17

Estábamos cruzando el territorio de los wyandots, que en general son hostiles a las Seis Naciones, estando aliados con sus enemigos principales, los algonquinos y los ottawas; pero según dijo uno de nuestros guerreros, llamado Oso cuya voz perturba el Sueño, el hacha de guerra estaba ahora «enterrada bajo unas hojas y ramas, y aunque inquieta no muestra su filo a la luz del sol». En otras palabras, podíamos contar con pasar sin peligro por el territorio, salvo que nos encontráramos con algún indio wyandot que tuviese pendiente alguna venganza de sangre con alguno de nuestro grupo. Una tarde, cuando pasábamos por un bosque a ochenta kilómetros al sur del lago Erie, cerca de French Creek, Bésame nos dijo:

—Huelo hoguera de campamento. Están friendo pescado. Vamos a buscarlo.

Tan maravilloso era su olfato, que recorrimos contra el viento una distancia de ocho kilómetros antes de llegar al campamento; nos acercamos, armas en mano, con extrema precaución a fin de asegurarnos de que los extraños eran amigos.

Descubrimos una escena de gran animación; dos guerreros estaban andando con afectada dignidad en torno al círculo que rodeaba la hoguera. Estaban haciendo discursos y contradiscursos en un tono resentido, con gran cantidad de gestos descriptivos, de cierta vivida y graciosa variedad. Aunque estaban evidentemente irritados uno con otro, no quebrantaban las formas comunes de la cortesía: cada uno esperaba pacientemente, sin interrupción aunque con una sonrisa sardónica en los labios, a que terminara el otro. Se referían continuamente a una mujer, tema evidente de su pelea, que estaba sentada ante el fuego, con la espalda vuelta hacia mí, a un punto equidistante de los dos contendientes. Llevaba una chaqueta roja de soldado y el cabello atado con un pañuelo colorado. Por su postura parecía estar llorando.

Yo no entendía una palabra de lo que decían, y sin embargo mi corazón se hinchaba y se comprimía al ritmo de su elocuencia, y tuve la extraña sensación de que era mi destino y no el de la india lo que se debatía. Súbitamente, uno de los oradores, el cual, a juzgar por los murmullos de los presentes, parecía llevar la peor parte en el debate, puso los ojos en blanco, emitió una exclamación de desafío, y se precipitó hacia la mujer con el hacha levantada. Era como decir en lenguaje sencillo: «Señor, si yo no he de ganarle esta presa, tampoco usted disfrutará de ella.» La infortunada criatura hubiera perecido infaliblemente si alguien que estaba a mi lado no hubiera emitido la palabra ceremoniosa en lengua mohawk que significa «estoy vengado» y disparado a quemarropa con su mosquete. El indio se desplomó con una bala en el pecho, su hacha saltó por el aire y fue a clavarse en la rama de un árbol; instantáneamente, Sopa Fuerte, que era el que había disparado, saltó al círculo, golpeó al moribundo con su maza (como reclamando victoria simbólicamente) y comenzó a cortarle la cabellera a la vista de todos. Los presentes permanecieron sentados, mudos, pero sin duda se hubiera entablado una fiera lucha un momento después si Thayendanegea, gritando a los nuestros para que contuvieran la mano, no hubiera saltado hacia adelante, con la pipa en la mano, y parado sonriendo de la manera más amistosa hacia el grupo.

La pipa para el indio es lo que la bandera blanca para la gente civilizada, y es universalmente respetada entre ellos. No alteraron su pacífica actitud, y lo escucharon 5 atentamente. Parece que se trataba de una delegación de ottawas que pasaba por el territorio wyandot en una visita a nuestros adversarios americanos en Ticonderoga. El muerto era la misma persona que había matado al hermano de Sopa Fuerte el año anterior, iniciando su mala suerte: se llamaba Perro Loco, y el asesinato había sido cometido deshonrosamente y en tiempo de paz. Thayendanegea aseguró a los ottawas que sus propias intenciones hacia ellos eran totalmente pacíficas; que el pariente más cercano del asesinado continuara la lucha de venganza particular, pero que se evitara comenzar una guerra pública.

Los indios, que se dieron cuenta de que estaban rodeados y a merced nuestra, consintieron de buena gana en la proposición de Thayendanegea. Ocurrió que no estaba presente en la delegación ningún pariente de Perro Loco, y aunque cualquier persona podía asumir la responsabilidad de continuar la enemistad si lo deseaba, haciendo una declaración pública, nadie amaba suficientemente al muerto para correr el riesgo de vengarlo. Todos salimos entonces de detrás de los árboles, con las pipas en la mano, a sumarnos a la reunión como huéspedes. Yo tuve la curiosidad de mirar, al pasar, la cara de la india que había hecho de Helena en una guerra salvaje entre griegos y troyanos; pero me eché hacia atrás con tan profundo asombro, que apenas tengo conciencia de lo que hice o dije en los momentos siguientes. La mujer era nada menos que Kate Harlowe. La cogí de los brazos para ayudarla a levantarse y la oprimí contra mi pecho con mil expresiones de amor, júbilo, ansiedad y perplejidad; y ella no ofreció resistencia a estas muestras de efusión, sino que se abrazó a mí y murmuró con voz entrecortada que al fin se sentía feliz.

Kate Harlowe había huido de su marido en Fort Chippeway, que estaba a cinco kilómetros sobre las cataratas del Niágara, en un acceso de cólera. Si su explicación era cierta, como no tengo razón para dudar, ella lo había acusado de infidelidad con una mestiza, y él había replicado dándole a ella un calificativo que, cuando es aplicado por un marido a su mujer, jamás se olvida ni perdona. Me había nombrado a mí como amante de Kate, y ella, aunque negando esto, declaró que ojalá fuera así: que Johnny Maguire le había contado toda la historia de lo ocurrido en Saintfield. Él había pensado en engañarme a mí para que le falsificara la licencia matrimonial, dijo ella, pero yo había decidido ya hacerlo por pura caballerosidad de espíritu, etc., y ella ahora lamentaba de corazón el haberse enamorado de ese falso caballero, ese charlatán, papista, cruel y traicionero que no servía para nada. Y dijo ella: «Ah, y qué diferencia entre este falso caballero y el verdadero: hay un abismo tal, que ningún caballero puede saltarlo, ni ningún puente cubrirlo. Gerry Lamb es un verdadero caballero, y la vergüenza ha caído sobre ti. Así que, adiós, caballero de mentira, y maldito seas, en cuerpo y alma.»

Harlowe replicó breve y sardónicamente que tanto mejor para él, ya que Marie Jeanne (la canadiense) valía cincuenta veces más que Kate; y cuanto más pronto se fuera ésta, más contento estaría él.

Kate tenía la intención de quitarse la vida, arrojándose al río sobre las mencionadas cataratas. Nosotros habíamos pasado últimamente por estas prodigiosas cascadas y me estremecí al pensar en la muerte a que ella misma había estado tan cerca de entregarse. El impulso que el colosal volumen de agua adquiría era algo que sobrepasa toda idea previa que de ello pudiera uno formarse. Me quedé estupefacto cuando contemplé d furioso río, de un kilómetro de ancho, precipitándose en el profundo abismo. El gigantesco y sordo rugido de las aguas al descender se oía a una distancia de treinta kilómetros desde todos lados, y a más de sesenta y cinco kilómetros en la corriente de un viento favorable. El choque que ocasionaba provocaba en la tierra una tremenda conmoción hasta muchos metros de distancia, y una bruma constante velaba el horizonte, en el cual se formaba el arco iris por el brillo del sol. El follaje de los pinares vecinos estaba salpicado de agua y espuma, que pendía de las ramas en forma de pequeños carámbanos de hielo. Debajo de esta terrible catarata se encontraban siempre los cuerpos magullados y lacerados de peces y animales terrestres que habían sido arrastrados por la succión de las voraces olas, así como ramas y maderos destrozados. Y, sin embargo, tan extraña es el alma de la mujer, que (según Kate me aseguró) la razón por la cual no se arrojó al río que la arrastraría a las cataratas fue que el agua, en la que giraban grandes masas de hielo, le pareció demasiado fría.

Mientras ella vacilaba en la orilla, se le acercó una persona afeminada que, por la descripción que de ella me hizo Kate, no podía ser otra que el bardash Dulce Cabeza Amarilla —aunque no me explico qué podía estar haciendo por aquella parte—, y le habló con mucha simpatía, evidentemente adivinando las circunstancias en que se encontraba. Le dijo en su inglés defectuoso, mezclado con francés, que también él se sentía con frecuencia muy desdichado, que la pasión no recompensada y la crueldad de los hombres le hacían desear el suicidio; pero que siempre se refrenaba, confiando en Tje su suerte cambiaría si conservaba su serenidad. Kate rió al verse hermana en el infortunio de tan extraña persona, la cual le propuso ayudarla. Él usaría su influencia con un amigo que tenía entre los ottawas, que aquel día cruzaría el río, para que la llevara consigo al estado de Nueva York, donde sin duda ella encontraría otro amante entre los colonos blancos de la frontera, donde las mujeres eran escasas y podría iniciar allí una nueva y venturosa vida. Dulce Cabeza Amarilla le aseguró a Kate que su virtud no sería atacada contra su voluntad. Los indios no eran gentes lascivas, como los negros, y no se recuerda que una mujer blanca haya sido violada por uno de ellos, aunque muchas han perdido la vida y la cabellera en sus manos.

El hombre-mujer cumplió su palabra. Kate regresó a Fort Chippeway, donde cogió dinero y ropa adecuada para un largo viaje a través de los bosques invernales, y pronto se vio bajo la protección de esta delegación de ottawas, compuesta por veinte personas. Dos jóvenes jefes del grupo se enamoraron de ella, pues las mujeres blancas ejercen cierta fascinación sobre los hombres oscuros, y los dos le habían hecho proposiciones sucesivamente. A ella no le gustaba ninguno de ellos, y se vio obligada a adoptar el papel de coqueta, por temor a ofenderlos a los dos. Al fin, el jefe de la delegación decretó que, puesto que ella no había dicho claramente, como debía haber hecho, que no quería a ninguno, para evitar disensiones en el campamento, debía decidirse abiertamente por uno y entregarse a él. Así comenzó la disputa que terminó con la muerte del pretendiente rechazado.

Quedaba por resolver el asunto con el otro jefe, al cual Kate pertenecía ahora por decreto; pero eso era fácil. El indio, habiendo sido falsamente informado por Thayendanegea de que yo era su marido y de que entre ella y yo existía un amor perfecto, consintió en cedérmela. Se sintió altamente gratificado cuando yo le di, como muestra de agradecimiento hacia él, el mapa que había despertado tanto interés entre mis compañeros. Marqué en él el punto donde estábamos entonces con una escena alegórica a lápiz: Tortuga Emplumada (pues ése era su nombre) dándome la mano. Yo estaba representado como un cordero, sujetando el arma de fuego en posición de ¡preparados! Él me estrechó efusivamente la mano y me deseó larga vida y muchos hijos.

Pasamos aquella tarde muy agradablemente en compañía de estos ottawas, y Kate y yo dormimos juntos aquella noche, con su manta debajo de mi piel de búfalo encima, como marido y mujer. Las formas eclesiásticas del matrimonio parecían tan remotas para nosotros allí en el monte, que la palabra «adulterios» no apareció en la conciencia de ninguno de los dos. Harlowe la había repudiado, y ella a él; ella y yo vivíamos al estilo indio, y al estilo indio la había obtenido yo, comprándola. Nuestros deseos recíprocos ahogaron toda consideración respecto del futuro pues, habiendo estado en compañía de los salvajes durante tantas semanas, y obligados a adaptarnos exactamente a sus costumbres, vivíamos como ellos sin preocuparnos y sólo en el presente. Pero para justificarme a mí mismo formalmente, dejé que me aceptaran como miembro de la nación mohicana.

Thayendanegea ejecutó la ceremonia en presencia de mis compañeros de guerra. Me mandó desnudarme, y con el hueso de un lobo, cuyo extremo estaba tallado en forma de dientes, me arañó desde la palma de la mano, a lo largo de la parte superior del antebrazo, a través del pecho y a través del otro brazo, de nuevo hasta la palma. De igual manera me arañó desde los talones, hacia arriba, hasta los hombros, y desde los hombros hasta los pies por encima del pecho, y de nuevo por el anverso de mis brazos y a través de la espalda. En todas estas líneas comenzó a salirme sangre, pero tuve buen cuidado de no dar muestras de dolor. Entonces Thayendanegea me dijo:

—¡Yo te he hecho temible!

Y agregó que me revolcara en la nieve, lo cual hice. Luego lavó mis heridas con un cocimiento de hierbas medicinales y me ordenó que permaneciera apartado de mi esposa durante siete días. Me presentó también un plato de perdiz silvestre asada en grasa de oso. Este alimento era un símbolo de las cualidades de un guerrero; pues esa perdiz hace un ruido atronante con sus alas cuando vuela, y cuando se esconde de un enemigo es muy difícil de encontrar. Así que yo sería dotado de furia para el asalto en la batalla; de paciencia y astucia para la emboscada; y de la fuerza y el coraje de un oso en el asedio. Finalmente, Thayendanegea me ofreció una varita labrada en forma de maza, como talismán.

Otros blancos han sido adoptados en la tribu como un honor, notablemente lord Percy y el general americano Charles Lee; pero ninguno, que yo sepa, con toda la ceremonia tribal que me hizo un mohawk de hecho, y no sólo de nombre. Thayendanegea me tomó entonces en sus brazos y me abrazó tiernamente. Mientras las heridas me escocían aún, me dejé hacer todavía otra operación, por la cual tengo razones de haberme sentido siempre agradecido. El pelo de la cara es considerado muy desagradable por los indios, y ellos lo extirpan, con raíces y todo, con ayuda de un pequeño tornillo sin fin, flexible, hecho de alambre de bronce aplastado. Aunque me negué a que me arrancaran las cejas y las pestañas, dejé que me extirparan la barba. El instrumento fue aplicado plano a mi barbilla, donde la barba crecía ya en abundancia, comprimiéndolo entre el índice y el pulgar; un número de pelos cogidos en las espirales eran arrancados de un tirón. La operación, aunque bastante dolorosa, no fue larga; y cuando considero cuánto trabajo y molestia produce en toda una vida la operación de afeitarse, me pregunto por qué mucha gente, especialmente los soldados, no reunirán el suficiente coraje para someterse a esta depilación.

De las fiestas a que asistimos durante nuestro viaje, la más grande fue la que nos ofrecieron los cayugas, que eran los más violentos en su deseo de una guerra contra los americanos. Asistieron a la festividad cientos de personas. En esta ceremonia religiosa —pues era más bien una fiesta religiosa que social— cada guerrero apareció vestido y pintado simulando el animal sagrado de la familia, pues las tribus se dividen en familias, llamadas los Osos, los Búfalos, los Ciervos, los Palomos, los Agudas, los Ranas y así sucesivamente. Algunos iban, pues, cubiertos con una piel de búfalo o de ciervo, con los cuernos ampliados; otros llevaban trajes de plumas en una variedad de grotescos modelos; los cuerpos de los Ranas iban enteramente desnudos, pero pintados de verde y amarillo. Yo había sido adoptado por Thayendanegea en su familia, los Lobos, y en consecuencia me disfracé con una máscara de lobo y un rabo peludo. Llevábamos las caras embadurnadas de negro y bermellón, sobre una capa de grasa de oso. En sus preparativos para la mascarada, cada guerrero puso su mayor empeño en hacer que su cara fuera la más fiera y horrenda posible; para esto usaba un pequeño espejo que le permitía aplicar los colores con mucha destreza, pero, volviéndose con frecuencia impaciente con el resultado, se limpiaba toda la pintura con un paño y comenzaba de nuevo.

Cuando todo estaba preparado, nos sentamos en cuclillas en un círculo en torno a la gran hoguera, cerca de la cual se había fijado una gran estaca. Después de un rato, el jefe de guerra de los cayugas se levantó, como persona de más respetabilidad entre los presentes, y colocándose en el centro, junto a la estaca, comenzó a referir todas las valerosas hazañas de su vida. Habló del número de enemigos que había matado, describiendo con gestos cómo los acechó, cómo los derribó, cómo les cortó la cabellera, cómo había robado caballos, allanado moradas de enemigos como un insulto, y así sucesivamente, relatando sus atrocidades. Su narración, hecha con mucha fluidez y dramática seriedad, duró por lo menos tres horas. Fue ovacionado con una gran aclamación y gritos de Etow! Etow! Constantemente golpeaba la estaca con su maza, haciéndola testigo de la verdad de sus jactancias. Yo pude seguir toda la historia por sus gestos pantomímicos. Me agradó especialmente su robo de caballos a los wyandots: cómo después de mucho esperar y vigilar había salido al encuentro de los caballos; se había bajado a quitarles las maniotas, había montado en el mejor, había cogido al otro por el mechón de crin de la frente y se había ido con los dos. Durante esta narración montó en su hacha, como hacen los niños con palos de escobas, haciendo uso de un látigo imaginario para indicar la necesidad de movimiento rápido, y mirando continuamente por encima del hombro al enemigo que le seguía. Cuando hubo terminado, todos nos levantamos y nos incorporamos a la danza, saltando y blandiendo nuestras armas; yo hubiera preferido un violín al monótono batir de los tambores, pero el ejercicio después de tan larga espera al frío fue agradable. El tambor de guerra indio era un pedazo de tronco de árbol hueco sobre el cual se había tensado un pedazo de cuero, con calabazas secas y llenas de guisantes. Pasamos en torno al fuego en un círculo con nuestros cuerpos doblados torpemente hacia adelante, emitiendo los mismos sonidos bajos y sombríos, sin variación, siendo las palabras ¡sangre!, ¡sangre!, ¡matar!, ¡matar!, y de vez en cuando, el grito de guerra de los indios. Este grito feroz consistía en el sonido ¡Ju-u-up! que continuaba mientras duraba el aliento, y luego se interrumpía elevando repentinamente la voz. Unos pocos modulaban el grito con notas de aullido, poniendo la mano ante la boca para efectuar esto. En ambos casos, el ¡Ju-u-up! se oía a una gran distancia.

Le llegó entonces el turno a Thayendanegea, y realizó la misma representación, aunque de un modo un tanto diferente. Habló de sus proezas bélicas, pero también de sus viajes a través del mar y puso humor en su historia con la imitación del paso afectado de los lores, las damas elegantes, los obispos que toman rapé y otros personajes notables de Londres que él había conocido, para gran regocijo de todos los presentes. Concluyó con una apasionada invectiva contra los yanquis rebeldes que habían tomado las armas contra su paciente y sufrido padre, el rey Jorge. Terminó, y todos danzamos nuevamente. Dos gordos ciervos habían sido puestos a asar en la hoguera, y cada vez que a uno se le antojaba se acercaba a la res más próxima y cortaba un pedazo de carne y se la comía. Así continuó la ceremonia, ocupando alternativamente el escenario mohicanos y cayuganos, hasta que yo pensé que no terminaría jamás. Habían nombrado a una persona que permanecía fuera del círculo y que tenía el encargo de animar a cualquier E miembro del auditorio que mostrara la menor señal de E sueño.

La celebración duró nada menos que cuatro días con sus noches. Los discursos y las danzas persistieron con indeclinable energía; constantemente ponían carne fresca en el asador, y el fuego era reabastecido periódicamente. El segundo día me requirieron a mí para que relatara mis propias hazañas. Yo no tenía mucho que relatar, pero no queriendo perder la estimación de mis compañeros y de aquellos que nos festejaban, conté resonantes historias en inglés sobre las proezas de mi regimiento en la batalla de Boyne y el asalto de Athlone, y su servicio en muchas batallas importantes en España durante la guerra de Sucesión española, concluyendo con una dramática declamación del Hamlet de Shakespeare, que conocía de memoria, en el curso de la cual, en el papel del príncipe loco, pude exhibir mi destreza tirando y parando con una espada corta, en combate con un enemigo imaginario. Mi representación fue acogida con un prolongado aplauso, y Thayendanegea tuvo la amabilidad de no delatar el engaño a los demás.

Había llegado febrero antes de que nos acercáramos de nuevo a Montreal, y a cada paso que daba más abatido me sentía. Había vivido con Kate en un país de maravilla en el que de buena gana hubiera seguido viviendo durante el resto de mi vida, tanto me agradó la vida de los montes; pero la insistente voz del deber comenzó a hablarme al oído, a recordarme el servicio a mi soberano. La separación de mis nuevos, pero bien probados, amigos no hubiera sido tan penosa de no haber significado igualmente la separación de mi mujer india, como afectuosamente yo la llamaba; y mi mujer india, a juzgar por ciertas señales infalibles, sellaría, antes de que pasara el verano, su unión conmigo dando a luz un bebé. No sabíamos qué camino tomar. Kate no podía regresar en mi compañía al Noveno, donde era bien conocida, ni ir al Octavo sin mí, llevando a su marido el regalo de un bastardo. Ambos sentimos con amargura la ironía del destino al dictar nuestra separación, cuando tan tiernamente nos amábamos. ¿Y por qué tenía que ser así? Porque yo no era más que un sargento, y ella la mujer de un soldado. El que el general Howe y el general Burgoyne se juntaran cada uno con la esposa de uno de sus oficiales de intendencia era condenado como un pecadillo elegante, pero la misma falta en nosotros hubiera sido considerada como una infamia vulgar. Derramamos lágrimas cuando comprendimos a qué aprieto nos había conducido nuestra irreflexión. Las indias tienen ciertas hierbas, como la flor del zumaque, que usan para provocar el aborto, pero Kate se negaba a esto, diciendo que quería responder de lo que había hecho, y no añadir el asesinato a lo que había sido simplemente una locura de amor.

Thayendanegea, viéndome un día sentado aparte y muy pensativo, me preguntó gentilmente qué me ocurría, y yo le conté toda la historia. Él se quedó pensando un rato, y luego me dijo que no me desesperara: él arreglaría el asunto sin escándalo. Y así lo hizo a su debido tiempo.

Jamás olvidaré nuestra última conversación. Kate no se mostró nerviosa ni apasionada, sino que me habló razonablemente. Yo podía permanecer con ella y con el fruto de nuestro amor, vagando por los montes en compañía de estos buenos amigos —cuyas costumbres, aunque salvajes, eran caballerosas y consideradas—, o instalándonos en una choza que podíamos construir nosotros mismos en los bosques bajo su protección. Desde luego, eso era mejor en todos los sentidos que regresar solo a mi vida militar. Si elegía el primer camino, ella me prometía la misma fidelidad de esposa que si la ceremonia ejecutada en Newton Breda hubiera sido entre ella y yo, y no entre ella y Harlowe. En el segundo caso, no me guardaría rencor; pero yo debía entender claramente que, al decirle adiós ahora, se lo decía para siempre. Si algún día volvíamos a encontrarnos, ella fingiría no conocerme, no me dirigiría una sola palabra de afecto; y en cuanto al niño, yo debía renunciar a la paternidad: lo que le ocurriera no debía interesarme. Ella asumiría toda la responsabilidad.

¿Qué puedo decir? ¿Qué podía decirle a ella entonces? Mientras hablábamos, en la nieve, a la sombra de un alto pino blanco detrás del cual el ocaso despedía un glorioso fulgor sobre el valle de San Lorenzo, oí la música de las trompetas del campamento británico y el rugido del cañonazo de las nueve, y supe que no podía elegir lo que ella deseaba. Mi piel era blanca, no morena; mi arma de asalto era la bayoneta, no el hacha; mi nacimiento, británico, no mohicano. Al besar a Kate como despedida, sentí una enorme opresión en el pecho, y le dije que no podía pedirle que me perdonara, puesto que no lo merecía. Pero le rogué que aceptara, como símbolo, para que lo pusiera al cuello del niño, una moneda de plata inglesa, del rey Carlos II, que mi padre me había dado en la niñez y que desde entonces había llevado yo al cuello colgada de un cordel. Ella la aceptó; luego, cogiéndome la mano solemnemente, me hizo jurar, en nombre de Dios, que mientras ella viviera no revelaría a nadie lo que había pasado entre nosotros. Regresó al campamento de los indios sin decir una palabra más.