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Nuestras compañías de granaderos y de infantería ligera fueron transportadas a través del río San Lorenzo y marcharon hacia Boucherville, donde encontramos reunidas las compañías de flanco de los otros regimientos, y con ellas tomamos parte en maniobras conjuntas bajo la mirada aprobadora del general Burgoyne.

El general Burgoyne había pasado el invierno en Inglaterra, junto con otros jefes del ejército de Canadá que, como él, eran miembros del parlamento, y allí había tratado de persuadir al ministerio de que él estaba mucho más capacitado para mandar la expedición contra Ticonderoga que el general Carleton. Alegó que este último había sido lento en aprovechar su ventaja en la campaña anterior, cuando podía haber tomado Ticonderoga casi sin pérdidas y así dar un duro golpe a los rebeldes; y que el general Carleton distaba mucho de ser amado por la tropa.

Ahora, el secretario de Guerra era lord Germaine. La mayor parte del ejército no sabía quién podía ser esta persona, y no prestaba atención al asunto. Pero un día, ese mismo verano, me enteré con asombro de algunos detalles de su historia anterior. Me había encontrado con el viejo sargento Fitzpatrick y dos sargentos del regimiento Veinte que, siendo el 31 de julio, estaban bebiendo juntos en nuestro campamento. Todos llevaban una rosa en el gorro para conmemorar la gloriosa victoria de Minden, por ser su aniversario, pues antes de la batalla las tropas habían acampado en un jardín de rosas y, como desprecio hacia los franceses, se habían adornado con ellas. Entonces se presentó a caballo el corpulento y viejo general Phillips. Se detuvo a dar la mano a sus camaradas de armas, pero le dijo muy secamente al sargento Fitzpatrick:

—¿Cómo es que lleva esa rosa? No he oído jamás que el Noveno luchara en Minden.

—No, general Phillips —respondió el sargento—, pero el Veintitrés sí luchó, y con él tuve yo el honor de servir entonces, y precisamente en primera línea. Recuerdo haber visto a Su Señoría en aquella ocasión, cuando rompió usted por lo menos quince cañas en los costados y las ancas de sus caballos, al subir los cañones. Y si se me permite el atrevimiento, le diré que me alegro de que no tengamos hoy a lord George Sackville al mando de nuestra caballería.

Este lord George Sackville había mandado la caballería inglesa en aquella famosa ocasión y se portó muy mal. Se había dado orden de avanzar a la infantería cuando oyeran la señal del tambor. Un edecán llevó corriendo el mensaje de que seis batallones ingleses y dos alemanes debían avanzar a la señal del tambor; pero esto se transformó equivocadamente en una orden de avanzar «al son del tambor». Hicieron esto, muy valerosamente, a pesar del fuego cruzado de la artillería, antes de que los franceses estuvieran en orden de combate; y por sus esfuerzos singulares arrojaron del campo a una gran masa de infantería enemiga y —hecho inaudito— una fuerza de caballería francesa dos veces más numerosa. El príncipe Ferdinand, el comandante aliado, quería que lord Sackville persiguiera a los derrotados franceses con su caballería, pero él no se movió, bien por cobardía o por rencilla personal con el príncipe, fingiendo que no comprendía cómo había de realizarse el movimiento. Nuestro doble coronel, entonces simple capitán Ligonier, vino galopando a preguntarle a lord George por qué se retrasaba. Un tal coronel Sloper, de caballería, gritó al capitán Ligonier, señalando con desesperación hacia el lord: «Por amor de Dios, repita sus órdenes a ese hombre, para que no pueda alegar que no las ha comprendido; pues hace cerca de media hora que ha recibido orden de avanzar y todavía se encuentra aquí. ¡Fíjese en qué condiciones está!» Pero el momento había pasado, y el príncipe Ferdinand perdió los frutos de lo que fue, aun así, la más resonante victoria de todo un siglo. Lord George Sackville fue sometido a consejo de guerra y apareció culpable, y, con mucha justicia, se le declaró inepto para volver a mandar soldados ingleses en el campo.

El general Phillips miró al sargento Fitzpatrick de un modo muy peculiar.

—No —dijo—, lord Georges Sackville no manda la caballería en este ejército del norte, pero lord George Germaine se sienta en la silla de Downing Street; y desde allí dirige y coordina las operaciones militares de los ejércitos del norte, del sur y del este.

Uno de los sargentos del Veinte observó entonces:

—Señor, siento mucho oír eso, pues aunque sé poco de este lord he leído que se trata de un funesto liberal, habiéndosele incluso acercado ese bribón de Charles Fox para que dirija la oposición. Dicen que rehusó únicamente porque dirigir la oposición era una tarea ingrata y mal pagada, y él tenía deudas de honor que pagar a toda costa. No puedo creer que realice bien su tarea. Pero es mil veces mejor tener a ese liberal en la silla de la Secretaría que a un traidor de la calidad de lord George Sackville.

El general Phillips dijo gravemente:

—Son una misma persona. Ese hombre, cuando heredó las haciendas de los Germaine, cambió su nombre.

Bueno, pues este lord George Sackville, o Germaine, abrigaba un odio inveterado contra varios generales y otros jefes, porque habían evitado su compañía desde que el tribunal militar había echado tan grave borrón sobre su nombre. Entre éstos figuraba el general Carleton, que además se había negado a apoyarlo políticamente; y por consiguiente Su Señoría prestó atención a las insinuaciones del general Burgoyne, y aun recomendó al rey que fuera destituido el general Carleton del gobierno de Canadá. El rey Jorge sospechó que se ocultaban rencores y prejuicios en la proposición. Consintió en que el general Burgoyne, como oficial enérgico, fuera puesto al mando de la expedición; pero retuvo al general Carleton en su gobierno. El general Carleton se sintió muy humillado y presentó su dimisión, pues el general Burgoyne, como comandante independiente, recibiría ahora órdenes directas de lord George Germaine, el enemigo declarado del general Carleton, y al mismo tiempo realizaría demandas de los recursos de Canadá, que habría que suministrarle a toda costa y con prontitud. Cuando esta renuncia no le fue aceptada, el general Carleton, muy leal y generosamente, hizo cuanto pudo por ayudar a las armas de su sustituto.

Se recordará que el plan de ataque inglés era que tres ejércitos convergieran simultáneamente en Albany, en el río Hudson: el del general Howe yendo hacia el norte desde Nueva York, el del general Prescott hacia el oeste desde Rhode Island, y el nuestro hacia el sur desde Canadá. Para coordinar los movimientos de los tres ejércitos se necesitaba un poder central que vigilara y controlara, mucha precisión en el cálculo del tiempo y las distancias, y absoluto secreto. La tarea sería enorme en un país tan grande como América, y con tan difíciles comunicaciones por tierra y río, aun cuando los tres ejércitos se movieran por líneas interiores de defensa, es decir, las líneas trazadas desde el centro del país hacía la periferia; pero era una empresa desesperada cuando estos tres ejércitos tenían que atacar hacia adentro desde posiciones fronterizas separadas una de otra por cientos de kilómetros de terreno deshabitado, y sin posibilidad de comunicación entre sí. Pues si los ejércitos centrales estaban bien dirigidos en la oposición, se reunirían fuerzas superiores contra cada una de las tres columnas convergentes y las destruirían por completo. Era una locura dejar que un plan así fuera dirigido por una persona, por capacitada que estuviera, desde una distancia de cinco mil kilómetros, mucho menos por alguien que jamás había puesto un pie en América, ni tenía noción alguna de las condiciones allí reinantes; que para su información dependía de fuentes imprecisas y datos deformados por los prejuicios; alguien que no podía asistir regularmente a su despacho ni mantener un secreto, y que tenía un inveterado resentimiento hacia todo el ejército inglés. Sin embargo, ¡eso era lo que le toleraba el rey, mucho antes de que hubiese dado señales de la locura que luego le privó de su soberanía, a lord George Germaine!

Podemos añadir aquí que el rey Jorge fue tan desafortunado en la elección de un ministro para controlar sus barcos en el mar, como en su elección de un ministro para controlar sus ejércitos en tierra: pues el primer lord del Almirantazgo era un hombre de mal vivir, el vengativo e incompetente conde de Sandwich, conocido por todos como Jemmy Twitcher, nombre de un libertino de la comedia de Mr. Gay The Beggar’s Opera. Fue él quien, veinte años antes, había sido Gran Sacerdote de aquella sacrílega y orgiástica fraternidad, el Hellfire Club, alias Sociedad de los Monjes de la Abadía de Medmenham; y no había cambiado su naturaleza desde entonces. Era tan cordialmente odiado por sus almirantes como lord George Germaine por sus generales, pues añadía la hipocresía al mal vivir, y el premeditado mal gobierno de la armada a la hipocresía. Cuando la corte y el gabinete se volvieron contra el notorio John Wilkes, el libertario, cuya destitución y readmisión como miembro del parlamento fue el principal tema político de los años anteriores a la guerra, Su Señoría fue llamado a desacreditarlo en la Cámara de los Lores. Lo hizo leyendo en voz alta a la escandalizada cámara un poema licencioso escrito por este Wilkes, y pidió a los lores que lo declararan un documento impío y obsceno; como si Sus Señorías no supieran que el mismo John Wilkes, que era también miembro de aquella fraternidad licenciosa, había impreso esta composición algunos años antes para distribuirla particularmente en el club. Poco después de esto, en una representación de The Beggar’s Opera, aquel odioso personaje, Mr. Peachum, que solía delatar virtuosamente a sus cómplices cuando ya no le eran útiles, hizo rugir a toda la cámara al observar lo mucho que le sorprendía que Jemmy Twitcher se dedicara a la misma práctica. En cuanto a los desatinos de este Jemmy Twitcher en el desempeño de su cargo, mataba de hambre los astilleros, vendía contratos por medio de su querida, Miss Ray, que actuaba en el Almirantazgo como una encopetada condesa y era una traficante sin conciencia, dejaba que la fuerza de nuestros buques de guerra descendiera por debajo del nivel necesario para la seguridad de nuestras costas, y sin embargo falsamente informaba a la Cámara de los Lores lo contrario, fingiendo que habían en servicio tres veces más fragatas de las que existían. Oprimía y engañaba también a esos viejos lobos de mar, los pensionistas de Greenwich, que dependían exclusivamente de él; y conspiraba para arruinar, mediante la calumnia y el subterfugio, a varios eminentes y valerosos capitanes y almirantes de la armada —entre ellos, Black Dick, el hermano del general Howe, y Little Keppel—. Pero a pesar de todas estas acciones miserables, el noble conde permaneció en el poder, lo mismo que lord George Germaine, hasta que la guerra estuvo irremediablemente perdida: o sea, cinco años después del período sobre el cual estoy escribiendo. Sin embargo, nosotros no sabíamos nada de esto, y teníamos confianza en el general Burgoyne, en nuestras armas y en la justicia de nuestra causa.

Nuestra flota había sido reforzada con una nueva fragata, la Royal George; y un radeau, grande como un castillo, que fue hundido en St. John por los americanos en la guerra anterior y había sido puesto a flote. Nuestro ejército constaba de unos cuatro mil soldados ingleses y tres mil alemanes. Se había esperado que dos mil reclutas canadienses vinieran a aumentar nuestras fuerzas. No se unieron a nuestras armas más que ciento cincuenta; se negaron incluso a prestarse para los servicios de transporte. Además de éstos, teníamos a los indios, muchos cientos de los cuales habían prometido desenterrar el hacha.

A comienzos de junio de 1777, salimos de Canadá vía St. John y acampamos en la parte occidental del lago Champlain, donde esperamos que los bateaux nos transportaran, escoltados por la flota, al extremo sur del lago, cerca de Crown Point.

En nuestro viaje por el lago, acampamos con frecuencia en las islas; las brigadas se seguían regularmente unas a otras y hacían de veintisiete a treinta y dos kilómetros por día. El orden del avance estaba de tal modo regulado, que cada brigada ocupaba de noche el campamento que había dejado por la mañana la brigada precedente. Hubiera sido un viaje muy agradable de no haber sido por los mosquitos, más feroces aquí que en ninguna otra parte del continente americano, excepto en Skenesborough, un poco más hacia el sur, donde (como afirmó el propio general Washington) eran capaces de picar a través de las botas y los calcetines. En este tiempo, grandes bandadas de tórtolas migraban desde el estado de Nueva York pasando sobre nosotros en Canadá; tenían un hermoso plumaje de tonos cambiantes y parecían muy cansadas por su largo vuelo. Llegaban con dificultad a los árboles junto a nuestro campamento, donde se posaban, y algunas incluso caían al agua y se ahogaban. Nuestros soldados las hacían caer de las ramas con palos y cuando caían les retorcían el cuello. Las tórtolas daban al campesino canadiense sustento para seis semanas al año; los agricultores ponían escaleras desde el suelo a las copas de los pinos adonde las bandadas solían acudir. En los travesaños de estas escaleras se posaban las palomas. Acercándose sigilosamente de noche, con un mosquete cargado de munición menuda, los canadienses disparaban hacia arriba ante cada escalera y rara vez dejaban de matar o herir unas cuarenta o cincuenta tórtolas, que después se comían en un delicioso fricasé.

Un hecho notable, aun cuando se pueda calificar de casual, ocurrió cuando nos aproximábamos a Crown Point. Imagínense la escena: un hermoso día de junio, con el lago no turbado por la brisa, y todo el ejército en orden, formando una perfecta regata, gran número de indios remando a la cabeza en sus canoas, veinte o treinta por canoa, seguidos por las unidades de vanguardia, nuestros granaderos y nuestra infantería ligera, los canadienses y unos pocos voluntarios americanos leales en los cañoneros; luego, las dos fragatas, Royal Ceorge e Inflexible, y las goletas, chalupas y otros barcos pequeños un poco más atrás, incluyendo el radeau que habían puesto a flote recientemente, el cual transportaba artillería pesada; detrás de ellos, la primera brigada, con uniformes escarlatas y armas relucientes, en una línea regular de bateaux y con los tres generales en sus pinazas detrás; luego, la segunda brigada, con igual esplendor, y las brigadas alemanas de apoyo; y allá lejos en la retaguardia, los acompañantes civiles en una variedad de embarcaciones.

La cristalina superficie del lago se convirtió en un espejo infinitamente ampliado que reflejaba la calma del cielo, los altos árboles de las islas junto a las cuales pasábamos, la gran bandada de barcos y lanchas cargados. Era como la escena de un sueño, en un cuento de hadas, que apenas podemos concebir con la fantasía despierta.

En nuestro cañonero ocurrió que nadie llevaba lumbre, aunque varios de nosotros sentíamos la necesidad de una pipa de tabaco. Sin embargo, yo registré mi mochila y allí encontré un pedazo seco del hongo que guardaba como específico contra la diarrea, junto con un vidrio de encender y un cabo de vela de cera amarilla. Concentré los rayos del sol sobre el hongo, que pronto se encendió al soplarlo; después de esto encendí la vela y fue pasando de mano en mano entre los fumadores.

De súbito, una nube oscureció el sol y se desató la más violenta e inesperada tormenta desde las Green Mountains del nordeste, de modo que la vasta sabana de agua fue agitada de una manera terrible. Una pequeña chalupa que llevaba poca vela, a menos de cincuenta metros de nosotros, quedó ladeada a las primeras ráfagas y la tripulación tuvo que derribar los mástiles para enderezarla. Pensé que la mayor parte del ejército sería tragado por esta tormenta, pues los bateaux eran embarcaciones de lo más inmanejables en mal tiempo y ahora danzaban temerosamente sobre las olas. De pronto, un pensamiento supersticioso cruzó mi mente: había encendido inadvertidamente la vela del Jueves Santo en medio de una gran calma, y por tanto había sido instrumento desencadenante del mismo peligro que estas dos pulgadas de cera de abejas debían calmar. Observé que uno de mis camaradas todavía tenía la reliquia encendida al abrigo de su gabán, donde trataba de encender su pipa. Se la arrebaté al instante; la vela se apagó y, ¡oh!, el temporal comenzó a amainar sensiblemente. Toda la brigada de bateaux capeó la tormenta, salvo dos, que llevaban soldados del Noveno, los cuales se hundieron cuando se acercaban a la orilla, pero nuestros camaradas no perdieron sus vidas ni sus armas.

En la desembocadura del río Bouquet, donde desembarcamos finalmente, se nos unió un gran cuerpo de indios, y el general Burgoyne celebró una asamblea con sus jefes y guerreros principales. No sólo las Seis Naciones habían aparecido en gran número, sino que sus enemigos jurados, los algonquinos y los wyandots, estaban también allí. El general Burgoyne se dirigió a ellos a través de un intérprete, en su tono retórico, del modo siguiente:

—Jefes y guerreros: El Gran Rey, nuestro Padre común y protector de todos los que buscan y merecen su protección, ha considerado con satisfacción la conducta general de las tribus indias desde el comienzo de los disturbios en América. Demasiado sagaces y demasiado fieles para ser engañados o corrompidos, han observado los derechos violados del poder paternal que ellos aman, y ardían por vindicarlos. Sólo unos pocos individuos, la escoria de una pequeña tribu, fueron descarriados al principio; y las falsas interpretaciones, las aparentes seducciones, las diversificadas conspiraciones en que los rebeldes están ejercitados, y todo lo cual emplearon con ese fin, han servido únicamente al final para realzar el honor de las tribus en general, demostrando al mundo ¡cuán pocos y cuán despreciables son los apóstatas! Es una verdad conocida de todos, exceptuados estos pocos ejemplos y probablemente habrán escondido ya sus rostros por la vergüenza, que las voces colectivas y las manos de las tribus indias, sobre este vasto continente, están del lado de la justicia, de la ley y del rey.

»El freno que vosotros habéis puesto a vuestro resentimiento, esperando la llamada a las armas del rey vuestro Padre, la prueba más dura, estoy seguro, a que vuestro afecto pudiera ser sometido, es otra señal manifiesta y emocionante de vuestra adhesión a ese principio de conexión al que a vosotros os ha gustado siempre aludir, y que es el gozo mutuo y el deber del padre hacia aquellos a los que quiere.

»La clemencia de vuestro Padre ha sido sometida al abuso, las ofertas de esta merced han sido despreciadas, y la continuación de su paciencia hubiera sido culpable ante sus ojos, puesto que hubiera significado abstenerse de sancionar la más irritante opresión en las provincias que jamás ha deshonrado la historia de la humanidad. Me corresponde, pues, a mí, el general de uno de los ejércitos de Su Majestad, y su representante en este consejo, libraros de esos lazos que vuestra obediencia imponía. Guerreros, sois libres: id con valor y fuerza a combatir por vuestra causa; atacad a los enemigos comunes de Gran Bretaña y América, a esos perturbadores del orden público, de la paz, de la felicidad; esos destructores del comercio, esos parricidas del estado.

El general, señalando entonces a los oficiales, ingleses y alemanes, que presenciaban la asamblea, continuó:

—Este círculo de hombres, jefes de las fuerzas europeas de Su Majestad, y de los príncipes sus aliados, os estiman como hermanos en la guerra; émulos en gloria y en amistad, trataremos recíprocamente de dar y recibir ejemplos; sabemos valorar, y lucharemos por imitar vuestra perseverancia en la empresa, y vuestra constancia en resistir el hambre, el cansancio y el dolor. Sea nuestra misión, según los dictados de nuestra religión, las leyes de nuestra guerra y los principios e intereses de nuestra política, regular vuestras pasiones cuando se excedan, señalar dónde es más noble abstenerse que vengarse, discriminar los grados de culpabilidad, impedir el golpe a punto de ser descargado, castigar y no destruir.

»Esta guerra, amigos míos, es nueva para vosotros; en todas las ocasiones anteriores, al tomar el campo, vosotros os considerabais autorizados para destruir por dondequiera que pasarais, porque dondequiera hallabais un enemigo. Ahora el caso es muy diferente.

»El rey tiene muchos súbditos fieles dispersos en las provincias, y en consecuencia vosotros tenéis muchos hermanos allí, y esta gente es más bien digna de compasión, porque son perseguidos o encarcelados allí donde se les descubre o si de ellos se sospecha; y el disfrazarse, para un alma generosa, es un castigo todavía mayor.

»Persuadido de que vuestro carácter magnánimo, unido a vuestros principios de afecto hacia el rey, me dará un más pleno control sobre vuestras mentes que el rango militar del que estoy investido, reclamo vuestra más seria atención a las reglas que aquí proclamo para su invariable observancia durante la campaña.

»Prohíbo terminantemente el derramamiento de sangre cuando no se os haga frente con las armas. Los ancianos, las mujeres, los niños y los prisioneros deben ser considerados sagrados y contra ellos no se usará hacha ni cuchillo, ni siquiera en el momento mismo del combate. Recibiréis recompensa por los prisioneros que hagáis, pero habréis de rendir cuentas por las cabelleras arrancadas.

»En conformidad e indulgencia con esas costumbres, que han dado una idea de honor a tales trofeos de victoria, se os permitirá coger las cabelleras de los muertos, cuando sean muertos por vuestro fuego y en legítimo combate; pero por ningún motivo ni pretexto, mediante ninguna sutileza ni mentira, deben ser arrancadas de los heridos, aunque estén agonizando; y todavía menos perdonable, si es posible, será el matar a hombres en esa condición, a propósito, y en la suposición de que de este modo sería evitada esta protección a los heridos.

»Los asesinos, los incendiarios, los depredadores y saqueadores del país, a cualquier ejército que pertenezcan, serán tratados con menos reserva; pero las libertades se os darán expresamente, y yo debo ser el juez en esa ocasión.

»Si el enemigo, por su parte, se atreve a cometer actos de barbarie contra los que puedan caer en sus manos, vosotros podréis vengaros; pero hasta que no llegue esa ocasión, debéis llevar inalterable en vuestros corazones esta máxima (nunca suficientemente ponderada) de que la gran recompensa esencial, el valioso servicio de vuestra alianza, la sinceridad de vuestro celo hacia el rey, padre e infalible protector vuestro, será examinada y juzgada sólo conforme a la prueba de vuestra constante y uniforme adhesión a las órdenes y consejos de aquellos a quien Su Majestad ha confiado la dirección y el honor de sus armas.

Cuando el general hubo terminado su discurso, todos los indios gritaron a una: Etow! Etow! Etow! y después de permanecer un rato deliberando, Pequeño Abraham, como el jefe más anciano y respetable de las Seis Naciones, se levantó y dio la siguiente respuesta:

—Me levanto en nombre de todas las naciones presentes, para asegurar a nuestro Padre que hemos escuchado atentamente su discurso; nosotros te aceptamos a ti como el Padre, porque cuando tú hablas oímos la voz del Gran Padre que está más allá del Gran Lago.

»Nos complace la aprobación que sobre nuestra conducta has expresado.

»Hemos sido tentados y probados por los bostonianos; pero nosotros hemos amado a nuestro Padre, y nuestras hachas han sido afiladas por nuestros afectos.

»En prueba de la sinceridad de nuestras profesiones, todas nuestras aldeas aptas para ir a la guerra se han presentado. Los viejos y los enfermos, nuestras esposas e hijos, son los únicos que se han quedado en casa.

»Con el consentimiento común, prometemos una constante obediencia a todo lo que tú has ordenado, y todo lo que ordenares, y que el Padre de los días te dé muchos, y también éxito.

Todos gritaron Etow! Etow! nuevamente y la asamblea se dispersó entonces.

Aquella misma noche se efectuó una danza de guerra.

Mientras, yo busqué a Thayendanegea en su tienda, el cual me saludó con toda muestra de amistad. Iba pintado de guerrero y en su mano tenía un estandarte de guerra, consistente en una lanza vestida de sedas de colores, plumas de perdiz y pieles de hurón. Le pregunté en privado si sabía el paradero y la situación de Kate. Me dijo que estaba bajo la protección de Miss Molly, en su choza junto al río Genisee, y ya muy avanzada en el embarazo; pero me aconsejó que la olvidara. Ella le había informado de su decisión de no volver a ser jamás mi mujer, bajo ninguna circunstancia, después de haberla abandonado por mi deber; volvería a Harlowe, tan pronto como naciera el niño, en atención a su deber como esposa. Como amigo mío, observó Thayendanegea, lamentaba profundamente la decisión de Kate, pues (y Thayendanegea enlazó fuertemente las manos) él sabía que nuestros corazones estaban y estarían siempre unidos en el amor, aunque separados en cuerpo. Añadió, sin embargo, que como cristiano se sentía obligado a aplaudir la resolución de Mrs. Harlowe, recordándome que aquello que Dios había unido, ningún hombre debía separar, etc.; texto que yo escuché con cierta sensación de remordimiento, vistiendo ahora nuevamente traje inglés y estando en compañía de ingleses. Mi vida en los bosques durante el invierno anterior parecía sólo un hermoso y ocioso sueño.

Le pregunté qué iba a ser del niño. Él contestó que eso estaba ya previsto.