EL CULTIVO DEL ODIO
Durante muchas noches hasta la llegada del alba, noches de muchos meses en aquel rincón humano y caliente de aquella vieja cocina que tanto olía a su madre, Enrique estudió con ansias y con fiebre en busca de todos los secretos de esa difícil tarea que es hacer la revolución. De todos los que habían escrito sobre el tema, prefirió a Lenin. Lenin se reveló ante él no sólo como un gran conocedor de lo que él calificaba de arte —el arte de hacer la revolución—, sino como un gigante en la grandiosa tarea de hacerlo en un país inmenso y atrasado, convertido por él y por su revolución en el ejemplo y la esperanza de millones de desesperados, de todos los continentes y de todos los colores.
Fue un martirio de meses.
Fue el leer una, dos y hasta diez veces, párrafos que al principio se le hacían impenetrables; el desesperarse mil veces y volver a sembrar la esperanza de que llegaría algún día en que comprendería todo; de borrar de su imaginación todo lo que no fuera Lenin, Rusia y su revolución.
De esta larga y penosa tarea no habló nunca a nadie, porque se hubiera visto obligado a confesar que hubo veces en que el desaliento estuvo a punto de arrojarle a la cuneta. De todo cuanto leyó en aquellos meses, lo que más le gustó y le convenció fue «El extremismo, enfermedad infantil del comunismo», porque en esta obra Lenin no sólo daba un esquema funcional y completo de lo que debía ser el Partido y también los comunistas, sino también del método en el trabajo, de la táctica y la estrategia revolucionarias. Después de leer a Lenin y mirar el Partido y a los comunistas de aquellos días, Enrique se sonreía y pensaba para sus adentros: «Somos un partido de juguete; y unos revolucionarios de juguete también». Pero esto no les desanimaba. Sabía que todo aquello era el comienzo. El comienzo del Partido y el comienzo de ellos mismos. Estaba convencido, de que la lucha le haría crecer y fortalecerse. Y que ellos crecerían y se fortalecerían, salvo aquellos que no fueran capaces de resistir la dura prueba de días y años. Y llegó el día en que cerró definitivamente los libros, los colocó cuidadosamente sobre un viejo baúl perdido en el fondo de la alcoba, y se dijo: «Ahora a hacer la revolución». No es que considerara que sabía todo, pero sí que sabía lo suficiente como para colocarse sobre las muchas heridas de España, y agrandarlas y agrandarlas para que, con el dolor y la desesperación nacionales, naciera el clima que la revolución necesitaba para nacer.
Conoció las heridas de España.
Heridas que cada una de ellas se había convertido en una enfermedad crónica.
Era importante saber cuáles eran los puntos débiles de España, para sobre ellos operar despiadadamente. Los conoció y los colocó por un orden de importancia creado por él mismo. En primer lugar situó «el porque me da la gana», expresión perfecta del individualismo español que era uno de los elementos desintegradores de la nacionalidad y del quehacer colectivo y, por ello, uno de los aliados fundamentales de la revolución. En segundo lugar colocó la afición enfermiza del pueblo español a la crítica, que hacía que no hubiera respeto a nada ni a nadie, ni la posibilidad de realizar una tarea larga, difícil y vital, porque dicha crítica deshacía hombres, políticos, partidos, historia, tradición, moral, convivencia, y todo cuanto constituye los cimientos de una nación y de un pueblo. Este envenenamiento mental de los españoles constituía para Enrique el segundo aliado poderoso de la revolución. El tercer aliado era el exceso de tiempo inútil de que disponían los españoles para hablar, por la existencia en todo el país de millares de cafés y tabernas, con comodidad y ambiente, y que constituían en sí una maravillosa red de divulgación a todo el país de todo lo negativo y destructor que naciera de la amargura o del rencor. Luego venían otros aliados: la pobreza; el parasitismo de las clases conservadoras; la aristocracia zángana y siempre de espaldas a esa historia que ayuda a los pueblos a crecer y marchar; la ambición de los ricos, de ser más ricos cada día; el rencor de los de arriba a los de abajo, y su afán de establecer una jerarquía y dominación medieval y eterna. Y la existencia de cinco fuerzas políticas que, aun creyendo lo contrario ayudaban cada día al pueblo a desesperarse un poquito más: los liberales y los conservadores, que se habían convertido en dos juguetes políticos del rey; los republicanos, enfermos de la misma estupidez que sus antepasados de la primera república; los socialistas, que cuanto más hablaban de la revolución, mas se alejaban de ella; y los anarquistas que, siempre tras una revolución muy suya, hacían abortar todas las posibilidades de una revolución auténtica. Y, por si esto fuera poco, estaban los catalanes y vascos amenazando cada día con agregar, a la desintegración política y moral, la desintegración territorial, Enrique veía todo esto como un montón de heridas en el cuerpo de España, sobre las cuales él y todos los comunistas debían posarse y, sin descanso, infectarlas para hacerlas incurables y mortales, hundiendo a España y a los españoles en la imposibilidad de seguir viviendo como vivían o un poco mejor. Cuando esto se logre, pensaba, ya no habrá dique que contenga nuestra revolución.
Pero…
Para envenenar estas heridas de España había que hacerse insensible al dolor de España. Para envenenar estas heridas en lo que era tierra de vida, muerte y reposo de sus mayores, y de él mismo, y tierra de vida y presencia permanente de un pueblo, había que dejar de recordar a esos mayores y dejar de querer a España. Más aún, y a Enrique le dio un poco de miedo cuando llegó a esta conclusión: había que odiar todo lo existente, para que no hubiera lugar a vacilaciones sentimentales que pudieran malograr el afán de destruir todo aquello con raíces de siglos. Estaba, pues, a la mitad del camino en su nueva y vital profesión: no bastaba saber cómo hacer la revolución, había que odiar para poder hacerla, deshumanizarse para no detenerse ante el dolor humano, que era una de las condiciones que la revolución exigía para nacer y triunfar.
Y Enrique no odiaba mucho: cuando se acordaba del hermano Pedro, odiaba al hermano Pedro; cuando se acordaba de Martín Báguenas, odiaba a Martín Báguenas; cuando se acordaba de aquella prostituta que le hizo vomitar, odiaba a aquella prostituta, Y, al lado de estos odios, otros odias pequeños que, en su conjunto, no constituían el odio que él necesitaba para ser un comunista cien por cien. Es decir, odiaba poco y quería todavía mucho. Lo contrario de lo que debía ser, y pronto, para no hacer esperar a la revolución.
¿Por dónde empezar a dejar de querer, para poder llegar a odiar?
Hacía tan sólo unos minutos que había abandonado el teatro Alcázar, en el que la compañía de Juan José Cadenas hacía los últimos ensayos para una inauguración próximas Y le fue fácil recordar todo aquel pequeño mundo: a Pepe Serrano, el director artístico de la compañía, al que llamaban Pepito, enfermo de mariconería; a José Moncayo, ya muy viejo, teniendo que hacer casi el clown, cuando tanto bueno aún podía hacer, para lograr las cien pesetas de cada día que se iban en puros y en alimentar prostitutas casi adolescentes; a Manolo París, gemelo en tarea y en tragedia a Moncayo; a Ordóñez, aquel barítono que escupía por todos los rincones, acariciaba brutal y soezmente a todas las coristas, cantaba cosas tontísimas y hacía suspirar a unas señoras, entradas en años y gordotas, cuyos maridos se habían acabado mental y sexualmente; a Julia Lajos, convertida, por la distancia y los afeites, en la gran atracción del tendido de la baba: unos viejos venerables que ocupaban la primera fila de butacas, que enviaban flores y regalos a las artistas y rehuían el encuentro definitivo porque el cerebro no vale para ciertas cosas; a Selica Pérez Carpio, tuberculosa y soberbia; a la Saavedra, que era la publicidad escandalosa, en privado y en público, de Lesbos; a aquellas cincuenta muchachas a las que daban diez pesetas diarias por hacer que bailaban y cantaban, y por enseñar todo lo que la autoridad permitía (que permitía mucho) y que, después de la función de la noche, cansadas y mustias, todavía tenían que sonreír al protector de turno cuyas dádivas entregaban siempre a unas señoras viejas y gordas, y muy peripuestas, que siempre decían que eran la mamá o la tía de la aniña»; aquellas operetas en ensayo, idiotas, que sólo servían para demostrar que la idiotez no es una enfermedad de minorías; a aquel don Modesto de la Hoz, dueño del teatro, que se había hecho millonario vendiendo retretes con etiquetas inglesas; a don Enrique, el tramoyista; a don Agustín, el electricista; al apuntador; al traspunte, que arrastraba su tuberculosis por entre los decorados; al bombero, siempre muerto de sueño… Mundo de figuras grotescas, sin alma ni destino, al que no se podía querer ni merecía la pena odiar.
«Aquí no hay nada que hacer».
Y siguió caminando.
Y luego se detuvo en donde sabía de antemano que, aun contra su voluntad, se detendría: en la esquina de la Ronda del Conde-Duque y la calle de la Princesa.
Al café España le prestó poca atención. Este café y otros millares de cafés repartidos por todo el país, al apartar a millares de hombres de las angustias y tareas vitales de la nación, «ayudaban» a acelerar el proceso de descomposición que los comunistas necesitaban. Los cafés de España eran «comunistas sin carnet», que trabajaban, sin saberlo, por la revolución, adormeciendo conciencias o envenenando a muchos hombres con una fe ciega en el azar.
En la iglesia del Buen Suceso sí se detuvo su atención durante un gran rato, que no hubiera podido precisar de cuántos minutos. Más por instinto que por conocimiento, se dio cuenta de todo el volumen que la iglesia tenía como enemiga del comunismo. Porque él no veía a la iglesia a través de millares de beatas enlutadas y enveladas, que con una devoción sincera o falsa pretendían ocultar muchas frustraciones humanas o superarlas, o encontrar en el cielo lo que en la tierra no habían encontrado; ni la veía tampoco como una fuerza política militante, que lo era; él veía la iglesia, esencialmente, como una gigantesca fábrica de ilusiones. En esto residía el peligro de la iglesia para Enrique. Porque crear ilusiones era reducir el volumen de la desilusión humana, que el comunismo necesitaba para crear sus ilusiones; era inmunizar a millones de personas contra las ilusiones que, el comunismo necesitaba despertar en ellos para incorporarlos a su fuerza combatiente. Aquí sí era necesario y fácil odiar. Pensando en la iglesia como organización universal, con sus jerarquías, con su profesionalismo, con su doctrina, con su mística, con su fanatismo, con su método maravilloso de trabajo, con sus poderosos medios de captación sin prejuicios ni escrúpulos y comparándola con el movimiento comunista, pensó en dos gigantes gemelos, aunque terriblemente antagónicos; y pensó que el choque de estas dos fuerzas significaba, en sí, el choque de las dos fuerzas vitales del mundo.
Y comprendió que la lucha contra la iglesia era la decisiva para el destino del comunismo, porque la iglesia era la base fundamental del nacimiento y existencia de una civilización, y los cimientos de ese mundo que el comunismo quería sustituir. Había que odiarla. Había que hacer, también, que la odiaran millares de hombres y mujeres, porque sólo en su pérdida de influencia primero y en su muerte después, estaba la garantía del triunfo de la revolución y de la victoria del comunismo. Había que lograr, al precio que fuera, que millones de creyentes volvieran la espalda a Dios, a esa realidad o poderosa ilusión. Y recordó a Lenin; y comprendió que el sistema capitalista dependía de la presencia y fuerza del catolicismo.
¡Odiar!
¡Y hacer que odien!
Porque los apóstatas del catolicismo podrían ser magníficos e implacables revolucionarios, ya que de su desilusión tendría que nacer un rencor, un deseo de venganza y una criminalidad dogmática que les haría temibles e invencibles. Y, además, estos apóstatas, con su veneno interior serían verdaderos focos de infección para millones de hombres obedientes a Roma. Y su pequeño odio de ayer —personalizado en el hermano Pedro y en un rencor infantil, contra un Dios, que creyó primero que no le escuchaba o que le debía escuchar y responder a sus preguntas, y que acabó por negarle —, creció y creció en unos minutos más de lo que había crecido en años. Cuando continuó su camino ya no era el Enrique con sus dudas, sus angustias y anhelos de justicia humana solamente: era algo distinto y horrible, pero él no se dio cuenta de ello, él sólo sabía de su odio y de la revolución. Unos metros más allá se volvió a mirar la iglesia una vez más.
Y escupió.
Después pensó en una hoguera inmensa que consumiera imágenes y textos, templos y fanatismo, fe y a todo aquel ejército negro que se alzaba frente al comunismo como una moderna muralla china.
En las fuerzas políticas no quiso pensar mucho. «No se trata de odiarlas, sino de destruirlas, después de utilizar a las que puedan sernos utilizables».
Cuando atravesó el portal de su casa y vio a la señora Rosa, vieja como siempre y como siempre encogida y leyendo, murmuró: «Vieja imbécil, que te sientes feliz con tu miseria de una peseta diaria y contenta con tu resignación; y entretenida con haber vivido muchos años y poder contar algo de lo vivido». Y pasó sin darle las «buenas noches» que le había dado durante noches y noches de sus mejores años. Contra su costumbre subió despacio la escalera para tener tiempo de, ante cada puerta, insultar a cada uno de los habitantes de aquel pequeño mundo en el que había vivido, feliz o infeliz, pero bueno durante mucho tiempo. Su madre le abrió la puerta y después siguió preparando la cena; su hermana Concha, sentada y con la cabeza hundida en su pecho, cosía. Se sentó y estuvo mirando todo, con una atención como jamás; quería ver todo aquello con sus estrecheces y miserias reflejadas, miserable y odioso; pero la figura de la madre andando de un lado para otro, y cruzándose entre él y las cosas, borraba constantemente la visión de odio que tan trabajosamente creaba. La miró. La estuvo mirando mucho tiempo, mientras recordaba su hambre y sus vejaciones. Y quiso hacerla responsable de todo, y con ella al padre, para no quererlos, porque necesitaba romper todo lo afectivo que le unía férreamente a aquello. Y mentalmente acusó a través de tres preguntas con sabor a sacrilegio, tres preguntas que necesitaba formularse, para hacer de ellas, si era posible, un generador de odio:
«¿Por qué nos hicisteis?»
«¿Por qué habéis consentido nuestra hambre?»
«¿No os dolía nuestra soledad, nuestra tristeza y nuestra envidia de aquellos que estaban al margen de esa miseria en la que nos habéis tenido?»
«¡Basta!».
«¡Basta, Enrique, basta!».
Y se gritó sin gritar, porque de pronto, como si por primera vez la viera, vio la figura cansada de su madre, sus ojos con huellas de llorar sin lágrimas, que es el peor de los llorares, sus manos curtidas por años de extenuante trabajo, su pelo blanco y su luto de fuera, que era el reflejo de un luto interior por una larga vida de ilusiones muertas. Y se olvidó por un momento de todo: de la calle de Los Madrazo, de Torralba Beci, de Lenin, de la Revolución, de la hoguera gigantesca, de todo, menos de aquella pequeña casa en que todo era de su propia carne. «Esto va a ser demasiado difícil» —se dijo. Y continuó: «¿No será todo esto una traición al Partido?». Necesitaba tranquilizarse y se tranquilizó con esta respuesta: «No, ninguna traición, solamente un aplazamiento necesario para sortear sea obstáculo gigantesco».
Cenó.
Y no levantó la cabeza mientras comía. No quería que lo vieran los ojos. Le daba miedo de que su madre se diera cuenta de que estaba perdiendo un hijo y el que se abalanzara sobre él para unirle de nuevo a ellos, en ese momento en que aun la decisión de alejarse y de olvidarlos estaba fresca y, por lo tanto, sin la dureza necesaria para resistir un golpe como aquél. Y dejó que se acostaran todos; y luego, se acostó él, hundiéndose en la cama sin hacer ruido. Se entretuvo unos momentos escuchando el respirar de todos; y cuando se aburrió de escuchar, se puso a pensar en la familia. «¡Qué grandes defensas ha sabido crear la iglesia!».
Pensó en Lenin y en el Papa.
«¡Qué gran match!».
Enrique continuaba la tarea de fomentar su odio, día a día, con paciencia y sin descanso.
El Teatro Alcázar.
La Iglesia del Buen Suceso.
La familia Castro.
Le tocó el tumo a España. ¡Porque había que odiar a España también! Para los españoles de aquella época, jóvenes o viejos, era fácil encontrar motivos para que no les gustara España. Ortega y Gasset ayudaba a ello en su afán de europeizar la Península Ibérica, con lo que hacía creer que España era una nación atrasada y bárbara. Vivía España, entonces, ese período idiota de su historia: de vivir recordando y lamentando la pérdida de sus colonias, envenenada todavía por esa generación del 98 que, aparte de hablar y escribir bien o muy bien, era una generación enclenque, llorona, sin vigor ni perspectiva, con la sola exclusión de Antonio Machado y alguno que otro más, lo que no contrarrestaba nada, porque era el tiempo que el pueblo volvía la espalda a los poetas. España era para los españoles una nación contrahecha y antipática, y de la cual muy pocos españoles se sentían orgullosos; y todo por haber olvidado su larga historia. Y era una ración contrahecha y antipática para los de abajo y para los de arriba; para los de abajo, porque estaban acostumbrados a mirar solamente a Rusia como si aquello fuera la panacea universal; para los de arriba, porque vivían deslumbrados por París o Londres.
España: una alcantarilla.
El resto del mundo: Jauja.
En este ambiente le fue fácil a Enrique el empezar a despreciar a España e irla odiando poco a poco, como poco a poco él se iba desespañolizando y viendo a Rusia, envenenado por el internacionalismo de aquellos días, como la patria auténtica. Si Enrique hubiera poseído lo que poseyó Dorian Grey, se hubiera horrorizado, porque todavía no era un hombre perdido del todo. Pero nadie le ayudó a que se viera a sí mismo. Y es que eran tiempos en que España, agobiada por el peso de una corona demasiado gravosa y unas clases directoras maniatadas, por su impotencia, se había olvidado de su juventud. Era una época de viejos, encadenados a lo viejo. De otra manera, España no hubiera vivido este momento sin finalidad que había de engendrar días sangrientos. Y le fue fácil odiar.
Todo consistió en marchar con la corriente.
Una corriente de millones de hombres que se acostaban y levantaban al grito de:
«¡Esto es una mierda!».
* * *
Aquel día no vio a Martín Báguenas ni le pegaron. Simplemente le bajaron custodiado a los sótanos, en los que guardias, rateros y olores a orines y a humedad vivían fraternalmente; le tomaron varias fotografías de frente y de perfil; las huellas dactilares; algunas señas particulares; nombre y apellidos y nombre y apellidos de sus padres; le dijeron que se lavara las manos y que se las limpiara con una toalla que colgaba de un clavo y que había sido blanca; y, por último, muy amablemente le dijeron: «Ya puede usted retirarse». Y, sin embargo, aquel día, que en realidad fue un día tranquilo, salió de la Dirección General de Seguridad de peor humor que otras veces. Comprendía la significación de aquel hecho realizado, tan breve y amablemente: desde ese momento no sería más un desconocido para la policía política del resto del país. Estaba de acuerdo en que evitarlo no dependía de él, pero ni eso fue capaz de aminorar su mal talante.
* * *
Moscú no estaba contento.
Veía acercarse en España el momento de una grave crisis política, y se daba cuenta de que el Partido, de no sufrir una rápida y profunda transformación, no sería capaz de aprovechar las posibilidades que sin duda alguna surgirían.
Y comenzó a presionar.
A presionar a su manera: de un lado haciendo menos frecuentes y de menor cuantía los envíos de dinero, que era una manera de expresar su descontento; de otro lado moviendo a segundones ambiciosos, hasta convertirlos en una oposición ortodoxa de la Dirección. Todo esto determinó que la Dirección convocara un pleno del Comité Central, que debería realizarse en Pamplona. Los preparativos de este pleno se circunscribieron a una serie de reuniones, en las que se elaboraron los informes fundamentales. Enrique fue nombrado enlace de la Dirección durante este período. La última reunión se inició en un estado de nerviosismo indisimulable: la policía iba cerrando el cerco en tomo a los participantes en estas reuniones y había el temor de que pudiera impedir el Pleno, al que se le daba una gran importancia para las futuras actividades del Partido. Enrique desde una esquina de la Plaza de los Mostenses en sombras, los vio ir llegando uno a uno y con pequeños intervalos, y hundirse en un portalón de una casa vieja, en la que estaban las oficinas en las que trabajaba Egocheaga, Cuando entraron todos sintió un gran alivio: la policía había fracasado una vez más. En realidad, su misión había terminado. Antes de retirarse miró a un lado y otro: sólo parejas hundidas en los quicios de los portales, un cargador borracho que vociferaba contra el silencio, y una pareja de guardias caminando para arriba y para abajo, satisfecha de aquella tranquilidad que envolvía la plaza. Comenzó a caminar cuando vio salir del portal a Urchurrutegui. Éste se detuvo un momento hasta que vio a Enrique y, luego, despacio, comenzó a caminar en dirección a él. Enrique continuó andando. El otro detrás. Y separados unos pasos, ambos pasaron por delante de los guardias. Urchurrutegui alcanzó a Enrique.
—¡Tienes que ir a mi casa!
—¿Qué ocurre?
—En el cajón de la máquina de coser hay unos papeles. Tómalos y regresa en seguida. Yo te esperaré por aquí.
—De acuerdo.
Desde donde estaba a la casa de Urchurrutegui no había más de diez minutos de camino, pues vivía en la calle de Juan de Dios, una bocacalle de la de San Bernardino. Al principio caminó despacio hasta que pudo comprobar que nadie le seguía: luego de prisa, con ansias de llegar y volver porque, sin saber por qué, sentía que algo le amenazaba, y que este algo se hacía más amenazador a medida que se iba acercando a la casa. Torció a la derecha y entró en la callecita estrecha, pobre de faroles y de todo.
Vivía Urchurrutegui en la última casa de la izquierda. Una pintada de amarillo, de planta baja y un piso, con algo de convento o vieja cárcel. Comenzó a caminar despacio mientras sus ojos se clavaban en el portal, en los lugares oscuros, en los quicios de las puertas: nada. Y siguió su camino con una tranquilidad cada vez mayor. Y entró bruscamente en el portal: delante de la escalera estrecha y empinada, y entre la penumbra, dos sombras negras con sombrero, que no se movieron. «La huida es imposible».
Y continuó su caminar sin un gesto. Y entró en aquel corredor largo y estrecho, en escuadra, con el ruido de los pasos de los que le seguían clavados en sus oídos; y miró el suelo de aquel pasillo tantas veces andado, de baldosas grandes y rojas y terriblemente desgastadas como si sobre ellas hubieran caminado millares de personas en oración o penitencia; miró hacia arriba, en donde unos pequeños tragaluces dejaban ver la noche; y luego miró a las puertas separadas y pequeñas, en donde vivía una vecindad sin ruidos. Y hubo un momento que pensó en llamar a una de aquellas y preguntar cualquier cosa. «Sería inútil y aumentaría las sospechas». Y continuó hasta el final del pasillo, se detuvo delante de una puerta vieja y llamó. Y abrió la viejecita de mirar dulce y de pelo plateado.
Y detrás la hija hundida por sus jaquecas y su soltería.
—¿No está Urchu?
—No…
Y más alto para que lo oyeran los que se acercaban, añadió:
—Me dijo que me esperaría para ir al cine.
Vio los ojos desorbitados de la ancianita del mirar dulce; y el abrir la boca de la hija como si quisiera gritar. Y sintió una mano caer bruscamente sobre su hombro.
—Vamos.
—Vamos —dijo volviéndose.
Salieron de la casa y comenzaron a caminar pegados a las casas: a su derecha uno y el otro detrás. Ya en la calle de San Bernardo uno de ellos llamó a un taxi, mientras que el otro le sujetaba de un brazo con apretón de garra. Entró uno, después él, luego el otro. Y le hurgaron en busca de un arma.
—Nada —dijo él.
No contestaron. Se recostó en el respaldo y cerró los ojos: «Esta vez será más difícil. ¿Cuánto faltará?». Se le hacía largo el camino a pesar de que tenía miedo de llegar. Hasta que el coche se detuvo. Y el portal, las escaleras y la antesala de siempre. Pero esta vez no hubo espera: entraron sin preámbulo en el despacho de Martín Báguenas que esperaba. Enrique sabía que estaba pálido y se mordió la lengua hasta hacerse daño, en busca de una reacción que no llegó. Y cuando miró se encontró ante la mesa de Báguenas, ante Martín Báguenas y varios hombres con sombreros echados sobre los ojos. Y se dio cuenta de que todos le miraban.
—¿Otra vez aquí…?
—Otra vez más.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿A qué fuiste a casa de Urchurrutegui?
—Habíamos quedado de vernos para ir al cine.
—¿Qué tiempo hace que no ves a Urchu?
—Desde ayer a las ocho.
—¿No le has visto hoy?
—No.
Báguenas miró a todos y todos le miraron. Uno de ellos apartó a Enrique de la mesa y lo coloco en el centro de la habitación. Y vio formarse en torno suyo un círculo de sombreros y miradas asesinas. Apretó los dientes y esperó: era todo lo que podía hacer. Y la voz de Báguenas: «Cuando nos digas a qué horas y en dónde has visto hoy a Urchurrutegui, estos señores volverán a meterse las manos en los bolsillos». Se puso en tensión. Y miró fijamente al techo porque no quería ver llegar el primer golpe. Que llego unos segundos después: al estómago. Se inclinó violentamente con ganas de vomitar y otro golpe en el mentón lo enderezó. Pero tenía que caerse… ¿Cuándo?… Contó:
Uno…
Dos…
Tres…
Cuatro…
Cinco…
Mientras se cubría la cara con los brazos, pensó: «Esta vez he aguantado más». Y se dejó caer. Y sintió como si una manada de bueyes pasara por encima. Pero se dio cuenta de que eran hombres: «Hijo de tal», «Te vamos a dejar sin…» Y muchas cosas más, porque los policías suelen tener un vocabulario —amplio. Y cuando creyó que iba a sumirse en un sueño doloroso y dulce a la vez, escuchó la voz de Báguenas:
—«¡Basta!».
Abrió los ojos y miró.
Todos sonreían como si allí no hubiera pasado nada; algunos de ellos respiraban violentamente: eran los funcionarios concienzudos.
—«¡Levántate!».
Llegó hasta la mesa y esperó.
—¿Dónde puede estar Urchu?
—No lo sé.
—Pero, ¿estará en algún lado?
—Sí.
—¿En dónde crees tú que sea más probable que esté?
Pensó, bajo la mirada de Báguenas: «Debo darle tiempo a alejar a estos cabrones lo más posible de allí». Y en voz alta, y dirigiéndose a Báguenas:
—Puede estar en el café de Los Mariscos… En la casa de Velasco… En la Casa del Pueblo…
—Bien. Dos de estos señores te van a acompañar a esos sitios y a alguno más que vayas recordando. Si a las doce de la noche no le has encontrado, volverás aquí y comenzaremos la segunda parte. ¿Has entendido?
—Sí.
—Límpiate la cara y la ropa. Y no tiembles…
Salieron a la calle. Se dirigió al café de Los Mariscos. Estaba seguro de que allí no estaría Urchu. Antes de entrar preguntó a uno de ellos:
—¿Puedo tomar café?
—En el mostrador y sin hablar con nadie.
Entraron. Enrique se detuvo un momento y miró a todos los lados. En las mesas de siempre, los de siempre, que le miraron con sorpresa y temor. Se sonrió por dentro: «Estos ya saben que estoy detenido». Se acercó al mostrador y pidió café. Los policías se alejaron hacia los urinarios y la tertulia. Mientras le servían oyó una voz a su lado:
—¿Te han detenido?
Era la voz de Hontoria, miembro del Comité Central y uno de los asistentes a la reunión…
—Sí—Pero los papeles siguen en casa de Urchu —dijo sin volver la cabeza y sin casi mover los labios. Y comenzó a tomar el café. Por el espejo vio a los dos policías detrás de él. De Hontoria sólo veía el sombrero caído sobre los ojos que cubrían unas gafas negras.
«Vamos».
Pagó y salieron. Y comenzó a andar hacia la calle de Apodaca. En ella vivía un tal Velasco, sastre, retirado de toda actividad política por miedo, casado con una hermana de Hernández Zancajo, dirigente del transporte y uno de los hombres de confianza de Largo Caballero. «¿Por qué han de vivir estos tranquilos en su retiro?»
—Aquí es.
Subieron. Abrió Velasco. Miró a los tres y palideció.
—¿Qué desean?
Le empujaron a un lado y entraron. Uno de ellos empezó a recorrer todas las habitaciones. Al poco rato regresó.
«Vamos».
Velase, desde la puerta les vio perderse en el fondo de la escalera.
Enrique sonrió, sin acordarse de que para las doce sólo faltaba una hora. Les llevó hasta la Glorieta de Antón Martín. Y entraron en la calle del Gobernador. En ella vivía un abogado, un tal Merino, ex empleado del Estado, que se dedicaba a vender telas y a no querer saber nada del Partido, del que Báguenas, de hecho, te había separado. «Otro cabrón que se pondrá pálido» —pensó Enrique, y se repitió la escena anterior.
—Vamos.
—A la casa del… —pero no le dejaron terminar.
—A la Dirección.
Muchos ojos fijos y algunos inyectados en sangre.
—¿Nada?
—Nada.
—Comenzar.
Era demasiado rápido el martilleo para poder contar. Después de los primeros golpes todo es lo mismo, porque llega un momento en que el dolor no puede ser más dolor.
«¿Aquí?»
Abrió los ojos y miró. Estaba dentro de un coche. A cada lado uno. Y fuera la noche. Y a lo lejos, el reflejo, en el cielo, del resplandor de las luces de Madrid.
«Un poco más lejos».
«Van a asesinarme».
El coche comenzó de nuevo a marchar. Los árboles le parecieron una interminable fila de sombras asustadas. La noche, una alcahueta.
—¿Aquí?
—Un poco más lejos.
—¿Aquí?
—Un poco más lejos.
No pudo contener un estremecimiento. Al fin y al cabo sus nervios no se habían hecho para esto. Y no le habían dado tiempo a prepararlos para un momento como éste.
—¿Tiemblas?
—Sí.
—¿De miedo?
—De frío.
A lo lejos el silbido de un tren. Delante una ráfaga de luz y unos cuantos metros de carretera.
—Aquí.
—Bájate.
Se apeó y se volvió hacia ellos.
—Corre.
—Prefiero así.
—Reza.
—No sé.
Vio que uno de ellos, que empuñaba una pistola, se acercaba lentamente y que lentamente levantaba la pistola hasta la altura de su pecho.
«¡Viva la revolución!».
Primero unas carcajadas y después un golpe seco en la cabeza que le hizo caer. Y luego muchos golpes. Luego nada. Después silencio y frío. Abrió los ojos y miró. Tardó un poco en darse cuenta de dónde estaba. Luego vio una paralela de árboles y faroles, «Sí, es Alberto Aguilera». Vio el banco de piedra donde de niño se sentaba. Y la exposición de automóviles de Garaje Victoria. Y aquel cartel que no veía, pero que sabía que decía: «Escuela para niños». Luego vio a lo lejos una sombra y una luz que se movía como un péndulo.
Gritó.
«Vaaaaaa».
Y un diálogo breve.
—Tengo sangre en la cara?
—Sí.
—Alúmbrame, por favor.
Con el pañuelo mojado en su propia saliva se estuvo limpiando la cara, pero la sangre seguía saliendo.
—Es en la cabeza.
Se llevó la mano, guiada por la sangre que resbalaba, hasta la herida.
—Ábreme.
Subió lentamente las escaleras.
—¿Eres tú?
—Sí.
Entró detrás de la madre y se dejó caer en una silla.
—¿La policía?
—Sí.
No hablaron más. La madre le estuvo curando. Y cuando terminó le miró fijamente y murmuró: «Es posible que la revolución sea una gran cosa para los que vivan cuando llegue». Él la miró. «Queréis hacer pedazos a un gigante». Una pausa. «Cuando llegue el momento de la revolución, el pueblo se lanzará a la calle, con vosotros o sin vosotros. Lo que es una locura es creer que la revolución podéis hacerla unos cuantos, cuando aún no es el momento de hacerla». Se quedó callada un momento. Volvió a hablar: «Como madre cumplí con mi deber advirtiéndote en dónde te metías… Pero, ¡tonta de mí!, que no me di cuenta de que a ciertas edades los consejos de los padres nacen muertos».
Se acostaron.
Mientras la madre lloraba casi en silencio, Enrique hizo balance. «No hay que olvidar nada de esto ni de lo que ocurra cada día, de hoy en adelante». Y pensando en la revolución se olvidó de lo que había pasado una hora antes. «La revolución es acabar con todo lo de hoy, pero es algo más que muchos no saben: la revolución es también matar».
«Matar».
Oía el llanto de la madre.
«Matar».
Los sollozos se fueron apagando. Los ruidos de la calle también. Pero él seguía moviendo los labios y hablando mentalmente:
«Matar»… «Matar hasta que una fatiga de días y días impida seguir matando. Después, construir el socialismo».
Volvió a recordar.
Y cuando llegó a en que el miedo estuvo a punto de hacerle enloquecer, lanzó un suspiro de alivio: Ellos, a través del miedo, le habían dado el odio que le faltaba para estar lleno de él.
Final del balance:
Estaba contento. Y mentalmente cantó:
«La roja bandera que nos guiará
por la senda del trabajador.
con el Soviet redentor…»
Después nada.
Sólo la noche vivía despierta.