22

Tres días antes de nuestra llegada a Fort Edward, los indios wyandots habían cometido un triste asesinato, dirigidos por un jefe poderoso llamado Pantera; habían matado a una tal Miss Jane M’Crea, que vivía con un pariente del general Fraser cerca del lago George. Ocurrió con ocasión del abandono de Fort George, en el extremo sur del lago, por parte de la guarnición americana; y la huida, bien hacia el campamento americano o hacia el campamento inglés, de casi todos los colonos del distrito, por miedo a los grupos de merodeadores. Puesto que la suerte de Miss M’Crea produjo mucho alboroto en Inglaterra y en América por entonces, me tomaré la libertad de relatarlo con las palabras de aquel gran guerrillero americano, el doctor Ramsay:

Éste, aunque cierto, no fue un acto de barbarie premeditado. Las circunstancias fueron como sigue: Mr. Jones, el amante de Miss M’Crea, temiendo por la seguridad de ella, contrató a algunos indios para que la sacaran de entre los americanos, y prometió recompensar al que se la llevara sana y salva, con un barril de ron. Dos de los indios que habían recorrido con ella cierta distancia hacia su futuro esposo disputaron entre sí sobre cuál de ellos se la presentaría a Mr. Jones. Ambos deseaban recibir la recompensa. Uno de ellos la mató con su hacha para impedir que el otro recibiera el premio. El general Burgoyne obligó a los indios a entregar al asesino, y amenazó con ejecutarlo. Su vida se salvó únicamente al prometer los indios impedir que se repitieran tales actos, cosa que el general halló más eficaz que la ejecución.

Algunos han negado la veracidad de este relato, diciendo que Mr. Jones, oficial de un nuevo cuerpo de tiradores leales incorporado a nuestro ejército, jamás hizo trato alguno con los indios; y que éstos encontraron a Miss M’Crea vagando por el bosque. Otros explican que la disputa surgió entre Pantera y un jefe de los ottawas que se encontraron con el grupo que escoltaba a Miss M’Crea camino de nuestro campamento con toda cortesía y decencia. Sea como fuere, Pantera, llamado también Lobo por algunos autores, llegó al campamento con la cabellera de Miss M’Crea en el cinto, la cual medía metro y cuarto de largo. Algunos de los muchos poetas que más tarde hicieron versos sobre su destino describieron este cabello diciendo que era «negro como el ala del cuervo»; otros dicen que era «amarillo como el maíz maduro». No puedo satisfacer la curiosidad de mis lectoras sobre esta cuestión. Pantera, según parece, no se daba cuenta de lo horrendo de este acto, que era lo que se esperaba de un indio de honor: se consideraba honroso evitar el derramamiento de sangre entre compañeros de guerra sacrificando el objeto de la disputa, fuese un caballo, un perro o una mujer, a fin de que no triunfara ninguna de las partes. Cuando se enteró de la tristeza y aflicción de Mr. Jones, consintió al fin en venderle la cabellera por una suma insignificante, aunque los indios en general se niegan a separarse de estas reliquias aun al más alto precio. (Mr. Jones, dicho sea de paso, no se casó jamás; al terminarse la guerra, se retiró a Canadá, convirtiéndose en un hombre solitario y taciturno.)

Si la ejecución de Pantera se hubiera llevado a cabo, sus compañeros de armas se hubieran visto obligados por la costumbre a tomar venganza contra los centinelas y puestos avanzados, pues era tenido por ellos en muy alta estima. El general Burgoyne hizo muy bien en no extremar el asunto, contra las recriminaciones del general Fraser. Los jefes de la confederación de wyandots, algonquinos y ottawas se reunieron entonces en consejo bajo la presidencia de un francés, monsieur St. Luc le Corne, que en un tiempo los había guiado en sus guerras contra los ingleses. En esta reunión informaron al general Burgoyne que sus guerreros estaban sumamente descontentos por las limitaciones a que los tenía sometidos, como nunca lo habían estado cuando habían servido como aliados de los franceses. Monsieur St. Luc observó:

—General, tenemos que arreglar los asuntos con firmeza.

El general Burgoyne replicó vivamente:

—Primero perdería todos los indios de mi ejército, monsieur St. Luc, antes que tolerar las cosas que usted perdonaría.

Al día siguiente, por tanto, estas tribus desertaron a cientos, cargados con cuanto botín pudieron recoger, sólo quedaron con nosotros indios de las Seis Naciones, y no muchos de éstos.

No debe sorprender que el asesinato de Miss M’Crea y el perdón del general Burgoyne a Pantera fuesen pintados en los más negros y desagradables colores por los americanos, y que ellos mismos fabricaran noticias de ultrajes semejantes, imprimiéndolas en sus periódicos con grandes caracteres para desacreditarnos. El doctor Benjamin Franklin, que debió ser fiel a la verdad, hizo circular un documento escrito por él mismo, pero presentado como un extracto de una carta escrita por cierto capitán Gerrish de la milicia de Nueva Inglaterra. Este escrito, que apareció en el Boston Independent Chronicle, describía minuciosamente la toma de un botín de la nación seneca, en el cual había seis paquetes de cabelleras arrancadas a soldados, campesinos, mujeres muchachos, muchachas y bebés americanos. Publicaban también como apéndice una factura falsificada, de un comerciante llamado James Cranford a sir Guy Carleton, de Canadá, y su supuesta petición de que «estos pellejos se envíen al rey de Inglaterra».

Pero me asombró más tarde descubrir que mentiras tan bajas obtenían circulación y crédito incluso en Inglaterra. El Saunders’ News-Letter, en su ejemplar del 14 de agosto de 1777, afirmaba gravemente: «Se ha arrancado la cabellera a setecientos hombres, mujeres y niños a orillas del lago Champlain. La infantería ligera y los indios saquean cuanto hallan a su paso, y las mujeres, los niños, etc., huyen delante de ellos.» Ahora bien, el hecho es que entre St. John y Crown Point no había más de diez moradas humanas; todo el país, por espacio de más de cien kilómetros, era selva y bosque. ¿Podían los habitantes que jamás existieron ser mutilados u obligados a huir ante sus enemigos? Sin embargo, por necesario que pareciera para tales traficantes de escándalos familiarizarse con la topografía de los lugares en que sitúan sus escenas de horror, sus lectores son generalmente tan ignorantes y están tan predispuestos a creer lo malo como ellos mismos a inventarlo; así es que la mentira recorre largas distancias. Como antiguo soldado de infantería ligera, siento especial repugnancia por este libelo contra mi unidad.

En Fort Edward, nuestra expedición se enfrentó con otra tarea difícil, a saber, despejar nuestras comunicaciones con Fort George, a treinta y cinco kilómetros de nosotros, que había de ser nuestra base de abastecimientos. El general Schuyler, que no fue reemplazado hasta quince días después, había enviado un millar de hombres con hachas por los caminos y veredas que conectan estos lugares. Además, el camino, una vez despejado, había de ser allanado y apisonado para que soportara el transporte pesado. Pues entre nosotros y Albany, nuestro destino, había dos anchos y rápidos ríos sobre los cuales tendríamos que pasar la artillería: así que, además de la artillería misma y nuestros carros de abastecimiento, teníamos que llevar también numerosos bateaux y una cantidad de tablas para formar dos pontones. La tercera parte de los caballos de tiro que se esperaban de Canadá no habían llegado, y los soldados que se dedicaron a buscar por los alrededores no pudieron encontrar más de unas cincuenta yuntas de bueyes. Así que buena parte del arrastre había que hacerlo a fuerza de hombres.

Gran malestar causó entre nosotros el que las partidas de abastecimiento de Brunswick no añadiesen al fondo común el ganado y las ovejas que cogieron, llevándose en cambio su parte de nuestro fondo. Rara vez probábamos ahora carne fresca, pues estábamos de nuevo sometidos a nuestra dieta de carne salada inglesa y galletas; y mientras nuestros oficiales no tenían reparos en llevar al hombro todas sus pertenencias, los oficiales alemanes se negaban terminantemente a dejar sus cosas superfluas, manteniendo un gran tren de vehículos para transportarlas. Nuestros oficiales creyeron que esto era injusto, y lamentaron haber dejado en Ticonderoga, en un almacén de la infantería ligera, muchos objetos que se habían convertido en necesidades en un clima de esta clase, y que podían ser conducidos en una simple carreta. El coronel lord Balcarres escribió pidiendo permiso al general Burgoyne para enviar una pequeña partida a «recoger un poco de equipaje». Este permiso le fue negado, basándose en que no se podía disponer de ninguna partida de hombres, aunque fuera pequeña; y se recomendaba, además, que no se diera permiso a ningún oficial para este fin.

Lord Balcarres, por tanto, fue en persona a ver al general Burgoyne y le dijo francamente que tenía gran necesidad de ciertos artículos tales como camisas y calcetines, dejados en Ticonderoga, y tenía que traerlos a toda costa. Aunque se le había prohibido enviar ninguna partida de hombres ni oficial alguno, le advirtió al general que obedecería esta orden al pie de la letra: enviaría un solo sargento, ya que éste no era un oficial ni una partida de hombres. El general Burgoyne lo tomó con buen humor, pero llamó la atención sobre el peligro para ese emisario, pues los bosques estaban llenos de rebeldes. Lord Balcarres declaró que él tenía a un hombre para esa misión, que podía realizar con éxito; y tuvo la gentileza de nombrar al cabo, en servicio de sargento, Roger Lamb, del Noveno.

El general Burgoyne me recordaba como el mensajero que él había enviado de Hibberton y el médico con quien había hablado en Fort Anna. No sólo consintió sino que ordenó que, si yo aceptaba la misión, debía enviarle a él apresuradamente una cantidad de otras provisiones que habían llegado recientemente a Ticonderoga, tomando el mando de los reclutas y heridos que había allí y trayéndolos conmigo como escolta. La causa de la ansiedad del general Burgoyne respecto de las provisiones era que su avance se veía retrasado por falta de ellas. El idiota de su consejero, el comandante Skene, le había aconsejado que se abasteciera a expensas del enemigo, que tema un almacén bien provisto y una base de abastecimiento en Bennington, cuarenta kilómetros al sureste. El comandante Skene declaró que las provisiones de Bennington estaban débilmente custodiadas, que el distrito estaba poblado solamente de monárquicos, y que los dragones de Brunswick, que todavía carecían de caballos, podían elegirlos entre los varios cientos que había allí. El general Burgoyne envió por consiguiente una fuerza de alemanes, con una vanguardia de indios, los cuales, tropezando con una fuerza de milicianos de New Hampshire y campesinos de Vermont —mandados por el general Stark, antiguo oficial inglés que había sido reemplazado en el orden de ascensos y ahora tomaba venganza—, fueron derrotados, perdiendo a quinientos hombres y toda su artillería, munición y carros. Así que su necesidad de provisiones era mayor que nunca.

Lord Balcarres me mandó llamar entonces y explicó lo que quería que yo hiciese, sin disfrazar los peligros del viaje.

—Pero —dijo con afabilidad— mi opinión acerca de usted es ya tan alta, que tengo la seguridad de que nos prestará este servicio necesario y que saldrá bien del empeño. Tenga, el pase del general Burgoyne, expedido a su nombre.

Emprendí la empresa de muy buena gana, no poco orgulloso de que se me hubiera elegido como depositario de la confianza del lord y de la de nuestro comandante en jefe.

Estábamos entonces estacionados en Fort Miller, veintitrés kilómetros más allá de Fort Edward. Era a principios de septiembre, aunque no recuerdo el día, ya que mi diario quedó en blanco durante dos meses, desde el 8 de julio, día de la lucha en Fort Anna. Partí de Fort Miller a mediodía, sin llevar ninguna manta; sólo llevaba-algunas provisiones, un fusil y veinte cartuchos con sus balas. Bien sabía yo que sería un viaje azaroso, pues varios de nuestros soldados habían sido atacados al traer provisiones o llevar mensajes. Sin embargo, rae mantuve fuera del camino trillado, como un indio, y a las cuatro llegué sin novedad a Fort Edward —donde un sargento del regimiento allí estacionado me dio un trago de ron— y continué luego mi viaje hacia el lago George, después de un descanso de diez minutos.

En este viaje solitario, a través de un bosque de pinos casi continuo, interrumpido por claros cubiertos de maleza, no me encontré con una sola alma, y sólo me detuve dos veces a refrescarme con las excelentes frambuesas silvestres que allí abundan. Recordé, con poca satisfacción, que éste era el mismo camino que habían tomado los desdichados supervivientes de la matanza del lago George dos años antes de mi nacimiento. Las víctimas de esta matanza eran unas cuantas veintenas de soldados ingleses —el número exacto se desconoce— junto con sus mujeres y niños. Formaban la guarnición de Fort William Henry en la cabecera del lago, los cuales habían capitulado por hambre ante el general francés monsieur de Montcalm. Él les había otorgado todos los honores de la guerra y una escolta hasta Fort Edward, pero sus insensibles e inhumanos subordinados permitieron que estos seres infortunados, a los que se había dejado sin municiones, fueran saqueados y asesinados por los indios al servicio de los franceses, dirigidos por monsieur St. Luc le Corne.

Uno de los supervivientes, el capitán Carver, escribió un patético relato de su fuga. Habiendo sido despojado de su chaqueta, su chaleco, su sombrero y el dinero del bolsillo de su pantalón, corrió hacia el centinela francés más cercano pidiendo protección, el cual le llamó perro inglés y lo rechazó, arrojándolo con violencia hacia los indios. Los indios le atacaron con palos y lanzas, esquivando él casi todos los golpes, aunque una lanza rozó su costado y alguna otra arma le alcanzó en un tobillo. Cuando halló refugio entre un grupo de compatriotas suyos, lo único que quedaba de su camisa era el cuello y el cinturón. Sonó entonces el grito de guerra indio y comenzó el asesinato general, con la acostumbrada mutilación de hombres, mujeres y niños indefensos; sin embargo, los oficiales franceses se paseaban despreocupadamente a cierta distancia, encogiéndose de hombros y sonriendo. Habiendo quedado muy reducido el círculo de ingleses, el capitán Carver salió de él, pero fue alcanzado por dos fornidos jefes que lo llevaron a un lugar retirado donde pudieran despacharlo a su gusto. Casi se había resignado ya a su destino cuando un caballero inglés de cierta distinción, según el capitán Carver pudo descubrir por los finos pantalones de terciopelo rojo que llevaba, y que era la única prenda que le quedaba, pasó corriendo; uno de los indios soltó su presa, corriendo tras la otra. El de los pantalones de terciopelo presentó batalla y el capitán Carver se soltó en la refriega; al mirar en derredor, vio cómo el infortunado caballero era despachado de un hachazo, lo cual hizo aumentar su velocidad y su desesperación. Para ser breve, después de muchos azares similares, el capitán huyó al bosque y, después de pasar tres días bajo el frío rocío y el ardiente sol sin probar bocado, y con la pérdida de un zapato, llegó al fin a Fort Edward, más muerto que vivo.

El cielo vengó evidentemente la masacre, matando a monsieur de Montcalm en Quebec y expulsando finalmente a los franceses de Canadá. En cuanto a los indios, perecieron de viruelas, que los franceses les contagiaron, casi sin quedar uno; pues mientras su sangre estaba en estado de fermentación y la naturaleza pugnaba por expulsar la materia dañina, detuvieron sus operaciones zambulléndose en agua fría, lo cual resultó fatal para ellos. La razón por la cual los franceses eran tenidos en tan alta estima por los indios era que interferían poco en sus costumbres tribales, no reconociendo siquiera la ley no escrita de la cristiandad de que bajo ninguna circunstancia se dejará a las personas inocentes e indefensas de cualquier nacionalidad a merced de la barbarie de los salvajes. Incluso permitían la práctica del canibalismo, pues en ese mismo tiempo los indios ottawa de monsieur de Carbiére bebieron sangre inglesa en calaveras, y comieron carne inglesa asada, como el padre jesuita Roubaud ha testificado en su historia.

Al evitar el camino, di un rodeo a través de los bosques que me llevó junto a la laguna, al pie de una cascada de veinte metros, frente a la cual tuvo lugar la matanza. Se llamaba ahora Pozo Sangriento. Había caído la noche y el relente era frío. Las aguas de esta laguna de poca profundidad estaban cubiertas de hermosos lirios blancos. Yo estaba muy fatigado y, retirándome a una espesura del bosque, me eché a dormir bajo un árbol.

El rocío de la noche me despertó; me levanté temblando de frío unas dos horas después y reanudé la marcha. Puesto que no era indio, el sueño me había hecho perder el sentido de la orientación. Hacia las tres de la madrugada no tenía idea de dónde me encontraba. Divisando una luz a mi izquierda, me aproximé con suma cautela y percibí que provenía de la puerta abierta de una cabaña, en la cual se perfilaba la figura de un hombre que llevaba un ancho sombrero.

Mientras estaba allí, preguntándome quién podía ser, si rebelde o leal, oí un grito súbito y escalofriante y unas palabras ininteligibles, como si alguna mujer o niño estuvieran siendo torturados. Con los confusos pensamientos acerca de Pozo Sangriento en mi cabeza, avancé con el arma montada y cebada, resuelto a tomar venganza instantánea contra los villanos, quienesquiera que fueran. Grité al hombre:

—¡Manos arriba! Estás encañonado. —A lo cual él obedeció.

Al acercarme descubrí que era un hombre recio y corpulento con el pelo oscuro sin empolvar, que le colgaba bajo un sombrero blanco; su cara tenía una expresión salvaje y melancólica. Sonrió y me preguntó con tono suave, halagador y no desagradable:

—¿Qué haces aquí con esa arma del crimen, amigo?

Lo empujé a un lado y entré en una habitación; y allí vi al instante que había confundido absurdamente el grito: el grito de agonía no era de muerte, sino de nacimiento. Una mujer yacía en una cama de madera en un rincón de una habitación sencilla y limpia, con las manos sobre el rostro y las piernas encogidas; y otra mujer, que llevaba un pequeño bonete blanco, la atendía en calidad de comadrona. Contuve mi carrera impetuosa, me volví lleno de vergüenza hacia el hombre que estaba en la puerta, y dije:

—Perdona mi estupidez. Me he confundido. Había creído que eran los indios haciendo alguna de las suyas.

—No tengas miedo a los indios. Son gente honrada y de buena conducta, salvo que se abuse de ellos, o que consuman espíritus ardientes y de ese modo se fatiguen («fatigarse» quería decir en su lenguaje, emborracharse). Han sido muy generosos conmigo y mi familia, en atención a William Penn, que era su amigo.

Observé entonces que era miembro de la Sociedad de los Amigos, o cuáqueros, y no de los antiprohibicionistas —los que llevan hebillas de plata en los zapatos, encajes en el cuello y en los puños, y el pelo empolvado—, sino de los prohibicionistas, que llevan pantalones y chaqueta raídos, medias de algodón y zapatos sencillos de punta cuadrada.

—Iba a salir al sembrado a comulgar con Dios, rogándole que mitigara el sufrimiento de esta pobre mujer de un soldado —dijo sencillamente—. ¿Querrás acompañarme, amigo, y unir tus preces a las mías? Pues está escrito que «cuando dos o tres se reúnen en Tu nombre —alzó reverentemente los ojos al cielo— les concederás lo que te pidan». Mi voz interior me asegura que tus pasos se han dirigido a mi puerta con este mismo propósito.

Yo no contesté nada, pero fui con él. Se arrodilló en el rocío al borde de un campo de alto cáñamo que él había sembrado y allí comenzó su ruego con extremada lentitud, temblando todo su cuerpo mientras pronunciaba las palabras. Estas salían una a una, con frecuencia repetidas, como si le fueran arrancadas del corazón:

—Concede … oh, Señor … a esta … mi… pobre … pobre … hermana … mi … hermana … ahora … oh, Señor … con … los dolores … los dolores … del parto … coraje … ahora … oh, humilde … coraje … para soportar … soportar … oh, Señor … soportar … el castigo … de su madre … su madre … que pecó … su madre … nuestra madre … Eva … que pecó … en el Paraíso.

—Amén —dije altamente emocionado; y cuando nos levantábamos, los dolores de la mujer disminuyeron, pues oímos a la otra confortándola y llamándola «pobre alma» y «querida mía». Pero el niño no había nacido todavía.

—¿Quién es la mujer? —pregunté en voz baja, ante la puerta.

—Amigo, yo no sé su nombre. Un indio mohicano la trajo a mi casa; un indio que sigue al cristiano Thayendanegea, o capitán Brant, jefe de aquella nación. Ella afirma que es la esposa de un soldado del Noveno Regimiento y cuenta que había afrontado los peligros de estos montes, a pie, desde Montreal, a fin de unirse a él. Dice que en el bosque empezó a sentir los dolores del parto, y hubiera perecido si el indio no la hubiera encontrado y la hubiera traído a mí. Sin embargo, ella está vestida al estilo de las mohicanas, no de las inglesas.

En aquel momento salía la cuáquera, y le pregunté, temblando:

—¿Vivirá? ¿Saldrá todo bien?

—Con la ayuda de Dios —repuso ella—. No hay nada fuera de lo normal.

Los dolores comenzaron de nuevo en aquel momento, y la mujer regresó a la casa. Yo estaba tan desgarrado por la emoción que, cogiendo al cuáquero por el brazo, exclamé:

—Amigo, volvamos al campo; a rezar juntos nuevamente.

No se hizo de rogar, y volvió conmigo.

No sé qué fue lo que recé en mi agonía, pero el buen hombre se arrodilló junto a mí y respondió «Amén, amén» a mis fieras exclamaciones hasta que los gritos de la cabaña cesaron; y luego la mujer del bonete salió coa la criaturita envuelta en un paño y dijo:

—Josiah, ¡oh, Josiah!; dale un beso al angelito. Es una niña.

Josiah besó fervientemente a la niña y yo hice lo mismo con indescriptible emoción.

—La madre está ahora durmiendo —dijo la mujer.

El cuáquero, me invitó a entrar y tomar el té.

—No, muchas gracias, amigo Josiah —le dije—, pues amigo de verdad has sido para mí; no puedo aceptar. Debo continuar hacia Fort George, según las órdenes que llevo. Pero dime, por favor, qué dirección debo tomar, porque estoy perdido.

—Nadie que ame a Dios y a su vecino está perdido —dijo piadosamente.

Ahora que comenzaba a clarear el día, me mostró el camino, y yo le di las gracias. Después agregué:

—Amigo Josiah, dile a la mujer, quienquiera que sea, que el sargento Roger Lamb del Noveno volverá a pasar por aquí dentro de unos cuatro días, con un grupo de soldados, y que tendrá mucho gusto en llevarla al ejército en uno de los carros. Y dile esto: que les deseo bien, a ella y a la niña, desde lo más hondo de mi corazón.

Le hice repetir estas palabras, le di la mano en afectuosa despedida y dirigí mis pasos hacia Fort George.

Llegué a este lugar a la salida del sol; y después de presentar al oficial a cargo de la guarnición mi carta del general Burgoyne, me hizo entrega de un bateau americano capturado para que me trasladara lago arriba hasta Ticonderoga. Los canadienses llamaban a este lago por su nombre antiguo, Sacramento, por la pureza de su agua, que en tiempos antiguos se procuraban para usarla en sus iglesias. El lecho era de una fina arena blanca, que daba al lago una clara transparencia; tenía cincuenta kilómetros de largo y en ninguna parte más de seis kilómetros de ancho. El lago George albergaba más de doscientas islas, que en su mayor parte eran sólo rocas cubiertas de brezo, guarnecidas con unos pocos cedros y abetos. Había aquí abundancia de peces, tales como la perca y una trucha grande y manchada, notable por lo rosado de su carne. Dormité, más que dormí, durante el viaje a través de este romántico lago, viaje que hice con el mejor tiempo.

Desembarcamos en la isla Diamante con un mensaje para el capitán que estaba a cargo del depósito de provisiones. La isla se llamaba así por los cristales transparentes que abundaban en las rocas. Un soldado del Cuarenta y Siete me regaló uno que había encontrado en la arena, el cual consistía en un prisma de seis lados, terminado a cada extremo por pirámides de seis ángulos. Cuando se colocaba en el antepecho de una ventana, al sol, proyectaba pequeños arcos iris en el techo y las paredes, me dijo el soldado. La isla Diamante estuvo en otro tiempo invadida por serpientes de cascabel, que dejaron sus camisas por todas partes, y por ello era evitada por todo el mundo. Sin embargo, una tarde, un bateau cargado de puercos fue sorprendido por una tormenta y zozobró cerca de allí. Los canadienses y los puercos nadaron hacia la isla, donde los primeros se pasaron la noche en los árboles y los últimos se dispersaron gruñendo. Al día siguiente los canadienses hicieron señas a un barco que pasaba y fueron recogidos, pero algún tiempo después regresaron a la isla y hallaron los puercos inmensamente gordos, y apenas quedaba una serpiente. Cuando mataron uno de los puercos descubrieron por qué medios había sido liberada la isla de sus nocivos inquilinos, pues su estómago estaba lleno de restos de serpientes sin digerir.

Cerca de la isla Halfway presencié una escena curiosa: una migración de ardillas grises y negras, cientos de las cuales intentaban pasar a nado el lago, que estaba entonces liso como un cristal, desde la orilla occidental a la oriental. Pasamos junto a varias que se habían ahogado, y otras, medio agotadas, subían a nuestro bateau cuando les poníamos un remo delante. El barquero cogió una docena y dijo que les pondría cadenas y las domesticaría, haciendo de ellas animales domésticos. Sus peludas colas habían actuado como una especie de flotador para sostenerlas en el agua; pero la leyenda de que levantan la cola utilizándola como vela para nadar impelidas por la brisa, la considero ridícula.

Una gran curiosidad era aquí el doble eco, que nuestro barquero nos mostró gritando con voz aguda el nombre de su esposa, Marie Louise, que fue repetido de un modo melancólico por las curvas laderas de una montaña, desde dos lugares distintos a la vez. Confieso que mi corazón gritó «Kate, Kate» no menos anhelantemente, aunque mi boca permaneció en silencio.

Durante el resto del viaje dormí. Se levantó una fuerte brisa del sur que hinchó la vela y dio velocidad al bote. Desembarcando sobre la cascada, hice el resto del viaje a pie hasta Ticonderoga, vía Mount Hope, pasando junto a un campamento de prisioneros americanos y varios almacenes, y llegué aquella misma noche a hora avanzada. Me pasé un día arreglando mis asuntos en el fuerte, y dos más viajando de vuelta por el lago. Llevaba ahora una brigada de bateaux cargados de equipaje y provisiones, y reclutas y convalecientes hasta el número de sesenta. Además, una multitud de francocanadienses vino conmigo, enviados por el general Carleton a petición del general Burgoyne, para manejar los bateaux en el río Hudson. Yo les hice saber la necesidad de llegar pronto, y mantuve en los remos a cuantos podían hacer uso de ellos, impeliendo rápidamente las embarcaciones.

Estando en Ticonderoga, observé los restos de una hoguera que algunos de nuestros oficiales jóvenes habían hecho con un enorme montón de papel moneda emitido por orden del Congreso americano. Varios fajos de billetes apretados y de cantidades grandes habían quedado sin arder, escasamente chamuscados. Se me ocurrió que era un acto estúpido destruir estas promesas impresas de pagar en especie, igual que lo hubiera sido romper un pagaré particular. Por consiguiente recogí el grueso de billetes sin quemar, cogiendo para mí una comisión de quinientos dólares. Los billetes que elegí para mí eran de veinte dólares, pues hacían menos bulto en mi mochila, y tenían impresa una personificación del viento del oeste en una nube que perturbaba las olas y el mote o lema Vi Concitate (¡Perturba con fuerza!). Pensé que el lema era apropiado, aunque «levantar el viento» por la emisión de papel sin estar respaldado por alguna especie era un procedimiento dudoso, y cuando el fraude fuera descubierto por el pueblo, probablemente causaría grandes disensiones. Los billetes de cinco dólares, que yo rechacé, mostraban un jabalí abalanzándose contra una lanza, con el siguiente pensamiento impreso: «O muerte o vida decorosa.» No estaba claro si la causa revolucionaria estaba representada por la lanza o por el jabalí.

Regresando sin aventuras a Fort George, me apresuré a visitar al cuáquero Josiah, mientras se cargaban los carros con lo que había traído en los bateaux.

Llamé a la puerta y esperé, con el corazón palpitante de impaciencia. No recibiendo respuesta a mi llamada, empujé la puerta. No había nadie allí, pero un débil quejido en la habitación contigua me hizo precipitar adonde estaba el bebé, en una cuna de arce, y el cuerpecito cubierto con una gasa para protegerlo de los mosquitos y desnudo, debido al mucho calor que hacía aquel día. Llevaba colgada al cuello mi moneda de plata, prendida con una cinta azul.

No podía esperar, pues mi misión militar era urgente; pero tuve la fortuna de encontrarme con Josiah a un kilómetro de la cabaña. Me informó que la negra que había asistido a su esposa, una esclava liberada, había perdido recientemente un hijo suyo. Kate Harlowe había dejado, por consiguiente, su niña al cuidado de esta mujer y bajo la custodia del cuáquero y su mujer, diciendo que ella no tenía leche que darle y que, además, el campo de batalla no era lugar para una criatura recién nacida. Al día siguiente de haber pasado yo por allí, dijo Josiah, había dicho adiós a la familia y se había ido al encuentro de su marido, aunque contra la voluntad de ellos y a pesar de sus repetidos ruegos de que se quedara.

El cuáquero se volvió y caminó a mi lado una parte del camino hacia el fuerte. Habló honradamente del escaso número de correligionarios. No sólo había cuáqueros antiprohibicionistas, que amaban demasiado el mundo, sino también, al parecer, había cuáqueros libres que llevaban armas en la guerra. Sin embargo, dijo, tan flagrante asesinato —si, siendo soldado, le perdonaba yo el término— era tal vez menos atroz a los ojos del Señor que la acción hipócrita de algunos de sus antiguos compañeros de Filadelfia. Al rehusar servir en las guerras, o pagar los impuestos que les eran fijados por esta negativa, actuaban en conformidad con su fe; pero detestaba el que hubiesen votado por la suma de veinte mil libras para «trigo, avena y otros granos», dando a entender que entre los «otros granos» podían contarse los de la pólvora: y de este modo contribuyendo al asesinato. Disgustado por tan perversa locura, él los había abandonado y había venido a vivir a este despoblado. Yo le pregunté:

—Amigo Josiah, si me consideras a mí un asesino, ¿por qué caminas a mi lado de un modo tan cordial, y me hablas de modo tan agradable?

—El propio Nuestro Señor Jesucristo no se apartó de los soldados romanos —contestó él—, ni siquiera de un centurión, su oficial. Y Juan el Bautista les dijo a los soldados que se contentaran con su paga.

—Si san Juan dijo eso, sin duda estaba aceptando el asesinato. Pues la paga era por su condición de soldados, esto es, por la práctica de matar.

Él no contestó; continuó andando con los labios sellados. Le pregunté de nuevo, pensando que tal vez no me había oído:

—Dime, amigo Josiah, ¿por qué razón el que fue considerado digno de bautizar al Salvador de la humanidad se dirigió a los soldados aconsejándoles que se contentaran con su paga?

—Aun cuando el propio Salvador les hubiera dicho «No matarás» —contestó él—, se hubieran burlado de Él (aunque tal era el mandamiento del Padre), pues habían prestado juramento de soldados al César y no podían desdecirse. Eran ya asesinos, como tú has dicho. Para ellos no había más alta noción de virtud que pudieran seguir. Y a ti, amigo Roger, según me asegura mi voz interior, no te diría el Señor: «No cometerás adulterio» pues aunque conoces bien este mandamiento, has desobedecido de una manera que no se puede remediar. En cambio, Él te diría: «Aleja tus malos pensamientos de esta mujer, pues ella es la esposa de otro, y ruega a Dios para no recaer en la misma tentación.»

Al decir eso me apretó la mano, húmedas de lágrimas sus mejillas, y se alejó. Sus últimas palabras fueron:

—La niña aprenderá a amar a Dios en este despoblado.

Regresé muy pensativo a Fort George, donde pregunté por Kate Harlowe, cuya senda debía haberla llevado cerca de nuestros centinelas; pero no había pasado por allí. Pensé que el haber oído mi nombre había refrescado sus afectos y que había regresado junto a los indios mohicanos, antes que volver al lado de su esposo Harlowe, y de ese modo llevar igual dolor a su corazón y al mío.

La noche siguiente tuve la satisfacción de conducir las provisiones y el equipaje sin novedad al ejército, y de ser felicitado por mis oficiales por lo bien que había ejecutado las órdenes que me habían confiado.