Obedeciendo órdenes de nuestros oficiales, amontonamos nuestras armas en la pradera, cerca de la confluencia del riachuelo Fishkill con el Hudson, y vaciamos nuestras cartucheras. Se descubrió que no nos quedaban quince tiros por cabeza. Un gran hedor se levantó en la pradera, por la putrefacción de los caballos que habían caído allí. Habían sido atraídos desde el barranco donde los guardábamos, por el olor de la hierba; el enemigo mató a las pobres bestias tan pronto como empezaron a pacer. Hubo soldados que se echaron a llorar al verse separados de los mosquetes que habían llevado tanto tiempo y habían cuidado tan bien; parecían casi parte de ellos mismos; confieso que durante muchos días eché de menos el peso del mosquete sobre mi hombro, sintiéndome en cierto modo como desnudo sin él. Ningún soldado americano estuvo presente durante esta escena; el general Gates los había confinado a todos a su campamento, excepto unas pocas compañías de fusileros que formaban al borde del monte como precaución contra cualquier traición por nuestra parte. El teniente coronel Hill conservó la bandera del Noveno bajándola del asta y cosiéndola en el forro de un colchón. Más tarde tuvo ocasión de presentarla a Su Majestad en el palacio de St. James; el rey recompensó sus fieles servicios nombrándolo su edecán y otorgándole el rango pleno de coronel.
El mismo día, 17 de octubre, nos hicieron marchar en dirección a Boston. Pasamos a través de las largas filas de nuestros enemigos, que se habían pasado toda la mañana frotando y limpiando sus personas y sus armas a fin de tener el mejor aspecto posible. Había catorce mil en formación y algunos miles más apostados en la reserva. Estos hombres eran en general más altos, más delgados y más musculosos que nosotros. Nuestros veteranos observaron que les hubieran agradado más estos rebeldes si hubieran mostrado ese dominio de sí mismos que dignifica a un ejército cuando resulta victorioso sobre el campo; pues les pareció que los rasgos y tonos, hasta de las tropas regulares americanas, denunciaban una exultación impropia. El teniente Anburey del Catorce, en su relato de estas transacciones, ha escrito: «Al pasar ante el enemigo, no he notado en ninguno de ellos la menor falta de respeto, ni siquiera una mirada ofensiva; todo en ellos era mudo asombro y piedad.»
Ni yo, ni aquellos de mis camaradas supervivientes a quienes he consultado, pueden explicar la discrepancia entre lo que vimos nosotros y lo que vio el teniente, sino sugiriendo que tal vez fuésemos más susceptibles e irritables que él: pues piedad no había ninguna, sino más bien miradas hostiles o bromas a nuestra costa, a las cuales no nos molestábamos en contestar. La verdad es que sus periodistas y panfletistas habían escrito tanto contra nosotros, tachándonos de viles mercenarios y escoria inglesa, y tanto habían predicado sus ministros eclesiásticos contra nosotros, representándonos con imaginación bíblica como monstruos —con espadas por lenguas, garras por manos, cascos por pies, y las bocas chorreantes de la sangre de niños y vírgenes— que pocos americanos podían desprenderse de sus fuertes prejuicios. Añádase a esto que difícilmente podía esperarse de los campesinos, que combatían en defensa de sus hogares, las mismas cortesías que las que se intercambiaron, por ejemplo, nuestros ejércitos y los franceses, cuando se enfrentaron sobre el suelo neutral de Alemania o de los Países Bajos.
Las tropas americanas regulares o «continentales» llevaban uniformes color azul y ante con fuertes mochilas, y portaban mosquetes, de los cuales veinte mil habían sido comprados secretamente a nuestros enemigos los franceses por un emisario americano en París; los fusileros iban vestidos adecuadamente con cazadoras de lino y polainas; los milicianos, según su propia fantasía, llevaban chaquetas de corte militar, pero de diferentes géneros, colores y revestimientos; sus armas presentaban también gran variedad de calidad y modelos. Además de estas tropas, había numerosas compañías de campesinos barbudos en traje de diario, muchos de los cuales llevaban armas inmensamente largas, de las que se usan para cazar patos, pero algunos sólo viejas horquillas o cuchillos adheridos a pértigas para servir de picas. Fueron las lanudas y multicolores pelucas que llevaban los viejos las que nos causaron mayor asombro y nos recordaron los tiempos de la reina Ana, cuando los hombres llevaban haces de heno en la cabeza.
Los americanos demostraron, ciertamente, ser muy astutos para subsanar sus deficiencias en cuanto a material de guerra. Al principio habíamos pensado que tendrían que ceder por falta de pólvora, pues las cantidades que obtenían por captura, o por compra a los españoles, franceses y holandeses eran insuficientes para sus necesidades. Pero un simple campesino se había acercado a la Asamblea de Massachusetts con una especie de pólvora fabricada por él mismo, con el salitre contenido en las materias de establo en descomposición, y se comprometió a demostrarles que en ocho meses era posible fabricar más cantidad de la que la provincia podía pagar. Su método fue aceptado. Los molinos harineros, que eran muy numerosos en Nueva Inglaterra, fueron por lo tanto convertidos en fábricas de pólvora, y pronto hubo una superabundancia de este producto. Los americanos estaban también muy escasos de plomo para balas, y llevaron a sus moldes pesas de reloj, bombas de agua, cisternas, ornamentos de plomo de las fachadas, estatuillas y tipos de imprenta, y a veces se vieron obligados a usar platos y cucharas de peltre. El papel para los cartuchos, que no fuera demasiado delgado ni demasiado grueso, era difícil de obtener, y los continentales recibieron una vez la edición entera de una biblia alemana impresa en Filadelfia. En Nueva Inglaterra se usaron también mucho con este fin las hojas de los libros capitulares de la Iglesia episcopal. En un aspecto, según nos enteramos, el ingenio de los americanos se volvió contra ellos. Siendo insuficientes los mosquetes franceses con que contaban para todo el ejército americano, a veces se suministraba a las milicias mosquetes del comercio, vistosos y defectuosos, que habían sido fabricados para venderlos a los indios buscadores de pieles o a los jefes africanos de la costa de Guinea que los tomaban a cambio de esclavos. Con frecuencia estallaban a la primera descarga, resultando fatales para los soldados que los llevaban. La mayoría de los mosquetes usados contra nosotros habían sido fabricados por herreros, a imitación del mosquete Tower, pero no de un modo uniforme, de modo que si una parte se estropeaba, el mosquete quedaba inservible hasta que se forjaba de nuevo una pieza que le sirviera.
Cuando la cabeza de nuestra columna llegó frente al cuartel general enemigo, el general Burgoyne, con su sombrero adornado con plumas y su uniforme nuevo, entregó su espada con un floreo al general Gates —que llevaba una simple levita azul, sombrero con el ala vuelta y anteojos—, el cual la recibió cortésmente y se la devolvió. A los otros oficiales se les permitió igualmente retener sus espadas y fusiles. El comandante Skene, diremos de paso, firmó humildemente como «un pobre seguidor del ejército británico». Durante estos trámites, sus músicos tocaron la canción que se titula Yankee Doodle que se ha convertido en su canto triunfal, favorito entre los favoritos, y lo usan igualmente como hechizo amoroso, canción de cuna y marcha militar. La palabra yankee significa «cobarde» en lengua cherokee, pero de ser usada como término de reproche ha pasado a ser un vocablo de gloria para todos los habitantes de Nueva Inglaterra. La letra de esta canción es extremadamente frívola.
Durante la demora de unos minutos causada por el intercambio de cumplidos entre los generales, me hallé frente a unas tropas de Massachusetts: creo que era la compañía del capitán Morean. Entre estos soldados reconocí a James Melville, o Mellon, que había sido prisionero en Quebec. Le pregunté:
—¿Peleando de nuevo? ¿No habías dado tu palabra?
Sonrió con una mueca y contestó:
—Me hicieron firmar un papel. Pero yo no le debo nada al rey Jorge. Una promesa forzada, me atrevo a jurarlo, no es promesa.
Entonces pidió permiso a su oficial para romper filas y darme un trago de su botella, lo cual le fue negado, ya que había órdenes estrictas sobre esto. No obstante, él me arrojó el frasco, yo tomé un trago de ron y estaba a punto de arrojárselo de nuevo cuando me gritó diciendo que podía quedarme con él a cambio de los favores que le había hecho en otro tiempo; lo cual acepté de buena gana.
Entonces volvimos sobre nuestros pasos por el camino de Stillwater, que era una etapa bastante triste en nuestro viaje de trescientos kilómetros, acampando en la colina sobre el barranco donde habíamos abandonado nuestras tiendas y a nuestros heridos. Las tiendas habían desaparecido, pero el hospital estaba todavía atestado de nuestros enfermos, a los que se trataba con consideración. Tuve la alegría de encontrar a Terry Reeves sentado ante la puerta sobre un barrilete, casi recobrado de una herida de bala en un pie; no quiso separarse de nosotros y al día siguiente marchó trabajosamente con nuestra compañía. Nos sorprendió descubrir, en una visita a la tumba del general Fraser, que algunos americanos habían agravado su falta de respeto durante el entierro exhumando el cadáver. Su pretexto fue que creyeron que habíamos escondido armas en la tumba y mosquetes en el ataúd. Tenían la costumbre de atribuirnos «astucias» completamente ajenas a nuestra naturaleza británica; pero lo más probable era que estos exploradores esperaran hallar en los bolsillos del general un reloj, dinero o algún artículo de valor que hubiese sido olvidado por los asistentes al entierro en la ansiedad y solemnidad de aquella tarde.
Cruzamos el Hudson por el puente de barcos del general Gates en Stillwater; este nombre era muy apropiado para esa zona,[6] pues la turbulenta corriente se convertía en una calma repentina. El ejército americano pasó junto a nosotros, marchando hacia Albany contra el pequeño ejército del general Clinton, el cual, sin embargo, se retiró rápidamente al tener noticia de nuestro desastre.
Aquella mañana se había predicado un sermón de acción de gracias ante el ejército americano. El capellán dijo a sus oyentes que el Todopoderoso había hecho más por ellos de lo que ellos habían hecho por sí mismos. Les leyó de la Biblia (Joel, II, 26): «Pero yo alejaré de vosotros el ejército del norte, y lo empujaré hacia la tierra estéril y desolada, cara al mar del Este, y con la espalda hacia el Más Grande Mar; y surgirá su hedor, y surgirá su mal sabor, porque ha hecho grandes cosas.» Grandes cosas había realizado en verdad nuestro ejército del norte sobre el campo de batalla, y nadie podía negarlo; el que el general Howe no hubiese venido en nuestra ayuda con sus veinte mil hombres, o que las fuerzas del general Clinton hubiesen avanzado demasiado tarde, no era culpa nuestra. Ahora, según las palabras del texto bíblico, nos estaban empujando hacia una tierra estéril y desolada, cara al mar del Este; y en cuanto a nuestro hedor y mal sabor, los habitantes del país pronto nos hicieron saber cuán ofendidas se sentían sus narices.
Saratoga estaba a unos trescientos kilómetros de Boston. Desde el comienzo de nuestra marcha sufrimos muchas penalidades, durmiendo en graneros y con escasas provisiones. El camino presentaba un aspecto poco alentador, montañoso e incultivado, sin paisaje agradable que contentara la vista. Entonces pude felicitarme de haber hecho aquel acopio de billetes del Congreso, que pasaban por moneda oficial en estos lugares. Todavía conservaba papel por valor de mil dólares. Los otros cuatro mil los había dado al médico del hospital para que comprara cosas necesarias para los infelices que estaban a su cargo; regalo que, según creo, salvó muchas de sus vidas. De lo que quedaba guardé cien dólares para mi propio uso y dividí el resto entre los hombres de mi compañía: lo consideré como producto de saqueo que debía poner en el acervo común. Por consiguiente, lo pasamos mejor que el resto del ejército mientras duró el dinero. El ron de Nueva Inglaterra que compramos en Bennington, el primer lugar de aspecto agradable que encontramos, mantuvo nuestro ánimo a flote durante las frías noches de nuestro paso por las Green Mountains. Muchos soldados pagaron sus tragos vendiendo sus cartucheras, que ahora parecían innecesarias, ya que nos habían quitado los mosquetes. Los caminos de la montaña eran casi intransitables para nuestros carros, y cuando íbamos por la mitad cayó una fuerte nevada, en la que varios hombres murieron de frío. La esposa de un soldado dio a luz a sotavento de un carro de equipaje, aquella rigurosa noche, y los dos sobrevivieron.
Los americanos se mostraban muy dispuestos a cambiar papel continental por «dinero duro», como llamaban al oro y la plata. En Bennington, estado de Vermont, ofrecían nueve dólares de papel por cada guinea de oro, reduciendo así a la mitad el valor nominal del papel; cuando hubimos cruzado las Green Mountains y llegado a Hartfield y Hadley, en Massachusetts, sobre el río Connecticut, nos ofrecieron dieciocho. El precio de la guinea subió todavía más a medida que nos acercábamos a Boston, y cuando pasamos por la parte posterior de Massachusetts y nos acercamos al mar, nos dimos cuenta de cuán poca confianza tenían los americanos más sagaces de que el Congreso pudiera redimir estos pagarés. Pues en Worcester, a dos o tres días de nuestro destino, nos dieron hasta treinta dólares por cada guinea. A medida que se alargaba la guerra, el valor del dólar disminuía, llegando a valer menos de un penique, y al fin toda la emisión, habiendo cumplido su misión de impulsar la nave, fue silenciosamente repudiada. Pero lo que nos pareció extraño fue que, aunque los americanos despreciaban de este modo el dinero del Congreso, ofreciéndolo a tan gran descuento, cuando vendían cualquier artículo y se lo pagábamos en moneda dura, no nos hacían ningún descuento, sino que nos lo vendían al precio nominal del dólar: por el honor de su país consideraban el dólar de papel igual al dólar de plata. Éramos como los egipcios a quienes los Hijos de Israel —que, dicho sea de paso, llevaban casi todos nombres bíblicos— despojaban de su plata y de su oro.
En esta marcha pudimos hacer muchas comparaciones entre el aspecto y modo de vida de los habitantes del país y lo que recordábamos de los canadienses y de nuestra propia gente en Europa. Primero debo decir que aunque las necesidades de este país eran ya, debido a la guerra, muy grandes, pues dependían de Inglaterra en cuanto a géneros y artículos manufacturados de calidad, los habitantes parecían bien alimentados y alegres, e incalculablemente mejor provistos de las comodidades de la vida que los campesinos de Irlanda. Las mujeres llevaban vestidos brillantes y bien entallados, y tenían un notable aire de independencia. Todos los lugares por donde pasamos estaban creando ahora dos o tres compañías para incorporarlas al ejército del general Washington, así que del trabajo de estas mujeres dependía la vida del campo, y ellas lo sabían perfectamente bien.
Debo observar que ninguna de las ciudades por las que pasamos tenía un aspecto reposado o terminado; tampoco podía ser solamente culpa de la guerra el que la vida fuera aquí como una dudosa campaña contra las fuerzas de la naturaleza, sin oportunidad de gozar de los frutos de la victoria, sino un impulso constante por empeñarse en nuevas batallas. Los accidentes que en nuestro propio país hubieran servido para volver loca a una persona parecían producir aquí poca alarma o agitación.-Nada era espléndido ni mezquino, y cuando un hombre era derribado, se levantaba de nuevo rápidamente, de un modo imposible en nuestro continente. El obrero se contentaba en todas partes con una casa de bastos troncos, paredes sin pintar y con frecuencia sin entarimado interior. Todo en derredor era, por lo general, tan árido como una playa, sin jardines, sendas o césped, sino sólo montones de basura y desechos; y si había un pedazo de terreno cultivado llamado huerto o jardín, en él empleaban el arado, y no la azada. En especial no habían dejado ningún árbol para dar sombra o servir de adorno alrededor de la vivienda: los americanos detestaban los árboles tanto como nuestros labradores detestan las piedras o las malas hierbas. Estando la tierra cubierta de árboles por todas partes, los ojos de la gente se cansaron de ver bosques: de modo que he leído acerca de ciertos americanos que al desembarcar en una parte estéril de la costa noroeste de Irlanda expresaron la mayor sorpresa por «lo adelantado del país», ¡tan despejado de árboles! Durante los siete años que pasé en América, sólo una vez vi una finca bien instalada y terminada, y era la del general Schuyler en Saratoga, que nos vimos obligados a devastar. Lo que contribuía al efecto desaliñado y provisional de Norteamérica era los tocones de los árboles que quedaban donde la selva virgen había dado paso al arado. No eran arrancados, sino que se dejaban pudrir lentamente, mientras el arado evitaba tropezar con ellos haciendo surcos sinuosos. Se alzaban dos o tres pies sobre la tierra, a la altura natural del hachazo; ya que un hombre podía cortar más árboles en un día a esta altura que si lo hacía a ras de tierra. En lugar de setos, por todas partes había cercas de construcción diversa, las cuales eran más prácticas que agradables a la vista.
Esta falta de atención a los atractivos de la vida había sido heredada de los primeros colonizadores. La tierra y la madera eran baratas, la mano de obra cara, y se hubiera considerado un tonto el que ocupara su tiempo embelleciendo su casa y alrededores cuando podía haber estado plantando árboles frutales o limpiando unos cuantos acres de selva para convertirlos en maizales. Que se supiese, el único americano que arrancaba los árboles de cuajo era el general Stirling, que se llamaba a sí mismo lord Stirling. Había venido a Inglaterra, antes de la guerra, a pedir que se renovara en su favor el extinto título de nobleza, pero la Cámara de los Lores le negó esta petición y le prohibió, so pena de ser denunciado públicamente, el uso del título. Cuando los americanos se lo concedieron, mostró su agradecimiento con una sincera y firme devoción a su causa. Era hombre de lo más apegado a la dignidad de su rango, y la extirpación de estos tocones estaba en consonancia con los rasgos puntillosos de su carácter.
Las reses que se veían por aquí eran numerosas y extraordinariamente grandes; y lo mismo los puercos, que engordaban con maíz. El maíz era el único grano para el que el clima era favorable, pues el trigo solía agostarse, la espiga de la cebada se secaba antes de madurar —de modo que la cerveza de tipo ale era rara y cara en América— y la avena producía más paja que grano. Pero el maíz se daba magníficamente y era el alimento corriente para hombres y animales.
Estos americanos eran tan poco gregarios que una comunidad rural no consistía jamás, como en Canadá y en Europa, en un grupo de casas, fondas y centros religiosos rodeados de campos y huertos: rara vez vimos más de una docena de casas juntas; el resto estaba aquí y allá, dispersas por todo el campo. Era como si cada familia quisiera afirmar su independencia frente a sus vecinos y formar un pueblo compuesto por su propia casa y sus graneros. Cuando un hijo se casaba, rara vez se mostraba contento si no podía mudarse con su esposa a trescientos kilómetros de distancia, o más, y despejar una nueva zona con su propia hacha.
Debo decir que América no era en modo alguno un país de Jauja, donde las calles son de pastel y los tejados de caramelo, y donde las aves vuelan, asadas ya, de los árboles a la mesa con los tenedores clavados y gritando: «¡Bonito, bonito, ven a comerme!» Era la tierra del trabajo duro y las costumbres estables.
Las mujeres eran despiertas y hermosas, y conservaban su aspecto juvenil por más tiempo que las nuestras, aunque su pelo encanecía más pronto. Por alguna razón, el clima no parecía favorecer las arrugas, y los viejos de ambos sexos tenían un aspecto liso y rosado que contrastaba alegremente con los rostros apergaminados de nuestros abuelos. Sin embargo, tenían la dentadura muy dañada y el aliento pestilente, lo cual atribuían algunos a su manera apresurada de comer y a su inmoderada afición a las melazas, que consumían en todas las comidas, incluso con la carne de cerdo. Otra causa podía ser la crudeza del invierno que motivaba la escasez de verduras durante varios meses seguidos y favorecía el consumo excesivo de bebidas alcohólicas. El acento de Nueva Inglaterra parecía proceder más bien de la nariz que de la boca, y sin embargo, no era desagradable si la persona que hablaba tenía sensibilidad; y era tan claramente articulado que, donde había un número de personas hablando en un grupo, la voz de un americano, aunque no fuese elevada, se oía con claridad, a través de la confusión de las demás, sin que apenas se perdiera una sílaba.
Los habitantes de Nueva Inglaterra eran, entonces como ahora, considerados como la gente más inquisidora del mundo. Careciendo de diversiones en el campo, lo compensaban murmurando y metiéndose en los asuntos de los demás. Todo forastero que llegara a una fonda, por fatigado que estuviera, era asediado por cuantos había allí, que le instaban a qué revelara su nombre, su destino, su origen, su condición familiar, su profesión, sus intenciones y su tendencia política. Esto les proporcionaba diversión, pues se esperaba siempre que el forastero tratara de confundir a sus interrogadores, los cuales procuraban hacerle caer en contradicciones. Si resultaba adusto, la hospitalidad se desvanecía; y si a su vez hacía preguntas, recibía más muecas que respuestas.
Puede concebirse, pues, el interés que despertó el paso de nuestro ejército, especialmente cuando se supo que entre nuestros oficiales iban nada menos que seis miembros del parlamento y varios pares del reino. El teniente M’Neil de nuestro regimiento se molestó por las risitas e irónicas cortesías de una fila de bellas jovencitas que vinieron a vernos a Worcester; y cuando una extraña abuelita tocada de un alto sombrero, que estaba un poco más allá de ellas, levantó las manos al cielo y nos miró con asombro, se volvió hacia ella con acritud:
—¿Así que también usted, abuela gansa, ha venido a ver los leones?
Y ella contestó:
—¡Leones, leones! ¡Les aseguro que los había confundido con corderos!
Compadecimos al joven teniente lord Napier. Se sintió muy molesto por la curiosidad de las mujeres en la casa donde se alojó, las cuales se imaginaban que un lord debía ser algo más que un hombre y atisbaban por puertas y ventanas, con la esperanza de ver una criatura con alas de ángel o pezuñas y rabo de diablo, o no sé qué más. Al fin, cuatro de ellas entraron con descaro en el cuarto y preguntaron:
—Dicen que hay un lord entre ustedes. Dígannos, ¿quién puede ser? —Luego miraron severamente al teniente Kemmis, como diciendo: «Intente engañarnos, y verá lo que le pasa.»
Desdichadamente para lord Napier, acababa de caerse en el fango, y su ropa no se había secado suficientemente para que se le soltara la costra; y también terna un lado de la cara cubierto de lodo. Pero el teniente Kemmis, sabiendo que no habría paz hasta que esas mujeres fueran satisfechas, señaló hacia el lord y dijo con la voz resonante de un heraldo:
—Ladies, he ahí la forma y persona del honorable Francis Napier, del Regimiento Treinta y Uno de Su Majestad, barón de Merchiston en el reino de Escocia, baronet de Nova Scotia, limosnero hereditario del gran sacerdote de Swat, gran escudero de Gotham, lord de un centenar de señoríos menores en la Tierra de Jauja, caballero gran cruz de la Orden de Liliburlero, y mucho más que olvidado. Mírenlo bien, ladies, porque jamás lo volverán a ver.
Miraron ellas al lord con mucha atención y él se sonrojó bajo el lodo que cubría su rostro. Al fin, una de ellas exclamó:
—Bueno, si «eso» es un lord, no me quedan ganas de ver otro.
Sin embargo, vinieron varias mujeres más a ver el espectáculo, por cuyo privilegio pagaban entrada al dueño de la casa.
La última etapa de nuestra marcha fue de Weston a Prospect Hill, cerca de Cambridge, que está a diez kilómetros de Boston. Caía una fuerte lluvia, pero nuestra gente la soportaba muy bien y cantaba a coro mientras nos acercábamos al final de nuestros viajes para proclamar nuestro espíritu intrépido. Los más confiados imaginaban que tendríamos que esperar por lo menos dos o tres semanas antes de que aparecieran los transportes que nos conducirían a Inglaterra; pero se arguyó que el costo de alimentar a tanta gente movería al pueblo de Massachusetts, cuyo consejo había dictado resoluciones para procurar acomodo conveniente a nuestro ejército, a librarse de nosotros lo antes posible, o al menos tan pronto como no pudiéramos pagar nuestra subsistencia con moneda.
Entretanto, determinamos sacar el mejor partido posible de nuestra suerte, la cual era, en suma, deplorable. Aquella noche, empapados hasta los huesos, nos pusieron en unos cuarteles provisionales que habían sido construidos para alojar a las tropas revolucionarias durante el asedio de Boston. Estos edificios habían sido desmantelados y abandonados. En varios casos, grupos de treinta y cuarenta personas —hombres, mujeres y niños— fueron hacinados indiscriminadamente en una miserable cabaña abierta. Nuestras provisiones y combustible eran escasos, nuestro lecho estaba formado por una pequeña cantidad de paja, y no teníamos muebles de ninguna clase, salvo nuestros calderos de campaña, que el general Burgoyne había salvado con dificultad del enemigo que intentaba apoderarse de ellos como botín legítimo.
¡Cuán misericordioso es el porvenir oculto a los ojos del hombre! Si un ángel nos hubiera revelado que nuestro ejército, por repudiar licenciosamente el Congreso el acta de capitulación, había de permanecer en cautividad durante cinco años llenos de miserias, creo que nos hubiéramos vuelto locos y abalanzado contra nuestros guardias a mano limpia en un desesperado intento por recobrar nuestra libertad.
De qué manera, después de haber estado estrechamente confinado durante doce meses, conseguí yo escapar e incorporarme al ejército inglés en Nueva York, y allí tomar de nuevo las armas contra los americanos; cómo viajé, antes de que la guerra terminara, a través de otros ocho estados de la Unión americana, en el norte, en el centro y en el sur, es otra historia. Pues entonces cambié mi título, siendo, en vez de sargento Lamb del Noveno, sargento Lamb del Veintitrés, o sea, de los Reales Fusileros Galeses. No obstante, en ese relato debe entrar de nuevo Kate Harlowe (a quien ahora creía enteramente perdida para mí) y varios camaradas del Noveno, que también escaparon, y Mrs. Jane Crumer, e incluso aquel extraño personaje, el falso sacerdote John Martin. Pero, por el momento, he dicho bastante. Como se observará, he tratado de demarcar la línea recta del deber y el comportamiento que el soldado de fila debe observar invariablemente. Puede que no haya conseguido mi objetivo, pero aun con este fallo, confío en que mi idea será considerada laudable.