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Tenía intención de comentarle a Ax mi pequeño problema. Se lo había prometido a Cassie, pero justo después de las clases, teníamos un asunto que resolver y sabía que si hablaba del tema, me obligarían a quedarme en casa.

Tal vez hubiera sido lo mejor.

En realidad sólo había ocurrido dos veces. La primera acabó en catástrofe y la segunda sólo afectó a mis pies. Era evidente que, fuera lo que fuera, empezaba a mejorar. Quizá no se repitiese más.

En cuanto salí del colegio llamé al móvil de mi padre.

—¿Papá? ¿Estás en alguna reunión o algo así?

—No, cariño. Estoy en la puerta de los juzgados esperando a que llegue un hombre al que tengo que entrevistar. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—Sí. Por ahora no me he caído en ningún sitio ni se ha derrumbado nada. Te llamaba para decirte que he quedado con Cassie. Supongo que iremos al centro comercial, a la biblioteca o algo así.

—De acuerdo, pero intenta estar de vuelta en el hotel para las seis. Quiero que cenemos juntos. Toma un taxi. ¿Tienes suficiente dinero?

—Sí. Nos vemos para cenar.

A continuación, llamé al trabajo de mi madre y dejé prácticamente el mismo mensaje en su buzón de voz.

Era lamentable lo fácil que me resultaba mentir. Supongo que la mayoría de los niños mienten a sus padres en alguna ocasión, pero en mi caso se había convertido en el plan nuestro de cada día. Algún día podré contar la verdad a todo el mundo y me quitaré un gran peso de encima.

Habíamos acordado transformarnos en aves y vernos sobrevolando la playa. Todos, excepto Ax y Tobías, contaban con las formas idóneas para la ocasión, pero hacía tiempo que yo no la ponía en práctica.

Lo más difícil era encontrar un lugar seguro para realizar la metamorfosis. Me encaminé hacia el grupo de árboles que hay al pasar las pistas de atletismo. Por desgracia, algunos chicos van por allí a veces, y no podía arriesgarme a que me vieran.

Por suerte, Tobás llegó a tiempo para ayudarme.

<¡Ey, Rachel! Si me oyes, ráscate la cabeza.>

Me rasqué la cabeza y levanté la vista. Allá arriba, sobre una blanca nube esponjosa, divisé al ratonero de cola roja.

<Hay tres personas cerca de los árboles pero están a punto de marcharse. Para cuando tú llegues, ya se habrán ido.>

No respondí porque eso sólo es posible cuando estás transformado. Pero confiaba en Tobías. Los ojos de los ratoneros son cien veces mejores que los de los humanos. Tobías era capaz de contar los ratones, ratas, mofetas, sapos y ardillas que se agazapaban por aquellos árboles, así que, con mayor motivo, podía ver a los escandalosos y enormes humanos que rondaban por el lugar.

Me adentré en el pequeño bosque. Había toneladas de basura: latas de refresco, bolsas de patatas fritas y de McDonald’s. Me reí porque aquél era el entorno favorito del ave en el que me iba a transformar.

<Despejado —advirtió Tobías—. Hay cuatro chicos que se dirigen hacia aquí, aunque todavía están cerca del colegio, tienes tiempo suficiente.>

Asentí. Acto seguido, me concentré en el animal, intentando olvidar lo extrañas que habían resultado las últimas transformaciones, como si las otras fuesen normales.

Empecé a encogerme a toda velocidad. La pinaza, las hojas muertas, las latas de cerveza y toda clase de basura se acercaban y crecían desmesuradamente. La sensación es muy parecida a la de caída, con la diferencia de que nunca llegas a chocar y, de repente, una lata que antes era tan grande como tu pie hace medio cuerpo tuyo; una bolsa de McDonald’s que antes podías pisotear, ahora te sirve para colarte en su interior y las hojas, del tamaño de una mano, son tan grandes como alfombras de baño.

Mi piel se tornó blanca, blanca como la nieve, blanca como el papel. Y entonces, cuando mi aspecto recordaba a un horripilante fantasma menguante, empezaron a dibujarse los contornos de unas plumas delicadas y pequeñas, mucho más pequeñas que las del búho y las del águila.

Los dientes se fundieron para conformar una protuberancia que se proyectaba hacia fuera en forma de cuerno. Finalmente ésta se abrió en una apertura horizontal y el pico ganchudo quedó completo.

Estiré los brazos y comprobé que ya se habían convertido en alas. No eran las alas magnánimas y poderosas de un águila, sino unas más cortas, más estrechas, puntiagudas y acrobáticas.

Me había transformado en el ave que nunca se encuentra en extinción y que habita los siete continentes, el ave que parece adaptarse a cualquier entorno.

Me había convertido en la omnipresente gaviota, que come de todo: peces, patatas fritas, caramelos derretidos, huevos, hamburguesas, palomitas, carne, cerezas amargas, pastelillos de queso, en resumen, todo tipo de comida imaginable.

Me había transformado en el rey de los carroñeros, en el señor de la basura.

Agité las alas y me elevé por el aire. Aleteé con fuerza hasta superar las copas de los árboles. Por debajo y ante los ojos alerta de la gaviota, se extendía un mundo de belleza.

Había comida por todas partes. Allá donde los humanos arrojaban comida se convertía automáticamente en un restaurante para mí. El contenedor de detrás del colegio, el aparcamiento de aquellas tiendas. Podía verlo todo, hasta la envoltura de papel más diminuta. Era capaz de distinguir todas y cada una de mis presas.

Otros pájaros tienen que matar para comer y en sus ínfimos hábitats sólo disponen de una o dos especies que pueden tolerar. No es mi caso, yo me alimento de comida basura.

Y por esa razón, mis hermanos y hermanas abarrotaban los cielos. Estaban por todas partes, siempre cerca del suelo y pendientes de la próxima miga.

Noté la presencia de una forma peligrosa… se trataba de la silueta oscura de un ave rapaz, pero no me preocupé demasiado porque yo era rápida y ágil.

Aleteé con energía y aumenté la velocidad. Me deslicé como un cohete inseguro e inestable por encima de árboles, tejados, por entre los cables de teléfono y volé a ras del suelo por jardines y patios.

<¿Te diviertes, Rachel?>

¿Pero qué demonios…?

<Hola, Rachel, hola. Todo bajo control, ¿no?>

No reconocí esa voz hasta unos segundos después. Era Tobías y éste era humano, como yo.

«Oh. OH. Despierta, Rachel».

<Perdona, Tobías. Por un momento la mente de la gaviota ha conseguido dominarme. Me he confiado demasiado, como ya lo había hecho otras veces pensaba que sería coser y cantar. Me ha pillado desprevenida.>

Me sentía avergonzada. Siempre que te transformas en un animal nuevo, resulta muy difícil controlar su mente instintiva. Por ejemplo, cuando me transformé en cocodrilo, por muy mentalizada que estuviese, me invadieron unas ganas terribles de zamparme al chaval.

En cualquier caso, la gaviota no debería suponer ningún problema porque no era la primera vez que adoptaba esa forma y conocía su mente.

<¿Estás bien, Rachel?, insistió Tobías.>

<Sí, sí… claro que estoy bien. Pero estaría mejor si dejarais de preguntármelo a cada segundo. Estoy bien, ¿vale?>

Sin embargo, notaba algo raro, no era como las otras veces en las que la mente del animal se impone al principio. Seguiro que no era relevante, tan sólo una pérdida de concentración momentánea.

«Todo va a salir bien», me repetía a mí misma para convencerme.

<¿Sabes cómo llegar a la playa desde aquí?>

<Pues claro que sé cómo llegar>, contesté, enfadada sin motivo.

<Bueeeno. Nos vemos allí.>

Tobías se fue enseguida. Si hay una cosa en este mundo que la gaviota sabe hacer es encontrar la playa.

Sin embargo estaba de un humor de perros. Algo extraño estaba sucediendo y no tenía pinta de mejorar.