El comandante Bolton fue trasladado al mando del Octavo regimiento que en parte estaba estacionado junto a las famosas cataratas del Niágara, entre los grandes lagos de Ontario y Erie, y en parte en Detroit, en el canal que une los lagos Erie y Hurón. Nosotros sentimos perder a un oficial tan considerado, pero mis sentimientos particulares quedaron más afectados por la noticia de su traslado cuando me enteré de que el soldado Harlowe, que era ahora su ordenanza, se iba con él. Me importaba un bledo, si en todo el curso de mi «vida errante» no volvía a ver a Harlowe, pero su esposa le acompañaría, naturalmente; y permítaseme confesar aquí que durante varios meses me había sentido atormentado por anhelantes pensamientos acerca de ella. Por mucho que luchara contra el ensalmo que ella arrojaba sobre mí, su rostro invadía mis sueños y estaba constantemente en mi imaginación, a todas horas del día, especialmente cuando me encontraba en estado de reposo físico después de alguna ardua tarea. No había puesto los ojos en ella desde que habíamos partido de Irlanda, pues las mujeres y los niños habían quedado atrás con la guardia del equipaje durante nuestro avance hacia St. John y habían sido trasladados a Montreal cuando partimos lago arriba. Ahora, al primer pensamiento, me sentí profundamente dolorido de no poder verla por el campamento en la isla de Jesús, como me había imaginado que ocurriría; pero después de volver a pensarlo, tuve una sensación de alivio. Pues la mala tentación de tomar una decisión indebida, así como el placer inocente de contemplar un rostro que amaba de todo corazón, desaparecerían al irse ella a residir al Niágara. Me afané en mis deberes militares y comencé a pensar con gran expectación en la llegada del invierno, que es la estación de sociabilidad en Canadá y hay siempre mucha alegría y diversión; especialmente en la vecindad de Montreal, donde se realizaban numerosos deportes en el hielo y la nieve todos los días, y bailes casi todas las noches en las mejores casas. Pero primero vino el tiempo llamado verano indio, caracterizado por una atmósfera rojiza, brumosa y tranquila; los bosques estaban cerca y calientes por las exhalaciones de las hojas caídas y podridas, que fomentaban los pensamientos melancólicos.
Sin embargo, yo tuve que estar alejado de mis camaradas durante algún tiempo. No llevábamos más de tres semanas en nuestros nuevos cuarteles, durante los últimos días de las cuales nevó incesantemente, de modo que el suelo estaba cubierto por una capa de cuatro pies, cuando el capitán Sweetenham, pues capitán era ahora, me mandó llamar.
—Sargento Lamb —dijo—, el coronel Guy Johnson ha preguntado por usted, y el cabo Reeves y usted deberán presentarse a él esta tarde en su residencia, cerca de la Place des Armes en Montreal.
—Señor —dije—, no conozco a ese caballero.
—Es un irlandés, el superintendente del departamento indio de nuestro gobierno, y persona de gran importancia entre las tribus. El coronel Johnson ha pedido que le den a usted una licencia de tres meses para enviarlo en una misión especial, en caso de que usted quiera aceptarla.
—Con mucho gusto aceptaré cualquier misión —contesté—, y cuanto más arriesgada, más me agradará. En compañía del cabo Reeves me atrevería a ir a cualquier parte.
—Entregará usted su puesto al sargento Buchanan —dijo el capitán—. Infórmele de ello.
Me llevé la mano a la gorra y salí, con la agradable sensación de que mi amigo Thayendanegea tenía algo que ver en este asunto; y al llegar a Montreal con Terry Reeves hallé que así era. Terry y yo hicimos el viaje en una carreta alquilada, especie de trineo del que los caballos del país podían tirar fácilmente sobre hielo y nieve, a la velocidad de veinticinco kilómetros por hora. El pueblo de Montreal era muy curioso en la forma en que ideaban sus carretas en todas las variedades de diseño posibles, tal como la representación de alguna bestia o ave, una góndola veneciana, un zapato de cuáquero, una ballena o un pez monstruo. La que llevábamos nosotros simulaba un cisne negro, y estaba provista de mantas. El frío era tan intenso que el propio San Lorenzo estaba ahora casi cubierto de hielo, aunque en Montreal tiene una corriente de diez nudos; pero Terry y yo nos sorprendimos de ver lo poco que nos molestaba el frío. La razón era la sequedad del aire. Tal vez esta sequedad justificaba un hábito de los canadienses que a nosotros nos pareció bárbaro, a saber, el de dejar sus caballos sudando, después de un viaje tal vez de treinta o cincuenta kilómetros, parados durante horas a la intemperie, sin taparlos.
El viaje a Montreal duró el doble por la costumbre que tenía nuestro carretero de apearse para rezar siempre que pasaba junto a una capilla o crucifijo. No pudimos impedir que hiciera esto siquiera con la amenaza de Terry de cortarle su preciosa coleta con un cuchillo si no acortaba sus oraciones. Entonces se me ocurrió que la expresión de mando, «Marche-done», dirigida a los caballos e imitando el tono de su amo, pondría en marcha nuestro carricoche. El plan tuvo éxito, y el conductor, oyendo nuestros gritos de despedida, se levantó blasfemando y se precipitó tras nosotros. Afortunadamente los caballos reconocieron su voz y se detuvieron, pues ni Terry ni yo conocíamos la palabra francesa equivalente a la que se usa en inglés para hacer parar las caballerías, y hubiéramos podido ser arrestados por robar la carreta. El conductor, vestido con pieles, subió al pescante, sin aliento por la larga carrera, lo que me permitió anticipar la frase francesa que yo sabía se estaba ahogando en su garganta.
—Je vais le dire au général Carleton —dije con severidad.
Luego le ofrecí un trago de licor y pronto fuimos buenos amigos nuevamente. Sólo se apeó para rezar una corta oración en otra capilla, donde estaba representada la esponja, la botella de vinagre, la lanza y varios otros instrumentos mencionados en el Evangelio al relatar la crucifixión de Jesucristo; todo esto coronado por el gallo de San Pedro.
Montreal presentaba un aspecto muy animado, pues ésta era la estación en que los indios cazadores de pieles reunían sus mercancías para venderlas a los comerciantes que residían allí. La ciudad cobraba entonces el aspecto de una gran feria, con barracas adornadas con ramas de abeto en todas las plazas públicas, para la venta de todo objeto concebible de utilidad o lujo. Vimos numerosos indios pintados, fumando sus pipas, con capas sobre la cabeza y los hombros, forradas de plumas, y las mujeres vestidas con sus mejores ropas, con joyas, cintas y plumas teñidas; oficiales ingleses a caballo con sus brillantes uniformes de gala —oro, plata, azul y escarlata—, comerciantes cuya parisiense extravagancia en el vestir tenía por objeto impresionar a los indios con la idea de su importancia; sacerdotes, frailes, hermanas legas; grupos armados de soldados ingleses con sus tabardos raídos, marchando al son del pífano y el tambor; grupos de animados habitantes franceses de ambos sexos: las mujeres, con largas túnicas escarlatas, los hombres, con sus pieles más suaves, y enjambres de niños exuberantes y bien abrigados; fantásticas carretas cascabeleando y corriendo arriba y abajo por las calles; y en las plazas, frecuentes estatuas de hombres, monstruos, bestias y pájaros modeladas en la nieve y barnizadas con pintura diluida en agua que les echaban por encima.
En la Place des Armes, una especie de cuadrado que se usaba antes de la conquista como plaza de armas para los soldados franceses, nos condujeron a la casa del coronel Guy Johnson, que había sucedido a su padrastro recientemente fallecido, sir William Johnson, en la Superintendencia. Nos dieron ron en una antesala, donde había vitrinas llenas de curiosidades de fabricación doméstica india, como cinturones adornados con abalorios, bolsas y pipas de forma complicada, armas de varias clases y tocados para ceremonias. El cabo de guardia, nos hizo una relación de estos objetos, y nos dijo, entre otras cosas sorprendentes, que las cuentas de conchas prendidas en cuero, que sirven de dinero entre las tribus indias, eran acuñadas en Inglaterra: estas cuentas antiguamente eran hechas por los indios con arcilla blanca, pero luego las hicieron de conchas de mar, y nosotros podíamos cortarlas con maquinaria mucho más regularmente que ellos a mano, dándoles la forma y el tamaño de las cuentas de cristal que las damas llevan en sus vestidos. La concha usada era la de una especie de venera que se halla en las costas de Nueva Inglaterra y Virginia, y la clase púrpura era más estimada por los indios que la blanca: por ella pagaban un peso igual de plata.
Este cabo era uno de los armeros empleados para reparar los mosquetes de los indios amigos; pero la semana anterior había sido herido en una mano por un indio borracho y retirado del empleo hasta que se curara.
El coronel Johnson nos mandó luego llamar y fue de lo más afable. Dijo:
—Mi amigo Thayendanegea tiene una invitación que hacerles.
Thayendanegea estaba a la mesa con él, en compañía de varios jefes de guerra de las Seis Naciones: senecas, oneidas, onondagoes, cayugas, tuskaroras y mohawks, y entre ellos el propio jefe superior de los mohawks, llamado Pequeño Abraham. Esta venerable persona favorecía secretamente, al parecer, una alianza de la Confederación con los colonos rebeldes, y estaba haciendo ahora cuanto podía para inclinar a sus jefes inferiores en la misma dirección. Pero Thayendanegea y su activa esposa Miss Molly, con la que vivía en unión monogámica debido a que era cristiano, eran jefes de la oposición a Pequeño Abraham, y su influencia parecía prevalecer en la mesa. Sobre el mantel había bistecs, piernas de oso, ensaladas, gallos capones aderezados y un número de fricasés y condimentos complicados al estilo francés que los indios preferían generalmente a la cocina inglesa. Todos estaban un poco ebrios y, como era su costumbre antes de sentarse a beber, habían dado sus armas a guardar a uno de los suyos, que se comprometía a no beber durante la fiesta. Sin embargo, en tan ceremoniosa ocasión no había que esperar que arriesgaran su dignidad recurriendo a la violencia. Pues los indios de rango consideraban altamente adecuado acomodar sus modales a los de un extranjero distinguido, especialmente cuando éste era el que invitaba, y observaban rigurosamente la etiqueta; así que rara vez se encontraba a un indio bien nacido que no se portara con la mayor gentileza en la más selecta compañía, si antes de entrar se le indicaban las formas que debía observar. Sin embargo, el coronel
284 estaba conteniendo visiblemente su impaciencia hacia los inusitados e inesperados malos modales de uno o dos de sus invitados. Más tarde me dijeron que los que así faltaron en esta ocasión habían sido invitados recientemente a una mesa de oficiales de Brunswick, en Three Rivers, y la mayor licencia que allí se permitió a los ebrios les había dado una noción incorrecta de los modales que debían observar en la residencia de un jefe británico en Montreal.
Justamente cuando nosotros entramos, Thayendanegea se estaba dirigiendo en inglés a un jefe seneca llamado Gyantwaia, o Sembrador de Maíz, que estaba manteniendo en equilibrio una botella de Madeira sobre la nariz (se distinguía por un arete de oro en la nariz y un pequeño pendiente en forma de campana en su labio superior). Thayendanegea le dijo cortésmente:
—Valeroso aliado y hermano mío, mucho me impresiona observar sus hazañas de leger de nez; pero tal vez la hilaridad de la ocasión ha impedido que sus ojos vean que hay una dama presente. —Y señaló a Miss Molly, que se volvió modestamente. Luego, aprovechándose de la ocasión, pues Sembrador de Maíz (cuyo padre, dicho sea de paso, era un colono holandés establecido en Albany, Nueva York) pareció un tanto avergonzado, añadió Thayendanegea—: Y si nuestro generoso anfitrión lo permite, suspenderemos ahora nuestras libaciones de sus magníficos licores, que han desequilibrado un tanto nuestro juicio. En cambio, acompañaremos a mi esposa, Miss Molly, a tomar una taza de té, que así como los rebeldes colonos consideran nocivas a todas las personas desleales, así nosotros lo tomaremos con orgullo y satisfacción en honor de nuestro aliado y padre el rey Jorge.
El Pequeño Abraham fue puesto en una situación comprometida por este ingenioso orador. No podía rehusar el té sin ser descortés con Miss Molly, que se sentaba allí en calidad de matrona cristiana, no de india; sin embargo, temía que el participar del brebaje constituyera una declaración en favor de los ingleses en el conflicto, y que los americanos se enteraran de ello y cesaran de enviarle regalos.
Dijo en su inglés vacilante que el Madeira había confundido de tal manera sus sentidos que no sabía con qué parte de su cara debía beber, y que por consiguiente se abstendría.
Thayendanegea aprovechó su ventaja, y fue de notar que por cortesía hacia su señor jamás dejó de levantarse de la silla cada vez que pronunciaba una palabra en su presencia:
—Padre mío, si usted abrazara la fe cristiana y leyera las Escrituras, vería a qué vergonzosos extremos el pecado de la intemperancia es capaz de conducir a tan venerables ancianos como el patriarca Noé y usted mismo; y no bebería usted sino té, evitando el jugo fermentado de la uva. Mañana le enviaré a usted como regalo cincuenta libras de té superior, para que refresque a toda su familia.
Sembrador de Maíz, que pensaba como Pequeño Abraham, habló por él; no dominaba el inglés como Thayendanegea, pero no carecía de elocuencia. Dijo, en esencia:
—Hermano y aliado mío, muchas gracias. Sus palabras son muy bellas. Pero no querríamos que pensara el coronel que sus vinos son de tan poco valor o tan nocivos para nosotros que los rechazamos y pedimos té, el cual no es más que agua hirviente vertida sobre una hierba seca. Pedirle té en una ocasión como la presente sería violar las costumbres de los oficiales blancos, con las cuales estoy bien familiarizado.
Thayendanegea sonrió plácidamente:
—Mi querido amigo, haga lo que le parezca, y sin duda que mi venerado padre, Pequeño Abraham, hará lo mismo. Pero evite provocar la risa del coronel. Habla usted de su conocimiento de las costumbres de los oficiales blancos y, sin embargo, ¡se come ese melocotón sin pelar!
Dejando que sus dos contrincantes, ahora complejamente desconcertados, se decidieran, según su gusto, por el té o por otra cosa, Thayendanegea dio por resuelto el asunto. Nos hizo un saludo con la pipa al cabo Reeves y a mí, y nos preguntó directamente, sin preámbulo, si queríamos acompañar a su tribu en una expedición de caza hacia el suroeste. Dijo que el general Carleton había manifestado en su presencia que deseaba que nuestra infantería ligera se aclimatara a la vida del monte americano, especialmente en invierno, a fin de que pudieran contender en igualdad de condiciones con los revolucionarios. Por consiguiente, dijo Thayendanegea, le había ofrecido al general hacer de maestro a uno o dos por lo menos, los cuales transmitirían las lecciones a los demás: como en el sistema de monitores que ahora se usa en las escuelas populares de Inglaterra. Recordando nuestros nombres y su deuda para con nosotros en el caso de Dulce Cabeza Amarilla, había preguntado al general si el coronel Johnson podría pedir nuestra licencia temporal del Noveno con el propósito de que le acompañáramos; y el general había accedido.
Pocas invitaciones podían haberme dado mayor alegría, pero observé que se consideraba como una virtud entre los indios aparecer indiferente a las buenas noticias igual que a las malas; que no se consideraría buen guerrero ni persona digna al que abiertamente delatara emociones como sorpresa, alegría, tristeza o temor en ninguna ocasión. Respondí con calma que si el general aprobaba el plan, éste sería muy de mi agrado; y que yo y mi camarada estaríamos listos para partir a la hora que para él fuera más conveniente al día siguiente. Thayendanegea nos citó en el camino a media distancia entre Montreal y los cuarteles, y después de intercambiar unas cuantas frases de cortesía, nos retiramos.
El coronel Johnson fue con nosotros hasta la antesala y nos aconsejó que, si queríamos tener un viaje interesante y próspero, viviéramos lo más posible al estilo indio: en éste, si éramos filosóficos, hallaríamos más materia de admiración que de desagrado. Dijo:
—Los indios son, contra lo que generalmente se dice de ellos, un pueblo sensible, generoso y poético. Su apatía es más aparente que real, y no procede de una falta de sentimiento. Ningún pueblo del mundo es más propicio a los sentimientos de la amistad ni más pronto a sacrificarlo todo por ayudar a un aliado en situación angustiosa. Si parecen codiciosos, eso no es más que el anverso de su generosidad. Vístanse al estilo indio, observen sus maneras de actuar, cultiven su buena voluntad y no olviden nada de lo que aprendan. La expedición de caza a la que van ustedes es, en realidad, una misión emprendida por Thayendanegea para incitar a toda la confederación de las Seis Naciones a empuñar el hacha en nuestro favor en la próxima campaña.
El coronel nos puso entonces en manos de su subalterno, que se encargó de proporcionarnos trajes indios y demás cosas necesarias, por las que firmamos un recibo para reclamar la cantidad así gastada del pagador del regimiento. Los dos decidimos llevar gorros de castor con orejeras; polainas de piel de ciervo, taparrabos de paño azul, blusa roja de montar, mediasbotas forradas de piel; y también capas de piel de búfalo, reducidas a una suavidad de seda por un laborioso proceso de adobamiento con los sesos del animal. Terry fijó en su gorro una pequeña insignia de plata, que representaba a Britania sentada, verbalmente conferida al Noveno por la reina Ana. Esto le valió un nombre indio que he olvidado, pero que quería decir «marido de la mujer del tridente». Puedo mencionar aquí que a mí me obsequiaron, por mi disposición a participar en cualquier aventura o fiesta, con el nombre de Otetiani, o «siempre dispuesto». Pero con frecuencia nos llamaban Teri y ambos llevábamos rifles, que fueron cogidos durante la retirada de los americanos de Three Rivers, y que eran armas de precisión. Con un poco de práctica yo podía hacer blanco sobre una tabla del tamaño de la cabeza dé un hombre a doscientos cincuenta pasos.
—Recuerden —nos dijo el coronel Johnson al partir— que esta invitación es para ustedes un gran honor, y recuerden también que su actitud y comportamiento serán observados en todo momento, y que si ustedes se ganan la estimación de quienes los han invitado, esto se reflejará favorablemente sobre el ejército británico. Puedo añadir que los informes que me ha dado de ustedes su jefe me los hace dignos de esta elección.
El grupo, que se encontraba al día siguiente en el lugar de la cita, se componía de Thayendanegea, Sopa Fuerte y cuatro jóvenes guerreros de rango, con sus mujeres. Si tuviera que contar las aventuras y andanzas de los tres meses siguientes, necesitaría todo un volumen. Seré, pues, breve, y limitaré mi relato a unos pocos detalles. Thayendanegea nos llevó en un recorrido por todo el territorio de las Seis Naciones, que está entre el lago Ontario y las fuentes de los ríos Delaware y Susquehanna. Marchamos primero a lo largo de las orillas del lago Ontario hasta las cataratas del Niágara, y luego, doblando hacia el suroeste, por debajo del lago Erie, en una corta excursión al interior del territorio wyandot, hicimos un circuito a través de las fronteras septentrionales de Pensilvania y de vuelta por el río Susquehanna, el valle de Mohawk, y las colinas al este del lago Champlain. Me sorprendió el alto grado de civilización de varios establecimientos indios que visitamos en la fértil región de Susquehanna, que debía de ser muy bella en verano. En todas partes fuimos bien recibidos y festejados, y Thayendanegea consiguió con su oratoria persuadir a muchos cientos de guerreros de que se unieran a nuestro estandarte.
No se esperaba que el invierno fuera intensamente frío, como no lo fue. Los indios conocían siempre la aproximación del frío intenso por el comportamiento de los pájaros y las bestias que migraban en grandes bandadas y rebaños en el otoño anterior: osos y palomas venían de las regiones nórdicas de Canadá y, nadando por el río San Lorenzo o volando sobre él, iban al interior de la provincia de Nueva York; las ardillas negras, por el contrario, cruzaban hacia el Canadá por una parte estrecha del río justo sobre las cataratas del Niágara. Sin embargo, helaba ya intensamente, y la primera noche que acampamos en los bosques nevados, lejos de toda morada humana, Terry y yo nos miramos, llenos de temores, preguntándonos cómo saldríamos de esa noche. Sin embargo, los indios limpiaron pronto la nieve de un lugar bajo el abrigo de una roca saliente, y la amontonaron para formar las paredes de una choza. Las mujeres cortaron y trenzaron ramas para formar la trama del techo, sobre el cual pusieron más nieve, dejando un pequeño orificio para que pudiera salir el humo de nuestra hoguera. El interior de esta habitación se hizo pronto extremadamente cálido, y después de alimentarnos bien con la carne de cerdo fresca que habíamos traído de la ciudad, hervida con patatas en un caldero de hierro suspendido sobre la hoguera, nos envolvimos en nuestras capas de búfalo con los pies hacia el fuego y dormimos con gran comodidad hasta el amanecer; mientras, las indias se turnaban para cuidar y avivar el fuego.
Thayendanegea nos entretuvo contándonos historias sobre sus primeras experiencias con los blancos en Lebanon; cómo les atemorizaba la manera con que la familia le miraba, como si quisieran matarlo; cómo le había desconcertado ver que hacían el fuego en un extremo de la casa y no en el medio; cómo le había escandalizado la mujer del reverendo doctor Wheelock cuando ordenó a su marido que saliera a dar de comer a las gallinas en su lugar, pues ella estaba ocupada. Se pintó la cara de negro en señal de aflicción y permaneció apartado de ellos en el granero durante dos días; pero para complacer a su padre, que le había enviado a ese lugar, no escapó y pronto se fue reconciliando con las costumbres de los blancos. Nos contó una anécdota de otro joven indio, hijo de un jefe, que había ido con él a Lebanon, y a quien el hijo del doctor Wheelock le mandó ensillar su caballo. El indio se negó a hacerlo diciendo que éste era un trabajo inferior, impropio del hijo de un caballero.
—¿Sabes lo que es un caballero? —preguntó el joven Wheelock.
—Sí —contestó el indio—, un caballero tiene caballos de carrera y bebe vino Madeira. Ni tú ni tu padre hacéis eso. Ensilla tú mismo el caballo.
Fue una suerte para nosotros el que Thayendanegea hablase tan bien el inglés y nos enseñase un poco de la lengua mohawk. Aprendimos más por nosotros mismos leyendo el Libro de las Oraciones, del que me regaló un ejemplar, impreso en Nueva York siete años antes, el cual podíamos comparar mentalmente con la liturgia inglesa. No es suficientemente conocido el hecho de que no existe un idioma común entre los indios, y que tribus vecinas hablan a veces idiomas tan ininteligibles entre sí como el inglés y el francés. Tampoco es siempre posible aprender mediante el uso de gestos el nombre de cosas comunes, debido a los equívocos. Si un salvaje quiere enseñar a un viajero la palabra que expresa «cabeza», y se lleva la mano a la suya, es posible interpretarlo mal: puede querer indicar «coronilla», «pelo» o «pensamiento». Cuando yo ofrecí a uno de mis compañeros —que respondía por el peculiar apelativo de Bésame— un poco de tabaco de mi bolsa, y tendió la mano como si pidiera más, emitiendo una palabra que yo supuse indicaba «dame más», luego resultó que el significado era «sólo un poquito, por favor».
Se dice que la misma palabra Canadá deriva de una mala interpretación. Fue la respuesta dada por un indio al descubridor original del continente, que preguntó riendo: «¿Cómo se llama este desolado país?» Cuando los primeros colonizadores se pusieron a estudiar el lenguaje, la palabra resultó no ser el nombre del país, sino un término injurioso.
Nuestros indios tenían la costumbre de caminar en perfecto silencio, uno detrás de otro, mirando constantemente a los lados. Nosotros nos adaptamos, naturalmente, a esta costumbre, y pronto me di cuenta de que no se debía simplemente a la precaución, el miedo constante a ser sorprendidos por un enemigo, sino que concentraban su atención en los rasgos naturales del paisaje; así los indios no se pierden jamás en un país por el cual han pasado una vez. Para los europeos, una zona de bosque es casi idéntica a otra; para el indio, una roca, una rama seca o un tronco nudoso tiene su forma peculiar y su relación con los objetos vecinos, que el indio observa y recuerda para siempre.
Ésta era la estación en que el oso, la ardilla, el gato montés y muchas otras bestias de la selva se recogen para su largo descanso invernal en árboles huecos o cuevas, y permanecen allí dormidos hasta que se derriten las nieves y el calor del sol los despierta. Los indios se divertían despertando a los animales antes de tiempo, y haciéndolos salir de sus escondrijos para matarlos y aprovechar su carne y su piel. Pronto fuimos nosotros iniciados en ese método de caza. Uno del grupo dio con la huella de un oso, la cual todos convinieron en que no tenía más de tres días; y la seguimos tal vez unas quince millas, aunque en algunos lugares había sido borrada por la nieve recién caída y teníamos que buscarla hasta dar de nuevo con ella. Llevábamos tres perros oseros, cruce entre galgo y mastín, y cuando llegamos al roble blanco vacío donde nuestra pieza estaba escondida, comenzaron a ladrar y aullar.
Formamos un círculo en torno al árbol, en cuya corteza se distinguían claramente las marcas de las garras del oso, y esperamos a que saliera. Para despertarlo, los indios habían puesto una antorcha encendida en el agujero, a la altura de la cabeza de un hombre, por donar había entrado. Pronto se vieron salir chorros de humo por un pequeño agujero abierto más arriba; el luego había prendido en las ramas de pino que el oso había reunido para tapar el agujero inferior como protección contra el frío. Oímos su gruñido y su respiración sofocada. El oso apareció —grande, rojizo— medio ahogado por el humo, y salió del agujero superior. Todos los indios dispararon a la vez, pero son tan malos tiradores con arma de fuego como maravillosos con el arco o la cerbatana; el oso ni siquiera fue herido. Descendió tranquilamente, y mientras sus enemigos se precipitaban a situarse detrás de los árboles, él se quedó pestañeando estúpidamente. Entonces Terry, que estaba apostado al otro lado del árbol, dio la vuelta y le hirió en la paletilla. Esto encendió la furia del oso, que se precipitó hacia el guerrero Bésame, cuya cabeza descubrió detrás de un arbusto, pero Bésame lo esquivó, ladeándose rápidamente. Los perros saltaron sobre el oso. Mató a uno de ellos de un zarpazo y apretó a otro contra su pecho, pero fue derribado por un diestro golpe de hacha, descargado por la mano de Thayendanegea, que le alcanzó en un lado de la cabeza. Yo me adelanté rápidamente y lo dejé fuera de combate de una bala en la cabeza. La bala que usaban los canadienses para cazar osos era muy pesada, pero los americanos de la frontera de Nueva York y Pensilvania usaban otra la mitad de ligera.
La muerte del oso causó gran satisfacción, y pronto fue desollado con cuchillos y cortado con hachas. Las partes más escogidas nos las llevamos, pero el resto lo dejamos allí. Yo noté que las garras, que son muy apreciadas como plato fino, habían sido abiertas con un cuchillo y colgadas en el respiradero de nuestra choza para que se secaran durante la noche. Más tarde, las comimos estofadas con carne de perro tierno, que es un plato tradicional en las grandes ocasiones, y que los europeos no deben despreciar.
Se dice que el oso, que no hace nunca acopio de provisiones y sin embargo está tan gordo cuando viene el deshielo en mayo como cuando comienza a dormirse el noviembre anterior, se nutre lamiendo sus propias zarpas grasientas; pero ésta es una historia improbable. Los entendidos en historia natural creen que el oso, interrumpiendo el proceso de sudoración cuando está en su estado letárgico, se ahorra esas pérdidas del organismo que otros animales, no dotados de esta facultad, reparan regularmente comiendo y bebiendo.
Cuando entramos en el territorio de los senecas, me quedé asombrado de la precisión con que los jóvenes de esta nación mataban pequeñas ardillas rojas o grandes ardillas negras, como las que todavía no se habían recogido para pasar el invierno, con sus largas cerbatanas hechas de caña. Las flechas no eran mucho más gruesas que un bordón de violín, con una pequeña cabeza de metal. Eran impulsadas por el tubo soplando éste con fuerza, y a quince metros estos tiradores no fallaban nunca, atravesando con ellas las cabezas de las ardillas. El efecto de estas armas era al principio como de magia: el tubo se colocaba ante la boca y un instante después la ardilla que saltaba sobre las ramas caía sin vida. Norteamérica es notable por su variedad de ardillas, entre las cuales hay muchas que hacen madrigueras y algunas que vuelan.
En una ocasión, cuando necesitábamos carne fresca, vimos unas cuantas ardillas en la copa de un árbol hueco; cortaron el tronco a golpes de hacha y mataban las ardillas cuando saltaban del árbol al caer éste derribado. Nos dijeron que tal práctica estaba permitida por el Gran Espíritu, pero no así el derribar un árbol para coger miel silvestre, lo cual traía mala suerte y producía la muerte.
Cazamos una gran variedad de animales —el ciervo, el caribú, el alce— y llegamos un día a una colonia de tutores, donde los indios, sin compasión hacia estas inofensivas y sociales criaturas, rompieron su dique y así les quitaron el agua del lago artificial que habían hecho en un arroyo, dejando secos sus habitáculos. Los castores, oyendo un ladrido junto al lago, trataron de escapar por la parte posterior de sus habitáculos, que conducía a los bosques, donde los indios los mataron. Los habitáculos, que eran como cabañas, estaban construidos sobre palos y divididos en compartimientos alfombrados con ramas de abeto, cada uno de ellos suficientemente grande para alojar un macho y una hembra. Había también provisiones en cada casa, proporcionaos al número de miembros que la había construido; se dice que cada miembro conoce su propia despensa y no roba nunca de la del vecino. Los compartimientos eran muy frescos y limpios. Los castores son animales grandes, que pesan de cuarenta a sesenta libras, con rabo plano y ovalado, cabeza semejante a la de las ratas, y patas cortas. La historia de cómo hunden los pilotes es extraña, pero verdadera. Cuatro o cinco de ellos cortan una estaca con los dientes y la afilan por un extremo; con las uñas de sus patas delanteras excavan un hoyo en el lecho de la corriente; con los dientes arriman la estaca contra la orilla; con las patas la levantan y la hunden en el hoyo; y con la cola le echan barro alrededor para asegurarla. Tejen también ramas entre las varias estacas o pilotes para darles firmeza.
Los indios no han considerado jamás, como hacen los ingleses, la conveniencia de separar una pareja de animales de ninguna clase para fines de cría; los han matado todos indiscriminadamente, así que muchos de los animales más raros, cuyas pieles son apreciadas, están en peligro de extinguirse. El animal más bello que he visto es el armiño; es semejante a la ardilla, de hermosa piel blanca y una mancha negra en el extremo de su larga y poblada cola. En verano, la punta de su cola permanece inalterable en su color; el resto de su piel se torna tan amarillo como el oro. Me mostraron las huellas de una marta, que parecían las pisadas de un animal grande, pero esto era producido por sus saltos al perseguir pequeños pájaros, imprimiendo las huellas de las dos patas a la vez.
Los indios concentraban sus mentes de tal modo en la caza, que apenas tenían tiempo para ningún otro tema de interés, aunque de vez en cuando me hacían preguntas sobre la vida en Europa. Yo me esforcé, a través de Thayendanegea, por presentar mi propia condición anterior y la de mis compatriotas en Irlanda, mucho más espléndida y próspera de lo que era. Mi padre, les dije (¡y Dios me perdone!), era un comerciante que poseía varios barcos y un gran almacén lleno de telas escarlatas, mosquetes, cuentas, calderos, compases y toda clase de objetos de utilidad. Diariamente sacaba un gran mapa del mundo y les decía a sus capitanes adonde debían llevar sus mercancías para venderlas.
Los indios no discutieron la primera parte de la historia, pero no creyeron lo del mapa, y Thayendanegea les informó que el dibujo de todo el mundo podía ser reducido al espacio de una simple hoja de papel. Sin embargo, jamás son tan poco delicados para llamar mentirosa a otra persona; dijeron:
—Pensamos, hermano, que tú mismo crees que eso es verdad, pero a nosotros nos parece tan improbable que el creerlo confundiría nuestras mentes sobre otros puntos del relato.
Yo llevaba conmigo, en una bolsa de seda impermeable, un mapa del río San Lorenzo y los grandes lagos. Ellos comprendían el principio del mapa, pues al dar direcciones a un viajero, con frecuencia trazaban en el suelo con un palo el curso de un río e indicaban los rasgos naturales de la zona circundante. Yo les mostré el arroyo Buffalo, a lo largo del cual viajábamos en aquel momento, y les señalé:
—He ahí las cataratas del Niágara, y ahí el lago Erie; si cruzáis el agua en este punto, en unos diez días llegaréis, en canoa, a Detroit, y hacia arriba hasta el lago Hurón.
Se quedaron fascinados y exclamaron asombrados:
—¡Wa-wa!
—Luego —dije—, si reducimos este mapa a la décima parte de su tamaño, las direcciones y formas siguen siendo las mismas, y hay lugar en el papel para mi patria, Irlanda, y para las tierras cálidas del sur, y para todo el resto del mundo.
Confesaron que se habían equivocado y me pidieron perdón; así que la mentira sobre mi padre, que yo les dije para realzar mi importancia ante ellos —pues ellos sienten gran desprecio por las personas indigentes y mal nacidas—, pasó como verdad evangélica.
Terry y yo estábamos en perfecta salud. Él tuvo disentería el tercer día, pero esto se curó pronto con una medicina que ellos le dieron, hecha con una especie de hongo que crece en el pino. Las mujeres indias son los médicos de la tribu y llevan bolsas de medicinas que contienen remedios herbáceos para las heridas, las picaduras de serpientes y las dolencias más comunes. Tan saludable es la sangre de estos indios (y puedo decir que tienen los mejores dientes y el aliento más limpio de cuantos conozco, mientras que el peor aliento y los peores dientes que conozco son los de los holandeses de Nueva York, que fuman cigarros puros), que se recobran rápidamente de los efectos de heridas que serían mortales para un europeo. Les hice muchas preguntas sobre el aspecto y las propiedades de estas hierbas, muchas de las cuales pude reconocer en su estado verde cuando volvió el verano, y las cuales añadí a mi farmacopea militar.
Cerca del lago Seneca se celebró una solemne conferencia de los jefes en un hermoso bosque de nogales blancos, en lo alto de una colina, donde se decidió apoyar la causa británica con todas las fuerzas. Cuando nos acercábamos a la aldea senecana de Buffalo, Terry fue herido accidentalmente en una pierna por una bala disparada como un feu de joie en señal de bienvenida. Permaneció allí, en la casa de Sembrador de Maíz, hasta recobrarse de su herida, para gran pesar mío. Terry tomó a una muchacha india por esposa, lo cual fue una acción desatinada de su parte, pues estas mujeres son notablemente fieles y él no podía esperar llevarla consigo al regresar al regimiento; la vida de la esposa de un soldado en un cuartel atestado sería la muerte para una muchacha acostumbrada a vivir en libertad en los bosques y los lagos. Sin embargo, ¿quién soy yo para juzgar a Terry? Pues al reanudar el viaje, caí en lo que mis lectores juzgarán un error todavía más grave.