23

Vi un fogonazo de dientes.

Y luego otro fogonazo, pero esta vez de color gris.

Una tupida cola, unas manos diminutas y unos enormes ojos marrones pasaron a mi lado como un cohete.

<¡Cassie!>

La ardilla gris trepó por la puerta del retrete, voló por los aires, aterrizó en la cabeza del cocodrilo, que conservaba aún su aspecto de dinosaurio, y empezó a escarbar en sus ojos rasgados.

El cocodrilo se volvió loco. Se olvidó de mí y empezó a agitarse furioso en un intento desesperado por desprenderse de la ardilla.

Y alguien escogió aquél preciso momento para entrar en el lavabo.

—¡No encuentro otro aseo! ¡Tengo que entrar! —se oyó implorar a una señora.

El cocodrilo batió su cola.

Yo arremetí contra él dándole con una de mis manazas, que son tan grandes como jamones, y todos fuimos a parar contra la puerta del aseo.

¡BOOOOUUUUMM! La puerta reventó, se salió de sus bisagras y al caer arrastró sobre ella a un cocodrilo con una ardilla en la cabeza y un oso pardo.

—¡AAAAHHHH! —gritó la señora, después de lo cual supongo que encontraría otro aseo.

Me tropecé con el cocodrilo y caí al suelo. Un segundo después aquella bestia volvía a la carga.

Intenté incorporarme, pero, chicos, aquel cocodrilo era muy rápido, así que decidí abrirme paso a zarpazos. Hundí mis enormes garras en la pared para darme impulso y avancé sobre un costado, parecía un oso rabioso deslizándome sobre un monopatín.

Huía aterrorizada, destrozando la pared a mi paso. El cocodrilo reptaba tras de mí, cerrando sus mandíbulas a milímetros de mis patas traseras.

Cassie, casi descolgada, se sujetaba al cuello de aquella terrible fiera con todas sus fuerzas, pero no llegaba a los ojos.

Llegó un momento en que se me acabó el pasillo. Con un último impulso aparecí en la zona de detrás del decorado, trayendo tras de mí a un enorme cocodrilo y a una ardilla parlanchina y loca perdida.

La gente que había por allí nos vio.

—¡Ahhh!

—¡Socorro! ¡Socorro!

—¡Corred! ¡Corred! ¡Correeeeed!

—¡AaaaaRRRROOOAAARRR! —rugí de dolor al notar los dientes del cocodrilo en una de mis patas.

La llama se liberó de su entrenador y se lanzó con una valentía inusitada contra el cocodrilo. No había nada que Marco pudiera hacer, pero de todas formas lo intentó. Y no tardó mucho en salir de allí rodando, sin embargo, se incorporó y volvió a la carga.

—¡Saquen de aquí a esos animales! —gritaba la señora de los papeles.

—¡Esos animales no son míos! ¡No son mis animales! —gimoteaba Bart Jacobs mientras corría para ponerse a salvo—. ¡No sé de dónde han salido!

El cocodrilo se agitaba de tal forma que los huesos de mi pata crujían. Intentaba arrancármela de cuajo.

Y aquello dolía. Vaya si dolía.

—¡ROOOOAAAARR!

—¡Oh, no! ¡El programa será un fracaso!

—¿Vamos a publicidad?

—¿Y a quién le importa? ¡Corre! ¡Aaahhh!