LA MUERTE DE LOS AÑOS VERDES
Enrique jamás imaginó que su vida tendría que ser como había comenzado a ser. Porque era ahora cuando de verdad comenzaba, en el preciso momento en que un pequeño pecado y un gran castigo había puesto fin de una manera prematura y brutal a su vida de niño, creando en él un nuevo estado de conciencia. Y llegó a la conclusión de que no le quedaba otro remedio que empezar a ser hombre cuando aún le gustaba jugar a los soldados y pegarse con los otros chicos del barrio, Y, con la figura del hermano Pedro grabada en el cerebro, decidió que su aprendizaje de hombre tenía que comenzar así: llevar pantalones largos, trabajar y fumar. Lo demás vendría después.
* * *
«Debemos ponerle a trabajar» escuchó decir a su madre un día. Y responder al padre con un acento de extraña amargura: «Piénsalo bien, María, aún es un niño»… Y fueron pasando los días en espera de lo que tenía que llegar. Estos días, «mis primeros días de obrero parado», como los llamara años después, le sirvieron para pensar y soñar en muchas cosas, casi siempre bajo la sombra de la acacia amiga, que fuera testigo de las ilusiones y desengaños de muchas generaciones. Acostumbraba a soñar Enrique con una inmensa fábrica, con fraguas cuyas llamas casi llegaban al cielo, con máquinas gigantescas y hombres tan grandes como ellas, vestidos de azul y con las manos negras, con un ruido como de montañas que chocaran entre sí y que hiciera estremecer su alma. Soñar que estaba en una fábrica así era para este muchacho ansioso de llegar a hombre como estar en el cielo. Pero no en el cielo de que hablara el hermano Pedro, sino en un cielo extraño y distinto, lleno de ritmo y fiebre, de voces y gritos, con interminables columnas de humo que ocultaban el sol y con una música bronca, como el ruido de una tempestad que abarcara continentes.
En este mundo en el que vivía por unos instantes se sentía a gusto porque no existía ninguna de aquellas sombras de túnicas negras, baberos blancos y almas retorcidas.
«En la vida de cada hombre debería ser obligatorio el soñar de vez en cuando», pensaba Enrique una y otra vez.
Pero…
Su madre tenía una tía carnal, la tía Dorotea. Era pequeñita y dulce, y viuda de un sargento de la Guardia Civil. Una viejecita que cuando hablaba de su vida, acostumbraba hacerlo con un tono triste y como de lejanía. Su vida en aquel entonces se limitaba a rezar, hablar bien de su hijo y mal de su nuera, a cobrar la pensión que le había dejado «el difunto» y a dormirse en muchos momentos del día en un viejo sillón de terciopelo oscuro y sin pelo. Dormía con un sueño tranquilo que daba la impresión de que se hubiera ido muy lejos y que en el viejo sillón quedara una ilusión óptica. El único hijo de la tía Dorotea se llamaba Marcos, era sastre y tenía un pequeño taller en la Travesía de San Mateo. Estaba casado con una antigua criada, Micaela, alta, tetona y guapa, que aumentaba a un ritmo por encima de lo normal la tuberculosis crónica de su marido. Los padres de Enrique debieron pensar, a pesar de la tradición familiar, que un taller o una fábrica metalúrgica pudieran representar para el muchacho el mismo infierno del que hablaba el hermano Pedro. Y el niño, empujado a ser hombre demasiado pronto, fue a parar con sus huesos al pequeño taller de sastrería de su primo, en el que unas cuantas muchachas limpias y sucias cantaban viejas canciones de amor y desengaños, se contaban sus aventuras amorosas y en el que las únicas máquinas eran dos pequeñas «Singer» y por herramientas, agujas y tijeras.
El taller era una habitación cuadrada con una mesa rectangular en el frente, en la que el maestro cortaba y planchaba; luego, a un lado, había un estante grande y enfrente de éste un armario con muchos ganchos de los que se colgaban las prendas ya terminadas, que al moverse parecían muertos todavía no bien muertos.
Delante de la mesa del maestro había otra pequeña y redonda donde habían hilos, agujas, botones y tijeras y alrededor de ella cinco sillas para las gentes que constituían el personal del taller.
Eran cuatro mujeres y Enrique.
Catalina, la primera oficiala, era bajita y regordeta. Odiaba el oficio y se volvía loca por los hombres. Era muy dada a hablar y a contar sus aventuras de cada atardecer. No duró mucho en el taller: un día tuvo un descuido y se marchó «para que no le echaran en cara su deshonra». Había dos ayudantas: Rosa y Pepa, Una era delgada y un poco coja. La otra un ama de cría en potencia. La primera odiaba a la segunda, sobre todo cuando se miraba su pecho sin relieve; la segunda odiaba a la primera porque según ella «no aguantaría el primer parto». Pero a pesar del odio que se tenían, siempre estaban de acuerdo en servir de alcahuetas a Catalina que, a cambio de ello, les daba lecciones teóricas de «cómo amar sin parir». Seguía después una aprendiza adelantada. Y, por último, Enrique que hacía los recados y aprendía a enhebrar agujas, hilvanar, quitar hilvanes, pegar botones y picar cuellos y solapas. Aquí realizó su primer curso de anatomía elemental con prácticas a flor de piel sobre la piel de Catalina y de sus ayudantas. Con la otra no había manera: era medio tonta y tenía cosquillas.
Entre sus pequeñas obligaciones tenía la de comprar todas las mañanas un litro de leche y subírselo a la «maestra», que vivía en un interior de la casa de enfrente del taller. Cada mañana, cuando Enrique subía la leche, se la encontraba en la cama. Despierta unas veces, dormida otras y no pocas haciendo que dormía. Y casi siempre con el pelo suelto, los brazos al aire y al aire también el comienzo de algo que provocaba sequedad en la boca del muchacho y un calor de desierto en su cara. Cuando le hablaba lo hacía bajito y dulcemente; y no pocas veces Enrique la oyó decir: «Acércate… ¿No te das cuenta de que no oigo lo que me dices?». Pero nunca se acercó. Tenía ganas de hacerlo y al mismo tiempo miedo, un miedo atroz de estar cerca de aquella carne blanca.
La deseó y la odió desde los primeros días.
Era un deseo impreciso, más de curiosidad por ver que de hambre de carne. Y un odio infantil, sin veneno, pero con asco.
En este ambiente Enrique se fue haciendo un muchacho triste: su comienzo había sido una desilusión, pero siguió soñando. Y comenzó a fumar, a mirar a las chicas y a las grandes, y a leer novelas alquiladas por cinco céntimos en un kiosco de la Plaza de Leganitos, a un viejo que sabía muchas cosas y que como a los muchachos le gustaba leer para ayudarse a soñar. Pero esto no atenuaba su odio, lo adormecía nada más. Y continuó el pasar de los días… Hasta que supo de otro pecado que, como el anterior, le salió al encuentro.
Fue una mañana que su primo Marcos había salido y que le mandaron a pedir dinero a la «maestra» para comprar unos botones. Atravesó la calle en la que el sol no se atrevía a descender de los tejados, cruzó el portal con su viejo olor a humedad y, después de subir unos cuantos escalones, llegó hasta el corredor en el que había silencio, mucha ropa vieja tendida y pequeñas puertas. Llamó en una de ellas como siempre, con timidez. Nadie contestó. Después de esperar unos momentos levantó el picaporte y empujó. Penumbra, Solo de detrás de una cortina que ocultaba la alcoba, algo así como un ruido que viniera de muy lejos, pero un ruido anormal, extraño para él, algo así como un quejarse y no quejarse. La curiosidad le fue empujando hasta allí, hasta la cortina. Y miró: estaba ella tendida de espaldas sobre la cama, mostrando sus piernas hundidas en unas medias negras que transparentaban su carne blanca, más arriba la carne blanca sin disimulos y, sobre ella, una sombra que casi la cubría. Y un gemir como de gentes que lloraban angustiosamente… Luego… Un levantarse lento de él; y de ella también para sentarse en el borde del lecho; y el arreglo holgazán del pelo, el lujurioso estirar de las medias; el pudoroso bajar de las enaguas y un beso largo y la sombra que salió empujándole bruscamente a un lado…
—¿Qué haces aquí?
—Vine a que me dieras dinero para comprar unos botones…
Se quedó pensativa unos momentos, con su belleza animal inmóvil, mirando al muchacho que la miraba.
—¿Qué has visto?
………
Rompió a reír ella con una risa nerviosa y fuerte. Luego se fue acercando al muchacho sobre cuyo hombro puso el brazo largo y blanco para ir tirando de él hasta el borde de la cama, en donde le sentó, sentándose a su lado. El olor a carne y sudor, se fundió con el miedo de un niño.
—¿Es esto lo que has visto? —preguntó enseñándole el comienzo de sus piernas.
—Sí…
—¿Y esto? —y le mostraba su escote sin llegar a lo hondo.
—Sí.
Lo atrajo hacia ella. Y rozó sus carnes cubiertas de ropas y desvergüenza con la otra carne joven y asustada.
—Al primo Marcos no le gustaría sabor que tú sabes esto… ¿Se lo dirás?
Salió a la calla Y siguieron pasando los días.
El sábado al pagarle el jornal de la semana, su primo Marcos le dijo que no volviera más. No hubo escándalo. Se fue sin decir nada, sin mirar hacia atrás, y sin prisas subió por la calle de Fuencarral hasta llegar a la Glorieta de Bilbao. Luego continuó por los bulevares hasta llegar a un banco de piedra que había enfrente de su casa y en él se sentó pera ver pasar la lente. Mirar a la gente era para él un entretenimiento y una escuela. Pero de vez en cuando dejaba de mirar para acordarse de lo que habla visto en aquel cuarto de penumbra.
* * *
La madre no quiso averiguar el motivo. Posiblemente pensó que en el mundo se había cometido una injusticia más, pero si lo pensó nunca lo dijo en voz alta. Y se dio a buscar entre sus amistades alguien que supiera de algo «para que el muchacho no se le hiciera un golfo»… Enrique entró a trabajar a un taller de mecánica de precisión que había en la calle de Leganitos. Era su dueño un tal José Berdala que a fuerza de trabajar se había vuelto rico y tuberculoso. El maestro Berdala tenía una mujer pequeñita de la que decían que llevaba postizos los pechos y también una parte del pelo. Y un hijo al que llamaban Pepito, que repartía sus horas del día en trabajar lo menos posible en el taller, estudiar canto, ir a las funciones del Teatro Real, hacer el amor a las criadas de la vecindad y en curarse una gonorrea crónica. Tenía, además, el maestro Berdala, un Ford, modelo T, dos escopetas y un perro, pues era aficionado a la caza, Era bueno el hombre, tan bueno que fue el único patrón de los que Enrique tuvo al que recordó siempre con un afecto profundo. Eran pocos los obreros que allí trabajaban: Dionisio, que era el primer oficial y que hacía de encargado en las ausencias del maestro. Un buen tipo: humano, trabajador, putero, bailador de estampa y fama en las calles del Humilladero y sus alrededores. El segundo oficial era un tal Pedro, ex jesuita y ex relojero. Un hombre flaco, cetrino y taciturno, lleno de envidias y rencores. Vivía en una pensión de la calle de Jacometrezo, entre prostitutas sin cartillas y hombres de letras sin relieve. No se sabía si tenía familia o no. Al parecer el mundo de él era él. Era cumplidor en el trabajo, que no abandonaba sino para ir al excusado a realizar ciertas manipulaciones que dejaban como huella de su paso algodones y un olor que hacía llorar.
Había además, dos ayudantes y Enrique que comenzaba. La vida a pesar de ser distinta a la de antes no era todo lo que Enrique había soñado.
Aprendió a hacer tornillos y tuercas; después conos, husillos y muchas cosas más. Supo cómo duele la carne quemada cuando para «bautizarle» le hicieron tomar con sus manos un hierro ya negro, pero todavía ardiendo. Y supo, sintiéndose hombre, lo dentro que duele una bofetada que le dio el tal Pedro «para que se diera cuenta de una vez que no todos éramos iguales», y a la que Enrique respondió con un «hijo de puta» y el intento de clavarle un rascador en las ingles…
Trabajó con ahínco.
Pero, a pesar de todo, fueron dos años sin relieve.
Enrique se hizo gran amigo de Dionisio que, aparte de enseñarle el oficio, le enseñó a conocer un mundo hasta entonces desconocido. Fue un domingo en que le llevó a visitar a sus «amistades». Estas amistades eran unas golfas de profesión que vivían en la calle de la Paloma, y que les recibieron como «gentes de casa»: medio desnudas, en chanclas, con el pelo revuelto y con olor a carne muerta y a agrio. Pero, eran simpáticas y sinceras. Hablaban del amor como un oficio que daba asco o del amor como una tragedia agradable, horrible e interminable. Eran tristes hasta cuando se reían. Allí conoció Enrique a otro tipo de profesional del vicio: hombres de gesto sombrío, andar estatuario, exigencias monetarias y caricias con algo de limosna. Después de estas visitas, Dionisio hablaba al muchacho y, sobre todo, le aconsejaba: «Conociendo esta vida no entrarás en ella… Ellos y ellas son pus y sífilis». No se daba cuenta Dionisio de aquel mirar de Enrique a aquellas carnes que llevaban la muerte dentro.
A los dos años de estar con Berdala, Dionisio tuvo la posibilidad de un trabajo mejor en la casa Vilaseca y Ledesma, en la calle de Caballero de Gracia, en el 56; y con él se fue Enrique.
Aquí tuvo su primera novia. Se llamaba Pilar y era sobrina de los porteros, un ex guardia civil y una mujer gorda y mohína, que hacía al marido barrer las escaleras y el portal. Era guapa y golfa la muchacha, y un poco mayor que Enrique. Prefería a éste porque según decía «era peligroso jugar al amor con los hombres ya hombres». Acabó de golfa en una calle de las cercanías, A Enrique no le hizo mucho efecto: continuó leyendo novelas, fumando, escuchando a Dionisio sus aventuras domingueras y trabajando silencioso y terco. Cada tarde, cuando salía de trabajar tomaba un rumbo cualquiera y caminaba despacio y curioso por alrededor de ruidos, vértigo y pecado: las calles de Peligros y de la Aduana. La primera era una calle de ruidos, luces y gente. La segunda triste y con aires de encrucijada, en la que había mujeres de todas las razas y de todos los precios, en grupos y pegadas a los quicios de unos portales de luz mortecina, en los que se veía siempre el comienzo de unas escaleras empinadas y estrechas. Iban llamativamente vestidas y escandalosamente perfumadas, lo que no impedía que olieran a humedad y esperma. Enrique acostumbraba caminar por esta calle lentamente, mirando a todo y a todas… Había que aprender para cuando llegara el momento… Después de un gran ver, cabizbajo y triste, se encaminaba a la calle de la Montera: luz, ruido y el pasar ininterrumpido de gentes aparentemente normales. Aquí el niño volvía a encontrarse. Y bajaba casi sonriendo basta la Puerta del Sol que le parecía el escaparate mágico de un pueblo. Le gustaba mirar el reloj de Gobernación, al vendedor del Calendario Zaragozano, al que vendía gomas para los paraguas, al que voceaba los diarios de la noche, a una vendedora de lotería, bajita, patizamba y tuerta, que siempre ofrecía el «gordo», a toreros sin toros, a cómicos sin candilejas, a paletas y guardias… Más tarde tomaba un tranvía para bajarse frente a la estatua de Argüelles y hundirse en la pequeña casa de techos inclinados y miserias disimuladas.
De estos caminares no hablaba con nadie.
Hasta que se aburrió y cambió de itinerario.
Lo hizo un sábado. Llegó primero basta la Red de San Luis y se dejó ir por la Gran Vía y luego por la calle Ancha de San Bernardo, para hundirse después en una calle casi sin luz, llena de sombras y atracción de pecado, que después supo que se llamaba de la Parada. Al principio sintió miedo y hubiera preferido desandar lo andado. «Los hombres no tienen miedo», se dijo con miedo. Y continuó su andar, casi tropezando con los horizontes de aquel callejón que parecía el gran retrete de un millón de gentes. Aquello era un hacinamiento de pequeñas casas en ruinas, de portales sin puertas, de mujeres sin dientes, de enfermos de soledad y de «amor», de perros escuálidos y de mendigos y alcahuetes De vez en cuando un farol con complejos de Celestina. De cuando en cuando también voces o risas, o un insulto que rebotaba en las casas y hacía estremecer a los hombres.
Siguió caminando seguido por su sombra.
Hasta que sintió que alguien le tiraba del brazo como queriendo hundirse en aquel infierno… Corrió… Pero unos metros tan sólo. Después recuperó el viejo ritmo, sintiendo el deseo de desandar lo andado para golpear en aquella boca que gritaba su miedo entre carcajadas e insultos, pero continuó caminando, esta vez con el deseo de que «alguien» le volviera a tirar del brazo. Pero no para huir: para entrar. Había que entrar para ser hombre. Y decidió entrar porque empezaba a odiar sus pocos años. Ni pensaba en más, ni quería pensarlo. Lo que pudiera ocurrir dentro no le importaba mucho. Lo esencial era cruzar el dintel de cualquiera de aquellos quicios, de cantos descarnados y enfermos de tiempo…
Sintió el tirón.
Habló ella.
Él miraba solamente.
Vio que era vieja, después una boca desdentada, harapos de colores sobre una carne sin relieve y olor a alcantarilla. Luego miró por encima del hombro de aquella mujer como queriendo descubrir de un golpe todo aquel escenario de horror: y su mirar tropezó con una sala de trapos colgados de unas cuerdas que convertían la sala en varias habitaciones; y unos camastros de hierro y, sobre ellos, unos colchones con rayas rojas y amarillas; y a un lado de cada cama un esqueleto de hierro, y sobre él, una palangana y un trapo sucio por su uso interminable y colectivo: y colgada de la pared una palmatoria y una vela encendida; y unas paredes con miles de manchas de miles de hombres de varias generaciones, que se mostraban como la radiografía de un cáncer inmenso… Apartó la vista de aquello y la volvió a mirar…
—¿Cuánto?
—Una peseta.
—¿No es mucho? —preguntó con timidez.
—¿Es que no te gusto?
—Eres terriblemente vieja…
—Pues vete… ¿Qué quieres por una peseta?
—Tienes razón.
Se sonrió ella. Y entraron… Ya en la «alcoba» la mujer se dejó caer sobre el camastro con un gesto de cansancio infinito y esperó mirando al techo… «¿Cómo empezar?, se preguntó Enrique. Se liberó de la chaqueta y se quedó estúpidamente quieto… «Date prisa que no me has alquilado por horas». Sintió vergüenza. «Hay que acabar pronto… Ya»… Ella encendió la colilla de un cigarro, se arremangó las faldas y abrió las piernas. Y quién sabe en qué se pondría a pensar. La noche pareció hacerse más noche.
Sobre ella el humo del cigarro y él. Y ni una palabra de ninguno. Sólo después de unos segundos algo así como un gemido que parecía anunciar a aquellas paredes que un niño había dejado de serlo. Se desprendió de él. Ruido de agua en la palangana y la mirada fija del chiquillo en aquella breve lección de higiene. Luego la voz de ella. «Paga». Mientras se buscaba el dinero en el bolsillo escupió varias veces, la dio una peseta mientras se ponía la chaqueta bajo una mirada rencorosa. Y comenzó a caminar hacia la puerta. Le seguía la mujer como un perro escuálido y sarnoso con la esperanza de algo más… «¿No me das propina?… Por lo que te he hecho gozar». Él se llegó en silencio hasta la puerta en donde se detuvo. Se limpió el sudor que le corría por la frente, al mismo tiempo que con la otra mano se agarraba desesperadamente al marco de madera… Sintió una enorme náusea y algo así como si todo aquello quisiera desaparecer… Y comenzó a vomitar. Le empujó furiosa hasta la mitad de la calle. Él comenzó a alejarse sin protestar. A sus espaldas llegó un grito como de la propia muerte. «Hijo de puta… Ojalá la sífilis te deje ciego». Volvió a limpiarse el sudor.
Momentos más tarde se detuvo al lado de un farol y muy despacio, como si resucitara, sacó un cigarro y lo encendió. Unas chupadas y vuelta a escupir. Y otra vez anda que te anda, Pasó por delante de una pareja de guardias, sintió que le miraban hombres y mujeres, perros y restos humanos que entre las sombras suplicaban una limosna.
«Había que hacerlo… Alguna vez había que hacerlo».
—Muy tarde vienes, hijo.
—Hubo que terminar algo…
Dejó sobre la mesa el salario de la semana y se sentó.
—¿Te sientes mal?
—Un poco…
Notó que su madre se acercaba, Y sintió miedo: de que oliera su pecado y de que sus manos pudieran tocar la carne que había rozado aquella otra carne podrida.
—Me voy a acostar —dijo mientras huía.
—Vete con Dios, hijo.
Entró en la pequeña alcoba, se desnudó y hundió en aquella miseria blanca. No quería pensar, pero le era imposible. Como una maldición llegaba hasta él el eco de aquella miseria humana: «Ojalá la sífilis te deje ciega»… Tuvo miedo… Para olvidarse de todo se dedicó durante unos minutos a mirar al cielo, a través del tragaluz. Después se cansó de mirar e intentó dormir. Hasta él llegaban los ruidos del trajinar de su madre en la cocina y el respirar tranquilo de los que no habían pecado. Con el rebozo de la cama se limpió los labios hasta hacerse daño… «Qué difícil es ser hombre… ¿Por qué Dios no impide estas cosas?». No supo encontrar una respuesta que le dejara satisfecho.
Cerró los ojos.
Luego se durmió.
Por el pequeño tragaluz las estrellas estuvieron velando su sueño durante varias horas.