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Esta tarea, altamente importante, de construir barcos fue iniciada el 4 de julio, el mismo día en que las Provincias Unidas firmaron la famosa Declaración de Independencia, rompiendo oficialmente su antigua conexión con la corona y el pueblo de Inglaterra. Esta declaración se anticipó unos días a la llegada del almirante Howe a Staten Island, cerca de Nueva York (donde su hermano, el general, mandaba una fuerza expedicionaria que desembarcó allí), con órdenes del rey Jorge de que actuaran ambos como comisionados para restaurar la paz, aunque era ya un poco tarde. El coronel Paterson, ayudante general de las fuerzas, fue enviado con una carta para el general Washington, comandante en jefe de los ejércitos americanos, manifestando que los comisionados estaban investidos de poderes para la reconciliación, y que querían que su visita se considerara como el primer avance hacia aquel deseable objetivo.

Después de los cumplidos de costumbre, en los cuales, como durante toda la conversación, se dirigió al general Washington dándole el título de «Excelencia», el coronel Paterson entró en materia diciendo que el general Howe había lamentado mucho las dificultades que habían surgido, respecto del sobrescrito de las cartas dirigidas al general Washington. Pues unos días antes de la entrevista el general Howe había enviado una carta dirigida «a George Washington, Esquire»,[4] carta que se negó a recibir, ya que no se le daba el título oficial que le correspondía. El coronel Paterson explicó que consideraba apropiado este tratamiento, que tenía precedentes de la misma naturaleza, habiendo sido utilizado por embajadores y plenipotenciarios, cuando habían surgido dificultades sobre asuntos de rango. Añadió que el propio general Washington podía recordar que él mismo había dirigido el verano anterior una carta al general Howe de este modo: «Al Honorable William Howe, Esquire.» Lord Howe y el general Howe, dijo, no habían querido rebajar el rango y el respeto del general Washington, pues tenían su persona y carácter en la más alta estima; y la dirección, con el añadido de «etc., etc., etc.», implicaba todo lo que debía seguir. El coronel presentó entonces una carta, que no ofreció directamente al general Washington, pero observó que era la misma carta que había sido enviada, y la puso en la mesa con el sobrescrito de «A George Washinton, etc., etc.».

El general rechazó la carta. Dijo que una carta dirigida a una persona con carácter público debía llevar alguna indicación de ello, de lo contrario parecería una simple carta particular. Era cierto que «etc., etc., etc.» lo implicaba todo, pero tampoco significaba nada. La carta al general Howe de la que estaban hablando era una respuesta a otra recibida de él con el mismo sobrescrito, y habiendo sido recibida por el oficial de guardia, no consideró propio devolverla, pero la contestó con el mismo tratamiento. Declinaría absolutamente toda carta que se le dirigiera como persona particular, cuando estuviese relacionada con su posición pública.

El coronel Paterson dijo entonces que el general Howe no llevaría más allá su delicadeza, y repitió que no había existido intención alguna de faltarle al respeto.

Después de un intercambio de opiniones sobre el asunto del trato dispensado a los prisioneros por ambos lados, el coronel Paterson dijo que la bondad y la benevolencia del rey le habían inducido a nombrar al almirante lord Howe y al general Howe, sus comisionados, para arreglar esta desdichada disputa; que tenían amplios poderes y se sentirían muy dichosos de poder llegar a un acuerdo, y que él (el coronel Paterson) deseaba que esta visita suya se considerara como el primer paso hacia tan noble objetivo.

El general Washington respondió que él no estaba investido de poder alguno sobre este asunto por los que le habían concedido su autoridad. Pero, dijo, por lo que se traslucía, lord Howe y el general Howe habían sido enviados únicamente a conceder perdones. Los que no habían cometido ninguna falta no querían perdón alguno. Los americanos estaban defendiendo tan sólo lo que consideraban su derecho indiscutible.

El coronel Paterson dijo:

—Su Excelencia, eso abriría un ancho campo de discusión. —Confesó su temor de que el apego a las formas probablemente obstruiría un asunto de la mayor importancia.

El coronel Paterson fue tratado con la mayor atención y cortesía durante toda la negociación, y expresó su reconocimiento de que se le hubiese dispensado de la ceremonia usual de vendarle los ojos. Al interrumpirse la conferencia, el general Washington lo invitó a compartir una pequeña colación preparada para él, la cual cortésmente declinó, alegando que había desayunado tarde y su impaciencia por regresar junto al general Howe, aunque no había realizado su misión con la amplitud que hubiera deseado.

Mientras estos dos comisionados reales, el almirante y el general, trataban de lograr una reunión entre la Gran Bretaña y las colonias, a fin de evitar las calamidades de la guerra, el Congreso parecía más determinado a oponerse. Ridiculizaron las facultades con que habían sido investidos los comisionados de «conceder perdones generales y particulares a los que, aunque se hubiesen desviado de su lealtad, quisiesen reintegrarse a sus deberes». Su respuesta general a esto fue que «los que no han cometido ninguna falta no necesitan perdón»; e inmediatamente pasaron una resolución al efecto de que «el buen pueblo de Estados Unidos debería ser informado del plan de los comisionados, y cuáles eran los términos con los cuales la insidiosa corte de Inglaterra había querido desviarlos y desarmarlos, y que los pocos americanos que todavía permanecieran en suspenso por la esperanza, fundada en la justicia o la moderación de su antiguo rey, debían convencerse al fin de que sólo el valor del país salvaría sus libertades».

Esto fue seguido inmediatamente por otra resolución, para separar a los alemanes que habían entrado al servicio de Inglaterra. Fue redactada en estos términos:

Resuelto, que estos estados recibirán a todos los extranjeros que dejen los ejércitos de Su Majestad británica en América, y elijan ser miembros de cualquiera de estos estados, y serán protegidos en el libre ejercicio de sus respectivas religiones, y serán investidos con los derechos, privilegios e inmunidades de los nativos, según se establece por las leyes de estos estados; y, además, que este Congreso proveerá para cada una de esas personas cincuenta acres de tierra en algunos de estos estados, para que puedan disfrutarla él y sus herederos en absoluta propiedad.

Así que claramente no había otro camino a seguir que el de continuar la guerra con energía: y la campaña comenzó con un ataque a Long Island y la toma de Nueva York. Sin embargo, esto entristeció al general Montrésor, cuyas observaciones sobre las supuestas equivocaciones de los ingleses he citado ya, indignándose por este intento de reconciliación. Tachó del mayor de todos los errores «el envío de los dos Howe como jefes y comisionados para restaurar la paz, con la espada en una mano y la rama de olivo en la otra; y estos dos, al mismo tiempo, miembros declarados de la oposición y amigos de los americanos». Es cierto que el general Howe no llevó la guerra con suficiente energía, y que la memoria de su hermano mayor, que había muerto en América en la anterior campaña y era muy querido por los colonos, le hizo ser más tierno de lo que de otro modo hubiera sido hacia ellos. Rechazó el punto de vista común entre la mayoría de sus subordinados de que «se nos debe permitir restaurar al rey su dominio del país arrasando y casi extirpando la actual raza de rebeldes, pues de ninguna otra manera podrá poseerlo en paz». Sin embargo, la alusión del capitán Montrésor a la deslealtad del general Howe hacia la causa real no puede aceptarse fácilmente; ni la historia que corría por los cuarteles sobre que el rey había advertido al general Howe y al general Clinton, cuando se mostraron reacios a servir en América, que debían hacerlo o morirse de hambre. Fue, creo yo, más bien la indolencia que la deslealtad lo que impidió al general Howe aprovechar su ventaja a finales de ese año, cuando el general Washington estaba casi derrotado y la guerra se mantuvo viva únicamente por el peculiar coraje de este eminente soldado y por la constancia de un puñado de sus partidarios, hacia los cuales el Congreso se reveló como un enemigo peor que ningún oficial de la corona.

Ya he mencionado a los mercenarios alemanes que servían con nuestras fuerzas. Contra su participación en esta guerra y contra la de nuestros aliados indios, se levantó la más fuerte oposición por parte de los americanos mismos y de la oposición liberal en Gran Bretaña; aunque con escasa razón, aceptada la licitud de librar una guerra. ¿Había alguna novedad en alquilar mercenarios alemanes por nosotros o por otra nación? No. En la guerra de los Siete Años habíamos empleado grandes cantidades de ellos en los campos de batalla de Europa, donde se ganó la guerra que liberó a América del poder de los franceses. Los alemanes protestantes habían sido llamados a Gran Bretaña misma para ayudar a sofocar la rebelión jacobita de 1715 y 1745; como era natural, puesto que nosotros habíamos establecido una dinastía protestante alemana en el trono de Inglaterra, mientras que la derrotada dinastía papista había sido escocesa. El regimiento Sesenta, o Royal Americans, compuesto de cuatro batallones que eran extranjeros casi hasta el último hombre, no sólo había protegido a las colonias de las incursiones de los indios mandados por Pontiac, sino que había sido empleado como fuerza policial contra el turbulento pueblo de la frontera de Virginia y Pensilvania, para gran satisfacción de las asambleas provinciales de esas colonias. ¿O era el hecho de que estos mercenarios fuesen alemanes, en vez de suizos o miembros de alguna otra nación, motivo de irritación para los americanos? No. Gran número de alemanes residía ya en América y habían sido bien acogidos como los más pacíficos, trabajadores y valiosos emigrantes de cuantos habían entrado allí; y ya he citado la resolución del Congreso ofreciendo la ciudadanía y tierra a todo soldado alemán que quisiese desertar. (El ingenioso doctor Franidin se encargó de que esta oferta llegara a conocimiento de aquellos a quienes iba dirigida, imprimiéndola en alemán y envolviéndola en gran número de paquetes de tabaco, que dejó que ellos cogieran; tuvo un efecto magnético sobre los que intentaban desertar.) Cuando luego se planteó la cuestión de un lenguaje común, aparte del inglés, para unir a todos los estados bajo un gobierno federal, el alemán fue muy favorablemente considerado y, de no ser por la oposición de los que favorecían al hebreo, creo que hubiera sido adoptado.

¿O era la vejación que sentían los americanos, causada por un sentido de que los alemanes jamás deberían haber sido empleados en una guerra civil de ingleses contra ingleses? Entonces, los americanos deberían, ciertamente, haberse abstenido de hacer un llamamiento a los francocanadienses para que se levantaran contra nosotros, y jamás deberían haber mandado un ejército para anexionarse Canadá, puesto que ésta era una guerra de agresión y no se podía presentar como librada en defensa de sus propias libertades.

El hecho fue que los americanos se dieron cuenta del bajo nivel a que habían descendido las fuerzas militares de Inglaterra y el imperio y creían que los regimientos disponibles para sofocar la revolución serían totalmente insuficientes para este propósito. Un número de montañeses obligados a dejar sus hogares, debido a lo elevado de la renta y la pobreza del suelo, se alistaron de buena gana en nuestro ejército; pero era muy difícil obtener otros reclutas, aun entre los papistas irlandeses, a pesar de haberse aumentado el valor del premio que se les daba al alistarse, y una peligrosa lenidad al examinar los requisitos de altura, edad y salud del soldado. Tampoco estaba la milicia de Inglaterra en buenas condiciones para ser llamada en defensa de su país, para ocupar el lugar de las tropas enviadas al extranjero. Los americanos no contaron con el creciente número de nuestros mercenarios, los cuales suponían un costo enorme pero necesario. Creían que nosotros pensaríamos que el camino más sensato sería reducir al instante nuestras pérdidas: pues el costo de la guerra había sobrepasado ya enormemente las posibles ganancias económicas que se hubiesen obtenido con la victoria. Pero Inglaterra jamás cuenta las pérdidas y las ganancias en el sentido monetario cuando considera en peligro su honor nacional. Se habló de aumentar nuestras fuerzas en América alquilando veinte mil bárbaros y aguerridos rusos a la emperatriz Catalina, y estuvieron a punto de ser enviados; pero la emperatriz fue finalmente persuadida de que no lo hiciera por su amigo el rey Federico de Prusia. Le escribió al rey Jorge de su puño y letra, de un modo un tanto impertinente, diciendo que no sólo tema que considerar su propia dignidad, sino también la de él. Prestarle tropas en tan grandes cantidades hubiera implicado que él era uno de esos monarcas que no podían sofocar con sus ejércitos una rebelión en sus propios dominios. Además, ella no arriesgaría la pérdida de sus valientes súbditos en otro hemisferio del globo, y tan lejos de ella. Esto supuso una gran decepción para nuestra gente en América, la cual consideraba que el empleo de los rusos sería político en el más alto grado; no sólo eran buenos soldados y estaban acostumbrados a los extremos del calor y del frío, sino que, no teniendo ninguna conexión con América y no conociendo el idioma, «era menos probable que fueran seducidos por la artería y la intriga de esos santos hipócritas del Congreso».

Sin embargo, siempre había soldados que comprar en el continente, si el precio ofrecido era suficientemente elevado: pues especialmente en Alemania los soldados son como el ganado, y por lealtad a los gobernantes, a los que pertenecen en propiedad, y con la esperanza de botín, irán a dondequiera que se les conduzca o empuje. Son amaestrados, como los perros, mediante el bastón. El duque de Brunswick tenía unos cuantos soldados que vender. Era pariente, por matrimonio, del rey Jorge, y le propuso enviar cuatro mil soldados de infantería y trescientos dragones a cambio de quince mil libras al año pagadas a su Tesoro durante la ausencia de los soldados, y treinta mil al año durante los dos años siguientes a su regreso a Alemania. Ellos mismos recibirían la soldada inglesa correspondiente a su rango. Como príncipe que declaraba estudiar los intereses de su país, el duque sólo separó de sus fuerzas regulares dos batallones de infantería y los dragones, y a estos últimos no les dio caballos. El resto del contingente era un complemento de la peor calidad, jóvenes y viejos sin el menor material de guerra o el más simple equipo militan tuvieron que ser vestidos y armados a su llegada a Portsmouth. Los oficiales eran veteranos, y vivían de la media paga que ahora el duque les amenazó con retirarles si no marchaban a sus órdenes.

El landgrave de Hesse hizo un trato mejor con el rey Jorge, pues tenía mejores tropas que ofrecer y estaba bien informado de nuestras necesidades. Los hessianos eran altos, vigorosos, bien instruidos, y tan dóciles que siempre ha sido un proverbio en Alemania que los hessianos y los gatos nacen igualmente con los ojos cerrados. Tenía él doce mil de estos hombres disponibles, y treinta y dos piezas de artillería. La paga sería la inglesa, pero se pagaría también una bonificación de ciento diez mil libras al año al landgrave mientras las tropas permanecieran fuera de su principado, y durante doce meses después. Por cada soldado muerto en acción se le concedería también una compensación de treinta dólares. Además, Inglaterra pagaría la ropa y el equipo de estas tropas, y los fabricantes de Hesse gozarían de provechosos contratos. El landgrave siguió el procedimiento del tendero de su primo de Brunswick echando, como si dijéramos, arena al azúcar y adulterando su té: mezcló con sus súbditos hessianos la hez y la escoria de todos los cuarteles de Europa. Por este medio su país pasó de la miseria a la abundancia, se construyeron caminos, bibliotecas, museos, seminarios, un teatro de la ópera, y no sé cuántas cosas más para la comodidad y la delicia del resto de sus súbditos.

En cuanto a las tropas vendidas al rey Jorge por el margrave de Anspach, resultaron un mal caso; fueron obligadas a subir a bordo de los trasportes que habían de llevarlas a ultramar mediante el uso de gruesos látigos y descargas de fusilería. Sin embargo, éste no era un contingente numeroso, y en su mayor parte los alemanes estaban tan dispuestos a hacer lo que se les pedía como nuestros propios marineros obligados a servir por la patrulla de reclutamiento, la cual, diremos de paso, se mostraba muy activa en este tiempo. Nosotros servimos junto a los de Brunswick en varias ocasiones durante la campaña en el norte, pero rara vez con sensación de placer o seguridad en su compañía. Excepto por el Viejo Avellano Rojo, como nuestros soldados llamaban al general Riedesel, su comandante, sus dos batallones regulares y los dragones eran como una piedra colgada de nuestro cuello. Entre ellos no parecía haber edad intermedia entre abuelos y nietos, siendo los abuelos mayoría; marchaban mal, trabajaban lentamente, se quejaban mucho, estaban llenos de terror hacia la muerte y eran, en suma, totalmente inadecuados para una campaña activa y severa en los pavorosos bosques y desiertos que tendríamos que atravesar. El famoso príncipe de Ligne ha dicho que un soldado no puede estar en su mejor forma cuando la savia ha dejado de subir; la mayoría de estos infelices estaban ya marchitos: hoja, rama y raíz.

Estalló también gran algarada cuando se supo que nosotros empleábamos igualmente guerreros indios contra los colonos. Es cierto que los indios eran astutos, salvajes y despiadados, pero si una de las partes consideraba adecuado emplearlos como exploradores y escaramuzadores, la otra cometería una locura si renunciara a las mismas ventajas, pues eran inigualables en esta clase de guerra. Debe notarse que los americanos fueron los primeros en solicitar la ayuda de los salvajes en su guerra contra nosotros; pues en 1775, mientras nosotros vacilábamos, el Congreso había decidido comprar y distribuir entre ellos una serie de artículos por valor de cuarenta mil libras esterlinas para ganarse su favor. Les enviaron también un discurso, redactado en el lenguaje sencillo que siempre se usa en tales ocasiones:

¡Hermanos, jefes y guerreros! Nosotros, los delegados de las doce Provincias Unidas, reunidos en congreso general en Filadelfia, os enviamos nuestra palabra, a vosotros, hermanos nuestros.

¡Hermanos y amigos, atended! Cuando nuestros padres cruzaron el ancho mar y vinieron a esta tierra, el rey de Inglaterra les habló, asegurándoles que ellos y sus hijos serían sus hijos; y que si dejaban su país nativo y se establecían y vivían aquí, y compraban y vendían y comerciaban con sus hermanos del otro lado del agua, mantendrían no obstante los mismos lazos de unión y vivirían en paz; y se convino en que los campos, las casas, los bienes y las posesiones que nuestros padres adquirieran, les seguirían perteneciendo, y pasarían a sus hijos para siempre y a su entera disposición.

¡Hermanos y amigos, tened la bondad de prestar atención! Ahora os hablaremos de la pelea entre los consejeros del rey Jorge y los habitantes de las colonias de América.

Muchos de sus consejeros le han persuadido de que rompa los lazos de unión y no nos envíe más buenas palabras. Le han incitado a que establezca un pacto contra nosotros; y han desgarrado y arrojado el viejo acuerdo que sus antepasados y los nuestros concertaron y sostuvieron firmemente. Ahora nos dicen que ellos pondrán sus manos en nuestros bolsillos sin pedir permiso, como si fueran sus propios bolsillos; y que a su gusto nos quitarán nuestros estatutos, nuestra Constitución civil escrita, que nosotros amamos como nuestras vidas; y también nuestros campos de cultivo, nuestras casas y nuestros bienes, siempre que así les plazca, sin contar con nuestro consentimiento. Nos dirán que nuestros barcos pueden ir a esta o la otra isla del mar, pero que con esta o aquella isla en particular no podemos comerciar más; y en caso de que no cumplamos estas nuevas órdenes, cierran nuestros puertos.

Hermanos, nosotros vivimos en el mismo suelo que vosotros; la misma tierra es nuestro lugar común de nacimiento; reguemos sus raíces y cuidemos de su vegetación, hasta que las grandes hojas y ramas se extiendan hasta el sol poniente y lleguen al cielo. Si algo desagradable ocurriera un día entre nosotros, las doce Provincias Unidas y vosotros, las Seis Naciones, que perjudicara nuestra paz, busquemos medidas inmediatamente para curar esa grieta. Según la presente situación de nuestros asuntos, juzgamos oportuno encender una pequeña hoguera en Albany, donde podamos oír mutuamente nuestras voces y comunicar nuestros pensamientos unos a otros.

Más adelante movieron a la nación mohawk a que afilaran sus hachas contra nosotros, con el curioso pretexto —entre otros— ¡de la propagación del papismo en Canadá! Persuadieron también a Jehoiakin Mothskin, de los indios de Stockbridge, a descolgar el hacha, quien advirtió a King Hancock, como presidente del Congreso, que lucharía al estilo indio y no al estilo inglés. Lo único que ellos querían era que se les informara dónde estaba el enemigo. Fue alistado regularmente en el ejército de Massachusetts. Sir Guy Carleton había intentado en el mismo año ganarse la adhesión de las Seis Naciones, apartándolas de las seducciones del Congreso; y para ello había invitado a sus jefes, en un lenguaje que pudieran entender, a «hacer un banquete con un bostoniano y beber su sangre». Esto no significaba más que compartir un buey asado, de los que eran criados en Nueva Inglaterra por los ganaderos, y mojar la carne con un tonel de vino. Los patriotas americanos, sin embargo, fingieron entender este lenguaje en su sentido literal. Les brindó un instrumento conveniente para operar sobre los sentimientos del pueblo, tanto más cuanto que se sabía que los mohawks no eran en modo alguno adversos a comer la carne de sus enemigos. Hacían esto (como también los ottawa, tonkawa, kinckapoo y twighee) no por bestial glotonería, sino por la creencia de que las cualidades estimables del hombre que habían matado, que se centraban principalmente en el corazón, podían ser absorbidas por el vencedor que participara en aquel órgano asado. La mayoría de los indios, sin embargo, consideraban el canibalismo con el mismo horror que nosotros, los europeos.

El cómo considerar a nuestros aliados indios era una cuestión que nos dejaba perplejos. Se decía que en otro tiempo los indios no habían sido tan dados a buscar pelea y ejecutar actos de barbarie como entonces; y que Penn el Cuáquero, que fundó la comunidad de Pensilvania, probó que su política de intercambio pacífico, justo y generoso con los jefes indios no fue jamás malpagada con un acto de despecho o ingratitud por parte de ellos. Iba desarmado entre ellos, comía las bellotas asadas y las gachas con ellos e incluso en alguna ocasión participaba en sus danzas. Cuando los primeros colonizadores llegaron a Nueva Inglaterra, se empeñaron en cultivar la amistad de los indios de aquellas partes, que con frecuencia los socorrían cuando se hallaban muy necesitados, cuando estaban casi muertos de frío o de hambre. Sólo cien años después estallaron las guerras. La codicia o la crueldad de algunos colonos había provocado la venganza comunal de los indios. De modo similar, los cuáqueros no perdieron el afectuoso respeto de las tribus hasta que se propasaron en la compra de tierras: habían convenido comprarles tanta tierra como pudieran andar en un día, pero corrían más que andaban, y omitieron completamente la costumbre de sentarse de vez en cuando, por buenos modales, a comer y fumar.

Gradualmente, los colonos fueron adoptando un mal criterio como medio de calmar el escozor de la conciencia, a saber: que los indios, siendo paganos, no tenían derecho a reclamar un trato justo de los cristianos. En las zonas fronterizas de América, era tal la predisposición a sentirse ofendidos por los indios, que si un guerrero llegaba a abofetear a un blanco por cometer un acto criminal, se le daba a este acto una importancia exagerada, la población blanca en masa se precipitaba a la guerra y los hombres de piel oscura eran arrojados fuera de sus casas y perseguidos como bestias salvajes. Y ni siquiera la adopción del cristianismo servía para proteger a los indios de la animosidad de los americanos, como da testimonio la matanza de 1763, en que veinte pacíficos conestogas de Lancaster, Pensilvania, fueron muertos por una turba llamada los Paxtang Boys: primero quemaron las casas de los indios, por la mañana temprano, y mataron a seis, y luego entraron en la cárcel donde los magistrados habían encerrado a los catorce supervivientes para protegerlos y los mataron a todos: hombres, mujeres y niños, y les cortaron la cabellera a fin de cobrar la recompensa ofrecida por el gobernador de Pensilvania por cabelleras de indios de ambos sexos. A los canallas de Paxtang no se les regateó este dinero ensangrentado ni en modo alguno se les castigó por su vil acción.

No había posibilidad de paz en la frontera, ya que la agricultura, de la que vivían los colonos, y la caza, de la que vivían los indios, son incompatibles en la misma zona; el arado y el hacha son siempre los vencedores. Los indios, naturalmente, se sentían agraviados al verse expulsados de sus antiguos campos de caza sin recibir compensación, y de las tumbas de sus antepasados, y no sabían cómo actuar, pues los pioneros americanos eran hombres terribles, y vengaban sus pérdidas con diez vidas por una. Estos pioneros, siendo de temperamento inquieto e insatisfecho, y no carentes de codicia, en vez de mantenerse dentro de los territorios provinciales donde millones de acres de terreno estaban sin ocupar (pero donde había que pagar por todo), cruzaron las líneas fronterizas para penetrar en el territorio de los indios sin pedir permiso y comenzaron a comportarse como amos absolutos. La única esperanza de los indios era ahora la de recobrar al menos parte de sus pérdidas, aprovechándose de las desavenencias entre los blancos. Vendían sus servicios militares a los franceses, los ingleses y los americanos al más alto precio posible.

Se convirtieron, efectivamente, en bandidos y hacían la guerra, no por gloria ni por ningún motivo generoso, sino únicamente con el fin de obtener dinero, ron, armas y pólvora, artículos de los cuales ni siquiera conocían el nombre en otro tiempo. Muchos de ellos seguían ahora a los ejércitos a sus campamentos, y ocasionalmente mendigaban a las puertas de los fuertes y las casas de comercio; y las limosnas o estipendios que les daban para evitar su hostilidad eran suficientes, por despreciables que fueran, para destruir su independencia. Provistos de municiones de guerra, su propensión al mal fue acelerada por los medios cada vez mayores de satisfacerla; y ellos conocían su poder para exigir tributo por medio de la intimidación.

Así que el indio, que en su estado natural era generoso y hospitalario y esperaba generosidad y hospitalidad, había sido corrompido hasta tal punto por su trato con las razas blancas, que esperar que olvidara los agravios sufridos a manos de ellos, o que ahogara los nuevos apetitos que había adquirido y volviera a su estado sencillo, era manifiestamente una tontería. Hasta el doctor Franklin, que había desaprobado el acto de los Paxtang Boys y que había participado en la conversación mencionada antes entre el Congreso y las Seis Naciones, creía firmemente que la única solución para el problema de los indios era una gradual exterminación de todas las tribus.

La venganza es la emoción que arde con más fuerza en el pecho de un salvaje, y no hace distinciones entre el malhechor y sus asociados. Tomemos un ejemplo de los abusos del comercio de pieles, tan enormes que parecen increíbles. Los indios se reunían en Montreal, Three Rivers o algún otro centro de comercio en otoño, para cambiar las pieles conseguidas en la estación anterior por armas, municiones, mantas y otros artículos que necesitaban para su sostenimiento. Por pieles que valían doscientas o trescientas libras esterlinas, producto de todo un año de caza, con sus fatigas y peligros, al cazador se le llenaba de aguardiente y luego se le daba un caldero, un bello mosquete, unas pocas libras de pólvora, un cuchillo, una manta de lana basta, algunos ornamentos sin valor para sus brazos y nariz, junto con pinturas, un espejo y un poco de tela roja y tejido de algodón de poca calidad para hacer un vestido a su mujer. Todo esto no valía la vigésima parte de las pieles que el indio había traído. Si luego el arma que se le había dado resultaba no servir para nada, como ocurría con frecuencia, a pesar de su aspecto llamativo, y si reventaba a la primera descarga, hiriéndolo, probablemente procuraría vengarse, no del fraudulento mercader que le había dado el arma, sino indiscriminadamente contra el primer grupo de blancos con que se encontrara.