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Adquirir un animal significa absorber su ADM para incorporarlo a tu sistema.

Adquirí al cocodrilo y, por lo tanto, su ADN pasó a formar parte de mí. Normalmente, durante el proceso, el animal languidece y permanece quieto.

El cocodrilo cesó de agitarse y la cola paró de dar latigazos, pero giró la cabeza y me miró con uno de sus malvados ojos. Supe entonces que la calma no duraría mucho.

Para colmo, empecé a encontrarme mal. Era la primera que me ocurría algo así al adquirir un animal. De repente me entraron ganas de vomitar, como cuando bebes leche en mal estado, y sentí una oleada de calor por todo el cuerpo.

Sin embargo, mis nervios y mi estómago revuelto eran la menor de mis preocupaciones.

Caía rodando del cocodrilo y mi estómago revuelto eran la menor de mis preocupaciones.

Caí rodando del cocodrilo y fui a parar al interior del nicho donde se encontraba el chico. Tenía una herida en la frente y estaba inconsciente, aunque empezaba a moverse y a gemir.

Disponía de unos segundos antes de que el cocodrilo se reanimara y volviera a la carga. Sus incisivos brillaban a medio metro del chaval.

Desde lo alto me llegaba el eco de los gritos. La gente se acercaba a toda prisa para ayudar pero no iban a llegar a tiempo. Ni siquiera podían vernos desde donde estaban.

—Venga, Rachel —susurré para mí—. Concéntrate, ¡rápido!

Sentí los cambios casi de inmediato. Vi cómo se producían. La piel de mis brazos se tornó de un verde amarillento que se iba oscureciendo hasta parecer casi negro. Mi piel se cuarteó. ¿Habéis visto alguna vez el fondo de un lago seco, donde el barro se parte y forma grandes baldosas irregulares? Pues así era mi piel. Enormes grietas que me recorrían los brazos y la espalda.

Notaba que la piel de la espalda se endurecía y se hacía más áspera. Por delante era más suave, pero muy tensa. No me dolía, las transformaciones nunca duelen, pero las sensaciones se sucedían: mi piel aumentaba de grosor, se acartonaba y se resquebrajaba, la espina dorsal creció más y más, con chasquidos semejantes a los de una cuerda de escalada al tensarse, y mis extremidades se encogieron.

En un abrir y cerrar de ojos mis piernas se acortaron tanto que dejaron de sostenerme. Caí de bruces contra la arena.

El gran cocodrilo tenía su mirada clavada en mí, parecía haberse olvidado del chico.

El pequeño empezaba a volver en sí. Parpadeaba y movía las manos y las piernas. Como se movía, la vista del cocodrilo se posó de nuevo en él. En su presa.

Entonces fue cuando mi cara se proyectó hacia delante. Se hinchó como un horrible grano. Me picaban muchísimo las encías porque los dientes viejos aumentaban de tamaño y otros nuevos emergían a su lado.

No tardé en ver mi hocico verde y escamoso. Era extraordinariamente largo y ya empezaba a ser consciente del inmenso poder de aquellas mandíbulas.

«Vamos, Rachel, ¡prepárate!», me previne.

Sabía lo que pasaría a continuación. Cuando se completasen los cambios físicos, la mente del cocodrilo haría acto de presencia. Es parte del proceso. La mente y los instintos del animal se activan junto a los tuyos, tanto es así que a veces cuesta mucho controlarlos.

A veces, es casi imposible.

El cerebro del cocodrilo ascendía despacio. Era lento, muy lento, avanzaba como un superpetrolero, despacio, pero imparable. Estaba ya tan cerca que podía percibir su absoluta simplicidad, ni un solo pensamiento complejo, ni duda. Sólo hambre, nada más. Lo sentía burbujear en mi cabeza como un volcán a cámara lenta.

«¡Resiste!»

El problema es que la mente del cocodrilo había evolucionado millones de años antes de que el primer mono se columpiara en un árbol. Había sobrevivido inalterable mientras los dinosaurios se extinguían y aparecían los primeros pájaros. Era viejo, simple y claro y me arrollaba, barriendo mis frágiles pensamientos humanos.

El cocodrilo tenía dos cosas muy claras. Había una presa, el chiquillo, y un enemigo, el otro cocodrilo.

Mis ojos observaban desde los lados de mi cabeza. Su visión era buena y clara, no muy diferente de la mía. Divisaba casi todo lo que había a mi alrededor a la vez. Algo se movía y se quejaba justo detrás de mí. Casi podía saborear la sangre que corría por sus venas y notaba su calor.

Ante mí había otro gran cocodrilo macho, al igual que yo. Acechábamos la misma presa.

La cosa era muy sencilla: dos cocodrilos del mismo tamaño querían la misma presa. Mis opciones eran luchar contra él, adelantarme y hacerme con la presa sin darle tiempo a reaccionar o retroceder sin prestar resistencia.

Me volví hacia la izquierda rápido como una serpiente. Abrí tanto las mandíbulas que mi propio hocico me tapaba en parte de la visión de la presa. La idea era cerrarlas rápidamente sobre aquel niñito que no dejaba de moverse y quejarse…

De pronto, un movimiento… ¡Me estaban atacando!

El otro cocodrilo corrió hacia mí a una velocidad extraordinaria. Con un golpe de la cola me volví para esperarle. El ajetreo hizo que me deslizara hasta el agua. ¡Agua! ¡Ahora sí que nos íbamos a mover!

El otro se zambulló con la intención de situarse debajo de mí y así abrir la parte blanda de mi vientre. Me agité y rodé. Una cola segó las turbias aguas y la atrapé.

¡Sí, señor! Cerré las mandíbulas sobre algo y las apreté.

En ese mismo momento, ¡dolor! Una repentina punzada de dolor en mi pata trasera izquierda. El agua se tiñó de sangre. Él tenía mi pata y yo su cola. Nos agitamos hasta provocar espuma, rodando y apretando nuestras mandíbulas.

Muy lentamente, como si trepara por el interior de un pozo, sentí que mi propia mente, la mente de Rachel, empezaba a emerger de nuevo.

Estaba demasiado aturdida y agotada por la batalla para resistirme a la astucia del cocodrilo. El animal contaba con el poder que le daba su absoluta prioridad, su absoluta simplicidad. Mataba, comía y no le preocupaba nada más.

Rodábamos sin control por las aguas poco profundas. Dos cocodrilos genéticamente idénticos librando una batalla por la supremacía. Luchando por ver quién clavaba sus mandíbulas en la presa humana.

Vi imágenes de gente que nos miraba horrorizada desde arriba, del niño que empezaba a alejarse a gatas, de los otros cocodrilos deslizándose hacia el agua con la esperanza de hacerse con el chiquillo mientras dos cocodrilos adultos seguían enzarzados en una batalla sangrienta.

Necesitaba ganar para seguir viva. Y debía apresurarme si quería salvar al pequeño. Así que hice algo que al cocodrilo no se le da muy bien, pensar. Utilicé mi inteligencia.

Le solté la cola al tiempo que tiraba de mi pata con todas mis fuerzas, lo que provocó un efecto de tirachinas. Mi enemigo se fue hacia atrás y cuando vi pasar su pálida panza, le golpeé con fuerza.

Se alejó rodando, había perdido la batalla. Giré a la derecha para cortar el paso a los otros cocodrilos que ya iban a por el chico. Entonces salí disparado hacia la arena y me escabullí al interior del nicho para esconderme de las miradas de la gente. El chico huyó aterrado.

No tenía elección, tenía que intentarlo. Le hablé por telepatía.

<Eh, ¡chico! Soy el cocodrilo bueno, ¿vale? ¡Súbete a mi espalda!>

Por suerte el chico era simpático y lo bastante pequeño como para no cuestionarse el hecho de que le estaba hablando un cocodrilo.

Se subió a mi lomo como si yo fuese un poni. Bajé hasta el agua y le llevé hasta el montón de rocas falsas desde donde él podría trepar y ponerse a salvo. Los cocodrilos saben hacer muchas cosas, pero escalar no.

Regresé al nicho a toda prisa y recobré mi forma humana justo en el momento en el que llegaba media docena de cuidadores del zoo portando rifles cargados con dardos tranquilizantes y redes.

El chico estaba a salvo y yo también. Incluso el otro cocodrilo se puso bueno gracias a una intervención quirúrgica.

Así que, después de todo, resultó ser una excursión bastante interesante. Y no tuvimos necesidad de escuchar la charla de la madre de Cassie.