3

—¡Aaaaahhhhhh! —gritó el niño.

Durante unos segundos hubo un silencio sepulcral y a continuación estalló el caos: los mayores, profesores, padres voluntarios, Cassie y yo, todos gritábamos como posesos.

—¡Socorro! ¡Que alguien nos ayude!

—¡Se ha caído!

—¡No he podido hacer nada!

—¡Yo no lo he visto!

—¡Tyler! ¡Tyler! ¿Estás bien?

Cassie me agarró del brazo para atraer mi atención.

—Voy a buscar ayuda —dijo mirándome a los ojos para segurarse de que la entendía—. Ahora vuelvo. No hagas ninguna locura, Rachel. ¿Me has oído? —y se alejó corriendo.

Me subí a la valla y me asomé cuanto pude. La gente empujaba para intentar localizar al pequeño Tyler allí dentro, pero no se le veía por ningún sitio. El niño había caído hasta el fondo y había rodado hacia el interior de un nicho poco profundo que había en la base de la pared.

El hábitat se componía de una especie de isla en el medio, rodeada por un foso, riachuelo o como quieras llamarlo. Justo por debajo de donde yo me encontraba, al final de la pared, había una zona seca. Supongo que es ahí donde van los cocodrilos cuando no quieren que la gente los mire.

Había seis cocodrilos, todos estaban en la isla. Dormitaban y permanecían tan quietos y aburridos como las pitones.

En ese preciso instante vi que uno de ellos abría un ojo. Era un ojo enorme, despiadado y cruel, de color marrón, con una ranura negra por pupila.

Si a los cocodrilos les diera por desperezarse y atacar al chaval, la ayuda llegaría demasiado tarde.

Otro cocodrilo abrió los ojos y movió la cabeza en dirección al niño.

—¡Oh, Dios mío! —exclamé. No disponía de ninguna forma animal que pudiese con un cocodrilo de siete metros de largo. Ni mi oso pardo, ni el elefante podrían acabar con aquellas fieras. Para empezar no podía transformarme en público, ni siquiera para salvar una vida. Tomé aire.

Sólo tenía dos opciones, permanecer impasible y permitir que el cocodrilo atacase al niño, o hacer una locura.

Elegí lo segundo.

—¡Mirad! ¡Allí! —grité con todas mis fuerzas.

Todo el mundo se volvió para ver lo que indicaba mi dedo y yo aproveché para subirme a la valla. Mantuve el equilibrio como había aprendido en mis clases de gimnasia y de un salto alcancé la rama de un árbol artificial, fabricado de cemento, que sobresalía de la pared del foso.

Me agarré a la rama, como si se tratara de las barras paralelas, sólo que me lastimé las palmas de las manos. Me columpié y me dejé caer hasta una rama más baja. Al caer, me rocé el antebrazo y me hice sangre, pero por suerte conseguí agarrarme a la rama y amortiguar la velocidad de la caída antes de saltar los tres metros que quedaban hasta el suelo del recinto de los cocodrilos.

—¡Oh, Dios mío! ¡Esa chica se ha caído también!

—¡Oh, no! ¡Quiere salvar al niño!

—¡No seas tonta! —gritó alguien.

«Demasiado tarde», pensé con la determinación de no abandonar.

Había aterrizado sobre arena. El niño estaba detrás de mí, imposible verlo desde arriba. Unos dos metros de agua nos separaban de los seis cocodrilos, que ya estaban completamente despiertos y parecían interesados en lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, me daba la sensación de que no sabían muy bien si acercarse y comernos o permanecer donde estaban.

Entonces comprendí su vacilación. Veréis, no había seis cocodrilos en el recinto, sino siete, y el séptimo se encontraba tan sólo a unos centímetros de nosotros. Y os aseguro que era grande de verdad.

Lo bastante como para decidir no compartir su presa con los demás sin que éstos rechistaran.

Dios mío, era descomunal.

—Cocodrilo bonito —dije entre dientes.

El monstruo me observaba con sus ojos marrones y amarillos. Por su expresión se diría que se estaba riendo. No me extrañaría nada, porque en lugar de un humano ahora tenía dos para él solito.

No se entretuvo más tiempo y atacó.

Jamás pensaríais que algo tan grande, con esas pequeñas patas achaparradas, pudiera moverse tan rápido. Aquella maldita bestia se acercaba veloz como un rayo, directa hacia mí.

Salté justo cuando intentaba alcanzarme con su horrible hocico. Aterricé sobre la espalda del animal, me sujeté con fuerza y luché por no perder el equilibrio. El cocodrilo chasqueaba la cola como si fuese un látigo y se agitaba con violencia para hacerme caer. Giraba la cabeza y abría su enorme mandíbula con intención de agarrarme y hacerme pasto de sus afilados y desiguales dientes.

Aún me quedaba una última esperanza. Me abracé a su áspera y rugosa espalda al tiempo que presionaba con las palmas de las manos y me concentraba con todas mis fuerzas.

Empecé a adquirir al cocodrilo, antes de que él me «adquiriese» a mí.