—Pero ¿qué demonios…?
Comprobé la mano izquierda. Verde, también había cambiado y cada vez era más áspera. ¡Me estaba transformando!
Mi cuerpo se cubrió de escamas. Salté de la silla y me miré en el espejo. Mi cara empezaba a proyectarse hacia delante y, poco a poco, iba configurando un hocico verde y negro de tamaño descomunal.
No le deseo aquello ni a mi peor enemigo.
—¡Ahhhhh! —bramé.
La protuberancia se abrió de repente y apareció una hilera de dientes alargados y amarillentos.
—¡Crkkkk! —exclamé. Mi boca ya no era capaz de emitir sonido humano inteligible.
Mis piernas se encogieron y, sin poder evitarlo, caí de bruces. Sentí que mi columna se estiraba hasta formar la enorme cola.
¡No! ¡No! ¡No quería transformarme! Pero me resultaba imposible impedirlo. Los cambios se sucedían a toda velocidad. Impotente, allí, tirada en el suelo, me convertía en un cocodrilo asesino de unos seis metros de largo.
«¡Rachel, para! ¡Recupera tu forma humana! —me ordenaba una y otra vez—. ¡No sigas!»
Sin embargo la metamorfosis continuaba y la habitación se me quedaba pequeña. Mi hocico chocó contra uno de los rincones y mi cola se extendió por debajo de la cama y se enrolló como pudo en el rincón opuesto.
¿Qué me estaba ocurriendo?
Si Jordan o Sara o mi madre entraran en ese momento en mi habitación, me descubrirían, pero lo peor de todo era que no sabía si sería capaz de controlar al cocodrilo. Tenía hambre.
«¡Concéntrate, Rachel! ¡Concéntrate! ¡Vuelve a tu forma humana!»
No funcionaba y aunque empecé a notar cambios, ninguno indicaba que estuviera recuperando mi forma humana. La sensación que yo tenía era la de que mi cuerpo se estrechaba por varias partes hasta formar tres secciones diferentes: cabeza, abdomen y tórax.
¡Me estaba convirtiendo en un insecto!
Entonces me asusté. Es imposible transformarse de un animal a otro directamente o, al menos, eso creíamos. Pero estaba claro que aquél no era mi cuerpo humano.
Todavía era un cocodrilo, aunque mi enorme cabeza estaba unida al resto del cuerpo por un cuello finísimo, y la zona que conectaba el tronco rechoncho del animal con la cola se había estrechado hasta alcanzar el tamaño de una cintura humana.
<¡Esto no puede estar pasando! —gimoteé—. ¡Tiene que ser un sueño!>
Por desgracia sabía que no era así. Había tenido cientos de horribles pesadillas y nada tenían que ver con lo que estaba ocurriendo.
Oí el chirrido de mis huesos al vaciarse y desaparecer y vi cómo las escamas verdes del cocodrilo adquirían una tonalidad marrón, casi negra, y el exoesqueleto crecía hasta cubrirme todo el cuerpo, a modo de armadura.
En mi espalda despuntaron enormes pelillos puntiagudos. Los dientes se derritieron y se solidificaron para formar un horripilante tubo alargado de color negro y aspecto repulsivo. De los costados me crecieron dos patas con múltiples articulaciones rematadas en punta.
Reconocía los cambios de otras veces, pero nunca habían ocurrido de esta forma.
Estaba a punto de convertirme en mosca y como los cambios nunca siguen un orden lógico, mi aspecto era el de una mosca enorme. No había tenido tiempo de encogerme.
De repente, empecé a menguar. Todo sucedió muy rápido y de seis metros pasé a medir menos de un centímetro.
Quería gritar, que alguien me ayudara. Pero ¿quién? ¡Nadie! ¡Absolutamente nadie!
A continuación mis ojos de reptil se hincharon y estallaron como si fueran globos. El mundo se dividió en miles de imágenes diminutas a través de los ojos compuestos de la mosca.
La cabeza me daba vueltas. Tenía que tratarse de una pesadilla. No podía ser que me estuviera pasando de verdad.
Me encogía a una velocidad tan vertiginosa que los rincones de la habitación ascendían a toda velocidad. La veta de la madera se hacía cada vez más visible, más grande y más oscura y las separaciones entre los tablones parecían zanjas.
Entonces, tras una fuerte sacudida, cesé de menguar y comencé a crecer de nuevo.
La veta de la madera disminuía de tamaño, al igual que la separación entre los tablones.
Las patas adicionales desaparecieron, y las cuatro que me quedaban aumentaban a lo ancho y a lo largo.
<¡Por favor, que alguien me ayude!>
¡Boing! ¡Boing!, los muelles de mi cama salieron despedidos, incapaces de soportar la presión. La habitación se me quedaba pequeña, mi tamaño era mayor que el del cocodrilo. Las estanterías se desplomaron, el escritorio se incrustó en la pared y saltaron chispas del ordenador hasta que la pantalla se quedó negra por completo.
Ya no cabía. Era enorme, tanto que debía de pesar toneladas. ¡Dios mío, me estaba convirtiendo en un elefante africano adulto! Y lo peor era que aquello estaba sucediendo en mi pequeña habitación.
¡C-r-r-r-r-r-a-a-a-k!
<¡Oh, no!>, exclamé. Sentía que el suelo cedía literalmente bajo mi peso al tiempo que mi cabeza empujaba con fuerza el techo.
¡C-r-r-r-UNCH!
La madera crujió y el suelo cedió.
¡C-r-r-r-a-BUUUM!
¡Qué horror! El mundo se hundió y, de repente, me encontré en la cocina.