Capítulo IV

LA AURORA ES ROJA

Nadie le había hablado nunca de los días perdidos. De esos días en los que no hay balance. Comenzó a conocerlos a través de un vagabundear interminable, por un Madrid en permanente bostezo. Les tomó miedo y odio. Y ellos, como en reciprocidad, y sin que él se diera cuenta, le fueron empujando poco a poco a huir de esa gran soledad llena de ruidos y de gentes a las que ni se habla ni hablan. En esa huida triste, porque en realidad era una huida, en la que no se vuelve la cabeza porque se está seguro de que detrás de uno no hay nada ni nadie, le llevó a hundirse, aunque a ratos solamente, en un pequeño submundo al que no le podría unir nunca nada.

Comenzó a ir, ya al anochecer, al Café España.

Estaba situado en la esquina de la Ronda del Conde-Duque y de la calle de la Princesa, casi enfrente a la iglesia del Buen Suceso. Era un café triste, celestinesco, de parejas ilícitas que se huían unas a otras para esconderse en los rincones en busca de intimidad y de caricias incompletas. Viejos ellos, con anillos de piedras escandalosamente grandes y gruesas cadenas de oro que sujetaban un reloj hundido en un bolsillo del chaleco, y a las que un vientre demasiado abultado servía de escaparate; y con la manifestación en sus rostros de ansias infinitas de una nueva vida ya imposible. Ellas podrían decirse que no eran jóvenes ni viejas, ni feas ni guapas. Gentes todas de un hablar de susurro, de miradas lánguidas, de roces cobardes, de caricias a medias, de espasmos comprimidos o disimulados o de la ilusión de ellos. Era un pequeño mercado de hombres casi venerables y de mujeres enlutadas y huidizas. Llegaban ellos primero y se entretenían mirando casi sin mirar la triste decoración que les rodeaba. Ellas después, entre el día y la noche, con olor a iglesia y un velo sobre la cara que daba al pecado aire de santidad.

Los camareros lo sabían todo. Y cobraban todo: su silencio, su alejamiento de las parejas, su indiferencia ante la caricia precipitada y torpe por debajo de la mesa y todo cuanto significaba la última ilusión de los años viejos. Enrique conoció aquello de paso. Era joven y pobre para tener las posibilidades que daba el derecho de sentarse en aquellos divanes de terciopelo, ante unas mesas rectangulares, de mármoles amarillentos por el tiempo y frente a unos espejos que atenuaban las imágenes en una penumbra calculada. Él iba a lo que se llamaba «La tertulia del café España», a la que se entraba por un portal estrecho y oscuro que daba a la calle de la Princesa. La tertulia no era otra cosa, como local, que una sala grande con dos mesas de billar y varios cuartos pequeños con mesas cuadradas y tapetes verdes en las que se jugaba lo autorizado y lo prohibido. Y Basilio, el camarero que era algo que formaba parte de todo esto, Basilio era gallego, cazurro, bueno, bajo, fuerte, bruto y limpio. Cuando jugaba —él también jugaba, y mucho —, y perdía, no hablaba; era solamente una bestia con chaquetilla blanca que fumaba y gruñía; cuando ganaba reía, hablaba alto, cantaba, en voz baja y en gallego, viejas canciones de su tierra. Pero ganara o perdiera era generoso. Basilio sabía que el padre de Enrique era gallego y consideraba gallego al muchacho. Y lo trataba con afecto y le invitaba a que jugara el billar o tomara café, a sabiendas que el muchacho no tenía dinero. Y cuantas veces se acercó lentamente al muchacho que miraba la calle oscura para ofrecerle un cigarro o decirle en voz baja para que nadie le oyera: «¿Qué te pasa… Es que necesitas algo?…» Y después de una pausa y de una chupada al cigarro decía como si hablara consigo mismo: «Es triste para un gallego ver a otro gallego triste». Enrique nunca pedía. Daba las gracias a Basilio y seguía mirando silenciosamente la calle. Enrique sólo iba allí a mirar y dejar que el tiempo corriera sin fatiga para él. A mirar cómo jugaban chóferes, vaqueros, comerciantes enriquecidos, hombres de negocios retirados y modestos jugadores de ventaja que allí se ganaban el modesto jornal de todos los días. Y desde allí, desde los balcones de la tertulia, a mirar la iglesia del Buen Suceso cuya puerta era un gran arco por debajo del cual desfilaban, casi ininterrumpidamente, una procesión de sombras bajo el sonar triste y casi constante de viejas campanas.

Era la parte de un pequeño mundo cuyas paredes casi se tocaban con las manos.

La iglesia del Buen Sueno ejercía sobre Enrique una atracción extraña. Muchas veces, cuando se hacía noche, abandonaba la tertulia del España y paseaba, por delante de la iglesia. Y había veces que al pasar por la puerta titubeaba en su caminar, pero seguía caminando después de un movimiento que daba la impresión de que hubiera tirado desesperadamente de su cuerpo. Enrique alimentaba un hondo rencor contra Dios, pero no se lo decía a nadie. No olvidaba, a pesar del tiempo transcurrido, el que Dios no se hubiera interpuesto entre el hermano Pedro y él en aquella mañana en que le hirieron para siempre; ni le perdonaba tampoco que no ayudara a su padre; ni que no hiciera nada para ayudar a aquel mundo que había conocido y envejecido su juventud. «O no sabe lo que pasa, se decía, o no le importa lo que pasa, o no quiere o no puede hacer nada para evitarlo». Esto le hundía más y más en el abismo de su gran duda, porque le llevaba a pensar que Dios no era tan todopoderoso como decían. Muchas veces deseaba entrar en la iglesia, situarse en un rincón en donde no le viera nadie y hablar. Pero sólo con Dios. Hasta pensaba en estos momentos lo que iba a decirle. A veces lo decía en voz alta como si fuera algo tan importante que necesitara oírlo primero él. «Yo no te pido perdón: pequé y me condenaste. Estamos en paz. Pero lo que haces con mi padre y mi madre no está bien por muy Dios que seas. Me dicen que es que te gusta probar a la gente que más quieres… Está bien… Pero creo, Dios, que ya es hora de que quieras y pruebes a otros». Otras veces sus palabras no podían ocultar la crítica: «Tú no eres infinitamente bueno… Tú no eres infinitamente justo… No proteges a todos… Solamente a unos cuantos… Esto quiere decir, a mi modesto entender. Dios, que sólo eres el Dios de unos cuantos». Lo que más le irritaba era el tener que escucharse a sí mismo. «¿Existirá realmente?» se preguntaba. «Sí, tiene que existir… pero ¿por qué no contesta para que yo tenga la seguridad de que Dios es una verdad y no una ilusión sostenida por la fe o por la necesidad de creer en algo que esté más alto que nuestro propio cielo?». Le irritaba dudar, pero le costaba trabajo creer.

Y cuando desesperado por sus dudas y por la imposibilidad de creer se detenía ante la iglesia, miraba retadoramente la torre en punta de aquel templo blanco.

* * *

«¿Estaré en guerra con Dios?»

* * *

Y un anochecer más.

Ante los ojos de Enrique la iglesia y la noche. Dentro de él la angustia de sus dudas y de su vida. De pronto vio como una procesión de sombras salir de la iglesia casi precipitadamente. Después escuchó el sonar triste de una campanita. Luego vio un sacerdote. Detrás de él gentes hundidas y con cirios encendidos en la mano derecha cuyas llamas hacía oscilar el viento. Los vio marchar calle arriba entre mujeres que se arrodillaban y hombres que se descubrían.

«La muerte».

Se acordó de la muerte tantas veces vista en libros y estampas: un esqueleto, un sudario y una guadaña. Odiaba esta visión de la muerte desde el fondo de su alma. Para él la muerte no era así. Era algo más serio. Él veía la muerte mientras pensaba en su vida como el fin de un martirio vivido minuto a minuto Y la veía a través de un diálogo normal, antesala de un viaje deseado:

La muerte. —Ya es hora, Enrique, de que cierres los ojos y duermas. ¿O te queda algo por vivir?

Enrique. —No…

La muerte. —Entonces ¿a qué esperas?… Hasta el corazón quiere descansar.

Enrique. —Sí…

La muerte. —¿Deseas todavía algo que aún pueda darte la vida?

Enrique. —Abre bien el tragaluz… Quiero morir viendo las estrellas… Pero haz lo posible porque no aúllen los perros. No quisiera morir llorando…

Y morirse sin sombras negras alrededor, sin cirios esperando su faena en un rincón cualquiera de la sala, sin voces en latín, sin aullidos ni llantos… Sin nada.

Sólo él, la muerte y las estrellas en una noche muy noche.

Dejó de pensar, y todavía tuvo tiempo de escuchar a lo lejos y casi perdido el tañer triste de aquella campanita que hacía sonar un probable enfermo moribundo. «¿Los mata Dios o se mueren para liberarse de él?». Y después de pensar esto abandonó la tertulia del café España para dirigirse lentamente a su casa. En la garita del Cuartel de Ingenieros el centinela bostezaba recostado sobre un hombro. Un poco más lejos, mujeres, hombres y perros, esperaban acurrucados a que repartieran las sobras del rancho. Y parejas de novios hundidos en las desigualdades de las casas soñando o hablando de amor.

«Otro día más».

En la portería de su casa la señora Rosa, a la luz de un candil y casi a horcajadas sobre el viejo brasero moribundo, leía en espera de que dieran las diez para cerrar y acostarse. Cruzó rápido y sin saludar. Ella miró por encima de sus gafas y tampoco dijo nada. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar… Otro día… Detrás de este día y de esta noche, muchos días y muchas noches iguales. Sin ver el fin. Sin ver nacer la esperanza, ni la humana, ni la divina.

* * *

Hay días en que el sol es más sol que otros días.

El padre de Enrique comenzó a trabajar de lo suyo en el Colegio de los Jesuitas de la calle de Alberto Aguilera. El sueldo no era mucho, porque es de viejo en los jesuitas el no ser pródigos en cosas materiales, pero era algo mucho más que nada. Eduardo y Enrique pronto comenzarían a trabajar con su tío Agustín en el teatro Alcázar, entre las calles de Sevilla y Nicolás María Rivero. Un jornal, el de su padre, ya era una realidad; dos, los de Eduardo y Enrique, una esperanza. Pero para que la felicidad no fuera mucha se perdió un jornal: el del hijo mayor, Manolo, que por aquellos días ingresó en la Escuela de Mecánicos de Aviación, en el Aeródromo de Cuatro Vientos, en los alrededores de Madrid.

Hubo cambios importantes en la vida de los Castro.

La madre dejó de fregar los pisos del Banco Central. El menú cambió en cantidad y en calorías. Y todos empezaron a reírse con más frecuencia. La vida pareció haber rejuvenecido. Ellos también.

«No deber, es vivir», repetía la madre cada vez que el marido o los hijos la entregaban lo ganado. Pronto se dejó de deber al dueño de la casa y al bueno del señor Vicente. Ya no se empeñaron las planchas ni las sábanas. Ni se volvió al lavadero del señor Eustaquio. Y el padre cada noche, pero ahora con más fervor que nunca, daba «Gracias a Dios par tanto favor como nos hace». Enrique le escuchaba en silencio y pensaba…

* * *

Fue un lunes cuando comenzaron a trabajar con mi tío Agustín. Aquel día la madre los despertó a las seis y media de la mañana… Luego dio a cada uno de ellos un paquete de comida envuelto en papel periódico, y sesenta céntimos para que pudieran ir y regresar en tranvía.

«Que tengáis suerte».

Al salir, los dos decidieron comprar cigarros y hacer el recorrido andando.

Cruzaron la mitad de la mitad de Madrid. De ese Madrid en el que vivían duques y hampones, hartos y hambrientos, prostitutas y vírgenes, pecadores, y casi santos y santas que vivían encerrados entre viejos muros que parecían las fortalezas de la santidad. Ya en la desembocadura de la calle de Peligros con la de Alcalá se alzó ante ellos, todavía con sueño y frío, una mole inmensa a través de un andamiaje con tejido de rejas.

—Ahí es —dijo Eduardo.

Y cruzaron la calle de Alcalá.

—Las ocho menos cuarto —murmuró Enrique.

—Sí.

En la puerta había muchos hombres esperando. Algunos leían el periódico, pero la mayoría permanecían quietos, mirando sin mirar nada o dando pequeños paseos de un lado para otro para quitarse de encima el frío. Fue Eduardo el que se adelantó y preguntó a uno de ellos.

—¿Los electricistas?

Aquél miró a mi lado y luego indicando con mi movimiento de cabeza que le evitaba sacar la mano del bolsillo dijo:

—Aquél.

«Aquél» era un hombre pequeño y torcido, hundida la cabeza en una bufanda que rodeaba su cuello y le tapaba orejas y nariz, y con una gorra ladeada y metida hasta los ojos.

—¿Es usted el electricista?

Los miró de arriba abajo con una mirada cínica y desconfiada.

—¿Y vosotros los sobrinos del maestro?

—Sí.

—¿Y qué sabéis de esto?

—Nada.

Los volvió a mirar y les estuvo mirando en silencio hasta que sonó la campana.

¡Las ocho!

Y todos ellos, y entre ellos «ellos», se hundieron silenciosos y encogidos en «aquello».

La vida de Enrique estrenaba capítulo.

* * *

Tropezando y blasfemando, los tres fueron hundiéndose en el vientre de aquel monstruo de cemento y frío hasta llegar al sótano en donde tenía un cuarto para guardar herramientas y material y para cambiarse de ropa. Rafael abrió, encendió la luz y entraron.

Rafael se frotó las manos y los miró.

Ellos esperaban.

—Salir y buscar algo de madera, para hacer lumbre.

Y salieron otra vez a la oscuridad, encendiendo cerillas para ver algo, sintiendo el frío más frío que nunca y sin hablar. Regresaron al poco tiempo cada uno con un pequeño montón de madera que tiraron al suelo sin pronunciar palabra. Rafael los volvió a mirar.

—Hacer lumbre…

Amontonaron la madera y la prendieron. Primero hubo humo y toses… Después llamas y calor, y algo así como un volver a la vida lento y acariciador.

—¿Así que sois sobrinos del maestro?

—Sí.

—Pues yo soy andaluz, electricista, anarquista, bebedor y mujeriego…

—¿Y qué? —dijo Enrique.

—¿Te parece poco?

—No… Pero de cuanto nos ha dicho, más de la mitad nos importa una mierda. Hemos venido a trabajar para comer. Es todo.

Rafael se los quedó mirando. Después sacó una cajetilla de cigarros y les dio a los muchachos. Se sentó en torno a la lumbre y con un ligero movimiento de cabeza les indicó que se sentaran. Y los tres fumaron, mirándose desconfiados y desafiantes. Fue el otro el que habló primero.

—¿Vosotros no sabéis lo que es la lucha de clases?

—No.

—Pues… la lucha de clases… la lucha de clases es que aquí no hay ni tío ni sobrinos… Que aquí no hay más que explotados y explotadores… Y que unos vamos contra los otros. Y así hasta que estalle la revolución social y todos seamos iguales.

Los muchachos continuaron mirándole en silencio. No comprendían nada. Pero su curiosidad se había despertado a través de aquellas palabras que comenzaban a ablandar la eterna desesperanza de los dos, haciéndoles percibir una esperanza de esperanza.

—¿Y qué es la revolución?

Rafael pensó.

—No creáis que es fácil de explicar, pero para que os lo figuréis os diré que… que es acabar con todos los que están arriba; y colocarnos nosotros donde ellos estaban pero sin que haya nadie por debajo… ¿Entendéis?… La revolución social es una cosa muy seria.

Y se calló.

Mientras tanto el tiempo seguía caminando con un poco menos frío que antes. De lejos, de muy lejos, llegaba hasta ellos el ruido apagado de un golpear sin fin.

Le miraron.

—No tengáis prisa. El no hacer nada es parte integrante de la lucha de clases, algo de la revolución social… Y además, el «viejo» no llega hasta las once.

Cerca de las diez, cuando la hoguera se había hecho cenizas, Rafael les dio unas herramientas y salió de la pieza con ellos detrás. Llegaron hasta lo que iba a ser la sala del teatro. El frío y el color del cemento les hizo silenciosos a los tres. Rafael comenzó a marcar en las paredes con una tiza de yeso unas paralelas estrechas, horizontales y verticales…

—Y ahora hay que abrir una canal de tres centímetros de profundidad. Y se les quedó mirando.

—Es el comienzo…

Ellos comenzaron…

El trabajo no era difícil pero sí penoso. El desentrenamiento cobraba su tributo. Alguna que otra vez el martillo no daba en el cortafríos, sino en la mano que empuñaba aquél y las pequeñas piedras que saltaban, ardiendo, se clavaban en la carne. Pero nadie protestaba; así sería siempre hasta que —según decía Rafael —, llegara la revolución social…

Una hora.

Por la otra parte del pasillo, «la otra clase», el maestro enfundado en un abrigo gris, sombrero y puro.

—Buenos días.

Las mismas palabras como respuesta. Los miró, pero no le miraron. Los dos martillos seguían golpeando en la cabeza de los dos cortafríos. El maestro y Rafael se retiraron a un lado y comenzaron a hablar…

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Se fue alejando mientras miraba a un lado y otro, aunque nunca para el que estaban los sobrinos. Ellos siguieron su tarea bajo las miradas de Rafael hasta que sonó la campana anunciando la hora de la comida. Comieron en el cuarto del sótano entre humedad y silencio. Cuando volvió a sonar la campana, de nuevo a martillear, esta vez cuatro horas seguidas. Hasta que volvió a sonar la campana y el ruido se hizo silencio. En la puerta de la calle los tres se miraron.

—Abur, compañeros —dijo Rafael con cierta sorna.

—Abur.

Regresaron por el mismo camino. Eduardo se detuvo con su novia. Enrique se hundió en el calor de su casa.

—¿Bien? —le preguntó la madre.

—Bien, mamá.

Cuando después de cenar se acostaron, Enrique estuvo pensando mucho tiempo en el frío y en la revolución social.

* * *

Enrique pensaba poco en Dios.

La «revolución social» había sustituido a Dios en el mundo de sus preocupaciones diarias.

* * *

Enrique tiene un carné rojo.

«U.G.T.».

«U.G.T.».

Lo obtuvo un día que Rafael los llevó a la Casa del Pueblo, allá en la empinada calle de Piamonte, un edificio bajo y largo, tan largo que llegaba a la calle de Augusto Figueroa, por cuya calle se entraba al Teatro de la Casa del Pueblo en el que se celebraban las grandes asambleas de los sindicatos importantes y no pocos actos políticos del Partido Socialista Obrero Español. Cuando iban hacia la Casa del Pueblo, Rafael les habló de la «incubadora de la Revolución», del sindicato, de las huelgas, de la insurrección, de bombas y escombros. Ellos escuchaban en silencio. Era una digestión difícil para ellos todo aquello. Pero le oían con gusto porque era El algo distinto, algo que les hablaba de la fuerza y de las posibilidades de los de abajo. Y escuchándole comenzaron a sentirse un poco menos desamparados que antes. La Casa del Pueblo les hizo impresión. Era una colmena en plena vida: entraban y salían obreros de caras serias y ojos cansados. Y dentro había grupos por todas partes, en la escalera y en los descansillos, en los pasillos y en las antesalas de las secretarías.

Fuera de las secretarías se hablaba en voz alta. Dentro de ellas, hombres al parecer más importantes que los de afuera, hablaban en voz baja, movían lentamente, hurgaban con cierta mística entre los papeles de viejos armarios y siempre que se dirigían a otro le llamaban «compañero».

Enrique miró con curiosidad un retrato de un hombre viejo y con barba de gesto cansado y mirada dulce.

—Es Pablo Iglesias. «El Apóstol».

Rafael habló con un tal Mariscal, que era el secretario general del Sindicato de Electricistas. Éste tomó nota, pasó los datos a dos carnés y se los entregó a los muchachos. A cambio de ellos los muchachos dieron un poco de dinero y se los guardaron con cierta solemnidad. Después miraron a Rafael, luego a los que andaban por allí. «Compañeros, todos compañeros», pensó Enrique. Se sintió contento. Por primera vez en mucho tiempo se sentía contento. Al día siguiente llegaron a la obra nuevos electricistas. Y a la hora de la comida se celebró una pequeña reunión y se nombró el delegado del Sindicato. Enrique no habló. Escuchó a todos y a la hora de votar levantó la mano.

«Compañeros, todos compañeros».

En sus andanzas por aquel pequeño mundo Enrique conoció a un hombre que iba a definir su vida. Era un montador de la casa Ara Hnos., encargada de instalar la calefacción en el teatro. Se llamaba Alberto Hernández. Era un gran obrero. Esto y el hecho de verle cada mañana leer «L'Humanité», el periódico de los comunistas franceses, atrajeron a Enrique hacia el otro. De aquél escuchó un lenguaje nuevo. Como Rafael, hablaba de la revolución, pero lo hacía fría, lentamente, como quien está explicando algo muy importante. Él no hablaba de bombas y escombros. Hablaba de la revolución rusa; de los soviets, de obreros, campesinos y soldados; de Lenin, el jefe y el genio de aquella revolución; de las fábricas en manos de los obreros y de las tierras en manos de los campesinos. Hablaba de la revolución rusa y de la revolución mundial. «No hay que esperar a que la revolución llegue a nosotros. La revolución no llega como la lluvia o el viento, la revolución hay que hacerla. Y para hacerla hay que prepararla años y años. Son los años difíciles, los años que parecen siglos. Esta preparación es un arte. El arte más complicado y más humano de la tierra».

Enrique escuchaba en silencio.

Escuchó en silencio muchas veces.

Salieron sin prisa y se dirigieron a la calle de Los Madrazo. A una casa de dos pisos con un portal ancho y en cuyo dintel había guardias y policías. Subieron por una escalera de madera que crujía.

—Aquí es —dijo Alberto.

Estaban ante una puerta ancha, abierta de par en par. Entraron. Un pasillo casi sin luz. A la derecha un salón solitario y a la izquierda pequeñas puertas, entreabiertas algunas, que les permitió ver siempre la fotografía de Lenin y hombres que, sentados ante una mesa, discutían sin alzar mucho la voz. Llegaron basta una secretaría a la que entraron sin detenerse.

—Salud —dijo Alberto.

—Salud.

—Aquí te traigo al camarada Castro. Y aquí tienes al camarada García Atadell, secretario de las Juventudes Comunistas de Madrid.

Se estrecharon las manos.

El otro les invitó a sentarse. Habló mucho, mucho rato de Rusia, de Lenin, de la revolución, del comunismo y de la misión histórica y heroica de los comunistas de todo el mundo. Luego de España, de la dictadura que encadenaba al pueblo español, de la próxima marea revolucionaria…

—Yo quiero sus comunista, camarada.

—Lo esperaba.

—Cuando salió de allí era dueño de un segundo carnet rojo, más pequeño y modesto que el otro, pero más importante. «La revolución la harán los comunistas o no se hará nunca» le habían dicho. «Nosotros haremos la revolución», pensó mientras caminaba ya solo por el barrio de Argüelles hundido en la noche. Cuando se acostó no pensó en el frío ni en la «revolución social» de que hablaba Rafael.

Pensó en Lenin.

Y cuando como todas las noches escuchó a su padre el «Gracias a Dios por tanto favor como nos hace» sonrió. Y mental y dramáticamente colocó, frente al Dios de su padre a su dios: a Lenin. Fue la primera noche, durante muchas noches, en que la duda no durmió con él.

—¡Sí!

Dios existía.

¡Lenin!… ¡Lenin!… ¡Lenin!…

* * *

En el estercolero social de la Villa y Corte de Madrid, como un reto a las estrenas, Enrique mostraba una pequeña estrella roja, de cinco puntas, con una hoz y un martillo en el centro. Y en lo más profundo de él la visión ardiente de ciudades entre nieves y la figura de Lenin mostrando desde un balcón de una casa de la ciudad de San Petersburgo el camino…

«Un fantasma recorre el mundo…» había dicho Marx.

Sí, eso era ayer.

Hundido en las sábanas viejas, cosidas y limpias de aquella cama que conocía su angustia de años, Enrique sonreía mientras soñaba.

¡Lenin!

¡Lenin!

¡Lenin!

Tenía fe y Dios. Dos cosas sin las cuales no puede vivir el hombre. Ya no era un hombre perdido entre dudas. Pero ignoraba que desde aquel momento había comenzado a ser una cosa extraña y siniestra.