Navegamos río San Lorenzo arriba el primer día de junio, siendo nuestro destino Three Rivers, una aldea que estaba a medio camino entre Quebec y Montreal y a unos ciento cincuenta kilómetros de cada una; se llamaba así por los tres ríos que unían sus corrientes cerca de este poblado y luego desembocaban juntos en el San Lorenzo. Esperábamos que el enemigo presentaría batalla en este lugar.
En nuestro viaje pasamos frente a muy hermosos paisajes, siendo las orillas, en muchos lugares, muy escarpadas y sombreadas por altos árboles, ahora revestidos de hojas nuevas. Lo que llamó particularmente nuestra atención fue la hermosa disposición de las ciudades y pueblos frente a los que pasamos. Casi todas las colonias de Canadá estaban en las orillas de los ríos; lo cual no ocurría en otras partes de América, como más tarde hube de descubrir. Las iglesias aparecían con frecuencia y aparentaban estar en muy buenas condiciones, mostrando la mayoría brillantes chapiteles revestidos de estaño. Me sorprendió que estas agujas no se oxidaran; pero luego descubrí que era por la sequedad del aire y por el método de clavar los cuadrados de latón diagonalmente, con las esquinas dobladas sobre las cabezas de los clavos a fin de impedir que penetre la humedad. Las casas eran de troncos, pero mucho más compactas y mejor construidas que las que había de ver yo en el resto de América: los troncos estaban más juntos y, en vez de ser dejados en bruto en la parte exterior, habían sido labrados con el hacha y pintados de blanco. Era sumamente agradable doblar un cabo al atardecer y observar una de estas aldeas, apareciendo a la vista sus casas junto al río, rosadas a la luz del crepúsculo, y el chapitel de su iglesia refulgiendo a través de los frondosos árboles.
El aire se hizo tan suave y templado que nos imaginamos transportados a otro clima; sin embargo, noté que apenas había una casa en todo el río que tuviera las ventanas abiertas; pues los francocanadienses amaban el calor cerrado de sus casas como las pipas de tabaco que sostenían constantemente en sus bocas: una vez vi a un niño de tres años dando chupadas a una pipa.
La marea subía y bajaba todavía en el río hasta Three Rivers pero no muchos kilómetros más allá. Desembarcamos a unos treinta kilómetros al sur de este lugar, donde la orilla de la izquierda era llana y en ella crecían en abundancia maíz y frutas. Era 5 de junio, y marchamos a lo largo del río durante todo el día, con la música del regimiento por delante, hallando gran contento en el uso de nuestras piernas. Nos impresionó la extraordinaria rapidez con que las cosechas brotaban y los árboles echaban hoja, tan pronto como se había ido el invierno, y también la forma descuidada de cultivar que tenían allí. Parecía que rara vez se ponía estiércol en el campo, por considerarlo ya suficientemente rico por naturaleza; en lugar de eso, era arrojado al río. La arenosa tierra era removida ligeramente con el arado, y en los surcos, nada regulares, se echaba el grano. Más de la mitad de los campos de cultivo estaba sin cercas, expuesta a los dientes y las pezuñas del ganado. Sin embargo, los habitantes comenzaban a ser más laboriosos y mejores agricultores, porque, desde que llegaron los ingleses, la codicia y la rapacidad de sus señores feudales, los seigneurs, habían sido un tanto frenadas. Antes, no les compensaba acumular ningún sobrante de maíz o azúcar o combustible, porque les sería quitado bajo uno u otro pretexto; pero ahora contaban con la protección del gobernador y la seguridad de un mercado estable para sus productos, debido a la energía de los comerciantes ingleses de Montreal y Quebec, que enviaban barcos a recogerlos en días fijos. Sin embargo, todavía observaban cierto respeto hacia sus seigneurs, y estaban ligados a ellos por ciertos lazos de vasallaje, como el estar obligados a llevar a moler su grano sólo al molino del seigneur, so pena de tener que pagar una fuerte multa, aunque la distancia y el camino fueran del todo inconvenientes.
Los seigneurs vivían de un modo sencillo y eran con frecuencia más pobres que sus vasallos, pues su orgullo les prohibía dedicarse al cultivo de la tierra o a cualquier tarea mecánica; pero a la vista de un sombrero de castor, por ajado que estuviera, todos se quitaban el gorro colorado. Esta aversión a los empleos mecánicos era compartida por el vasallo, que solía estar emparentado por matrimonio con la familia señorial y, aunque consentía en cultivar la tierra, tenía a menos trabajar de herrero o de zapatero. En consecuencia, los canadienses sintieron gran desprecio por los invasores de Nueva Inglaterra cuando se dieron cuenta de que hasta sus oficiales eran comerciantes y artesanos.
Las mujeres de la clase señorial usaban largas túnicas de seda escarlata, en contraste con las de color similar, hechas de lino, que llevaban las plebeyas, y una especie de gorra de estambre con grandes cintas de colores en forma de lazos. Si cualquier mujer sin derecho a estas distinciones era vista ataviada con ellas, se las arrancaban, aunque fuera en público.
Las muchachas campesinas eran muy bonitas, pero sólo las jóvenes, pues su belleza se desvanecía prematuramente. Llevaban encantadores corpiños azules o escarlatas, blusas de un color diferente y sombreros de paja de ala ancha. Algunas se sentaban a hilar al aire libre, frente a sus casas. Ellas hacían la mayor parte del trabajo del campo, siendo los hombres por lo general indolentes, excepto cuando salían en alguna expedición aventurera en busca de pieles. En general las fincas no eran grandes, apacentando treinta o cuarenta ovejas, una docena de vacas y unos cinco o seis bueyes para tirar del arado. Las vacas eran pequeñas, pero muy buenas para uso de los labradores. El pueblo parecía vivir no sólo inmensamente en mejores condiciones que los campesinos de Irlanda, sino (comparación que pude hacer en años siguientes) bastante mejor que los mismos ingleses. Cada vivienda tenía un pequeño huerto agregado, y por la tarde, la vuelta de los rebaños de ganado lanar y vacuno de los bosques era una visión muy agradable. A los cerdos se les permitía también andar sueltos por los bosques; estos cerdos eran muy fieros, y lo saludable de su vida mejoraba notablemente el sabor de su carne y la calidad de sus cerdas para la fabricación de cepillos.
Nos detuvimos en una pequeña aldea aproximadamente una hora después de desembarcar, y el teniente Kemmis, que sabía un poco de francés, preguntó a un labrador, que había salido de su casa a ver pasar las tropas, qué distancia había de allí a Three Rivers.
—¡Oh! —contestó el labrador—, unas treinta pipas, señor.
Este extraño método de calcular, que era el corriente en el río, representaba el tiempo más que la distancia: el tiempo que llevaría fumar una pipa, según el elemento empleado, agua o tierra, y en el primer caso según el viaje fuese contra la corriente o en favor de ella. Para los que fueran a pie, con el paso holgado de estos franceses, una pipa equivalía a un kilómetro aproximadamente.
El mismo labrador, que a pesar de lo caluroso del tiempo llevaba un abrigo de manta atado con un cinturón de estambre y el habitual gorro colorado de lana, nos invitó al teniente y a mí a tomar un trago en su casa. Ésta era de un solo piso, con tres o cuatro piezas y un amplio desván donde en invierno guardaba sus provisiones.
Miré alrededor con interés. El interior de la sala estaba bien entablado y los muebles eran sencillos y sólidos. Había una estufa o fogón de hierro cerrado, con un largo cordel encima para poner la ropa a secar. Había aún tiras de papel grueso pegadas en torno a la ventana para protegerse del viento y la nieve en invierno. Unas trece personas, sentadas en taburetes a lo largo de una mesa, estaban comiendo con cucharas y tazas de madera, y bebiendo sidra con jarros de barro sin esmaltar. Su pan era ácido y negro, y la comida consistía en una gran, olla de patatas, col y carne hervida. El olor del cuarto era una curiosa mezcla de sudor, estofado, ajo, tabaco y azufre. No llevábamos allí más de cinco minutos cuando comenzamos a sentir vahídos, pues el fuego, que era muy vivo, despedía vapores nocivos.
—Santo Dios, amigo —exclamó el teniente—, ¿no abre usted la ventana ni el más caluroso día de verano?
Nuestro anfitrión caviló un instante y meneó la cabeza.
—¿Y por qué, pues? —preguntó el teniente—. ¿Le hace daño a la salud?
El teniente sabía que los franceses eran muy propensos a la tuberculosis. El campesino dio unas chupadas a su pipa.
—No es costumbre de los habitantes de esta tierra —dijo al fin; y supe que esta misma razón daban sus compatriotas para muchas otras de sus excentricidades. Así que nos bebimos nuestra sidra, que tenía un gusto muy áspero al paladar, le dimos las gracias y salimos de nuevo al camino, el cual era muy bueno, pues la corvée de Francia estaba todavía en vigor en estas partes, y proporcionaba mano de obra para mantener las obras públicas. Este camino tenía cunetas a ambos lados y era alomado en el centro, para que se conservara seco, y los baches eran constantemente rellenados con piedras. Una brisa agradable soplaba desde el río, que tenía unos tres kilómetros de ancho, así que los barcos de tamaño considerable que navegaban por el centro parecían simples botecillos.
Tuvimos la suerte de observar dos focas danzando en el río, a tiro de mosquete. Haberles hecho una descarga hubiera sido un acto de maldad, pues aunque las hiriéramos o matáramos no hubiéramos podido coger sus cuerpos; y tampoco necesitábamos carne fresca, estando abundantemente abastecidos de buena carne de buey. La foca, llamada lobo marino por su aullido, es una criatura anfibia. Su cabeza se parece a la de un perro. Tiene cuatro patas muy cortas, de las cuales las delanteras tienen uñas, pero las traseras terminan en aletas. Las más grandes pesan hasta dos mil libras y son de diferentes colores. Su carne es buena, pero lo que más vale es su aceite, que es adecuado para quemar y para adobar cuero. Sus pieles son excelentes para baúles de viajeros, y cuando son bien curtidas sirven para zapatos y botas que no dejan pasar el agua, y para forros de asientos. Jamás vi una vaca marina, o morsa, aunque este animal se hallaba también en el río: es mayor que la foca, pero semejante a ella en figura. La vaca marina es blanca como la nieve y tiene dos dientes, del largo y espesor del brazo de un hombre, que parecen cuernos y son del más fino marfil. Estas bestias rara vez se cazaban en el mar, y en la orilla sólo mediante una estratagema. El pueblo de Nueva Escocia solía atar un toro a una estaca fija en la orilla, a la profundidad de unos dos pies de agua; entonces lo atormentaban a escondidas retorciéndole el rabo hasta que mugía. Tan pronto como las morsas; oían esto lo tomaban como una señal de los de su propia especie y nadaban hacia la orilla; cuando llegaban donde el agua era poco profunda, se arrastraban hacia el toro sobre sus cortas y torpes piernas y se las cogía sin dificultad.
Más tarde vi varias manadas de marsopas jugando en el río: cada una producía, según dijeron, una gran cantidad de aceite y de sus pieles se hacían chalecos muy abrigados. Eran en su mayor parte blancas, y cuando salían a la superficie tenían la apariencia de puercos. De noche, si se me permite el uso de un irlandesismo (siendo irlandés de nacimiento), con frecuencia producían hermosos fuegos artificiales en el agua, especialmente cuando dos manadas se cruzaban una con otra, dejando cada una una ondulante estela de luz en su carrera.
No debe pensarse que estábamos tan distraídos por las interesantes vistas que encontrábamos a nuestro paso que nos olvidábamos del propósito del viaje, o sea expulsar a los invasores americanos de Canadá. Teníamos, en efecto, la completa seguridad de que los americanos, luchando, no en defensa de sus hogares sino como invasores en un país extranjero con el cual no tenían nada en común, no tendrían probabilidades de victoria contra nosotros. Carecerían de la oportunidad de disparar desde detrás de muros de piedra a una columna en línea de marcha como en Lexington, o de defender una posición preparada contra un ataque frontal como en Bunker’s Hill; ni podían contar con la ayuda o siquiera la neutralidad de los habitantes. Estaban acostumbrados a pelear individualmente, no como un ejército; y en batallas a campo abierto, como ésta, la victoria tiene que ser siempre de los que muestren la más perfecta disciplina y más fiel obediencia de las instrucciones de su comandante, mientras que éste no sea un perfecto imbécil, como muy pocos de nuestros generales eran.
Los americanos que se enfrentaron con nosotros hicieron tres expediciones. Primero, los dos mil que asediaron Quebec, los cuales, en la primera salida que hizo el general Carleton —para ver, según dijo, «a qué vienen estos bravucones»—, habían huido casi sin resistencia, abandonando toda su artillería y sus provisiones. A éstos se sumaron dos mil soldados más mandados por el general Tomson, que había sido enviado desde Boston para ayudar en la toma de Quebec; habían podido ser ahorrados para esta empresa porque en marzo el general Howe fue obligado a evacuar Boston, con todo su equipaje. El que llegaran demasiado tarde se debió a la mala dirección y a la desunión. Además de éstos, tres mil quinientos hombres habían llegado al mando del general Sullivan, y el coronel Benedict Arnold de Montreal con sus trescientos veteranos. Ésta era una fuerza considerable por su número, pero nosotros teníamos trece mil hombres que poner frente a sus ocho mil, y estaban mucho mejor equipados con artillería. Se informó que los americanos estaban concentrados en Sorel, a unos sesenta kilómetros río arriba por la orilla opuesta. Entre ellos y nosotros estaba el ancho lago de St. Peter con sus mil islas, que sería la siguiente etapa de nuestro viaje hacia Montreal.
Llegamos a Three Rivers después de haber sido transportados en bateaux, especie de barcas peculiares de Canadá, de fondo plano y con los extremos muy puntiagudos y exactamente iguales. Los costados eran de unos cuatro pies de alto y había bancos y remos para los remeros; el bateau llevaba también vela, aunque era muy poco manejable, tanto a vela como a remo. Su ventaja consistía en que calaba muy poco y podía ser impulsado con palos cuando no había viento y donde los remos no servían. Estos palos eran de unos ocho pies de largo, extremadamente ligeros y con un remate de hierro. La corriente en el centro del río San Lorenzo era tan fuerte, que para vencerla la tripulación tenía que mantenerse cerca de la orilla y usar sus pértigas al unísono. El bateau era timoneado por un hombre con un palo en la parte de atrás, que lo hacía correr de lado a lado para mantener el rumbo.
Three Rivers nos decepcionó por su tamaño, aunque por su importancia era la tercera ciudad de Canadá. Tenía sólo doscientas cincuenta casas, la mayor parte de madera y de aspecto insignificante, dos monasterios en desuso, un convento en activo de las monjas ursulinas, y un cuartel con capacidad para quinientos soldados. La ciudad solía ser muy frecuentada por los indios, que traían pieles por los ríos que le daban su nombre; pero por entonces el comercio había sido desviado hacia Montreal, por ser un mercado más accesible para los campos de caza indios, y Three Rivers no era más que un puerto de paso entre Quebec y Montreal.
Mi compañía fue alojada aquella noche en un granero perteneciente a las ursulinas y muy bien tratada por el capellán de la hermandad. Nos invitó al teniente Kemmis y a mí a entrar en una parte del convento que podía ser visitada sin autorización del obispo, lo que no era posible en la parte donde habitaban las monjas. Nos condujo a una hermosa sala con una deliciosa vista sobre los jardines del convento, y luego llegó, como deslizándose, la madre superiora y un grupo de hermanas legas, que no estaban sujetas por los mismos votos estrictos que las otras. Yo sólo pude hacer reverencias y sonreír, pero el teniente Kemmis les ofreció una serie de galanterías en su imperfecto francés, que mucho agradaron a la anciana. El hábito de la orden, muy pobre, consistía en una túnica negra, un pañuelo blanco con esquinas redondeadas y atado al cuello, un tocado del mismo material que sólo dejaba ver la parte central del rostro, un velo negro de gasa que ocultaba la mitad de esa parte y caía sobre los hombros, y una cruz de plata colgada sobre el pecho.
Nos mostraron algunas de las obras de artesanía de la hermandad, cuya venta les ayudaba a mantenerse, esperando que compráramos algunos objetos, lo cual hicimos. No es corriente que los soldados en vísperas de una batalla se llenen los bolsillos y las mochilas de regalitos para enviar a sus amigos, pero no podíamos decepcionar a esas pobres mujeres. Les compramos dos carteras, una cesta de labor y un neceser, todo hecho de corteza de abeto y bordado con pelo de alce, teñido en varios y brillantes colores; y también algunos modelos de hachas indias, cuchillos de arrancar cabelleras, pipas indias, y esas canoas de corteza por cuya fabricación era famosa Three Rivers, Nos lo pusieron todo con gran pulcritud en cajas pequeñas hechas a propósito, de la misma corteza.
El día siguiente lo pasamos haciendo instrucción, por pelotones y por compañías, y el comandante Bolton nos hizo saber que lo que hasta entonces habíamos considerado acaso como una ociosa ceremonia, tenía un propósito práctico y mortífero. Declaró que debíamos mostrar la misma firmeza y unanimidad en el campo que en los desfiles. Por la tarde fui a ver, por curiosidad, a un grupo de indios en la fabricación de sus canoas, obra realizada con la mayor destreza. Comenzaban con una armazón de gruesas y ásperas varas de nogal americano, unidas por tiras de corteza de olmo. Sobre esto cosían, con tendones de ciervo, largas franjas de corteza de abedul, que se parece a la del alcornoque, pero tiene la fibra mucho más apretada y mucho más maleable. Luego ponían una gruesa capa de pez sobre las costuras entre las diferentes piezas. El interior era forrado con dos capas de delgadas piezas de pino, colocadas en dirección contraria unas a otras. Una canoa de este tipo era tan ligera que dos hombres podían llevar una sobre sus hombros sin fatigarse, y tenía capacidad para seis personas. Era maravilloso ver con qué velocidad podían ser impulsadas estas canoas: en pocos minutos, un bote de quilla remado por igual número de hombres era dejado atrás, como un simple puntito en el río. Pero se volcaban con mucha facilidad al menor movimiento indebido; y los habitantes preferían canoas más sólidas talladas en simples troncos de cedro rojo.
La obra era realizada enteramente por mujeres, que hacían todo el trabajo de la tribu, como obtener y transportar combustible, sembrar maíz y plantar vegetales, cocinar, adobar cueros, practicar la medicina y hacer instrumentos y utensilios domésticos. Los hombres proporcionaban los alimentos y defendían el campamento, pero no consideraban propio de ellos el hacer ningún otro trabajo.
Observé a varios hombres que estaban haraganeando en la orilla, fumando sus calumets, que eran una combinación de pipa y hacha. Uno de ellos, sentado con las piernas cruzadas en su manta, con la cara negra y los cabellos sin adornos, lo cual se me dijo que significaba luto y venganza insatisfecha, me ofreció una hermosa bolsa de piel de nutria. La abrí y hallé dentro un terrón de tabaco en un compartimiento y hojas secas en el otro. Al verme perplejo, cogió la bolsa, extrajo el terrón de tabaco, lo cortó en hebras en la palma de la mano con su navaja, lo frotó con las hojas secas, que eran del árbol llamado zumaque, y finalmente cogió mi pipa del cinturón, donde yo la había puesto, y la llenó con aquella mezcla. Prendió fuego a un pedacito de madera seca con el eslabón y el pedernal, encendió la pipa y me la puso entre los labios. Éstas eran acciones simples y familiares, pero ejecutadas con indescriptible gracia y armonía.
Excepto en sus danzas de guerra o cuando estaban embriagados, jamás vi a un indio hacer movimientos que no fueran agradables a la vista. Me senté durante unos minutos a observar a este hombre, que parecía un fumador muy sincero y honrado. No se quitaba la pipa de la boca sin la debida solemnidad, y el acto de inhalar el humo parecía tener algo de ceremonia religiosa. Permaneció todo el tiempo sumido en una profunda melancolía. Una india que hablaba un poco inglés, ese inglés poco gramatical y simple que usan los mercaderes de Montreal, me refirió la historia de ese hombre. Había perdido a tres niños de viruela, y a su hermano le habían arrancado la cabellera durante un viaje en busca de pieles allá lejos, hacia el norte. Quería ir a la guerra a fin de cambiar su suerte, pero su jefe se lo había prohibido. Se llamaba Sopa Fuerte, y llevaba atadas a sus piernas unas pieles de mofeta, insignia del valor reconocido. Las pieles de mofeta se las había ganado en un acto de desesperada audacia contra los algonquinos, llevado a cabo para borrar el estigma de una desventura previa: cuando había huido de los mismos algonquinos sin armas y dejando el taparrabos en sus manos. Su venganza fue matar a tres guerreros algonquinos, dos mujeres y el único hijo de su jefe, llevándose como trofeos cuatro cabelleras. Las burlas populares contra él fueron por ello prohibidas por el jefe de guerra mediante el pregonero público.
Otro incidente de interés ocurrió mientras estuve yo allí. La mujer que me contó la historia de Sopa Fuerte tenía dos niños con ella, uno pequeñito y una niña de unos siete años. El niño estaba envuelto en una sábana y atado fuertemente a una tabla algo más larga que él. Unas piezas de madera inclinadas protegían la cara del niño, por si la tabla se caía, y estaba colgado de la rama de un árbol; la madre lo mecía como un péndulo mientras continuaba su trabajo. La niña iba vestida con una holgada prenda de algodón y era muy atrevida. Se puso detrás de mí, palpando mi equipo de un modo que la madre consideró descortés. El castigo no fue una regañina o una bofetada, como hubiera sido en Irlanda, sino una mirada severa y un puñado de agua cogida del río y arrojada a su cara, lo cual humilló tanto a la niña que echó a correr y se escondió dentro de la canoa. Para confortarla, le regalé un costurero que había comprado a las monjas, que miró con evidente exultación, y pronunció un elocuente discurso de agradecimiento.
—¿Qué es lo que dice? —le pregunté a la mujer.
—Le desea a usted que mate muchos osos, muchos venados, que corte muchas cabelleras. Dice que su mano, como una criba, da muy buenos regalos.
La mujer y la niña tenían las voces más delicadas y armoniosas, lo cual era la regla más bien que la excepción, según descubrí; por contra, casi todos los indios con quienes hablé lo hacían como si tuvieran una patata caliente en la boca o un fuerte peso en el pecho, pronunciando las palabras fatigosamente desde la parte inferior de la garganta y moviendo muy ligeramente los labios.
Las mujeres llevaban mocasines, polainas y una blusa suelta y corta como los hombres, pero sujeta al cuello con broches de plata. Llevaban también piezas de tela azul o verde arrolladas en la mitad del cuerpo y que llegaban hasta la rodilla, y brazaletes de plata en las muñecas. Más adelante tendré más que decir sobre este interesante pueblo, pero no puedo pasar aquí por alto el asombro que sentí cuando la india con la que había estado conversando bajó la cuna de la rama, y desenvolviendo al niño lo apretó por un instante contra su oscuro seno; entonces vi que el niño era tan blanco como un inglés. Más tarde pude observar que ni aun los niños negros eran perfectamente negros cuando nacían, sino que iban adquiriendo el tono de azabache gradualmente, igual que en el mundo vegetal los primeros brotes, al surgir de la tierra, pasan del blanco al verde pálido y luego al esmeralda cuando llega mayo.
Estábamos durmiendo sobre lechos de paja en el granero de las ursulinas cuando comenzaron a sonar súbitamente los tambores y entró el teniente Kemmis, llamando a su mozo. Parecía estar muy animado.
—¡Ea, muchachos! —gritó—, según parece vamos a darles una paliza esta mañana. A prepararse rápido, pero sin confusión. Sargento Lamb, inspeccione las armas y las municiones de los soldados. Preste especial atención a los pedernales. Si alguno está gastado, ponga otro nuevo. ¿Tiene usted la llave de la caja?
—Está bien, señor… Vamos, muchachos. Señor teniente, ¿están cerca los americanos?
—Anoche pasó una brigada de cincuenta bateaux, procedentes de Sorel, y desembarcaron en Point du Lac, a unos dieciséis kilómetros de aquí, río arriba. Tenemos órdenes de incorporarnos a la vanguardia con las compañías de flanco de los otros regimientos.
Pronto nos vimos marchando en la oscuridad a lo largo del camino del río. Nuestra compañía, que era la más antigua de las de infantería ligera presente, tuvo el honor de encabezar la marcha. Se hizo de día antes de que llegáramos a establecer contacto con su vanguardia. Ellos marchaban a lo largo del río de un modo descuidado, como una congregación que saliera de la iglesia, como si no esperaran tropezar con ninguna resistencia. Eran hombres delgados, de miembros relajados, vestidos con oscuras camisas de caza, largos calzones color de lodo y polainas de color amarillento. Llevaban adornos rizados al cuello, en el extremo inferior de las chaquetas, en los hombros, en los codos y en torno a la muñeca. Sus sombreros eran redondos y oscuros, con una ancha ala doblada hacia arriba en tres partes, y en una doblez llevaban pegada una ramita verde. Este colorido, siendo una imitación perfecta de los tonos de un bosque, hacía muy difícil verlos en una zona arbolada, mientras que una chaqueta roja se destacaba como un rosal sobre un campo de rastrojos. Aquí, sin embargo, en terreno descubierto entre el agua azul y el verde fresco del maíz tierno, constituían buenos blancos. Rápidamente ejecutamos una de las nuevas maniobras que habíamos aprendido del Treinta y Tres en Dublín, lanzándonos a través de un maizal. Allí disparamos dos andanadas bien concertadas, para gran escándalo y dolor del labrador, que trató de alejamos con gritos y blasfemias, sin importarle las balas que zumbaban ya sobre su cabeza: «Sacré nom du grand archange Saint Michel et de tous ses anges inférieurs, éloignez vous bien vite de mes putats, assassins, ou je vais le dire au général Carleton!» Esto, más o menos, quería decir «¡Por el santo nombre del arcángel san Miguel y de todos sus ángeles inferiores, alejaos de mis patatas rápido, asesinos, o se lo diré al general Carleton!»
Una bala hizo saltar entonces la pipa de la boca de este honrado labrador, y un fragmento de arcilla le raspó la mejilla. Dándose cuenta de súbito de lo peligroso de su posición entre dos fuegos, saltó como una liebre a la zanja y allí se quedó tendido, gritando y blasfemando. Su estribillo era que al día siguiente mismo subiría a su bote y bajaría hasta Quebec para quejarse del ultraje al general Carleton, que jamás dejaba de hacer justicia.
Los americanos no permanecieron al alcance de las balas, sino que corrieron a apoderarse de una ligera cordillera de lomas, donde comenzaron a cavar trincheras. Llegaron refuerzos a ambas partes. Nuestras órdenes eran resistir con firmeza y conservar nuestras municiones: si atacaban, atacaríamos a la bayoneta saliéndoles al encuentro.
Siendo ésta la primera escaramuza en que yo tomé parte, me pareció realmente un asunto muy serio, especialmente cuando las balas pasaron silbando junto a nuestras orejas. Había unos pocos veteranos entre nosotros que estaban acostumbrados a este trabajo, entre ellos el viejo sargento Fitzpatrick, que iba con un himno del reverendo Charles Wesley en los labios y una cólera devota en los ojos. Pero Johnny Maguire el Loco lo tomó con mucha calme.
—¡Oh, por los santos, muchachitos, no lo toméis tan a pecho! —dijo—. Esto no es más que la espuma de la batalla. Yo estuve con el querido Noveno en el sesenta y dos, cuando asaltamos la fortaleza del Morro en La Habana. ¡Y por Cristo, que allí sí hubo que pelear fuerte!
Nos había dicho a todos, durante mi inspección de sus armas y sacos aquella mañana:
—Ahora, no hay que alarmarse si oís el silbido de una bala disparada contra vosotros, pues eso significa que ha pasado. La bala que no se oye es la que hay que temer, pues con frecuencia se da uno cuenta después que lo ha matado.
—¿Te ha ocurrido eso a ti muchas veces, Johnny Maguire? —le preguntamos.
—No, que yo recuerde —contestó con seriedad—, pero he tenido un par de buenos sustos.
Pronto comenzaron a rugir los cañones de los barcos que estaban en el río, y las piezas de campaña que acompañaban la expedición disparaban sobre nuestras cabezas. El fuego de los barcos era particularmente intenso, pues se acercaron y disparaban desde el flanco a quemarropa. En una batalla desaparece todo sentido del paso del tiempo, como en la niñez o durante un juego de naipes cuando se hacen grandes apuestas. Pudo ser cinco minutos o media hora el tiempo que pasó hasta que vimos que los americanos se estaban alejando de dos en dos y de tres en tres y que su fuego disminuía. Calamos las bayonetas y saltamos tras ellos con un grito. Ellos no intentaron resistir, lo que en verdad hubiera sido una locura dada su situación. Se habían enterado de pronto de que una brigada de soldados ingleses había desembarcado de los transportes a cierta distancia, a su retaguardia, y su único pensamiento era ahora llegar de nuevo a sus bateaux, que estaban a unos cinco kilómetros, antes de que les cortáramos la retirada. Unos pocos valientes u obstinados permanecieron detrás disparando hasta el final, pero con muy escasos resultados: en todo el día nuestro ejército no perdió más de una docena de hombres, muertos o inutilizados para la lucha. Los colonos en retirada llegaron pronto a terreno cubierto; nosotros habíamos avanzado tan rápidamente, que los rezagados se subieron a los árboles.
Los americanos ganaron la carrera hasta los botes, de los cuales sólo se cogieron dos, y pronto estuvieron a salvo entre las islas y vados del lago St. Peter, donde nuestros barcos no podían perseguirlos. Dos generales, varios oficiales inferiores y doscientos hombres se rindieron en los bosques. Yo no pasé por ninguna aventura personal de que pudiera vanagloriarme más tarde; el único americano al que disparé, cuando huía de mí en el bosque, salió ileso. Así terminó la breve, gloriosa y nada notable batalla de Three Rivers, de la cual los americanos hablaron más tarde como si hubiera sido una gran victoria, declarando que habían caído aquí tantos ingleses como en Bunker’s Hill, mientras que sus propias pérdidas habían sido insignificantes.
Al día siguiente, salimos de Three Rivers y nos pusimos a bordo de transportes a toda prisa; habiéndose levantado viento, la flota navegó hacia Sorel. La mayor anchura del lago St. Peter, a través de la que ahora íbamos navegando, era de unos veinte kilómetros, y su longitud unas dieciocho. El número de islas era tan extraordinario que resultaba imposible no sentir asombro de que barcos tan grandes como los que visitaban Montreal pudieran pasar entre ellas; y en efecto, el canal era muy intrincado. El teniente Kemmis halló la perspectiva altamente romántica, especialmente puesto que muchas islas estaban pobladas por indios vestidos con sus trajes de fiesta para saludar al convoy al pasar, y sus canoas corrían continuamente hacia los barcos, gritando los indios largas exhortaciones y saludos. Lo único inteligible de todo esto era una continua demanda de «agua de fuego», como llamaban a las bebidas alcohólicas, pues hasta que los ingleses desembarcaron en el continente americano, este pueblo no conocía estos licores intoxicantes.
El Friendship varó en un banco de arena en medio del lago. Se enviaron algunos hombres en un bote con un ancla, que soltaron a aguas profundas; esto nos ayudó a desencallar, así que sólo estuvimos dos horas varados. Sin embargo, no fue posible recobrar el ancla, lo cual causó tanto pesar al capitán como no hubiera creído yo que sintiera por la pérdida de todo lo que llevaba el barco. Para los capitanes de transportes alquilados, evidentemente, la tripulación, el cargamento y el bienestar de su país eran objetos secundarios. Por ese entonces, uno de ellos se zafó de la fragata que vigilaba el convoy, y llegó a Boston con un cargamento de quinientos barriles de pólvora, que vendió a los americanos por una suma que le hizo rico para toda la vida.
Nuestro viaje desde Three Rivers a Sorel, en la cabecera del lago, nos llevó cinco días, que fueron demasiados, pues al desembarcar hallamos las hogueras del campamento americano ardiendo todavía, pero todos los hombres se habían ido. Fue allí donde vimos por última vez el Friendship. Desembarcamos con todo nuestro equipaje y, dejando el San Lorenzo (que en este punto corre a trece kilómetros por hora) marchamos hacia el sur por el río Sorel, rumbo al lago Champlain. Una segunda columna persiguió otra parte de las fuerzas americanas hacia Montreal. Comenzamos nuestra marcha en tres columnas al mando del teniente general John Burgoyne, oficial de mucha experiencia y universalmente estimado por sus soldados, aunque un poco regañón y susceptible de dejarse llevar fácilmente por su elocuencia a la exageración de las faltas cometidas por sus superiores y los agravios de ellos recibidos. Era un ejército excelente; muchos de los que servían en él habían combatido contra los franceses y los españoles. Los errores que nosotros cometimos fueron por tanto totalmente distintos a los de los americanos: acostumbrados sólo a pelear al estilo indio, ellos erraron por falta de regularidad, de organización y disciplina; nosotros fallamos con frecuencia por exceso de rigidez. Nuestras medidas para la marcha, para acampar, reconocer el terreno, fijar puestos avanzados y suministrar municiones, vituallas y forraje eran admirables; lo mismo que durante toda la guerra, se adaptaban a las circunstancias. Pero íbamos siempre con horas de retraso respecto de nuestro enemigo en retirada, el cual, a pesar de su prisa, tuvo cuidado de destruir con fuego todos los bateaux, barcos y almacenes militares que no se podían llevar, y además, muchas casas.
Sus penalidades fueron muy grandes: un ejército británico superior les seguía de cerca, y sus hombres se veían obligados a arrastrar bateaux cargados, corriente arriba, con frecuencia con el agua hasta la cintura. Además, iban muy escasos de plomo para sus balas, de papel y de hilo para hacer cartuchos, y de toda clase de medicamentos. Esto último era lo más grave, ya que muchos de ellos luchaban bajo aquella terrible enfermedad, la viruela, que con tanta fuerza azotó siempre América. Nosotros teníamos órdenes de no tocar ningún objeto dejado por ellos en su huida, ni ocupar ninguna vivienda donde ellos se hubiesen alojado. Dado que dejaban tras de sí a los muertos y heridos en cantidades considerables, formamos nosotros escuadras regulares de enterramiento, compuestas por hombres que habían pasado ya esa enfermedad.
Había llegado la estación de las enfermedades, y los americanos sentían tal terror a la muerte por la viruela, que se dejaban inocular contra ella por los médicos; esto es, la materia fétida de un enfermo se introducía bajo las uñas de un sano. La intención era que contrajera la enfermedad, pero no de gravedad, y fuera luego inmune al contagio. En América, desde la gran epidemia de 1764, había sido costumbre efectuar inoculaciones en grupo: formar un grupo de personas de ambos sexos, en una casa espaciosa con un jardín cercado, para que se infectaran todos juntos. Podían contar con dos o tres días de cama, y seis semanas de cuarentena pasadas alegremente, sin hacer nada, bebiendo, amando, discutiendo de política, jugando a las cartas, rezando y haciendo tonterías. En estas condiciones, unos pocos enfermaban de gravedad, algunos morían, pero se salvaban muchas vidas. Sin embargo, el presente no era tiempo para tales jolgorios; las pobres criaturas, ya devastadas por las penalidades de la guerra, no podían soportar el veneno. Además, no era posible pasar la cuarentena y los que eran inoculados transmitían la enfermedad a sus camaradas. Los médicos recibieron orden de suspender esta práctica, pero ello no impidió que los soldados se inocularan unos a otros, realizando la operación de una manera bastante sucia. Aunque las fatigas de nuestra marcha eran grandes, estoy seguro de que hubiéramos podido alcanzar a los americanos si el instinto no hubiera contenido a nuestros soldados de aumentar su ejercicio: moderamos suficientemente el paso para evitar el contagio de nuestros adversarios enfermos.
Los canadienses mostraron un violento resentimiento contra los invasores por traer tanta mala suerte y tan poco dinero contante al país. Muchos de ellos habían sido influenciados por las esperanzas de sacar provecho o por las profecías de una derrota inglesa para tomar partido por los americanos; y esto contra las advertencias de sus sacerdotes, que se negaban a confesar a ningún rebelde. Y no podía esperarse que el clero adoptara otra actitud, habiendo sido el Congreso tan indiscreto, por no decir tan cínico, pues mientras simulaba, mucha simpatía hacia los canadienses en su lucha contra la opresión inglesa, habían publicado un manifiesto dirigido al pueblo de Inglaterra que contradecía totalmente esto. El manifiesto atacaba fuertemente al parlamento por los privilegios concedidos al papismo en Canadá, que declararon era la difusión de la impiedad, la persecución y el asesinato en todas las partes del globo. Ahora, aunque el Congreso había asegurado meses antes a estos rebeldes canadienses que «jamás abandonaremos nuestros amigos canadienses a la furia de nuestros enemigos comunes», los dejaron expuestos a las duras penalidades que van unidas al crimen de ayudar o confortar a los enemigos de Su Majestad. El ejército en retirada sólo podía recomendar a los rebeldes canadienses que se entregaran a la merced del gobierno; y esto, aunque con intención irónica, resultó ser un buen consejo. Que yo sepa (estuve en Canadá durante doce meses después de esto) ninguno de ellos fue preso ni castigado en modo alguno por el general Carleton.
El 17 de junio llegamos a las colinas de Chambly, unos sesenta y cuatro kilómetros más allá de Sorel, y tomamos posesión del viejo castillo francés. Hallamos que todos los edificios de madera del lugar, y todos los botes demasiado grandes para ser remolcados corriente arriba, habían sido reducidos a cenizas. El pueblo francés de los alrededores se sintió profundamente aliviado de que en esta nueva guerra no les hubieran llamado para el servicio de trabajos obligatorios, como en los viejos tiempos. Se nos dijo que el general Montcalm había visitado una vez el castillo en la última guerra para asegurarse de que estaba en buenas condiciones de defensa; los campesinos cayeron de rodillas en torno a él para implorarle que aliviara la tiranía y la opresión de sus capitanes de milicias. Entre otros, el dueño del aserradero se quejó de que, aunque súbdito leal del rey Luis, había sido en extremo maltratado por la corvée, su cosecha estaba perdida, su familia muriéndose de hambre, y los dos caballos que le quedaban habían perecido por exceso de trabajo aquel mismo día. El señor Montcalm lo miró con gravedad, y luego, dando vueltas pensativamente a su cruz de San Luis, observó:
—Pero todavía le quedan los pellejos, ¿no? ¡No tiene por qué quejarse!
Era en Chambly donde nuestro general Prescott había sido capturado por el general Montgomery el año anterior, junto con once barcos y varias compañías de soldados de los Regimientos Séptimo y Veintiséis. Pronto fue cambiado con los americanos por el general Sullivan, que ahora se enfrentaba con nosotros, y puesto al mando de Newport, Rhode Island, pero allí fue capturado nuevamente por una partida expedicionaria mientras dormía, y se lo llevaron sin pantalones. Era un hombre muy malhumorado y sin seso, y padecía de gota. Nuestra gente lo canjeó entonces por otro general americano, Charles Lee, no tanto porque necesitaran al pobre general Prescott como porque la vuelta del general Lee al mando enemigo crearía dificultades al general Washington, hacia el cual era abiertamente hostil. El general Prescott se ganó el título jocoso de «moneda oficial americana».
Al día siguiente ocupamos los reductos de St. John, donde el enemigo, en su precipitación, había dejado veintidós piezas de cañón, dispuestas para ser disparadas. El país que habíamos atravesado hasta llegar a Chambly era llano y sin interés, excepto por los pájaros, flores, árboles y animales desconocidos para nosotros. Vimos ardillas grises y ciervos, y Smutchy Steel tuvo la desgracia de coger un bicho semejante a un gato gris con listas blancas y rabo muy peludo, que vino hacia nosotros escapando de un par de perros. Este animal, que los canadienses llamaban el Hijo del Diablo, descarga su orina cuando es atacado, la cual infecta el aire con un hedor intolerable. Le empapó las polainas a Smutchy, y éste tuvo que quitárselas y abandonarlas. Había frambuesas silvestres en abundancia al margen del camino.
Un oso cruzó un claro y yo le hice un disparo, pero fallé. Este animal era más tímido que fiero; rara vez atacaba al hombre, y huía aterrado ante los perros. Sólo en julio era peligroso, pues ésta era su época de procreación y era terriblemente celoso. Luego se volvía muy flaco, por la pasión y la cólera, y se abstenía de comer. Su carne adquiría un gusto tan desagradable que los indios no la comían; pero pasada esta estación, engordaba de nuevo y se atiborraba de miel y de uvas silvestres y otras frutas otoñales.
Había una infinita y deliciosa variedad de árboles, muchos de ellos en extremo altos, y muy pocos que correspondieran en follaje o corteza a los árboles ingleses. Por ejemplo, había tres clases diferentes de nogal: el duro, el tierno y el amargo. Del tierno, cuya madera era casi incorruptible en el agua o en la tierra, los canadienses hacían sus ataúdes; la nuez del amargo producía una especie de aceite para lámpara muy bueno; la nuez del duro era la mejor para comer, pero producía estreñimiento. Había hayas y olmos en gran abundancia, y también el arce del azúcar, cedros, ciruelos silvestres y cerezos.
Pero toda ventaja local queda anulada por las desventajas. Cuando acampábamos por la noche, teníamos que limpiar la maleza y cortar los árboles pequeños en derredor: en tales ocasiones éramos asaltados por enormes enjambres de mosquitos. No se les podía alejar ni por el humo y las llamas de las fogatas que nos veíamos obligados a tener siempre encendidas. De este modo pierde el hombre la oportunidad de disfrutar de los dulces perfumes y la abundancia de flores de estas exuberantes regiones, pues la pérdida de la paz y comodidad causada por esos odiosos insectos no puede ser compensada con nada; y siendo la sangre de un inglés más rica o menos endurecida contra los aguijonazos de los mosquitos que la de los americanos, lo vuelven loco.
Continuamos nuestra marcha durante una semana, pasando el pantano de St. John y Nut Island, hasta que llegamos al extremo norte del lago Champlain, que era estrecho y largo, corriendo hacia el sur durante unos ciento sesenta kilómetros hasta Crown Point, donde se unía con las aguas del George. Por falta de botas no pudimos perseguir al enemigo más allá, y además, ellos tenían varios barcos armados en el lago. Pero los habíamos visto salir de Canadá, y entre la viruela y la lucha, en un mes habían perdido a cinco mil hombres. La viruela fue la que causó la mayor parte de las bajas. Se nos dijo que en una ocasión dos de sus regimientos no tenían un solo hombre sano, otro tema sólo seis, y otro sólo cuatro; dos más se encontraban casi en las mismas condiciones. Si el resto de la guerra había de tomar el mismo curso, pronto estaríamos de vuelta en Inglaterra. Sin embargo, nos vimos ahora obligados a hacer un alto para transportar hasta el lago Champlain una flota suficientemente fuerte para vencer a los cañones de sus goletas, que lo patrullaban y nos impedían proseguir la marcha.