscaba en la oscuridad un sitio para esconderse de los hombres, que por aquellos lugares tenían muy mala leche.

* * *

Gregorio Antón era muchas cosas: ferroviario, alto y flaco, secretario de organización del Partido Comunista en Madrid y un tío tan putero, tan putero, que en el barrio se le conocía por «El Bubones», porque no había temporada sin visitas periódicas a un dispensario que había en la calle de Segovia, en donde se aplicaba sin límite y sin paciencia el neosalvarsan y el permanganato. Vivía en la calle de Ferraz, en donde sus padres eran porteros de una casa de inquilinos de clase media. Aparte de sus padres tenía una hermana que nunca acababa de casarse y un hermano, Francisco Antón, que era oficinista en los Ferrocarriles del Norte, que siempre iba muy atildado y en cuya vida no había domingo sin misa.

Se encontraron ante el Cuartel de la Montaña.

—¿Te ha hablado Yagüe?

—Sí.

—Entonces prepara a los militantes… El viernes te diré la hora y el sitio.

—De acuerdo.

—Y después de rascarse furiosamente las ingles y de colocarse bien la gorra, Antón se dirigió rápido a su casa. Porque tenía poco tiempo y mucha hambre.

* * *

—Mañana a las siete.

—¿Dónde?

—En la Puerta del Sol.

El otro miró asombrado. Pero no dijo nada. Lo que tenía que saber ya lo sabía.

Sábado.

Castro llegó a la Puerta del Sol. Miró el reloj de Gobernación. Todavía era temprano. Se alegró de ello. Porque todavía necesitaba tiempo para algo: para husmear por la plaza de Pontejos en donde estaba un cuartel de los Guardias de Asalto; para entrar en los cafés y ver si había más policías que de costumbre; para bajar a los urinarios y mear y mear para ver si se le quitaba ese algo extraño que le hacía sentir unas ganas terribles de orinar.

Hizo todo.

Los vio venir.

—¿Sin variación?

—Sin variación.

Vio pasar a José Díaz. Después a Codovila, gordo y desgalichado con el sombrero sobre los ojos. Luego se dedicó a ver cómo iban llegando las fuerzas del Partido y a mirar el reloj. Desde distintos sitios los secretarios de los diferentes Radios le miraban.

Yagüe y Armisen se le acercaron.

—¿Normal?

—¡Normal!

El reloj de la Puerta del Sol marcaba las siete y cuarto. Una pareja de Guardias de Seguridad miraban a la gente y de vez en cuando bostezaban. Toreros y cómicos hablaban a gritos. Las bocas del Metro tragaban y vomitaban gentes. Grupos de éstas esperaban en las paradas de los tranvías. Todo como estaba previsto, A las siete y veinticinco miró a los dirigentes de los radios e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

Y avanzó hasta el punto de partida.

A su lado: Yagüe y Armisen.

Detrás, a unos cuantos pasos, Agustín, el matarife, responsable de los grupos de choque. Cuando se acercó a Castro sólo se escucharon unas palabras:

—«Sitúalos… Si los de Asalto disparan… ¡Disparar!».

¡Ya!

Una bandera roja… Y… «Viva el Partido Comunistas… «Abajo la CEDA»… «¡Mueran los social-fascistas!»… «Viva la revolución… Y…»

Arriba parias de la

tierra en pie famélica legión…

La calle de Pontejos empezó a arrojar camiones llenos de uniformes azules y correajes negros. Luego se detuvieron unos segundos. Después los oficiales gritaron y los camiones, unos por un lado y otros por otro, intentaron con un movimiento de pinzas envolver la manifestación…

«Seguid».

«Seguid».

Se produjo el encuentro. Los comunistas hicieron la valla y Castro, Yagüe y Armisen se replegaron hacia el bar Flor. Después se inició la retirada general. Pero los Guardias de Asalto habían tomado demasiado impulso para poder detenerse en seco. Sus porras de goma siguieron golpeando, pero a los neutrales para los que la Puerta del Sol era lugar de cita y estancia. Surgieron protestas y gritos. Los silbatos de los oficiales comenzaron a tocar y los guardias a replegarse hacia los camiones.

Castro miró a Yagüe.

—La policía.

Salieron rápidos del bar Flor y se hundieron en la boca del Metro. Y luego cada uno en una dirección.

Al Otro día «Mundo Obrero» hablaba de las cargas brutales de los Guardias de Asalto contra gentes indefensas que reclamaban «Pan y Trabajo», «Defensa de la República», «Disolución de la Guardia Civil», etc., para concluir con un ataque brutal contra los socialistas y reclamar la dimisión del ministro de la Gobernación El resto de la prensa habló del descontento del pueblo. «El Debate», en sus «Notas del Block» que escribía un cura, señalaba el peligro de que las masas pudieran desbordar a los dirigentes y dar vida a una revolución sangrienta…

Y otra.

Y otra más.

Y muchas, muchas más.

Mil comunistas eran la inquietud de una ciudad de casi un millón de habitantes.

Madrid empezó a soñar con un gigante

La mentira empezaba a parecer verdad.

* * *

Sombras y sombras.

Algo así como un interminable mundo de sombras: viejos árboles retorcidos y encadenados a una tierra que era vida y muerte; gentes y harapos que se escondían allí, porque allí nadie miraba a nadie; y perros, que tristes sombras, que buscaban de aquí para allá mientras iban muriéndose poco a poco…

Porque la Dehesa de la Villa, en las afueras de la ciudad, era en las noches algo así como un inmenso estercolero en el que Madrid arrojaba sus basuras.

Pero esta vez…

Ella y él hundidos en las sombras.

—¿Tienes prejuicios?

—No.

—¿Entonces…?

—No te das cuenta… Yo sólo soy cansancio, miseria, asco y odio… Así no es posible… No es posible…

—¿Por qué?

—La miseria duerme el sexo… Y si no lo duerme es peor… Porque le convierte en fabricante de pequeños o grandes monstruos.

—¿Por qué?

—Somos odio… Solamente odio… Me lo has dicho muchas veces y tú tenías razón. Y el odio ni acaricia ni se deja acariciar. El odio araña, pudre, mata.

Y se bajó las faldas para ocultar una carne joven y enferma de anemia; y se abotonó la blusa escondiendo unos senos que guardaban veneno.

Y se levantaron.

Ella le miró mientras comenzaban a andar.

—¿En qué piensas?

—En la ofensiva del Partido para la conquista de los sindicatos.

—¿Estás impaciente?

—Sí.

—Sigue pensando en ello que es importantísimo… Pero mientras caminamos y piensas, dame un beso.

—Se besaron.

Ella tenía los labios fríos.

Él pensaba en otra cosa.

* * *

Era una vieja calle empinada por sus dos extremos, que se asemejaba un poco a un viejo puente colgante, flaqueando por un mundo de tiempo y drama. Estaba situada detrás de la Gran Vía, a espaldas de los grandes almacenes Madrid-París. De este gran edificio, que era algo así como un mar de cosas e ilusiones, de luz y ruido, no la separaba más que la calle del Desengaño, que quién sabe por qué se llamaría así. Durante el día la calle de Valverde, que así se llamaba la calle a que nos referimos, era una calle como las demás. Era en la noche cuando adquiría su verdadera fisonomía, su auténtica personalidad: reflejos pálidos de viejos faroles y grandes sombras inmóviles que parecían gigantes negros en acecho; y un pasar de gentes inclinadas, algo así como personajes de una extraña procesión. Ya en la noche, cuando la ciudad se hace silencio y sueño, la calle de Valverde se convertía en una gran fábrica de mentira y sífilis: prostitutas que ocultaban sus ruinas se convertían en sus moradores. Y diálogos breves y tiempo sin diálogo; y oferta y demanda; y entrada de parejas en reata en viejas casas en donde el amor era breve y animal.

Y algo más.

Allá por las doce, el silencio se rompía por el rodar de algo que parecía quejarse y de lo que tiraba un niño y empujaba un ciego. Y el detenerse de aquel algo, una tabla con unas ruedas y algo enfundado encima, en la esquina de las dos calles, bajo los reflejos tímidos de un farol para iniciar un extraño trajinar: el niño para curarse su fatiga y hurgarse en las narices, el ciego para sentarse en un banco de construcción casera, levantar la tapa de un pequeño y antiguo piano, calentarse un poco las manos con su propio aliento y comenzar a tocar, mirando por la noche. Era una música lenta y fría, acompañada de vez en cuando por alguna que otra blasfemia del ciego y por el toser hondo del chico. Pasaban por estos rumbos borrachos generosos y prostitutas románticas que dejaban algunas monedas de cobre sobre un viejo platillo que el ciego parecía estar mirando siempre: y «alguno que otro hijo deputa», como decía el ciego, que se llevaba bajo su mirar inútil y el dormitar miserable del niño, lo que borrachos generosos y prostitutas románticas habían dejado.

Por allí pasaba Castro con alguna frecuencia desde hacía meses.

Y acostumbraba a detenerse unos minutos, mirando más que escuchando, mientras pensaba en la revolución como un maravilloso decorador, que transformaría todo aquello. Porque en esta calle de Valverde, ya cerca de la del Desengaño, en una vieja casa de varios pisos, sórdida, desconchada por dentro y por fuera, de escaleras estrechas, empinadas y enfermas de vejez, se habían instalado los fabricantes de la futura revolución.

—Sí.

En el tercer piso, sobre una puerta carcomida, habían colocado un letrero que decía: «Federación Provincial de los Grupos de Oposición Sindical Revolucionaria». Y ya dentro, en una sala pequeña y cuadrada habían colocado unos bancos convirtiéndola así en el «Salón de Juntas», y en los cuatro o cinco cuartos restantes, unas mesas desvencijadas y tres o cuatro sillas compradas de ocasión habían hecho el milagro de convertirlas en «secretarías».

Casa vieja.

Y mobiliario miserable.

Pero, ¿qué importaba aquello?… ¿Acaso no había sido en mil lugares como éste en donde se habían forjado las dos más grandes revoluciones de la historia?

¿Qué se discutía allí?

¿Qué se planeaba allí?

¿Qué oportunidad esperaban aquellas gentes con paciencia bovina, como si no tuvieran ni pulsos ni nervios? ¿Qué horizontes veían detrás de aquellas paredes que eran todos los horizontes visibles?

A estas preguntas sólo hubieran podido responder años: Los Yagüe, Urchurrutegui, Barón, Lafuente, Martínez Cartón, Lucio Santiago, Hernández, Castro, Ansorena, Fraga y algunos más que eran el cerebro la oposición en los poderosos sindicatos madrileños de las Artes Blancas, de Metalúrgicos, de la Construcción, de la Madera, de las Artes Gráficas, de los Ferroviarios, de Correos y Telégrafos… Y cada uno de ellos con las mismas palabras, la misma entonación, la misma parsimonia y la misma seguridad hubieran respondido lo mismo:

«Camarada, ¿para qué intentar mear una nueva central sindical después del fracaso de la Confederación General del Trabajo Unitaria creada en 1932? La clase obrera ya está agrupada en la Unión General de Trabajadores controlada hasta ahora por los socialistas y en la Confederación General del Trabajo bajo la égida de los anarquistas… Destruirlas sería una tarea demasiado costosa y larga; levantar sobre los escombros de ellas nuestra propia central sindical, otra tarea no menos larga ni menos costosa…»

«En todo este tiempo que nos llevara el destruir y construir podría perderse esa gran oportunidad histórica que esperamos».

«¿Acaso no es mejor conquistarlas que destruirlas?… Sí… Indudablemente es mejor: la tarea es más breve, más barata y por lo tanto más práctica».

Y…

«Siempre es más fácil conquistar una cosa hecha que hacerla»

Y…

«¿Para qué más?… ¡Esto es todo!… Queremos apoderarnos de los sindicatos, debemos apoderarnos de los sindicatos… Hacer inmenso al Partido por el número de sus militantes sería una tarea demasiado larga; hacer fuerte al Partido a través de la conquista de la dirección de los sindicatos por los comunistas es más fácil que aquello. Lo importante para los comunistas en este período y en muchos que todavía vendrán no es que todos se hagan comunistas, sino quo la mayoría obedezca a los comunistas… Si la revolución para hacerse tuviera que esperar a que millones de campesinos se hicieran comunistas, a que millones de obreros se hicieran comunistas, sería muy larga la espera… ¡Quién sabe cuántos años habría que esperar!… ¿Está claro?»

Clarísimo… Pero…

«No caben los peros, camaradas… Se ha dicho siempre que la revolución rusa la hizo una minoría. Cierto. Pero una minoría que en un período brevísimo de tiempo logró conquistar a la mayoría del país a través de los soviets… Nosotros, los comunistas, hoy, mañana y quién sabe hasta cuándo, seremos inevitablemente una minoría, pero seremos o al menos debernos serlo y lo seremos una minoría dueña de la mayoría… No hay que olvidar nunca esto: es más fácil que una minoría se haga dueña de la mayoría, que el que la mayoría se haga comunista». De haber querido hubieran podido aplicar esto y mucho más.

Pero…

De los políticos conocidos sólo los comunistas son gentes discretas, extraordinaria y conscientemente discretas.

Y no sólo gentes discretas, sino de una paciencia desconocida, gentes que no miden el tiempo como el resto de las gentes, que lo hacen por minutos, días o meses. No, los comunistas no, ellos miden el tiempo por el quehacer de cada día, de cada día entero. Porque su calendario es un calendario de tareas. Y es lógico que así sea; aquél es un caminar del tiempo, éste un caminar de ellos, del Partido, de la revolución. Diferencia inmensa y vital que la mayoría de las gentes no comprenden. Diferencia con los demás que explica la tenacidad comunista, la paciencia comunista para las cuales tiempo es un valor de valores relativos.

* * *

Aquella noche Castro abandonó más temprano que de costumbre la casa de la calle de Valverde. Se sentía aburrido por aquel esperar la «oportunidad», espera que a veces llegaba a creer que era interminable o al menos excesivamente larga. No era un perder la paciencia, no, era simplemente un creer lógico de sus ansias. Y esto le ponía de mal humor. Mal humor que se acentuaba cuando como en este día tenía hambre y poco dinero… Cuando llegó al portal se detuvo en su quicio, indeciso, pensando en qué hacer o a dónde ir. Y sin mover los labios murmuró: «Un día más sin tarea… Un día más parados en el mismo sitio que ayer». Luego, dejándose arrastrar por la costumbre comenzó a caminar. Buscaba instintivamente las calles oscuras y estrechas en las que las gentes ni se miran ni se ven. Cuando llegó a la Plaza de Bilbao pareció darse cuenta por primera vez de dónde estaba; y dio un viraje brusco y atravesó el parquecillo, sí. Porque siguiendo por la calle de la Reina hubiera tenido que pasar por delante de la Dirección General de Seguridad y eso era jugar con el peligro de una manera estúpida. Se orientó hacia la izquierda y llegó, sin prisa, hasta la calle de San Marcos. Y allí, como siempre, numerosas prostitutas que, a cambio de algún dinero y con mucho menos riesgos que los comunistas, ofrecían el colmo de la felicidad humana. Y cuando al pasar por delante de una de aquellas mujeres ésta le dijo algo, soltó la carcajada. «Si las prostitutas se organizaran e hicieran un programa de la felicidad que ofrecen por unas cuantas pesetas, los comunistas estaríamos j… Siguió riendo… «Sí, éstas ofrecen más que nosotros y a corto plazo»… Y siguió riendo mientras se daba cuenta que caminaba hacia un lugar que empezaba a dar a su andar cierta concreción: hacia la Casa del Pueblo, sede de la Unión General de Trabajadores de España, cimiento y corazón del movimiento socialista español. —¿A qué voy?», se preguntó varias veces. Pero no se respondió y siguió caminando. La Casa del Pueblo ejercía sobre él una alucinante obsesión: sabía cuánto aquello significaba para ellos, sabía la poderosa fuerza que representaba, sabía que aquello en manos de los comunistas les permitiría a éstos, tranquila y exactamente, fijar la fecha de la revolución. Y le gustaba ir hasta ella, entrar en ella, merodear por los pasillos, husmear y al mismo tiempo soñar en cómo se produciría todo.

«Huelga general».

«Insurrección armada».

«Conquista del poder».

Las tres etapas fundamentales y finales para que el Partido Comunista pudiera ser el dueño de los destinos de otro pueblo, para que el Partido Comunista comenzara a construir el socialismo en la cola de Europa.

Antes de entrar en el edificio, subió y bajó por la calle de Piamonte.

Luego entró.

Los porteros le miraron de reojo con desconfianza. Él se limitó a mirarlos y decir para sus adentro, «¡Maricas, parecen sabuesos!». Y luego subió a un piso. Y recorrió el largo pasillo a cada lado del cual había puertas y más puertas de secretarías y más secretarías, dentro de cada una de las cuales había por lo general un hombre enfermo de estupidez que pensaba que la revolución podía hacerse con vaselina y música de cámara.

Luego otro piso.

Y el mismo recorrer.

Y el regresar de este largo y extraño camino.

Cuando iba a abandonar la Casa del Pueblo se encontró a Barón.

—Hola, Castro.

—¿Qué hay, Barón?

—¿Conoces los rumores?

—No.

—Se dice que la U.G.T. va a declarar varias huelgas en Madrid para presionar al gobierno y asustar a las derechas…

—¿No sabes en qué oficios?

—No.

—¿Cuándo se dice que estallarán?

—Se dice que muy pronto.

Castro se quedó un momento pensando. Tomó lentamente el cigarro que le ofrecía el otro. Y lo encendió tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta que la cerilla se estaba consumiendo hasta que la llama le llegó a los dedos.

Blasfemó.

—Hay que confirmarlo, Barón, hay que confirmarlo… Si las huelgas se produjeran, sería una de las más grandes oportunidades que se presentaría al Partido para convertir la Casa del Pueblo y el movimiento obrero en algo suyo… con el capital de una extraña sociedad anónima…

—Sí…

—Mira… Es posible que por aquí anden Urchurrutegui, Yagüe y algunos… Ve a ver si los encuentras, mientras yo subo a la secretaría de metalúrgicos a ver si me entero de algo.

Se separaron.

Comenzó subir las escaleras lentamente. No tenía prisa a pesar de la prisa que tenía por saber. Él, como siempre, frente a los acontecimientos, recobraba la calma y comenzaba a situarse en lo que él creía que podría producirse. «La huelga… Sí, que la declaren… Después entraremos nosotros… Al final la dirección de la huelga estará en nuestras manos… Cuando esté en nuestras manos será el momento de pensar si la mantenemos dentro de los límites de las reivindicaciones económicas o si la ampliamos al campo de la lucha esencialmente política».

Siguió subiendo.

«¿Qué nos importa a nosotros el que los obreros coman mejor?… Cuanto mejor coman más difícil nos será movilizarlos… Necesitamos el hambre y el paro como a dos de nuestros mejores aliados… ¡Hambre y paro!… ¡Los obreros sólo tienen c… cuando les duele el estómago!… ¡Hambre y paro!… Es el látigo que necesita la clase obrera para sublevarse».

Y siguió subiendo.

Y una puerta.

Entró.

La secretaría del Sindicato Metalúrgico «El Baluarte» se componía de dos habitaciones: una sala pequeña y cuadrada, con bancos de madera estrechos e incómodos, en los que solían sentarse unos cuantos obreros, de ellos algunos viejos, los pensionados que iban allí a matar el tiempo. A la izquierda de éste, según se entraba, había una pared, una puerta y unas ventanillas; y dentro de ella, hombres viejos con manguitos como los burócratas profesionales, con cara de mala leche, de movimientos lentos y aire muy importante. Y archiveros… Y mesas… Y máquinas de escribir… ¡Ah! Y en las dos habitaciones sendos retratos de Pablo Iglesias, lejanía y mito…

Y se sentó.

Y encendió un cigarro.

Y fue mirando con una indiferencia calculada a todos. Había a los que no podía hablar, a los viejos, a los «pensionados», para los que Castro era una amenaza a una vejez miserablemente asegurada; había los otros, los socialistas, para los que Castro o mejor dicho lo que Castro representaba era una amenaza para su «revolución» sin ruido y sin revolución; y había los otros, la masa, para los que Castro representaba el descontento, la mala leche, la inconformidad.

Y continuó mirando.

—¿Qué hay, Castro? —le dijo alguien.

—Nada, compañero.

—¿Nada?

Castro esperó unos instantes bajo la mirada del otro.

—Nada agradable… Los republicanos envenenando de conservadurismo a la república… Los socialistas contemplando la faena de los republicanos—La reacción agrupando sus fuerzas y comenzando una ofensiva que no sabemos hasta dónde puede llegar.

Un socialista le miró.

Y Castro a él.

—¿No estás de acuerdo con lo que he dicho? —le preguntó provocador.

—No.

—¿No es verdad lo que he dicho?

—A medias.

—¿Quieres decirme cuál es la parte de mentira?

—Sí.

—¿Cuál? —preguntó mientras esbozaba un gesto que sabía que iba a irritar al otro.

—Es mentira lo que dices de los socialistas… ¡Mentira!… Mentira como tantas otras que decís cada día para envenenar a la clase obrera…

Castro sonrió.

—¿Quieres decirme, concretamente, cuál es la parte falsa de lo que antes dije?

—La de que los socialistas estamos dormidos.

Castro volvió a sonreír.

—¿Puedes demostrármelo?

—Sí.

—Te escucho, compañero.

El otro dudó.

—Te escucho, compañero.

—Dentro de unos días lo sabrás…

—¿La revolución? —preguntó sarcástico.

Los demás miraban. La cabeza de un «funcionario» se asomó por la ventanilla.

—Dentro de unos días lo sabrás…

Castro se levantó. Miró a todos lentamente. Y sin abandonar aquella sonrisa que sabía que desquiciaba al otro, a los otros, soltó su veneno.

—Será maravilloso si dentro de unos días nos despertamos y encontramos una revolución caminando consciente por España entera… ¡Maravilloso!… Tan maravilloso que la gente volvería a creer en Dios pensando que ha sido Dios quien lo ha hecho… ¡Porque en ese milagro de que los socialistas hagan la revolución no cree ni Dios mismo, compañero!… Y no te ofendas…

—Vete a la mierda, Castro.

Castro miró por última vez.

—Salud, compañeros.

Y abandonó aquella sala y descendió por aquella escalera de ángulos rectos, tan lentamente como la había subido.

Barón estaba allí.

—¿Qué hay?

—Los rumores se confirman.

—Sí.

Se miraron unos instantes.

—Mañana nos veremos en Valverde, camarada Barón. Creo que una gran oportunidad se acerca.

Cada cual se fue por su camino.

Castro, más contento que antes, murmuraba:

«Huelga general».

«Insurrección armada».

«Conquista del poder».

Todo de acuerdo con los cañones… Subió a un tranvía en la calle de Fuencarral y viendo la noche llegó hasta la Glorieta de Cuatro Caminos. Había desaparecido el aburrimiento; y el hambre.

Se hundió en el Metro.

Y cuando llegó a casa de los Macías, en donde se repartía una pequeña cama con uno de ellos, saludó y se dirigió a la alcoba.

—¿Ha cenado ya, Castro? —le preguntó la madre, una viejecita menuda y dulce.

—Sí, gracias.

Y entró en la alcoba.

El otro ya estaba dormido. Se desnudó y se acostó. Tuvo que empujarle para ocupar «su parte». Macías se revolvió, torció la cabeza y murmuró:

—¿Eres tú, Castro?

—Sí.

Y se quedó dormido. Después comenzó a roncar. Castro se acordó de que no había comido en todo el día. Pensando en la comida se le secó la boca y se puso de mala leche.

Decidió pensar en lo «otro».

Y pensando en lo otro, con los ojos cerrados, con las dos manos sobre el estómago para ver si de una vez se dormía su hambre, acabó por dormirse. Luego se apagaron las luces de la sala, se escuchó el cerrar de una puerta, el toser crónico de la vieja y luego el silencio. Fuera y de vez en cuando, se escuchaban voces y gritos y algo así como disparos.

La noche no dormía.

La Guardia Civil tampoco.

* * *

Se despertó.

No tenía idea de la hora que era. Ni le importaba tampoco. Había que esperar. El amanecer era para él la señal de que una nueva jornada comenzaba. Y mientras que el amanecer llegaba, cerró los ojos y dejó que su imaginación le llevara a donde quisiera.

Muchos años atrás.

Sí.

Comenzó a acordarse de aquel sótano de un establo que había en la calle de Francisco Rici. Allí se almacenaban piensos, pero olía preferentemente a alfalfa seca. Se podía entrar por un ventanal roto que quedaba a la altura de la calle. Y allí acostumbraba Castro a meterse cuando su aburrimiento o su afán de soledad le obligaba a esconderse de todo y de todos. Allí vio por primera vez una breve batalla cuyo recuerdo jamás se borraría de su memoria: una mosca grande y negra que durante algún tiempo tuvo zumbando con su vuelo, acabó posándose sobre una tela de araña suspendida de un techo sucio y de una vieja viga de madera. Al posarse, la tela se estremeció y una araña grande salió del rincón con un correr frenético. Mas se detuvo de pronto, pareció mirar a todos los lados y luego siguió inmóvil. Esperando y esperando. Viendo cómo la mosca en sus esfuerzos por liberarse de aquella red mortal iba consumiendo sus energías.

La araña inmóvil.

Y Castro fascinado por aquel juego por la vida y la muerte.

Cuando al cabo de algún tiempo, agotada la mosca se quedaba inmóvil, la araña comenzó a acercarse en pequeños avances, hacienda zigzag, acercándose tanto que parecía rozar a su víctima; pero cuando la mosca se agitaba en sus desesperadas o inútiles convulsiones, la araña se detenía, o retrocedía rápida. Y a esperar otra vez. Era aquella actitud inmóvil y tensa un ejemplo de paciencia y prudencia, pero al mismo tiempo de tenacidad implacable. Sólo cuando las convulsiones de la mosca se fueron haciendo más espaciadas y débiles, la araña avanzó lenta y directamente, segura y temible. Y cuando llegó a unos centímetros —¿dos, tres? —, se detuvo. Después dio unas vueltas cerrando el cerco en cada una de ellas. Y luego algo así como un salto salvaje…

Castro se restregó los ojos.

Le pareció ver la muerte en todas sus dimensiones a través de algo así como una estrangulación lenta y mortal.

Y vio a la araña retirarse ya sin prisa a un rincón arrastrando la presa. Estuvo inmóvil mucho tiempo.

Porque para él aquello no era un drama.

Solamente un espectáculo.

Y decidió montar otro por su cuenta. Fue algunos días después. Anduvo primero buscando hormigueros. Tuvo que buscar mucho. En los primeros que encontró las hormigas eran pequeñas, muy pequeñas. No le servían. Él quería probar a su «héroe» con enemigos más poderosos. Después de mucho andar de un lado para otro, junto a una tapia en donde la gente iba con frecuencia a hacer sus necesidades encontró lo que buscaba: un hormiguero cuyas hormigas eran grandes, tan grandes que podían verse a simple vista sus tenazas… Con cuidado tomó a tres de las más grandes, las envolvió en su pañuelo y procurando que nadie le viera se introdujo en el sótano. Y se acercó despacio hasta la tela de araña del día anterior. Todo estaba igual. Y en un rincón la araña quieta, como si durmiera, Desenvolvió su pañuelo y dejó caer las tres hormigas sobre aquella sutil y enmarañada red. Y esperó. Las hormigas como perdidas comenzaron a moverse para uno y otro lado, en un caminar fatigoso, como si sus patas se pegaran a aquel «suelo» transparente que ni al polvo dejaba llegar al suelo.

La araña se movió.

Luego avanzó un poco.

Y luego esperó.

Cuando las hormigas se separaban la araña avanzaba, cuando se juntaban se detenía como si comprendiera que un ataque a las tres a un tiempo constituyera para ella un riesgo mortal. Y así tiempo y tiempo. Hasta que una de las hormigas se separó. Y la carrera precipitada de la araña. Y el salto o algo parecido a un salto salvaje. Y una lucha silenciosa y dramática. Y sobre el cadáver de la hormiga, el mirar de la araña. Y la repetición de la primera batalla. Y otra repetición más. Más tarde, el retirarse lento de aquel pequeño monstruo al mismo rincón de siempre.

Desde entonos prefirió a las arañas. Las hormigas le parecían un mundo de esclavos, sobre cuyo mundo se orinaban con frecuencia los niños y pateaban los mayores.

Recordando aquello, catorce años después, Castro sacó por primera vez sus conclusiones. Pensando en la araña recordó a Lenin… «Casi iguales»… Casi iguales en su paciencia, en su agotar al enemigo, en el saber elegir el momento, en su ataque implacable y mortal.

Sí.

«Se hace necesario recordar a los dos: a ella y él».

«Acordarse siempre».

«Siempre».

Y se dedicó a esperar a que llegara et día, porque aparte de su impaciencia controlada le molestaba su compañero de cama, en un dormir sin angustia, plácidamente, como si no viviera en un mundo en el que la gran batalla estaba por darse.

Las siete.

Se levantó. Y rápidamente, antes que los otros pudieran despertarse, salió a la calle. Cielo gris y gente con sueño y frío. Contó su dinero: unos centavos. Decidió caminar para hacer tiempo y evitar gastos. Y sin prisa llegó hasta el Bar Central.

El camarero le miró.

—Salud, Castro.

—Hola, Emilio.

Y se sentó en una de las mesas del fondo, porque sabía que a las nueve llegaba a desayunar «El Peluca», un comisario de policía enclenque y pálido, con pelo y dentadura postizos, con un odio animal a los comunistas y particularmente a Castro, que un día dijo demasiado alto que se sentiría feliz con pegar a «El Peluca» una patada en los testículos.

—¿Vas a desayunar?

—¿A crédito?

—A crédito.

Y le trajo un vaso de café y unas tostadas. Comió rápido porque tenía hambre desde el día anterior. Luego el otro le dio un cigarro. Y fumaron. Se levantó.

—¿Te vas?

—Sí… Pero quisiera que me prestaras dos pesetas.

El otro no dijo nada. Se las dio.

—Salud.

Y comenzó a caminar hacia la Glorieta de Cuatro Caminos a la que comenzaban a llegar los traperos de por aquellos rumbos, cargados de basura y sueño. Descendió al Metro. Allí esperó unos segundos hasta que llegó un tren que le llevó hasta la estación del Hospicio o de Tribunal como se llamaba por estar allí el Tribunal de Cuentas. Luego andando hasta la Casa del Pueblo.

Allí todo era bostezo.

Y frío.

Y toses de los viejos funcionarios sindicales que tosían de una manera particular, extraña, con una especie de tos orgullosa y seria al mismo tiempo, como si hasta en el toser quisieran mostrar su jerarquía.

Hasta los que barrían parecían alguien.

«Piojosos».

Y siguió caminando de un lado para otro en espera do que aquella máquina humana comenzara a caminar.

Las diez.

Después de los funcionarios llegaban los sin trabajo. Iban a poner el sello de «parado» para librarse del pago de las cuotas y conservar sus derechos. Castro se mezcló con ellos. Pero allí no podía sacar nada en limpio. Los sin trabajo son por lo general hombres de una sicología especial: no viven más que para su problema. A esto se reduce su mundo. Iban allí porque no tenían más remedio que ir y porque había unos bancos, que aunque estrechos e incómodos permitían descansar. Y porque hacía menos frío que en la calle. Cansado de mirarlos, Castro, retornó a su andar por los pasillos a pesar de que sabía muy bien que allí, en aquellas momentos no tenía nada que hacer.

Las doce.

Los sin trabajo se ponen nerviosos.

Es la hora de comer, o de no comer.

Y comienzan a desfilar lentamente, con la cabeza agachada, las manos urdidas en los bolsillos de la chaqueta, encogidos, enanizados.

La una.

Toca el turno a los funcionarios: a los jefes y jefecillos; y a los subalternos que también son clase. En éstos no hay frío, ni duda, ni angustia. Enfundados en sus pellizas o abrigos, en un caminar vanidoso y a veces hasta soberbio se van perdiendo cada cual por su rumbo… Regresarán después, después de tres o cuatro horas, un poco congestionado el rostro, eructando de vez en cuando al enfundarse otra vez sus manguillas y a sentarse otra vez en la misma silla para seguir revisando la marcha de las cuotas.

Castro ya no quiso esperar más.

Y se fue a la calle de Valverde. Era aún temprano. Sólo él y los conserjes: metalúrgico él, flaco y envejecida su juventud, con ese aire un poco sombrío que tienen las gentes de Toledo; ella pequeñita, como siempre con un vestido viejo y rojo. Había nacido en Galicia y nadie sabía ni porqué ni cuándo acabó en una casa de prostitución en la imperial Toledo, de donde la sacó él para traérsela a Madrid. Era buena, sin huellas en el rostro de rencor ni pecado, cantando siempre aunque cantaba mal, fumando cuando lo había y un poco greñuda.

Estaban comiendo cuando Castro llegó.

—Siéntate, camarada, dijo él.

Y se sentó.

Como no podía comer, se dedicó a verlos comer: unas patatas guisadas, caldosas, con más pimentón que grasa, con poca carne si es que la había, que Castro no la vio, pero olían bien. Y, además, una libreta de pan blanco, de un pan que se llamaba de Castilla y cuya corteza hacían crujir dulcemente cuando la masticaban. Y una botella de vino barato, pero de buen color.

Comer y mirar.

A pesar de que no quería mirar.

Luego le miraron. Casi los dos a un tiempo. Un poco irritado se levantó y se fue a «su» secretaría. Allí se sintió más tranquilo.

«¡Castro!».

Y regresó. Delante de la silla que dejara vacía un plato de patatas humeante, y un pedazo de pan y un vaso de vino.

—Come, Castro, que a pesar de todo están buenas.

Y comió.

—Toma vino… No alimenta, pero calienta el cuerpo.

—No bebo.

Ella habló:

—Para unas cosas sois muy listos, pero tontos para otras… El vino ayuda a olvidar penas, a soñar con cosas bonitas… ¡Bebe!

Pero no bebió.

Y fumaron los tres mientras se calentaba un café sin café.

—Se habla de que habrá huelga…

Sí.

—¿Qué haremos?

Y se tomaron el café que a Castro le recordó el cuartel. Luego ella se puso a fregar los cacharros. Y él a arreglar una cerradura en un cuchitril que había convertido en un pequeño taller.

Allí los dejó Castro, que regresó a «su» secretaría en donde se sentó a esperar hasta que llegaran los demás. Y un par de horas silenciosas muertas.

Las siete.

Comienzan a llegar las gentes. Se habla animadamente de la inminencia de una huelga en varias importantes industrias. El secreto ha dejado de serlo. Le han roto sin duda los socialistas que por lo que se empieza a ver no quieren pasar de la amenaza… ¿Por qué se van a declarar las huelgas? La gente no lo sabe bien: unos dicen que por el incumplimiento por parte de la patronal de los contratos de trabajo existentes; otros aseguran que le socialistas, para detener su descrédito ante los trabajadores, quieren iniciar una ofensiva por nuevas conquistas económicas. Pero en concreto nadie concreta nada.

A las ocho se reúnen los dirigentes de las facciones comunistas en los sindicatos que se cree serán afectados. Allí están Urchurrutegui y Ojalvo, por el Sindicato de la Aguja; Barón, por el Sindicato de la Madera; Giorla y Diéguez, por el Sindicato de la Construcción: Martínez Cartón, por el Sindicato de Artes Gráficas; Castro, Hernández y Bustillo por el Sindicato Metalúrgico. Y Pablo Yagüe, como jefe de la organización del Partido en Madrid.

—¿Se confirman las huelgas? —pregunta Yagüe.

—Si —dice uno. Los demás asienten con la cabeza.

Yagüe habla:

—Se trata de una maniobra, de una doble maniobra de los socialistas: de un lado pare acorralar a los republicanos y mantenerlos sometidos al partido Socialista; de otro para detener la pérdida de su influencia sobre los trabajadores. Y hay un tercer aspecto: asustar a la contrarrevolución para detener su ofensiva contra la república… Pero, por todos los síntomas no se pretende llegar muy lejos… Fintas, nada más que fintas…

—Pero ¿podemos impedir la declaración de las huelgas…?

—No —responde Castro —, ellos tienen la dirección de los sindicatos. Pueden declararlas cuando quieran. Da otra parte, ¿cómo aparecería el Partido ante los trabajadores si se opusieran a ellas?… No tenemos tiempo para explicarles de qué se trata; posiblemente tampoco nos creerían… ¿Por qué, entonces no aprovechar las huelgas como los propios socialistas? De esta manera el Partido penetraría en los sindicatos que hasta ahora han sido impenetrables para nosotros… Este debe ser nuestro objetivo; esta debe ser nuestra postura…

Se hizo el silencio.

Castro, mirando a Yagüe preguntó:

—¿Qué opina el Buró Político?

—No ha dado hasta ahora una opinión concreta… ¡Pero la dará!… Pero para no perder el tiempo preparémonos a intervenir… En caso de contraorden no habríamos perdido nada… La preparación de hoy nos serviría para mañana… Porque nada ni nadie podrá impedir el proceso de la revolución que se está operando en las masas y que está creando nuevas posibilidades para nosotros… Para el Partido.

Se fueron todos, menos Yagüe y Castro.

—¿Estás de acuerdo, Castro?

—Estoy de acuerdo en esperar que las huelgas estallen… Después intervenir implacablemente… Es la oportunidad, Yagüe, la oportunidad tanto tiempo esperada.

—Tienes razón, es la oportunidad… Pero un fracaso nuestro cargaría sobre el Partido toda la responsabilidad y salvaría a los socialistas… Y esto no lo perdonaría nunca el Partido… ¡Ni a ti!… ¡Ni a mí!… ¡Ni a nadie!… No olvides esto…

Y salieron.

Y cada uno se fue por su lado, como si en ambos existiera el deseo de quedarse solos, ellos que llevaban años de estar juntos siempre.

«No nos perdonaría».

«No nos perdonaría».

«Ni a ti».

«Ni a mí».

«Ni a nadie».

Le martilleaban estas palabras. Y por primera vez en su vida de militante sintió el miedo, un miedo gigante: el miedo al Partido, ese miedo de saberse ante algo que en nombre de los intereses de la revolución puede calificar de traición un error.

«No nos perdonaría».

«No nos perdonaría».

«Ni a ti».

«Ni a mí».

«Ni a nadie».

Siguió caminando, queriendo ahuyentar el miedo, ese miedo al error, ese miedo al fracaso, ese miedo al Partido que no puede equivocarse, que no debe equivocarse, que no se equivoca nunca… «Lo oyes, Castro, nunca, nunca, nunca»… «Porque el Partido es infalible, infalible ¿o es que te habías olvidado de ello?»

Encendió un cigarro.

«Ni a ti».

«Ni a mí».

«Ni a nadie».

Pensó en los socialistas y se acordó de la araña, de aquella araña grande y negra, paciente, prudente, implacable. «Afortunadamente no he olvidado ni un solo detalle», se dijo. Y sonrió por primera vez en muchas horas. Tiró la colilla del cigarro.

Y continuó caminando bajo el mirar indiferente de la noche.

* * *

—¿Qué ocurre?

—Ha estallado la huelga de los obreros de la construcción.

—¿Qué ocurre?

—Ha estallado la huelga de los obreros metalúrgicos.

—¿Qué ocurre?

—Ha estallado la huelga de los obreros de las Artes Gráfica.

—¿Qué ocurre?

—Se han declarado en huelga los trabajadores de los ramos de la madera y de la aguja.

—¿Y qué dice el gobierno?

—Nada.

—¿Y qué dice Largo Caballero?

—Nada.

—¡Esto ni Dios lo entiende!

España comenzaba a ser una inmensidad plena de rumores y fiebre república empezaba a estar enferma de muerte enferma de la misma enfermedad que la primera república: de la impotencia de los mismos republicanos.

A Castro no le importaba esto.

Torralba Beci se lo había dicho muy bien dicho: España está dividida en dos mitades y ninguna de estas dos mitades es la nuestra; le había dicho más: para que nuestro momento llegue, para que llegue la tercera España, es indispensable que estas dos mitades choquen entre sí, que se destrocen mutuamente. Sólo después de este choque, de esta muerte, podrán florecer en España nuestras maravillosas amapolas rojas.

Torralba no era un clásico.

Pero, era un hombre inteligente.

Su idea de la guerra ciad, de una guerra civil a muerte, no hacía más que señalar el mejor camino y el comienzo del camino.

La tormenta se acercaba. Más que verla la sentía. Se figuraba las dimensiones y violencias de ella; se figuraba que muchas ciudades y pueblos se convertirían en escombros, que cientos de miles de hombres acabarían para siempre su vivir, que los vergeles se convertirían en páramos, que surgirían legiones de huérfanos y de viudas, que árboles añosos se convertirían en cenizas, que España enmudecería de dolor por mucho tiempo. Pero…

Así o nada.

Así o en España jamás nacerían esas amapolas rojas que le hacían figurarse la belleza y el color del incendio, de los incendios de Roma y Moscú.

No existía para él, por tanto, un problema de conciencia ante la proximidad de una gran tragedia nacional. El Partido le había curado a tiempo de ello para evitar que esas pequeñas molestias, tales como la piedad, los escrúpulos, las debilidades, pudieran atenazarle.

Y no es que Castro no quisiera a España. La quería, la quería a su modo: como posibilidad; la amaba porque, aunque no sabía dónde, sabía bien que en España se iba a producir la gran tormenta que la encadenaría a él y a millones de seres, a una nueva vida o a la muerte, agregando además, a la historia del mundo un nuevo y gran hecho. Él sabía bien de los ochenta mil huelguistas, de ochenta mil familias obreras en la antesala del hambre, de que Gil Robles, el nuevo caudillo de la contrarrevolución, se iba acercando al poder; sabía igualmente que los generales fieles a la tradición sellaban con su tradicional remedio para lo que ellos habían llamado siempre «salvar a España»; sabía que los socialistas eran estupidez e impotencia; y que los republicanos cada día eran menos y más pobrecillos.

¿Y qué?

Así debía de ser.

Así era conveniente que fuera.

De otra manera no hubiera habido lugar para la esperanza.

* * *

La Casa del Pueblo era un hormiguero humano, sombrío y pasivo… A ella llegaban todas las mañanas Castro y los otros «castros» para fundirse con aquella muchedumbre acojonada, para medir su irritación y su desaliento. Porque solamente en el crecimiento de estos dos estados de ánimo estaba la posibilidad de ellos. Esta vez, contra su costumbre, los maestros de la agitación andaban de un lado para otro en silencio. Y cuando alguien les preguntaba algo, algo que no era más que el buscar de una esperanza, se encogían de hombros y ponían una cara muy triste, angustiosamente triste. Y quien había preguntado se alejaba sin querer preguntar más. En realidad esta actitud no era otra cosa que el destilar la duda, el desaliento…

Una semana de huelga.

Dos.

Tres.

Los huelguistas un poco más flacos… Pero Castro ya no pensaba en esto. Sabía que el momento se acercaba… más… un poco más… «¡Ya!»… «¡Camaradas!»… «¡Ya, por favor, ya!»… Pero los camaradas se limitaban a mirarle y a guardar silencio. Castro no comprendía bien: «¿Por qué?… ¿Por qué?»… Pero no sabía contestarse.

Un día…

Se acercaron a él con cierto aire de misterio. Y mirándole un poco de arriba abajo le dijeron:

«Hoy a las seis con el Buró Político… No faltes».

Y no faltó. Entre otras cosas porque era imposible faltar. Una llamada del Buró Político era una orden que de antemano se sabía que iba a ser ciegamente obedecida. Castro llegó a aquel sótano, en las inmediaciones del teatro Fuencarral, a las siete de la tarde en punto. Llegó acompañado de Muñozguren, un compañero metalúrgico y del Partido con el que había hecho cierta amistad. Ya estaban allí José Díaz, el jefe, pequeño y cetrino, limpio y nervioso; y Antonio Mije, el especialista del Buró Político en cuestiones sindicales; y luego los demás: Arilla, Hernández, González, Bustillo, Gascón…

—Salud.

—Salud.

Y se sentó, Y esperó a que los demás hablaran para saber de qué se trataba.

Habló Mije.

—Los camaradas consideraban que tu intervención en la huelga sería perjudicial. Se te conoce demasiado como comunista y esto podría provocar un reagrupamiento de los que no quieren a nuestro Partido…

—¿Esa es vuestra opinión? —preguntó dirigiéndose a Arillo y González.

—Sí.

—¿Y la vuestra también? —preguntó a Mije y Díaz.

—Sí.

Miró con desconcierto y duda. Pero aquello duró un momento.

—Castro —habló José Díaz —, vale más equivocarse con el Partido que tener razón contra el Partido.

—Entendido.

Y salió de aquella casa lleno de amargura… Él sabía bien que había sido una maniobra de sus «camaradas» del Grupo de Oposición que tenían miedo que la huelga fuera demasiado lejos… Pero se le habían adelantado… Y no le quedaba otra cosa que hacer que esperar…

Esperar el fracaso de los demás.

Fue una espera desesperante. Acudía a la Casa del Pueblo y se fundía con los huelguistas… Escuchaba… Solamente escuchaba… Pero de lo que oía llegaba a conclusiones que le hacían sonreír; los socialistas no eran capaces de ganar la huelga; sus «camaradas» no eran capaces de conquistar la dirección de la huelga.

Esperar.

Qué angustiosa fue la espera.

Cada tarde a las cinco llegaba a la Casa del Pueblo. Escuchaba. Cuando se cruzaba con sus «camaradas» Arilla y González preguntaba:

—¿Cómo va la huelga?

—Bien.

—¿Bien con el treinta por ciento de esquiroles?

Los otros se alejaban mohínos. Castro volvía a fundirse con los grupos. De vez en cuando alguien le preguntaba:

—¿Cómo ves la huelga, camarada Castro?.

—Mal.

—¿Por qué?

—Porque llevamos tres semanas de huelga; porque existe más de un treinta por ciento de esquirolaje; porque los socialistas no saben lo que tienen que hacer y porque nosotros no hacemos nada.

—¿Y qué podemos hacer?

—Obligar a los socialistas a que convoquen una asamblea general…

—Y…

—Allí veremos qué pasa.

Castro presentía que se acercaba su momento. Y cuando se retiraba a donde vivía, se sentaba ante una mesa camilla y a pensar… y pensar… Sobre una hoja de papel iba desarrollando toda su estrategia… Lo hacía con la mima sangre fría que si se encontrara jugando una partida de ajedrez en la que no se ventilara ni tan siquiera el amor propio… Y cada día, cuando se levantaba se hacía la misma pregunta:

«¿Me llamarán hoy?»

Y a la Casa del Puebla.

Los que se hacían los distraídos días antes se acercaban a él; los que nunca le habían hablado le hablaban cariñosamente; los «camaradas» que pidieron su inhibición le preguntaban hipócritamente su criterio… Él respondía siempre lo mismo:

«Obligar al Comité de Huelga a que convoque una asamblea general».

«Allí veremos qué pasa».

Entre los huelguistas comenzó a cundir la idea de una asamblea general. Y comenzaron a surgir las protestas. Y gente que acudía a la secretaría general del sindicato y preguntaba a un tal Gutiérrez:

«¿Qué opinas, compañero?»

«¿Qué opinas, compañero?»

Gutiérrez que era el secretario general del sindicato agachaba la cabeza y guardaba silencio. Cuando a Castro le contaban la actitud de Gutiérrez sonreía.

«¿Me llamarán hoy?»

«¿Me llamarán hoy?»

Cuatro semanas de huelga… Esquirolaje… Y rumores de que los socialistas iban a decretar la vuelta al trabajo.

«¿Me llamarán hoy?»

—Hoy a las seis de la tarde en el local de la C.G.T.U.

Había más gente que en la reunión anterior: Pepe Díaz, Antonio Mije. Arillo, González, Alberto Hernández, Gascón, Muñozguren y algunos más.

—Salud, camaradas.

Y se sentó.

—¿Qué opinas, camarada Castro, de la situación de la huelga de metalúrgicos?, —preguntó José Díaz.

—No sé mucho, camaradas.

—¿Crees que se puede ganar?

—¿Cómo?

Hizo un esfuerzo y comenzó a hablar. Lo hizo sin prisa ni violencia…

—Primero: creo que hay que desplazar a los socialistas del Comité de Huelga y tomar nosotros la dirección; segundo, creo que hay que comprometer a la C.N.T. aunque tiene poca fuerza en la industria metalúrgica de Madrid para impedir que por su rivalidad con la U.G.T., puedan sabotearla; tercero, creo que hay que acabar en setenta y dos horas con el esquirolaje: cuarto, creo que es necesario organizar una campaña de solidaridad nacional para elevar la moral de los huelguistas.

—¿Y así se puede ganar la huelga?

Una pausa.

—Así… si se obra rápidamente, decisivamente.

—Camarada Castro —comenzó diciendo José Díaz —, si la huelga está perdida y el Partido se apodera del Comité de Huelga, salvaríamos a los socialistas del fracaso y el fracaso se achacaría al Partido.

—Cierto —contestó Castro.

—¿A pesar de ello crees que la huelga puede ganarse?

—Sí.

José Díaz miró a los demás. Pensó unos segundos y después dirigiéndose a Castro:

—Camarada Castro: el Partido considera indispensable tu incorporación a la lucha: el Partido te hace responsable de cuanto ocurra…

Salieron a la calle. Castro sabía que no podía perder tiempo. Que al día siguiente debía comenzar su ofensiva contra el Comité de Huelga; que en unos días ese Comité de Huelga debería dejar de existir; que en esos mismos días debería comprometer a la C.N.T.: y que en este breve plazo de tiempo el esquirolaje debía acabar, al precio que fuera…

—¿A dónde vamos? —preguntó alguien.

—A reunirnos.

Y en la secretaría del Grupo de Oposición Sindical Revolucionaria de Metalúrgicos se reunieron.

—Sólo habló Castro.

«Una consigna, una sola debe convertirse en la consigna central de todos los huelguistas: ¡Por una asamblea general inmediata!… Y esta asamblea debe lograrse inmediatamente… De la rapidez con que se celebre depende nuestro éxito»…

—¿Y qué haremos en esa asamblea?

«En esa asamblea hablaré yo… Yo acabaré con el Comité de Huelga… Inmediatamente que éste presente la dimisión, el camarada Arilla presentará la candidatura del nuevo Comité: Arilla como presidente, Hernández, González, Gascón y dos o tres simpatizantes nuestros que no sean conocidos como tales y que tengan prestigio profesional y sindical…»

«Cuando se abran los turnos en pro y en contra de la proposición de Arilla, tres compañeros nuestros no conocidos como miembros del grupo tomarán los tres turnos en contra de nosotros y harán una defensa modesta, seria, pero inútil; los otros tres turnos, los tres turnos en pro de la proposición de Arila, los defenderemos yo y dos camaradas más. Allí mismo debe nombrarse el nuevo Comité de Huelga para evitar que los socialistas se repongan de la sorpresa…»

—Pero tú no podrás intervenir…

—¿Por qué?

—Porque hace ocho días te han dado de baja del Sindicato por no poner el sello de parado.

—Y…

—Que deberá nombrarse otro.

—Yo.

—¿Cómo entrarás?

—El día de la asamblea un grupo de camaradas me rodeará y a una señal avanzarán hacia la puerta, arrollarán a los que controlan la entrada. Una vez dentro no podrán impedirme que hable…

Fueron tres días de angustia y actividad. Castro no se había equivocado. Los huelguistas hicieron suya la consigna entre el temor de perder una huelga ya casi perdida. Y llegó el día de la asamblea. Castro se colocó entre un grupo.

«¡Ya!».

Y arrollaron. Y Castro acompañado de los demás dirigentes de la oposición fue a sentarse en el lado derecho de la sala, a unos cuatro metros del escenario.

Y a esperar.

Los socialistas habían adivinado el peligro. Allí estaba la plana mayor: Pascual Tomás, Wenceslao Carrillo, Mayral, director de la Escuela de Aprendices que tenía una gran influencia profesional, Gutiérrez Trigo… Y distribuidos por la sala los cobradores, los pensionados y todos los socialistas del sindicato…

Comenzó a informar Gutiérrez.

Era mal orador: lento, pesado, balbuceante a veces y ayuno de perspectiva. La gente guardaba un silencio impresionante. Sabía que iba a ocurrir algo, pero no sabía qué… Castro se volvió a Arilla… «Ahora, pide la palabra y propón un voto de censura al Comité de Huelga… Habla lento… Agresivo… No olvides agitar el espectro de la derrota…»

«Pido la palabra».

—El compañero Arilla tiene la palabra.

«Compañeros, llevamos cuatro semanas de huelga. Venimos a una asamblea general ¿y qué nos dice el Comité de Huelga?… Nada… Habla y habla. Pero no habla de cuál es el estado de la huelga, ni el peligro que representa el que cada día aumente el esquirolaje organizado desde la Casa Espuñes, ni nos dice qué debemos hacer… A pesar de todo y no diciendo nada, nos está diciendo de hecho que no sabe qué hacer, nos está diciendo que la huelga está perdida—¿Perdida?… La huelga todavía puede ganarte… Pero puede ganarse con otros hombres que la dirijan…»

El mismo silencio de antes.

«Propongo, pues, un voto de censura al Comité de Huelga y el nombramiento de un nuevo Comité de Huelga».

«Nooooo…»

«Siiiií…»

Los acompañantes de Castro le miraron desconcertados y nerviosos. No era aún el momento que Castro esperaba, porque Arilla no había logrado apoderarse de la gente, pero se dio cuenta que aunque no eran las condiciones que él hubiera deseado no podía esperar mucho.

—Pido la palabra…

En los dirigentes socialistas un gesto de sorpresa. Y una reacción rápida de Pascual Tomás al que había hablado al oído Gutiérrez…

—El camarada Castro no pertenece al Sindicato «El Baluarte»… Pertenecía… Pero si trabajó no pagaba las cuotas… Y si no trabajaba no venía a poner el sello de parado… Y de acuerdo con los estatutos…

«Que hable Castroooo».

«No».

«Que hable Castroooo».

Aquello era como una tempestad… Castro comenzó a avanzar hacia el escenario… Alguien le ayudó a subir… Lentamente avanzó hacia la mesa y allí se detuvo y comenzó a recorrer con la mirada todo el recinto; mirando fijamente a los que más gritaban, a los que más le insultaban… Había comenzado una guerra de nervios… Algunos de sus compañeros le hacían gesto de que se bajara del escenario… Se notaba parado… La boca seca y la lengua como queriendo hundirse en la garganta… Se inclinó sobre la mesa y llenó de agua un vaso y se volvió hacia la gente… Y comenzó a beber…

«¡Echarle a ese hijo de…!».

«Agente de Moscú».

Castro miró fijamente a su gente, principalmente a sus compañeros de dirección y sus labios se movieron violentamente, sin ruido… Alberto Hernández comprendió, se puso de pie y comenzó a gritar… Los otros le imitaron… Comunistas y simpatizantes iniciaron la contraofensiva, que era facilitada por el cansancio de los demás…

Y se fue haciendo el silencio.

Hasta que murió el ruido.

Castro notó un temblor en su pierna derecha… Y se sabía pálido… Y se acordó del Partido… Y de las palabras de José Díaz. Y fue tan grande su miedo al Partido que desaparecieron los otros miedos… Y se volvió a mirar a Pascual Tomás… Y le sonrió…

«Camaradas… Cualquiera que hubiese presenciado el espectáculo de hace unos momentos y que desconociera cuanto se está ventilando en esta asamblea podría pensar, lógicamente, que Enrique Castro venía aquí a apuñalar por la espalda la huelga, a entregar a millares de compañeros a la patronal… Tendría que pensar así sobre todo al oír los muchos insultos y no pocas infamias que durante unos minutos se me han lanzado con la mayor inconsciencia y con no menos impunidad… Hasta el compañero Pascual Tomás tan circunspecto, tan amante de las buenas formas, hombre que casi siempre que habla hace poesía, no ha podido sustraerse a la influencia del medio ambiente y también ha gritado: «Hijo de…», aunque eso sí, lo ha gritado convulso, sonrojado, porque es muy posible que sea hoy la primera vez que de los labios del compañero Pascual Tomás han salido tales palabras…»

Era mentira.

Pero.

Pero la mentira a veces es más importante que la verdad.

«Camaradas…»

«Yo no vengo aquí a apuñalar la huelga».

«Vengo a defender la huelga sin importarme que el Comité me haya dado de baja del Sindicato precisamente hace ocho días, precisamente cuando él había llegado a la conclusión de que la huelga era incapaz de ganarla y de que sobre su cabeza se desencadenaría la tormenta…»

«Sospechoso el momento de mi baja».

«Nada más que sospechoso, compañeros».

«Pero vayamos al grano… ¿Qué nos ha dicho el compañero Gutiérrez? Que llevamos cuatro semanas de huelga lo cual sabemos tan bien como él; que la patronal madrileña no tiene entrañas lo cual no es un descubrimiento del que pueda sentirse orgulloso el compañero Gutiérrez… Y luego se ha callado como dando a entender que no hay nada que hacer, que hemos perdido una batalla y que debemos esperar mejor ocasión… No lo ha dicho con las palabras que yo lo estoy diciendo, pero no ha dicho ni una sola vez que ganaremos, lo cual demuestra que no tiene confianza en la victoria; no ha dicho que vayan a hacer algo, lo cual muestra hasta la evidencia que no saben qué hacer o, lo que es peor, que no están dispuestos a hacer nada… ¿Quién puede dudar después de esto que este Comité de Huelga es un cadáver y no porque lo haya asesinado Castro, sino porque se ha matado él mismo?… Y cuando se ha callado el compañero Gutiérrez he esperado a que se levantara el compañero Pascual Tomás, secretario general de la Federación. Nacional Siderometalúrgica para hablarnos del comienzo de una campaña nacional de solidaridad… Pero, el compañero Pascual Tomás no ha dicho una palabra, a pesar de que sabe que aquí siempre gusta escuchar sus palabras que a veces son poesía, que a veces son música…»

«Y sin embargo, camaradas, la huelga se puede ganar».

«Y la ganaremos».

«La ganaremos siempre que estos hombres se retiren silenciosos y humildemente a la secretaría y nos dejen luchar como se debe luchar». «Necesitamos otros hombres al frente de la huelga».

«Allí tenéis a los hombres que pueden ganar la huelga (y señaló con el dedo a donde estaban sus compañeros). Ellos ganarán la huelga… Sí… Ellos la garlarán… Ellos y vosotros… ¿Qué de extraño puede pareceos entonces que yo proponga a esos hombres que han visto el peligro de la derrota y que han tenido la valentía de gritar aquí la necesidad de un cambio de hombres…?

«Compañeros».

«La derrota son estos hombres de aquí».

«La victoria son aquellos hombres».

«¡Proponedlos de una vez!».

«Proponedlos y votar!».

Una ovación ensordecedora y prolongada surgió de aquella multitud. Castro abandonó el escenario rápido y gritó a Anilla: «De prisa, sube al escenario y lee la candidatura».

Y Anilla subió.

Y cuando terminó de leer los nombres otra ovación ensordecedora dijo la voluntad de miles de metalúrgicos.

Y la gente se puso en pie.

Y comenzó a salir.

Alberto Hernández agarró a Castro de un brazo. Alberto Hernández quería a Castro entrañablemente. Además, era un hombre bueno: «Vente a casa y cenarás con nosotros»… «No puedo, Alberto, la policía me debe estar esperando… Sólo quiero que me hagas el favor de prestarme una peseta… No he comido en todo el día… El otro le dio unas monedas… «Diles que mañana a las ocho de la mañana debernos vernos aquí, en la Casa del Pueblo, en la Terraza, mañana hay que tomar posesión y comenzar a actuar».

—Hasta mañana, Castro.

—Salud, Alberto.

Y salió encogido entre grupos de trabajadores que le miraban. Y al pasar por delante de una taberna se metió rápido en ella, se sentó, pidió un vaso de clara con limón e hizo tiempo… Y cuando ya no oyó ruido salió y en la calle de Hortaleza tomó un tranvía…

Estaba preocupado: había comenzado una batalla que había que ganar. Cuando llegó a casa de los Macías se acostó sin hacer ruido. Pero tardó mucho en dormirse. Tenía miedo de que le pudieran detener en los momentos en que más necesitaba su libertad; tenía miedo de equivocarse; tenía miedo al Partido; pero ni podía ni quena retroceder.

El Partido necesitaba una victoria.

El Partido tendría una victoria.

Y se durmió cuando las estrellas comenzaban a esconderse en el día…

* * *

Madrid es una ciudad de tristes despertares.

Se ha hecho mucha literatura, comenzando por Baroja, de los traperos con sus pequeños carros, de los obreros con su tarterilla y el cigarro en la boca, de las tabernas con su café y su aguardiente, de las putas y serenos en retirada, de los mendigos acostados entre papeles y pena, de los señoritos haciendo el amor a la Cibeles… pero, sólo literatura, una literatura de colorido, pero terriblemente superficial.

Porque en ese madrugar de silencio y hielo, de una ciudad entre la noche y el día no hay más que mala leche y miseria.

Los traperos maldicen mientras hurgan en los montones de basura, sus burros se ensucian Sin respeto para las ordenanzas municipales, los obreros se mean en donde no se puede orinar de día, prostitutas y señoritos vomitan sus borracheras ante los pórticos de las iglesias o ante las estatuas de los mejores o peores hombres de nuestra historia, les perros ladran a la gente, los taberneros falsifican café y aguardiente, los bebedores procuran marcharse sin pagar, les serenos blasfeman en voz baja de un contar de calderilla solamente, los mendigos dejan sus piojos y mal olor en los quicios de los portales de las casas de lujo…

Madrid cuando se despierta huele a mala leche y orines, a miseria y golfería.

Es una ciudad de tristes despertares.

Castro abandonó la casa de los Macías y se hundió entre aquellas callejuelas de gentes que muchos días no tenían ni qué cagar, de gentes en entrañable—convivencia con piojos, ratas y gatos famélicos. Caminaba sin mirar porque todo aquello lo tenía bien mirado.

Entró en el Metro.

Olía a humedad.

Los vagones estaban fríos y la gente bostezaba y tosía.

Cuando llegó a la Casa del Pueblo eran las siete y cuarto. En los bordes de las aceras los huelguistas señalados esperaban. Era un esperar en silencio. Un espera sin esperanza., Castro se sentó solo en el borde de la acera de enfrente de la Casa del Pueblo. Lió un cigarro, polvo más que tabaco, y la primera bocanada de humo que se tragó le produjo escozor y ganas de vomitar. Escupió y siguió fumando. De vez en cuando miraba a aquellas figuras encogidas en sus trajes azules con remiendos simétricos, de miseria decente, que esperaban. Castro no se dejaba engañar, habían votado el nuevo comité en una reacción desesperada de quien todo lo cree perdida y no le importa un nuevo envite por si estuviera de suerte.

«A las primeras de cambio nos volverán la espalda».

Encendió el cigarro que se le había apagado y empezó a pensar en la huelga. «O tenemos una victoria en cuarenta y ocho horas o perdemos la huelga»… Pero ¿cómo lograr la primera victoria?… Durante algunos minutos no vio la forma, luego tiró el cigarro o mejor dicho lo que quedaba de él, escupió con rabia y comenzó a frotarse las manos con una alegría incontenible, como aquel que ha encontrado lo que nunca pensaba encontrar.

«Sí».

«O esto o yo, Castro, tendré que responder ante el Partido de una derrota que yo no he creado, pero que no he sabido transformar en victoria».

Cuando vio llegar a Arilla se puso de pie y esperó a que el otro llegara hasta él:

—Salud, Castro.

—Salud, Arilla.

Se quedaron en silencio. Castro le miraba de reojo. «Cómo te alegrarías de mi derrota, cabrón, cómo te alegrarías, pero te vas a amolar. Lo que costará la victoria no lo sé exactamente, pero lo que no sabéis vosotros, es que estoy dispuesto a sacrificaros a todos con tal de ganar: a vosotros los «camaradas prudentes», a la U.G.T., a la C.N.T., menos al Partido, a todos. Si la huelga se gana la habrá ganado el Partido; si la huelga se pierde, ante la gente, la habréis perdido vosotros… Sí… Yo que os defendí ayer no tendré reparos en decir mañana que os faltaron pelotas para dar batalla.

Cuando llegaron los demás subieron en silencio las escaleras, hasta llegar a la terraza.

Alguien sacó cigarros.

Y fumaran.

Luego Castro comenzó a hablar.

«A las nueve, que será cuando lleguen los miembros del viejo Comité, todos tomaréis posesión como nuevo Comité de Huelga; exigiréis que se os entregue todo el dinero del fondo de huelga, porque vamos a necesitar dinero, no sé cuánto pero vamos a necesitarlo…»

«De acuerdo».

«Esta tarde a las cinco vendrá a veros la camarada Julia… Habrá que darle dinero, el que necesite, porque mañana en la noche los transformadores de la Comercial en Hierro, de Casa Jareño, de la Casa Grasett y de otras, deben ser volados. Y dentro de setenta y dos horas tendremos que haber terminado con el esquirolaje… Dentro de setenta y dos horas… No olvidarlo… Porque o tenemos una victoria inmediatamente o la huelga se irá a la mierda».

«De acuerdo».

Castro los dejó allí y regresó a los Cuatro Caminos. Al poco rato se le acercó un muchacho bajito, de boca grande y dientes amarillos, con algo en sus ojos de heroico y repulsivo a la vez.

—Salud. Castro.

—Salud.

Y comenzaron a caminar lentamente por la Avenida de la Reina Victoria. Parecían dos parados que tomaran el sol…

—Esta tarde os darán el dinero.

—Sí.

—Primero haréis un reconocimiento de los alrededores de la fábrica Espuñes… de los caminos de retirada, esto lo primero, los caminos de retirada, y, después, observaréis al organizador del esquirolaje que llega a la fábrica entre las siete menos cuarto y las siete. Tres de vosotros le saldréis al encuentro y los otros tres cubrirán los caminos de retirada de este hijo de zorra por si se diera cuenta y quisiera retroceder…

—Sí.

—Los encargados de matarle seréis vosotros. Tendréis cerca de allí un taxi en macha en el que huiréis, pero que abandonaréis después de un pequeño recorrido para desperdigaros… Previamente, Tomás habrá sacado los billetes del ferrocarril…

—Sí.

—Si el tipo se defendiera e hiriera a alguno de los nuestros, rematar… A uno para que no siga su obra, al otro para que no pueda delatarnos… No puede haber heridos… Solamente muertos…

—Sí.

—Esta tarde manda a la mujer a la Casa del Pueblo. Allí se le dará el dinero.

—¿Armas?

—Las vuestras.

—Hasta la vista, Castro.

—Salud, camarada.

Y Castro regresó a la Casa del Pueblo. Alberto Hernández le dio un poco de pan y queso y unos cuantos cigarros.

A las seis de la tarde una mujer joven y gorda, rubia y un poco sucia, abandonaba la Casa del Pueblo. En un bolsillo de una piel vieja y mugrosa llevaba, un fajo de billetes. Después de perderla de vista, Castro regresó para hablar con Arilla y Alberto.

—Debéis visitar a los de la C.N.T. Es preciso que colaboren con nosotros. Aunque su colaboración sea el no hacer nada, pero tenemos que dar la sensación de que hemos logrado la unidad…

—¿Si piden dinero?

—Dárselo… Pero que firmen un recibo que diga «Para gastos de huelga».

—Será lo mismo, porque no rendirán cuentas —dijo Alberto.

Castro rompió a reír.

—Tú, Alberto, siempre de hombre bueno… ¿No te das cuenta que lo más importante es que no rindan cuentas?

—Eso no está bien, Castro.

—Viejo sentimental… Todavía no has aprendido a saber que el bien y el mal están en íntima relación con los intereses de la revolución… Es bueno lo que es bueno para la revolución, aunque para los demás sea malo. Es malo lo que es malo para la revolución, aunque para los demás sea bueno. Si quieres, una nueva teoría sobre el bien y el mal…

—Desde el punto de vista moral…

—Nosotros, camarada Alberto, no somos morales ni inmorales: somos nosotros… Y créeme que me dolería mucho tener que acusarte ante el Partido de vacilaciones pequeñoburguesas: lo sentiría, créeme, pero, también en este caso lo importante es la revolución y no mi viejo y entrañable amigo Alberto.

En el rostro de Alberto Hernández se reflejó la pena.

La C.N.T. aceptó la unidad y el dinero. Y firmó el recibo.

Castro estaba contento.

A los dos días la prensa publicaba la noticia de importantes explosiones y destrozos en las principales plantas metalúrgicas de Madrid. Al tercer día la prensa hablaba del asesinato en plena calle de uno de los encargados de la fábrica Espuñes. El cuerpo estaba acribillado a balazos. La prensa hablaba del ensañamiento de los asesinos.

Se acabó el esquirolaje.

Un muerto había bastado.

Sesenta días…

Setenta días.

La gente empezó a desconfiar. Para entretenerlos se organizaron caravanas de huelguistas que iban con carritos de mano por los mercados pidiendo solidaridad.

No comían.

Pero no pensaban.

Cuando se tira de un carro sólo se hace fuerza y se blasfema.

Ochenta días.

Y la doble contraofensiva.

La patronal en un intento de romper el frente obrero hizo una proposición a través de los pequeños patronos que se presentaban como «independientes»: éstos aceptaban las peticiones obreras siempre y cuando sus talleres reanudaran las actividades. Socialistas y anarquistas comenzaron a exigir a gritos una asamblea general. Castro se resistía.

Pero tuvo que ceder: los obreros habían comenzado a mirarlo de reojo y a insultarle en voz baja cuando pasaba ante ellos. «Esto se va a la mierda» y dio la orden al Comité de Huelga de convocar a una asamblea general. Noventa días.

El cine Pardiñas era un pequeño infierno de calor y dolor, de miseria e impaciencia. Muchos huelguistas habían acudido con sus mujeres e hijos y de vez en cuando, cuando pasaba un miembro del Comité de Huelga le gritaban: «Camarada. Míralos bien. Se están muriendo de hambre… ¡Los estáis matando de hambre!…»

En el escenario Arilla, Alberto González, Gascón y otros miembros del Comité de Huelga se veían pálidos, nerviosos…

El presidente hizo sonar una campanilla.

Silencio.

Castro desde un palco los miraba.

Detrás de él, José Díaz y Codovila observaban todo: a Castro, al Comité de Huelga, a la masa; y habla Arilla:

«Camaradas».

«La patronal en un intento de romper la unidad ofrece a través de los pequeños patronos, a los que presenta como «independientes» aceptar nuestras peticiones siempre y cuando a cada patrón que las acepte se le permita trabajar… Sin pensar mucho en el fondo de todo esto muchos compañeros han cantado victoria… Y se les hacía y se les hace incomprensible que el Comité de Huelga haya permanecido impasible».

«Camaradas».

«La reducción de la huelga general a una huelga parcial es la derrota».

«Camaradas».

«A la mierda el Comité de Huelga»… «Cabrones»… «Hijos de… la noche». «Nos habéis engañado».

Castro miraba impasible.

«Una camarada de la C.N.T. pide la palabra».

—Que hableeee…

—Que hableeee…

«Muera el Partido Comunista».

«Viva la C.N.T».

«Camaradas… En nombre de la gloriosa C.N.T., quiero deciros que este Comité de Huelga nos lleva a la derrota. nos lleva a la derrota por su inmovilidad, por su impotencia, por su cobardía… Porque es necesario que se sepa de una vez que las explosiones que han entristecido el cielo de Madrid, que los disparos que han acabado con la traición no son obra de ese Comité que preside esta asamblea… La gloriosa C.N.T., una vez más y a través de la acción directa, ha comenzado a hacer que la patronal sienta miedo y que muchos patronos estén dispuestos a pactar…»

«Viva la C.N.T.».

«Mueran los comunistas».

«A la mierda los hijos de Lenin».

A medida que aumentaban los gritos, el Comité de Huelga se encogía más y más. Hubo un momento en que sólo era un espectador.

—Te lo advertimos, Castro —le habló José Díaz al oído.

—¿El qué?

—Que si la huelga era un cadáver lo más lógico era enterrarla… Sólo a un loco o a un irresponsable como tú se le ocurre resucitar muertos.

—¡Entonces! ¿Esto es un cadáver?

—Sí.

Castro comprendió el significado de aquellas palabras. Para el Partido, para un partido que no aceptaba ni perdonaba los fracasos, la huelga comenzaba a adquirir los perfiles de una gran derrota en la que aparecían como responsables los comunistas.

Y se figuró todo.

Una reunión con el Buró Político, la acusación de irresponsabilidad e incapacidad. Y luego la autocrítica, un mea culpa angustioso e interminable. Porque siempre, siempre había que salvar al Partido aunque fuera necesario sacrificar a Castro, a mil castros, a cien mil castros, lo que no era un sacrificio, sino simplemente un servicio más al Partido. Y luego una sanción que a veces convertía a un hombre en una ruina moral y fuera del Partido para siempre, por haber cometido el gran pecado de haber comprometido al Partido, de haberle mezclado en una derrota, de haber puesto en tela de juicio ante millares de trabajadores, la infalibilidad del Partido. Ya una vez había sido sancionado por el fracaso de una manifestación que Vicente Uribe le obligó a realizar en el Paseo de la Castellana en donde la policía y los Guardias de Asalto se cebaron materialmente sobre los manifestantes…

Fue enviado a trabajar a los pueblos de la provincia de Madrid.

Ni dinero ni plan.

«Trabaja». «De los resultados de tu trabajo depende que el Partido cambie de opinión respecto a ti».

Y unas direcciones y una palmada en la espalda.

En estas andanzas conoció a Valentín González «El Campesino». En un pueblecito pequeño y limpio: Fuente el Sanz, en donde aquél estaba como contratista de unos caminos vecinos.

Llegó por la noche en una bicicleta que le había dejado un miembro del Partido. Dos kilómetros antes de la entrada del pueblo le esperaba «El Campesino». Hacía frío y luna. Cuando se apeó de la bicicleta le dolía todo el cuerpo. Y tenía hambre.

—¿Eres Castro?

—Sí.

—Ven por aquí… Y no hagas ruido. Lo mejor sería que te cargaras la bicicleta.

Castro se la cargó sobre la espalda y preguntó:

—¿Por qué?

—La Guardia Civil ha debido saber de tu llegada… Mi casa está vigilada. Y por el momento no puedes entrar en el pueblo.

Fue media hora de andar.

Y de tropezar con ramas. Y de hundirse en los surcos. Y de ahogar las blasfemias por si el eco era escuchado. Luego vio a lo lejos unas tapias blancas. Y unos cipreses inmóviles. Y una puerta de hierro. La puerta se abrió unos segundos antes que ellos llegaran:

—Salud, camaradas.

Y entraron.

Y como en todos los cementerios, cruces y lápidas. Y un olor extraño a gentes y flores muertas.

—Aquí tendrás que dormir.

—Y esperar hasta que vengamos por ti.

Y le dieron una manta que olía a viejo. Y en un rincón, resguardándose el relente, extendió su manta sobre el suelo.

—¿No tenéis unos cigarros?

—Sí.

—Pero ten cuidado al encender… La Guardia Civil sabe que los muertos no fuman.

La luna alumbró tres sonrisas.

Y se fueron.

Castro se tumbó. Y fumó, Fumó mucho. Y entre frío y hambre vio llegar el día. Y a esperar. Fueron muchas horas esperando. Hasta que llegó la noche otra vez. En este tiempo sólo se movió de su sitio tres veces: para mear y para acercarse a la puerta de hierro y mirar sin ver más que campo y a lo lejos, entre árboles y pequeñas columnas de humo de las chimeneas, los tejados de las casas. Tenía hambre y sed. Para entretenerse se metió una pequeña piedra en la boca y comenzó a chuparla para hacer saliva. Luego la escupió con asco. «Sabe a muerto». Y se tumbó otra vez. Y comenzó a pensar: «Sería curioso que ayer se hubiera muerto alguien»… «¿Qué ocurriría?… «¡Bah… No creo que fuera difícil convencerles de que vine a desvalijar a los muertos»… Pero no llegó a sonreírse. Se acordó del Partido: «Otro fracaso sería definitivo… El Partido sólo da una oportunidad». Se acordó de Uribe, del verdadero responsable de aquel fracaso del que le culparon a él: «Hijo de… Hijo de… ¿Por qué no dijo que fue él quien eligió el lugar y la hora?… Pero ¿por qué no lo dijiste tú?… Yo no podía… Acusar a un miembro del Buró Político era más grave de lo que fue para los ángeles su rebelión contra Dios»… Pasó a otra cosa: «Sí, primero debo reunirme con estos camaradas, hablarles de su tarea; después deberé utilizarles como enlace con los otros pueblos para poder ampliar mi trabajo con posibilidades de éxito».

Se encogió.

La puerta de hierro se abrió lentamente.

Primero vio la figura encogida del sepulturero, después la de «El Campesino» y el blanco de sus ojos y sus dientes que le hizo pensar en un lobo disfrazado de hombre.

Volvieron a cerrar la puerta.

«Los camaradas te esperan».

«Síguenos… Procura pisar firme y despacio para no hacer ruido. Si acaso perdieras pie y te fueras a caer, déjate caer sin gritar, sin decir nada… Hasta las maldiciones en voz alta están prohibidas ahora».

Y salieron. Y comenzaron a andar despacio. Castro los observaba-No miraban al suelo sino a todos los lados y lejos. Y andaban sin hacer ruido, como si las hierbas y arbustos se tumbaran o apartaran a su paso. Cerca del pueblo se detuvieron. Ellos se echaron en el suelo. Él los imitó. Y los tres a mirar. Hasta que los vieron. Los vieron por el brillar de charol de sus tricornios y por sus sombras que se alargaban o encogían, Y por el miedo que expandían que parecía inmovilizar el viento, detener el tiempo. Era la Guardia Civil eternamente enferma de insomnio.

«Van al cuartelillo».

«Sí».

«Es la hora del relevo».

«Sí».

«El Campesino» se puso en cuclillas. Y el otro. Y Castro. Y luego, más rápido que antes, entraron en el pueblo. Tenían el oído de las fieras. A veces tiraban de Castro y le hundían en el quicio de una puerta y siempre buscando las sombras. Algunos perros comenzaron a ladrar.

«Corriendo».

«Pero corre de puntillas, Castro».

Y corrieron metiéndose por aquellas callejuelas, que parecían los restos de una pequeña ciudad muerta. Hasta que llegaron a un portón de madera que «El Campesino» empujó. Y ya dentro se detuvieron y respiraron fuerte. Después de un momento «El Campesino» pegó el oído a la puerta y escuchó. Nada. Sólo de vez en cuando el ladrar de algún perro o el rebuznar de algún burro enfermo de amor. Y el rumor casi imperceptible de los árboles mecidos por el viento.

Y pasaron dentro. Y delante de una chimenea con brasas y reflejos, Castro divisó unas sombras acurrucadas.

—Salud, camaradas.

—Salud.

Y se sentó. La mujer de «El Campesino», menudita y seria, le trajo un poco de pan y queso. Y un vaso de vino. Y comió y bebió. Y luego comenzó a hablar hasta poco tiempo antes del amanecer, en que volvió a la soledad de los muertos, a contemplar el cielo y los cipreses.

Después de varios días salió a otros pueblos.

Y a otros.

Y a otros más.

Y en todos lo mismo.

Y así seis meses escondido en el campo durante el día, viviendo la noche como las estrellas. Pero su balance crecía: más comunistas, más huelga. Y en algunos sitios incendio de cosechas. Y menos hombres a escuchar al cura esos domingos en que en todos los pueblos de España, todo el mundo, quiere ponerse a bien con Dios. Y un odio agazapado en el interior de cada hombre que crecía como una cosecha salvadora Seis meses de trabajo y de acoso. Sabiendo siempre que el Partido le estaba mirando; aislado de todo, pero unido por vínculos invisibles al Partido. Y muchos días de figurarse la cabeza de José Díaz inclinada sobre su balance; y de creerse que le veía sonreír y frotarse las manos; y soñando con que el error había sido perdonado…

«Ven».

Y salió en la noche ya, sobre aquella bicicleta que había conocido tantas tierras y tantos hombres.

Entró en Madrid muy avanzada la noche. La luz de la ciudad le cegó al principio. Cuando entró en Tetuán de las Victorias aminoró la marcha. Y cuando pasó ante una pareja de la Guardia Ciad que le miraba, la miró con gesto inocente y dijo:

«Buenas noches».

«Buenas noches».

Y llegó hasta la pequeña casa en la que le dejaban dormir sin pagar.

Y después de seis meses se durmió cerrando los ojos, sin ver el cielo y la noche. Aunque a veces le parecía estar viendo ante sí brillo de tricornios y el mirar de ojos que calaban hasta el alma: la Guardia Civil.

Y se acordó de todo esto, mientras sentía sobre sus espaldas el mirar de José Díaz y de Codovila, el hombre de la Internacional Comunista. Y se levantó en silencio, sacó medio cuerpo por encima de la balaustrada y gritó:

«¡Castro pide la palabra!».

El ruido se hizo ensordecedor. Arilla agitaba la campanilla. Gritaba. Alzaba los brazos reclamando silencio. Y la «masa» comenzó a reducir sus gritos. Y cuando se hizo el silencio Arilla gritó:

«El compañero Castro tiene la palabra».

Tenla detrás a Pepe Díaz, a Codovila.

«Y voy a ser muy breve… ¿Cuál es el balance de estos noventa días de huelga? Os lo voy a decir con la mayor claridad: no hay esquirolaje y la patronal comienza a tenernos en cuenta. Hace dos meses había un treinta por ciento de esquiroles y la patronal no nos hacía ni uso. Estaréis de acuerdo conmigo de que entre el ayer y el hoy existe una pequeña diferencia, pequeña si queréis, pero una diferencia a nuestro favor. Y esta diferencia a nuestro favor es obra del Comité de Huelga que tenemos ahí. ¿Qué se necesita entonces para ganar la huelga? Seguir en la actitud actual, ser intransigentes, mantenernos unidos, no aceptar que nuestra gran huelga general pierda volumen y se convierta en una huelga parcial, en una caricatura de huelga. Si aceptáramos que tal cosa ocurriera dividiríamos a los metalúrgicos de Madrid en hombres que trabajan y en hombres que no trabajan; en hombres que comen y en hombres que no comen. Aun contra nuestra voluntad se produciría un fenómeno monstruoso: los que no comieran empezarían a odiar a los que comieran… ¿Y cuál sería el final de este desdichado proceso?… Que comenzaría la «debacle»: la entrada aislada de los trabajadores a fábricas talleres, ya sin pliego de condiciones, solamente con hambre y con la vergüenza de la derrota sobre la espalda…

¿Es esto lo que queréis?

Si lo queréis así será, pero no será con nosotros, con ese Comité de Huelga ahí, en el escenario; será con los integrantes de ese Comité de Huelga aquí para gritar con toda la fuerza de nuestras pulmones a los partidarios del armisticio lo que ya debiéramos de haber comenzado a gritar hace tiempo: ¡Traidores!».

Silencio y millares de cabezas mirando a Castro.

«Ahora quiero hablar de otra cosa… Ha sido un camarada de la C.N.T., con verbo pleno de emoción el que se ha levantado aquí para acusar al Comité de Huelga de incapacidad y lo que es peor aún: de cobardía… Muchos ojos se han empañado cuando nos gritaban que la gloriosa C.N.T., había sido al alma de las explosiones, el brazo justiciero contra la traición… Y no sé, perdonadme mi falta de memoria, cuántas cosas más…»

Silencio.

«Pero, desgraciadamente, no ha sido así».

Un rumor de millares de gargantas se deja oír.

«No ha sido así, camaradas representantes de la gloriosa C N. T… Y voy a demostrarlo con unas preguntas al camarada Arilla, Presidente del Comité de Huelga».

—Camarada Arilla ¿quieres decirnos cuánto dinero dio el Comité a la C.N.T., para que participara en la lucha contra el esquirolaje y contra los esquiroles?

—Tres mil pesetas.

—¿Te dieron un recibo los camaradas de la C.N.T., por esa cantidad que les entregaste?

—¡Sí!… Y aquí lo tengo.

—¿Te han rendido cuentas los camaradas de la C.N.T., de cómo han empleado esas tres mil pesetas?

—No.

«Camaradas huelguistas… Si los camaradas de la C.N.T. hubieran volado los transformadores de Casa Jareño, de La Comercial en Hierro y do otras muchas más fábricas y talleres. le hubiera sido fácil justificar el empleo de ese dinero… Si los camaradas de la C.N.T. hubieran sido el brazo justiciero contra el organizador del esquirolaje, les deberíamos dinero… Pues por muy barato que nosotros hemos hecho todo eso, la cantidad gastada ha sido mucho mayor que la que entregamos a la C.N.T.».

La gente sólo mira y escucha.

«Yo puedo deciros camaradas de la C.N.T., qué día y a qué hora han estallado cada una de las bombas que han estallado en Madrid durante estos últimos sesenta días… Yo puedo deciros el precio de cada una de ellas y puedo deciros, además, que mucha de la dinamita empleada fui yo quien la introdujo en la Casa del Pueblo por estar seguro de que la policía no se atrevería a hacer un registro».

—Y…

«Yo puedo deciros también a qué hora cayó el organizador del esquirolaje, el calibre de las pistolas empleadas y puedo leeros un telegrama recibido ayer en el que los que realizaron ese acto, no diré heroico, pero sí necesario, me dan cuenta de haber pasado la frontera».

«¿Por qué los camaradas de la C.N.T., han querido presentarse como unos héroes?… Honradamente no lo sé… Aunque sí sé que son unos héroes, pero, camaradas huelguistas, también los héroes duermen la siesta de vez en cuando».

«Sigue. Castro, sigue».

«Creerme si queréis creerme… La huelga ya no puede durar. Y no durará… Pero la huelga no terminará como muchos creíais al llegar a este local… La huelga terminará con nuestra victoria. Eso nos obliga a dar un voto de confianza al Comité de Huelga que ha sabido resucitar un cadáver».

Y la gente comenzó a salir.

Castro se precipitó entre aquel río humano para huir de Santamaría y sus esbirros convertidos en verdaderos perdigueros.

Cien días.

La huelga ha terminado. Los metalúrgicos han conquistado en una lucha heroica la jornada de cuarenta y cuatro horas, y otras cosas más… El Comité de Huelga se disolvió presentando previamente sus cuentas y nadie, ni los especialistas en irregularidades administrativas pudieron acusarles de que fallaba un céntimo.

Sólo…

Sólo no pudieron justificar el empleo de tres mil pesetas que entregaron al Comité de la C N. T.

Días después, Castro se encontró en la redacción de «Mundo Obrero» con José Díaz.

—Hola, Castro.

—Hola, Pepe.

—Habla con Mije… Te hemos nombrado secretario de organización de la Federación Nacional de los Grupos de Oposición Sindical Revolucionaria… El Partido te ha fijado un sueldo para que te dediques sólo y exclusivamente a este trabajo… Desde hoy, no lo olvides, eres un revolucionario profesional al que la revolución da de comer para que sólo vivas para ella…

—Gracias, Pepe.

Abandonó la redacción de «Mundo Obrero» y se dirigió hacia Tetuán de las Victorias. Entró en la casa sin hablar a nadie. Y vestido se dejó caer en la cama. Y durmió hasta que el hambre comenzó a hacerle daño en el estómago, hasta que se dio cuenta una vez más que la huelga se había ganado, de que el Partido había vencido.

Luego recordó:

La huelga de los obreros de la construcción la habían perdido los socialistas; la huelga de los obreros de la madera la habían perdido los socialistas; la huelga de los obreros de las artes gráficas la habían perdido los socialistas; la huelga de los trabajadores de la aguja la había ganado el Partido; la huelga de los obreros metalúrgicos la había ganado el Partido.

Cien comunistas habían derrotado a la patronal de las industrias del vestido y siderometalúrgica; y al Partido Socialista; y a la C.N.T.

«Oíd, camaradas!».

«El Partido Socialista es la derrota… ¡El Partido Comunista es la victoria!».

«Gritadlo».

«Ni un solo obrero madrileño debe dejar de escuchar esto mil veces… No nos importa si se les saltan los tímpanos… ¡No importa!… Lo importante es que crean que sólo el Partido Comunista es el Partido de la Revolución y de la victoria».

«¡Gritad!».

«¡Gritadlo, camaradas!».

«Sólo el Partido».

«El Partido… El Partido… El Partido…»

«No pensar… No pensar si lo que el Partido os dice no es verdad. Si no es verdad hay que convertirlo en la verdad de todos… Lo manda el Partido… Lo exige la revolución».

—No dejar que piensen…

—Pero.

—Nada de «peros», camaradas… Que escuchen… ¡Que escuchen solamente.!

Era inútil que la policía mantuviera cerrados los locales del Partido, suspendiera su prensa y acosara a sus militantes. El Partido había encostrado la forma de romper el silencio que querían imponerle, de hablar cada día, a pesar de la clandestinidad a millares de trabajadores…

Mucha gente se reía cuando oía hablar de los «mítines relámpago» de los comunistas.

Pero ¿qué sabían estas gentes?

Los «mítines relámpago» consistían en la formación de grupos de tres militantes; un orador y dos para le vigilancia y protección de aquél. A cada uno de estos grupos se le designaba una fábrica o taller. Y a la salida del trabajo de los obreros éstos se encontraban con un hombre subido en un farol o encaramado a una ventana que les hablaba tres o cuatro minutos rápida y concretamente sobre sus problemas inmediatos, sobre la situación política y las consignas del Partido…

Luego, antes que pudiera llegar la policía, la huida.

Mil comunistas podían dar en un día trescientos treinta y tres mítines relámpago, en trescientos treinta y tres lugares de trabajo que escucharían miles de trabajadores.

Cada grupo de éstos recibía con anterioridad una información precisa del lugar de trabajo en donde tenía que actuar. Proporcionaba esta información o un miembro del Partido que trabajaba allí, o un simpatizante o cuando no había ni lo uno ni lo otro era un miembro del Partido de la barriada que a través de conversaciones con los obreros de aquel taller o fábrica, ante los que se presentaba como un hombre que busca trabajo, sacaba la información necesaria…

Muchas gentes se reían cuando oían hablar de los «mítines relámpago» de los comunistas.

Pero…

Los comunistas se hacían oír; y los obreros escuchaban más a los que hablaban en voz alta que a los que murmuraban.

El Partido Comunista…

El Partido Comunista…

Sin ser una gran fuerza numérica parecía serlo… La mentira se mostraba a todos como una gran verdad.

El «bluff» era una arma.

Maravillosa.

Terriblemente maravillosa.

* * *

La gran máquina estaba montada. Cada hombre era una pieza sin otro vínculo con las demás piezas que su función diaria. Era una gran máquina cuyas refacciones las fabricaba cada día y en gran número la desesperación de los desesperados.

Moscú estaba contento.

España tenía ya su máquina de hacer revoluciones.

A veces Castro sentía el cansancio de un trabajo sin tregua.

Pero…

Él era un revolucionario profesional. Él era ya una pieza importante. Y superaba la fatiga porque sabía bien, muy bien, que una pieza que no sirve se tira, se convierte en chatarra, en nada… Lo sabía bien… Y estaba de acuerdo con esta fórmula del Partido, brutal y heroica el mismo tiempo: el militante comunista es como un limón; se le exprime hasta que no queda dentro ni una gota de jugo, después…

Después se tira.

Se quedó un momento pensativo. Luego rompió a reír con una risa bronca y cínica a la vez.

«¡Ja!». «¡Ja!».

«¡Ja!… ¡Ja!… ¡Ja!… ja. ja…jaaaa!».

Tomó aliento.

«¡Ja!… ¡Ja!».

Y no pudo más. Rompió a toser. Y tosió durante un rato. Luego sacó el pañuelo y se limpió los ojos.

Y otra vez a pensar en lo mismo.

Y se figuró al Partido, con unas manos enormes y en sus manos un hombre, muchos hombres, millares y millares de hombres a los que estrujaba fuerte y lentamente… Y…

Y después los iba arrojando a un lado del camino, al mundo de la chatarra humana sin llanto en los ojos y sin pena en el rostro, como si sólo viviera para tener entre sus manos a un hombre, a muchos hombres, a millares de hombres a los que en su estrujar iba estrangulando en nombre de la revolución.

* * *

Pero los comunistas no tenían tiempo para detenerse a contemplar esas manos gigantescas, ni para detenerse a mirar tan siquiera el Partido-máquina. Ni para contar las piezas que cada día se desgastaban o se rompían… ¿Una pieza desgastada?… ¡Pronto, pronto, otra, otra nueva!… ¿Una pieza rota?… ¡Pronto, pronto, camaradas, otra, otra nueva, que la máquina no puede dejar de vivir/

Las piezas eran hombres.

Pero ¿qué importaban?… Lo importante es que la máquina siguiera funcionando… Que la revolución siguiera avanzando…

Sí.

Pero…

Las piezas eran hombres…

¿La eran?… ¿Lo eran?… Sobre esto Castro no pudo pensar. O no quiso pensar, que al fin y al cabo era lo mismo.