A juzgar por los informes que nos llegaban, los ejércitos americanos eran una amalgama de hombres de lo más desordenado y fortuito. Eran susceptibles de ser impulsados a una acción valerosa y desesperada en defensa de sus hogares, pero se mostraban muy impacientes con la disciplina. Los oficiales de los regimientos eran con frecuencia los criados, no los amos, de los soldados; y se distinguían por su obsequiosidad y su buen humor más que por sus cualidades militares; también estaban siempre peleándose sobre quién debía ocupar un puesto más elevado. Todos reímos de buena gana ante un informe que nuestro comunicante, un voluntario americano del servicio de transportes, juró era cierto, sobre un capitán de Connecticut que había afeitado a uno de los soldados por dinero, y otro que fue destituido por robar y vender las mantas de sus soldados, cosa que hizo como venganza porque ellos ¡le habían obligado a poner su paga en el fondo común! Sin embargo, uno de nuestros soldados que había servido en 1762 en la península española me dijo que esto mismo se conocía en Europa: en Lisboa, un oficial portugués completaba su exigua paga haciendo trajes y remendando zapatos a domicilio, mientras su esposa lavaba ropa; y mientras montaba guardia a las puertas del Palacio Real de Lisboa, pedía limosnas a los transeúntes. Sin embargo, dijo nuestro hombre, el servicio militar portugués jamás había sufrido del espíritu de insubordinación que reinaba en el americano. Allí era tan fuerte que, como sabemos ahora, el general Philip Schuyler renunció al mando antes que verse obligado a «persuadir y aun a mentir para poder llevar a cabo su misión»; y el general Montgomery había informado en más de una ocasión a sus oficiales que si no obedecían sus órdenes abandonarían el servicio y los dejaría para que se degollaran mutuamente a su gusto. El propio general Washington declaró que de haber visto antes lo que ahora tenía delante, ninguna consideración en la tierra le hubiera movido a aceptar el mando supremo; pues la disciplina era imposible mientras los soldados se consideraban iguales a sus oficiales y los trataran como a escobas. Estos tres eran generales al modo aristocrático, y tropezaron con grandes dificultades en sus esfuerzos por mejorar la eficacia de las fuerzas de combate; y las dificultades venían de dos o tres colegas de humilde cuna que habían obtenido el rango de generales, no por su talento o por su probada experiencia militar, sino por su reconocido e inveterado rencor contra los ingleses y su habilidad para congraciarse con los miembros del Congreso. El general Washington se ganó muchos enemigos en el Congreso por su ingenua proposición de que a los caballeros y los hombres de carácter se les debía dar preferencia en la distribución de cargos.
La extensión del servicio fijada por varias asambleas provinciales para sus milicias variaba mucho, pero más de un año no se les exigía nunca. Los voluntarios podían alistarse para servir por seis meses o un año, por seis semanas o por cuatro semanas, o por el tiempo que quisieran. Un miliciano podía comprar un sustituto y muchos lo hacían, tomándolos de la hez de la población; el ejército americano contenía muchos rufianes así alquilados, reos desterrados y otros elementos similares, pan quien los treinta y nueve latigazos eran un pobre castigo: después de recibirlos, se hubieran ofrecido para aguantarlos de nuevo por un poco de dinero o una pinta de ron. Estos regimientos fluctuaban continuamente entre el campamento y la granja. Se daba el caso de que un soldado anunciaba a su capitán: «Escucha, vecino Hezekiah, mi mujer me ha escrito y me dice que tiene sólo a un negro y mi muchacho en la finca, ya que el bracero fue llamado a servicio. Ella tiene aún la tierra por labrar para la cosecha de invierno, y diez cargas de heno por recoger. Dentro de diez días estará dando a luz, y mi hija mayor está enferma de fiebres. Creo que debo ponerme en camino para Waterbury mañana mismo, haya o no batalla.» Cuando se iba, se llevaba su arma y la pólvora y la munición que le habían dado, y rara vez regresaba. Los hombres de Connecticut eran los peores en este sentido; pero los recios hombres de Virginia acusaban en general a los de Nueva Inglaterra de «tener un ardiente deseo de hacerse héroes junto a la chimenea».
Cuando nosotros, los ingleses, nos alistamos, sabemos qué debemos esperar de la vida del soldado; pero entre los americanos, el motivo de la Libertad que incitó al hombre pacífico a tomar las armas con frecuencia era insuficiente para nutrirlo como soldado. Se dice que Washington escribió al Congreso por este mismo tiempo diciendo: «Hombres sacados de los tiernos escenarios de la vida doméstica, no acostumbrados al fragor de las armas, y totalmente desconocedores de toda clase de instrucción militar, son tímidos y propensos a escapar de su propia sobra. El súbito cambio en su modo de vida, particularmente en su alojamiento, les produce a muchos enfermedades, impaciencia a todos, y tan indomable deseo de volver a sus respectivas casas, que no sólo se producen vergonzosas deserciones entre ellos mismos, sino que infunden igual espíritu a los otros.»
Había entre ellos gran escasez de armas y municiones, el servicio de intendencia era irregular y los hombres con frecuencia padecían hambre; pues el Congreso tenía poca autoridad y sólo podía pedir, no obligar, a los estados de la nueva Unión a proporcionar raciones para las tropas estacionadas en su terreno. Gran cantidad de harina y carne se perdía por descuido en el transporte; por ejemplo, los carreteros que llevaban barriles de carne de cerdo en salmuera los perforaban y dejaban escapar el líquido a fin de aligerar el peso, de manera que la carne estaba podrida antes de que fuera entregada.
Había muchas peleas y rivalidades entre los regimientos enviados de diferentes partes de América. Los buckskins del sur renegaban contra los «malditos yanquis» del norte, y los yanquis contra los «arrogantes buckskins»; pero estos enemigos se sumaban en su aversión contra el pueblo de las provincias del centro que le parecían gente conservadora y partidaria de los ingleses. Cómo consiguieron llevar la guerra adelante hasta la victoria es un misterio permanente para todos nosotros, a pesar de los crasos errores y las traiciones de nuestros compatriotas en Inglaterra y la ayuda que los franceses, los holandeses y los españoles les prestaron después.
Mientras nosotros completábamos nuestra flota, los americanos que estaban al pie del lago intentaban reforzar la suya; aunque además de todos los inconvenientes enumerados más arriba, la continuación de la viruela entre ellos, la creciente insalubridad de la estación y la falta completa de toda comodidad y de toda cosa necesaria les hacía casi imposible mantener su terreno. En Crown Point se cavaba diariamente un promedio de treinta nuevas fosas. De no haber sido por la temeridad y el indomable espíritu del brigadier general Benedict Arnold, su comandante, estaban ya vencidos. El general Arnold, que tenía una considerable experiencia marítima de sus viajes mercantes a las Antillas, pidió al Congreso trescientos carpinteros navales para ayudar a sus soldados a construir treinta góndolas y galeras de remos, para reforzar las tres goletas y la chalupa que estaban ya a su mando. Las góndolas eran una especie de bateau largo, tripulado por cuarenta y cinco hombres; las galeras de remos eran de quilla y llevaban vela, con una tripulación de ochenta hombres, y eran más rápidas y manejables que las góndolas en aguas profundas. Arnold deseaba también construir una fragata de treinta y seis cañones, pero no llegaron carpinteros en el número que él esperaba. A fines de septiembre, cuando estábamos listos con nuestra flota, los barcos americanos recién construidos sumaban sólo cuatro galeras y ocho góndolas. Éstas, sin embargo, no eran embarcaciones despreciables ya que iban bien provistas de cañones. Su flota podía dirigir en cualquier momento treinta y dos de sus ochenta y cuatro piezas contra un objetivo; la nuestra disponía sólo de cuarenta y dos cañones en total, si no cuento el Thunderer y nuestra única góndola, pues ambos resultaron inmanejables. Nuestra ventaja residía en la fragata Inflexible, que era mejor que ninguna de sus naves, y en nuestra tripulación. Pues no sólo se ofrecieron para prestar servicio en el lago los oficiales navales del escuadrón naval de Quebec, sino que habían venido también doscientos marineros de los transportes. La flota de Arnold estaba tripulada por hombres de tierra adentro, ya que los trescientos marineros que esperaban de Marblehead no llegaron hasta después del combate.
El 4 de octubre, nuestro pequeño escuadrón partió al mando del capitán Pringle, con el general Carleton a bordo de la goleta Maria, nuestra capitana. Ese mismo día mi compañía, con el resto de la infantería, recibió órdenes de coger provisiones para una semana y avanzar por la orilla occidental del lago, con una cortina de exploradores indios para protegernos. Hicimos esto, y forzamos la marcha para avanzar al compás de la flota. Los bosques eran muy densos, y debido a los pantanos y otros obstáculos no pudimos hacer más de siete kilómetros por día antes de detenernos a acampar por la noche. El general Carleton había esperado encontrar al enemigo en la parte oriental del lago, y en consecuencia no teníamos esperanza de presenciar una batalla naval. Sin embargo, tuvimos la suerte de avistar la isla de Valcour, a unos sesenta y cinco kilómetros de distancia, en el momento en que la flota del general Arnold, que estaba al abrigo de una pequeña bahía a la vista de la orilla, a un kilómetro de distancia de nosotros, fue atacada por nuestros barcos. Valcour tenía tres kilómetros de largo y altos riscos. Había muchos indios en ella que eran amigos nuestros. Los americanos estaban en apretada formación de media luna. Estaban de tal modo dispuestos, que pocos barcos podían atacarlos al mismo tiempo, y éstos hubieran estado expuestos al fuego de toda la flota. Nuestros barcos, impulsados por un fuerte viento del noroeste, habían pasado la isla antes de descubrir al enemigo, y tenían la desventaja de atacar por sotavento.
Nosotros presenciamos toda la batalla, tomando posición en la orilla, cada compañía cavando sus propias trincheras, desde detrás de las cuales pudiera impedir el desembarco de los americanos si eran obligados a ir a tierra por los cañones de nuestros barcos. Era una tremenda y gloriosa visión. Un poco antes de mediodía, la capitana de Arnold, la goleta Royal Savage, y cuatro galeras comenzaron a avanzar. Corrieron hacia abajo con el viento contra la fragata Inflexible mientras ésta se aproximaba lentamente a sotavento de la isla. Pero el Royal Savage fue mal gobernado y cayó a sotavento, quedando sin apoyo bajo el fuego del Inflexible, que encabezaba nuestra línea. Tres fuertes descargas lo alcanzaron cuando corría hacia la orilla en el punto sur de la isla, donde un gran número de nuestros cañoneros se acercaron entonces y la silenciaron desde corta distancia. Uno de ellos fue hundido. Como irlandés, me sentí orgulloso al saber, observando este combate, que los que servían en los cañoneros eran reclutas de la Artillería Irlandesa de Chapelizod. El general Arnold abandonó el barco y se trasladó con su bandera a la galera Congress, donde por falta de artilleros instruidos se vio obligado a apuntar y disparar él mismo los cañones, pasando rápidamente de uno a otro, como un pirotécnico prendiendo los fuegos artificiales en el aniversario del rey.
El Inflexible no pudo avanzar porque el viento soplaba del norte, pero la goleta Carleton, que le seguía, cogió una ráfaga de las colinas que la llevó casi hasta en medio de la flota americana. Intrépidamente, su comandante mandó anclar con el cabo de bandeo, es decir, soltando el ancla por un lado de popa con un cabo, tirando del cual era posible disparar hacia el enemigo desde babor y desde estribor alternativamente. Allí hizo grandes estragos entre los americanos, hundiendo una góndola, pero también ella sufrió daños muy graves. La mitad de su tripulación resultó muerta o herida, su comandante perdió el sentido, otro oficial perdió un brazo y sólo Mr. Edward Pellew, un muchacho de diecinueve años, permaneció apto para el servicio. (Más tarde había de ser el almirante sir Edward Pellew, ahora comandante en jefe de nuestras fuerzas en el Mediterráneo, y el más famoso de nuestros capitanes de fragata en las guerras francesas.) Habiéndose roto el cabo, la goleta Carleton se volvió de popa hacia el enemigo y su fuego fue silenciado. El capitán Pringle de la Maria le hizo señales para que se retirara, pero no podía, y fueron dos cañoneros a remolcarla. Su casco había sido perforado en muchos lugares y tenía dos pies de agua en la bodega. En tanto, el comandante de nuestro Thunderer, no pudiendo entrar en acción, fue en un bote a bordo del Royal Savage y volvió sus cañones contra las dos mayores galeras enemigas, el Congress y el Washington, que devolvieron el fuego.
El ruido de los cañones era tremendo y resonaba a través del agua entre las rocas y los bosques. Nuestros hombres suspendieron el fuego, pues el enemigo estaba fuera del alcance de los proyectiles; pero los indios, que habían acudido al oír el ruido y danzaban dando alaridos, hicieron muchos disparos inútiles a través del estrecho. Nosotros distinguimos también fuego de mosquetería desde los riscos de Valcour, donde un gran número de indios se hallaba congregado. Dos botes enemigos se precipitaron hacia el Royal Savage en un intento por abordarlo, pero los nuestros le prendieron fuego a tiempo, y antes de que el grupo de abordaje pudiera llegar, estaba en llamas y pronto estalló con un tremendo rugido.
Hubo una tregua en el combate, de la cual nos aprovechamos para comer nuestra galleta y carne salada, y algunos dormimos un rato. Según avanzaba la tarde, la brisa cambió de dirección, y para nuestra gran satisfacción vimos el Inflexible avanzar estrecho arriba, seguido por el Maria. Hacia el anochecer había llegado a tiro de cañón del escuadrón americano, y con fuertes andanadas de costado silenció toda la línea.
Se estaba haciendo demasiado oscuro para distinguir amigo de enemigo, y para evitar ser abordado, el Inflexible retrocedió; entonces todo el escuadrón ancló formando una línea a través del estrecho. Los americanos habían sufrido grandes pérdidas. Dos góndolas y la galera Congress habían sido seriamente averiadas, y la mayoría de sus oficiales habían muerto o estaban heridos, y habían agotado casi todas sus municiones. Nosotros teníamos órdenes de vigilar toda la noche, por temor a que los americanos intentaran desembarcar en nuestra costa; pues ésa parecía su única esperanza de escape en esta crítica situación. La brisa amainó y una densa niebla cubrió el lago. Pasamos mucho frío aquella noche y nos apretamos en tomo a nuestras hogueras.
Cuando hacia las ocho de la mañana se levantó viento del sur y aclaró la visibilidad, nos sorprendió descubrir que los americanos se habían ido. El general Arnold había conseguido retirar su flota protegido por la niebla y la extrema oscuridad de la noche. Habían partido sigilosamente en «fila india», a través de una abertura en la línea inglesa, cada uno con una linterna sorda en la popa para guiar al que le seguía. El Congress iba al final de la columna, pues Arnold era siempre de los últimos en cualquier retirada. Tres meses antes había sido el último hombre en salir de Canadá, en la retirada, volviendo a caballo a ver nuestra vanguardia y escapando con dificultad de ser apresado por nuestra infantería ligera. Por su cara de pájaro, sus ojos coléricos y su elevada ambición los indios le llamaban Águila Negra.
El general Carleton se indignó al ver que su presa se le había escapado, y se apresuró tanto en lanzarse a la persecución, que partió sin dejarnos órdenes; así que nos mantuvimos en nuestros puestos durante otro día, pero enviamos nuestros exploradores al norte y al sur. Aquella tarde regresó el general Carleton, creyendo que los americanos se habían ido lago arriba, después de todo; pero nosotros le comunicamos que, según nos habían informado los indios, los barcos americanos se habían escondido detrás de la isla Schuyler, trece kilómetros más abajo; les faltaban dos góndolas, que no habían podido ser reparadas y las habían echado a pique.
El viento había cambiado de dirección ahora y soplaba lago arriba. Impedía la retirada de los americanos hacia Crown Point, y también nuestra persecución. Sus seis góndolas restantes eran lentas y retrasaban al resto de la flota, así que aunque tenían una ventaja de veinticinco kilómetros, desde el momento en que el general Carleton se puso de nuevo a perseguirlas, tenía esperanzas de alcanzarlos. Nuestras órdenes eran continuar lago abajo al amanecer. No podíamos movernos con suficiente rapidez para estar presentes en la próxima batalla. Ésta tuvo lugar a mediodía, el 13 de octubre, en los estrechos inferiores del lago en un lugar conocido como Roca Partida, a unos dieciocho kilómetros sobre Crown Point y cuarenta de la isla Valcour. El viento era ahora del nordeste. Aquí, la goleta Maria, con el Inflexible y el Carleton a popa y a corta distancia, habiéndose adelantado mucho a nuestros cañoneros y el resto de la flota, entabló combate con los americanos. Roca Partida era un estrecho entre dos rocas, sólo suficientemente ancho para poder pasar nuestros buques mayores, y con una corriente muy rápida. La acción duró dos horas; nosotros oímos el rugir de los cañones arrastrado por el viento, y apretamos el paso, aunque sabíamos que era inútil.
Nuestros barcos salieron victoriosos; pero el general Arnold, librando un combate de contención, consiguió salvar parte de su flota, que se componía de dos goletas, la chalupa, dos galeras y una góndola. Pero la galera Washington atacó al principio de la acción y fue tomada con un general a bordo, el segundo de Arnold; y en cuanto a la galera Congress y las otras cuatro góndolas, se perdieron. Por órdenes del general Arnold fueron remolcadas a barlovento donde los nuestros no podían seguirlas salvo en pequeños botes, y luego llevadas a una caleta a dieciséis kilómetros de Crown Point, pero en la orilla opuesta a la nuestra, y allí vararon y se les prendió fuego.
Como de costumbre, el general Arnold fue el último en abandonar el lugar del peligro. Permaneció a bordo del Congress hasta que las llamas lo tenían casi envuelto; luego gateó por el bauprés y saltó a la playa. Él y sus hombres volvieron a aparecer, a salvo, a través de los bosques, frente a Crown Point, después de sostener escaramuzas con los indios; luego vio una gran humareda a través del agua y se enteró de que los americanos, tras oír el rugir de los cañones lago arriba, habían enviado inmediatamente fuera de Crown Point a sus enfermos y su equipaje, prendiendo fuego a todos los edificios, y retirándose hacia la fortaleza de Ticonderoga. Así que el general Arnold se fue también hacia allí. Ticonderoga estaba a veinticinco kilómetros de Crown Point, y sus nuevas fortificaciones tenían fama de ser muy resistentes: habían sido construidas para los americanos por un ingeniero polaco que después se hizo famoso en otros campos de acción: el patriota Thaddeus Kosciusko.
Tardamos tres días en reunimos con el general Carleton, que había desembarcado en Crown Point, y cuatro días más tarde en aparecer el cuerpo principal de nuestro ejército, transportado en una flota de bateaux. Mientras tanto, acampamos en un lugar llamado Button-Mould Bay, por su abundancia de piedras, arrojadas a las orillas, que tenían la forma exacta de botones. Donde no se podían conseguir botones de madera o de asta, estas piedrecitas resultaban excelentes sustitutos. Cuando el ejército llegó a tierra, continuamos hacia Ticonderoga, con nuestras compañías de infantería ligera a la cabeza como de costumbre, en dos columnas, una a cada lado del lago. Algunos de nuestros barcos se aproximaron a tiro de cañón de las obras del enemigo, pero no se lanzó el ataque. El general Carleton juzgó que el año estaba demasiado avanzado para continuar la campaña, aun cuando pudiéramos reducir rápidamente Ticonderoga, lo cual parecía dudoso. La intención había sido proseguir hasta llegar al corazón del estado de Nueva York y tomar la ciudad de Albany sobre el río Hudson, donde había una importante fábrica de armas. El general Carleton previo que las comunicaciones con nuestra base en Canadá serían largas y difíciles, y ahora que los americanos habían recogido sus cosechas, grandes fuerzas de colonos de la frontera y milicianos de toda Nueva Inglaterra estarían libres para hostigarnos por todas partes. No era tarea pequeña conducir un ejército, de fuerza inferior al enemigo, a través de ciento sesenta kilómetros de bosque enmarañado en el invierno americano. El viejo general Phillips, de la artillería, era partidario de asaltar las defensas de Ticonderoga, que juró eran fáciles de tomar, y pasar el invierno allí. El general Phillips había alcanzado mucha gloria en la batalla de Minden, avanzando sus cañones para hostigar a los franceses, ya quebrantados; el general Riedesel, que también había estado presente en esta batalla, al servicio del príncipe Fernando de Brunswick, convino con él en que los reductos del enemigo eran más pretenciosos que fuertes. Pero el general Carleton no cedió en este punto. «Dejemos a los americanos a sus anchas —dijo— y se destruirán a sí mismos más eficazmente de lo que podríamos hacer nosotros, si los acontecimientos del año pasado han sido una indicación de su calidad como soldados.»
El último día de octubre fuimos retirados lago arriba, en bateaux, para gran alivio de los americanos.
Los colonos estaban ahora en camino de perder la guerra, en gran parte por su tendencia común a anteponer el deseo de la irresponsabilidad personal al ideal de la independencia nacional. Boston había sido abandonada por nosotros, pero Nueva York y los puertos marítimos de Nueva Jersey estaban ocupados por fuerzas muy considerables. El general Howe había derrotado al ejército del general Washington en varias batallas y, antes de que terminara el año, le obligó a cruzar el río Delaware hacia Pensilvania. Además, habíamos ocupado Rhode Island, más de doscientos kilómetros costa arriba hacia Boston, y en el año siguiente se haría un ataque convergente y simultáneo contra los revolucionarios por tres ejércitos: el nuestro desde el norte, por la vía de los lagos; el ejército de Nueva York desde el sur, por el valle del Hudson; y otro ejército desde el este, con Newport, Rhode Island, como base, marchando a través de Massachusetts. El rey había visto muy cuerdamente que el combustible de la rebelión estaba en las provincias del norte. Si la conflagración podía ser sofocada allí, moriría en todas partes por falta de alimento. El sur era bosque verde, difícil de arder, y las provincias del centro era paja mojada. Desdichada y vergonzosamente, sin embargo, este plan de campaña, que era un secreto ministerial, fue revelado a los miembros de la oposición en Inglaterra, y publicado por ellos en los periódicos, ejemplares de los cuales llegaron a América. El enemigo fue así advertido con muchos meses de anticipación.
Nuestro regreso lago arriba hacia Canadá se realizó sin ningún contratiempo, y las bellezas de la naturaleza que se abrían ante nosotros parecían más fascinantes ahora que, al menos por algunos meses, el horrendo espíritu de la guerra no tenía por qué interponerse. Los tonos otoñales de los bosques eran indescriptibles, por su variedad, y ofrecían infinitamente más satisfacción que cuando todo era uniformemente verde. Ocasos y arcos iris parecían caídos sobre los bosques. Los brillantes rojos y amarillos que se mezclaban con el verde oscuro de los pinos y las sombras de las rocas, según avanzábamos entre las islas, se reflejaban en las plácidas aguas azules del lago. En algunos puntos las montañas estaban como en llamas, y sin embargo «como la zarza ardiendo que asombró a Moisés, no se consumen», observó el sargento Fitzpatrick.
Yo había traído un hilo de pescar y me divertí poniendo carnada a un anzuelo con una hilacha de carne de la ración y viendo si podía sacar algo. Una mañana noté que picaban; tiré del hilo y saqué un extraño pez oscuro con cuernos, semejante a una babosa pero con cara de gato. Mientras estaba forcejeando en el fondo del bote, observé que el pez podía estirar y recoger los cuernos a voluntad. Tuve la curiosidad de tocarle uno de ellos para ver si los recogía completamente en el interior de la cabeza, pero fui castigado con una sensación de entumecimiento que me subió por el brazo, la cual durante todo el día me causó tanto dolor que no pude hacer nada. El teniente Sweetenham me explicó que los cuernos de este bicho, que se llamaba pez-gato, estaban naturalmente cargados con el fuego eléctrico o principio que el célebre doctor Franklin atrajo del cielo con el hilo de una cometa. Su carne resultó grasa y viscosa, semejante a la de la anguila común; las aletas eran huesudas y fuertes.
El 2 de noviembre desembarcamos nuevamente en St. John y caminamos durante dos días a través de los bosques hasta que llegamos a Montreal, la primera ciudad interior del continente americano. Estaba construida sobre una isla de cuarenta kilómetros de largo y unos veinte de ancho, formada por la bifurcación del río San Lorenzo, y contenía dos grandes montañas. El Noveno sería alojado en la isla de Jesús, que era una isla dentro de esta otra isla, de unos cuatro kilómetros de largo y un poco menos de ancho entre dos abras del río. La isla de Jesús no tenía bosques pero sí una iglesia y cierto número de casas de labor, así como los barracones levantados para nuestro acomodo, y nos ofreció un lugar de reposo muy agradable después de nuestras fatigas del verano. Las tropas rara vez recibían permiso para visitar Montreal, pero un día el teniente Kemmis nos llevó hasta la cima de la montaña más alta de la isla de Montreal a fin de disfrutar de lo que él describió como la más sublime vista de toda Norteamérica.
Éste fue un viaje muy fatigoso, pues no había sendero regular alguno, y nosotros íbamos en orden de marcha para los ejercicios; pero hasta los más refunfuñones de nuestra compañía confesaron, cuando hubimos llegado a la cima y comido y bebido lo que llevamos con nosotros, que la perspectiva compensaba de sobra las fatigas. Un vasto y colorido mar de bosques se extendía ante nosotros, a través del cual serpeaba la gigantesca corriente del río San Lorenzo. Muy abajo, se divisaba la ciudad de Montreal bajo la luz del sol. Formaba un estrecho parche oblongo, sobre una loma baja, paralela al río, descendiendo hasta la orilla del agua y dividida por calles regulares y bien formadas. Todas o casi todas las casas estaban pintadas de blanco. Una alta muralla de piedra rodeaba la ciudad, que consistía en cortinas y bastiones; y más allá, salvo en el lado del río, había una zanja seca y una especie de explanada dominada por un parapeto con troneras para la mosquetería. Estas defensas no eran fuertes, y habían sido levantadas por los franceses hacía mucho tiempo, como protección contra los indios armados de arcos y flechas, más que contra un enemigo europeo. La ciudad estaba de tal modo situada, que no se podían levantar obras de fortificación con que resistir un asedio regular, pues estaba dominada por muchas elevaciones próximas a ella. Había numerosas casas elegantes en las afueras, pero éstas no recogían el sol tan bellamente como las de la ciudad, que estaban cubiertas con planchas de latón en vez de tablas, por temor al fuego. Los incendios, debidos a la afición a las estufas que se mantenían encendidas toda la noche, habían destruido la ciudad con tanta frecuencia, que ahora estaba construida toda de piedra con persianas de metal en las puertas y ventanas; éstas, cuando se caminaba por la calle después del anochecer, daban la sensación de ser prisiones. Levantamos los ojos y miramos hacia el sureste a través del río, hacia las distantes colinas de Chambly; más allá de ellas, las Green Mountains de Vermont, a unos cien kilómetros de distancia, con nieve en la cima: la residencia de nuestros amigos.
Nuestro guía, que hablaba inglés, nos advirtió que tuviéramos cuidado con las serpientes, que abundaban en estos bosques, pero confesó que huían asustadas al notar los pasos de la tropa y no picarían salvo que fueran sorprendidas por una sola persona que se aproximara en mocasines. Sólo la culebra copperhead era tan torpe y apática que no se movería del sendero aunque se acercara un elefante, pero infaliblemente le mordería al pasar. Puedo añadir, sin embargo, que ningún elefante había visitado todavía el continente americano; sólo algunos años después de la revolución llevaron allí algunos para exhibirlos.
Este guía nos habló mucho sobre serpientes: la serpiente de cascabel, cuya piel, cuando el animal está colérico, presenta tintes muy bellos y adquiere un nuevo cascabel en su cola por cada año de su dañina vida. Más tarde, vi dos o tres escabullándose y huyendo de mí en los bosques. Esta criatura es de color amarillo verdoso, tan gruesa como la muñeca de un hombre y de unos cuatro pies de largo. Los indios estiman su carne como más blanca y más delicada que el mejor pescado. La piel que suelta, quemada, pulverizada y tomada con aguardiente, es el mejor específico que se conoce contra el reumatismo.
El guía nos contó una deplorable historia de un labrador americano de Minisink que un día salió a segar con sus negros, llevando botas como precaución contra la picadura de las serpientes. Inadvertidamente pisó una serpiente, que al instante atacó sus piernas, pero, al recogerse para renovar su ataque, uno de sus negros la cortó en dos con su hoz. Continuaron su trabajo durante todo el día, y regresaron a casa a la puesta del sol. Poco después se sintió atacado por un extraño dolor de estómago. Se hinchó y murió antes de que fuera posible conseguir un médico. Unos días después de su muerte, su hijo se puso las mismas botas, y fue también a trabajar en la pradera. Por la noche se las quitó y se fue a la cama, experimentando los mismos sufrimientos que su padre. Un poco antes de morir llegó un médico, pero no pudiendo diagnosticar la causa de tan singular enfermedad, dictaminó que los dos habían muerto por un acto de brujería. Unas semanas después, la viuda vendió todos los bienes muebles en beneficio del hijo menor, y arrendó la finca. Uno de los vecinos compró las botas, se las puso y cayó enfermo de la misma manera que los otros dos. Pero la esposa de este hombre, alarmada por lo que le había ocurrido a la otra familia, envió a uno de sus negros en busca de un médico eminente que, habiendo oído hablar, afortunadamente, de tan terrible acontecimiento, adivinó la causa y aplicó las medicinas que permitieron que el hombre se recuperara. Las botas fatales fueron entonces cuidadosamente examinadas, y se halló que los dos aguijones de la culebra habían quedado en el cuero, después de haber sido arrancados de su lugar por la fuerza con que la serpiente había retirado la cabeza. Las vesículas, que contenían el veneno, y varios nervios pequeños estaban todavía frescos y adheridos a la bota. El infortunado padre y su hijo habían sido envenenados al llevar esta bota, ya que al hacerlo se rascaron imperceptiblemente la pierna con las púas, por cuyo conducto pasó el asombroso veneno.
El mejor específico contra la picadura de la serpiente de cascabel es el jugo de una especie de hoja de plátano: fue accidentalmente descubierto por un negro de Virginia, que desesperadamente frotó esa hoja contra su pierna para aliviar el dolor de una picadura. El negro no sólo se recobró del envenenamiento, sino que fue libertado por su amo como recompensa por su servicio a la humanidad.
El mismo guía nos habló también de una pequeña serpiente manchada que emite un sonido sibilante y brilla con una variedad de colores cuando está colérica: al mismo tiempo emite por la boca un aire sutil y nauseabundo que si alguien lo respira está perdido, pues no hay remedio contra él. Probó todavía más nuestra credulidad con una historia sobre la llamada serpiente de látigo que, según dijo, persigue al ganado por bosques y praderas, fustigándolo con el rabo, hasta que vencidas por la fatiga las reses se dejan caer al suelo, donde la serpiente hace presa de su carne. Acaso fuese cierto, pero no pudimos aceptar su relato sobre la serpiente de aro, que introduce la punta de la cola en la cavidad de la boca, donde es apresada fuertemente por una especie de pasador, y luego rueda como el aro con que juegan los niños, y con tal velocidad que ningún hombre o animal puede escapar a sus devoradoras quijadas.
Hubo un silencio que duró unos momentos después de esta historia, silencio que Johnny Maguire el Loco tuvo el privilegio de romper, ya que era el más antiguo soldado entre nosotros:
—¡Oh! —dijo—, extraño monstruo debe de ser ése, ya que nadie ha podido escapar jamás de él para referir tan sensata historia respecto de sus costumbres. Pero eso no es nada comparado con las serpientes de Killaloo que san Patricio expulsó de mi país la primera vez que fue allí. Ésas sí eran serpientes. Se enroscaban a los cañones de los rifles y con la cola podían cargarlos y dispararlos. Pero el santo rezó y agitó su báculo contra ellas, y les dijo que se fueran antes del próximo domingo, y se fueron aullando. La prueba de que no estoy bromeando es que no ha quedado un espécimen de esta raza en las costas de Irlanda. ¡Dios quiera que no hayan tomado el barco para Canadá!