Capítulo IV

«UN-DOS, UN-DOS» Y UNA REVOLUCIÓN QUE SE ACERCA

¿Quién le había dicho que los días grises no vuelven?… No lo recordaba… Pero sí, ahora estaba seguro de que vuelven, porque otra vez los días grises y los Castro habían vuelto a encontrarse. Y es que para los de abajo la vida suele ser un girar y girar con el sol de frente o de espaldas, o envueltos en una noche muy larga las más de las veces. Y es que, Enrique estaba seguro de ella, la vida para muchas gentes es una noria trágica que a veces tarda siglos en ser destruida.

El viejo había vuelto otra vez a su andar peregrino.

¿Por qué?

¿No eran él y sus patronos, los jesuitas, hijos del mismo Dios?

Llegó un anochecer a casa y dijo con una voz que quería quebrar.:

«¡Me han despedido!». «¿Por qué?» —preguntó ella. «Dicen que a mi edad ya merezco el descanso». Muchas veces en la vida se crea este dilema: reírse o llorar. Esta vez no. Esta vez hubo una tercera variante: quedarse muy serios, terrible y dramáticamente serios. Y desde ese momento casi no se habló durante toda la noche. Las únicas palabras que se oyeron, y fuertes, fueron las de siempre: «Gracias a Dios par tanto favor como nos hace».

Y no era éste el único golpe.

Eduardo, a su regreso de África (tres años y sargento al servicio del rey) se fue a trabajar a la sucursal del Banco Central, en Arenys de Mar, en Cataluña. Y, además, quería casarse, con lo cual se confirmaba una vez más aquello de: «Al perro flaco todo son pulgas». Concha, la pobre Concha, seguía cosiendo en el país en el que coser es el escalón anterior al pedir limosna. Carlos espera su hora para entrar en la cadena, Manolo, que era jefe de mecánicos en la escuadrilla de cazas del infante don Alfonso, sólo vivía para evitar que la sangre real empapara cualquier campo de España. Y Enrique ayudaba muy poco: todos sus esfuerzos eran para la revolución, el patrón más exigente de la historia, el patrón del todo o nada La madre tuvo que comenzar a pensar de nuevo en ropas extrañas que lavar y en los suelos de las grandes salas del Banco Central.

* * *

Enrique y su padre estaban en el secreto: no había sido la edad la causa de aquel «descanso», sino la policía que cerraba el cerco a Enrique.

Pero nunca se dijeron nada…

* * *

Un mes.

Muchos meses más de hambre y vergüenza, y de sobremesas calderonianas, pero mucho peores que aquellos de su época de aprendiz de hombre, porque al hombre hombre, la miseria le golpea en el estómago y en la dignidad. Y los viejos se hicieron rápidamente más viejos: y los hijos se hicieron más viejos de una vez, viejos para siempre, de esa vejez sin arrugas ni canas: de tristeza.

Para Enrique eran tiempos de acoso diario de la policía. Y se vio obligado a faltar muchas noches a su casa, o a dormir en la buhardilla de la señora Consuelo entre trastos viejos, polvo y ratas; o a faltar por largos periodos de tiempo: y a trabajar, conservando en secreto el lugar y en cosas en las que jamás pensó: de lavacoches con un marqués con mucha sangre azul y poco dinero, que vivía en la calle de Lista, que poseía un viejo «Citroen», al que cuidaba más que a sus pergaminos y que nunca pagaba a tiempo; o lavando taxis que, si bien pagaban al contado, pagaban poco. Comenzaba su trabajo como los traperos: al despuntar el día, para después hundirse en la barriada de los Cuatro Caminos o en la de Tetuán de las Victorias, en donde a ciertas horas la policía no se aventuraba. Cuando el acoso se debilitaba volvía a casa; pero era un vivir sin hablar, que era casi como no vivir. Por las noches, al terminar de comer, Enrique y su padre, como si estuvieran de acuerdo, seguían sentados en torno a la mesa; y cuando los demás se habían acostado el viejo sacaba la vieja petaca, el papel de fumar y las cerillas, y liaba un cigarro y, luego, le pasaba todo a Enrique, para que hiciera lo mismo. Y, mientras el humo se hacía nada en el aire, se miraban y se miraban: inquiriendo el padre con los ojos, respondiendo el hijo con los suyos que querían decir al viejo solo con la mirada para que no se enterara la madre, cuanto sabía y esperaba de la revolución. Mas en aquella mirada cansada y dulce sólo existía una esperanza: Dios. Era, pues, difícil entenderse, aunque cada día se quisieran un poco más.

Después, lo de siempre.

—Buenas noches, hijo.

—Hasta mañana, papá.

Acompañado todo esto con los suspiros casi ahogados de la madre que en la cama y con los ojos cerrados, comenzaba su insomnio de horas y angustias. Mientras que el tiempo, que es un matar la vida, seguía su marcha quién sabe hacia dónde.

* * *

Aquel día amenazaba con ser un día sin huella.

Por la mañana, con el frío incrustado en los huesos, estuvo un buen rato en la Plaza del Progreso, escuchando a un hombre que, subido en un coche de alquiler, tirado por un caballo que también tiritaba, ofrecía cuanto tenía en su mano cerrada: una sortija, un reloj, una pluma; y cada cosa acompañada de un billete, que nunca decía de cuánto. «Lo que tengo en la mano por cinco pesetas —gritaba. Y movía las manos de un lado para otro. Movimientos que le servían para sacar el billete que antes había metido. Y cuando alguien —alucinado por aquel puño cerrado que parecía el arca de los tesoros del Conde de Montecristo —compraba, solía encontrarse con un reloj malo o con una sortija de las que manchan el dedo; o con una pluma que daba sin tinta, para que no pudieran probarla allí mismo, y que luego no escribía. Pera a Enrique le entretenía aquello. Consideraba maravilloso aquel dominio de la palabra; aquel conocer de las gentes; aquel saber despertar ilusiones; y aquel no menos magnífico método de ahogar, mando estaban a punto de nacer, los insultos de los engañados. «Es una gran escuela» —se decía. Y sin dejar de mirarle, añadía: «Él es como nosotros: convencer, animar y dominar. Después todo es fácil». No era la primera vez que asistía a esta escuela pública de oratoria y psicología; porque para él era una escuela independientemente de los raterillos que, posiblemente asociados con el vendedor, se aprovechaban de los mirones para descargarlos del peso del reloj o la cartera. Luego se fue a mezclar entre el murmullo de los socialistas, más tarde estuvo escuchando a los anarquistas hablar de la revolución social y de la dinamita. Y ya por la tarde, acudió a aquellas peñas de los intelectuales republicanos en donde se hablaba mucho, se hacía poco y todo ello sin riesgo alguno. Todo esto era algo así como un tomar el pulso a la revolución.

Ya en la noche sintió frío.

Y aburrimiento.

Y andando, sin pensar y sin prisa, se dirigió hacia su casa.

Llegó al portal que cruzó dispuesto a no decir nada a la señora Rosa; Pero al pasar por delante de la portería escuchó un «Buenas noches». Y le contestó. Porque esta vez le pareció como si el tono de aquella voz saliera del alma, de un alma que comprendiera algo de su alma.

Y comenzó a subir las escaleras.

Por el hueco de ellas, y al llegar cerca del piso en que vivía, vio gente encima sobre la barandilla que seguía su ascender con la mirada. Cuando llegó al descansillo de su casa vio un grupo de gente y luego la puerta de casa entornada, lo que dejaba ver una luz interior muy débil, como si alguien hubiera cubierto la lámpara con algo para que no molestara a alguien.

Se detuvo.

La señora Juana, como un buitre gigantesco y negro, llegó hasta él.

—¿Qué?

—Tu padre se ha puesto malo, pero no te asustes…

La apartó suavemente y emprendió el camino muy despacio, como si tuviera miedo de llegar. Empujó la puerta. Y miró. Fue un mirar de segundos: la sala en penumbra; gente sentada o recostada sobre las paredes, muy silenciosas todas; la cama y en la cama el padre; y avanzando hacia él, muy despacio, su madre que parecía haberse endurecido, haber dejado de ser un ser humano cualquiera para convertirse en una estatua de bronce ennegrecido por el tiempo. Y ahora ante él, sus ojos en los del hijo.

—Tu padre está muy mal.

—¿Vino el médico?

—Llegará de un momento a otro.

—¿Qué otra cosa podemos hacer, mamá?

—Lo que podía hacerse se ha hecho: avisar al médico, a tu hermano Manolo, poner un telegrama urgente a tu hermano Eduardo y aguantarnos el dolor.

Se acercó allí, donde estaba el hombre que tanto quería; se sentó en el borde de la cama y le tomó una mano. Y le miró. Se hubiera podido decir que estaba dormido, si de vez en cuando no se quejan con ese algo de vergüenza con que se quejan los hombres de verdad.

«Papá, soy yo, Enrique».

Sintió en su mano la presión de otra mano.

«Papá».

Abrió los ojos y le miró. Y en aquellos ojos cansados y dulces vio lo que jamás hubiera querido ver: una lágrima y la muerte cerca. Y permaneció quieto, muy quieto, maldiciendo interiormente los murmullos del «público»; sabiendo detrás de él a su madre, Concha y Carlos; anhelando estar solo con su padre, para hablarle sin testigos de su cariño y de su dolor, de sus desesperanzas y de su esperanza, de muchas cosas, porque era en ese momento cuando veía a la muerte mordiendo su propia carne, cuando la vida se le mostraba como él no había pensado hasta entonces que era; coma algo que también se acaba.

Volvió a cerrar los ojos el padre.

Y sintió sobre su hombro una mano.

—El médico, hijo.

Se hizo a un lado. Y los cuatro, la madre, Concha, Carlos y él, con los ojos clavados en el hombre tan dolorosamente amado y en el otro. Después de unos instantes el médico dejó caer la mano del enfermo, se enderezó y volviéndose a Enrique, que era el que estaba más cerca, le preguntó:

—¿Es usted su hijo?

—Sí.

—Agoniza.

—¿Sufre?

—No.

El médico se fue, y el hombre siguió muriéndose poco a poco. Y los cuatro sintiendo casi dentro de ellos cómo la muerte, tan concienzuda como siempre, realizaba su tarea. Le miraban y se miraban. Alguien le tocó otra vez: el buitre gigantesco con cuerpo de mujer.

—Habría que llamar a un sacerdote.

Enrique se volvió hacia su madre.

—Si él fue bueno, como lo fue, ¿para qué un sacerdote.?

—Sin embargo… —insistió el buitre.

—Decide, hijo.

—¿Le habría pedido él, mamá?

La madre hizo un gesto afirmativo. Enrique se lo repitió al buitre disfrazada de mujer. Y se volvió a sentar en el borde de la cama, mirando y mirando, queriendo llorar y no queriendo. Y llegó el sacerdote, con la prisa con que los sacerdotes llegan a la casa de los pobres. Y perdonó. Y se encendieron cuatro cirios. Y hubo rezos. Y los cuatro allí, en un rincón, de pie porque todas las sillas las ocupaban las visitas, de pie y juntas, mirándose y mirándose, queriendo llorar y conteniendo el llanto ante la mirada prohibitiva de la madre.

«Después, hijos, cuando estemos solos».

Y no lloraron.

Fue llegando más gente. La sala llena, porque hay muchas gentes que les gustan los muertos como espectáculo. Pero ellos tenían frío. Y el muerto empezaba a tenerlo también: un frío eterno. Alguien, Enrique no supo jamás quién, les ofreció café con leche.

—No —dijeron los tres hijos.

—Sí.

Y la voluntad de la madre se impuso.

Una hora.

Otra.

Y fueron llegando los familiares. Pero nadie intentó consolarlos. Porque los cuatro desde allí, desde el rincón, pálidos y serios, sólo vivían para mirar a quien ya no estaba allí. Después de mucho tiempo, la madre volvió la cabeza hacia Enrique y habló.

—¡No hay un céntimo en casa!

El no dijo nada.

—¡Y hay que enterrarle!

—Es a ti a quien toca resolver, porque tú eres, de los hijos hombres, el mayor de los que están aquí.

—Y si los hijos no sabéis dar a vuestro padre lo único y lo último que necesita, ¿podríais llamares hijos?

—No.

La madre le indicó con una mirada a alguien. Él se volvió y miró: «el tío Agustín».

—No, mamá, él no le quería.

—Tienes razón… ¿Cómo se me habrá podido olvidar eso?

Enrique siguió mirando, luego se apartó del rincón lentamente, llegó hasta donde estaba su tío Enrique, el buen golfo, al que tomó de un brazo para sacarle al descansillo de la escalera, Y allí, en otro rincón, pero éste oscuro, habló como si confesara un gran pecado: «Tío, en casa no hay ni un solo céntimo… Si hubiera vivido no habría cenado esta noche. Y muerto, le falta lo último que necesitan los muertos».

—¿Cuánto necesitas?

—No lo sé.

—Entonces déjanos a nosotros arreglar el entierro.

—A «nosotros» no, tío.

—Comprendo.

Y volvió hasta donde estaba su madre y solamente le dijo: «Ya». Y otra vez los cuatro en el rincón.

«¿Por qué no nos dejarán solos, hijos?»

Y los dejaron solos Y lloraron hasta que por la mañana otra vez comenzó a llegar gente.

* * *

Manolo llegó.

No sonaron las campanas de ninguna iglesia, porque también el toque de campanas tiene su precio.

Y allí le dejaron.

Y Manolo se fue.

Y Eduardo, que llegó un día después de enterrarle, también se fue, y otra vez se quedaron solos los cuatro, con la sensación de que aquello ya no era casa, porque una casa sin padre es como una iglesia a la que faltara Dios.

«¡El Partido!».

Casi lo gritó y lo gritó con miedo. Porque fue en ese momento cuando se dio cuenta de que durante dos días no se había acordado de él. Se encaminó a la calle de Los Madrazo; sin luto por fuera y con su pena escondida para que nadie le acusara de sentimental, y con el temor de que no hubiera ante el Partido justificación para aquella ausencia. Pero nadie le preguntó nada, ni le dijo nada por aquellos dos días en que no se acordó de la revolución.

* * *

«Un-dos, un-dos».

Allá lejos quedaron los tres en su luto y su miseria; allí quedó Madrid con su frío, su rey, su general y su corte; allí quedó también una época de su vida, que había dejado cicatrices en su cuerpo y en su alma.

«Un-dos, un-dos».

Las botas le hacían daño y casi andaba de puntillas; el cuello de la guerrera le rozaba la carne, sudaba y tenía la sensación de que en unos cuantos minutos todo aquello estaría manchado de sangre. Y, en medio de aquel dolor y aquel martirio, sintió unas ganas infinitas de que llegara el descanso para sentarse en cualquier rincón, solo, y recordar a su madre, a Concha, a Carlos. Para acordarse también de Madrid, de la Calle de Los Madrazo, de la revolución. Y para quitarse las botas y frotarse los pies con saliva. Y para ponerse un pañuelo entre el cuello de la guerrera y su carne. Y para mear, mear mucho.

«Un-dos, un-dos».

«Un-dos, cabrones, un-dos, cabrones».

A aquel hijo de zorra, larguirucho y déspota, ni le dolían los pies ni le escocía el cuello.

«¡Pisen fueeeerte!».

«¡Alcen la cabeza y saquen el peeeecho!».

«Un-dos, un-dos».

Por encima de ellos volaban los Bregueta y los Avillanad. Canito, el cabo de cometas encargado de la limpieza, caminaba detrás de los que barrían mientras echaba papelitos en los lugares ya limpios para hacerles barrer otra vez. Y todo porque llevaba doce años de cabo de cometas, porque era bajito y feo y porque nadie le llamaba cabo Canito, sino Canito a secas. En la puerta principal el centinela andaba de un lado para otro, el resto de los soldados de la guardia, sentados al sol, fumaban, hablaban en voz alta y alguno que otro se reía a carcajadas de los pobres quintos que aprendían a ser soldados. Y por una callejuela aprisionada por dos pabellones de ladrillos rojos, el olor a madera quemada y a rancho.

Y…

«Un-dos, un-dos».

En las filas se hablaba en voz baja y sin volver la cabeza. Se hablaba al que iba delante y a los de los lados.

«Valiente cabrón nos ha tocado».

«Querrá que le den la Laureadas… «No pises, animal»… «Cambia el paso, paleto, que vas a entrar en barrena de la bofetada que te voy a dar»… Y muy bajito el rumor de algo que se fundía con el ruido de muchos pies al pisar una tierra que despedía un polvo que arañaba la garganta: «Un-dos, un-dos, maricón el instructor». Cuando algún veterano se cruzaba con la fila, miraba, se reía y decía, no muy fuerte para que no lo oyera el sargento: «Beee… Beee». Allí nadie se acordaba de la patria.

«¡Aaaal…to!».

Y se pararon como un inmenso rebaño que hubiera chocado contra algo.

«Me meo».

«Yo me cago…».

«Espera un poco, animal».

«No, si lo que digo es que me cago en la madre que ha parido a este sargento».

Y se rieron sin hacer ruido.

Y se oyó el «rompan filas».

Se esparcieron por todos los lados. Y mearon. Y comenzaron a fumar con prisa y a hablar de la madre del sargento, que no tenía nada que ver con toda aquella historia. Y algunos, entre ellos Enrique. se descalzaban y comenzaron a frotarse los pies, y pegarse en las partes rojas de su carne pedazos de papel de fumar. Y otros se desabrocharon el cuello de la guerrera y comenzaron a soplarse con mucha fuerza. A lo lejos, el sargento recostado en una esquina, miraba torvamente mientras se rascaba con furia las ingles.

«¡A formaaaar!».

Se hizo la misma columna de antes. «¡Firr…mes!».

De reojo vieron llegar un grupo de jefes y oficiales. Antes de que llegaran a la cabeza de la columna, el sargento recorrió precipitadamente la fila, mirando con sus ojos saltones y profiriendo insultos. Luego casi corrió hacia los que llegaban, se detuvo en seco, saludó y dijo algo. Y el pequeño grupo, con gesto de mal talante, comenzó a pasar revista a aquel montón de carne, sudor y mala leche. Era el comandante Briaga, Jefe de la Base, el capitán Gascón, el suboficial-ayudante y varios oficiales más. El único que miraba, como si quisiera llegar hasta el alma de cada uno de aquellos hombres, era el comandante, los demás se limitaban a seguirle en silencio. Cuando pasó, alguien dijo en voz baja una verdad o una mentira: «Tienes una cruz negra por haber matado a un soldado de una patada en las testículos». Otro: «Nos ha tocado el gordo». Por detrás de Enrique llegó una pregunta: «¿Y no se estrellará un día de éstos?». «Es un gran piloto» —respondió otro. «Entonces, a la mierda sin remedio».

Y se callaron porque volvía el sargento.

«Un-dos, un-dos».

El sol les indicaba el correr del tiempo y el cansancio. Los aviones comenzaron a aterrizar. Terminaron y cada cual corrió a su compañía para arrojarse sobre aquellos camastros que olían a sudor de muchas generaciones Y se hizo un gran silencio, un silencio triste y largo: los soldados tenían hambre. Y el… «soldadito de España no tengas pena…» Y comieron. Después cada cual se fue adonde quiso y comenzó a hacer lo que le dio la gana. Enrique se fue hasta el borde del campo de aterrizaje y allí se sentó bajo la sombra que daba un hangar metálico, al que el aire hacia estremecer. Y estuvo mirando todo lo que podía ver, pero nada concretamente. Luego se miró las botas cubiertas de polvo, se desabrochó los cordones, se las quitó y dejó que el viento enfriara sus pies.

* * *

Allá por el año 1927 el aeródromo militar de la Virgen del Camino, en la provincia de León. se consideraba como un mundo perdido y como un destierro para las clases, oficiales y jefes allí destinados.

A Enrique se lo dijo su hermano Manolo en el aeródromo de Cuatro Viento.

Pero Enrique pidió ir allí.

No quería estar en Madrid. Estar en Madrid significaba no poder ayudar a su madre y a sus hermanos; y sí comerse cada domingo un poco de lo poco que ellos tenían para ir tirando. Quería, además, alejarse de su pena.

Porque allí en aquella casa de la calle de Alberto Aguilera, cada día era un resucitar de su dolor. Sobre todo en las noches, cuando todos se acostaban y él se quedaba allí solo con sus preocupaciones, con su hambre y con su frío. Era entonces cuando notaba más intensamente el dolor de aquella ausencia para siempre. Muchas veces cerraba los ojos, y tapándoselos con las manos para que la oscuridad fuera más negra, soñaba despierto que tenía enfrente la vieja figura de su padre; le parecía que le estaba viendo, viendo también el bajar y el subir de aquella vieja cuchara de palo que su madre había guardado para siempre en un viejo baúl; viéndole más tarde sacar los avíos de fumar y después fumar en silencio mirando al techo como si quisiera ver el ciclo.

Y el «Hasta mañana, hijo».

Y el «Gracias a Dios por tanto favor como nos hace».

Quiso alejarse de allí también para no ver el no llorar de su madre que era mil veces más terrible que el llorar. Porque era un llorar por dentro y agonizar por fuera.

Huyó.

Huyó de aquel pequeño mundo de tan grandes dolores para hundirse en tan infierno de soledad, para hundirse en setecientos treinta días en los que cada día había que oír y responder muchas veces: «Soldado Castro…» «A sus órdenes»… «Cabo Castro…» «A sus órdenes». Aquel era un mundo de hombres contrahechos por dentro que se consolaban creyéndose los guardianes de España. Allí había tres hombres que pudiera decirse que eran el cuerpo y el alma de todo aquel montón de edificios rojos, de hangares metálicos, de campos yermos por el rodar de los aviones y de unos cientos de soldados que recordaban con nostalgia sus días de hombre. Eran: el comandante Apolinar Sáenz de Briaga, el capitán Gascón y un suboficial que era el subyugante de la base. Briaga era alto y frío, pálido y callado. Mirar y mirar era su obsesión: a los hombres, a los aviones, al cielo y a la tierra. Cada mañana subía a su avión y cruzaba las montañas que eran los horizontes de aquel mundo para ver el mar. Cuando regresaba y salía en un pequeño Fiat para León en donde vivía, respiraba todo: los hombres y los pájaros, el cielo y la tierra. El capitán Gascón era también un hombre poco comunicativo. Vivía sólo para volar. Era masón. Y quizá por ello era un hombre ausente de aquel mundo en que vivía. El suboficial era eso: suboficial. Era bajito, flaco y taciturno. Decían los soldados que este hombre era el alma en pena de Briaga que paseaba en silencio día y noche por el aeródromo.

Pasados aquellos setecientos treinta días, Castro se esforzó por olvidarlos. Olvidó setecientos veintisiete. Los otros tres no pudo olvidarlos jamás. Un día de aquellos setecientos treinta días fue así:

Bajaban los soldados de su compañía al comedor. Al frente de ellos iba un sargento bajito, patizambo y bizco a quien llamaban «El Pato». Alguien, Castro no supo nunca quién fue, ni le importó mucho averiguarlo, gritó: «Pato, patito, baja despacito». Se volvió el hombre como una ráfaga y buscó con los ojos torcidos en aquella masa de hombres silenciosos. Nada. Y continuó. Y otra vez: «Pato, patito, baja despacito». Se volvió con los ojos inyectados en sangre y un insulto a flor de labios. Su mirada tropezó con Castro. Se abalanzó sobre él y agarrándole de los hombros le gritó:

«Hijo de p… ¡Repítelo!».

Castro se quedó quieto, en silencio y pálido.

«Hijo de p… ¡Repítelo!».

Castró se soltó de aquellas manos que se clavaban en sus hombros y le miró sin decir nada.

«Cobarde».

Castro quiso mirar para otro lado, pero no pudo. Luego hizo un movimiento como si quisiera huir para fundirse en aquella masa inmóvil que los miraba, pero renunció. Y siguió quieto mirando con todo su odio acumulado…

«Dilo… Dilo».

Castro respiró profundamente. Acercó su cara a la del sargento y mirándole le dijo lentamente:

«Pato, patito, baja despacito».

El otro retrocedió y alzó la mano.

—«¡No!» —gritó Castro.

Y el otro dejó caer la mano. Dio la vuelta y de nuevo a bajar las escaleras. Algunos soldados le dijeron después a Castro que bajaba llorando. Castro se calló que también a él se le habían saltado las lágrimas. Nunca volvieron a cruzar una palabra. Ni nunca nadie volvió a llamar a aquel hombre «El Pato», ni a decir jamás, «Pato, patito, baja despacito». Y allí siguieron todos juntos, comprendiendo todos que todos tenían sus penas.

Otro de aquellos setecientos treinta días fue así:

Domingo. Los sargentos pasaban revista. La iglesia de la Virgen del Camino los esperaba, porque el cura se había quejado al comandante Boruaga de lo poco que sus soldados se acordaban de Dios. Castro comenzó a buscar todos los pretextos imaginables para quedarse en el aeródromo. Un sargento alto y gritón le llamó:

—Castro.

—A sus órdenes.

—Ponte en fila…

—Mi sargento es que…

—¿Qué?

—Yo no creo en Dios…

La mano huesuda y sucia del sargento se estrelló en su cara, Castro quiso revolverse.

—Ponte en fila… Es mejor —le oyó decir al suboficial que había presenciado la escena.

Y se puso en fila.

«Firrr…mes»… «De frente… Mar…»

Y comenzaron a marchar. Del aeródromo a la iglesia no había más de tres kilómetros. Castro se acordé de Jesús y del Calvario. Se estuvo acordando durante todo el camino, mientras el polvo se mezclaba con las lágrimas que no podía ahogar. Y llegaron. Y cuando en la penumbra de la iglesia miraba a su izquierda, su mirada se encontraba con la del sargento cuya boca parecía querer sonreír. Una de las veces movió los labios mientras miraba al otro. Y mentalmente dijo:

«Hijo de…»

«Hijo de…» —pareció responder el otro.

Pero después de aquellos setecientos treinta días nunca más se volvieron a ver.

El último de aquellos setecientos treinta días de uniforme fue:

Las puertas del aeródromo se abrieron para siempre. Salieron todos los licenciados y entre ellos Castro. Nadie del grupo salió del cuartel de uniforme, a excepción de Enrique. Ninguno le dijo nada. Setecientos treinta días juntos permiten saber mucho de un hombre. En León tomaron el tren Para Madrid. Castro permaneció casi en silencio todo el viaje. Se negó a comer lo que los demás le ofrecían y no gastó nada en todo el camino.

Madrid estaba envuelto por la niebla.

Castro llegó hasta el portal de su casa y cruzó rápido por delante de la Portería para que no le viera la señora Rosa.

La misma figura de siempre.

Un abrazo largo.

Enrique se acercó a la mesa y dejó caer unas monedas. No llegarían a veinte pesetas. La madre las estuvo mirando durante un buen rato. Luego las tomó, se puso un pañuelo negro en la cabeza y le miró fijamente. «Espera».

Y salió. Concha se despertó y corrió a abrazarle.

—Y mamá.?

—Ha salido a comprar algo.

—¿Con qué dinero?

—Yo traje un poco.

—De otra manera imposible… Desde hace veinticuatro horas nadie come en esta casa.

Se callaron.

Enrique se quitó la guerrera y se fue a sentar en el rincón en donde siempre se sentara su padre. Así estuvo varios minutos. Luego sintió como algo que le abrasaba por dentro y que quisiera llegar hasta su garganta. No sabía qué era. Después se tranquilizó un poco y pensó en aquello de antes, que comenzó a parecerle como un deseo inmenso de gritar.

Sí.

Ahora se daba cuenta de lo que era. Y para no asustar a su hermana que había vuelto a la cama a esconderse entre las ropas, posiblemente para que no la viera llorar, gritó en voz baja, tan bajito que casi ni él mismo se oyó:

«¡Viva la Revolución!… ¡Viva la Revolución!».

La madre abrió la puerta y entró. Encendió el hornillo. Hizo café con leche; y juntos y en silencio desayunaron.

* * *

Pasaron mucho tiempo en silencio, aunque sólo fuera un tiempo de unos cuantos minutos, él mirando a la madre y la madre con la cabeza baja, la vista clavada en la mesa y las manos entretenidas en deshacer unas migas de pan que casi iban convirtiéndose en polvo. Porque ¿qué podían contarse?… Nada… Ella sabía lo de él y él lo de ellas. Eran las dos partes humanas de una misma tragedia.

—¿Querrás tu ropa de paisano, verdad?

—Sí.

La madre se levantó y se fue a hurgar en un viejo baúl, sacudió la ropa que sacó de él y la colgó de unas cuerdas que atravesaban el patio. Enrique se dispuso a esperar aunque tenía prisa por ver Madrid y por establecer contacto, ya permanente, ya para siempre, con el Partido. Cuando llegó la hora de la comida, medio comieron y casi ni hablaron. Luego la madre fue poniendo la ropa, ya casi sin olor, recosida y planchada, en la cama que había en la sala, en la cama en quo murió el hombre bueno.

—Ya la tienes, hijo.

—Gracias, mamá.

La recogió toda y se metió en una de aquellas alcobas de techos inclinados y de tragaluces a través de los cuales siempre se veía el cielo. Y comenzó a quitarse el uniforme. Lo fue haciendo despacio: recordando, con cada cosa que iba dejando caer al suelo, uno cualquiera de aquellos setecientos treinta días. Y a medida que se iba quitando todo «aquello» le parecía que se ensanchaba. que entraba más aire en sus pulmones, que volvía a ser. Porque para él aquellos setecientos treinta días no habían sido algo hecho por la patria, porque no había hecho nada y porque hacía tiempo que ya no era un español de aquella España, ni un patriota de aquella patria. Tenía la sensación de que se estaba liberando de una pesada cadena, de que después de mucho tiempo de no ser nada comenzaba otra vez a ser…

Cuando terminó de vestirse salió a la sala. Se encontraba desacostumbrado, incómodo: era un hombre desentrenado como hombre.

—Todo «eso» puede quemarlo, mamá.

—Mejor será venderlo… Creo que un trapero nos dará para comer tres días.

—Como quiera.

Cuando la madre vio que se dirigía a la puerta le miró y, sin un gesto, sin una inflexión en la voz, le dijo:

«No vengas tarde».

Y abandonó la casa y se hundió en un Madrid que se escondía en la noche. Y anduvo hasta que el cansancio comenzó a dolerle. Cuando regresó le abrió la madre.

«En el hornillo tienes la cena».

Se estremeció. Parecía como si por aquella casa no hubiera pasado el tiempo: que el hoy fuera el ayer; que no hubiera muerto el padre; que no se hubieran dispersado algunos de los hermanos; que no hubiera vivido allá lejos durante setecientos treinta días; que no se hubieran cicatrizado las heridas abiertas por el dolor y la miseria. Se sentó en la mesa y se puso a hojear los periódicos. Era difícil tomar el pulso al país a través de la prensa. Pero había algo que sin decido se sentía: una sensación de inseguridad, una sensación de que algo va a pasar sin saber qué va a ser ese algo… «¿Será la marea revolucionaria?», se preguntó. No se atrevió ni a afirmar ni a negar. Se limitó a pasar revista a las fuerzas revolucionarias: el Partido Socialista y con él la U.G.T., seguían durmiendo la siesta; la C.N.T., seguía haciendo ruido de vez en cuando, Ellos, los comunistas, todavía eran pocos. Pero…

Pero nada más. Y dejó los periódicos sobre la mesa, recogió las colillas de los cigarros que habla tirado distraídamente al suelo y las colocó en un cenicero de cristal, porque no quería que la madre le regañara. Y se fue a dormir porque al otro día había dos cosas importantes que hacer: establecer contacto con el Partido y buscar trabajo.

Y pensando en estas dos cosas se durmió, un poco extrañado de no oír los ruidos que había escuchado durante todas las noches de dos largos años.

* * *

El Partido habló:

—La crisis se avecina… Hay que fundirse con los obreros anarquistas y socialistas… Hay que hablarles de la revolución de octubre en Rusia, como un gran ejemplo de cómo una revolución de mentira al principio se puede convertir en una gran revolución…

—Ya.

Y se fundió con aquel grupo proletario que formaban las barriadas de Cuatro Caminos y de Chamartín de la Rosa. Y comenzó a frecuentar bares y tabernas en donde se reunían obreros a jugar al mus o simplemente a tomarse un vaso de vino; y a hablar y hablar de la próxima crisis y del ejemplo victorioso de la revolución bolchevique. Hablaba sin violencia, fríamente, como quien explica una lección de política y después de cada jornada hacía su balance y sonreía.

Trabajaba sin prisa.

Pero de pronto se vio rodeado de un grupo de hombres viejos y jóvenes que no sabían en qué pasar el tiempo. Y organizó con otros el «Club Deportivo Obrero» que tenía su local en un bar de la Avenida Metropolitano. Aparentemente jugaban al fútbol, al dominó, al ajedrez y a otras cosas tan poco importantes como éstas, pero bajo aquel camuflaje, Castro, secundado por otros comunistas destilaba su verdad y su veneno. Había una pequeña biblioteca con todas las obras de Baroja. La gente se acostumbró a leer a Don Pío. Don Pío no era sospechoso ni considerado peligroso por la Dictadura; se le consideraba solamente como un romántico, como un hombre descontento de todo y como un hombre de mal humor. Pero Baroja era algo más de lo que creía la dictadura y sus secuaces: Baroja era el descontento y la desesperanza en el mundo que le rodeaba; Baroja no creía en Dios; Baroja odiaba a los curas y a la Guardia Civil; Baroja idealizaba al hombre-protesta. Le ayudaban algo: Pérez de Ayala con su retrato de aquel colegio de jesuitas en donde pasó su infancia, y Azorín con su novela o crónica «Los Pueblos», en la que se afanaba por mostrar horizontes a un pueblo sin horizontes.

No era poco.

La policía de la Brigada Social no sospechaba nada. En primer lugar no sabía quién era Baroja, ni Pérez de Ayala, ni Azorín. Y eran poco inteligentes para comprender que el fútbol, el dominó o el ajedrez, podían ser más que un entrenamiento. El «Club Deportivo Obrero» vivió mientras fue necesario. Luego los mismos que le fundaron lo dejaran morir. Porque había llegado el momento en que no podía perder el tiempo jugando al dominó, al fútbol, al ajedrez, o leyendo el Pío Baroja que ya no podía dar más de lo que había dado.

* * *

Los acontecimientos comenzaron a sucederse.

El 29 de enero de 1930, la prensa daba la noticia de que Alfonso XIII había aceptado la dimisión del General Primo de Rivera. Era una borbonada más, pero ya era tarde para que fuera un remedio. Y, además, al entregar el poder el general Dámaso Berenguer, se quemaba la posibilidad de un cambio audaz o desesperado de la monarquía para prolongar su existencia A un general (Berenguer) le destroza un capitán Galán, cabeza visible de la insurrección de Jaca. Porque hasta entonces la oposición carecía de un mártir que supliera la falta de un programa. Mucha gente se ha preguntado y aún se pregunta si un indulto hubiera ayudado a la monarquía a prolongar su existencia. No. La monarquía estaba ya en la encrucijada. Un fusilamiento era un impulso al descontento nacional; un indulto, pues, no era un remedio, solamente un atenuante. Quien conozca al pueblo español lo comprenderá fácilmente. El pueblo español es más fácilmente movilizable por un cadáver que por un programa político. El gobierno de Berenguer decretó su propia muerte al fusilar a las dos cabezas visibles del levantamiento de Jaca. El levantamiento de Jaca, que en sí fue un fracaso por el abandono del resto del país y una demostración de la impotencia de la oposición para conquistar el poder, se convirtió en una victoria política por el modesto precio de dos vidas. Aparte de esto la agonía de la monarquía la precipitan, en primer término, José Ortega y Gasset y, en segundo término, las grandes figuras políticas de la monarquía cuando dejan de ser monárquicas: Sánchez Guerra, Villanueva, Melquíades Álvarez, Benítez Lugo, Alba, Berganín, Ossorio y Gallardo, Niceto Alcalá Zamora y otros muchos. Citando a Góngora, Sánchez Guerra habla de que no quería «servir a señores que se conviertan en gusanos». Melquíades Álvarez habla «de un poder absoluto allá en las alturas… y despojado de sus derechos». Ossorio y Gallardo, católico, monárquico y conservador, pide la abdicación de Alfonso XIII. El 17 de noviembre de 1930, Ortega y Gasset publica un artículo «El error Berenguer» que es y anuncia la agonía de otra de las reservas militares de Alfonso XIII. El 18 de febrero de 1931 cae el gobierno Berenguer y se constituye otro gobierno presidido por el almirante Aznar, que fue en definitiva el enterrador de la dinastía borbónica. Por estos días, Ortega y Gasset con el doctor Marañón y el escritor Pérez de Ayala, lanzan a la opinión pública el manifiesto de la Agrupación al Servicio de la República. Son los únicos que, al proclamarse públicamente partidarios de la república, han definido lo que debía ser la culminación de la crisis política que dominaba a España y a la monarquía. La oposición ya tiene un objetivo.

Los socialistas seguían durmiendo la siesta.

Porque no se escuchó en estos días, en donde tanto había que decir, la voz de ninguno de ellos.

* * *

Castro, durante todos estos meses, vivió como pudo. Su madre, su hermana Concha y Carlos, el hermano pequeño, se habían ido a vivir con Eduardo a Arenys de Mar.

Se quedó solo.

Fue malcomiendo y viviendo un día aquí y otro allá, en casas de compañeros que le albergaban por una noche, sin derecho a cena ni desayuno.

La policía le acosada. La policía ignoraba que la «revolución» se estaba batiendo arriba, que a la monarquía la estaban asesinando Alfonso XIII, monárquicos y ex monárquicos.

Castro se sentía cansado de este vivir huyendo. Además, notaba que cada día era más difícil encontrar en dónde pasar la noche. Hasta que llegó el día en que no tuvo casa, Fue el 31 de diciembre de 1930. Un día de vagar y vagar por los aledaños de la ciudad; día de frío y hambre; de llamar y llamar a muchas puertas y de no poder traspasar ninguna. Ya en la noche se compró dos panecillos y una onza de chocolate; y con el último dinero que le quedaba entró en el cine de la Flor, albergue a últimas horas de la noche de mendigos, ladrones, prostitutas, maricas, piojosos y gente sin techo. Comió y entró en calor. Sintió el picor de los piojos y sueño. El sueño pudo más. Y se durmió hasta qué le movieron violentamente.

«Se acabó el hospedaje, amigo».

Y salió encogido pensando en un nuevo caminar.

Hasta que las luces de los faros de un automóvil le cegaron. Quiso correr, pero no tuvo tiempo. Antes de hacerlo sintió que varias manos le agarraban y tiraban de él. Le llevaron en silencio a la Dirección General de Seguridad. El inspector Santamaría y un sobrino del general Arlegui, hecho policía para poder continuar siendo con toda impunidad chulo de putas, le miraban sonrientes.

—¿Qué hacías?

—Andar.

—¿Dónde vives?

—En la calle.

Todos tenían prisa aquella noche. Y le bajaron a los sótanos del edificio en donde se encontraban los calabozos y fuera y dentro de ellos guardias y ladrones, y maricas y mendigos. Y un olor que ahogaba. Abrieron la puerta de rejas de uno de los calabozos y le empujaron violentamente.

Enrique no quiso mirar a nadie Se acostó en el suelo y se encogió cuanto pudo.

Se sentía contento.

La cuestión para él se reducía a no tener que seguir andando, ni llamando aquí o allá.

Y se durmió.

A la mañana siguiente lo llevaron u la Cárcel Modelo: le ensuciaron los dedos de tinta; le obligaron a recordar quiénes eran sus padres; a recordar en dónde había vivido; a recordar quién era. Luego le llevaron a una celda, la 227; y allí Se hundió mientras oía el ruido del cerrojo y los pasos de los oficiales que se alejaban. Se acostó en un camastro de hierro y sobre un jergón de paja Y cuando las chinches y las ratas descansaban, él dormía.

Y así tres días.

Tres días de comer, dormir y rascarse.

Tres días en que, además, se vio acosado por los recuerdos que despertaron en él los oficiales de la cárcel que le hicieron la ficha ¿Qué sería de su madre? ¿Qué sería de su hermano? Hasta que decidió borrar estos recuerdos para pensar solamente en la revolución.

Sí, la revolución llegaba.

Venía despacio.

Sin ruidos. Como una encopetada dama Pero, se acercaba…

Cuando a los tres días le sacaron al patio hacía sol y frío. No había comunistas en aquella galería, la quinta. Casi todos eran presos por delito común y algunos anarquistas. Decidió no entrar en discusión con los anarquistas. Era cansado e inútil. Aquello era una tregua y un descanso que había que aprovechar para estar a punto. Y se dedicó a charlar con los ladrones, que era gente simpática y hasta inteligente alguna de ella, y que, además, le dejaban periódicos y novelas y, de vez en cuando, le daban sal, pimentón y cebollas que servían para hacer comible aquel rancho que producía vómitos o diarrea.

Se hizo muy amigo de un ladrón al que llamaban el «Albóndiga», listo y charlatán.

Castro le escuchaba.

Porque había que entretenerse.

Mejor dicho, matar el tiempo.

Y simulaba un gran interés por cuanto aquél le decía. Y pedía explicaciones sobre cómo ejercía su «oficio». Y a veces insistía una y otra vez en ciertos detalles, hasta que el otro completaba la explicación. El «Albóndiga» comenzó a alimentar esperanzas.

—Mira, Castro, déjate de política… Hablando como tú hablas cada feria sería un éxito, mejor dicho, un negocio.

—¿Tú crees?

—Serías un timador genial… Si yo te escucho con la boca abierta… ¿Te das cuenta cómo te escucharían los paletos que van a las ferias cargados de billetes y con unas ansias feroces de hacerse ricos de una vez? Castro se reía.

—Piénsalo, Castro… La política no es negocio.

Castro hacía que pensaba.

—Piénsalo, Castro… ¡Tú y yo en sociedad!… Pero una sociedad seria, organizada y a partes iguales… Tú me los «duermes», y de lo demás me encargo yo.

—Lo pensaré, «Albóndiga».

Y el «Albóndiga» se alejaba para dar la posibilidad a Castro de pensar su «proposición». Cuando se quedaba solo, Enrique concentraba sus pensamientos en lo otro: en lo que se estaba produciendo y en lo que después de esto vendría, la derrota de una de las dos España y el avance de la otra España también hacia su derrota.

Cuando regresaba a la celda pensaba en la revolución, en la suya, o sé entretenía en leer a Julio Verne.

Ya en la noche, viendo el cielo y las estrellas, y escuchando de vez en cuando el grito de «Alerta» de los centinelas, tenía la sensación de que hasta él llegaba un rumor lejano, como de olas gigantescas que se fueran acercando.

Sí.

Se acerca.

Llegará.

Llegará la tempestad que desbordará los diques. Y reía soñando. Y se figuraba al Partido como el dios de las tormentas, arrasando todo para dejar limpia a España de todo lo viejo y poder construir lo que Torralba Beci le había dicho: la tercera España.