En el diario de acontecimientos que llevé durante esta campaña del norte hay una laguna entre el 26 de junio de 1776 y el último día de septiembre del mismo año. Estos tres meses figuran entre los más activos y felices de mi vida. En compañía del resto del ejército al mando del general sir Guy Carleton estuve ocupado en la construcción de barcos. Como he observado ya anteriormente, se necesitaban barcos en el lago Champlain para oponerlos a la flota americana que ahora navegaba por sus aguas impidiendo nuestro avance, pues a ambos lados del lago la selva virgen presentaba una barrera impenetrable a la invasión. Sir Guy había mandado a buscar apresuradamente a Inglaterra un número de cañones desmontados. Éstos podían ser reconstruidos en el astillero de St. John que está, como he dicho, bastante más arriba de los rápidos de Chambly y que impedían la navegación directa entre el lago Chambly y el río San Lorenzo. Había un barco de ciento ochenta toneladas, el Inflexible, en construcción en Quebec; sir Guy ordenó que se desmontara y subiera por piezas, en bateaux río arriba, junto con los carpinteros que se habían ocupado de su construcción: sería terminado también en el astillero de St. John. El Inflexible llevaba dieciocho cañones de doce libras. Dos goletas estaban en Montreal, la Maria, armada con catorce cañones de seis libras, y el Carleton, con doce. Éstas fueron enviadas inmediatamente a Chambly y, en vez de llevarlas por piezas, el teniente de marina que mandaba el Inflexible propuso que fueran trasladadas por tierra, sobre un armazón, hasta St. John; y que se ordenara a las tropas construir un camino para ellos. El general Carleton aceptó y pusimos mano a la obra.
Era éste un trabajo lento y tedioso, pues significaba derribar miles de árboles, rebajar los tocones y tirar de los barcos por medio de cabos fijados a garruchas cada veinte metros. Nuestros hombres perdieron mucho peso sudando, y mucha piel de las manos; pero este rudo trabajo fue en conjunto beneficioso para su salud, como la copiosa ración de cerveza de abeto que ahora se nos servía a todos como prevención contra el escorbuto, pues nos sustentábamos de nuevo principalmente a base de carne salada y galleta. Al cabo de una semana, a pesar de nuestros esfuerzos, no habíamos adelantado la Maria más de un kilómetro. El general, comprendiendo que este modo de transporte llevaría más tiempo que el otro, ordenó que las dos goletas se desmontaran y se reconstruyeran en St. John de la misma manera que el Inflexible y los cañoneros. Algunos de nosotros fuimos entonces empleados en el arrastre de doscientos bateaux cargados por los rápidos de Chambly, lo que exigía un esfuerzo casi increíble; otros, en la cordelería de St. John, haciendo aparejos; otros, ayudando a los marineros a mejorar los astilleros, reconstruir las goletas y los cañoneros (cada uno de los cuales llevaba una pieza de campaña de bronce, variando su calibre, desde los de nueve a los de veinte libras), y a construir, además del Inflexible, una balsa de fondo plano para montar doce cañones y un número de obuses, y también una góndola con siete cañones de nueve libras, numerosos botes largos e incluso toda una flota de bateaux.
Mi compañía fue empleada primero en un puesto avanzado, cinco kilómetros al interior de la selva desde St. John, donde ocupamos un fortín protegidos por una cortina de exploradores indios. Era un terreno muy agradable. Así como los otros árboles canadienses ya mencionados, el abedul del papel crecía en abundancia en derredor, al igual que aquel rico arbusto que se llama aralia, con numerosas flores y una intensa fragancia; y también uva espina, madreselva y fresas en abundancia. Luego nos hicieron construir los barracones para las tropas y los artífices. Los fortines americanos no variaban nunca de plano. Eran construidos con maderos bastante pulidos, colocados uno sobre otro. Cada listón de madera en el techo o las paredes estaba de tal modo articulado que era independiente del que le seguía; así que si una pieza de artillería explotaba sobre la casa, sólo la parte que era tocada por el proyectil se desprendía; aunque la mitad de la construcción fuera destruida, la otra seguía firme. Había dos pisos, un desván y una chimenea de ladrillo o piedra labrada; el piso superior, al que se llegaba por una escalera de mano, se proyectaba dos o tres pisos más allá de las paredes del inferior. Cada uno de estos pisos estaba provisto de un par de piezas de cañón, y cuatro portas, a fin de que el cañón pudiera ser dirigido en cualquier dirección para resistir un ataque. Había también troneras en las paredes para fuego de mosquete, y agujeros en el piso superior: en la parte sobresaliente para disparar hacia abajo si el enemigo intentaba asaltar la parte inferior, y en el centro por si conseguía entrar. Cada fortín servía para alojar a cien hombres, y había un apartamento en el piso superior para los oficiales. Como protección contra las condiciones atmosféricas, los intersticios de la madera eran rellenados con barro, y en invierno resultaba bastante abrigado si las dos chimeneas estaban bien abastecidas de combustible. El fortín era una fuerte defensa, salvo que el enemigo consiguiera prenderle fuego con bombas incendiarias, especialmente cuando estaban colocados en el claro de una loma, como el nuestro. Los barracones que construimos eran rústicos, de maderos sin pulir, pero suficientes para nuestro propósito; no esperábamos necesitarlos por mucho tiempo. Algunos de nuestros hombres se hicieron diestros en el uso del hacha, aunque hubieran necesitado años para llegar a igualar en pericia a los canadienses o a nuestros enemigos americanos.
Uno de los pocos días en que tuve una hora libre y visité el astillero, hallé que las dos goletas, la Maria y el Carleton, habían sido reconstruidas en sólo diez días; pero aun este prodigio fue superado por la construcción de la fragata Inflexible. Sus piezas habían llegado a St. John el 4 de septiembre, su quilla fue puesta el 7 de septiembre, y estaba totalmente aparejada, armada y lista para navegar al terminar aquel mes. Sólo dieciséis carpinteros trabajaron en ella, y uno de éstos fue tan gravemente herido por una azuela el tercer día, que poco más pudo hacer.
Una noche a primera hora, en el fortín, que estaba a mi mando, ya que dos jefes de compañía estaban ausentes en una reunión general de oficiales, y los otros estaban de caza con sus perros, visité mi cadena de centinelas. A cierta distancia oí dar el alto y una discusión acalorada. Johnny Maguire el Loco y otro soldado trajeron a mi presencia a dos personas que querían pasar por los puestos.
—¿Quiénes son, Maguire? —pregunté. Era ya casi de noche y se detuvieron a unos pasos de distancia.
—No lo sé, sargento —contestó con tono gruñón—. He dejado pasar muchos clientes por mi puesto desde que entré de guardia, pero aquí hay un par de bichos raros que me han confundido. Uno dice que es un guerrero, aunque, por Cristo, es una india si la vista no me engaña; y el otro se llama a sí mismo capitán Brant y habla mejor inglés que yo, aunque es un bribón de indio a pesar de todo. No me extrañaría en absoluto que estos tipos fueran un par de espías yanquis.
Los llevé al interior del apartamento de los oficiales en el fortín, para poder interrogarlos cómodamente, sin la mirada inquisitiva de los soldados. Maguire no me había engañado en cuanto a su apariencia. La persona que se llamaba capitán Brant era claramente de sangre india, alto, delgado y con aspecto dominante. Llevaba elegantes polainas de ciervo adornadas con galón dorado, sandalias con hebillas de diamante, levita militar azul con botones de plata deslustrados, galones en los puños y el cuello, un par de excelentes pistolas en una funda al costado y varias sartas de abalorios al cuello. No llevaba nada en la cabeza, salvo su pelo teñido de bermellón. En la cara tenía varias rayas hechas con pintura de guerra.
El otro, cuyo nombre era Dulce Cabeza Amarilla, llevaba un vestido de terciopelo con un cinturón de plata, brazaletes y largos pendientes españoles, un collar de corales y pequeñas cuentas blancas, una especie de capa de piel de zorra blanca y un fusil al hombro. Llevaba la cara delicadamente empolvada y pintada de carmesí, y su largo pelo trenzado, con una raya pintada de bermellón, estaba teñido de amarillo vivo. Caminaba de un modo exageradamente afectado, movía los ojos con recato, se sacudía constantemente el pelo y, en una palabra, se comportaba como hubiera hecho un joven suboficial en una fiesta del regimiento al hacer el papel de heroína de una farsa.
El capitán Brant habló con severidad a esta criatura en el idioma mohawk, que yo no entendía, y evidentemente le ordenó que se comportara de un modo más moderado. Luego me preguntó con voz profunda:
—Sargento, ¿dónde están sus oficiales?
Le dije que yo estaba al mando del fortín, y le pregunté qué deseaba. Contestó:
—Soy un gran personaje de vuestros aliados, las Seis Naciones Iroquesas. Soy Thayendanegea, el jefe guerrero mohicano. Mi nombre inglés es capitán Brant. En el mes de mayo combatí en compañía del capitán Forster en la batalla de los Cedros, a cuarenta kilómetros de Montreal. Tomamos cerca de quinientos yanquis prisioneros; fue una acción gloriosa. Sin embargo, por el amor de Jesucristo, que murió por todos nosotros, contuve a mis guerreros para que no arrancaran cabelleras y les impedí que quemaran vivo a un capitán yanqui que habían apresado.
—Ésa fue una noble acción de su parte —repuse secamente— y le aplaudo por ello.
—Y yo le doy las gracias, sargento —dijo—. Persuadí a mi pueblo de que no les hicieran más que un corte en las orejas, como hacemos con el ganado para reconocerlo.
—Eso debió de encolerizarlos en extremo —dije, y él asintió con la cabeza.
—Pero —dijo— se vieron vengados sobre nuestro pueblo por esa indignidad, pues cuando algunos de nuestros guerreros los despojaron de sus atavíos militares para ponérselos ellos mismos, contrajeron la viruela y muchos murieron.
Me dijo que el Congreso americano no sólo había rehusado ratificar un acuerdo para el intercambio de prisioneros hecho entre el capitán Forster y el coronel Arnold, basándose en la inhumanidad del capitán Forster en ese asunto de las orejas marcadas, sino que habían exigido al coronel Carleton que les fuera entregado para que respondiera de su conducta en esa «atroz matanza». El Congreso, conjeturó Thayendanegea, adoptó una actitud inaudita para humillar al coronel Arnold, aunque el porqué no cumplieron el acuerdo en vez de dejar sus rehenes en manos de tan despiadado enemigo es cosa que tal vez sólo podría explicar el propio Mr. Adams.
—Sin duda —dije— Mr. Adams y los de su clase tienen en cuenta a sus tropas sólo cuando el cielo les da la victoria. —Y continúe—: Sin embargo, hallo un tanto singüj lar el que hable usted inglés tan bien, y que el nombre del Salvador esté en sus labios. ¿Cómo es eso?
—Es fácil de contestar —respondió Thayendanegea que en lenguaje indígena significa mediador o depositario en una apuesta—. De joven asistí a la escuela misionera del reverendo doctor Wheelock en Lebanon, en la colonia de Connecticut, y abracé la religión cristiana. Soy hombre bien leído. Ayudé al doctor Barclay en la revisión del Libro de Oraciones al ser traducido a la lengua mohawk, y al doctor Stewart en la traducción de los Hechos de los Apóstoles. Yo mismo he hecho una traducción del Evangelio de San Mateo y he convertido a muchos de los de mi pueblo. Conozco a muchos hombres de letras ingleses, incluyendo el famoso doctor Samuel Johnson, el lexicógrafo y autor de aquel pertinente folleto, «Tributación, no tiranía», a quien su fidus Achates, Mr. James Boswell, me presentó.
—¿De dónde viene ahora? No tenía notificación de su llegada.
—Vengo de ver al general Herkimer de la milicia de Unadilla, en la colonia de Nueva York, doscientos treinta kilómetros al suroeste de este lugar. Me llamó para conferenciar.
—¡Ha estado usted tratando con el enemigo! —exclamé yo—. ¿Y se atreve a decírmelo así?
—Había sido amigo mío y vecino en el río Mohawk, y no podía rehusar una conversación con él. Podía ser que quisiese que yo llevara una carta a sir Guy Carleton, ofreciendo su sumisión al rey. Acepté verlo en Unadilla, donde se había de erigir una gran choza en un espacio abierto entre su campamento y el nuestro, a kilómetro y medio de cada uno. Convinimos en dejar nuestras armas atrás, y encontrarnos sólo con diez hombres cada uno. Esto se hizo así.
»Nos dimos la mano y hablamos de cuestiones generales, él tratando de conocer mi pensamiento, y yo de conocer el suyo. El viejo habló mucho de la paz y cuán ventajoso sería para la nación mohawk si nosotros abrazáramos la sagrada causa de la Libertad, o sí al menos permaneciéramos neutrales. Yo le hablé como a un hermano, advirtiéndole que la rebelión era maldecida por Dios. Él se impacientó. Me preguntó cuánto dinero me había pagado sir Guy Carleton por mis servicios en la causa de la tiranía, y propuso doblar esta suma y dar a cada miembro de mi séquito un rifle y otros regalos si nos uníamos a sus fuerzas. Yo me sentí ofendido. Le pregunté si nos tomaba por perros. Envié a mis guerreros a buscar sus rifles para demostrarle que no éramos mendigos. Hicieron una descarga al aire y emitieron un grito de guerra, para consternación del general Herkimer. Dijo: “Ha quebrantado usted el acuerdo”, y tenía razón. Pues en mi impetuosidad había olvidado que no debían llevarse armas a la choza. Entonces dijo: “Volvamos a vernos mañana por la mañana, y hablemos tranquilamente de estos asuntos.” Acordamos que sólo cuatro de nosotros estarían presentes en la entrevista.
»Aquella tarde, una india que vivía como esposa de un americano llamado Waggoner, vino a verme en secreto; me hizo jurar que no le haría nada a su marido si me revelaba una conspiración para quitarme la vida. Yo lo juré. Era una buena mujer y de confianza. “Padre —dijo ella—, mañana el general y sus tres hombres, mi esposo entre ellos, tendrán pistolas escondidas bajo la camisa. Cuando él le ofrezca su caja de rapé y usted se adelante a tomar un pellizco, será la señal para asesinarlo a usted de una descarga.”
»Al día siguiente fui a la choza con mis tres hombres, todos desarmados. El general me habló muy suavemente, como una paloma, y me preguntó si era propio de un cristiano permitir a los salvajes atacar a mis correligionarios, quemarlos, matarlos y destruirlos, Yo contesté: “Cuando yo estaba en Lebanon, aprendiendo a los pies del reverendo, él me dijo que la guerra era as mal. Pero, vecino Herkimer, ¿no fue el pueblo de usted el que primero tomó las armas en esta guerra?” Y dijo él acalorado: “No importa eso, amigo. Nosotros estábamos solamente defendiendo nuestras libertades.” Y dije yo: “El reverendo doctor Wheelock, ese hombre excelente, nos enseñó a mí y a mis amigos que el primer deber de un cristiano era temer a Dios, y el segundo honrar al rey. Ahora ustedes dos blasfeman contra Dios, y tratan de ganarme, mediante el soborno, para que tome las armas contra su rey.” Se quedó pálido de cólera y me dijo: “No entremos en discusiones, capitán Brant, y reconozcámonos como enemigos declarados, ya que usted no quiere escuchar la voz de la conciencia. Déjeme ofrecerle un poco de rapé”…
»Yo le interrumpí: “No, general Herkimer, no quiero su rapé.” A esa palabra, que era una señal, quinientos de mis guerreros saltaron de entre la hierba donde habían estado escondidos, con sus pinturas de guerra y blandiendo sus armas. “Ahora —le dije— ya ve usted, vecino Herkimer, cuán imprudente hubiera sido por mi parte aceptar su rapé. De un estornudo hubiera podido enviarlos a ustedes a la tumba. Está usted en mi poder, pero puesto que hemos sido amigos y vecinos, no me aprovecharé de esta ventaja. Ambos hemos faltado, yo, olvidando ayer que no debía traer rifles a este lugar; y usted viniendo aquí hoy con una pistola escondida bajo su camisa. Pero déjeme asegurarle esto: si le vuelvo a encontrar antes de que el hacha de guerra sea enterrada, sé bien qué cabellera, la suya o la mía, adornará la tienda del otro”.»
—¿Es posible esa traición? —pregunté—. He oído decir que el general Herkimer está muy bien considerado entre los americanos, como caballero y hombre de honor.
—Puede ser —repuso él—. Pero al código de honor de los caballeros americanos hay que hacer esta reserva: así como ninguno creería jamás el juramento de una prostituta o de un indio, tampoco se sentiría obligado por un juramento hecho a un indio o a una prostituta. Rara vez ocultan sus sentimientos. Y hubiera preferido mil veces tratar con un pobre campesino francés o un rudo oficial subalterno inglés que con el propio general Washington, que es el más honorable de todo su ejército, excluyendo solamente a Philip Schuyler.
Se me ocurrió preguntarle cuál era su opinión sobre la esclavitud de los negros, que yo consideraba detestable e incompatible con lo que sustentaban los americanos en su Declaración de la Independencia sobre que todos los hombres tenían un derecho inalienable a ser libres.
—Eso es asunto de sus conciencias —dijo él— El Congreso de Massachusetts planteó el asunto hace dos años, pero después de considerar el mal efecto que una moción condenando la esclavitud produciría sobre sus amigos del sur, se dejó de lado. Me han dicho que el general Washington es un amo atento y justo con sus esclavos, y hay muchos como él a este respecto. Si yo me estableciera para cultivar una hacienda cuando esta guerra se termine, seguramente emplearía esclavos negros. Ningún indio es apto para cultivar los campos, y ningún blanco querría trabajar para un indio. Además, la Biblia aprueba la esclavitud cuando dice «Ham servirá a sus hermanos».
Yo refuté esta conclusión, declarando que había mucha diferencia entre prestar un servicio y ser un esclavo. Entonces me refirió una fábula corriente entre los indios, que considero digna de transcribir aquí:
El Gran Espíritu, Dios, hizo el mundo. Era un mundo solitario y muy agradable de mirar. Las selvas eran ricas en caza y frutas, y las praderas abundaban en ciervos, venados y búfalos, los ríos estaban repletos de peces. Había también incontables cantidades de osos, castores y otros animales gordos, pero no había un ser consciente que gozara de estos bienes. Dios habló entonces: «Hagamos al hombre.» Y el hombre fue hecho; pero cuando apareció ante su Hacedor era de un color pálido y blancuzco. Dios se puso triste; tuvo piedad de la pobre criatura pálida y no lo disolvió en sus elementos originales, sino que lo dejó vivir. Dios lo intentó de nuevo, decidido a mejorar su obra primera, pero inadvertidamente se pasó al otro extremo, haciendo su segundo hombre de color negro. Este hombre negro le gustó todavía menos que el blanco, pero en el tercer intento tuvo la fortuna de realizar su designio: hizo el hombre rojo, y se quedó contento.
Estos tres hombres eran muy pobres al principio. No tenían alojamiento, casas, herramientas ni nada. De súbito, bajaron del cielo tres grandes arcas, colgadas de sogas, y los tres hombres, el rojo, el blanco, y el negro, las miraron descender lentamente. Cayeron en una pradera. Dios dijo: «Mi pobre blanco, el primero en ser concebido, tendrás el privilegio de ser el primero en elegir entre estas tres arcas. Ábrelas, examínalas, y elige tu parte.» El blanco abrió, miró y eligió. El arca estaba llena de plumas, tinta, papel, anteojos, gorros, sillas y mesas. Se puso los anteojos sobre la nariz, un gorro en la cabeza, cogió una pluma, se sentó en una silla junto a la mesa, y comenzó a escribir; no prestó más atención a lo que ocurría. Dios apartó al negro a un lado y dijo: «Tú me desagradas, el hombre rojo elegirá ahora.» El rojo eligió una caja llena de hachas de guerra, mazos, lazos de caza, cuchillos, pipas y una variedad de otros objetos útiles. Dio gracias a su Hacedor y partió orgullosamente hacia las tierras salvajes. Dios rió con placer. El negro recibió lo que quedaba. Era un arca llena de azadones, hoces, cubos, látigos de buey y grilletes; y ésta ha sido la suerte del negro, desde entonces, y así será siempre.
Debo añadir que el indio era capaz de matar a un negro con la misma despreocupación que si fuera un perro o un gato. He oído contar que una india de rango tenía un esclavo negro capturado en una incursión a una hacienda de Virginia; se le pidió que devolviera este negro, que era un hombre alto y guapo. Ella escuchó tranquilamente a los oficiales americanos que fueron a buscar su propiedad, pero estaba resuelta a no devolverlo. Entró en su casa, sacó un gran cuchillo y acercándose al esclavo, sin ninguna muestra de emoción se lo hundió en el vientre. «Ahora —dijo a los blancos— podéis llevároslo, si queréis.»
El negro permaneció en el suelo, retorciéndose, hasta que uno de los guerreros, movido por la compasión, lo remató de un hachazo.
Mientras yo conversaba así, agradablemente, con el capitán Brant, su compañero había salido de la habitación y comenzado a conversar con los soldados en el piso bajo. Oyendo coléricas blasfemias, risotadas y fuerte gritos en falsete, abrí apresuradamente la tronera del piso y miré hacia abajo. Dulce Cabeza Amarilla se había sentido atraído por el sargento Buchanan, que acababa de entrar en la habitación, y lo perseguía con gestos repulsivos que los soldados hallaron jocosos, pero que encolerizaron al sargento. Apartó al indio de sí, cogió un mosquete y lo hubiera matado de no haber gritado yo «¡No, no!» desde arriba. Esto hizo que el cabo Terry Reeves, que estaba al lado, le quitara el mosquete, desarmándolo; yo descendí corriendo por la trampilla.
Thayendanegea bajó detrás de mí, y nos dio las gracias a Terry y a mí por nuestros buenos servicios.
—Si este sargento hubiera matado a mi pobre primo —dijo—, me habría visto obligado a vengar su muerte, como su pariente más cercano. Afortunadamente no se ha derramado sangre. Mi pobre primo es un bardash, que no ha nacido una cosa ni la otra; Dios sabe la razón, no yo. Es un hombre valiente y el más ligero de pies de toda nuestra nación. Se ha casado con tres hombres y les ha sido infiel a todos. No debí haberlo perdido de vista.
Llamó a su primo y públicamente lo castigó, para gran diversión de todos los soldados. Después, despidiéndose de mí y asegurándome que podía pedir sus servicios siempre que los necesitara, salió escoltado por Terry Reeves y otro soldado en dirección al campamento, llevándose consigo a Dulce Cabeza Amarilla. Al día siguiente llegó otro indio al fortín con un ciervo al hombro y una cesta de arándanos en la mano como regalo de Thayendanegea para mí. Reconocí al indio como Sopa Fuerte, con el pelo todavía sin cortar y el rostro todavía negro por el luto. Me dijo que, habiendo muerto su mujer, su jefe le había permitido al fin unirse a la partida de guerra; su suerte cambiaría pronto. Yo le hubiera hecho un presente, pero rehusó, diciendo que Thayendanegea le había prohibido pedir o aceptar nada, salvo tabaco para llenar su pipa. La carne fresca era tan buena que le llené la bolsa de tabaco, y él pareció muy agradecido. Desolló el ciervo para mí, con mucha destreza, y lo cortó en pedazos. Los arándanos los hervimos con azúcar de arce.