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Al entrar los americanos en Canadá aquel otoño, el gobernador sir Guy Carleton escapó río San Lorenzo abajo desde Montreal, en una canoa hecha de un tronco de árbol, por la noche, y con dificultad llegó a Quebec. Nuestro piloto lo describió como «un hombre de diez mil ojos, muy valiente». Sin duda era además hombre prudente, pues inmediatamente había expulsado de Quebec, junto con sus familias, a todas las personas de edad militar que rehusaron empuñar las armas por el rey. El 1 de diciembre, el general Montgomery se reunió con el coronel Benedict Arnold ante la ciudad y montó sus cañones para establecer el sitio. Como una perfecta novedad en la ciencia militar, los montó en plataformas de nieve y agua congelada. Los disparos, sin embargo, eran demasiado débiles para hacer impresión alguna en la defensa; por lo cual, después de consultar con sus oficiales, el general Montgomery decidió que se realizara un asalto simultáneo por dos partes, en la noche del 23 de diciembre. Alardeaba de que pasaría las Navidades en Quebec o en el infierno. Sin embargo, se vio forzado a retroceder en su empresa debido a la claridad del tiempo, ya que para lanzar un asalto victorioso necesitaba la capa de una tormenta de nieve. A pesar de lo difícil que era la situación de los defensores, con escasez de combustible, cortedad de las raciones, un amplio circuito de murallas que defender y una inquieta población ajena que mantener a raya, la de los asediadores era mucho peor. No existía unanimidad entre estas tropas, compuestas por contingentes de varias colonias, de las cuales sólo a los fusileros de Virginia, estando mejor calzados que los demás, no se les heló el entusiasmo. La temperatura había bajado tanto, que resultaba imposible tocar metal con la mano desnuda sin que se cayera la piel. Hasta en la ciudad los soldados tenían bastante trabajo para impedir que se les congelara la nariz, y varios centinelas perdieron la vista por el frío extremo.

Cómo se las arreglaron los americanos para no morir todos de frío, es cosa que no me explico. Los de Virginia llevaban blusas blancas de lino, tan inadecuadas para el invierno que entre los campesinos franceses circuló la leyenda de que eran inmunes al frío. En los relatos que abundaron sobre sus hazañas, la palabra toile, que significa en francés tela, se transformó en tole, que significa chapa de hierro, y sin duda pasará a la historia una leyenda de ogros vestidos de blanco, a prueba de hielo, y con coraza de hierro, que trataron de invadir el país. Para más infortunios, se declaró entre ellos una epidemia de viruelas. Las deserciones de las compañías de Nueva Inglaterra eran frecuentes, y muchos hombres evitaban el servicio fingiéndose enfermos, delito por el cual les ataban una soga al cuello y, para escarnio, los hacían desfilar ante sus camaradas, y luego los azotaban. Lo que empeoró todavía más las cosas fue la falta de dinero para pagar a estos hombres de modo contante y sonante. La orden del Congreso americano de que no se debían robar los efectos de los canadienses era tan estricta, que las ropas y los alimentos necesarios no se podían coger de la gente del país, a la cual no se debía obligar por ningún medio tampoco a aceptar el papel moneda americano, llamado «moneda continental».

El general Montgomery no tenía más camino que el de atacar o retirarse, pues fracasó en todos los intentos de seducir a la población francesa de Quebec para que se rebelara. Con ese propósito habían sido disparados mensajes atados a flechas por encima de las murallas, y un emisario, una mujer, consiguió entrar en nuestro campo: fue detenida, juzgada, encarcelada y luego azotada con ignominia.

La insignia distintivo adoptada por los americanos, que no tenían un uniforme común, era una rama de abeto que llevaban en el sombrero; pero el general Montgomery, que ahora estaba proyectando un asalto para el último día del año, sustituyó estas ramas marchitas por una insignia de papel en la que cada soldado escribía de su puño y letra estas palabras: «¡Libertad o muerte!»

Según las palabras de nuestro piloto francés, que parecía muy divertido por la circunstancia:

—Por Dios, este general se ve obligado a probar ese día, el último posible.

—¿Cómo el último posible? —habíamos preguntado nosotros.

—Esa milicia de Nueva Inglaterra termina el fin de año; al acabarse el año se irán a sus casas más que corriendo.

El asalto fue lanzado a eso de las cinco de la madrugada del Año Nuevo de 1776, con la ayuda de un temporal de nieve y viento. La guarnición, aunque advertida de antemano de que se esperaba un ataque, fue distraída por dos falsos intentos de escalar las defensas, que tenían más de cuatro kilómetros de circunferencia. Muchos de nuestros hombres también estaban incapacitados por haber bebido demasiado a la salud del año nuevo. Con poca oposición, los fusileros de Virginia, bajo su gigantesco comandante coronel Dan Morgan, se abrieron paso hacia la parte baja de la ciudad, que era un amplio suburbio de casas de madera contiguo al río, y allí penetraron hasta el pie de la calle Mountain, que subía en zigzag hasta la parte alta de la ciudad. Allí encontraron abierta la entrada de la barrera inferior, dejada así por equivocación; y los reclutas franceses no tardaron en bajar corriendo junto a nuestras bien colocadas baterías para entregarse como prisioneros; esta barrera fue tomada en el primer asalto. Pero en vez de continuar hacia adelante, los de Virginia esperaron lealmente: éste era el lugar convenido para enlazar con la columna del general Montgomery, que atacaba a cierta distancia. Esperaron en vano, pues el general herido en los muslos y la cabeza por una súbita descarga de granadas en el momento del asalto estaba muerto.

El coronel Benedict Arnold, a cuyas órdenes servían los de Virginia, era considerado el soldado más valiente y capacitado de todo el ejército americano. Si unos minutos antes no hubiera tenido la desgracia de que su pierna fuera destrozada por una bala de mosquete, jamás hubiera permitido la demora y Quebec sin duda hubiera caído, pues la barrera superior de la calle Mountain estaba débilmente defendida. Pero cuando los de Virginia se dieron cuenta de que sólo podían contar con sus propias fuerzas, los ingleses se habían reorganizado y estaban bien situados detrás de la barrera superior. La oportunidad se les había ido de las manos. El plan de los americanos había sido incendiar la parte baja de la ciudad para formar una cortina de humo y asaltar las barreras de la calle Mountain, pero esto no se efectuó y, cuando llegó la mañana, los americanos que no se habían retirado ya fueron rodeados y capturados. El enemigo perdió de seiscientos a setecientos soldados y oficiales, más de la mitad de su fuerza, entre muertos, heridos y prisioneros; las pérdidas inglesas fueron menos de veinte. Sin embargo, el coronel Arnold tuvo la temeridad de acampar a cinco kilómetros de la ciudad, donde la viruela y la miseria continuaban diezmando el número de sus hombres. Aun así, el general Carleton no se sintió tentado de atacar. En abril, los americanos recibieron refuerzos, de modo que sumaban unos dos mil hombres, pero éstos eran insuficientes para un nuevo asalto. El 3 de mayo, barcos de guerra británicos se abrieron paso por entre el hielo flotante, para gran estímulo de la guarnición. Los americanos levantaron entonces sus tiendas y se retiraron apresuradamente río San Lorenzo arriba.

Permítanme describir aquí Quebec tal como la vi desde el medio del río, en la mañana del 29 de mayo de 1776. Al borde del agua había un grupo de almacenes y viviendas, la llamada Ciudad Baja, y detrás de ellos se levantaba un risco compuesto de pizarra y mármol, sobre el que, detrás de baterías y palizadas, estaba la Ciudad Alta. Por la mitad del risco corría un camino serpentino, la calle Mountain, y un sendero zigzagueante con barandilla conducía hacia arriba hasta más allá del gran palacio del obispo católico; y a la izquierda, un poco más arriba, se levantaba el castillo de San Luis, residencia del gobernador, un edificio largo, amarillo, irregularmente construido, de dos pisos. Se creía que el castillo estaba fuera del alcance de los cañones, debido a su elevación, pero esto resultó ser un error: una tarde, durante el asedio, pasó un proyectil a través de una pieza contigua a aquella en que el general Carleton estaba jugando a las cartas con su familia. Más allá se divisaba la pizarrosa torre de la catedral, rodeada por los campanarios de otros edificios religiosos, a saber, los de los jesuitas, los franciscanos, los recoletos, las ursulinas y el hospital, y por muchos altos y bellos árboles. A la izquierda del castillo San Luis había un redondo pináculo de pizarra oscura, conocido como el cabo Diamante, donde existía un fuerte cuadrado, la ciudadela de Quebec; y en el punto más elevado del pináculo una garita de vigía, una jaula de hierro que antiguamente se usaba para los cuerpos de los reos. El cabo Diamante se levantaba a cuatrocientos metros sobre el nivel del mar.

Esta vista era hermosa en extremo y mejorada por los numerosos barcos anclados en aquellas aguas, pero de cerca, cuando bajé a tierra para hacer la guardia, aparecieron muchas imperfecciones. Las fortificaciones, aunque amplias, dejaban mucho que desear en regularidad y solidez, y estando roto el parapeto en muchos lugares, las vías de comunicación entre las obras resultaban extremadamente abruptas. Varias casas, además, habían sido destruidas por los asediados habitantes para convertirlas en combustible; balas y granadas habían desfigurado y quemado el resto; el pavimento de la calle Mountain había sido intencionadamente levantado a fin de que las granadas se enterraran en el suelo antes de estallar, y de este modo resultaran menos mortíferas, y todavía no había sido colocado de nuevo. Además de esto, las calles eran muy estrechas y sucias, y los edificios en general eran pequeños, feos e incómodos. Pero me encantaron las mujeres canadienses que vi en la calle; no eran bellas, pero tenían algo que borraba este defecto: un encanto en el trato y una finura y pulcritud que son más difíciles de olvidar que de describir. Mucho me divirtió también una curiosidad: un gran número de perros de anchos lomos y cortas piernas uncidos a pequeñas carretas que traían productos del campo a la ciudad.

La guardia de la que yo era sargento, al mando de un joven y bien humorado teniente llamado Kemmis, era doble: sobre la puerta de San Juan, al sureste de la ciudad mirando a través del río Charles, y sobre los cautivos americanos en la cárcel contigua, sólidamente construida. El ataque del general Arnold, que se hizo en este punto, debió de ser de lo más furioso, pues la puerta y los muros eran estupendos y no se podría hacer nada contra ellos sin artillería pesada.

Me chocó el aspecto de los prisioneros: habían sufrido terriblemente durante el asedio, aunque el general Carleton les había dispensado el trato más humanitario posible. Sus alimentos habían sido carne de cerdo salada, pescado, galleta y un poco de mantequilla, pero no había medios de proporcionarles remedios contra el escorbuto, que muchos de ellos, ya debilitados por la viruela, contrajeron de gravedad, de modo que los dientes se les aflojaban y caían y su carne parecía pudrirse sobre sus huesos. Sus ropas estaban rotas y piojosas, y toda su risa los había abandonado, dando paso a una melancolía constante. El 1 de abril habían hecho un intento de escapar; con este intento estaba conectado un plan para apoderarse de la puerta de San Juan y dar entrada a las fuerzas del coronel Arnold a la ciudad, pero falló. La causa de este fracaso fue aquella común a casi todas las empresas de guerra americanas: el que los hombres sin experiencia se negaran a subordinarse a los que la tenían. Hacia el fin de su plan sólo quedaba un obstáculo por vencen remover un bloque de hielo que impedía que la puerta de la prisión se abriera hacia afuera. Dos hombres capaces fueron escogidos para salir a eliminar calladamente este estorbo con los largos cuchillos que poseían; pero un par de sabelotodos se les anticiparon tratando de romper el hielo a hachazos, cuyo ruido oyeron los guardias. Todo fue descubierto, y los conspiradores fueron esposados y se les pusieron grillos en los pies. Este obstáculo para hacer ejercicio en la prisión debilitaba su salud todavía más, ayudando al escorbuto, del que perecieron varias veintenas de ellos. El gobernador Carleton, sin embargo, les había permitido comer carne fresca hacia mediados de abril y les mandó quitar los grillos un pronto como la ciudad hubo quedado aliviada. Había distribuido también ropa entre los que carecían de ella. Así que yo no los vi en su peor estado, aunque lo que vi me pareció bastante sorprendente.

Cuando llamé a uno de ellos, James Melville, o tal vez Mellon —no recuerdo bien—, para hablar conmigo, lo que reveló tenía un sentido tan penetrante que jamás pude olvidarlo después. Dijo:

—Si alguna vez salgo de esta cárcel y vuelvo con los míos de nuevo a combatir, juro ante Dios que jamás dejaré que me vuelvan a coger prisionero. Aquí he perdido la mitad de mi alma, limada por esos hierros fríos. Mírame, soldado inglés; yo era un hombre tan robusto y sano como tú en el mes de septiembre último, cuando marché con los demás desde Cambridge en la compañía del capitán Dearborn. Y no fue el río Kennebec lo que me hizo esto, a pesar de los horrendos bosques y montañas, y el hambre canina y la pesada carga; ni las tierras altas donde se me desollaron los hombros de portar las armas. Ni fue el río Chaudière, que vadeamos con el agua hasta las rodillas durante kilómetros en los pantanos helados, habitada sólo por serpientes y garzotas, y nos alimentamos de carne de perro cruda y cortezas de árboles, y yo asé mi bolsa de cuero y me la comí; y padecí también de disentería. Ni fueron tampoco las complicadas penalidades de la campaña ante esta ciudad en el más frío de los inviernos que pueden recordar los de más edad, y con harapos por uniforme. Fueron las sólidas paredes de esta prisión y los grilletes en los pies.

Añadió que, si bien no podía quejarse del trato que le habían dado los ingleses, la milicia canadiense había insultado a estos americanos, amenazándolos con la tortura y la muerte, aunque sin llevar a efecto nada de esto.

—Pero nuestro peor enemigo ha resultado ser aquel que debería ser nuestro amigo, un villano llamado Dewey, elegido entre nosotros como sargento de intendencia. Nos estafó gran parte de nuestras provisiones, así que no teníamos más de cuatro onzas de carne de cerdo y menos de media pinta de arroz y dos galletas al día. Con todo, el Señor nos libró de sus manos. El villano contrajo viruelas, que pronto lo barrieron de la faz de la tierra.

Yo hice a este soldado, el primer nativo americano con quien había conversado, una serie de preguntas. Me dijo que había usado su mosquete en Lexington en abril de 1775, marchando con sus vecinos de Hubbardstown en Massachusetts, y que su entusiasmo por la causa de la libertad había sido encendido la primera vez por un predicador metodista, recientemente llegado de Irlanda, que era un orador muy persuasivo. Este predicador había tomado su texto de Nehemías 4, 14: «No les temas; recuerda al Señor, que es grande y terrible, y combate por tus hermanos, tus hijos y tus hijas, tus esposas y sus casas.»

—Tenía el rostro del color de una galleta, y un mechón negro y húmedo colgaba sobre sus ojos. Sus palabras eran como espadas —dijo Melville.

Le pregunté qué le podía haber hecho a él el rey Jorge. Contestó que este predicador, junto con los demás, le había asegurado que el rey, no contento con hacerle beber aquel dañino té de hierba mala, conspiraba para establecer el papismo en Nueva Inglaterra.

—Pero este rey, al ser coronado, abjuró del papismo de la manera más solemne —dije sonriendo—. No es más papista que tú.

—Ah —repuso él seriamente—, eso creeréis vosotros. Pero me atrevo a jurar que no es el primer personaje que ha jurado en falso cuando le ha convenido. ¿Qué me dices de la ley de Quebec de hace dos años? ¿Fue esa ley la de un monarca protestante? Estableció el papismo en Canadá como religión del estado, diezmos y todo. Ahora se criarán aquí los misioneros bajo la protección real y se esparcirán como moscas sobre nuestra frontera y seducirán a toda nuestra juventud.

—Bueno —dije—, no veo gran daño en conceder a los francocanadienses permiso para continuar adorando a Dios tan libremente a su manera ancestral como hacen vuestros aliados, los papistas de Maryland; en realidad, yo la considero una medida necesaria y humanitaria. Me agrada saber que en un domingo, después de terminar el servicio religioso católico, el general Carleton con sus oficiales y soldados acuden a la catedral para celebrar su propio culto; y ninguna de las dos partes pide que se vuelva a consagrar el edificio después que la otra ha celebrado sus oficios.

Hubiera querido decir mucho más sobre este punto, recordando con vergüenza a mis desgraciados paisanos de Timolin, y a lo largo de todo el camino de Dublín a Waterford, pidiendo por humanidad que el parlamento irlandés votara una ley similar, a fin de que los diezmos arrancados a estos desdichados fueran pagados por lo menos a sacerdotes de su propia fe, por la confortación espiritual que ello supondría. Pero no quise hacer ante este americano un despliegue gratuito o una confesión de los males que padecía Irlanda; y me ajusté estrictamente al asunto de que se trataba.

Yo soy de temperamento inquisitivo, y había tratado de averiguar ya todo lo posible acerca de las condiciones que reinaban en Canadá. Por consiguiente, pude decirle:

—En cuanto a la otra disposición principal de la ley, contra la cual vuestro Congreso ha protestado diciendo que aprieta los grillos a los habitantes de Canadá —o sea, la del restablecimiento del derecho civil francés, excepto en casos criminales—, tengo entendido que los colonos de habla inglesa, que son la mitad menos que los de habla francesa, son los únicos en quejarse. En efecto, se me dice que hemos impuesto a los franceses de esta provincia un mayor grado de libertad de la que pueden digerir: se dice que detestan a los jurados, considerando que sus señoriales jueces tienen más probabilidad de hacerles justicia que un grupo de comerciantes constituidos en tribunal.

En ese momento, mientras hablábamos en la puerta principal, se oyó un tintineo de campanilla calle arriba, y vimos cómo la gente se postraba ante el Viático que llevaba un sacerdote a un moribundo en una casa cercana. Los acólitos llevaban cirios encendidos ante la sagrada hostia, que iba encerrada en un copón dorado puesto sobre un cojín bordado, de color púrpura, y hermosas monjas ursulinas caminaban detrás, con los ojos fijos en el suelo. Cierto número de soldados estaban en la calle, incluyendo highlanders del Regimiento Real de Emigrantes y mercenarios alemanes de Brunswick que habían llegado antes que nosotros. Pero todos obedecieron las órdenes del gobernador y se quitaron el bonete de plumas, el sombrero o el gorro de granadero al pasar la procesión; y, según se requería, el centinela que estaba a la puerta presentó armas.

—¡Fo! —exclamó Melville, cuando habían pasado—; si eso no es la difusión del papismo escarlata, ¿qué otro nombre le darías tú?

—Buenos modales —contesté—, que siempre me agrada presenciar. Ojalá tuviéramos más en mi propio país.

—He visto a la misma gente actuar con un francés en el hospital hace uno o dos meses —observó con voz hueca—. Vinieron las monjas y leyeron junto a él, y luego entró el cura y ellas trajeron una mesa cubierta con paño blanco, encendieron dos cirios de unos tres pies de largo y los pusieron en la mesa. El cura llevaba su larga vestidura blanca, las monjas se arrodillaron y él se quedó de pie y leyó una frase, y luego las monjas otra frase, y así sucesivamente por algún tiempo. Luego el sacerdote rezó solo, y luego las monjas solas, y después nuevamente el sacerdote. Luego el cura tocó la cara del hombre; y ellas se llevaron la mesa y los cirios. Pero el hombre murió a pesar de todo eso, como es de suponer.

Describió al coronel Benedict Arnold como el hombre más terrible de América, y dijo que era una lástima que fuera tan caballero.

Yo fingí no prestar mucha atención a esto, a fin de que su lengua no encontrara impedimento.

—El coronel Easton, de Connecticut, se disputó el mando con el coronel Arnold en Crown Point el año pasado; el coronel Arnold hizo de ello un asunto de honor y lo retó a batirse. El coronel Easton rehusó, aunque llevaba encima espada y una caja de pistolas; así que el coronel Arnold le dio con el pie en las posaderas, lo cual el coronel Easton no podía perdonarle.

—Así pues, ¿no os gustan los caballeros de Nueva Inglaterra?

—¿Que si nos gustan? ¡No! Son conservadores y enemigos de la libertad. Pero unos pocos están bien dispuestos hacia nosotros y tienen talento militar, así que los utilizamos. El general Montgomery es uno de ellos, y buen hombre a su modo. El general Philip Schuyler es otro, pero se da aires aristocráticos y una vez se portó muy rudamente con un honrado herrero que fue espontáneamente a visitarlo a su mansión de Stillwater. Pero el general George Washington es mucho peor que todos ellos, y si tuviera voluntad pondría sólo caballeros a nuestro mando; tenemos grandes sospechas sobre él. Es demasiado amigo del coronel Arnold.

—Tengo entendido que el coronel Arnold es boticario y librero. ¿Cómo se le tiene, pues, por caballero?

—Sí, se casó con la hija del sheriff superior en su ciudad, mandó dos compañías de las guardias del gobernador, y es un comerciante bastante importante. Se jacta de descender del antiguo gobernador de Rhode Island, y se viste con mucha ufanía. Bueno, le tomó inquina al coronel Easton, como he dicho; y se peleó con el coronel En os, cuyas tres compañías nos quitó en el río Kennebec; y con el comandante Brown, a quien llamaba ladrón por haberse llevado más de lo que le pertenecía en el de Sorel; y con el coronel Campbell, a quien acusó de cobardía; y con el capitán Handchett, a quien amenizó con arrestar por la misma causa. Ahora me dicen que se ha retirado a Montreal porque el general Wooster, que vino con refuerzos en abril, no le pidió su consejo.

—Dime —pedí—, ¿quién nombra vuestros oficiales? ¿El general Washington?

El soldado escupió en el suelo.

—¡No, qué va! Nunca hubiéramos aceptado ninguno de sus nombramientos. Queremos hombres seguros, antes que hombres de buena calidad.

No pude resistir el observar sarcásticamente que la calidad no siempre era mala cosa, especialmente cuando se la comparaba con la simple cantidad. Pero él no me hizo caso y continuó:

—El Congreso Continental nombra a los generales y coroneles, etcétera y nosotros nombramos al resto, de capitán hacia abajo.

—¿Qué quieres decir por «nosotros»? —pregunté un tanto confundido.

—Los soldados que han de servir bajo el oficial son los que lo nombran. Nuestros capitanes y tenientes son elegidos mediante voto que se expresa levantando la mano. Son comerciantes bastante respetables, tales como sombrereros, carniceros, curtidores, zapateros, y muchos de ellos con capital de varios miles de dólares. Pero se parecen a nuestros ministros en esto: si no nos agradan, no les obedecemos y hacemos que se larguen más pronto de lo que canta un gallo.

Esto hizo que me formara un cuadro tan ridículo en la mente que no pude menos que reír de buena gana, lo cual le ofendió. Me dijo:

—Los burlones tendrán también su lugar en el infierno que está preparado para los injustos.

—¿Quién te dijo eso? —pregunté, riendo todavía un poco.

—El mismo predicador de quien he hablado: el reverendo John Martin.

—¡Diablos! —exclamé yo involuntariamente, ante la coincidencia de dos sacerdotes irlandeses del mismo nombre, ambos de rostro pálido y con un mechón negro, el uno papista y el otro metodista vociferante. Con eso despedí al americano; pero antes de que la guardia fuera relevada y regresáramos al Friendship, le di una vieja camisa y un par de calcetines, por lo cual me estrechó efusivamente la mano.

El general Carleton vino a inspeccionarnos aquella misma tarde y felicitó al teniente Kemmis por nuestro porte y aspecto, lo cual nos dio no poca satisfacción. Permítaseme describir a este hombre famoso que salvó a Canadá para Inglaterra: no sólo por su actividad y su arrojo en esta guerra, sino por la considerada modelación de la ley de Quebec antes mencionada, que consolidó la lealtad de los franceses. Era alto, de rostro vulgar, con una nariz muy larga y una gran timidez en su conversación; el mejor instructor militar de su tiempo y el hombre más generoso del mundo. El general Carleton tenía un humor raro: cuando, dos meses antes de que Quebec fuera liberado del asedio, los americanos le enviaron un mensaje advirtiéndole que el pueblo se le rebelaría si no se rendía, él no contestó; ordenó que se colocara sobre la muralla un gran caballo de madera, cerca de esta puerta de San Juan. Esto fue para significar que la traición del caballo de Troya no sería repetida por los emisarios americanos en Quebec. Cuando su estado mayor le reprochó «tirar demasiado alto para los americanos», diciendo que no eran muy leídos en leyendas clásicas y que el caballo los dejaría perplejos, él dijo:

—Oh, por Dios que pronto remediaré eso. Poned un puñado de heno delante del caballo y escribir en grandes caracteres, en la muralla, usando alquitrán: «Cuando este caballo se haya comido este heno, nos rendiremos.»

Una vez librada la ciudad, su generosidad fue tal que emitió la siguiente proclama:

Por cuanto estoy informado que muchos de los engañados súbditos de Su Majestad, de las provincias vecinas, sufriendo de heridas y enfermedades diversas, están dispersos en los cercanos bosques y parroquias y en gran peligro de perecer por falta de la debida asistencia, ordeno que todos los capitanes y otros oficiales de milicia hagan una búsqueda diligente de todas esas personas, y les presten todo el auxilio necesario y los conduzcan al hospital general, donde se cuidará debidamente de ellos: todos los gastos razonables en que se incurra al cumplir esta orden serán pagados por el recaudador general.

Y para que la conciencia de las pasadas ofensas no impida a esos desdichados recibir la asistencia que su situación pueda requerir, les hago saber que tan pronto como su salud sea recobrada tendrán plena libertad de regresar a sus provincias respectivas.

El general Carleton alimentó y vistió también a los enfermos que los americanos, cuando rompieron el asedio, habían abandonado en sus hospitales. Uno de nuestros soldados, que permaneció en Quebec durante la semana siguiente a nuestra partida, me dijo que el general Carleton había visitado la prisión y hablado a los cautivos en un tono muy afable y familiar.

—¿Por qué habéis venido a perturbar a un hombre honrado en su gobierno? —preguntó—. ¿Un hombre que en su vida os ha hecho ningún daño? Yo no he invadido jamás vuestra propiedad, ni enviado un simple soldado a mortificaros. Venid, muchachos; veo que estáis en una lamentable situación, y sin poder volver cómodamente a vuestras casas. Os daré zapatos, calcetines y chalecos de abrigo. Procurad, muchachos, no volver aquí, pues pudiera ocurrir que entonces no os tratara tan bien.

Era hombre que cumplía su palabra, aunque debido a la guerra, y otras cosas, James Melville y sus camaradas no partieron para sus casas hasta agosto; todos habían firmado voluntariamente papeles prometiendo por su honor no volver a tomar jamás las armas contra Su Majestad. Partieron en cinco barcos transportes, y el general regaló a los oficiales de cada transporte una barrica de vino y cinco ovejas. Monseñor Briand, el obispo de Quebec, los avergonzó con un regalo de dos barricas de vino, ocho panes de azúcar y varias libras de té verde. El té ofendía sus conciencias políticas y respetuosamente lo rechazaron; luego, el buen obispo, para probar que no había actuado con malicia, les dio una cantidad igual del mejor café. Esta animosidad fija contra el té era de lo más violenta en los primeros años de la guerra. El mismo James Melville, o Mellon, me informó que su camarada el sargento Dixon, a quien un proyectil de treinta y seis libras había arrancado una pierna frente a Quebec, había sido aconsejado por el cirujano que le había amputado el miembro, que bebiera un poco de té a falta de coñac, pues esto estimularía la reacción deseada. La dueña de la casa adonde Dixon había sido llevado hizo un brebaje de té, que Dixon rechazó con aversión, exclamando: «No, señora; es la ruina de mi país.» Y no fue posible hacerle cambiar de decisión ni tocar esta «nauseabunda bebida de esclavitud»; pero, declarándosele el tétano, murió.

El reverendo Samuel Seabury, que había de ser el primer obispo de la Iglesia protestante episcopal en América, había escrito recientemente una refutación humorística de la política comercial del Congreso: ellos recomendaban, en represalia contra los impuestos sobre el té, un acuerdo contra la exportación de toda clase de artículos a Inglaterra e Irlanda. Él cultivaba su propiedad parroquial y no quería perder su mercado irlandés para la semilla de lino, de la cual había majado y limpiado en el año anterior once fanegas. Se expresó de este modo:

El precio común es ahora de diez chelines por lo menos. Mi semilla, pues, me producirá cinco libras diez chelines. Pero quito los diez chelines para gastos. Quedan cinco libras. En cinco libras hay cuatrocientas monedas de tres peniques. Esta cantidad, moneda oficial, pagará el impuesto sobre doscientas libras de té: aun calculando el cambio con Londres al doscientos por cien. Yo consumo en mi familia unas seis libras de té. Pocos agricultores de mi vecindad gastan tanto; pero detesto tener que escatimar con mi mujer y mi hija y con mis amigos cuando vienen a verme. Además, me gusta también un trago de té, especialmente cuando me siento fatigado en verano. Ahora, doscientas libras de té, a seis libras al año, durarán treinta y tres años y cuatro meses; así que a fin de pagar este monstruoso impuesto sobre el té, que ha levantado este maldito alboroto en el país, sólo tengo que vender el producto de una fanega de semillas de lino una vez cada treinta y tres años.

Pero el reverendo Samuel Seabury, como ministro de la religión, tenía que haber hecho algo mejor que jugar a ser racionalista, confundiendo la sustancia con el símbolo. Así como los elementos de la cena del Señor se dice que sufren una transformación divina en las manos del sacerdote, así creían los americanos que Pekoe y Hyson sufrían una transformación diabólica cuando eran manejados por el recaudador de impuestos.