Nuestra flota, habiendo forzado el puente de Ticonderoga, había perseguido a los barcos del enemigo a lo largo del río Sur alcanzándolos el día antes de nuestra batalla de Hibberton por la tarde. No había escapatoria para los americanos, que estaban anclados en South Bay, estación naval próxima a Skenesborough. Dos de las cinco galeras se entregaron, y las otras tres fueron quemadas por sus tripulaciones; de los doscientos bateaux la mayoría fue capturada, y los demás fueron hundidos. Los americanos, al retirarse, prendieron fuego a su fuerte empalizado, sus almacenes, sus aserraderos, sus forjas y sus talleres de reparación. Las llamas se propagaron al bosque cercano, produciéndose la mayor conflagración imaginable. Nada se salvó para los americanos, de los cuales unos treinta fueron capturados por el Noveno; habían sido desembarcados antes del ataque y ascendieron a la colina desde el flanco. Otros huyeron hacia Castleton; y éstos eran los hombres que Maguire y yo observamos ahora, viniendo hacia nosotros por el camino de Castleton.
Puesto que no deseábamos entablar combate, nos escondimos entre la maleza y los dejamos pasar, nuestra vanguardia, pensamos, les daría un vivo recibimiento dentro de una o dos horas. Yo había propuesto la precaución de volver nuestras chaquetas del revés, a fin de que se vieran los forros, en vez del paño escarlata, y ser menos llamativos: pero Maguire dijo que esto le recordaba los ejercicios disciplinarios en el cuartel de Waterford; me rogó que no ordenara tal cosa. Puesto que el escarlata de las dos guerreras estaba descolorido y era más bien de color ladrillo, por la exposición al tórrido sol, lo acepté.
Una partida de unos veinte americanos pasó discutiendo de política en voz alta, con los mosquetes al hombro. Detrás de ellos iban otros dos hombres, un oficialillo elegante y un gigante de pecho peludo, que cojeaba. El soldado, al pasar junto al lugar donde estábamos nosotros, gritó al oficial:
—Espera un poco, Andy, que llevo una condenada piedra en el zapato. Tengo que parar a sacármela.
—Se agradece un respiro, vecino Benaiah —repuso el oficial suavemente, sentándose a pocos pasos de nosotros—, pero, oye, no estoy de acuerdo en que los ingleses intenten pasar de Skenesborough. Me figuro que debe de ser un ardid para confundirnos, razón por la cual el plan de ataque fue publicado con anticipación. No, mi querido Benaiah, Johnny Burgine no va a marchar hacia el sur, hacia Albany, con sólo ocho mil hombres contra los treinta mil que podemos oponerle. ¿Quién va a guardar sus comunicaciones? Ten la seguridad de que el cochino de Carleton no lo hará, ya que es el enemigo mortal de Johnny y está comido por la envidia. No, no, querido Benaiah; y Billy Howe no subirá al norte a recibirlo, y te diré por qué. Calculo que el viejo Billy Howe transportará su ejército por mar y desembarcará cerca de Boston, pues Boston, como todos sabemos, es el centro y el hogar de la Independencia; y Johnny Burgine volverá con sus hombres, salvo unos pocos, por los lagos y el río San Lorenzo para unir sus fuerzas con él en este mes. Los ingleses no son tan tontos como pretenden, de eso puedes estar seguro. Yo me vuelvo a Boston a repeler el desembarque, con la ayuda de Dios, y me llevaré conmigo la compañía.
—No, vecino Andy —dijo Benaiah—, no harás eso. Te quedarás aquí para capitanearnos, zorro de los diablos; o de lo contrario te pegaremos cuatro tiros. ¡No vas a escabullirte ahora y dejarnos colgados! Los canallas de las espaldas rojas están aquí, y aquí combatiremos con ellos, tan pronto como hayamos llenado otra vez los sacos y las bolsas.
El oficial intentó replicar, pero Benaiah emitió un rugido y lo hizo callar. Entonces se oyeron disparos como de una viva escaramuza a cierta distancia en dirección de donde veníamos nosotros; al oír eso, los dos americanos se pusieron de pie: el tal Benaiah fría y resueltamente; su oficial, con visibles muestras de aprensión. Y siguieron adelante.
Maguire y yo, que habíamos experimentado un gran deseo de romper a reír durante esa conversación, nos fuimos cautelosamente en dirección adonde sonaban los tiros. Cesaron cuando nos aproximábamos, y divisamos un destacamento de nuestro propio regimiento, mandado por el capitán Montgomery, que había hecho varios prisioneros y estaba a punto de regresar a Skenesborough con ellos. Dirigimos a Montgomery en persecución de la compañía del capitán Andy; y a cambio él nos dijo dónde podíamos encontrar al general Burgoyne, a quien iba dirigido nuestro mensaje. Se lo entregamos aquella noche a primera hora, habiendo caminado unos cincuenta kilómetros, y llegamos tres horas antes que la brigada. El general Burgoyne fue muy amable con nosotros, y se sintió muy alentado por la noticia. Nuestra recompensa fue un buen vaso de vino de Madeira.
Al informarnos él que el Noveno había sido destacado aquella mañana en persecución del enemigo, que se retiraba por Wood Creek hacia Fort Anna, y que allí se esperaba una fuerte batalla, le pedimos que nos dejara incorporarnos a él; nuestra excusa era que llevábamos un informe para el teniente coronel John Hill, que ahora mandaba el Noveno, sobre las pérdidas que habíamos sufrido en Hibberton. Entre éstas figuraba el capitán de nuestra compañía de granaderos, muerto a causa de sus heridas, y un teniente gravemente herido. El general accedió a nuestra petición, y nos reunimos con el capitán Montgomery, que iba en la misma dirección. Al día siguiente por la mañana fuimos transportados a remo por Wood Creek, que estaba sombreado por enormes árboles, en canoas de cedro; fue un viaje muy agradable. En el punto donde nos vimos obligados a desembarcar, debido a los obstáculos dejados en la corriente por el enemigo en su retirada, encontramos un campamento de quinientos indios algonquinos y wyandots, al mando del comisario general delegado de nuestro ejército, capitán J. Money, del Noveno; ellos nos dirigieron hacia el regimiento. Varios de estos salvajes llevaban cabelleras ensangrentadas prendidas de los cintos, y observé con horror y disgusto que una de éstas era de una mujer de cabellos rubios. El guerrero que la llevaba parecía fatigado después de un largo viaje, y se revolcaba en la hierba para refrescarse, como si fuera un caballo.
Después de andar por caminos difíciles, serpenteando a lo largo de riachuelos, alcanzamos a nuestros camaradas al anochecer. Habían capturado varios botes americanos en Wood Creek, cargados de equipaje, mujeres e inválidos, y estaban ahora acampados a medio kilómetro de Fort Anna, que parecía fuertemente defendido. El fuerte consistía en un gran cuadrángulo formado por palizadas con aberturas para las armas; dentro había un blocao y un cobertizo para las provisiones. Todo estaba en una pequeña elevación sobre el río, con un aserradero al lado, cuyo salto de agua descendía en una escarpada colina boscosa.
Entregué el mensaje al coronel Hill, que me felicité por la velocidad con que lo había entregado, que yo poseía algunos conocimientos de medicina, me mandó presentarme al doctor Shelly (que había ocupado el puesto del doctor Lindsay, trasladado a otro regimiento) como su ayudante, pues se esperaba un encuentro muy violento. Maguire recibió orden de permanecer con la compañía del capitán Montgomery. Nos acostamos con las armas preparadas, y confieso que dormí bien, sin que me perturbaran temores acerca del día siguiente, pues ya me tenía por soldado veterano. Para que el enemigo no se nos escapara, habíamos puesto centinelas en las faldas del bosque en torno al fuerte, frente al cual había un raso de unos cien pasos de ancho. El enemigo no ocupó el aserradero, que estaba fuera de la palizada.
El tiempo era caluroso y se aproximaba una tormenta, a juzgar por el distante rugir de los truenos por el norte; pero al amanecer el cielo estaba todavía claro, aunque de vez en cuando soplaban súbitas ráfagas de viento.
Un hombre vino entonces corriendo desde el fuerte, perseguido por fuego de mosquetes, que sin embargo no le alcanzó. Declaró, casi sin aliento, que era un súbdito leal del rey Jorge y que quería servir en nuestras filas. Al ser interrogado dijo que los mil hombres del fuerte estaban sumidos en gran consternación, esperando que nosotros los atacáramos y asaltáramos inmediatamente. Con el destacamento de nuestras compañías de flanco para la división del general Fraser, el Noveno quedaba reducido a menos de doscientos hombres, incluyendo los oficiales. El coronel Hill envío por tanto un mensaje al general Burgoyne, pidiendo apoyo, pues el resto de nuestra brigada estaba a unos quince kilómetros de distancia. El supuesto desertor se escapó entonces, y resultó que había sido enviado a espiar nuestra debilidad: al cabo de media hora los americanos se precipitaron fuera del fuerte con gran furia y vocerío.
Los centinelas dispararon inmediatamente sus armas, y sus camaradas se apresuraron a salir del bosque a prestarles ayuda. Varios americanos cayeron. Desde donde estaba yo con el doctor Shelly, llevando en la mano su caja de instrumentos y vendajes, no podía ver nada, pues los bosques eran muy espesos; pero el capitán Montgomery pasó junto a nosotros con su compañía y le seguimos. El estrépito de la mosquetería en un bosque denso es terrible; las descargas resuenan de un árbol a otro y las balas pasan silbando entre las ramas. Toda nuestra línea se mantuvo firme y matamos a un buen número de hombres; pero el resto penetró por nuestro flanco derecho y podíamos oír a sus oficiales, que gritaban: «¡Adelante, adelante!» El coronel Hill nos sometió entonces a una severa prueba de instrucción mandándonos cargar de frente y retirarnos colina arriba hacia la izquierda. En ese momento, un grupo de americanos avanzó hacia nosotros disparando; el capitán Montgomery cayó herido en el muslo, del cual manó la sangre como de una fuente. El doctor Shelly acababa de curar la herida de otro hombre con mi ayuda. Corrió rápidamente al lado del capitán y me dijo:
—Sargento Lamb, mientras yo aprieto la arteria, póngale el torniquete y apriételo bien al borde de la herida.
Cumplí esa orden. Nos alegramos de la protección que nos prestó Maguire el Loco, pues corrió hacia adelante con la bayoneta calada e hizo retroceder a la avanzada americana; luego volvió junto a nosotros, observando con voz tranquila, dirigiéndose al capitán:
—Capitán, a estos americanos no les gusta la bayoneta.
Yo había fijado casi la ligadura del torniquete a satisfacción del doctor Shelly, cuando los americanos atacaron de nuevo.
—Corra, sargento; corra, Maguire, mi buen soldado —gritó el capitán, entre quejidos—; déjeme a mí, que no puedo seguirlos. —Maguire echó a correr, pero yo permanecí unos segundos más hasta que el vendaje quedó asegurado y el médico pudo retirar los dedos de la arteria; luego, también yo me escurrí por entre los árboles; las balas silbaban a mi alrededor y el enemigo caía sobre nosotros como un poderoso torrente. Yo fui, pues, el último que subió a la colina; pero me reproché no haber tenido la precaución de llevarme la caja de curas y el rollo de vendajes. Éstos ahora habían sido capturados junto con el doctor Shelly y el capitán. Sin embargo, era demasiado tarde para volver por ellos.
La maniobra del coronel Hill fue brillantemente ejecutada, pues el regimiento, aunque tosco en el campo de instrucción, se mostró bien dispuesto en el de batalla, y todos subimos a la cima excepto unos pocos soldados. Aquí el terreno era más abierto, y nuestras compañías avanzaron en fila india, cara al enemigo; cada soldado que iba delante disparaba su arma y luego corría a la retaguardia a cargarla de nuevo; así sostuvimos durante tres horas un fuego bien dirigido. Yo ocupé mi turno en la fila de la compañía del teniente Westrop, que recibió un balazo en el corazón estando a mi lado. Unos pocos minutos después, un hombre recibió, a corta distancia, a mi izquierda, una bala en la frente, que le hizo saltar la tapa de los sesos. Se tambaleó, volvió los ojos hacia arriba, murmuró algunas palabras sin sentido, y cayó muerto a mis pies.
Pronto decayó nuestro fuego, pues nuestras municiones estaban casi agotadas; y el enemigo, percibiendo eso, atravesó audazmente nuestro frente para cortarnos la retirada, lo que no pudimos impedir.
En este momento crítico, cuando todo estaba silencioso, se oyó un grito que me hizo saltar el corazón de júbilo y llevó el desaliento al ánimo de los americanos: Ju-u-uup!, resonó a través de los bosques. Echando el fusil a tierra, me llevé la mano a la boca y contesté Ju-u-uup!, modulando salvajemente la nota como había aprendido a hacer, dando la bienvenida a los wyandots y algonquinos que se acercaban. Los americanos se dispersaron inmediatamente y, habiendo terminado la pelea, el Noveno formó sobre la colina. El coronel Hill los condujo entonces a la captura del fuerte; pero yo me quedé atrás para hacer de médico.
Era un triste cuadro ver a los heridos desangrándose en el suelo. Lo que lo hacía todavía más lamentable era que la lluvia, de la que hasta entonces sólo habían caído unas gotas, empezó a caer a cántaros sobre nosotros; y, para agravar más el dolor de las víctimas, no había nada con que curar sus heridas, ahora que la caja de curas se había perdido. Yo me quité la camisa, la rasgué y con la ayuda de la joven esposa de un soldado, Jane Crumer (la única mujer que estuvo con nosotros y que permaneció cerca de su marido durante la batalla), hice algunos vendajes con estas tiras y con el borde de su falda, y fui vendando por turno las heridas de los caídos. Yo miraba a Jane con afecto desde hacía algunos años. Era una muchacha delgada, no bella en un sentido pictórico, pero tema una voz excelente y unos ojos expresivos; era sobrina del sargento Fitzpatrick, con quien ella había vivido antes de casarse. La pequeña Jane había asistido a las lecciones de aritmética en Waterford que yo daba a su chico, y resultó ser mi mejor alumna.
Pronto vino Maguire en mi busca, y dijo con gran excitación:
—Por el amor de Dios, Gerry, apenas puedo verte por la lluvia que cae. Te traigo unas cuantas noticias. Los salvajes que nos han salvado no eran indios ni cosa que se parezca, sino una estratagema del capitán Money.
Ha traído a los indios cuando ha oído el rugir de la batalla, pero ellos no han querido pelear; él los ha despedido y ha venido corriendo solo, y ha sido él quien ha dado aquel grito; no ellos, cochinos paganos: ellos estaban a seis kilómetros de aquí. Más aún, los rebeldes han quemado el blocao y el aserradero, pero la lluvia ha apagado las llamas y apenas se ha quemado una astilla, loado sea el Señor. ¿No es una dicha estar vivos?
Detuve su torrente de palabras haciendo que nos ayudara a Mrs. Crumer y a mí a llevar a los heridos que no podían caminar a la choza de un leñador, a unos pocos cientos de metros de distancia, el refugio más próximo con que contábamos. Esta choza había sido escenario de una escaramuza hacia el final de la batalla, pues una de nuestras compañías la había tomado para usarla como fuerte cuando el enemigo trató de flanqueamos. El trabajo era en extremo fatigoso, ya que temamos que llevar a esos pobres infelices en mantas colgadas de pértigas, y la lluvia hacía el suelo muy resbaladizo.
Habíamos vuelto de la choza a buscar nuestra tercera carga, y todavía quedaban nueve hombres incapaces de moverse, cuando se presentó a caballo el propio general Burgoyne, con su cara radiante y su barbilla prominente, junto con su «familia» o estado mayor, a fin de revisar el campo de batalla. Reconociéndome, exclamó con voz resonante:
—Así que ha llegado usted a tiempo de compartir la gloria, mi bravo sargento. Dígame, ¿cómo ha ido la batalla?
Señalé hacia las posiciones y él observó cuidadosamente, con el fin, me figuro, de reseñarlas en sus despachos; y entonces me atreví a pedirle hombres que me ayudaran a conducir los heridos, lo que consintió con la mejor voluntad. Luego dijo:
—Por si los americanos lo sorprendieran a usted mientras realiza esta tarea humana y meritoria, debe llevar una carta para su comandante que asegure la preservación de su vida: si es que los jefes de esa chusma armada tienen entrañas y compasión como los hombres ordinarios.
Su edecán le prestó la espalda para utilizarla como escritorio; y entonces, usando una pluma, un pedazo de papel y un tintero de bolsillo, redactó un elocuente alegato en favor de mi vida y lo firmó con una enorme rúbrica.
Yo le di las gracias y él partió al galope. Jane Crumer lo siguió con la vista, y luego me miró a mí y rió suavemente.
—Vaya —dijo—. Confieso que me deja desconcertada. Creí que iba a sacar yesca, pedernal, cinta, cera, sello y todo para sellarla a estilo cuartel general.
Sin embargo, el general no se olvidó de nosotros. Envió una docena de hombres del regimiento Veinte para que hicieran de camilleros. Yo mandé a Maguire y Mrs. Crumer al coronel Hill, a informarle de la situación; y el coronel volvió a mandar a Maguire, junto con otros tres hombres y una cantidad de provisiones. El coronel me informaba que tenía órdenes de regresar a Skenesborough y que dejaba los heridos a mi cargo. Entre éstos estaba el teniente Murray, con una herida en la pantorrilla, que se divertía con dos compatriotas irlandeses, los cuales se vanagloriaban de la mucha sangre que habían vertido por su rey y su país, y de la gravedad de sus heridas. Con su manera brusca de hablar dijo:
—Por los cielos, amigos, no tenéis por qué pensar tanto en vuestras heridas; pues hay una bala en la viga junto a la puerta, y no por eso ha de recibir una mención o una pensión ese pobre madero.
Las pérdidas del Noveno aquel día fueron trece muertos y veintitrés heridos de todas las categorías; las ganancias fueron treinta prisioneros, algunas provisiones y equipaje, y la bandera del Segundo Regimiento de Hampshire, del ejército de Massachusetts. Nos mencionaron en las Órdenes.
En cuanto a mí, permanecí unos siete días como médico encargado de la choza; desde Skenesborough nos enviaron una provisión de ungüentos y vendajes, y otras cosas necesarias. Sólo me encontré con un americano, llamado Gershom Hewit, de Weston, Massachusetts, un pobre individuo cuya mano derecha había sido rota por una bala y su pierna lesionada. Cuando lo descubrí, estaba acechando en un matorral, cerca de la choza, con la esperanza de poder recoger sobras de comida que nosotros arrojáramos. Yo le encañoné con el mosquete y le mandé avanzar para reconocerlo. Esperaba que lo matara allí mismo, y se mostró infinitamente agradecido cuando, viendo que no podría volver a servir como soldado, le curé y vendé las heridas, le di bebida y vituallas, y lo envié con su propia gente. Prometió de todo corazón no revelar nuestro paradero a sus compatriotas, promesa que cumplió.
Esperábamos ser atacados en cualquier momento, y fortificamos la choza lo mejor que pudimos, dejando aberturas o troneras a fin de que también los heridos pudieran disparar contra el enemigo; pero no fuimos molestados, aunque todas las noches oíamos el ruido de las hachas, según el enemigo cortaba los árboles para impedir el avance de nuestro ejército. Nosotros avanzábamos contra Fort Edward, en la parte superior del río Hudson, su nuevo punto de reunión. Todos los heridos, excepto tres que murieron, estaban entonces casi aptos para el servicio; pues con preferencia a las drogas que me enviaron, yo había usado un preparado vegetal que me habían recomendado los indios, hecho de una planta que crecía cerca de la choza.
Ahora bien, Skenesborough era propiedad de un caballero escocés llamado Skene, comandante a media paga, que había servido por aquí en la guerra anterior y había sido de tal modo seducido por la belleza del lugar, que por privilegio real obtuvo una concesión de 1.107 hectáreas al pie del río Sur, y comenzó a establecer una gran hacienda. Él era el dueño del blocao y del aserradero de Fort Anna, y de todos los demás edificios en kilómetros a la redonda. Era leal al rey y agasajó al general Burgoyne de un modo magnífico en su casa de Skenesborough. Algunos dicen que todas nuestras desgracias subsiguientes fueron debidas a esta persona. Pues aunque por tierra no estábamos a más de treinta kilómetros de Fort Edward, el esfuerzo de transportar nuestra artillería y provisiones por esta ruta sería gigantesco debido a lo quebrado del terreno: pero todas las dificultades fueron negadas o atenuadas por el comandante Skene, que calculó que un gran camino militar construido desde su muelle a Fort Edward aumentaría en miles de libras el valor de su hacienda. La alternativa era volver por agua a Ticonderoga, y de allí navegar por el lago George, donde el enemigo no podía ofrecernos resistencia. Esto hubiera llevado cuatro días con tiempo favorable; y desde Fort George, en el extremo del lago, existía un buen camino de carros hasta Fort Edward; las defensas de ambos lugares estaban en condiciones ruinosas. Asaltadas estas posiciones, en el término de otra semana estaríamos en Albany, dejando atrás nuestros cañones más pesados.
Sin embargo, el general Burgoyne siguió el consejo de su anfitrión. Después de dos días, sólo se habían construido tres kilómetros de camino, a pesar del enorme esfuerzo de hombres y yuntas; y el general Burgoyne debió reconocer entonces el error y suspender la tarea, como hizo el general Carleton cuando vio que nos costaba demasiado trabajo remolcar las dos goletas de Chambly a St. John. Pero el comandante Skene aseguró que más adelante el terreno sería más favorable, y recordó al general su orden del día en Crown Point: «Este ejército no deberá retroceder», lo cual ofendió su honor. El general Burgoyne, además, había enviado su flota de bateaux (los suyos y los capturados al enemigo) río arriba en busca de provisiones, y le dio vergüenza enviar un barco rápido a llamarlos. Decidió continuar el trabajo a pesar de todo, tanto más cuanto que muchos cientos de americanos leales habían llegado al campamento, algunos con armas, algunos sin ellas, y sus servicios como expertos podían utilizarse para abrir camino.
El general Philip Schuyler estaba en Fort Edward con el ejército americano derrotado, compuesto por poco más de cuatro mil hombres; y había dejado en nuestras manos más de cien piezas de artillería y grandes provisiones de carne y harina. Encontró dos regimientos de la milicia de Nueva Inglaterra tan desordenados y tan dados al saqueo, que los despidió de su ejército; y lo que quedaba no era de confianza como fuerza de combate. No obstante, estaba resuelto a no ahorrar nada, ni siquiera su propio buen nombre, ni aun su propia vida, con el fin de promover la causa de la Independencia que llevaba tan cerca de su corazón. En Fort Edward había cañones tirados entre la hierba, pero no cureñas, y apenas herramientas de atrincheramiento; insuficientes calderos de campamento y menos de cinco cargas de pólvora y municiones para sus mosquetes. No podía esperar defender el lugar, sino solamente entretenernos hasta que le enviaran refuerzos. Había encolerizado ya al Congreso con una carta protestando por la destitución de uno de sus médicos sin su consentimiento; y ahora John Adams decía que «los ejércitos patriotas jamás defenderán victoriosamente un puesto hasta que hayan matado a un general —refiriéndose a los generales Schuyler y St. Clair— que haya cedido una fortaleza al enemigo sin lucha». Sin embargo, para el avituallamiento del ejército que le quedaba después de las deserciones y de las destituciones, y para retrasar nuestro avance, el general Schuyler podía acudir a su fortuna particular. Era propietario de una ancestral heredad holandesa en Saratoga, en el río Hudson, a unos cuantos kilómetros de Fort Edward, que era considerada la hacienda mejor administrada de toda América, y donde cientos de obreros expertos trabajaban a su servicio. Sus hachas se unieron pronto a las que habíamos oído sonar en el bosque, poniendo grandes obstáculos a nuestro avance.
Los bosques estaban aquí compuestos principalmente de robles de diferentes especies, y el nogal americano, el abeto y el haya se mezclaban con grandes cantidades de pinos de Weymouth, de corteza lisa. Eran muy altos, aunque ninguno parecía tener más de medio metro de diámetro; en efecto, el diámetro de los árboles de Norteamérica era muy pequeño en proporción a su altura, y todavía menor en comparación con los árboles europeos: brotaban tan cerca unos de otros, y en tal rivalidad por el sol, que su fuerza se invertía en ganar altura más que en ganar grosor. Estos árboles eran los que los soldados y leñadores del general Schuyler derribaban estrepitosamente con intervalos de pocos pasos, a través de todo camino o vereda, riachuelo o arroyo, que hubiera entre nosotros y Fort Edward; y trabajaban también cavadores con sus azadones haciendo presas y desviando estas corrientes de agua para creamos mayores impedimentos. Mientras que de este modo ayudaba mucho a nuestros obreros, el general Schuyler sustraía también nuestros medios de subsistencia, espantando bandadas y rebaños, llevándose en carros o quemando todas las cosechas de los campos que estaban al alcance de nuestros depredadores.
Mientras yo estaba en la choza de Fort Anna reapareció en Skenesborough el reverendo John Martin, y predicó un sermón a las tropas un domingo por la mañana. Se dijo que este sermón había sido manso y poco belicoso, más propio de una iglesia parroquial celebrando la fiesta de la cosecha que para la presente ocasión, que era un servicio de acción de gracias por el éxito de nuestras armas. El lema era «No seáis como el buey y el asno, que no tienen entendimiento». Después del sermón todo el ejército disparó una salva con artillería y armas ligeras. Nosotros oímos el ruido a lo lejos y no podíamos explicárnoslo, aunque supusimos que serian explosiones de algún depósito de municiones.
He hablado de los mosquitos de Skenesborough, que se crían allí en las aguas estancadas, bajo la sombra protectora de los grandes árboles, como los más malignos de toda la América. Los habitantes eran inmunes a su veneno, pero a nosotros nos producían grandes pústulas acuosas exactamente como las de la viruela. Lo único que producía un alivio seguro era el álcali volátil, del que teníamos muy poca cantidad; pero un baño inmediato en agua fría era mejor que nada. Rascarse era de lo más peligroso, y muchos hombres se veían privados del uso de alguno de sus miembros durante días debido a la hinchazón producida por esta imprudencia; dos tuvieron que sufrir amputación. Estos insectos venían a agravar las penalidades de nuestros soldados, con los que fui a reunirme el 17 de julio, regresando a mi propia compañía en el batallón de infantería ligera. El camino había llegado sólo a un tercio de la extensión proyectada, y los obstáculos eran cada vez más numerosos. Además de quitar los árboles derribados, tuvimos que construir por lo menos cuarenta puentes y un camino de relleno, de tres kilómetros de largo, hecho de grandes troncos atravesados, sobre un terreno pantanoso. Y no eran los puentes obras de ingeniería insignificantes; muchos medían hasta quince metros de alto y dos o tres veces más de largo, sobre profundos y fangosos ríos. A veces, pequeñas partidas enemigas atacaban nuestros piquetes, pero fueron fácilmente rechazadas.
La labor del soldado comenzó ahora a ser extraordinariamente severa. Aunque trabajando en un terreno difícil en la estación calurosa y de las enfermedades, estaba obligado a soportar una carga que nadie, salvo los antiguos veteranos romanos, soportaron jamás. Llevaba la mochila, una manta, un hacha, un saco con provisiones para cuatro días, una cantimplora de agua y una parte de los muebles de su tienda. Esto, añadido a su equipo, armas y sesenta cargas de munición, constituía un equipaje verdaderamente pesado. Sin embargo, los granaderos alemanes, con sus enormes espadas, sus faldones largos, pesadas gorras y grandes cantimploras que llevaban por lo menos un galón, todavía estaban en peores condiciones. El tener que llevar las raciones era lo que más mortificaba a nuestros hombres, que opinaban en general que hubiera sido mejor dar la vuelta por el lago, embarcados, que ser forzados a estos crueles trabajos. Muchos sucumbieron a la tentación de arrojar todo el contenido de sus sacos al fango, exclamando:
—¡Al diablo con las provisiones, en el próximo campamento encontraremos más! El general no nos dejará morir de hambre.
Hasta el penúltimo día de julio no llegamos a Fort Edward, habiendo empleado veinte días en cubrir otras tantas millas. Este lugar consistía en un gran reducto con un simple parapeto y una palizada en mal estado, y cuarteles para doscientos hombres; y estaba en un pequeño valle cerca del río Hudson, sobre el único lugar no cubierto de bosque. Los americanos se habían retirado a sus anchas a cuarenta y cinco kilómetros al sur; el general Schuyler, arriesgando como he dicho el que le sometieran a consejo de guerra por traidor y cobarde, hizo esto con el fin de atraernos al interior del territorio americano. Él sabía que cuanto más avanzáramos, mayor sería el número de milicianos y exploradores que saldrían a defender sus hogares, y más largas y menos defendibles serían nuestras líneas de comunicación. El general Schuyler llegó incluso a ceder terreno hasta hacer un campo de batalla de su propio dominio, exponiéndolo a las depredaciones y destrucciones de ambos ejércitos. Esta conducta, esperaba él, tendría su recompensa; El «orgulloso Bajá de Saratoga» (como sus enemigos llamaban al general Schuyler) fue de nuevo supeditado al mandato del general Gates; aunque, para gran pesar de los Adams, los consejos de guerra no lo pusieron a él ni al general St. Clair ante el pelotón de fusilamiento.
Desgraciadamente para nosotros, el general Washington, que se puso de parte de estos excelentes militares en su desgracia, insistió ahora ante el Congreso en que, por lo menos, el general Benedict Arnold fuera empleado por el general Gates en un mando subordinado y el Congreso aceptó. Sin embargo, tuvo cierta dificultad en persuadir al general Arnold de que fuera en ayuda del general Gates, pues estaba resentido. Cuando en febrero de aquel año cinco brigadieres americanos fueron ascendidos al grado de mariscal de campo, el general Arnold no figuró entre ellos, aunque sus servicios eran enormemente superiores y todos eran más jóvenes que él. Washington dio al Congreso su opinión sobre este imperdonable desaire al oficial más capaz de su ejército, y escribió al general Arnold expresándole con mucha delicadeza su simpatía y rogándole que no tomara ninguna decisión apresurada, pues él «haría todo lo que estuviera en su mano por corregir un acto de tan flagrante injusticia». El general Arnold se sintió conmovido por el afecto del general Washington y contestó que «toda ofensa personal será enterrada en mi celo por la seguridad y felicidad de mi país, por cuya causa he luchado repetidamente y derramado mi sangre, y estoy dispuesto en todo tiempo a arriesgar mi vida».
Si el asunto no hubiera sido arreglado de este modo, y si el general Washington, además, no hubiera reforzado el ejército del norte despojando al suyo propio de parte de las mejores tropas —enviando, además, calderos, palas, zapapicos, piezas de campaña y municiones para las armas ligeras de sus propios arsenales— la campaña hubiera terminado sin duda de un modo muy diferente. Tal conducta desinteresada no estaba en modo alguno extendida entre todos los jefes de la Revolución americana, mereciendo en este caso los más altos elogios de sus compatriotas; pues el general Washington no estaba seguro de que nuestro ejército del sur mandado por el general Howe no le atacaría súbitamente venciendo al suyo por su superioridad.
La gracia de esto es que el general Gates, cuando regresó a su mando, no fue en modo alguno bien recibido. En efecto, una fuerte brigada que había llegado de Vermont intentó retroceder, disgustada, no queriendo servir a su mando y otros regimientos expresaron el mismo descontento. Pero el magnánimo general Schuyler les instó a que no hicieran suyo su supuesto resentimiento, pues él no lo sentía en absoluto.