EL PECADO
El padre, el señor Manuel, era un hombre bajo, gordo, cocinero del oficio y un buen católico que raramente iba a la iglesia. Aparte de estas cosas, un hombre bueno. Había nacido en una aldea de la provincia de Lugo, Galicia, y llegado a Madrid, muy joven, casi un niño, con la esperanza de ser algo. Al cabo de los años llegó a ser cocinero de muchos aristócratas; cuando éstos comenzaron a estar de capa caída lo fue de los jesuitas del Paseo de Areneros y, por último, de cientos de parroquianos borrachines de tabernas cuyos dueños llamaban restoranes. Hasta que se murió. Quería mucho a la mujer y a los hijos. Tenía por costumbre cada noche dar «gracias a Dios por tanto favor como nos hace» y de pedirle de vez en cuando, porque no le gustaba pedir, que se le llevara de este mundo oportunamente. Llamaba «oportunamente» a cuando los hijos estuvieran criados. Y parece ser que Dios le hizo caso.
La señora María, su mujer, era de mediana estatura, delgada, y de una belleza que llevaba el sello duro y sombrío de Castilla. Había nacido en Balsaín, en la provincia de Segovia, tierra de pinares y lobos. Sabía bien parir que es mucho en la gente pobre, coser harapos hasta que dejaban de serlo y llevar a sus hijos tan limpios que hacía dudar a las gentes de sus escaseces y miserias.
De los siete hijos que tuvieron sólo les vivían cinco: Manolo, Eduardo, Concha, Enrique y Carlos.
Al padre le gustaba acariciarlos y por turnos sentarlos sobre sus rodillas para contarles viejos cuentos con hondo sabor a aldea. A la madre, lavarlos hasta hacerlos llorar y educarlos «como a ella la habían educado».
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En las dos últimas casas en las que vivieron durante muchos años, en la calle de Francisco Rici y en la de Alberto Aguilera, tuvieron por vecinos a una señora Cecilia, extremeña y paridora, con su marido tranviario y tuberculoso y a varios hijos e hijas delgaduchos, que tosían igual; a la señora Teresa, gorda y lenta, con un marido al que nunca se veía y dos hijas tetonas, profesoras entre los chicos de la vecindad de todo lo prohibido; a una señora viuda, bajita y siempre vestida de negro a la que llamaban «La Manca» y que era como una especie de bruja buena, porque con su muñón untado de aceite de linaza «curaba» las indigestiones; a don Julián Gilabert, un viejo capitán retirado, bajito y con unos bigotes muy grandes; a su mujer también pequeñita y a los cuatro hijos: uno que llegó a ser secretario del dictador Primo de Rivera, el otro que no pudo ser más que oficial de correos y comunista, una hija que se casó y la otra que dicen que vivió y murió soltera; a un abogado viudo y descuidado que trabajaba en el Tribunal de Gracia y Justicia, que tenía unas hijas muy ligeras de cascos, como decían los entendidos, y cuyos novios eran una fuente de seguros ingresos para los chicos del barrio, que habían puesto precio a su neutralidad en los coloquios; a don Pablo, el tendero, retraído y desconfiado; al vaquero, que comenzaba a blasfemar al amanecer; al portero del número diez, cochero de una Agencia de Pompas Fúnebres, que cuando estaba borracho contaba a los chicos historias de muertos, muchos de los cuales le pedían en confianza y en voz baja que «no corriera y que sorteara los baches porque no tenían prisa y les dolían los huesos»; al «Morroño», un guardia municipal que se sentía orgulloso de un uniforme y de ser propietario de un puesto de castañas asadas en la esquina de las calles de Guzmán el Bueno y de Alberto Aguilera; a la señora Juana, otra viuda con silueta de cuervo, con tres hijas modistas, larguiruchas y hombrunas y un hijo taciturno y calvo que solamente salía a las calles por las noches; a una solterona, vieja y beata, enlutada y silenciosa, a la que las malas lenguas acusaban de enredos con un hombre de sotana; al señor Manuel y a la señora Isabel, gente buena aunque un poco extraña. Él trabajaba desde hacía muchos años en una fábrica de fideos en la calle de la Princesa. Habían tenido dos hijas: una que murió loca y la otra a la que casaron con un hombre vago, sifilítico y siniestro que la hacía vivir agonizando.
El señor Manuel era un hombre magro, con grandes bigotes que el humo del tabaco había vuelto amarillos y muy aficionado a jugar al mus. Usaba gorra y una capa vieja, parda y raída. La mujer era gorda y baja, trabajadora y celosa. Solía contar a las vecinas que una golfa había dado a su marido un bebedizo y que desde que le había embrujado ella era «prácticamente» viuda. Allí vivía también un catalán que se apellidaba Bousquet, dedicado a hacer dijes con vírgenes y santos. Tenía una amante con la que vivía, alta y desgarbada. Le pegaba con harta frecuencia porque no quería aprender a hablar el catalán; y ella, posiblemente en venganza, le engañaba con un alemán joven y rubio; otro vecino era el señor Pepe, el carbonero, borracho y generoso, con la mujer ciega y una sobrina escuchimizada y medio tonta que miraba a todos los hombres de reojo y se pasaba la vida suspirando; al señor Vicente, el zapatero, maestro en composturas difíciles y en jugar al tute, que tenía varios hijos, mujeres y hombres, el mayor de los cuales se hizo taxista y socialista, el otro zapatero y después carterista de poleadas y las hijas que no pudieron ser más que lo que suelen ser las mujeres: soltera la una y casada la pequeña. Vivía allí también la señora Consuelo, un monstruo de ciento cincuenta kilos con varias hijas, bordadoras todas, mujer de un empleado del Estado y amante de un viejo cajista de imprenta, cabezón y mustio. Y la señora Luisa, que tenía un expendio de leche, un marido bruto y vago, que siempre andaba diciendo que tenía una hernia «como un burro de grande» para ver si la mujer le retiraba de trabajar, y dos hijas y un hijo: ellas enfermas al parecer de furor uterino, él de idiotez natural; había un tal señor Pepe, dueño de una cacharrería con una mujer vieja y fea y una sobrina joven y bonita a la que acabó haciendo un hijo. Pero la persona más maravillosa de aquel mundo era la señora Rosa, la portera. Vivía en un pequeño cuchitril que olía a siglos. Y era tan vieja que ni ella misma sabía decir cuánto. Estaba suscrita a «El Imparcial» y a una novela por entregas que nunca acababa. Sabía mucho de política y acostumbraba a hablar de la primera república como si hubiera sido secretaria de Castelar, el gran publicista de la democracia tonta.
En las casas de al lado, que eran como las fronteras de aquel mundo en donde habitaban los Castro, vivían gentes que no se diferenciaban mucho de las anteriores: «La Torera», que hacía corbatas y cambiaba de amante cada tres meses; el señor Manuel, el peluquero de la Ronda del Conde Duque, que tenía picazón, mala leche y una querida, que figuraba como ama de llaves, a la que no llegaba al hombro. Y los Neira, vendedores de periódicos, golfos y buenos. Y «El Valenciano», dueño de una esterería, con hijas a las que empleaba en la temporada correspondiente en vender horchata, palmas, romero y olivo. Y muchos más que la memoria olvida y que irán apareciendo como personajes o comparsas a lo largo de esta larga historia.
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El barrio de Arguelles, al oeste de Madrid, era lo que pudiera llamarse el territorio natural del pequeño mundo humano que hemos dibujado antes. Alegre y limpio. Y salvo su parte sur, que tenía como eje la calle del Conde Duque, vieja y abigarrada y con la miseria en relieve, lo demás respondía a un trazado moderno de calles anchas y rectas, con aire, sol y viejas acacias. La calle de Alberto Aguilera que muchos llamaban aún por su antiguo nombre del Paseo de Areneros, con su bulevar señorial y la calle de la Princesa, ancha y silenciosa en sus mañanas y atardeceres, eran las arterias principales de aquel barrio de obreros, empleados, clase media, soldados, delincuentes y restos pequeños, pero brillantes, de nobleza y milicia. Por el Norte el barrio terminaba en la calle de Fernando de los Ríos, después todo eran desmontes y campos tristes; al Sur, en la calle de los Reyes; al Este, en la vieja calle de San Bernardo; y al Oeste, con el Paseo del Pintor Rosales.
En él estaban enclavados la cárcel Modelo cuya guardia hacían casi siempre los soldados del Regimiento de Saboya; el Hospital de la Princesa con sus monjas blancas y aristócratas en penitencia; la Inclusa con su torno misterioso y solitario; el Cuartel del Conde Duque; el Palacio del Duque de Liria, como un pequeño Versalles; las casas misteriosas de la calle del Noviciado con sus discretas prostitutas; y el inmenso edificio rojo llamado Colegio de los Jesuitas.
Tenía el barrio sus grandes personajes y lugares llenos de historia y de leyenda: la Infanta a la que llamaban «La Chata», que vivía en la calle de Quintana casi enfrente del obispado; el duque de Alba, un inglés casi español que de vez en cuando habitaba en su palacio llamado del Duque de Liria; el capitán general Weyler, que cada mañana se mostraba como una momia montada a cabello, que vivía en una casa de su propiedad situada en la esquina de la calle del Marqués de Urquijo y Paseo del Pintor Rosales en cuyo ático vivieron el poeta Alberti y consorte; Ruiz Jiménez, del que fue cocinero el padre de los Castro, alcalde de la Villa y Corte, que vivía en una casa blanca y seria en la calle de la Princesa; Emilio Carrera, que asombraba a chicos y grandes con su chambergo y su figura, que también vivía en la calle de la Princesa y que como siempre vivía de hacer literatura de burdel; al jesuita Pérez del Pulgar, al que todos, con razón o sin ella, consideraban un sabio en electricidad; a unos familiares de Nicolás Salmerón, ya viejecitos que vivían en una casa pobre de vecindad en la calle de Alberto Aguilera; al torero Mazantini, ya viejo, que paseaba solo y serio como si fuera recordando glorias y cornadas; «El Chato de El Escorial», célebre criminal que viejo y ciego vivía de pedir limosna en las iglesias del barrio, y Samuel, el tabernero de la calle de la Princesa, también célebre por su vino y sus platillos. Y más de los que ya ni nos acordamos.
Estatuas había pocas: la de Argüelles; la de Daoiz y Velarde, en el camino hacia la Fuente de la Mina, y la de los héroes de Cuba que se erguía entre los verdes del Parque del Oeste.
Y perdidos ya por el olvido, los restos de un viejo cementerio convertido en solares, a los que se conocía por «Campo de las Calaveras», en donde se jugaba a la pelota, a juegos prohibidos y en donde las prostitutas sin local ejercían su oficio y contagiaban sus enfermedades.
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A Enrique, el cuarto de los hijos, en aquellos años en que la vida comienza a ser vivida, le gustaban varias cosas: no ir al colegio, jugar a los soldados y pegarse con todos los chicos de su edad. En esto último se manifestaba abiertamente todo el carácter de la madre, que parecía sentirse orgullosa de que sus hijos a golpe de golpes se convirtieran en lo que ella consideraba hombres auténticos… Una manera más o menos brutal y española de entender la autenticidad masculina. Hombre ya, con el pelo prematuramente blanco por un vivir cuesta arriba, solía contar Enrique a quienes querían escucharle, algo que jamás se borró de su memoria. Un día de tantos, quizá uno de los pocos días en su vida que había de caminar as paz, otro chico le lanzó un pedazo de hierro que le abrió una larga y profunda herida en una ceja. Llegó hasta su casa, cubiertas de sangre la cara y la ropa, y miró a su madre.
—¿Qué te ha ocurrido? —le gritó.
—Nada…
—¿Y esa sangre?
—Un chico…
Le arrastró más que llevarlo hasta la Casa de Socorro que había en la calle de Leganitos, pero antes de entrar le preguntó:
—¿Conoces a quien te lo ha hecho?
—Sí.
—No… Té no le conoces… ¿Me oyes?… Cuando te pregunten quién te ha herido, tú no sabes nada; ibas andando cuando sentiste el golpe. Nada más. ¡Como digas otra cosa te mato al llegar a casa!
Entraron y salieron, ya curado el chico, con un vendaje que casi le cubría la cabeza. Y en silencio fueron caminando calles y calles hasta negar a la de Guzmán el Bueno en donde la madre le detuvo y, mirándole fijamente a los ojos, le habló lentamente, como si mordiera las palabras:
—Cuando se nace hombre, hay que comenzar a serlo lo antes posible. Escúchame bien, hijo. Primero tienes que curarte, pero una vez que te hayas curado búscale, búscale hasta que le encuentres y mátale. «Nunca olvidé sus palabras», decía Enrique cuando hablaba de estos sus años verdes. «Fueron terribles, pero bien podían perdonársela, porque para ella la vida había sido y era una guerra interminable, sin una esperanza de paz ni de triunfo».
Comenzó a ir a un colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, situado en la esquina que hacían la Calle de Guzmán el Bueno y Fernando el Católico. Era una construcción de ladrillos rojos en forma de escuadra, con las clases, dormitorios y la iglesia, y un patio de recreo que integraba un cuadrado de unos cien metros. A este colegio iban ya desde hacía tiempo sus hermanos: Manolo y Eduardo. A través de los días le llegó a entusiasmar la Historia Sagrada, que consideró durante muchos años como la historia más fantástica para chicos y grandes, se aficionó a jugar a la pelota, hacer burla a los profesores, estudiar lo menos posible, fumar cigarrillos de anís y orinarse a la puerta del colegio, quizá porque estaba rigurosamente prohibido. De los profesores el que más le llamaba la atención era el hermano Pedro: casi un gigante, con unas manos cubiertas de pelo negro Y duro como el de los lobos. Parecía más que un misionero un marinero de un viejo barco pirata.
Durante las clases tenía la costumbre de meterse con frecuencia los dedos en la nariz, dormirse después de la comida y hablar de Dios a gritos. A pesar de todo Enrique logró avanzar en ciertos estudios: en religión, porque le Virgen le parecía bella y S. José un buen hombre; en geografía, ya que ello le ayudaba a soñar en viajes maravillosos, y en gramática parda, que le era bastante útil para moverse en aquel mundo de baberos blancos y túnicas negras. Cada día tenía para él sus pequeñas alegrías y sus grandes martirios: los momentos alegres eran aquellos del recreo cuando, mezclado entre los demás chicos podía hacer mucho de lo que le gustaba sin que el hermano Pedro o los otros «hermanos» tuvieran la posibilidad de verle; los momentos amargos eran los que comenzaban a las siete y media de la mañana con la entrada en la capilla del colegio, fundido en una larga fila de carne todavía con sueño. Era una misa corta, de unos quince minutos cuando más, en una penumbra en la que casi no se veían las imágenes, quince minutos en los que los dolores en las rodillas eran tan intensos que hacían olvidar que se estaba en la casa de Dios y ante Dios. Enrique tenía la costumbre de colocarse siempre que le dejaban en la primera fila de reclinatorio. Le gustaba ver de cerca a la Virgen, pero esto le suponía tener a su izquierda y muy cerca al hermano Pedro, lo que no le era agradable. Ni le quería ni le odiaba, pero hubiera preferido tenerle lejos. Era un ardiente partidario de esta lejanía porque había muchas mañanas en las que no sentía ningún deseo de rezar, pero en las que estaba obligado a mover los labios rítmicamente para no dar motivo al hermano Pedro a alargar su enorme y poderoso brazo.
Fueron pasando los días.
Casi todos iguales.
Los padres de Enrique, como todos los padres, comenzaban a estar orgullosos de sus hijos.
Y él, mientras crecía, comenzó a querer a la Virgen. A su hijo no: dejarse sacrificar sin defenderse le parecía una cosa prohibida a los hombree, fueran quienes fueran sus padres.
* * *
Llegó un tiempo en que la madre comenzó a hacer preparativos extraños. Un día llegó con un pequeño paquete: unos metros de tela azul con rayes blancas; otro en que midió de arriba abajo, por un lado y otro a su hijo; después, durante varias noches el muchacho sintió y vio, mientras se quedaba dormido, el ruido intermitente y monótono de la máquina de coser y la cabeza cenicienta de la madre inclinada sobre ella. Hasta que una mañana la madre le llamó y muy seria le estuvo probando un traje, mientras le hablaba más dulcemente que otras veces.
—Vas a hacer la Primera Comunión, hijo.
—¿Cuándo?
—Muy pronto. Por eso ahora tienes que ser más bueno que nunca…
No cometer ningún pecado… Y pecado es desobedecer a tus padres, no estudiar, pegarte con otros niños…
—¿Y si me pegan, mamá?
—Pega.
—¿Pero no dijo antes que el pegar era pecado?
—Sí, hijo, sí, pero si Dios no perdonara nuestros pecados, el Cielo estaría vacío.
Al fin el traje estuvo terminado. La madre lo guardó en una vieja cómoda que había pertenecido a su madre y no se habló más de ello durante muchos días. Hasta que una tarde el hermano Pedro les anunció el día que todos esperaban con miedo por el misterio y solemnidad con que se le rodeaba. Y a la tarde siguiente, cuando todos esperaban que sonara la campana que les abriría las puertas de la calle, el hermano Pedro mandó formar y en fila fueron saliendo silenciosamente de la clase. En la galería que conducía a la capilla había otras filas de muchachos, silenciosas y rectas. Una orden y todos comenzaron a moverse hasta fundirse en la capilla, penumbra y figuras borrosas, y a deshacerse para volverse a formar ante los confesonarios que parecían haberse escondido en todos los rincones de la nave. Le tocó confesarse con el padre García. Bostezaba y preguntaba mucho. Llegó a pensar de sí mismo que era un gran pecador. Y cuando intentó hundirse en su pena oyó como en un estertor la voz del confesor que preguntaba: «¡Más! ¿Qué más?, Y habló mucho tiempo… Después se levantó y se dirigió hacia un rincón solitario. Y allí comenzó a rezar mientras pensaba en la calle, en el sol y en los chicos que estarían jugando, pero continuó rezando mientras llevaba con los dedos la cuenta de una penitencia que le pareció larga, muy larga. Y ya sin rezar pensó en el sol y en la noche. Se levantó y sin hablar con nadie abandonó el colegio y descendió por la calle de Guzmán el Bueno. Sin pensar en el pecado se detuvo a orinar ante un árbol y se sonrió varias veces el ver a las hormigas huir precipitadamente sin abandonar su carga.
Llegó a su casa.
—Acuéstate, hijo.
Y se fue a acostar con el deseo de dormirse pronto para no sentir el hambre. Sintió hacerse el silencio en la casa. Sólo de vez en cuando, y cada vez más lejos y menos fuerte, estuvo oyendo el aullido de un perro que parecía tener miedo a la noche. Luego nada. Y después, en sueños, escuchó risas y la voz de su madre: «Despierta, hijo, despierta que se va a hacer tarde». Creyó que soñaba y se hundió más entre la ropa vieja, blanca y caliente. Pero volvió a escuchar las mismas risas y la misma voz de antes, mientras sentía que alguien le pasaba suavemente una mano por la cara. Abrió los ojos y vio a su madre. Se levantó. El agua estaba fría. Con la ayuda de ella comenzó a vestirse. Desde la otra habitación los hermanos le miraban y reían. Cuando estuvo vestido, la madre le dio un beso en la frente y los hermanos tiraron de él hacia la calle. Aire y sol. Manolo comenzó a hacer sus ejercicios mañaneros: tirar piedras a los árboles, a los pájaros, a los perros; Eduardo caminaba en silencio. Le dio envidia de su hermano Manolo y quiso imitarle, pero sintió sobre su hombro la mano de Eduardo.
—¿Por qué? —le pregunta mirándole.
—Ahora no… Luego… luego.
Y continuaron caminando hasta llegar a la puerta de hierro pintada de gris, que cruzaron para fundirse con cientos de chicos que esperaban en el patio el sonar de la vieja campana.
Manolo y Eduardo se fundieron entre los muchachos que corrían vertiginosamente detrás dé un balón viejo. Por la galería paseaban con el rosario en la mano cinco figuras negras. Enrique se detuvo un momento sin saber a dónde dirigiese. Después, huyendo del polvo y de los gritos, se dirigió hacia un árbol joven en torno al cual unos cuantos muchachos vestidos de fiesta esperaban. Uno de ellos, con ojos de sueño y cara de hambre, hurgaba en un pequeño envoltorio que había sacado de uno de los bolsillos de su pantalón. Enrique mira la barrita delgada y negra de regaliz que el otro time en la mano.
—Dame un pedazo.
—No.
—Véndemelo.
—¿Cuánto me das?
—Esto…—y espera unos segundos.
Se cruzan las manos. El otro mira una pequeña moneda. Enrique el regaliz. Y se dan la espalda alejándose uno de otro como si ya no quisieran verse. «¿Quién podría,saberlo?», se pregunta. Y sigue caminando hacia los urinarios, cuyas puertas pintadas de rojo parecen atraerle. Delante de una de ellas se detiene y mira hacia atrás. Después entra rápidamente y cierra tras él. No chupa. Mastica. Y sale despacio mirando al cielo, porque instintivamente tiene miedo de mirar a las figuras negras que todavía pasean.
Suena la campana.
Y se forman las cinco filas de siempre. Delante de cada una de ellas el hermano Pedro. Entran en la capilla. Flores y velas cuyas llamas oscilan como si jugaran para divertir a Dios. Hoy se puede ver el color de los ojos de la Virgen. Y el rojo vivo de la sangre del Hijo de Dios. Y los ruidos de siempre, alguien que tose, que se mueve y hace crujir las viejas maderas de los reclinatorios, pies que se arrastran buscando acomodo y las miradas severas que recorren la nave e imponen el silencio.
Y el silencio.
Hasta que de una pequeña puerta que hay a la izquierda del altar sale el padre García seguido de dos monaguillos pequeñitos y nerviosos. La misa comienza. Es una misa sencilla, como la de todos los días, porque aquí la gente es pobre y todo lujo imposible. Hasta los muchachos inclinados sobre los reclinatorios llega el eco apagado de algo dicho en latín.
El hermano Pedro, como todos los días, va haciendo correr las cuentas de un viejo rosario negro. Enrique todavía siente en su boca el sabor a regaliz. El sabor a regaliz y el arañar de su conciencia. De buena gana lloraría. Quisiera levantarse y correr. Pero sabe de antemano que no lo hará, que no podrá hacerlo porque a su izquierda está el hermano Pedro como un mastín en reposo, pero vigilante. Mas no es esto sólo lo que le detiene: como un freno a su miedo, a su deseo de huir, están ligados recuerdos entrañables: «¿Para esto te hice el traje, hijo mío?»… Y la otra voz tan amada: «¡Perdónale, Señor, y a mí también por ser su padre!». No, no huirá ocurra lo que ocurra. Y permanece inmóvil sabiendo que el momento tiene que llegar, aunque preguntándose de vez en cuando: «¿Qué dirá Dios de todo este lío?»
La misa sigue.
El hermano Pedro tose. Y cuando los muchachos le miran hace una seña, que los otros hermanos también deben de haber hecho porque de todos los lados de la capilla avanzan hacia el altar unas decenas de niños con trajecitos nuevos. Cuando llegan ante él se arrodillan y esperan, encogidos y con caras que no dicen nada, a que llegue el momento… ¿Un minuto?… ¿Dos?… ¿O solamente unos segundos?… Enrique mira hacia su derecha sin casi moverse, y ve avanzar la figura pequeña y nerviosa del padre García… Sí, él hará lo que los demás muchachos; alzará la cabeza, abrirá la boca y cuando el padre García haya introducido en su boca con sus dedos un poco sucios, o tan sólo amarillos por los años, la Divina Hostia la cerrará dejando caer al mismo tiempo la cabeza. No hay más que hacer ni podría hacer más. Y no tiene tiempo de seguir pensando, alza la cabeza, abre la boca y espera. Sus ojos se clavan en los del padre García. Pero éste pasa rápido. Y cuando cierra la boca y baja la cabeza se da cuenta de que en su boca no hay más que el sabor casi perdido de aquel pedacito de regaliz…
El hermano Pedro sigue rezando. Su voz llega hasta Enrique como el eco de una lejana tormenta que fuera acercándose lentamente. Siente miedo y mira al Hijo de Dios.
Este mismo miedo le hace mirar a la Virgen.
Pero Jesús sigue inmóvil y la Virgen mira a donde siempre, con su distracción de años y años.
Y pasan minutos y minutos en los que sólo se ve a él mismo porque carece de valor para levantar la cabeza. Luego se da cuenta de que todos se levantan, Se levanta, mira y comienza a andar detrás de los otros muchachos. En la galería un monaguillo espera al hermano Pedro. «Sigan hasta la clase y esperen en silencio». Y se va hacia la capilla. Y ellos siguen hasta la clase en donde esperan. Pero él espera más que los otros con la mirada clavada en la puerta de la que sabe que no tardará en aparecer la figura negra del hermano Pedro.
Ya.
Se miran.
El hermano Pedro le hace una seña, Enrique abandona su asiento y se dirige hacia el gigante negro.
—Sígueme.
El muchacho le sigue por la galería pegado a él, como si pretendiera esconderse en su sombra. Y así recorren la galería casi hasta el final. El hermano Pedro se detiene ante una puerta y llama. Él espera a que el misterio deje de serlo. De adentro llega hasta ellos una voz. El hermano Pedro abre la puerta y entra, Enrique le sigue… Delante de la mesa del director espera mientras ellos hablan en voz baja. Enrique no quiere pensar. Mira y mira a un crucifijo negro colgado en la pared blanca que hay detrás del director. Después mira un mapamundi con polvo de muchos días que hay sobre la mesa. Ve América del Sur y África. Mira todo lo que le rodea menos a ellos que todavía hablan hasta que…
—Acércate, Castro —dice el director.
El muchacho avanza hacia la mesa, pero sin acercarse mucho al hermano Pedro cuyo brazo derecho parece acechar.
—¿Qué has hecho?
—Comí un pedacito de regaliz.
—¿Te das cuenta que has pecado?
—Yo no quería pecar, hermano director. Después de comérmelo me di cuenta; pero me dio miedo de lo que ocurriría si lo contaba. Dios sabe bien, hermano director, que yo no quería pecar.
—Pero, ¿has pecado?
—Sí… He pecado sin querer pecar.
—¡Has pecado! —le repite mirándole, mientras la gigantes silueta negra del hermano Pedro se sitúa a espaldas de él.
—Sin querer, hermano.
—La realidad es que has pecado. Que has cometido un gran pecado al intentar engañarnos a todos… No nos hables de tu miedo… Háblanos de tu hipocresía… ¡Habla!… ¡Arrepiéntete!… ¡Pide a Dios perdón!… ¡Pide perdón!…
La voz se fue haciendo cada vez más violenta. El hombre, a medida que iba gritando más y más, se fue irguiendo hasta quedar en pie, rígidamente en pie, con la cara desencajada y los ojos fijos. Enrique le mira sin querer mirarle, hasta que siente sobre su brazo la mano marinera del hermano Pedro. Después sus ojos siguen asustados la figura negra y delgada que se dirige hasta la puerta para quedarse inmóvil ante ella como un enorme cerrojo negro y vertical. Tiene miedo y hace un esfuerzo para imponerse. Pero el miedo hace otro y domina. Huir… Huir… Pero hay algo que él no sabe lo que es, que parece haberle clavado en aquel suelo extraño de baldosines grises. Renuncia. No puede hacer otra cosa. Y cuando convencido de la inutilidad de mirar al suelo alza la cabeza, sus ojos se encuentran con los del hermano Pedro que le miran fija, terriblemente. Y le ve inclinarse sobre él como una torre inmensa que se desplomara. Un esfuerzo que hace crujir sus huesos y huye enloquecido. Y comienza a dar vueltas a la pequeña sala. El hermano director parece en su inmovilidad un personaje del Museo Grevin; el hermano Pedro se mueve lentamente. Es todo un estratega. Y un ejecutor implacable del castigo divino. Enrique ve cortado su camino. Pero el detenerse ya no depende de él: el miedo le empuja. Una garra le detiene en su angustiosa carrera. La tela azul con rayas blancas cruje al romperse por el hombro. Las lágrimas se agolpan en sus ojos desorbitados Quiere llamar a Dios para que le defienda, pero no tiene tiempo.
Un golpe.
Otro.
Muchos.
Mira desesperadamente hacia la puerta con la ilusión de encontrar un camino para huir. Pero allí está la sombra negra, como un cerrojo vertical, que parece sonreír.
Los golpes continúan inexorablemente, como si el pecado se resistiera a hacerse pedazos, polvo, nada.
Ya no los cuenta porque ha perdido la cuenta. Aprieta los dientes y hunde la cabeza en su pecho en busca de refugio. «¿Cuándo acabará todo esto?». Los golpes siguen marcando el tiempo. El tiempo parece no tener fin. Todo empieza a desaparecer ante sus ojos y nota que se va hundiendo en algo que no sabe lo que es. «¿Dónde estará Dios que no sujeta esas manos?». Y un golpe, el último, que hace sentir a su cara ensangrentada el frío de aquel piso neutral y gris.
Tiran de él.
La verticalidad es difícil. Es como un árbol joven en medio de la tempestad. Le arrastran hasta la puerta, hasta la galería. Siente que le están mirando. Y se levanta. Y comienza a andar en un equilibrio grotesco. Pero la garra de antes le detiene. Junto a su oído el jadeo de un gigante y… «Vete. Y di a tu madre que venga mañana a hablar con el hermano Director». Y un empujón que le coloca ante la pequeña puerta de hierro que da a la calle. El viejo portero mira a los dos y murmura: «La casa de Dios debe estar limpia de pecado». La puerta se cierra a sus espaldas. Y comienza a andar. Mientras camina mira de reojo su hombro izquierdo: la blusa marinera está herida de muerte. Tiene pena y ganas de llorar. Pero sigue caminando sin llorar y con su pena.
«Ahora al Infierno».
«Si pudiera hablar con Dios para explicárselo».
Pero en la imposibilidad de hacerlo, se limita a rezar. «Por si hubiera quedado algo de pecado» se dice recordando los golpes. Las viejas acacias parecen comprender su pena y sentir pena. De vez en cuando se pasa violentamente la mano por la cara para apartarse las moscas que buscan el pan en su sangre.
Su madre.
Se miran.
Y él comienza a hablar en voz baja y muy despacio contando todo y sin olvidar los golpes.
—¿Por qué lo has hecho, hijo mío?
Silencio y pena.
No ha vuelto más allí. Mucho del tiempo libre lo pasa sentado y serio bajo la acacia amiga que azotan los vientos de dos calles. A veces se dice: «Si yo pudiera hablar con Dios»… Sonríe… «Dios debe estar muy ocupado».
El odio comenzó a crecer hacia abajo y hacia arriba; raíces hondas y afán de arañar el cielo. La acacia dándole sombra y mirándole sintió pena y ganas de llorar.