Se me hace difícil llevar al papel los disgustos y las decepciones que acompañaron a la publicación del libro autobiográfico en que yo había trabajado durante tantos años, después de las horas escolares, y durante todos mis días festivos, mientras era maestro en la Escuela Libre de White Friars Lane, en esta ciudad de Dublín. Lo había escrito como una memoria fiel de acontecimientos interesantes, sin ahorrarme ninguna confesión de error o jactancia de éxito, mientras permaneciera fiel a la verdad.
En el año 1808, cuando el libro estuvo concluido, mostré el manuscrito a un par de mis antiguos camaradas militares que residían en Dublín. Lo hallaron bastante bueno como narración, y tuvieron pocos reparos que hacerle en cuanto a su exactitud como escrito histórico. Pero con los editores el asunto fue del todo diferente. Pocos de ellos se dignaron siquiera examinar esta obra, que dijeron era claramente de una extensión inusitada, y tediosa como biografía de una persona tan insignificante como yo; otros leyeron una o dos páginas y luego me preguntaron, fingiendo que les había gustado, si estaba dispuesto a pagarles cien guineas por el riesgo de su publicación. Pero yo era un hombre pobre, con un montón de deudas, mediana salud, una familia numerosa que sostener, y había esperado que la marea de dinero fluyera más bien en dirección opuesta.
El tema principal eran mis experiencias en la guerra americana de 1775-1783, que estos editores consideraban como «un Lázaro», su término profesional para un tema que no sólo estaba muerto, sino que olía mal. Se negaron a escucharme cuando alegué que las actuales hostilidades con Francia favorecían grandemente el libro, llamando la atención hacia el nunca bastante alabado heroísmo desplegado en otro tiempo en América por los mismos regimientos que entonces se hallaban combatiendo victoriosamente, al mando de lord Wellington, en la península española.
Esta guerra americana había sido, claro estaba, una guerra perdida, de modo que en general no era tema agradable para el pueblo inglés; y además, era una guerra vergonzosa, puesto que se libró contra hombres de nuestra propia sangre, los colonos americanos; y todavía más vergonzosa porque éstos se hallaban aliados desde hacía tiempo con nuestros enemigos los franceses, contra cuyas agresiones nosotros los habíamos defendido tan recientemente. A pesar de todo esto, nosotros (si se me permite hablar por los supervivientes de las fuerzas expedicionarias inglesas en América) no teníamos nada que reprochamos, ni podíamos considerarnos inferiores en valor o pericia a las tropas de lord Wellington. Nuestra convicción común era que no habíamos sido nosotros los que perdimos la guerra —de hecho, apenas hubo escaramuza o batalla en que no quedáramos dueños del campo—, sino que la guerra había sido perdida por un ignorante y negligente Ministerio secundado por una maligna y antipatriótica oposición. Y no era fácil rebatir nuestro punto de vista.
Yo expuse todo esto, tal vez con demasiado ardor, a los señores Wilkinson y Courtney, dos editores emprendedores de Wood Street a los cuales llevé finalmente el manuscrito de mi libro. Y al viejo Mr. Gourtney le hice esta pregunta: «¿Sabe usted, señor, cuándo los veteranos hablan con más calor y seriedad de los azares, las fatigas, los triunfos y las travesuras por que han pasado juntos? Eso —le informé acto seguido— ocurre cuando se está librando una nueva guerra y cuando los regimientos cuyas insignias y colores llevaron en un tiempo con orgullo se hallan de nuevo ardientemente comprometidos, como ahora. ¿Puede, por consiguiente, un tema como la guerra americana llamarse “un Lázaro”, salvo en el sentido de que Lázaro fue, por un milagro, resucitado de entre los muertos y aclamado por las multitudes?»
Mr. Courtney admitió lo justo de mis observaciones, y convino en que tal vez se podrían encontrar muchos oficiales retirados en Irlanda y otras partes, que se suscribieran a un libro que relataba las campañas en que ellos mismos habían combatido.
El joven Mr. Wilkinson se puso entonces a leer el libro, hasta terminarlo; y unos días después propuso que llegáramos a un acuerdo del modo siguiente: Mr. Wilkinson tendría autoridad para solicitar suscripciones en mi nombre para una obra titulada Diario auténtico y verdadero de los acontecimientos de la guerra americana, en la cual incluiría las partes más generales e impresionantes de mi historia y la engrosaría con extractos de obras biográficas y memorias de viajes dignas de crédito. Excitaría el interés y la compasión de la nobleza, el clero y la clase media hacia mí como viejo soldado agotado que, sorprendentemente, se había vuelto escritor, y expurgaría de mi obra todos los juicios e incidentes que no estuvieran en consonancia con ese carácter humilde. Esperaba poder colocar una edición de mil quinientos ejemplares; y se comprometió a pagarme cinco libras de entrada y seis peniques por cada ejemplar suscrito, calificando este pago de muy generoso. Si las cosas resultaban como él esperaba, publicaría el resto de mi escrito como obra más particular, titulada Memorias de su propia vida: por R. Lamb; sería una obra aparte, de alto tono moral. No manejaría él mismo esta obra, sino que contrataría a un escritor, el cual acentuaría el tono de contrición que atraería al público medio. Por esta obra yo no recibiría sino la gloria de ser el autor de un segundo libro, hasta que se hubiesen vendido mil ejemplares, a partir de los cuales mi remuneración sería tres peniques por cada ejemplar que se vendiera.
Era ésta una pobre oferta, y al principio la rechacé con indignación. Pero luego ahogué mi orgullo y expresé mi consentimiento, debido a la mucha falta que me hacía el dinero, y al acoso a que me sometían los comerciantes, mis acreedores, personas casi tan empobrecidas como yo mismo.
Mr. Wilkinson me permitió ayudarle a componer mi libro. Era extremadamente doloroso para mí sentarme a ver cómo él hacía correr el lápiz a través de sus más selectos pasajes diciendo con un gruñido: «No, no, Mr. Lamb, esto no gustará.» «Esto» era trivial, «aquello» era vulgar, y «lo de más allá» no sólo causaría dolor y agravio, sino que paralizaría las suscripciones como un estíptico. Sin embargo, yo tenía ahora una necesidad algo menos urgente de dinero que antes, puesto que mi solicitud de una pensión del Chelsea Hospital había sido inmediata e inesperadamente concedida, mediante los buenos oficios del general H. Calvert (a cuyo mando había luchado yo en otro tiempo) con Su Alteza Real el duque de York. Por consiguiente, quise romper el acuerdo firmado en mala hora con estos cognoscenti de literatura, devolverles las cinco libras y recobrar mi libro. Pero me tenían sujeto por la firma y no había remedio legal contra ellos.
Ni una sola vez respetó Mr. Wilkinson mi de que dejara este o ese otro particular en su versión. Por consiguiente, pronto dejé que él consumara solo la carnicería; y confieso que me sentí profundamente dolorido cuando el Diario auténtico y verdadero me fue al fin presentado, encuadernado en piel, bellamente impreso y apenas con una frase en la forma en que yo la había redactado. Las veinte guineas que recibí fueron un pobre consuelo, lo mismo que el hecho de que en la lista de suscriptores figuraran nombres tan notables como el mayor general W. H. Clinton, miembro del parlamento e intendente general de Irlanda; el teniente general sir Charles Asgill, comandante del Distrito Oriental; y el propio conde de Harrington, comandante en jefe de las fuerzas de Su Majestad en Irlanda. Ya no era mi libro; ya no era la verdad como yo la había querido relatar. El segundo volumen fue todavía peor; era una triste mezcolanza de sentimientos religiosos y anécdotas sin trascendencia; pero al menos fue consolador para mí saber que, si yo no cobraba nada por la obra, los editores obtuvieron menos que nada (aunque habían compartido sus riesgos con un impresor galés llamado J. Jones), pues apenas vendieron un ejemplar.
Muy humillado, convencí a un empleado de Mr. Wilkinson, pagándole una guinea, de que rescatara y me devolviera el manuscrito tachado; el cual Mr. Wilkinson, cuando yo se lo pedía, fingía no encontrar nunca. Luego, como una especie de tarea penitencial, me puse a reescribir la historia original, y de una manera que mostraba todavía menos consideración que antes hacia la susceptibilidad de la nobleza, el clero y la clase media, y corrigiendo al mismo tiempo numerosos errores de detalle que había cometido, o que el ingenuo y antihistórico Mr. Wilkinson me había hecho adoptar. Confío en que ahora habré cumplido con mi deber hacia la celosa ninfa Clío, a quien los antiguos representaban en sus leyendas como la musa de la historia auténtica.
R. LAMB
(Diciembre de 1814)
Escuela Libre.
White Friars Lane, Dublín.