Con las provisiones que yo había llevado, el ejército tenía para un mes; y habiendo sido tendido un puente de botes a través del Hudson, tres kilómetros al norte de la aldea de Saratoga, el 13 y el 14 de septiembre de 1777 cruzamos el río y acampamos en el llano de Saratoga. El país era aquí en extremo hermoso, pero totalmente abandonado por sus habitantes. Nosotros, los de la infantería ligera, formamos la vanguardia y, siguiendo por la orilla opuesta, pronto llegamos a un delicioso riachuelo, el Fishkill, poblado de aves exóticas, roto por cascadas artificiales, y con minúsculas islas llenas de inusitados arbustos florecientes. Más allá, una amplia pradera verde se deslizaba en suave pendiente hacia el borde del río, y en su cima se erguía la espaciosa mansión del general Phillips Schuyler, con una hilera de nobles columnas que cubrían toda su extensión desde el suelo hasta el techo. La mansión de Skenesborough había estado muy bien, para lugar tan remoto, pero en comparación con ésta era sólo una especie de blocao bien situado. Ésta tenía elegancia y madurez, y vimos claramente que el espíritu de subordinación, más que el de «Libertad, libertad, libertad», animaba a los artesanos e inquilinos del general, cuyas cabañas se veían a lo lejos arracimadas en torno a una iglesia de agradable aspecto.
La diferencia entre el feo y mal cuidado país en torno a Fort Edward y este paraíso europeo era impresionante. Nos vimos pisando con humildad y mesura cuando flanqueábamos el césped para registrar la casa, evitando violar los bien cuidados macizos de flores y los pulcros bordes de las sendas de grava, y deteniéndonos con delicadeza entre dos filas de coles. Casi hubiera podido ser Castle Belan, cerca de Timolin, que yo había visitado cuando era recluta camino de Waterford; pero allí se empleaba generalmente madera pintada, en vez de ladrillos y estuco. La casa estaba decorada por dentro, como habíamos esperado, con sólidos y hermosos muebles, ricos cortinajes y alfombras, porcelana y plata en aparadores de cristal, de los cuales pocas cosas parecían haber sido retiradas. En el comedor observamos dos o tres retratos tamaño natural de los antepasados del general Schuyler, que eran notables holandeses, y un bello retrato ecuestre de Su Majestad el rey Jorge. Por respeto a la decencia del lugar nos abstuvimos de saquear la menor cosa, pero registramos los áticos, los sótanos y las casas exteriores, y al no descubrir nada seguimos adelante; pero dejamos una guardia para proteger la casa contra las depredaciones de nuestros aliados indios. El molino de harina, el aserradero, los graneros y otros edificios estaban también limpios de enemigos.
Sólo había un camino en la vecindad, siguiendo el curso del Hudson hasta Albany, a cuarenta kilómetros de distancia; estaba flanqueado por bosques, dominado en muchos lugares por alturas rocosas y con frecuencia separado de la ancha corriente del río sólo por un precipicio. Éste era el camino que debíamos tomar, y muchos arroyos tributarios y espesos bosques nos separaban de nuestro destino; y, como obstáculo a medio camino, el profundo y rápido río Mohawk. El enemigo estaba acampado a quince kilómetros de nosotros, en Stillwater, en una posición fuertemente atrincherada llamada Alturas de Bemis. Nuestras comunicaciones con Canadá eran largas y expuestas; llevábamos con nosotros provisiones para un mes únicamente; la mayoría de nuestros aliados indios nos habían abandonado; y debido a las pérdidas en Bennington y otras partes, contábamos con menos de seis mil soldados, incluyendo los alemanes y los americanos leales, contra tal vez catorce mil enemigos. Nuestra desventaja fue aumentada por el mayor número que teníamos que descontar nosotros de hombres necesariamente empleados en otros servicios fuera de los de combate, tales como guardias del equipaje y municiones, y acompañantes de los enfermos y heridos. No era posible poner en acción a tres mil hombres, de los cuales algo más de dos mil eran ingleses, en un momento dado; mientras que la fuerza de combate de los americanos formaba una proporción mucho mayor de sus fuerzas totales. Sin embargo, no nos permitimos considerar la posibilidad de detenernos. Habiendo recibido órdenes de llegar hasta Albany, para enlazar allí con nuestro ejército del sur mandado por el general Howe, que había de avanzar Hudson arriba, estábamos decididos a llegar a ese punto a toda costa antes de que se terminaran nuestras provisiones; en Albany seríamos abastecidos nuevamente de todo lo necesario.
Una circunstancia muy desagradable era el hecho de que un movimiento de distracción hacia el oeste había fracasado. Éste fue realizado por el coronel St. Leger, que había ido por el lago Ontario llevando consigo un batallón de americanos leales, unos pocos soldados regulares y un millar de indios de las Seis Naciones dirigidos por Thayendanegea, bajo la dirección del hermano del coronel Guy Johnson, sir John Johnson. El coronel St. Leger derrotó y mató al general Herkimer en enconada batalla y sitió a la fuerza americana de Fort Stanwix, que parecía a punto de rendirse; esperaba apoderarse pronto de todo el valle del río Mohawk, lugar que se distinguía por el número de habitantes que permanecían leales al rey Jorge. Pero el general Benedict Arnold alteró todos sus planes mediante una astuta estratagema. Consiguió que un holandés medio idiota llamado Hon Yost Schulyer, a quien los indios, por sus hábitos peculiares, consideraban con cierto temor reverente, se metiese entre éstos y anunciase con excitación la aproximación de un enorme ejército americano mandado por el general Arnold. Lo hizo. Los indios se alarmaron, inclinándose a creer la historia, pues Hon Yost —que llevó a cabo este engaño para salvar de la horca a su hermano conservador, que el general Arnold tenía preso— llevaba la chaqueta acribillada, según dijo, por balas inglesas. Sir John y Thayendanegea se burlaron de la historia, pero fue confirmada por un indio pagado por Arnold que llegó poco después; este indio, cuando se le preguntó si los americanos eran muchos o pocos, señaló las hojas del bosque sobre su cabeza. Después de éste vino otro indio, cuya mentira era que el ejército del general Burgoyne había sido cortado en pedazos y que el general Arnold avanzaba hacia Fort Stanwix a marchas forzadas. Los indios, aunque no son cobardes, han evitado siempre arteramente las batallas frontales, prefiriendo hostigar el flanco y la retaguardia de un enemigo en marcha. Estos indios, persuadidos ahora por Sembrador de Maíz, de los senecas, levantaron el campamento a pesar de toda la persuasiva elocuencia y el ron que sir John les ofreció; les siguieron los americanos leales, y el coronel St. Leger, al quedarle sólo sus pocos soldados regulares, no tuvo más remedio que levantar el sitio y retirarse también. La mayoría de los leales habían arrojado sus armas, aterrorizados; así que los indios, privados de otras cabelleras, tomaron algunas de las suyas, disgustados por tal cobardía. Entre los indios, dejar aunque sólo fuera una flecha era considerado contrario a la buena conducta del guerrero, y por un hecho así un hombre era azotado por sus mujeres en la espalda desnuda. Sir John y el coronel se culparon mutuamente de la común desgracia y desenvainaron sus espadas. Se hubiera cometido asesinato de no haber intervenido Thayendanegea, que los llamó a su deber como cristianos.
Desde la mansión Schuyler seguimos el camino durante cinco kilómetros entre el bosque y aquellos continuos campos de trigo y de maíz, de medio kilómetro de ancho. De éstos, en algunos había sido recogida la cosecha; algunos habían sido quemados por Vrouw Schuyler, la mujer del general, al abandonar la casa cuando nos aproximábamos nosotros; pero quedaba todavía mucho en pie. La cosecha fue un regalo para nuestro servicio de intendencia, y al instante se pusieron soldados a segar, trillar y moler el trigo. El maíz fue cortado para usarlo como forraje para nuestras bestias. Todavía no nos encontramos con ningún enemigo, y todo el ejército marchó hacia adelante el día siguiente, 15 de septiembre, acampando aquella noche en un lugar llamado Devaco —o Dovegat, o Dovacote, como ustedes quieran— que estaba en una ensenada del río, donde terminaban los maizales. Más allá de este lugar encontramos innumerables obstáculos, tales como árboles derribados, puentes rotos sobre numerosos arroyos y riachuelos que alimentaban el río, y el camino mismo estaba destrozado dondequiera que pasaba al borde de un precipicio. El ejército se detuvo dos días mientras los ingenieros y zapadores reparaban estos destrozos, y nuestros indios partieron delante como exploradores a observar la disposición del enemigo. Entonces avanzamos hasta llegar a cinco kilómetros de la posición enemiga, donde hicimos un alto, y enviamos por delante de nuevo a las partidas de reparación. El 18 de septiembre nuestros ingenieros fueron interrumpidos en su tarea por el enemigo, mientras construían un puente, y calculamos que al día siguiente entraríamos en combate.
Todo este tiempo había llovido fuertemente, lo cual hacía más lento nuestro avance, pero el mayor deseo de nuestra gente era que el mal tiempo continuara, pues la lluvia impedía tirar con los mosquetes, mojando el cebo, tan efectivamente como había entorpecido la acción de los antiguos arqueros aflojando las cuerdas de sus arcos. Si se llegaba a la bayoneta, nos considerábamos vencedores. Teníamos, además, confianza en nuestra firmeza bajo el fuego, según la experiencia de nuestros oficiales, y en la camaradería que nos unía a todos, exceptuando sólo algunos regimientos de los alemanes.
Las fortificaciones en las alturas de Bemis, colina contigua al río, habían sido hechas por el mismo ingeniero, el patriota polaco Kosciusko, que había planeado las de Ticonderoga; y fueron ejecutadas de la misma manera y con la misma rapidez por obreros americanos. Pero, como en Ticonderoga, los americanos habían omitido ocupar y fortificar una colina, que estaba a corta distancia, la cual dominaba su fortaleza. El general Burgoyne se dio cuenta de que el general Gates, en los pasillos del Congreso, había presentado la entrega de Ticonderoga como una ofensa atroz. Esperaba, pues, que esta otra fortaleza fuera defendida por el general Gates con una obstinación que le faltaba al general St. Clair; y que, aunque fuera abrasada por nuestra artillería desde la colina dominante, la fuerza americana se mantendría firme en su posición. Si esto ocurría, se haría una gran carnicería. Podíamos rodear la posición dando la vuelta por los bosques, y cortar el camino posterior, con lo cual todo el que intentara escapar sería recibido por descargas desde el bosque que rodeaba la fortaleza, o tendría que pasar el río a nado.
Al día siguiente, 19 de septiembre, entramos en combate. El general Phillips, con los alemanes y la artillería pesada, avanzó por el camino que corría a lo largo del río. El general Burgoyne, con cuatro batallones, de los cuales el Noveno formaba la reserva, y cuatro cañones ligeros, tomó el centro, mientras que el general Fraser, con los granaderos y nosotros (el batallón de infantería ligera), un batallón de americanos leales, un batallón regular, el resto de la artillería y unos pocos exploradores indios, fue enviado a dar un amplio rodeo a través de los bosques por la derecha. Nuestra misión era tomar la colina mencionada antes, que era la clave de la victoria, mientras las otras columnas realizaban maniobras de distracción. Un asalto combinado por terreno quebrado y densamente arbolado es siempre difícil de realizar al unísono, salvo que se hagan señales por medio de humaredas, espejos o disparos. Era por tanto favorable el que se hubiese acordado una señal, pues el centro y la izquierda no podían haber previsto el tiempo que nos llevaría llegar a la posición convenida, que estaba a tres kilómetros de distancia de las alturas de Bemis. El terreno que tuvimos que atravesar era una terrible maraña de rocas, espesuras, barrancos, pantanos, árboles erguidos y árboles derribados por un huracán hacía algunos años. Estas asperezas eran aliviadas ocasionalmente por lo que la gente del campo llamaba «prados astutos», es decir, claros herbosos que surgían inesperadamente; el ganado que venía a pacer aquí por caminos serpenteantes, pertenecía al rancho de un cuáquero libre, sobre una colina cercana, la cual formaba nuestro centro.
Hasta avanzada la mañana no pudimos hacer nuestro disparo de señal, a falta de un heliógrafo, estando el sol oscurecido; señal a la que el general Burgoyne y el general Phillips contestaron con otros disparos de cañón; y entonces avanzamos. Parece que al general Gates no se le ocurrió hacer sino justamente lo que el general Burgoyne esperaba: permanecer agachado en sus trincheras y dejarse sorprender mansamente y abrasar por nuestras baterías de la colina. Pero por desdicha para nosotros, el general Arnold estaba en posición de desafiar y disputar este método inepto de hacer la guerra. Había sido ascendido al fin por el Congreso a mariscal de campo, como recompensa por hacer frente a un desembarco inglés en la costa de Connecticut, donde estaba por casualidad en una corta visita a su hermano, aunque nuestra gente consiguió destruir el importante depósito de municiones de Danbury, llevándose decenas de prisioneros al retirarse. Su conducta en esta ocasión, donde de nuevo fue el primero en atacar y el último en retirarse y casi por verdadero milagro escapó con vida, lo había elevado tanto a ojos del ejército, que el general Gates llegó a odiarlo intensamente.
Ahora, el general Arnold, con ojos que despedían fuego, pidió permiso al menos para dirigir una parte de su propia división en la dirección de donde había partido el primer disparo de señal, a fin de impedir que flanqueáramos la posición. El general Gates se negó a la petición, diciendo al general Arnold que no se metiera en lo que no le importaba; pero a un hombre indignado se unía otro, el mismo coronel Dan Morgan, de los fusileros de Virginia, que había estado a punto de asaltar Quebec dos años antes. El coronel Morgan, habiendo sido canjeado por un coronel inglés capturado por los americanos, había reformado y entrenado su regimiento hasta hacer de él el más formidable de todo el ejército. Los tiradores que pertenecían a él eran ahora en su mayor parte, no montunos de Virginia, sino presbiterianos del Ulster establecidos en Pensilvania, y algunos alemanes de la misma región. Podían caminar sesenta kilómetros al día, subsistir con cecina y sopa de maíz, y por simple deporte solían hacer blanco en manzanas colocadas sobre la cabeza, unos a otros por turno, y a sesenta pasos. Tanto Arnold como Morgan habían estado bebiendo mucho toda la mañana, al extremo de hacerse temerarios pero sin que la bebida nublara su juicio de lo que era preciso decir o hacer. Discutieron con sil comandante de modo tan acalorado, que éste temió por su propia seguridad: pues el general Arnold comenzó a llevarse la mano a la pistola y a blasfemar de un modo terrible. Finalmente, el general Arnold declaró que si no podía ir con permiso iría sin él, y a la cabeza de todas sus fuerzas; visto lo cual el general Gates accedió a regañadientes, diciendo que podía llevarse los fusileros del coronel Morgan y media brigada de la milicia de Nueva Inglaterra, pero no más.
Estas fuerzas vinieron contra nosotros hacia mediodía, en un frente de tres kilómetros, empujando a nuestra cortina de indios. Los americanos leales y los canadienses no pudieron tampoco mantener sus posiciones, y atravesaron nuestras filas. Siguió entonces una confusa escaramuza, en la que los americanos avanzaron con gran impetuosidad, corriendo por parejas y grupos de a tres contra nuestros pelotones de vanguardia. Nosotros los alcanzamos con descargas bien dirigidas, matamos a varios y tomamos veinte prisioneros. Pero ellos eran mucho más ligeros de pies que nosotros, y evitaron la bayoneta. La deficiencia del fusil, en comparación con el mosquete, al que superaba enormemente en alcance, era la dificultad de volver a cargar. Hacia el fin de la guerra se hacía poco uso de estas armas de precisión, ya que se descubrió que el tiempo que pasaba entre los disparos hacía más que anular las ventajas de su exactitud.
Ocurrió que nuestra compañía, mandada por el capitán Sweetenham, participó intensamente en este ataque; él y yo, con otros diez, nos vimos separados y rodeados por un gran número de fusileros que iban vestidos al estilo indio, sin llevar más que polainas de paño y taparrabos. El capitán fue pronto herido en el hombro y en un pie, otros cuatro hombres cayeron y los demás no tuvimos más remedio que retiramos arrojándonos a un barranco cubierto de altas cañas, y escapamos a través de un macizo de cedros. Me tocó a mí cubrir la retirada, pues los otros huyeron a toda prisa, olvidando que el capitán sólo podía avanzar lentamente. Una bala me arrancó el gorro, otra me rozó el costado, y una tercera rompió el gatillo del fusil, que tuve que abandonar. Una compañía del Catorce vino en nuestro apoyo, y el fuego se hizo muy intenso, pero los americanos cesaron el fuego cuando el grito de un pavo silvestre, repetido muchas veces, sonó a través del bosque: era el grito de reunión del coronel Morgan, que ellos obedecieron instantáneamente.
Después de curar la herida del capitán Sweetenham, lo envié escoltado por Johnny Maguire al hospital general en la retaguardia; y me sentí contento de que en cierto modo había reparado la triquiñuela que le había jugado en otro tiempo falsificando su firma. Entonces regresé al lugar del combate, intentando rearmarme con el mosquete de uno de nuestros muertos o con el fusil de un americano, y proveerme de la munición necesaria. Volvía cautelosamente a través del bosque de cedros cuando oí las voces de dos hombres que pasaban frente a mí, y me agazapé detrás de un matojo. Era un corpulento fusilero que llevaba un inglés desarmado ante sí a punta de culata de fusil, pidiendo misericordia el prisionero.
—Ahora, amiguito —dijo el fusilero con un fuerte acento del Ulster, que no intentaré reproducir por escrito—, siéntate aquí, que vamos a tener una breve charla.
Richard Harlowe —era él— había sido elevado recientemente al grado de cabo y destacado a nuestra compañía a ocupar el lugar de otro que se había puesto enfermo. Se sentó, según le mandó el otro, en el tocón de un árbol a la vista de mi escondrijo, y el fusilero se inclinó sobre él en actitud amenazadora.
—No creas que no conozco tu cara huesuda, Ralph Pearce, ni que me ufano de tenerte aquí, al fin, en mi poder; aunque bien quisiera tener a tu padre, el coronel Pearce, sentado junto a ti; él, que me expulsó de mi casa y oficio en la ciudad de Lurgan, y me obligó a cruzar el negro océano. Y tú, Ralph Pearce, que te casaste con mi hermana Molly contra la voluntad de tu padre y la mía, y que la arrojaste de tu lado cuando él te amenazó con desheredarte, y que después hiciste trampas con las cartas y fuiste expulsado de tu regimiento, y traficaste con el Pretendiente, y volviste a la pobre Molly, para robarle las joyas que le habías dado, y le destrozaste el corazón. Dime ahora, Ralph Pearce, pues tengo curiosidad por saberlo, ¿morirás con la conciencia tranquila?
Richard Harlowe, o Ralph Pearce, emitió un sonido gutural, rogándole que le perdonara la vida.
—No, Alexander Bridie —dijo—, no estoy en condiciones de morir. Perdóname la vida, por el amor de Cristo, pues no estoy preparado para morir.
—He llevado una vida muy dura —continuó Alexander Bridie—, he quitado vidas en venganza por ofensas veinte veces menores de las que he sufrido a manos de los Pearce; y cuando nosotros, los de Susquehanna River, quitamos una vida, a la víctima le arrancamos también la cabellera. Contigo, mi encantador Ralph, lo haré al revés: primero te arrancaré la cabellera, y después te quitaré la vida. —Sacó un largo cuchillo de Albany e hizo el gesto de afilarlo en la palma de la mano.
Yo quedé aturdido y confuso por esta revelación. ¿Expondría mi vida por defender a este bribón de Harlowe, precipitándome desarmado a rescatarlo, cuando tanto me beneficiaría su muerte? Sin embargo, si lo abandonaba a su suerte, ¿no me remordería siempre la conciencia, no sólo por haber seducido a la esposa de un camarada de armas, sino por permanecer impasible mientras éste era mutilado y asesinado?
Mis buenos sentimientos prevalecieron. Corrí hacia adelante, con una rama seca en la mano como única arma; al ver esto, Harlowe dio un salto hacia atrás por encima del tocón, se escurrió por entre la maleza y quedó libre.
Alexander Bridie se echó el arma al hombro apuntando hacia mí, y yo me di por muerto. Pero súbitamente, él mismo vaciló y cayó muerto, derribado por un hacha india que se clavó en la parte de atrás de su cabeza, abriéndole el cráneo casi en dos.
Me quedé mirando, asombrado; de pronto apareció una figura gesticulante de detrás de los cedros, con risitas y gorjeos; se agachó junto al caído y con el cuchillo le cortó la cabellera. Era el bardash mohicano, Dulce Cabeza Amarilla, y detrás de él apareció la forma majestuosa de mi amigo Thayendanegea, con otras tres cabelleras colgadas del cinto.
Thayendanegea me atrajo hacia sí, abrazándome tiernamente y llamándome «mi hijo Otetiani».
Me llevó aparte, al bosque, y dijo:
—Tengo noticias para ti, querido Otetiani. Esta expedición ha fracasado, lo mismo que la otra que hicimos hace meses contra Fort Stanwix, cuando Arnold, el Águila Oscura, nos jugó aquella treta. Yo estoy ahora a punto de llevar a casa a los hombres rojos. He explicado al general Burgoyne mi decisión y le he aconsejado que se retire mientras todavía hay esperanza. Pero él no hace caso. Está obcecado.
—Thayendanegea, ¿qué ha ocurrido? —pregunté.
—Nada ha ocurrido —contestó él—. Eso es lo malo.
—¿Qué quieres decir?
—El ejército del sur estaba a ciento cincuenta kilómetros de Albany cuando comenzó la campaña. Ahora está a menos de la mitad de esta distada: no, al doble de esa distancia. Pues el general Howe ha transportado doce mil soldados a la desembocadura del río Delaware y avanza contra Filadelfia, como si no tuviera interés por nosotros y estuviera librando una guerra particular suya.
El general Washington le está haciendo frente. Los pocos miles de hombres que quedan en Nueva York, al mando del general Clinton, son insuficientes para venir en nuestra ayuda por el río Hudson.
—¿Y el ejército del este que había de converger también en Albany desde Rhode Island?
—No se ha puesto en marcha. No lo hará. El general Burgoyne ha venido a hacer el tonto. Además, mis aliados informan que una fuerte división de americanos mandados por el general Lincoln avanza contra Ticonderoga para cortar vuestras comunicaciones con Canadá; creo que a estas horas lo habrán hecho ya. Yo le dije al general Burgoyne: «Tengo que llevar a casa a mi nación. Si nos quedamos, su gente y la mía, la suya será capturada, por ser blancos, pero la nuestra será aniquilada por ser rojos. ¿Por qué se queda usted?» Contestó: «No puedo creer que el general Howe, o lord George Germaine, me hayan engañado de este modo. Es una invención (¿no es cierto, bravo Thayendanegea?) para excusar vuestra retirada.»
—¿Y al final te creyó, padre mío?
—Sí, y para honra suya, me dijo que partiera en paz y me llevara a toda mi nación. Tú perteneces a mi nación, querido Otetiani. Ven conmigo, puesto que tengo permiso para llevarte. Ven y reside de nuevo con nosotros. Nosotros te queremos mucho, hijo mío. Según la ley cristiana, la señora Kate es esposa de otro hombre; sin embargo, según la ley mohicana, serás considerado como casado con ella si reconoces su hijo como tuyo. Ella está ahora en nuestra ciudad de Genisee, con el corazón consumido de amor por ti.
—Ella me ha asegurado, padre, que jamás me volverá a hablar.
—Ella me ha dicho esto: ahora te ofrece otra oportunidad de ir a reunirte con ella. Nos llevaremos a la niña de la cabaña del cuáquero y buscaremos una nodriza para ella en nuestra propia nación. Es malo que un niño blanco tome la leche de una negra. Tú serás feliz con tu esposa y con tu hija. Combatirás en nuestras batallas, y te vengarás contra los rebeldes americanos, y ayudarás a reconquistar América para el rey Jorge.
Casi me sentí tentado, pero puesto que había permanecido fiel a mi deber hasta aquí, resolví no apartarme ahora de esa senda, estando nuestra causa en grave aprieto. Le manifesté mi más profunda gratitud por su atención en favor mío, pero declaré que no podía forzar de tal modo mi conciencia que me permitiera abandonar mi puesto de honor ante el peligro. Prefería perecer noblemente en buena compañía que vivir con Kate y llevar el deshonroso nombre de desertor.
Después de un largo silencio me dijo:
—Querido hijo, has elegido bien.
Me abrazó y luego partió.
Mientras tanto, el aspecto de la batalla había cambiado. El general Arnold, con tres mil hombres, había dado contramarcha desde el flanco al centro, donde atacó al general Burgoyne, que defendía la casa y la finca del cuáquero libre con ochocientos soldados regulares ingleses. La acción fue aquí muy dura, tiro por tiro y bayoneta contra fusil, durante cerca de cuatro horas. Los tiradores americanos se subieron a las copas de los árboles y desde allí disparaban contra nuestros oficiales, dando cuenta de veinte de ellos. El general Burgoyne mismo estuvo a punto de ser abatido de este modo; un fusilero hirió a su edecán (que iba montado a caballo con brillantes arreos) creyendo que era él. Tres subalternos del Doce, ninguno de los cuales pasaba de los diecisiete años, cayeron, y fueron enterrados aquella noche en una fosa común. Nuestra batería de cuatro cañones de bronce fue tomada y recuperada varias veces, pero los americanos no pudieron hacer uso de ella, pues cada vez que perdían los cañones, nuestros artilleros, de los cuales sólo quedaba la cuarta parte, llevaban consigo el botafuego, para volvérselo a poner cuando los cañones eran recobrados. Si el general Gates hubiera reforzado a Arnold, como constantemente se le pedía, la línea hubiera cedido, pues el Veinte se estaba debilitando. Pero no hizo nada, y nosotros fuimos salvados por el general Phillips que, hacia el anochecer, trajo algunas piezas de campaña y atacó al enemigo con gran cantidad de granadas. Detrás vinieron los soldados del general Riedesel para atacar al enemigo por el flanco. El propio general Phillips rehízo el Veinte, que había perdido la mitad de sus efectivos, entre muertos y heridos; los veteranos de Minden lo aclamaron con roncos gritos. Los americanos retrocedieron. Aunque el general Arnold, ahora a pie y con una pistola en la mano, los estimulaba a realizar un esfuerzo supremo, estaban exhaustos y no podían más. Al caer la noche los condujo detrás de la impenetrable espesura que cubría el centro americano. Así terminó la batalla, salvo por ligeros encuentros, ya que unos pocos americanos, perdidos en el bosque, trataban de volver a sus líneas atravesando nuestros puestos. Hacia medianoche, todo estaba en silencio.
Aquella noche nos acostamos con las armas, y al amanecer marchamos hacia adelante, hasta ponernos a tiro de cañón del enemigo, donde fortificamos el campamento derribando grandes árboles que sirvieron de parapetos. Arrojamos a nuestros muertos todos juntos en fosas anchas y poco profundas, y apenas los cubrimos con arcilla; el único tributo de respeto que se otorgaba a los oficiales caídos era enterrarlos aparte de sus soldados. Entre los muertos de Massachusetts se encontraron una o dos mujeres jóvenes, que según se vio por los cartuchos que una tenía en la mano, habían acompañado a sus maridos o hermanos a fin de cargar los rifles de repuesto durante la batalla. El general Fraser, cuando se le comunicó esta circunstancia, meneó la cabeza:
—Cuando traen a sus mujeres a esta maldita empresa —dijo—, ello significa una resolución que costará mucho vencer.
Examinando los resultados de la batalla, nuestras ventajas eran en verdad bien pocas. Nosotros nos quedamos con el terreno, pero esto era lo único de que podíamos vanagloriarnos, pues estábamos tan debilitados que no podíamos continuar el ataque. Los leales se habían ido casi todos con los indios. Su desaparición significaba para nosotros una gran pérdida, pues habían demostrado un gran conocimiento de aquella zona y nos servían de guías. Tales levas son siempre una ayuda precaria para las tropas regulares; rehúyen los golpes, y la escasez de alimentos y su condición de mal instruidos les da un temperamento que se descorazona fácilmente con los contratiempos. Se requiere un año de instrucción militar y la tradición de anteriores batallas para que un regimiento pueda adquirir esa fría presencia de ánimo que lo impulse a marchar hacia adelante y a destruirse a sí mismo si fuese necesario por la causa a que se ha consagrado.
Dos días después llegó una carta al general Burgoyne de sir Henry Clinton, de Nueva York, confirmando las malas noticias de Thayendanegea. Éste fue el primer mensajero del sur que había llegado desde que la campaña comenzara en serio, y ninguno de los diez mensajeros del general Burgoyne consiguió pasar a salvo por el territorio enemigo. La carta, escrita en clave, decía simplemente: «Usted conoce mi pobreza; pero si con dos mil hombres, que son todo lo que puedo sustraer a este importante puesto, puedo hacer algo para facilitar sus operaciones, haré un ataque contra Fort Montgomery; si me hace usted saber sus deseos.» Fort Montgomery, en el río Hudson, estaba a más de cien kilómetros al sur de Albany.
Esto colocaba al general Burgoyne en una situación crítica. Si decidía sacar nuestro ejército de la difícil posición en que estaba y, desobedeciendo órdenes, se retiraba al Canadá, se portaría poco correctamente hacia el general Clinton, que contaba con que avanzara. Sin embargo, cuanto más esperara, más insegura se haría su posición. Aquel mismo día había sido informado de que el general americano Lincoln había atacado con éxito nuestros puestos y depósitos en tomo a Ticonderoga y el extremo norte del lago George; y que había capturado cerca de trescientos soldados nuestros, varias cañoneras y todo el resto de nuestros bateaux, con sus tripulaciones, rescatando un millar de prisioneros y apoderándose de monte Defiance, monte Hope y otras construcciones exteriores de la fortaleza. Estábamos, pues, aislados de Canadá.
El general Burgoyne envió el mismo mensajero, instantáneamente, al general Clinton, con una respuesta escrita en papel fino y letra menuda, y lo puso en una bala de plata. El mensajero llegó a Fort Montgomery que, según los cálculos del general Burgoyne, estaría en manos de los ingleses, y allí preguntó a dos soldados, que pensó eran leales, por el general Clinton. Tan increíble mala suerte esperaba a esta expedición que la persona ante quien fue conducido no era sir Henry Clinton, sino un pariente lejano del mismo, al servicio de los americanos, que era entonces gobernador del estado de Nueva York. Tan pronto como se dio cuenta del error se volvió a un lado y se tragó la bala de plata, la cual, sin embargo, fue recobrada por medio de un emético. Al ser abierta la bala, se encontró el mensaje y se descubrieron las intenciones del general Burgoyne: éstas eran mantener en jaque al general Gates mientras sir Henry creaba una distracción al sur de Albany para obligarle a dispersar sus tropas. Pero el general Burgoyne revelaba que nuestras provisiones no durarían más que hasta el 12 de octubre.
El mensajero fue ahorcado inmediatamente como espía. «Por tu boca te condenarás», fue la burla que le acompañó a la eternidad.
Nosotros nos mantuvimos dentro de nuestras fortificaciones durante unos pocos días más, no teniendo fuerzas suficientes para atacar a los americanos, pero no queriendo retirarnos de ninguna manera. Esperábamos también que nuestra continua presencia en Saratoga sirviera a la oscura y desconcertante estrategia que nos había conducido a nuestra situación actual, al menos impidiendo que el general Gates pudiera ir con sus catorce mil hombres en ayuda del general Washington. El general Burgoyne no podía suponer que era víctima de una monstruosa equivocación, pero así era. La historia es como sigue. Lord George Germaine había enviado en mayo un despacho al general Howe, ordenándole marchar río Hudson arriba. Este despacho era la respuesta a uno del general Howe, que no estaba conforme con el plan de cooperar con el general Burgoyne de esta manera, y en cambio era partidario de un ataque contra Filadelfia, por ser la capital del enemigo. Sin embargo, al visitar una mañana el Ministerio de la Guerra, camino de Sussex para tomarse un descanso, y no encontrando el documento todavía redactado, no pudo esperar para firmarlo y continuó su viaje. El despacho no había sido, pues, firmado, y por tanto no fue enviado, y Su Señoría, o lo olvidó por completo, o supuso que habría marchado por sí mismo. Lamentablemente, en otro despacho lord George había aprobado, según parece, el ataque contra Filadelfia como empresa secundaria; y el general Howe no sabía que se esperaba todavía que ayudara al ataque contra Albany, o que nuestro ejército había partido ya solo para llevar a cabo este proyecto.
El general americano Charles Lee, que con frecuencia daba en el clavo, dijo refiriéndose al general Howe, no sin cierta amabilidad: «Cerraba los ojos, libraba: batallas, bebía su botella, tenía su prostituta, recibía sus órdenes de North y de Germaine (los dos a cuál más absurdo), cerraba los ojos y combatía de nuevo.»
Aunque no lo sabíamos todavía, la batalla había creado fuertes enconos en el campo americano. El general Gates, «ese partero», como en privado le llamaba el general Burgoyne, por sus modos untuosos y serviles, no mencionó en su mensaje al Congreso la presencia del general Arnold en el campo de batalla; y el coronel en jefe de su estado mayor difundió la absurda historia de que el general Arnold había evitado el combate y se había pasado todo el día en el campamento, bebiendo. Por este medio, la única persona que nos impidió asaltar las colinas y avanzar hasta Albany, y que por tanto no sólo había salvado la reputación sino también la vida del general Gates, fue humillado y montó en cólera. Dimitió de su cargo. Todos los generales del norte, menos uno, Lincoln, firmaron entonces un documento rogando al general Arnold que permaneciera con ellos por lo menos durante otra batalla; pero el general Gates le redro el mando y sólo le permitió permanecer en el campo como persona particular.
El sentimiento bélico de Nueva Inglaterra era intenso en ese tiempo, principalmente por la indignación y la alarma que habían sido inculcadas en varias provincias por los informes sobre el salvajismo de los indios. La milicia cobró un volumen enorme y por una vez prestó atención a sus oficiales; los desertores eran azotados y puestos de nuevo a servir por los concejales del municipio: un padre llegó a devolver a sus dos hijos encadenados al general que mandaba la división provincial, con la petición romana: «Tratadlos como se merecen.»