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El 6 de octubre nuestras raciones habían quedado reducidas en una tercera parte, debido a una gran escasez de provisiones, pero sin despertar ningún murmullo ni queja en el campo. Nos alimentábamos sólo de carne de cerdo salada y harina, con alguna bebida alcohólica; ni siquiera los oficiales podían procurarse té, café o carne fresca. Nuestros uniformes estaban en un estado lamentable, no habiendo sido renovados aquel año: se había podrido la tela, por la gran variedad de climas en que la habíamos llevado, y desgarrado por la maleza espinosa y el terreno quebrado a través del cual nos habíamos abierto paso. Nuestros caballos también estaban hambrientos, pues los pastos de la orilla del río estaban agotados y no podíamos disponer de partidas armadas que protegieran a los que iban en busca de forraje. Sobre todo lo que más nos afectaba era la falta de sueño, pues los montes en derredor estaban llenos de enemigos, lo que nos obligaba a estar constantemente alerta y a permanecer sobre las armas buena parte de la noche. Los americanos estaban tan confiados que incluso trajeron una pequeña pieza de campaña para dispararla como toque de diana, y tan cerca, que el eco de su disparo resonaba en nuestras obras de fortificación.

Dos noches antes habíamos oído varios aullidos a la derecha de nuestra posición, lo cual perturbó nuestro sueño; y ese mismo ruido se oyó de nuevo la noche siguiente. El general Fraser creyó que procedía de los perros de nuestros oficiales, que habían salido de noche a cazar; les ordenó que los confinaran, so pena de que todo perro que se hallara extraviado fuera ahorcado por el capitán preboste de la división. Sin embargo, viendo que continuaban los aullidos, los escuchas fueron a explorar y hallaron que grandes manadas de lobos se habían reunido y aullaban escarbando las tumbas de nuestros pobres camaradas; allí continuaron aullando hasta que hubieron sacado y consumido toda la carne.

Esa misma noche el general Burgoyne convocó a sus jefes a consejo de guerra. Les dijo que nuestro ejército, evidentemente, había sido destinado desde el principio a «correr ventura» y que ahora podía necesitar toda su «entereza». Les pidió su consejo. Los generales Fraser y Riedesel se mostraron partidarios de retirarse inmediatamente a Canadá, el general Phillips no dio opinión, y el general Burgoyne mismo quería hacer un último intento por abrirse paso hacia Albany. No habiéndose presentado ninguna objeción a su punto de vista, al día siguiente, 7 de octubre, hacia las doce, condujo a mil quinientos de nosotros con diez cañones contra la izquierda del enemigo, en un intento por desalojarlos de las alturas de Bemis. Los generales mencionados mandaban las tres divisiones. Lo que quedaba de nuestro ejército permaneció en el campamento, excepto nuestros soldados de intendencia que salieron a buscar provisiones bajo la protección de este avance. Antes de partir nos dieron nuestra última ración de ron para animarnos.

Avanzamos en buen orden hasta poca distancia de las fortificaciones enemigas, donde hicimos un alto en un ancho campo de trigo sin segar y enfilamos a lo largo de una cerca en zigzag, emplazando un cañón en la retaguardia. Era una invitación al enemigo a que atacara, esperando causarle fuertes bajas y luego, una vez castigado, arrojarnos a la bayoneta contra ellos. Nosotros, los de la infantería ligera, sostuvimos la derecha de la fila, y mi compañía, siendo la más antigua, sostuvo el extremo de la columna. A las cuatro de la tarde comenzó la batalla con un ataque contra nuestra izquierda por muchos miles de enemigos. Allí nuestros granaderos sostuvieron el ataque con gran firmeza; pero los americanos rompieron el regimiento de Brunswick a la derecha de los granaderos, y el general Riedesel y sus oficiales trataron de reunir a los fugitivos detrás de los cañones. Entonces nos sacaron a nosotros de nuestra posición, donde nos atacaban ya fieramente las fuerzas del coronel Morgan, para que fuéramos a salvar de la destrucción a los granaderos. Estaban luchando ahora cuerpo a cuerpo contra un enemigo diez veces superior en número, y algunas piezas de artillería habían sido capturadas y recapturadas cinco veces.

Contrarrestar una acción con desventaja numérica sin perdidas es un asunto de gran dificultad; el general Fraser lo consiguió para nosotros ordenando una carga a la bayoneta que lanzó a los fusileros a la desbandada. Pero ¡ay!, doce tiradores tenían la misión de disparar solamente contra el general Fraser. Vestido con su uniforme de general, con todas sus galas sobre el caballo color gris acero, presentaba un blanco muy destacado. Una bala rozó la grupa de su caballo, otra le atravesó la crin, pero una tercera perforó el cuerpo del general, entrando cerca del esternón y saliendo por el espinazo. Fue retirado herido de muerte, y el mando del ala derecha recayó sobre lord Balcarres.

Ésta fue la primera ocasión en que vi al general Benedict Arnold en acción. El general Gates le había prohibido salir del campamento, pero él había herido con su espada al oficial destinado a vigilarlo, galopando luego hasta la refriega blasfemando furiosamente. Estaba en un éxtasis de entusiasmo, al que el resentimiento contra el general Gates, el coraje natural y una muy buena cantidad de bebida fuerte habían contribuido tal vez en igual medida. Entró en traje de cuartel, con la cabeza descubierta, directamente por nuestro frente, agitando la espada sobre su cabeza, gritando con voz ronca y gesticulando con gran excitación. La milicia de Nueva Inglaterra era estimulada por él, alcanzando un valor extraordinario, adondequiera que la condujera. Se llevó consigo tres regimientos enteros de infantería de Massachusetts, formando un denso cuerpo contra el centro, donde el resto de los alemanes se descompuso ante él a la segunda carga. El aspecto cómico de este heroísmo lo ofreció un edecán de Gates, que tenía órdenes de arrestar a Arnold y hacerlo volver al campamento. El desdichado tuvo que correr detrás del jefe durante todo el día, viéndose en algunos aprietos, pero jamás pudo acercarse lo suficiente para echar mano al cuello del colérico Arnold.

El general Gates no fue visto por sus tropas durante esta acción: se pasó la mayor parte del día discutiendo con un prisionero herido, sir Francis Clark, a quien trataba de persuadir, con razonamientos políticos, de la justicia de la causa americana. Sir Francis, que se estaba muriendo, no abdicó de sus convicciones, y le dijo el general Gates a uno de sus ayudantes:

—¿Ha visto usted jamás un hijo de perra más descarado?

Nosotros efectuamos una ruda acción de retaguardia; algunas compañías se retiraban mientras las otras se volvían y hacían descargas cerradas con precisión y efecto. Estábamos ahora cubriendo la retirada del centro y de la izquierda, pero éramos suficientes para esta tarea y volvimos sin novedad al campamento, donde llenamos apresuradamente las cajas de cartuchos y las bolsas. Todos los cañones se habían perdido, pues al haber sido muertas las yuntas no había con qué tirar de ellos. Veinticinco oficiales habían sido muertos y heridos en menos de una hora, y varios sargentos experimentados, incluyendo a mi amigo y benefactor el sargento Fitzpatrick, que murió muy tranquilamente, recibieron balas en los pulmones.

—Bueno, Gerry —dijo jadeando, al tiempo que yo me inclinaba sobre él—, creo que he recibido mi pasaporte… para la Tierra de Promisión. El reverendo Charles Wesley nos aconsejó siempre edificar nuestras esperanzas, de lo que Dios pudiera hacer por nosotros en la otra vida, sobre lo que ha hecho por nosotros aquí. Confío en eso. Mi amoroso deber hacia la pobre señora Fitzpatrick, mi afecto por mi sobrina Jane, mis cumplidos hacia el capitán, y a ti, que Dios te bendiga. —Poco después, expiró.

El general Burgoyne había salido ileso, aunque su guerrera y sombrero habían sido traspasados por las balas. Los soldados de intendencia habían sido sorprendidos recogiendo forraje y volvieron con las manos vacías.

Pero el día no había terminado aún. El general Arnold cabalgó entonces contra nuestro campamento con una brigada de tropas continentales. Imprudentemente eligió la posición defendida por la infantería ligera y apoyada por pesadas piezas de artillería. Recibimos a sus americanos con fuego de mosquetes y granadas cuando trataban de cruzar un espacio abierto frente a la granja del cuáquero; y los rechazamos con grandes pérdidas. Pero ni aun esto hizo desistir al general Arnold: a la luz del crepúsculo efectuó un asalto conjunto contra el reducto en forma de herradura que cubría la derecha de nuestra posición. Aquí estaba estacionada la reserva alemana, y esta vez el ataque tuvo éxito, pues Arnold abrió brecha por entre las débiles compañías canadienses que estaban entre los alemanes y nosotros, y tomaron la posición a retaguardia. El coronel del Brunswick fue abatido; sus hombres hicieron una última descarga y se rindieron. El general Arnold entraba por la surtida, con la espalda en la mano, cuando su caballo rodó, muerto, por el suelo. Al ser lanzado de la silla, un alemán herido disparó contra él a quemarropa rompiéndole, por el muslo, la misma pierna que le habían roto en Quebec por debajo de la rodilla. El general Arnold impidió que un soldado americano matara con la bayoneta a su adversario, jurando que el alemán era una buena persona que había cumplido con su deber. El edecán que lo perseguía alcanzó aquí, finalmente, al general Arnold.

—Órdenes del general Gates —dijo, sofocado—. Nada de imprudencias. Tiene que regresar inmediatamente al campamento.

El general Arnold llamó a un médico, que al ver su herida meneó la cabeza y recomendó la amputación.

—Bueno, señor —exclamó este hombre excepcional—, al diablo con todo. Si eso es lo único que puede hacer por mí, veré acabar la batalla desde otro caballo.

En cuanto a nuestros soldados, estaban extremadamente fatigados; y hasta a los centinelas les costaba tener abiertos los ojos. Yo estaba muy ocupado asistiendo a los heridos; a altas horas de la noche, llegó una orden de abandonar el puesto y ocupar otra posición a medio kilómetro a retaguardia, en la altura que dominaba el hospital general. Esta fortaleza natural estaba cerca del camino y del río, y protegida por un profundo barranco. La orden fue obedecida con la mayor precisión y silencio. Podíamos oír a los americanos subiendo su artillería para atacar al amanecer, y así se hizo evidente la conveniencia de retirarnos, pues nuestro campamento no tema suficientes defensas contra la artillería y el enemigo nos había flanqueado capturando el reducto en forma de herradura a los alemanes.

A primera hora de la mañana, el general Fraser, que había dictado y firmado su última voluntad, expiró: su petición era que lo enterraran junto a nosotros sin ninguna ceremonia dentro del gran reducto. Durante todo el día presentamos batalla, y varias brigadas del enemigo formaron frente a nosotros en el llano, con la intención evidente de realizar un asalto. Sin embargo, un obús de nuestras baterías, estallando en medio de una columna, hizo tal carnicería, que todos huyeron a los bosques y no mostraron más deseos de atacar. Un asalto a través de una pradera llana contra una fuerza tan bien atrincherada como la nuestra era esperar demasiado para fuerzas irregulares; y fue un error de nuestra parte desalentarlos con fuego de obús antes de que se hubiesen lanzado al ataque. Hacerles frente a descubierto hubiera sido un agradable cambio de la continua lucha a base de emboscadas y escaramuzas en que las ventajas de nuestra disciplina se habían perdido. En el bosque espeso cada hombre es su propio general, y la subordinación a las órdenes cuando los movimientos combinados son imposibles se convierte en vicio más bien que en virtud, pues el soldado más obediente es el que está en mayor desventaja.

A la puesta del sol, ya que el enemigo no atacaba, enterramos al general Fraser, llevando el cadáver en procesión, colina arriba, a la vista de ambos ejércitos. Los generales Burgoyne, Phillips y Riedesel se unieron al cortejo. Los americanos, considerando la continuación de la guerra y la muerte de nuestros oficiales más importantes que los escrúpulos de reverencia hacia los muertos, cañonearon la procesión; y sus disparos levantaron la tierra a nuestro alrededor mientras permanecíamos con las cabezas descubiertas junto a su fosa, asistiendo al entierro. He oído decir después que los americanos, al percibir su error, habían disparado de minuto en minuto en señal de respeto; pero si fue así, usaron municiones de verdad en vez de tacos. El capellán de artillería, Mr. Brudenell, continuó leyendo los rezos sin alarma ni vacilación mientras nos cañoneaban.

A las nueve nos vimos obligados a retroceder de nuevo, pues los americanos marchaban en gran fuerza a rodearnos por el flanco derecho; abandonamos nuestro hospital general, con quinientos heridos y enfermos, al enemigo. Terry Reeves estaba entre los heridos, y le dije adiós con tristeza, pues había luchado valerosamente y demostrado ser para mí un verdadero camarada. Nuestra compañía iba con la retaguardia, al mando del general Phillips. Tardó dos horas en llegar la orden de marchar, y por algún tiempo habíamos esperado un asalto nocturno del enemigo, que se reorganizó en el mismo lugar en que lo había hecho aquella mañana. Veíamos el pestañeo de las linternas que llevaban los oficiales y sus movimientos arriba y abajo por las líneas. Sin embargo, salimos sin novedad, y el enemigo no nos persiguió hasta el día siguiente por la tarde, que era el 9 de octubre. Para poder viajar ligeros habíamos abandonado las tiendas y otros pertrechos.

Fue éste un viaje desdichado; la lluvia caía sin cesar, y el camino estaba cubierto de fango. Los americanos habían destrozado de nuevo los puentes, que había que reparar para pasar nuestros carros y cañones, y romperlos luego nuevamente para retardar el avance del enemigo. Nuestros bateaux, que se habían adelantado a nuestro avance, ahora regresaban con nosotros por el río, empujados por sus tripulaciones, que usaban pértigas para arrastrarlos por los lugares donde el agua era poco profunda. Los carros, al intensificarse la lluvia, se empantanaban y no había forma de sacarlos, ya que los caballos estaban débiles por la falta de forraje y nuestra propia fuerza casi completamente agotada. Estos carros habían sido apresuradamente construidos con madera verde en Canadá, y el alabeo de la madera hacía muy difícil la tracción, aun con buen tiempo. No conversamos entre nosotros durante esta marcha, tan abatidos líos sentíamos. No hacíamos bromas, no cantábamos. Hicimos un alto durante unas horas en Dovegat, donde formamos, esperando un asalto. Éste no se produjo, y continuamos viaje.

Yo me encontré en mala compañía aquel día, caminando trabajosamente junto a Richard Harlowe. El saber que me debía la vida parecía hacerle odiarme más todavía; pero al contrario (por una extraña enfermedad de la naturaleza humana) hacía que yo le tuviera más afecto. Esta flaqueza fue notada por el gran Shakespeare en su tragedia Julio César, donde el recuerdo de haber salvado una vez a César de perecer ahogado pesó más en Casio —cuando fue invitado a sumarse a la conspiración para asesinar a César— que el recuerdo del buen trato que había recibido del mismo. Incluso me ofrecí para llevar su mosquete, ya que Harlowe tenía un pie inflamado y no podía soportar el peso; pero él rechazó mi ofrecimiento, y yo no lo repetí.

Así continuamos, en un silencio roto únicamente por las tremendas imprecaciones del cabo Buchanan, que había sido enviado a ocupar el lugar del sargento Fitzpatrick en nuestra compañía. Al caer la noche nuestra vanguardia llegó al pueblo de Saratoga, y halló que una importante fuerza enemiga había ocupado las alturas sobre el río, donde estaba la mansión de Schuyler, y que las estaban fortificando. Sin embargo, la lluvia impedía al enemigo usar sus fusiles y fueron empujados a través del vado a punta de bayoneta; al otro lado se unieron a otra fuerza que fortificaba la orilla para impedir nuestra retirada. Tan fatigados estaban la mayoría de los nuestros al llegar a Saratoga —habíamos tardado cerca de veinticuatro horas en recorrer una distancia de doce kilómetros—, que no estaban en disposición de cortar leña para el fuego para secar sus ropas; se acostaron tal como iban sobre el suelo fangoso. Yo recordé, no obstante,

que había un gallinero cerca de los graneros y almacenes del general Schuyler, y con el permiso de un oficial llevé allí a mi compañía, para guarecerla de la lluvia.

Hacia medianoche fui presa de una terrible pesadilla. En ese sueño imaginé que había sido atrapado en una incursión de indios wyandot, que me habían atado las manos y me llevaban para quemarme. Luchaba con todas mis fuerzas por desprenderme de mis aprehensores, pero fue en vano, y me ataron a una estaca con tiras de corteza. Allí encendieron una hoguera a mis pies. Los indios se burlaban y chanceaban de mí, cogiendo del fuego tizones de nogal y quemándome la carne en todas las partes del cuerpo sin piedad. El más destacado entre mis torturadores era Richard Harlowe, que al fin cogió un cubo de rojas brasas y lo vació sobre mi cabeza, exclamando: «¡Carbones de fuego! ¡Carbones de fuego! ¡Nada mejor para quemar la cabeza que los carbones de fuego!» Luego apareció el reverendo John Martin disfrazado de jefe wyandot. Me sonrió con una mueca y dijo: «Aquí estoy de nuevo. No te librarás jamás de mí. Estoy aquí, y en todas partes, como la Real Artillería.»

El calor era insoportable, las llamas se levantaban rugiendo, el humo me ahogaba; y luego, alguien me cogió por la cintura y me echó a su espalda. Pasó tambaleándose conmigo a través de las llamas, y me depositó en la hierba. Desperté entonces, para ver que por lo menos el fuego no había sido un sueño, y que Smutchy Steel me había rescatado del gallinero cuando estaba casi asfixiado. El incendio había sido percibido providencialmente por el teniente Kemmis, al pasar hacia su alojamiento en la mansión; corrió a dar la alarma. Mis camaradas despertaron, pero no podían escapar, pues la puerta estaba fuertemente trabada desde el exterior. De no haber estado allí el teniente para abrirla, infaliblemente hubiéramos perecido.

El fuego se propagó, por una brizna de paja encendida, al techo de un granero cercano y pronto estuvo en llamas toda la fila de edificios. Nos costó gran trabajo rescatar a los enfermos y heridos que habían sido alojados allí. Mis dos horas de sueño antes de la conflagración eran las primeras de que había disfrutado desde hacía tres noches; y no dormí tampoco más aquella noche. Nuestra compañía discutió sobre quién podía haber sido el incendiario, pero no llegó a ninguna conclusión. Se advirtió que de los que se habían alojado en la cabaña sólo Richard Harlowe estaba ausente cuando se dio la alarma. Pero no habiendo otra circunstancia para incriminarlo, no se le acusó de incendiario, y se dejó correr el asunto.

Al día siguiente, 10 de octubre, los bateaux, con las pocas provisiones que quedaban en ellos, fueron atacados sin cesar desde la otra orilla, que estaba sólo a treinta metros de distancia. Muchos cayeron en manos del enemigo y varios de los barqueros resultaron muertos o heridos. Cruzamos ahora el Fishkill, y el general Burgoyne envió una fuerza de artificieros río arriba, con suficiente escolta, a ocupar y reparar el pontón construido por nosotros cuatro semanas antes. Lo encontraron todavía a flote y la tarea hubiera sido completada al otro día al amanecer si la escolta no hubiera sido llamada urgentemente por el general Burgoyne, que quiso que todos los soldados disponibles estuvieran presentes con él para una batalla que esperaba sería decisiva para nuestras armas. Una compañía de americanos leales, dejados atrás como guardia, huyó al aproximarse un pequeño cuerpo de enemigos, y los artificieros se vieron obligados a hacer lo mismo. Pero el general Burgoyne consiguió por lo menos enviar su arca militar a Canadá, con una pequeña escolta, ayudado por los indios.

Estábamos atrincherados en la baja cadena de colinas que dominaba el río Fishkill y sus islas artificiales, y había un ancho espacio libre donde el enemigo no tenía protección natural. Por una triste necesidad de la guerra, la mansión Schuyler, al otro lado del riachuelo, fue quemada por orden del general Burgoyne pues ofrecía un admirable abrigo detrás del cual el ejército del general Gates podía agruparse para el asalto. Me dolió el corazón al ver esta noble casa en llamas; y mi alta estimación por el carácter del general Schuyler fue confirmada cuando más tarde me enteré de que no nos guardó rencor por esta destrucción, declarando que, de haber estado él en el lugar del general Burgoyne, hubiera hecho lo mismo. En efecto, en el primer año de guerra, había arruinado él una hermosa hacienda de su vecino sir William Johnson (padre del coronel Guy Johnson y de sir John Johnson), que estaba situada en el valle de Mohawk, llevándose a sus inquilinos escoceses como prisioneros y matando su famosa manada de pavos reales, cuyas plumas los milicianos se pusieron en las gorras como trofeos.

Llovía todavía; la lluvia cayó continuamente durante una semana entera desde que comenzó nuestra retirada. «Tanto mejor para nosotros», pensamos, acariciando con expectante ardor nuestras bayonetas. A mediodía los americanos lanzaron el ataque protegidos por una espesa niebla. Su vanguardia, que constaba de más de mil soldados regulares, pasó el riachuelo y avanzó hacia nosotros por la falda de la colina. En ese momento se levantó la niebla y toda su línea apareció a la vista. Los recibimos con fuego de granadas y descargas de pelotón, y esperamos a que se acercaran más para cargar la bayoneta; pero se abrieron y echaron a correr en desorden. Esperábamos que se reorganizaran y volvieran al ataque, pero no lo hicieron. Su centro se detuvo y tomó posición frente a nosotros, al otro lado del riachuelo, mientras que el coronel Morgan llevaba sus fuerzas tres kilómetros río arriba y allí cruzaba; girando entonces, se detuvo al borde del bosque que lindaba con nuestro flanco derecho. Tres mil americanos más se abrieron paso a lo largo de la orilla opuesta del Hudson, ahora sin fuerzas nuestras, capturando varios bateaux con sus tripulaciones. Frente a nosotros emplazaron baterías que podían barrer nuestra posición de un lado a otro. Colocaron también guardias en todos los vados y pasos hasta Fort Edward, y construyeron un reducto que dominaba nuestro pontón.

El general Riedesel propuso entonces al general Burgoyne abandonar nuestro equipaje y cañones, y retirarnos durante la noche, abriéndonos paso por un lugar a seis kilómetros de Fort Edward, y avanzar a través de un monte hasta Fort George antes de que el enemigo situado al otro lado del río pudiera ser reforzado. El general Burgoyne rehusó, esperando todavía que a los americanos se les ocurriría lanzar su ejército contra nosotros en un ataque furioso.

A la mañana siguiente, 11 de octubre, algunos de nosotros recibimos la peligrosa y difícil misión de transportar los sacos de provisiones desde los bateaux al campamento, y subir, rodando, los barriles. El fuego de mosquetes y granadas desde la orilla opuesta mató a muchos de los nuestros.

Grandes fueron las penalidades que tuvimos que sufrir; sin embargo, las soportamos con fortaleza, y todavía estábamos dispuestos a afrontar cualquier peligro cuando nos mandaran oficiales que nosotros quisiéramos y respetáramos. Numerosas partidas de milicias se sumaron ahora a las fuerzas americanas, así que el general Gates se vio pronto a la cabeza de veinte mil hombres. Pululaban en torno a nosotros como aves de presa. De los siete mil hombres que habíamos partido de Canadá, quedábamos ahora la mitad, y en esta mitad no había dos mil ingleses.

Nuestro campamento terna un kilómetro de largo y medio de ancho. Estábamos expuestos al fuego continuo de las baterías enemigas, lo cual aconsejaba no encender hogueras: pues el humo o la llama ofrecía un blanco fácil para los artilleros enemigos. Así que nos vimos obligados a subsistir de alimentos crudos: carne de cerdo salada y una pasta de harina y agua. Además, el ejército entero no tenía más que una fuente de agua, que estaba fangosa, y tuvimos que beber agua de los charcos o de lluvia recogida en nuestros gorros. Ir a coger agua del riachuelo durante el día era ponerse frente a las balas; y tres grupos armados que bajaron de noche no regresaron. Los francotiradores nos hostigaban constantemente desde las copas de los árboles; y en el pequeño reducto donde estábamos amontonados, nos divertíamos levantando un gorro en la punta de un palo, sobre el parapeto. Instantáneamente era perforado por dos o tres balas. Nos prohibieron contestar a los disparos a fin de ahorrar municiones para el asalto general que todavía esperábamos. Pronto dejó de preocuparnos el cañoneo. Encendimos hogueras, cociendo nuestra pasta de harina sobre piedras colocadas entre las brasas. Nuestra provisión de cerveza de abeto se había agotado, y todo el que conservaba una pequeña reserva de ron podía hallar un buen mercado para él a guinea la pinta.

En otro consejo de guerra celebrado al día siguiente, 12 de octubre, el general Riedesel logró que el general Burgoyne intentara la retirada general que se había negado a hacer dos días antes. Raciones para cinco días —todo lo que quedaba— fueron por tanto repartidas entre la tropa, y esperamos órdenes de salir de las fortificaciones cuando llegara la noche. Sin embargo, nuestros exploradores informaron que el enemigo había enviado tantos destacamentos que ahora sería imposible efectuar esta retirada sin que todo el ejército americano se pusiera en movimiento contra nosotros. El general Burgoyne cambió de nuevo su decisión, pues aunque confiaba en el general Riedesel, no confiaba en los alemanes a su mando. Era notorio que estaban sufriendo demasiado para ser compañeros de marcha en quienes pudiéramos confiar; y se habían puesto de acuerdo para hacer sólo una descarga si eran atacados, y luego poner las culatas hacia adelante en señal de rendición.

Yo estaba ayudando ahora a los médicos en un edificio que era el blanco principal de la artillería americana: una casa de maderos que les anunciamos bien como hospital. Su exceso de malicia les hizo pensar que nuestros generales utilizarían el hospital para un doble fin, para protegerse ellos y sus familias bajo un techo que exigía un respeto humanitario. Dio pábulo a su creencia el hecho de que la capota de madame Riedesel estaba cerca de la puerta; esta hermosa dama de ojos azules y sus tres niños pequeños se habían refugiado en el sótano. Por consiguiente, los proyectiles de artillería caían como granizo en las cámaras superiores donde trabajábamos. Un médico, Mr. Jones, fue alcanzado por una pared que se derrumbó, que le destrozó una pierna y se la hubo que amputar. En medio de esta operación, que él soportó con gran entereza, otra bala llegó rugiendo sobre el río, y cuando el polvo se hubo desvanecido descubrimos que el doctor Jones había sido arrojado fuera de la mesa de operaciones y estaba dando quejidos en un rincón: ¡el proyectil le había arrancado la otra pierna! Éste fue sólo uno de los muchos acontecimientos cuyos detalles revolverían el estómago de mis lectores.

Los heridos gritaban pidiendo agua, y no la temamos. Un soldado de intendencia se ofreció para bajar al riachuelo y traer agua en un cubo, pero fue abatido a los pocos pasos. Luego, la misma Jane Crumer que me había ayudado en Fort Arma, y cuyo marido estaba gravemente herido, gritó diciendo que los americanos no podían ser tan bestias que dispararan contra una mujer. Salió tranquilamente del hospital, se detuvo junto al muerto para desprender sus dedos del cubo que todavía sujetaba, y luego, saludando amablemente con la mano al enemigo, que estaba al otro lado del río, continuó hacia la orilla, llenó el cubo, les expresó su gratitud y regresó. No dispararon un solo tiro contra ella. Hizo varios viajes con el cubo hasta que hubo acarreado agua suficiente para todos.

El 13 de octubre, el general Burgoyne convocó otro consejo de guerra, al que fueron invitados todos los oficiales, a partir del rango de capitán. Se dice que, dirigiéndose al comandante Skene, que estaba presente, dijo el general Burgoyne con disculpable irritación:

—Señor, usted me ha metido a mí en este pantano; ahora, tenga la bondad de indicarme el modo de salir de él.

A lo que el comandante Skene dio la siguiente y absurda respuesta:

—Disperse su equipaje y provisiones por todo el campo, y mientras la milicia rebelde se entrega al saqueo, tendrá usted tiempo de retirarse sin sufrir daños.

Esta observación, sin embargo, no fue registrada en el acta de esta reunión, que hablará mejor por sí misma.

Acta y memoria de un consejo de guerra, compuesto por todos los oficiales generales, oficiales de campo y capitanes en las Alturas de Saratoga, 13 de octubre de 1777

El teniente general, habiendo explicado lo tratado y acordado en el consejo anterior, con el informe adicional de que el enemigo estaba atrincherado en los vados de Fort Edward, y había ocupado igualmente la posición fuerte sobre los pinares entre Fort George y Fort Edward, expresó su disposición para emprender, al frente de ellos, cualquier acción peligrosa o difícil que les pareciera en consonancia con su fuerza y espíritu. Añadió que tenía razones para creer que algunos, tal vez todos, conociendo la verdadera situación habían considerado la conveniencia de una capitulación; que, bajo circunstancias de tanta importancia para el honor nacional y personal, había considerado su deber hacia su país y hacia sí mismo ampliar el consejo más de lo usual; que la presente asamblea podía justamente considerarse una representación del ejército; y que hubiera considerado injustificable tomar ninguna decisión en asunto de tanta gravedad sin una igualdad de opiniones que diera carácter de tratado a la acción del ejército y de su general. Lo primero que les pedía que decidieran era:

Si un ejército de tres mil quinientos soldados, bien provisto de artillería, podía ser justificado, según los principios de la dignidad nacional y el honor militar, si capitulaba en cualquier situación posible.

Respuesta unánimemente afirmativa.

Segunda pregunta: ¿Es la presente situación de esa naturaleza?

Respuesta unánime: La presente situación justifica la capitulación en condicionales honorables.

El general Burgoyne redactó entonces la siguiente carta dirigida al general Gates, relativa a la negociación, y la expuso ante el consejo. Fue aprobada unánimemente, y sobre esa base se abrió el tratado:

Después de haber combatido dos veces contra usted, el teniente general Burgoyne ha esperado algunos días en su posición presente decidido a intentar un tercer encuentro con cualquier fuerza que usted pudiera traer para atacarle.

El conoce la superioridad numérica de las tropas al mando de usted y la disposición de las mismas para impedir que le lleguen provisiones y hacer de su retirada una carnicería para ambas partes. En esta situación, se ve impelido por humanidad, y se cree justificado por los principios establecidos, y precedentes del estado de guerra, a salvar las vidas de hombres valerosos en condiciones honorables.

Si el mayor general Gates aceptara negociar esta idea, el general Burgoyne propondría una suspensión de las hostilidades, durante el tiempo necesario para comunicar las condiciones necesarias por las cuales él y su ejército puedan capitular.

El general Gates transmitió entonces al general Burgoyne las siguientes proposiciones, cuyas respuestas van a continuación:

1. Estando el ejército del general Burgoyne extremadamente reducido por repetidas derrotas, por deserciones, enfermedad, etc., con sus provisiones agotadas, sus caballos militares, tiendas y equipaje capturados o destruidos, cortada su retirada, y su campamento sitiado, sólo se les puede permitir rendirse como prisioneros de guerra.

Respuesta: El ejército del teniente general Burgoyne, aunque reducido, no admitirá jamás que su retirada está cortada mientras tenga armas en la mano.

2. Las tropas al mando de Su Excelencia el general Burgoyne deberán ser reunidas en su campamento, donde recibirán orden de rendir las armas, y luego deberán marchar hacia la orilla del río, por donde pasarán hacia Bennington.

Respuesta: Este artículo es inadmisible en todos sus extremos; antes de que este ejército consienta en dejar sus armas en el campamento, se precipitará hacia el enemigo dispuesto a no dar cuartel. Si el general Gates no piensa retirar este artículo, el tratado cesa al instante. El ejército acometerá como un solo hombre cualquier empresa desesperada antes que someterse a este artículo.

El general Gates retiró este artículo, y en su lugar presentó el siguiente:

Las tropas saldrán de su campamento recibiendo honores de guerra, y la artillería de los atrincheramientos, hasta el borde del río, donde deberán dejar sus armas y su artillería. Las armas serán amontonadas por orden de sus propios oficiales. Se concederá libre paso al ejército mandado por el general Burgoyne hasta Gran Bretaña, a condición de no volver a servir en Norteamérica en la presente contienda; y el puerto de Boston será destinado a la entrada de los transportes para recibir las tropas cuando así lo ordene el general Howe.

Al saberse en ambos ejércitos que se estaban discutiendo los términos de la capitulación, el fuego del enemigo amainó; y, aunque la lluvia continuaba, nuestra situación mejoró sensiblemente. Mataron los bueyes y demás ganado que nos quedaba, y nos distribuyeron un poco de carne fresca. Nuestros soldados comenzaron a saludar a los americanos y a discutir con ellos, de un lado al otro del Hudson; y unos pocos fusileros salieron del bosque a nuestra derecha y cambiaron raciones y regalos con la infantería ligera y los granaderos. En la mañana del 18 de octubre, Johnny Maguire bajó al río conmigo y otros varios. Mis camaradas comenzaron a gritar, desafiando a los del otro lado a luchas y combates de boxeo amistosos, y un tipo corpulento con un arma de siete pies de largo gritó, dirigiéndose evidentemente a mí:

—Eh, tú, el sargento alto que tiene cara de luna, ¿te las quieres ver conmigo, cada uno con su palo de endrino?

Hablaba con acento dublinense y yo me eché a reír.

—No, paisano; que el machete es ahora mi arma —contesté yo.

Los americanos se encolerizaron.

—¡No te atrevas a burlarte de Cornelius Maguire, tú, cangrejo moro! —dijo uno—. O cruzaré a nado y te romperé los morros.

Al oír esto, algo pareció golpear el cerebro de Johnny Maguire. Salió como una flecha de entre nosotros, y se zambulló en el río.

—¡Eh, Corny, Corny! —gritó—. Apenas te había conocido.

Cornelius Maguire, presa de un impulso similar, se tiró al agua para ir a su encuentro. Se detuvieron en un lugar poco profundo hacia la mitad, donde se echaron los brazos al cuello y lloraron. Sus exclamaciones («Johnny, querido hermano», y «Corny, mi joya») pronto aclararon el misterio. Cornelius Maguire había emigrado a América veinte años antes, casi en la misma época en que Johnny Maguire entraba en el ejército inglés. Ambos ignoraban que se hallaban peleando uno contra el otro.

Nuestras mentes descansaron el 18 de octubre, cuando nos enteramos de que el general Gates había cedido ante la amenaza del general Burgoyne de efectuar un ataque desesperado si su petición de condiciones honorables era rechazada, y que los artículos estaban ya firmados. Era consolador que hubiésemos conservado la dignidad del carácter inglés y le hubiéramos arrancado a un enemigo victorioso, muy superior a nosotros numéricamente y procurando a toda costa mancillar nuestro honor, tan evidente reconocimiento del terror que nuestras debilitadas armas les inspiraban. Nos dábamos cuenta, sin embargo, de que el general Gates había sido impulsado a aceptar rápidamente, no sólo por nuestra actitud resuelta, sino por la noticia de que sir Henry Clinton había capturado los fuertes Montgomery y Clinton con una carga a la bayoneta cinco días antes. El Séptimo, el Veintiséis, el Treinta y Tres, el Cincuenta y Dos y el Cincuenta y Siete eran los regimientos empleados en este honroso servicio. La enorme cadena de hierro, que pesaba cincuenta toneladas y que el enemigo había tendido a través del río a un costo enorme, fue rápidamente retirada y nuestros barcos pudieron navegar libremente río arriba hasta Albany. El general Gates temía por su arsenal en aquella ciudad, y resolvió terminar un asunto antes de verse envuelto en otro. Nos consoló de la rendición de nuestras treinta y cinco piezas de bronce y nuestros cinco mil mosquetes al enterarnos de que el general Clinton había capturado una cantidad mayor que ésa de cañones, junto con grandes cantidades de pólvora y provisiones en el fuerte Montgomery.

Nuestras mentes se llenaron de agradables pensamientos de un pronto y seguro regreso a nuestra tierra, donde podríamos llevar la frente alta como hombres que habían combatido valerosamente, y donde también encontraríamos atrasos de nuestra paga, que nos consolarían de nuestra indigencia presente y de los muchos padecimientos.

Johnny Maguire y su hermano entablaron una grave disputa, ya que estaban decididos a no volver a separarse, sobre si Johnny debía abandonar ahora el ejército inglés y establecerse con Corny en su finca de Norwalk, Connecticut, o si Corny debía abandonar el ejército americano y marchar los dos hacia el oeste, al nuevo territorio de Kentucky. La cuestión moral fue debatida con gran calor y, siendo su amor fraternal tan fuerte como su lealtad hacia los respectivos ejércitos, nos costó trabajo impedir que se lastimaran.