LOS TOPOS MUERDEN
La superficie española parecía un lago.
Desde sus sillones, el rey y el general, entre sonrisas y bostezos, miraban y veían al pueblo español en el ejercicio de su deporte favorito: la abstinencia y la crítica. Los monárquicos, accionistas del reino, se sentían contentos y asombrados de la picardía o picaresca de su rey que, aprovechando el patriotismo y buena fe de un general que se creyó el elegido, había logrado, lo creía aquél y lo creían ellos, hacer de España un barco a la deriva en un mar sin tempestades. Los solamente conservadores vivían su vida preferida: tranquila y holgazana.
Y los socialistas dormían la siesta.
Los topos mientras tanto mordían día y noche, aunque nadie se daba cuenta porque España tiene la costumbre de sufrir sin quejarse: los republicanos desde el Ateneo madrileño, entre chocolate y picatostes en los atardeceres, entre tradición y ciencia, sacaban a la calle cada noche la mercancía de su razón hecha veneno contra la corona y su espadón; los anarquistas de vez en cuando hacían ruido y muertos, estremeciendo con ello la superficie tranquila como un lago de la España superficial; los comunistas, con el objetivo de deshacer a las dos Españas, desacreditaban al rey y a su general, desacreditaban a los socialistas, hacían bromas venenosas y cínicas contra los conspiradores de cuello duro y verbo elegante y elocuente, e insultaban a los anarquistas. En conjunto quizá esto pareciera una labor pequeña, sin trascendencia, pero eran las primeras manifestaciones de una estrategia general, que tenía como objetivo deshacer a la monarquía con la ayuda de todos los demás, e impedir a éstos que pudieran convertirse en los herederos de aquella, cerrando con ello el paso a la verdadera y gran revolución. Porque los comunistas sí sabían exactamente lo que querían, porque en la revolución rusa tenían un ejemplar de muestra, mientras que los otros todo era soñar y soñar; unos con una república a su imagen y semejanza, es decir, pusilánime y mediocre; los otros en una revolución social a la manera de Rafael; los socialistas eran quizá los únicos que no soñaban, que no soñaban en nada, porque en donde hay socialistas no hay revolución que se realice, porque no tienen revolución que hacer, con lo cual queda reflejada la estupidez de las fuerzas conservadoras españolas que jamás supieron comprenderlo.
España no tomaba en serio a los comunistas.
La policía sí.
Y no les tomaba en serio porque los consideraba pocos y a sus dirigentes gentes de poco vuelo. Ignoraba España que la fuerza de los comunistas residía en la influencia que había comenzado a ejercer la revolución rusa, en los tremendos errores de lo que se dio en llamar izquierdas y derechas y en poseer una dirección lejana, experimentada y tenaz: La Internacional Comunista, que aconsejaba y financiaba haciendo con ello una inversión de la que esperaba desquitarse con creces. Los comunistas veían a todos reírse de ellos y ellos también se reían. Su fanatismo era invulnerable a la burla o al desprecio. Avanzando paso a paso, a veces milímetro a milímetro, y se sentían satisfechos. Para ellos lo importante era llegar; lo secundario, cuándo. Y cuando alguno de ellos comenzaba a desmoralizarse por los zarpazos de la impaciencia, no faltaba el camarada que le dijera al oído: «Nuestros camaradas rusos tardaron trece años en llegar». Y aquél, como todos, otra vez, a caballo de la paciencia. El comunismo avanzaba a rastras, cierto, y por eso España no se daba cuenta. Pero también a rastras avanza la lava…
* * *
Enrique se sentía observado: por el Partido y por la policía. Pero no tenía prisa. Lo que tenía que llegar llegaría en su momento; y para ese momento era para cuando él tenía la obligación, la sagrada obligación de estar preparado.
* * *
—Siéntate, camarada.
Enrique comprendió que el momento había llegado. Se sentó. Detrás del otro y frente a él una fotografía de Lenin que parecía mirarlos. Fuera de ellos rumor de voces lejanas y, alguna que otra vez, el ruido de un automóvil que estremecía la quietud de aquella calle silenciosa y oscura, por la que caminaban gentes que parecían sombras. Enrique esperó bajo la mirada fija y cansada del otro. Y cuando se cansó de esperar, preguntó:
—¿De qué se trata, camarada?
El otro hizo como si no lo hubiera oído. Después, como si el tiempo y la angustiosa impaciencia de Enrique no valieran nada, abrió muy despacio uno de los cajones de la mesa y sacó un pequeño paquete de cartas que colocó entre los dos. Y sólo después de un tiempo que a Enrique se le figuró mucho tiempo, comenzó a hablar.
—Escúchame bien, camarada. El Partido va a encomendarte una pequeña, pero delicada tarea. Una tarea que si fracasara pondría en manos de la policía cosas que deberá ignorar siempre. Se trata de sacar estas cartas de aquí y depositarlas en Correos.
Se miraron.
El otro continuó:
—Debes salir de aquí como lo haces siempre. Y no dirigirte directamente a Correos, sino que deberás dar antes unas vueltas hasta cerciorarte de que nadie te sigue. Y sólo cuando estés seguro de ello, absolutamente seguro, te encaminarás a Correos y echarás las cartas en varios buzones…
Enrique meditó unos momentos. Y preguntó:
—¿Y en el caso de que la policía fuera a detenerme?
—¡No puede detenerte!
—Pero, camarada, ¿y si surgiera esa circunstancia, esa desgracia, esa fatalidad?
El otro le miró con desprecio. Hizo después un movimiento como si fuera a guardar otra vez las cartas, pero se arrepintió y comenzó a hablar con lentitud, arrastrando las palabras, conteniendo una irritación que enturbiaba su mirada y hacía repulsivo su gesto.
—Camarada, en primer lugar ya es hora de que termines con esas manifestaciones extrañas al Partido, tales como «circunstancias», «fatalidad», «desgracia», etcétera: en segundo lugar debes saber, camarada, que cuando el Partido, y el Partido en este momento soy yo, te dice que la policía no puede detenerte, es porque no debe detenerte y para ello tú tienes el deber de eliminar de cuajo esas cosas que me has dicho antes: «circunstancia», «desgracia», «fatalidad». Y de pensar en qué es lo que tienes que hacer y cómo hacerlo, para que la tarea que el Partido te ha encomendado se cumpla al «cien por cien». El Partido, cuando encarga una tarea a un militante o a todos los militantes, no admite discusiones: ordena simplemente. Y ese camarada o esos cientos de camaradas tienen que cumplir la orden del Partido. Lo demás, lo que pueda ocurrir a ese camarada o a esos cientos de camaradas, no es lo más importante en este caso. ¿Me entiendes? ¡Las cartas deben llegar a su destino!… Lo demás es cosa tuya, camarada… ¿O es que tienes miedo?
Enrique se levantó.
—No te irrites, camarada. Una cosa es tener miedo y otra cosa ser cobarde.
Y tomó las cartas con un gesto de violencia. Y las introdujo en uno de los bolsillos de su pantalón. Y salió sin decir una palabra. Ya en el pasillo se detuvo un momento. Quería pensar. Fueron sólo unos segundos. Después anduvo unos pasos hasta el vestíbulo; y allí se detuvo delante de un armario, detrás de cuyos cristales había muchos libros con portadas de luchas heroicas y de momentos decisivos. Entre ellos estaba el «Qué hacer» de Lenin. Mirándole se sonrió por dentro. Él se encontraba más o menos como el Partido entonces: teniendo que hacer algo y sin saber exactamente cómo hacerlo. Y continuó mirando mientras volvía a pensar. Hasta que sintió unos pasos que llevaban a alguien hasta él; hasta que notó sobre su nuca el aire de una respiración fatigada; hasta que notó, al mismo tiempo que la náusea, un olor a vino agrio. «El inspector Santamaría está detrás de mí». No hizo un solo movimiento, sólo una contracción interior para dominar un temblor que le salía de muy dentro. El inspector Santamaría era un antiguo tipógrafo metido a policía. Borracho y tenaz. Una modesta copia, pero copia al fin, del inspector de «Crimen y Castigo». Se le temía por su paciencia y por su olfato. Enrique volvió a sentir miedo. «Devuelve el carné y las cartas o decídete». Y se decidió. Se volvió rápido. Y las dos caras frente a frente y muy juntas, y dos miradas fijas y recíprocamente ansiosas de saber. Enrique hizo un movimiento hacia delante. Santamaría se apartó lentamente sin dejar de mirarle. Y al fin comenzó a andar. Y bajó las escaleras escuchando el crujir de aquellas viejas maderas con la misma unción que si se tratara de una melodía. Y ya en el dintel del portal se detuvo, encendió un cigarro y observó a los guardias, que aburridos y cansados casi ni miraban… Y tuvo tiempo de oír otra vez el crujir de los peldaños bajo el peso de otra persona que, como él, los bajaba sin prisa. «Este ha olido algo». Y emprendió el camino hacia la calle de Nicolás María Rivero. Y salió a la de Alcalá. Y se mezcló con la gente. Pero a pesar de todo ello, le parecía ver siempre la figura del inspector Santamaría marchando detrás de él. La idea de ser seguido, sin la seguridad de serlo, le sacaba de quicio. «No pierdas los nervios». Con cierto aire de indiferencia se bajó de la acera y dio un salto sobre el estribo de un tranvía que bajaba rápido. Sintió como un tirón y un gran dolor en los brazos. Pero estaba arriba. Pagó al cobrador y avanzó hasta la plataforma delantera. Miró. Sí, no se equivocaba. Santamaría, sin la precipitación de él, tomaba el tranvía que venía detrás. En marcha se apeó frente a la calle del Marqués de Cubas y entró rápido por ella, torció después a la izquierda por la primera calle que encontró y, casi corriendo, salió al Paseo del Prado y puso en el buzón las cartas. Y siguió andando, respirando profundamente por la nariz para normalizar su respiración y llegó a la esquina del Banco de España y comenzó a subir por la calle de Alcalá, como si quisiera dar tiempo al inspector Santamaría a que le alcanzara. Pero Santamaría no llegó por detrás. Le esperaba tranquilo y sonriente en la esquina de la calle del Marqués de Cubas.
—¿Por qué corrías?
—No corría.
—Entonces, ¿es que ibas de prisa?
—Me extraña, porque hoy es uno de esos días en que no tengo ni rumbo ni prisa.
Se miraron.
Y los dos sonrieron.
—Acompáñame.
—Vamos.
Iniciaron la marcha en silencio. Enrique le seguía y el otro caminaba sin volver la cabeza. Cruzaron la calle de Alcalá y entraron por una calle estrecha y corta, Y luego torcieron a la izquierda: era la calle de la Reina. «Me lleva a la Dirección General de Seguridad». Y sintió que otra vez tenía miedo. Llegaron a un portal ancho en el que había algunos guardias sentados en un banco largo y viejo. Y subieron varios pisos por una escalera ancha por la que subían y bajaban gentes bien vestidas, con ojos de sueño y un mirar turbio. Y entraron en una sala grande y rectangular en la que había una mesita, una máquina de escribir sobre ella y delante un hombre.
—Espera.
Le vio perderse por una puerta que había a la derecha, según se entraba. Enrique comenzó a pensar: «Habla lo menos posible. Si hablas mucho te acorralarán. Y si te pegan no grites ni pierdas la cabeza, porque te pegarán más».
Llegado a estas conclusiones, que eran toda su estrategia en lo que sabía era su primera batalla con la policía se dedicó a mirar al hombre que escribía, que fumaba y tosía. Hasta que se abrió la puerta, y apareció la cara amoratada y vieja del inspector Santamaría.
—Pasa.
Y pasó.
Una sala, dos balcones, un diván, una mesa, un hombre y… Y no pudo seguir mirando más: una voz fría y brutal lo arrastró ante la mesa y redujo su campo visual al hombre que tenía delante. Era alto y fuerte. Todavía joven. Con un gesto cínico y unas manos muy grandes. Y una mirada que parecía calar hasta lo más hondo.
—¿Tú eres Castro?
—Sí.
—¿Sabes quién soy yo?
—No —respondió a pesar de que lo sabía.
—Soy Martín Báguenas… Martín Báguenas, hijo de perra. Martín Báguenas, al que vas a decir por qué corrías.
Enrique sonrió por dentro. No sabía nada de las cartas. Se sintió más tranquilo mientras esperaba a que el otro le preguntara.
—¿Me quieres decir por qué has tomado un tranvía en la esquina de Nicolás María Rivero, para apearte frente a la calle del Marqués de Cubas? Un tranvía se toma para ir lejos, ¿verdad?… ¿Verdad, inspector Santamaría, que usted no tomaría un tranvía para ir de una parada a otra?
—No —respondió el viejo.
—¿Por qué, entonces, lo tomaste tú?
—Noté que me seguían y tuve miedo.
—¿Y por eso corriste?
—Sí.
Martín Báguenas se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Luego se volvió a colocarse frente a Enrique y le miró fijamente. Enrique también le miró.
—¿Tomarías tú un tranvía para ir de aquí allá? —preguntó seña-laudo los dos extremos de la habitación.
—No.
—¿Por qué?
—Porque aquí no hay tranvías.
La mano de Martín Báguenas se alzó por encima de su cabeza. Y descendió estrellándose contra la cara del muchacho. Se tambaleó, hizo un esfuerzo y volvió a recobrar la vertical. Y otra vez el subir y bajar de la mano. Se incorporó trabajosamente. «Otro hermano Pedro» —pensó. Su mirada se encontró con los ojos inyectados en sangre de Báguenas. Y sintió que Santamaría lo miraba.
—¿Quieres decirme por qué corrías?
—Noté que me seguían y tuve miedo.
Báguenas retrocedió unos pasos. Luego alzó una pierna. Enrique la vio venir pero no hizo nada para evitarla Sabía que era inútil. Luego sintió un dolor espantoso en las ingles y unas ganas horribles de orinar. Después sintió que se estrellaba contra la pared. Abrió los ojos. Miró a Báguenas una vez más. Y esperó.
—Levántate.
Hizo un esfuerzo y no pudo. Y cerró los ojos para que no vieran unas lágrimas que querían salir de sus ojos.
—Levántate.
Hizo otro esfuerzo. Y se fue levantando paco a poco. No pudo enderezarse del todo. Báguenas rompió a reír viéndole encogido y mustio. Santamaría lo hizo con risa de subalterno. Enrique alzó la vista y los miró: «Pero he ganado», se dijo como si con ello todo lo demás desapareciera. Pero el dolor seguía y seguía.
—Acércate.
Se fue acercando hasta la mesa. Hubo un instante en que pensó que iba a desplomarse; el dolor quemaba. Sentía al mismo tiempo unas ganas enormes de llevarse la mano a los testículos y apretárselos para ver si así estrangulaba un dolor que casi le cortaba la respiración.
—¿Conoces ya a Báguenas?
—Sí.
—Pues vete… Y no olvides que la próxima vez te tendrán que llevar a cuestas.
Salió y, caminando y pensando sólo en su dolor, llegó a su casa. Y cuando oyó a su madre lo de siempre: «En el hornillo tienes la cena», cuando sintió después que se acostaba, se atrevió a acercarse a donde la luz era más luz, y desabrocharse los pantalones y mirar: uno de los testículos estaba horrorosamente inflamado y casi negro. Fue al excusado y orinó: orinó sangre. Venciendo la náusea, cenó sólo para que su madre no le preguntara nada a la mañana siguiente. Luego se acostó. Durante mucho tiempo tuvo ante sus ojos la visión de la calle de la Reina, en la que destacaba por encima de todo lo demás la cara de Martín Báguenas. No quería olvidarse de ella por nada del mundo. Notando que el sueño le iba a vencer, murmuró: «Es una lástima que el Partido prohíba los atentados individuales». Luego se acordó de las cartas. Después se cogió los testículos con ambas manos y cerró los ojos.
* * *
Al día siguiente y durante todo el día, sólo pensó en la hora de salir del trabajo para acudir a la casa del Partido. Cuando dieron las cinco, todavía cojeando y con dolor, se dirigió a la calle de Los Madrazo. Todo como siempre, como si no hubiera ocurrido nada la noche anterior: la calle oscura y silenciosa, guardias en la puerta y arriba, en el vestíbulo, recostado en el armario de los libros el inspector Santamaría que le miró como siempre. Pasó por delante de él, procurando no cojear, y se metió en la secretaría del fondo. Y allí estuvo mirando y escuchando lo que otros decían, aunque sin prestar mucha atención. Hasta que llegó el que le dio las cartas.
Le miró y le hizo una seña.
Enrique le siguió.
Ya en su secretaría el otro preguntó con la mirada.
—Me detuvieron.
—¿Antes o después?
—Después.
—¿Conociste a Báguenas?
—¡Aquí! —dijo señalándose las ingles.
El otro sonrió. Sacó una cigarrera y le dio un cigarro. Encendieron a un tiempo y durante unos segundos fumaron sin hablar.
—No les des mucha importancia… Al fin y al cabo no es más que el comienzo.
Abandonó el despacho, despacio y cojeando. En el vestíbulo, todavía Santamaría. Se miraron.
—¿Correrás hoy?
—Hoy no es necesario —respondió dando a su respuesta la mayor ironía posible.
Santamaría estranguló la sonrisa. Enrique hizo que sonreía.
—Desde ayer hasta el fin puede ser cuestión de días. O de semanas cuando más.
—No entiendo mucho de eso, inspector, pero creo que la cuestión abarca una vida.
Y después de una pausa le preguntó:
—¿Puedo irme o me lleva hoy también?
—Puedes irte.
A pesar de todo no se sentía satisfecho. Los demás, incluyendo a Báguenas, no sabían nada; pero él sabía muy bien que había tenido miedo, un miedo inmenso. Cuando llegó a su casa y se quedó solo, orinó: otra vez sangre, aunque mucha menos. Y no pudo por menos que pensar en Báguenas. Después no quiso seguir pensando.
Y aquel día terminó así:
¿Cuánto tardará todavía en llegar la revolución?.
Silencio.
Silencio dentro y fuera de él.
Porque hay preguntas que nacen sin respuesta.