18

A mi regreso al cuartel de la isla de Jesús, me fue difícil adaptarme inmediatamente a las costumbres civilizadas, y me alegré cuando me dijeron que al cabo de diez días sería enviado a instruir a veinte oficiales de la reserva en las artes que yo había aprendido de los indios. En tanto, detestaba el desorden y las peleas de la vida del cuartel. Desde que el comandante Bolton se había ido, se cuidaba poco del bienestar de los soldados: no eran empleados regularmente y con utilidad, y preferían beber y haraganear a los saludables deportes que mantienen alegres a los canadienses. Se me ocurrió una idea caprichosa: cuán saludable sería que un coronel, con perfecta indiferencia hacia la costumbre, pusiera los hombres a su mando en una escuela durante esos períodos de inactividad forzosa. Sería vano, desde luego, esperar que el genio se revelara en los alumnos, pero al menos se les podría enseñar a todos a leer y escribir, y a redactar un asunto sencillo sobre el papel, cosa que tan pocos podían hacer, aun entre los sargentos. Y no hubiera estado mal tampoco que ese innovador instruyera a sus jóvenes oficiales en la ciencia militar, en la que por lo general eran peligrosamente deficientes, en especial en la de la ingeniería militar.

El carácter pendenciero de que me he quejado no se limitaba a las filas, pues los oficiales con frecuencia se desafiaban unos a otros para vengar afrentas imaginarias, Ocurrió un caso grotesco. Un capitán, de apellido Montgomery, del Noveno, que terna una nariz prominente, salió de su cuarto para ir al comedor, a cuatro puertas de distancia, cuando se encontró con un teniente, llamado Murray, que salía de allí.

—¡Santo Dios! —exclamó el teniente—, tiene usted las nariz helada.

El capitán era muy susceptible en cuanto a su nariz, y porque apenas hacía medio minuto que había salido a la calle, creyó que era una burla.

—El diablo le lleve, señor, por su impertinencia —exclamó.

El teniente Murray no pudo dejar pasar esto, y dijo:

—Señor, déjeme repetir con todo respeto que tiene usted una gran nariz que está congelada. Frótesela con nieve para que le circule la sangre, y no se acerque al fuego; de lo contrario, se le caerá la mitad.

El capitán Montgomery replicó fieramente:

—Mr. Murray, mi padrino le visitará mañana para arreglar un duelo.

—Señor, la congelación no produce dolor, y por tanto no se da usted cuenta de que lo que digo es verdad. Frótese la nariz con nieve inmediatamente o se le gangrenará. O bien, si le place, que su padrino le haga ese servicio.

El capitán entró echando humo en el comedor.

—Santo Dios —exclamaron todos—, tiene la nariz congelada. No se acerque al fuego, por amor del cielo. Fuera, inmediatamente, y frótese la nariz con nieve; de lo contrario la perderá.

Así que salió, se frotó la nariz con nieve y, aunque hombre codicioso y hambriento, se perdió una buena comida; exactamente como el teniente Murray, aquel bromista irlandés, había querido que hiciese al ensayar la comedia de antemano con sus compañeros. Y el capitán presentó aquella noche sus excusas al teniente.

Fue sorprendente para mí que ninguno de los hombres intentara aprender a patinar sobre el río helado. Tal vez pensaron que hacerlo sería presuntuoso, pues varios de los oficiales se habían procurado patines y habían instituido un club de patinadores. Yo había aprendido este deporte con los indios, que podían recorrer inmensas distancias por este medio; podrá parecer mentira, pero por una apuesta, tres indios habían patinado poco antes, desde el amanecer hasta el anochecer, de Montreal a Quebec: ¡una distancia de doscientos noventa kilómetros! Sin embargo, el precio de esta gloria fue la muerte, pues dos de ellos expiraron instantáneamente al llegar a su meta y el tercero no sobrevivió más de una semana. A lo largo de las orillas del río, el hielo formaba un terreno plano y liso, pero la parte central era áspera y desigual. Esto era ocasionado por la poderosa fuerza y la rapidez de la corriente del agua por debajo, que arrojaba hacia arriba fragmentos de hielo roto. Parándose uno sobre un relieve de hielo así formado, podía percibir las más grotescas figuras, a veces de seres humanos, bestias y pájaros, y de casi todos los objetos que la tierra ofrece a la vista.

Mi viaje con los oficiales de reserva resultó agradable y sin accidentes; el teniente Kemmis nos condujo. Era un caballero que jamás se daba importancia, como tantos novatos, creyendo que las hombreras de oficial le habían dado el poder de saber más que sus subordinados sobre todo tema concebible. Aunque evitando aparecer públicamente como alumno mío, me preguntaba de antemano cómo organizaban los indios las marchas, la cocina, el sueño y otros pormenores, y daba órdenes conforme a esto; cuando no sabía qué hacer, no tenía falsos escrúpulos en pedir mi consejo.

Viajamos hasta Three Rivers, a través de los bosques en la parte norte del río y de nuevo por los bosques y por el lado opuesto. Nos detuvimos una noche en Three Rivers, y tomamos un trago con los granaderos de Brunswick en el cuartel. Los alemanes me parecieron gente muy extraña, que combina la fortaleza con un pánico supersticioso, la amabilidad con la brutalidad, la pericia mecánica con la pura estupidez, la erudición con una falta completa de ingenio. Aquellos con quienes hablamos no parecían tener noción de la causa por la que estaban combatiendo, ni del probable curso de la campaña, y no teman la menor curiosidad por informarse. Sus pensamientos se centraban en la paga, el saqueo, sus familias en Alemania y Dios. No paraban de cantar salmos e himnos, y teman menos idea de divertirse con el deporte que nuestros soldados. Su religiosidad había sido, por así decir, su perdición, pues la patrulla de reclutamiento al servicio del duque de Brunswick había cogido a la mayoría cuando salían de sus iglesias una bella mañana de domingo.

He oído decir que si uno conoce a cinco ingleses, sólo conoce a cinco ingleses; mientras que conocer un número similar de alemanes, sean del principado o condición que sean, es conocer a todos los alemanes. Sus humores y sus caracteres se dice que varían muy poco, y el teniente Kemmis nos informó que un historiador romano que vivió en tiempos del emperador Nerón había observado, ya en aquella fecha, que las tribus alemanas que él conocía presentaban una notable similitud de comportamiento. Así ocurre que son más susceptibles de contagio por la alegría, el temor o cualquier otra emoción que ninguna otra nación del mundo; si diez hombres pasan llorando por una calle de una ciudad alemana, todo el país estará pronto en lágrimas; o si se ponen a bailar, pronto les seguirá una larga procesión de apasionados bailarines. En Three Rivers la emoción reinante era la melancolía y las palabras: Werd ich metne armen Kinder nimmer ivieder seben? (¿no volveré a ver jamás a mis pobres hijos?). De ahí pasaron a la convicción de que no, que no vivirían para volver a visitar sus hogares. Grupos de veinte o treinta hombres se expresaban unos a otros la convicción de que la muerte iría pronto por ellos; después se quedaban en silencio, abatidos, obsesionados con esta idea, y nada podía curarlos de ella.

Yo traté de argüir con un par de ellos, que bebieron conmigo, para apartarlos de este presentimiento. Pero fue inútil: el Jinete del Caballo Blanco estaba sobre ellos, dijeron, y no podían escapar al golpe de su guadaña. Veintenas de ellos habían muerto ya sin dolencia visible, simplemente por superstición. Un sargento me cogió tristemente de la mano y me condujo a un cuarto habilitado como depósito de cadáveres, donde éstos eran guardados hasta que el deshielo permitiera enterrarlos debidamente. Alies meine guten Kameraden (todos mis mejores camaradas), dijo tristemente, señalando en derredor.

Era un cuadro extraño y grotesco lo que presenciaron mis ojos, pues el superintendente de la morgue, un boticario, era evidentemente un tipo muy fantasioso. Mientras los cuerpos de estos pobres alemanes estaban todavía calientes, los había colocado, vestidos con sus calzones de cuero y sus coletas de rabo de cerdo, en varias posturas, como si estuvieran vivos, en las que la muerte y la baja temperatura los habían conservado rígidos. Algunos estaban de rodillas con libros de salmos en las manos, las bocas abiertas como cantando; otros sentados en sillas, con pipas apagadas en las bocas; muchos estaban inclinados contra la pared, con las manos en los bolsillos o una pierna cruzada de modo informal sobre la otra; uno estaba con las piernas en alto, guardando el equilibrio sobre las manos y la cabeza.

Al principio no pude imaginármelos muertos, a pesar de su aspecto macabro, pero muertos estaban. Dos grandes lágrimas resbalaron por las mejillas de mi granadero y humedecieron sus mostachos. Ach —suspiró—, bald komm ich auch (pronto vendré también yo a estar con ellos). Y puso la mano a varias alturas del suelo para indicar las respectivas alturas de los infortunados niños que pronto se quedarían sin padre, allá en Wolfenbüttel, Alemania.

Me habló de los caracteres y profesiones de los muertos, como si fuera el guía de un museo de cera. La mayoría de ellos eran «buenos camaradas» de Wolfenbüttel; pero había también algunos forasteros. Éste era un fabricante de flecos de Hannover, un tipo hosco; aquél, una criatura caprichosa, secretario destituido de la estafeta de correos de Gotha; aquél, un monje renegado de Wurtzburgo, pero buen camarada; aquél, un mayordomo de Meningen, hombre muy agradable que sabía tocar el órgano, pero ladrón; aquél, un comandante hessiano degradado, malo y orgulloso; aquél, un dramaturgo fracasado de Leipzig; aquel otro, un pobre repostero de Baviera en bancarrota; el que estaba en el rincón, un sargento de húsares prusianos retirado que no hablaba más cuando estaba vivo que ahora que estaba muerto.

Al salir, me hice una reflexión metafísica, preguntándome si del mismo modo que estos alemanes atraen la muerte por el poder de la superstición, podría el hombre repeler la muerte por una superstición contraria de invulnerabilidad: como yo mismo había llegado a sentir últimamente. «Sí —me dije—, pero sólo mientras este presentimiento de vida esté garantizado. Se desvanecerá súbitamente un día, cuando se funda la bala que esté destinada sólo a mi cabeza.»

Le comuniqué al teniente Kemmis un plan que yo tenía para levantar los ánimos de nuestra compañía cuando regresáramos a Montreal, a saber, instruirlos en el juego de pelota india, llamado por los franceses la crosse, que era una de las principales diversiones entre los mohicanos. La pelota era similar en materiales y construcción a la que usaban nuestros muchachos irlandeses en su antiguo juego de hurly, pero era impulsada por dos bastones, o crosses, uno en cada mano, semejantes a grandes raquetas. El campo de juego medía trescientos pies de largo, con postes de meta en los extremos por entre los cuales los equipos contendientes trataban de meter las pelotas con sus bastones. El equipo que efectuaba esto doce veces era declarado vencedor. Los equipos podían correr, golpear, agarrar, luchar, quitarse los bastones, o emplear cualquier otra estratagema, con tal de que la pelota fuera impulsada sólo con el bastón y que ningún hombre perdiera los estribos y se derramara sangre. Estos partidos entre los indios, de los que presencié varios mientras estuve en la colonia de Buffalo, se jugaban con gran excitación. Los más grandes jefes y más distinguidos guerreros tomaban parte en ellos, y los espectadores apostaban grandes sumas sobre el resultado. Los jugadores, que iban desnudos y untados con grasa de oso, jugaban con un júbilo furioso e indescriptible, y se desesperaban más a medida que el juego avanzaba hasta que no faltaba más que un punto que anotar al vencedor. Lo más notable era que ningún jugador perdía jamás la vida en este juego.

El teniente Kemmis aceptó de buen grado mi proposición para realizar el juego sobre el hielo, con diez hombres en cada equipo y él mismo haciendo de árbitro. Improvisamos las crosses y la pelota, y pronto nos aficionamos suficientemente al juego para contemplar con alegría el día en que se lo comunicaríamos a nuestros soldados en la isla de Jesús y organizaríamos partidos entre las varias compañías. Sin embargo, el teniente Kemmis, temiendo los accidentes, prohibió los puñetazos y las patadas, y nos mandó jugar vestidos.

Después de nuestro primer juego, que nos dejó con los músculos muy doloridos, pero con muy buen humor, hubiera querido tener confianza con el general Riedesel para recomendarle ese deporte como medicina para sus abatidos héroes.

Nos dimos cuenta de que, con la terminación del invierno, nuestro período de inactividad tocaría a su fin y se reanudaría nuestra campaña. Para mí, Canadá había resultado una madre adoptiva muy generosa. Se me ocurrió en efecto que, si algún día me viera obligado a salir de mi país nativo y vivir en otro, éste sería el elegido, aunque situado dentro de los peculiares meridianos del invierno. El clima de Montreal era especialmente saludable, y si me esforzaba por dominar el francés —pues los franceses de Canadá detestaban el inglés— podría, con laboriosidad y un pequeño caudal, establecerme aquí muy confortablemente. Esta sensación de contento, que todavía siento en mi pecho, me disculpará por haberme detenido tanto en las bellezas y curiosidades naturales del lugar.

Tuve la fortuna de visitar Montreal el día de Jueves Santo, que ellos llaman la Fête Dieu, y que generalmente coincidía con el fin del invierno. Aquel día, a las once de la mañana, una gran procesión del clero en general, y los frailes de todos los monasterios, con una banda de música, salía de la gran iglesia y pasaba por las calles, ocupando casi dos kilómetros de terreno. Llevaban cirios encendidos en las manos.

La gente del pueblo se preparaba para esta ceremonia cogiendo grandes pinos y abetos de los bosques, con los que formaban hileras a ambos lados de las calles, haciendo que las ramas se tocaran por arriba, a fin de que el espectáculo religioso se desarrollara bajo un umbroso resguardo, como a través de una alameda de árboles vivos. El centro de la procesión era ocupado por la hostia, colocada sobre un ejemplar abierto de las Escrituras en latín, con un paño blanco por encima y sobre ella un palio carmesí llevado por seis venerables sacerdotes. Muchachos vestidos de blanco esparcían flores mientras otros agitaban los incensarios de plata que constantemente despedían el humo hacia la hostia, de modo que el olor a incienso llenaba las calles de fragancia; y todo el pueblo cantaba himnos gozosos. A pesar de ser protestante, con gusto me quité la gorra como había sido ordenado por el general Phillips, el comandante de la ciudad, en señal de respeto hacia las inocentes emociones de este pueblo alegre y bueno —que se postraban todos a una de rodillas cuando pasaba la hostia— y hacia las magníficas solemnidades de la Iglesia católica.

El día de Jueves Santo, los cirios y las velas que se habían usado en la ceremonia eran cortados en pequeños pedazos y distribuidos a los fieles por una pequeña contribución pecuniaria, para ser usados como amuletos contra las tempestades. Si ese cabo era encendido cuando se levantaba el viento, su furia amainaba, según ellos. Una mujer que tenía una cantina cerca del cuartel, con la que yo sostenía buenas relaciones, me regaló una de estas reliquias, informándome de sus poderes y advirtiéndome solemnemente que no la usara salvo para el fin mencionado. La puse en mi mochila, después de darle efusivamente las gracias, y no volví a pensar en ella.

Antes del fin de marzo había comenzado el deshielo; Montreal tenía tres semanas de ventaja sobre Quebec respecto de la Llegada de la primavera, y ya no era seguro jugar a la crosse o efectuar los ejercicios militares sobre el río helado. El río había sido el campo de instrucción durante algún tiempo, pues sobre la tierra había una espesa capa de nieve, pero el sol derretía el hielo y éste se endurecía por la noche; además se proporcionaba una base sólida para las tropas echando las barreduras de los establos y las cuadras del ganado sobre el hielo para que cuando se rompiera la arrastrara la corriente. Un día, cuando estábamos haciendo nuestros ejercicios de pelotón, sonó un fuerte crujido bajo nuestros pies, como una descarga de perdigón, y el hielo se rompió de orilla a orilla. Rompimos filas alarmados, y un soldado fue herido por una bayoneta en el sálvese quien pueda general, pero la resquebrajadura no tuvo grandes consecuencias inmediatas. Sin embargo, continuó el buen tiempo y pronto comenzó a abrirse el hielo a lo largo de la orilla. Con frecuencia se oían los rugidos que producía el hielo al romperse en el centro del río, donde se habían formado las fantásticas montañas de hielo. Según las aguas iban aumentando por el deshielo, estas montañas caían en la corriente y eran arrastradas hacia Quebec con tremenda impetuosidad: hasta que quedaban atascadas en los estrechos, entre las islas, amontonándose allí en forma de nuevas montañas. El más grande rugido de todos se oyó el último día de abril, a medianoche, cuando se rompió algún escollo, medio kilómetro río abajo. Cuando despertamos por la mañana, el río fluía claro y azul bajo el cielo sin nubes, y nosotros éramos de nuevo un pueblo insular; en vez de trasladarnos al continente en trineos y carruajes, ahora teníamos que hacerlo en canoas y bateaux, que bajaban danzando por la corriente.

Sin embargo, mientras quedaran fragmentos de hielo en el río no era posible la navegación para barcos pesados, pues estos témpanos eran tan peligrosos como una roca o como un agresivo cachalote, cuando bajaban flotando.

Nos entristeció enterarnos de que entre las muchas víctimas del deshielo figuraba el comandante Bolton, que murió ahogado en los lagos, de viaje hacia Montreal, al tropezar el bateau en que iba con un témpano sumergido, hundiéndose inmediatamente. Richard Harlowe nos trajo la triste nueva; y en consecuencia, al haber muerto su jefe, tuvo que abandonar el Octavo y reintegrarse al Noveno. Cuando se le preguntó qué había sido de su esposa, respondió que temía que se hubiese ahogado en las cataratas del Niágara, según una amenaza que le había hecho ella en un acceso de ira. Fingió sentirse desconsolado y, hubiese o no borrado de la memoria todo recuerdo de su amante mestiza, se abstuvo al menos de jactarse ante nosotros de aquella conquista. Con respecto a mí, continúo adusto y reservado.

Durante dos semanas los caminos habían estado intransitables, pero ahora estaban completamente secos y polvorientos. La primavera vino de golpe, y apenas nos habíamos alegrado de su deliciosa aparición cuando se desvaneció dando paso al verano. En pocos días los árboles desnudos estaban cubiertos de hojas, y el suelo helado y pelado estaba alfombrado de hierba verde y decorado con innumerables flores.

Nuestra provisión anual de ropas, el nuevo traje para el cual se nos retenía una cantidad de nuestra paga, no había llegado todavía, y nos dijeron que tendríamos que comenzar la campaña con nuestras viejas ropas, que en la mayor parte estaban hechas harapos. Pero para hacerlas más presentables, se dijo a todos los que llevaban abrigos largos que hicieran de ellos chaquetas, y que redujeran sus sombreros a gorras; el género sobrante se usaría para remendar las roturas y quemaduras. Las gorras serían adornadas ahora con escarapelas de pelo, pero no habiéndonoslas suministrado, se esperaba que saliéramos a buscarlas, lo mismo que sus amos obligaban a los antiguos israelitas a que se proveyeran por sí mismos de la paja con que hacer sus ladrillos.

Terry Reeves, que hacía poco había vuelto con nosotros, con la herida curada y con mucha tristeza por haber tenido que separarse de su india, condujo una partida de veinte hombres a una pradera donde pastaba un rebaño de vacas, intentando cortarles el pelo del rabo. El plan fracasó. El campesino y un número de parientes que se hallaban en la casa de labor, ya que estaban asistiendo a un velorio, salieron con garrotes en la mano y comenzaron a golpearles con gran furia. Dos soldados volvieron con la cabeza rota y el cuerpo magullado, y cometieron la tontería de quejarse luego a su comandante de este «asalto premeditado». El comandante Forbes les dijo que se lo tenían bien merecido. En primer lugar, era un acto inhumano cortar de los rabos de las vacas esos hirsutos apéndices con que la naturaleza las había provisto para espantar las moscas que las atormentaban en la estación calurosa; en segundo lugar, habían ido sin sus armas cortas, que debían llevar siempre, siendo a los soldados lo que las espadas a los oficiales; y, finalmente, la crin de caballo era muy superior al pelo de las vacas para la fabricación de escarapelas. Terry, por consiguiente, dirigió una nueva expedición, protegidos por el manto de la noche, al cuartel de artillería dé Montreal, donde consiguieron suficiente pelo para toda la compañía, de las colas de los caballos que estaban sin vigilancia en los establos.