Si el general Burgoyne había hecho en cierto sentido uso indebido del poder político para sustituir al general Carleton en el mando de nuestro ejército, ello no provocó ningún escándalo; y el general Carleton, como he dicho, dio muestras de gran lealtad al hacer cuanto pudo por asegurar el éxito de nuestra invasión de Estados Unidos. Incluso consiguió que unos cuantos habitantes canadienses le alquilaran, en la misma estación de la siembra, sus yuntas para tirar nuestros carros de transporte y que se prestaran como barqueros en los lagos; a otros los puso a mejorar las defensas de St. John, Chambly y Sorel. Esta amistad no se mostró, en la misma situación, en el lado americano, donde el comandante de su ejército del norte, el mayor general Phillips Schuyler, fue atacado en el Congreso por los intrigantes de Nueva Inglaterra, encabezados por Samuel y John Adams: sobre la base de que era monárquico en secreto. Señalaron, con bastante verdad, que simpatizaba con el espíritu aristocrático, que incitaba a los oficiales a mandar y a los soldados a obedecer, prefiriéndolo al espíritu de la Libertad que hace creer a todos los hombres que son iguales o superiores a aquellos que los superan por su cuna o por su educación. Encontraron un aliado y un instrumento en el mayor general Horatio Gates, que había sido ayudante general de los americanos durante el asedio de Boston y era ahora segundo del general Schuyler.
Este general Gates no era un caballero por su comportamiento ni por su sensibilidad, cualquiera que fuese su categoría por nacimiento, ni estaba dotado de muy altas prendas como oficial, aunque una vez tuvo un mando en nuestro ejército, del que no tardó en librarse. Era una persona urbana, sigilosa y ambiciosa, de buena presencia, con cierto talento para granjearse la confianza de hombres mediocres calumniando a personas de carácter y de mérito: el general Washington había de sufrir más tarde sus despechos. Aunque puesto por el general Schuyler al mando de las fuerzas avanzadas americanas en Ticonderoga, el general Gates abandonó allí, criminalmente (como ellos mismos se quejaron), a sus soldados. Éstos sufrían ahora más lastimosamente que nunca por la mala alimentación, las enfermedades y la falta de medicinas. Todos vivían en pobres y delgadas tiendas de campaña, y sin abrigos o mantas suficientes; y una tercera parte de ellos se vieron obligados a ir descalzos bajo una temperatura que marcaba bajo cero en el termómetro Fahrenheit. Se dice que los habitantes de Nueva Inglaterra jamás habían jurado el nombre de Dios en vano hasta que esta experiencia del campamento de Ticonderoga les obligó a ello; donde «ese vicio, el más necio e irresponsable de todos», arraigó de tal modo entre ellos, que de cada dos palabras una era ahora una blasfemia o una frase soez.
En noviembre, el general Gates bajó a Baltimore, en Maryland, donde estaba reunido el Congreso, y luego regresó a Filadelfia, donde tuvo lugar la segunda sesión: estuvo haciendo presión insidiosamente sobre los congresistas en Jos pasillos, hoteles y calles, tratando de persuadirlos de sus superiores cualidades para ocupar el puesto del general Schuyler.
El Congreso cedió finalmente a su persistente voz y pasó una resolución dándole el mando independiente de las tropas que tenían su base en Albany, del mismo modo que al general Burgoyne se le había dado el mando independiente de las tropas que tenían su base en St. John. Sin embargo, el general Schuyler no consintió tan amablemente en que lo sustituyeran como el general Carleton. Indicó a sus poderosos amigos de Nueva York que éste era un acto de despecho contra él por su participación en una antigua disputa por unas tierras entre Nueva York y Massachusetts, por la posesión de lo que es hoy el estado de Vermont; y Nueva York por consiguiente le eligió como su representante en el Congreso, donde se levantó para pedir una investigación oficial de su conducta. Esto puso a los dos Adams en una posición embarazosa; y al fin sus méritos fueron públicamente reconocidos y fue enviado al norte a tomar el mando del general Gates. Llegó a Albany a comienzos de junio, al mismo tiempo en que nosotros comenzábamos nuestra expedición por el lago; e inmediatamente nombró al brigadier general St. Clair para la defensa de Ticonderoga, como elección menos ofensiva para los de Massachusetts que el brigadier general Benedict Arnold, que por otro lado estaba más capacitado para ese cargo. La siguiente escena de esta farsa fue que el general Gates, que todavía no había visitado su ejército en Ticonderoga, montó en cólera y corrió de nuevo a Filadelfia ¡para censurar al Congreso por su traición!
En general Burgoyne dio una orden del día dirigida a nosotros el 30 de junio, al efecto de que embarcáramos al día siguiente para nuestro asalto contra Ticonderoga (que estaba a más de veinte kilómetros de distancia de Crown Point, donde nos reunimos) y desde allí avanzar al interior del país enemigo. Los servicios requeridos, dijo, eran peligrosos e importantes, pero «en ningún caso este ejército debe retroceder». Los regimientos de línea ingleses, además del Noveno, que se embarcaron en esta azarosa campaña eran unidades de mucha confianza; a saber: el Veinte, el Veintiuno, el Veinticuatro, el Veintinueve, el Treinta y Cuatro, el Cuarenta y Siete, el Cincuenta y Tres y el Sesenta y Dos.
Nadie puede negar que nos portamos bien en Ticonderoga, que era una doble fortaleza que constaba de las viejas obras francesas, grandemente mejoradas, en la parte occidental del agua, y una colina muy fortificada, que se llamaba Mount Independence, en la parte oriental. Estas dos posiciones estaban unidas por un puente de más de trescientos metros de largo, de construcción colosal y protegida por una fuerte cadena. Debo explicar que a corta distancia de Ticonderoga, hacia el oeste, estaba el quebrado paso nórdico del lago George; la ancha continuación del lago Champlain hacia el sur se llamaba río Sur.
Mi compañía había sido formada con las compañías de infantería ligera de los otros regimientos en un batallón mandado por el coronel lord Balcarres, hombre experimentado y valeroso. Esperábamos una fuerte lucha, pues las defensas de Ticonderoga tenían ahora un aspecto todavía más formidable que cuando nos habíamos detenido a poca distancia de ellas en octubre del año anterior. Sin embargo, los esfuerzos que se requerían de nosotros eran más bien contra el terreno que contra los soldados. El hecho es que los americanos, reducidos por negligencia de sus generales a tres mil hombres solamente, eran insuficientes para guarnecer las posiciones existentes. Habían descuidado, por consiguiente, la fortificación de Sugar Hill, una cima rocosa, a menos de dos kilómetros a su retaguardia, que se levantaba a doscientos metros del agua en el punto donde el río Sur y la entrada del lago George se dividen. Se imaginaban que, porque no podían disponer de tropas para construir y guarnecer un reducto en Sugar Hill, no sólo era inaccesible para la artillería inglesa, sino que estaba fuera de alcance de sus cañones; aunque, según nos enteramos después por los prisioneros, el general St. Clair se había satisfecho a sí mismo unos pocos meses antes experimentando que una granada de doce libras había llegado desde la fortaleza a la cima, y por lo tanto podía llegar también en sentido inverso.
El general Phillips vio de una ojeada que Sugar Hill dominaba fácilmente la fortaleza; y observó que «donde puede ir un hombre puede ir una mula; y donde puede ir una mula, puede ir un cañón». Llamó al teniente que era ingeniero jefe del ejército, y le preguntó si él y sus zapadores podían construir en un tiempo razonablemente breve un camino hasta la cima, por el cual las mulas pudieran subir los obuses de ocho pulgadas, cañones ligeros y cañones medianos. El ingeniero visitó el lugar —pues habíamos rodeado ahora la posición en tres cuartas partes de su circuito, avanzando a través de los bosques con gran cautela, a cada lado del entrante, mientras las fuerzas navales se mantenían en el centro— y al principio se quedó desconcertado por las rocas quebradas, las densas enredaderas, y los enormes árboles derribados que bloqueaban sus pendientes laderas. Sin embargo, dijo que si se le daban hombres suficientes se comprometía a hacer un camino, que resultaría peor que un camino de cabra, pero mejor que si no hubiera ninguno. Así fue convenido, y mi compañía figuró entre las que fueron requeridas para actuar como zapadores en la construcción del camino. Esto fue el 4 de julio, fecha en que los americanos celebran el día de la Independencia, y nosotros oíamos los hurras a Estados Unidos de América que el viento traía hasta nuestros oídos. Al anochecer, soltaron una docena de cohetes, y luego uno más, en honor de los trece estados.
Bajo la dirección del teniente, izamos, empujamos, tiramos, condujimos y sudamos. Un estímulo para nuestro ejercicio constituía la consideración de que si de este modo no podíamos forzar al enemigo a abandonar sus defensas por la amenaza de ser enviados a la gloria por los cañones, el general Burgoyne nos mandaría hacer un ataque frontal contra los americanos. No nos hicimos la ilusión de una segunda victoria como la de Bunker’s Hill; avanzar a campo abierto bajo el fuego de baterías bien situadas, hasta que llegáramos a la maraña de árboles caídos con sus ramas hacia nosotros, y finalmente, al surgir de allí en desorden, ser cazados uno a uno por sus excelentes tiradores. Unos pocos afortunados podíamos ocupar una posición favorable y atacar al enemigo con la bayoneta —pues el enemigo estaba mal provisto de esta arma—, pero a costa tal vez de la mitad de nuestras fuerzas.
Al amanecer del 5 de julio, se había acabado de abrir una especie de camino que ascendía por Sugar Hill, y los cañones fueron subidos mediante poleas por la fuerza conjunta de hombres, mulas, caballos y bueyes. Al hacerse de día, premiaron nuestros esfuerzos permitiéndonos mirar con el telescopio las defensas del enemigo, donde era posible contar los defensores de cada reducto y los cañones de cada batería, y observar los barcos del enemigo detrás de su puente gigantesco. El general Phillips nos dijo a nosotros:
—Gracias, mis bravos soldados, por lo que habéis hecho esta noche. Vamos a rebautizar esta colina con el nombre de Mount Defiance.
Luego se emplazaron los cañones, y las granadas comenzaron a llover sobre Mount Independence y dentro del viejo fuerte francés.
Fue un despertar desagradable para el general Sr. Chir: tenía que elegir entre defender el terreno y perder su ejército, o abandonar el terreno y perder su reputación. Pues los americanos habían hecho de Ticonderoga una especie de bandera desde que el año anterior nos la había arrebatado el fanático coronel Ethan Alien «en nombre —dijo— del Gran Jehová y el Congreso Continental». Ceder el lugar sin lucha sería fortalecer el poder faccioso de los congresistas de Nueva Inglaterra contra el general Schuyler y contra él mismo. Llamó a consejo de guerra a sus coroneles, y manifestó que tomar el camino menos glorioso de la retirada, mientras todavía podían hacerlo, sería finalmente más beneficioso para su país. Ellos aceptaron, y él aprovechó el poco tiempo que le quedaba para retirar cuanto pudo de hombres, provisiones y artillería. Nada pudieron hacer hasta que se hizo de noche, debido a nuestros observadores en el Monte Defiance; pero tan pronto se puso el sol, doscientos bateaux fueron cargados de equipaje y enviados bajo la escolta de cinco galeras que todavía quedaban de la flota del general Arnold, mientras las tropas siguieron a pie. No tomaron la ruta usual a lo largo de la cala del lago George, pues la brigada en que servíamos nosotros dominaba aquellas aguas desde una colina llamada Monte Hope, que tomamos sin resistencia y la fortificamos apresuradamente. Además, teníamos allí dos brigadas de artillería. Los americanos tomaron la única ruta que quedaba, que era a lo largo del río Sur; las tropas del viejo fuerte francés fueron por el puente y por la orilla opuesta. Un edificio fue incendiado por uno de sus generales menores, en maliciosa desobediencia a las órdenes del general St. Clair; el incendio iluminó el escenario y reveló gran actividad. Sin embargo, era difícil saber si planeaban una salida o una retirada, y por consiguiente permanecimos con las armas a punto durante casi toda la noche. Al amanecer, un explorador indio que había penetrado en el fuerte francés en la oscuridad, informó que el enemigo se había ido. Inmediatamente los que estábamos en el parapeto recibimos órdenes de entrar en las obras de fortificación, donde el propio general Fraser plantó la bandera inglesa sobre el baluarte. Después de un breve examen del lugar, para asegurarnos de que no quedaba ningún enemigo emboscado, nos precipitamos hacia el gran puente a fin de registrar las defensas del monte Independence.
Este puente estaba apoyado sobre veintidós postes de madera hundidos, estando los intersticios llenos de balsas separadas, de cincuenta pies de largo y treinta de ancho, fuertemente sujetas unas a otras con cadenas de hierro. Estaba igualmente defendido, por el lado del lago Champlain, por una obra de grandes piezas de madera unidas por clavos remachados y cadenas dobles. A través de este puente estaban abriendo un paso los marineros ingleses para que pudieran pasar las fragatas y perseguir a los bateaux y las galeras enemigos. Algunos estaban demoliendo esta obra de defensa; otros habían quitado ya parte del mismo puente, entre dos de las columnas; un tercer grupo estaba desprendiendo una de las balsas para sacarla a remolque. Contaban con que hacia las nueve de la mañana habrían deshecho una obra en la que los americanos habían empleado diez meses. Tuvimos que parar unos minutos, mientras construíamos una ligera pasarela sobre la brecha para poder pasar.
Al llegar a la orilla opuesta nos apoderamos de la batería pesada que defendía el puente. Allí nos encontramos a cuatro americanos, borrachos perdidos, junto a un barril de Madeira. Nos consideramos muy dichosos por este hallazgo, pues observamos que tenían las mechas encendidas, y sin duda los habían dejado atrás para que dispararan los cañones cuando nos acercáramos y nos hicieran saltar en pedazos; pero el vino les había hecho olvidar sus instrucciones y descuidar su tarea. Había también algunos barriles de pólvora destapados, y regueros de pólvora que iban a dar a ellos, con el objeto de prenderles fuego y que hirieran a nuestros soldados cuando entraran en las fortificaciones. Varios indios wyandot se habían sumado a nuestra compañía, con ánimo de conseguir trofeos y algún botín, y examinaban cuanto encontraban a su paso. Uno de ellos cogió una cerilla que encontró en el suelo todavía encendida y comenzó a agitarla, haciendo saltar las chispas en todas direcciones.
—¡Cuerpo a tierra! —grité, dando la alarma a mis camaradas justo a tiempo, pues una chispa cayó en el cebo de uno de los cañones. Disparó con un gran rugido, pero en ningún caso hubiera hecho daño alguno, ya que por algún error la boca del cañón había sido elevada demasiado, y el disparo pasó por encima de nuestras cabezas.
No puedo dejar de mencionar aquí, aun a riesgo de comprometer la verosimilitud de mi historia, un incidente que había ocurrido el día anterior. Lo habían presenciado personas fidedignas, y el teniente Anburey del Catorce lo registró en su conocida obra Viajes por el interior de América. Poco después del amanecer, Smutchy Steel, estando de centinela junto con otros, observó en el bosque a un hombre que estaba leyendo un libro forrado de cuero. Le dio el alto, pero el hombre estaba tan absorto en su estudio que no respondió. Smutchy se abstuvo de usar la bayoneta, pero corrió hacia él y lo cogió por el cuello de la chaqueta. Despertando de su ensimismamiento, el intruso dijo con mucha calma que era el capellán del regimiento Cuarenta y Siete, pero no podía explicar su presencia en aquel lugar. Smutchy le mandó que se quedara donde estaba hasta que llegara el relevo; después fue llevado al capitán Montgomery, el oficial más próximo, que lo envió con escolta al general Fraser. El general Fraser sospechó que pudiera ser un espía —pues el Cuarenta y Siete estaba estacionado tres o cuatro kilómetros a retaguardia— y se creía familiarizado con el rostro y el nombre de todos los clérigos adheridos a las fuerzas. Comenzó a hacerle varias preguntas acerca de los americanos, señalando que si accedía a contestarlas honradamente, escaparía a la horca. El desconocido se mostró perplejo e insistió en su primera historia.
—Vamos, vamos —dijo el general Fraser—, una persona de su aspecto no puede hacerse pasar por un siervo del Señor cumpliendo sus deberes. Confiese la verdad; de lo contrario, lo va a pasar mal.
—Señor —dijo el prisionero—, no tiene más que mandarme al coronel del Cuarenta 1 Siete, y él le informará quién soy yo. Ayer me presenté a él en su cuartel general con una carta de presentación del gobernador general de Canadá.
—¿Cómo se llama usted?
Dio su nombre.
Lo enviaron al general Burgoyne, donde su historia fue confirmada. Yo no participé en estos trámites, pero Terry Reeves vino corriendo hacia mí hacia las siete con el rostro pálido y exclamó:
—¡Oh! ¡Lo he visto!
—¿A quién has visto, Moon-Curser? —le pregunté—. A juzgar por tu cara, tiene que haber sido algún espectro o fantasma.
—Peor que eso —dijo—. ¡Era el Diablo! ¡Aquel que vimos en la cantina de Newgate, el día que fue ejecutado Little Jimmy!
Me estremecí involuntariamente.
—Tú estás soñando, querido Terry —dije—. ¿O es el aguardiente de manzana?
—Gerry Lamb —explicó él con solemnidad—. ¿Puedo yo olvidar la cara pálida, el mechón suelto y húmedo, y la fea barbilla de aquel hombre? ¿Lo olvidarías tú, Gerry Lamb?
He confesado ya mi debilidad supersticiosa en el asunto de la vela del Jueves Santo. No parecerá por tanto sorprendente que esta aparición del reverendo John Martin excitara mi imaginación. Parecía un presagio de calamidades para nuestras fuerzas, aunque nuestros grandes éxitos de la siguiente semana parecieran desmentirlo. Lo más curioso es que este sacerdote papista, o ministro metodista, o capellán de la Iglesia establecida, este reverendo John Martin, desapareció nuevamente tan pronto como se presentó al Cuarenta y Siete; reapareció súbitamente dos semanas después en Skenesborough, por un solo día, y después lo perdimos definitivamente. Me ha intrigado siempre saber si la carta de presentación del general Carleton era o no una falsificación, o si realmente había embaucado a aquel excelente personaje.
Exploramos ahora el monte Independence: no había ningún americano; y puesto que el resto de la brigada estaba llegando, partimos de nuevo en persecución del enemigo. El día era caluroso; el sol hervía detrás de una delgada cortina de nubes. Caminamos sin detenernos desde el amanecer hasta la una de la tarde, por varias colinas escarpadas y cubiertas de maleza, siguiendo una áspera vereda. Un grupo de indios se adelantó, ya que al no llevar equipaje ni ropa gruesa podían caminar más deprisa que nosotros; ellos nos trajeron una veintena de extraviados, y por éstos nos enteramos de que la retaguardia americana se componía de tiradores escogidos al mando del coronel Francis, uno de sus mejores oficiales. Los soldados alemanes del general Riedesel nos apoyaban a nosotros, pero no podían marchar a nuestro paso debido a su pesado equipo y edad avanzada.
Tomamos el camino de Hibberton, ruta desviada hacia Skenesborough, que era la base americana cerca del extremo del río Sur. Habíamos hecho un alto durante un par de horas y tomado nuestra comida, cuando el general Riedesel apareció a caballo. Parecía muy excitado.
—¿Qué hay, amigo Red Hazel?[5] —bromeó el general Fraser—. ¿Qué significa esa mirada llameante, ese rostro sombrío?
Contestó en bastante buen inglés que sus malditos cerdos se estaban rezagando y que no podía conseguir que aceleraran el paso.
El general Fraser dijo:
—No los culpe, general. No recuerdo marcha tan fatigosa como ésta en toda la guerra de los Siete Años en Alemania. Tenga, acepte este regalo, un pan de jengibre. Se lo quitamos a los americanos en Ticonderoga; estaba en un paquete que había quedado de su celebración de la Independencia.
El general Riedesel examinó el pan, que estaba dorado y horneado en forma de sirena. Le echó una ojeada amorosa; luego, de un rápido mordisco, le cercenó la cabeza, y estalló en una larga y fuerte carcajada, la cual de tal modo contagió a los que estaban por allí, que inmediatamente rompieron también a reír convulsivamente. La cabeza de la sirena se le quedó al general en la vía respiratoria, y parecía a punto de ahogarse cuando llegó a caballo el capitán Montgomery y le dio un puñetazo en la espalda. La cabeza de la sirena saltó de la boca del general, cayendo al otro lado del camino, y él quedó aliviado y jadeando.
Proseguimos la marcha hacia el enemigo, que había llegado a Hibberton. Cuando nuestros exploradores informaron que el enemigo había hecho alto a cinco kilómetros de nosotros, unos dos mil en número, escogimos una posición defendible y dormimos aquella noche con las armas a punto. Dormimos hasta las tres de la madrugada, muy atormentados por los insectos, y luego reanudamos la marcha a media luz. Dos horas después, llegamos a donde estaban los americanos y los encontramos muy atareados cocinando sus provisiones, aunque con centinelas apostados.
Comenzó entonces una escaramuza que, puesto que los americanos fueron obligados a combatir, se convirtió en batalla campal. Cuando los centinelas fueron empujados hacia su campo, enviamos nuestro batallón de granaderos para cortarles el paso por el camino de Skenesborough, que pasaba por Castleton; así que se volvieron hacia Pittsford, que estaba a cincuenta kilómetros al este, a lo largo de un camino abrupto y rocoso. Los granaderos, para cortarles el paso, subieron a una colina tan escarpada que parecía inaccesible; sólo pudieron llegar a la cima agarrándose a las ramas de los árboles y tirando unos de otros rocas arriba con fuerza. Viéndose interceptados, los americanos presentaron batalla y, mientras algunos atacaban a los granaderos, otros se volvieron y dispararon contra nuestras compañías de infantería ligera, mientras avanzábamos tras ellos. Los que llevaban hachas derribaron árboles apresuradamente, a fin de utilizarlos como parapeto y recibirnos desde detrás de ellos.
La maleza era extremadamente densa y enredada, y sus tiradores apuntaban bien contra nosotros a medida que nos encontrábamos con sus parapetos. Yo comprobé con orgullo la firmeza con que se estaban portando nuestros soldados, aunque no podíamos conservar ningún orden ni formación, ni emplear el ejercicio manual para fuego de pelotón en que nos habíamos perfeccionado durante la instrucción. Sin embargo, realizamos un adelanto ex tempore, absteniéndonos del uso de nuestras baquetas: después de cargar y cebar, dábamos con la culata contra el suelo, sacudida que hacía bajar el cartucho, apuntábamos y disparábamos. Mantuvimos cierta unidad de acción cantando al unísono Hot Stuff, canto que entonces gozaba de la misma popularidad entre nosotros que el famoso Liliburlero (que expulsó al rey Jacobo de los tres reinos) había gozado entre nuestros predecesores del Noveno en la liberación de Londonderry, la captura de Athlone y la victoria de Boyne Water. Con las gargantas secas y los corazones inflamados, cantábamos:
¿De bribones como ésos podemos esperar un desaire?
Avanzad, granaderos, y disparad vuestras balas.
En este combate, que duró cerca de dos horas, cada una de las partes alegó haber sido muy inferior en número a la otra. Yo creo que estaban bastante igualadas, aunque la densidad del bosque y la excitación del momento impedían hacer ningún recuento de fuerzas. Terminó cuando el general Riedesel, que había estado esperando impacientemente a que aparecieran sus fuerzas rezagadas en el campo y participaran de la gloria, arrastró a cincuenta hombres de su vanguardia y los puso en acción. Les mandó tocar tambor, sonar cuernos y trompetas, gritar, cantar himnos de batalla y disparar sus mosquetes al aire para hacer creer al enemigo que eran toda la brigada de Brunswick; y esto es lo que hicieron. La barahúnda hizo inclinar la balanza: los americanos, que habían perdido a su valiente coronel Francis, redujeron el fuego, y nosotros cargamos a la bayoneta. No nos esperaron, sino que echaron a correr, salvo aquellos que se rindieron y uno o dos fanáticos emboscados que permanecieron detrás, escondidos en el bosque, esperando una ocasión para disparar contra «los tiránicos oficiales ingleses». Uno de éstos consiguió matar a un muy querido capitán nuestro, mientras examinaba unos papeles oficiales que había cogido de la cartera del coronel Francis, y escapó sin que pudiéramos vengarnos. Cuando yo corría en dirección al lugar de donde había salido el tiro, me encontré al sargento Fitzpatrick arrodillado, solo y con un pequeño agujero sin cabello en la cabeza. Estaba dando gracias a Dios por haber salvado su vida una vez más, con las solemnes palabras del salmista:
—Oh, Señor, la fuerza de mi salvación, Vos habéis protegido mi cabeza en el día de la batalla.
Su aspecto tranquilo me contuvo en mi furiosa precipitación; volví con mis camaradas.
Smutchy estaba limpiando su fusil cuando descubrió, para sorpresa suya, que con la excitación y confusión de la batalla había puesto nada menos que cinco cartuchos en el arma. Había tenido la boca tan ocupada cantando el Hot Stuff, que no se había acordado de arrancar la tapa de los cartuchos con los dientes, como se hacía: en vano había estado martilleando su fusil, pues se había olvidado también de cebar la cazoleta. Si estos cartuchos hubieran explotado juntos, la sobrecarga hubiera hecho estallar el arma y tal vez le hubieran herido a él de gravedad.
—Sin embargo —dijo Smutchy—, no me he confundido con la bayoneta. —Echándole una mirada, observé que tenía la hoja manchada de sangre. Sentí una súbita revulsión en el estómago al ver la sangre de otro ser humano en el acero, y me retiré a la maleza y vomité.
Habiendo sido éste un combate cuerpo a cuerpo, a diferencia de mi primera escaramuza en Three Rivers, debo describir mis sentimientos durante el mismo y después de él. Antes de comenzar el combate, fui presa del temor, sabiendo que mi vida dependía de un horrible accidente. Este instinto natural, la ansiedad de la autoconservación, aceleró mis pulsaciones y agitó mi pecho; así que durante el difícil ascenso de la colina mis pulmones parecían que iban a reventar. Pero en el momento en que la primera bala pasó silbando junto a mí, toda emoción se desvaneció, se calmó mi pecho, y mis miembros cobraron una energía insospechada. Estaba sumergido totalmente en el ardor de la batalla, donde mi deber era no sólo luchar, sino dirigir a otros en el combate. La reflexión sobre la brutal naturaleza de la guerra o la santidad de la vida humana sufrieron un suspenso temporal; actué como en trance, y árboles, arbustos, mis camaradas, el enemigo, todo era como esas imágenes que ve uno danzando en las llamas de la hoguera. Sólo cuando empezamos a enterrar a los muertos acudieron a mi mente multitud de sentimientos dolorosos y todos los afectos. Especialmente la visión de queridos camaradas torturados por mortales heridas laceraba mi corazón: algunos retorciéndose y quejándose de dolor, otros con los sesos que les salían del cráneo roto, otros sentados o apoyados en los codos, pálidos por la pérdida de sangre, observando con horror la gravedad de sus heridas. Sufrí también punzadas de dolor por la suerte de los enemigos muertos, cuyo porfiado coraje había en cierto modo ennoblecido su causa. Peor todavía, hallamos entre la maleza a dos infortunados americanos heridos en las piernas, a quienes los wyandots habían arrancado la cabellera, pero que según el médico declaró podían recobrarse. Era chocante ver a un hombre vivo tan ferozmente desfigurado; y me sorprendió que una vez me dejara enrolar en una tribu india.
Tuve motivo de reflexión también en la forma milagrosa en que muchos habían escapado a la muerte en la batalla, mientras otros habían sido abatidos en el primer instante. Lord Balcarres, nuestro alto y gallardo comandante, cuyo brillante uniforme hacía de él un blanco para cada fusilero enemigo, recibió treinta balazos en el pantalón y en la guerrera, escapando, sin embargo, con una ligera herida en la cadera; mientras que el teniente Hagard recibió un balazo entre ceja y ceja en el primer asalto, y el comandante Grandt del Veinticuatro fue muerto de una bala en el corazón antes de que empezara la batalla, habiendo sido herido dos veces en guerras anteriores ¡y en este mismo lugar!
No sólo se apoderaron de mi corazón emociones serias. Recuerdo con qué acceso de risa escuché la historia de la herida del capitán Harris y su salida humorística. Mandaba los granaderos del Treinta y Cuatro cuando fue herido, y se arrastró a buscar protección detrás de un árbol. El teniente Anburey, del Catorce, que acertó a pasar, le preguntó:
—¿Está herido de gravedad?
Aunque sentía gran dolor, pues tenía roto el hueso de la cadera, llevó la mano hacia la parte contigua, que también había sido penetrada, y con una mirada maliciosa respondió:
—¡Ay, Anburey, pregúnteselo a mi trasero!
Ahora, un hecho desagradable de relatar mostrará que las reglas convenidas de la guerra civilizada, o eran desdeñadas como tiránicas, o mal interpretadas por la soldadesca de Nueva Inglaterra. Una cosa eran las estratagemas y ardides, y otra muy distinta comerciar astutamente con la merced y la humanidad del enemigo. El general Schuyler, por ejemplo, hizo uso de una trampa legítima e ingeniosa por ese tiempo. El mismo escribió una carta, simulando haberlo hecho un partidario de los conservadores que vivía detrás de las líneas americanas, y la metió en el fondo falso, de una cantimplora para que cayera en manos del general Burgoyne, el cual estuvo perplejo durante días.
Pero un caso enteramente diferente se presentó en esta batalla de Hibberton (o Huberton o Hubbardtown, que de todos estos modos se llamó). Dos compañías de granaderos apostados al borde del bosque, cerca de un raso, observaron una fuerza de unos sesenta americanos que venían a través de este claro con las culatas de las armas hacia adelante, señal reconocida de los soldados que quieren rendirse. Los granaderos suspendieron el fuego y esperaron en posición de descanso, dispuestos a desarmar a tales prisioneros voluntarios; pero cuando éstos habían llegado a diez metros de distancia, dieron la vuelta a sus mosquetes de un solo movimiento y, haciendo una destructiva descarga contra los granaderos, corrieron a guarecerse al bosque contiguo.
Esta aparente traición exasperó grandemente a los granaderos supervivientes, que no dieron cuartel durante el resto de la campaña; pero yo le llamaría ignorancia más que traición, una equivocada aplicación a la guerra de un principio considerado legítimo en el comercio en toda Nueva Inglaterra. El principio era el del caveat emptor, «que el comprador tenga cuidado de que no le den gato por liebre», y la buena gente de Massachusetts y Connecticut solía contar entretenidas historias sobre cómo habían engañado y defraudado, no sólo a los forasteros, sino a los amigos y vecinos, de un modo que en Inglaterra o Irlanda los hubiera excluido de la sociedad de las personas respetables. Durante mi estancia en América me fui acostumbrando a esta desviación moral, que, sin embargo, no desmentía su natural camaradería y su hospitalidad. Más bien era entre ellos una especie de deporte, como entre los chalanes de Yorkshire o los caldereros de nuestro país. Sin embargo, debía de ser un engorro para el cabeza de familia no saber nunca si el saco de maíz que había aceptado como pago —porque donde la moneda es escasa hay que pagar en especie— no podía resultar en realidad un tercio de maíz y dos tercios de paja mezclada con tierra; o que en una partida de jamones que había comprado para su uso durante el invierno a un viajante de comercio, la mitad no estaba hecha de madera tallada y pintada a imitación del producto cuya muestra había aprobado. Si lo habían engañado, lo corriente es que riera de buena gana y dijera; «Tiene gracia, este zorro de vendedor; me ha estado bien, por ser tan incauto y no andar con los ojos abiertos.» Y no faltaba en las Escrituras justificaciones para estas vivezas. El hijo de Sirach, en el Libro de la Sabiduría, había declarado: «Difícilmente podrá un mercader abstenerse de obrar mal, y no habrá revendedor libre de pecado.»
El enemigo había huido en gran desorden, dejando doscientos muertos en el campo, y muchos más inutilizados por sus heridas; además, los restos de todo un regimiento, doscientos hombres, se entregaron. Pero no forzamos la persecución por temor a alejarnos demasiado de nuestras provisiones, de las que estábamos tan escasos que nuestro desayuno aquella mañana fue carne de buey asada en las brasas y que tuvimos que comer sin pan ni sal; estos animales los habíamos hallado extraviados en el bosque. No sabíamos que el general St. Clair no había reforzado su retaguardia debido a la contumaz negativa de dos regimientos de milicias a marchar, y que, si hubiéramos continuado la persecución, podíamos haber capturado miles de prisioneros y sostenernos con los víveres y las municiones que ellos dejaran en su fuga.
El general Fraser había enviado inmediatamente un mensajero al general Burgoyne, por si estaba en Ticonderoga, informándole de la victoria. Deseaba ahora enviarle el mismo mensaje a Skenesborough, por si había conseguido destruir las fuerzas del enemigo en el lecho del río Sur, y llegado a aquel lugar, adonde él mismo intentaba ir ahora. Por consiguiente pidió un voluntario para que llevara el mensaje; y cuando yo informé a su edecán que había vivido durante tres meses con los indios mohawk, y estaba dispuesto a llevarlo, me confió esa misión. El general me permitió elegir un compañero; Maguire el Loco se recomendó a sí mismo inmediatamente. Partimos juntos unos minutos después, con órdenes de viajar lo más rápidamente posible. Tomamos el camino que pasaba por Castleton, una miserable aldea de veinte casas, que estaba a pocos kilómetros de distancia. Evitamos este lugar dando un rodeo por temor a encontrarnos con el enemigo, pero tropezamos con un gran botijo de piedra lleno de sidra en un campo cercano, cubierto de hierba para protegerlo del sol, y nos refrescamos con él.
Hasta mediada la mañana no observamos americanos armados: un numeroso contingente de milicianos marchaba camino arriba hacia nosotros.