Puse fin a uno de los capítulos anteriores con un relato sobre cómo terminó mi servicio en tiempo de paz en Irlanda, en el Cove of Cork, a principios de abril de 1776: embarcándome para Quebec con el Noveno regimiento donde yo era entonces oficial sin nombramiento. La razón por la cual a nosotros y a otros cinco regimientos de línea, de los que nosotros éramos el más antiguo, nos habían enviado a Canadá era que habían llegado noticias a Inglaterra sobre un peligroso intento por parte de los americanos de tomar Canadá, que nosotros teníamos ligeramente rendido. El enemigo estaba bajo el mando de Benedict Arnold, de Connecticut, un emprendedor coronel de milicias, y el brigadier general Montgomery, un irlandés que anteriormente había servido al rey. Se temía que nuestra expedición de auxilio no llegara a Quebec a tiempo de impedir una insurrección de los habitantes franceses, que sumaban unos cinco mil, o la rendición de la pequeña guarnición por alguna otra razón. ¡Qué guerra más extraña parecía ya! El general Montgomery, veinte años antes, había sido el héroe junto a sir Wylliam Howe y sir James Wolfe durante la famosa toma de Quebec a los franceses.
Es importante distinguir los motivos que impulsaron esta invasión. El motivo que alegaban los americanos, liberar a los canadienses de la tiranía inglesa, debe ser desestimado enteramente. Unas pocas docenas de descontentos en Montreal y en otras partes pudieron haber sido agitados por la llamada a la rebelión hecha por el Congreso americano de 1776; pero en general los canadienses, que eran todos franceses, se encontraban bastante bien bajo el gobierno británico. Con justicia desconfiaban de la oferta americana de «romper sus cadenas», encontrándola demasiado efusiva para ser desinteresada. El hecho era que los americanos querían apoderarse de Canadá principalmente por razones de estrategia. Temían un ataque británico por tierra sobre Nueva Inglaterra, y querían privarnos de las bases navales del río San Lorenzo. Había, además, poderosas tribus de pieles rojas residentes en Canadá, las cuales entonces se extendían por la parte central de lo que es ahora el estado de Nueva York y detrás de las fronteras occidentales de las otras colonias, llegando por el sur hasta el gran río Misisipi. A estos indios podían persuadirlos los ingleses de que encendieran la llama de la guerra a lo largo de toda la frontera interior desde Nueva Inglaterra hasta Virginia. Si los americanos podían atacar súbita y victoriosamente los puestos canadienses y probar que los ingleses no eran invencibles, acaso pudieran atraer a los indios a su lado. Sin embargo, el objeto más inmediato de su invasión era la captura de los almacenes militares de nuestros arsenales de Montreal, San Juan, Quebec y otros lugares, cosa que mucho necesitaban.
En Inglaterra no se habían recibido noticias de Quebec durante algunos meses, debido a que el río San Lorenzo estaba helado, cortando nuestras comunicaciones por mar. Los últimos despachos que habían llegado vinieron en la fragata Adamant, junto con unos pocos prisioneros, el 12 de noviembre del año anterior. Éstos decían que los hombres del coronel Arnold habías entrado en Canadá por la puerta trasera, es decir, por la vía de los ríos Kennebec y Chaudière, y después de una marcha llena de increíbles penalidades y esfuerzos por un país inexplorado, se encontraban ahora a kilómetro y medio de Quebec. Además la columna del general Montgomery estaba llamando a la puerta principal, habiendo ascendido por la ruta más familiar de los lagos Jorge y Champlain; y los importantes puestos de San Juan y Chambly, con sus guarniciones, habían caído ya en su poder. Montreal, ciudad de doce mil habitantes, la mayor de todo el continente americano, sería abandonada a esta segunda columna por falta de tropas con que defenderla; así que en todo Canadá no quedaba otro lugar importante en nuestras manos más que Quebec.
Parecía evidente que, tan pronto como desembarcáramos en la otra orilla del océano, entraríamos en fuerte combate con los colonos americanos, cuyas dotes para la lucha las noticias de Lexington y Bunker’s Hill nos habían advertido que no debíamos subestimar. Indescriptibles eran, pues, mis emociones cuando en la mañana del 8 de abril me encontré de pie en la cubierta del transporte Friendship, y miré hacia mi país de origen, mientras nos preparábamos para salir del puerto. Hacía un frío terrible para esa época del año, aunque el sol brillaba con esplendor, pues soplaba viento del nordeste. La salida de la bahía era por una estrecha garganta. A la derecha estaban las fortificaciones y los cuarteles, sólidamente construidos, que acabábamos de dejar; las verdes colinas, más allá, moteadas de blancos rebaños de ovejas, parecían deliciosas como fondo a las aguas azules. Yo me incliné sobre la borda mirándolas fijamente, y me pregunté cuándo las volvería a ver, o si no las vería nunca más. Había cierta exuberancia en mi melancolía, que me hizo saltar las lágrimas, como a muchos de mis compañeros que iban bebidos en exceso. En el transporte Swallow que estaba a un cable de distancia, la banda militar del Noveno tocaba una melodía animada, y notas similares procedían de otros barcos de los trescientos que componían nuestro convoy. Dos preciosas fragatas nos escoltarían: nosotros veíamos sus sobrejuanetes a la cabeza de la línea.
Pronto oímos el estampido de los cañones que daban la señal, flamearon las banderas en los masteleros; una a una, las tripulaciones fueron sacando las anclas y los barcos comenzaron a deslizarse. El viento era favorable, la marea subía rápidamente, y pronto nos vimos corriendo a través del estrecho con hurras y melodías marineras, mientras los edificios de los cuarteles se desvanecían a lo lejos. Yo tomé un buen trago de mi frasco de licor, y después de echar una última mirada a Irlanda, fui abajo.
Mr. Lindsay, el médico escocés del Noveno, que amablemente se había interesado por mí, me había dado muy provechosos consejos; él iba en otro transporte mayor. Yo le había preguntado cómo mantenernos, yo y los hombres bajo mi supervisión inmediata, en buen estado de salud durante el viaje. Él observó, primero, que durante las dos primeras semanas de navegación solía haber poca enfermedad, salvo las consabidas náuseas que sienten las personas no acostumbradas al mar, y que no producen efectos perniciosos. Contra esto era bueno abstenerse de tomar líquidos, y él recomendaba magnesia y pasear por cubierta. Después de esta primera quincena, sin embargo, se hacía necesaria una dieta diferente. A los hombres se les daba agua y bebidas espiritosas en vez de cerveza floja, y se les obligaba a comer carne salada. Esta dieta no era nociva para la salud, a menos que el agua estuviese corrompida, lo cual era corriente en transportes y buques de guerra. Mr. Lindsay recomendó purificar el agua levantando los toneles de la bodega y bombeando el contenido de uno a otro con una bomba de mano, y seguir este método durante días, antes de vaciarla en el depósito.
—Sobre todo —había dicho Mr. Lindsay—, si alguno de sus hombres enferma, evite en lo posible que lo envíen a la enfermería, que tiene la peor circulación de aire y que fomenta enfermedades en los que son confinados allí por alguna otra causa —tal como la rotura de un miembro—, debido al hedor de las evacuaciones de sus compañeros y los sudores corrompidos. Este lugar es, por lo general, oscuro, y su limpieza muy poco inspeccionada. Para salvar la vida, es indispensable el aire fresco.
Según el consejo del médico, comencé un régimen de dieta y vida que tenía como fin prepararme para los rigores y las fatigas que me esperaban. Comía y bebía con moderación, elegí un camarote en un lugar bajo la escotilla principal, y dormía sobre las tablas.
Mr. Lindsay había hablado muy apasionadamente acerca de la negligencia que condenaba a hombres sanos a morir de enfermedad a bordo.
—Más hombres se pierden por la falta de buen juicio en el cuidado de sus personas que por la violencia de las más malignas enfermedades, especialmente en las zonas cálidas del globo. Las fiebres pútridas se contraen por el olor de las aguas acumuladas en el fondo del barco; éstas se tornan peligrosamente fétidas por el blando limo y el agua fangosa del lastre, junto con la suciedad arrojada por la tripulación. Este aire nocivo actúa tan poderosamente, que artículos de plata llevados en la bodega adquieren rápidamente un color negruzco; y los hombres que bombean esta agua de la cala con frecuencia sufren mareos, dolores de cabeza y fiebres malignas. ¡Cielos! ¡En un imperio establecido, como el nuestro, en el océano, la investigación de la facultad médica y el constante cuidado de los oficiales deberían ser particularmente dedicados a mantener la limpieza a bordo y tomar medidas, tanto en la construcción de los barcos como en la economía náutica en general, para mantener los buques bien ventilados! La mala salud entre las tropas amontonadas en lugares cerrados a bordo causa peleas, motines y mal comportamiento; terribles incidentes pueden derivarse de causas que al principio parecen insignificantes. ¡Ah, si todo regimiento pudiera ser transportado en un gran barco, a fin de que yo pudiera ejercer algún control sobre la salud de los soldados y los oficiales! Pero yo no puedo estar en todas partes a la vez en una flotilla de cuarenta embarcaciones, y los médicos navales sólo van en los barcos de guerra; además, la mayoría de oficiales no me hacen caso cuando trato de hacerles comprender la gravedad de su responsabilidad por la salud de sus soldados.
Comenzamos a tener mal tiempo tan pronto como perdimos de vista la tierra: se nos rasgó una gavia y un viento muy fuerte rompió parte de la jarcia, en la cual se enredaron varias aves marinas, empujadas por la fuerza de la galerna. El Friendship, en el cual daba la casualidad que había servido durante su aprendizaje el famoso corsario americano Paul Jones, era un barco viejo y desvencijado y se balanceaba horriblemente, y el agua verde cubría con frecuencia la cubierta; así que el capitán se vio obligado a cerrar todas las escotillas. Casi todos los soldados y sus esposas sufrieron las más fuertes náuseas, y puesto que todos éramos hombres de tierra adentro, creímos que el barco se iba a pique, aunque no había motivo para tanto. Este mal tiempo continuó durante cuatro días, aunque las escotillas no permanecieron cerradas más de veinticuatro horas, y al cabo de ese tiempo la mayoría de los hombres estaban todavía postrados. Hasta mucho después no recordamos el irlandesismo de uno de nuestros reclutas lo suficiente para reírnos como se merecía; el hombre había bajado después de una visita a cubierta, presa de terror, gritando:
—¡Oíd, oíd todos! ¡Nos vamos a ahogar, nos estamos ahogando. El barco se hunde sin remedio. Sin embargo, por mi alma que seremos vengados, pues si vamos al fondo, ese bribón de capitán tendrá que responder de nuestras vidas cuando lleguemos a Quebec!
En lo más fuerte de la galerna, la esposa de un soldado cayó con dolores de parto; en esta ocasión, como la única persona a bordo que poseía los más leves conocimientos médicos y el menos afectado por el mareo era yo, me llamaron para que hiciera de comadrona. La esposa de otro soldado, que durante semanas no pudo levantarse de su catre, me ofreció en tanto algunos consejos no muy coherentes. En tres horas dio a luz, y el niño sobrevivió al viaje. Sorprenderá que yo tuviera el valor de practicar esta operación cuando diga a mis lectores en qué lugar fue ejecutada. La pobre mujer estaba apretada con otras dos y sus maridos, todos postrados, además de tres niños (uno de los cuales tenía las amígdalas inflamadas, de lo que murió luego), en una cabina que era un cubo de siete pies: esto es, siete pies de largo, siete de ancho y siete de alto. Entre estos otros se encontraban Harry el Mortal y su esposa, la cual, cuando puse los ojos sobre ella y oí su voz, juzgué al punto que era la venganza de Dios contra él por la propia maldad de su carácter. Sólo por una cosa podía sentir gratitud: que Harlowe y Mrs. Harlowe no formaban parte de este grupo. Ella iba en otro barco, empleada como doncella de la esposa del ayudante.
Después de una semana mejoró el tiempo, aunque el sol rara vez traspasaba las nubes, y pude pasar mucho tiempo en cubierta. El capitán pidió al teniente Sweetenham, que mandaba las tropas del Friendship, que mantuviera los soldados dentro lo más posible, ya que estorbaban el manejo del barco. Él consintió, aunque yo ya le había comunicado los consejos del cirujano Lindsay acerca de lo saludable del aire fresco. Yo dije ahora que el pasar solamente dos horas al día en cubierta, que era todo lo que se les permitía, y que se invertían en el ejercicio de las armas, resultaría un perjuicio para su salud; pero el teniente continuó cumpliendo los deseos del capitán, a cuya mesa se sentaba, y nada se hizo sobre el asunto. El teniente Sweetenham era un oficial veterano, curtido por el servicio, para quien un viaje desagradable no era ninguna novedad, y que consideraba también que los soldados no debían ser mimados bajo ningún concepto. Sin embargo, yo fui a ver al contramaestre, que resultó ser un conocido de mi padre y era una buena persona, y pedí permiso para que dejara subir a cubierta a los hombres que yo tenía directamente a mi cargo durante su guardia de día, a ejecutar trabajos mecánicos bajo su supervisión. Consintió en esto de buena gana, ya que ahorraba trabajo a sus propios hombres. No permití que ninguno alegara que sentía náuseas para no ejecutar estos trabajos, y con frecuencia me vi obligado a mandar atar una cuerda a la cintura de los más perezosos y hacerlos arrastrar por sus compañeros más vigorosos. Como precaución contra enfermedades contagiosas, hice que todos se lavaran y peinaran todas las mañanas; y todos los días, salvo que lloviera, hice subir las camas a cubierta para ventilarlas y rociar con vinagre las literas. Así, tenía mucho menos hombres, de los veinticinco de mi grupo, en la lista de los enfermos que en el otro, que era el de Harry el Mortal, o que en los grupos de los otros transportes.
Brooks el Carterista, en el decimotercer día de viaje, de tal modo olvidó su promesa de buena conducta que había hecho al comandante Bolton, que robó una camisa de lino de la mochila de Smutchy Steel. Smutchy me informó de la pérdida, y yo supe inmediatamente dónde buscar la prenda, no habiendo a bordo tenderos para recibir objetos robados: descubrí que Brooks llevaba la camisa bajo la suya.
Cuando el teniente Sweetenham fue informado del delito, decidió azotar a Brooks el siguiente domingo después de celebrar los servicios religiosos.
—Pues —dijo sonriendo—, si aplazo el castigo, podemos perecer todos antes de llegar a América, y la justicia quedar por cumplir. Recluta Brooks, el rey hizo un mal negocio cuando te admitió a su servicio.
Brooks decidió, por el contrario, que prefería ahogarse a recibir más latigazos. Al día siguiente por la tarde, tan pronto como subí mi pelotón a cubierta para su tarea diaria, Brooks se separó del grupo y, corriendo hacia el castillo de proa, saltó de cabeza al mar. El barco pasó en un momento sobre él, y Brooks resurgió a popa. Yo corrí al instante hacia la cabina donde el capitán y el teniente estaban comiendo y grité:
—¡Hombre al agua!
Entré sin llamar, y por este proceder el capitán me llamó «insolente bribón», y continuó comiendo sin alterarse. Después de tragar uno o dos bocados se quejó, con aire malhumorado, diciendo que esto ocurría por dejar subir las tropas a cubierta a horas irregulares. Sin embargo, ante la insistencia del teniente Sweetenham, ordenó que viraran y se bajara el bote con un grupo de salvamento.
Yo regresé ansiosamente a cubierta, y sentí alivio al descubrir la forma de Brooks, a corta distancia, nadando vigorosamente. Esperaba, me figuro, ser recogido por algún otro barco del convoy, seis de los cuales por lo menos venían a popa, a casi un kilómetro de nosotros. Pronto fue alcanzado, y los marineros tuvieron dificultades para obligarlo a subir al bote. Cuando estuvo de nuevo a bordo, se dio orden de llevarlo al entrepuentes y ponerle un centinela hasta el siguiente domingo por la mañana. Sin embargo, aquella noche se vio que tenía fiebre alta, y continuó enfermo casi hasta el último día del viaje, cuando el teniente Sweetenham mitigó la condena, rebajándola a cuarenta latigazos con la punta de la soga, que fue lo más que se le juzgó capaz de recibir. Este castigo le fue debidamente infligido.
El último día de abril, hacia las nueve, una muchachita, la mayor de los dos niños que iban en la cabina de los casados, vino corriendo hacia mí.
—Oh, Mr. Lamb, querido Mr. Lamb —gritó—, creo que madre va a asesinar a padre. Por el amor de Dios, Mr. Lamb, venga inmediatamente a separarlos.
Por humanidad no pude decirle a la niña (que tendría tal vez unos siete años) que la noticia de que sus padres (que eran Harry el Mortal y Annie la Terrible) se habían despedazado seria jubilosamente recibida. Por consiguiente me precipité hacia la cabina, donde hallé el lugar en una confusión indescriptible, pues la batalla había comenzado durante el desayuno. En el suelo, en el estrecho espacio entre las literas, las dos criaturas, que habían bebido demasiado, se revolcaban entre el naufragio de su comida, agarrados uno al otro con la furia de un buitre y una serpiente.
Mi padre me había advertido una vez que por ningún motivo interviniera jamás en ninguna pelea o altercado entre marido y mujer. «Los dos —me dijo— se molestarán por la intervención y harán causa común contra ti.» Pero ésta era una excepción a una regla excelente, pues, estando ambos fuera de sí, ninguno pareció notar mi presencia, ni siquiera cuando con gran esfuerzo desprendí las garras de la mujer de la garganta de Harry el Mortal, de manera que apenas llegué a tiempo para salvarlo de ser estrangulado.
Se levantaron —él de cuclillas y ella, arrodillada— y se miraron fijamente, con rencor, pero sin decir palabra. La cara del hombre estaba salpicada de sangre, y tenía una oreja desgarrada. Al fin, en un tono extraño, lastimero y, cosa extraña, sin proferir ningún juramento, dijo:
—De modo que eres demasiado fina para comer carne de cerdo salada, ¿eh? Tú, Annie, mujer apasionada y contradictoria, dices que prefieres verme ahogado, ¿no? Pero querida, ¿es eso verdad? ¿Prefieres ver ahogado a tu Harry?
—Mi corazón —repuso ella— bailaría de gozo, sabiendo que tú, mono histriónico, te encontrabas a cincuenta brazas bajo la quilla.
Sin otra palabra, Harry el Mortal se precipitó fuera del camarote, escaleras arriba. La mujer se fue lentamente tras él, en actitud de acecho, silbando entre los dientes. Yo permanecí detrás, para apaciguar a los niños y restaurar un poco de orden en la cabina, en atención a la pobre madre a quien había asistido en el parto, que estaba tendida y gritando de un modo histérico, con una manta sobre el rostro. Súbitamente se dio la alarma de «¡hombre al agua!» y notamos la sacudida del barco al virar. Íbamos a seis nudos, y había fuerte oleaje. Yo me precipité a cubierta, hallando a Annie la Terrible apoyada contra el mástil de proa riendo a carcajada limpia. Esto ocasionó gran escándalo entre los marineros que la oyeron, pues Harry el Mortal se había ido al fondo como un plomo y no se le vio nunca más. Los marineros la amenazaron con arrojarla tras él si no dejaba de dar carcajadas; pero nada la hacía desistir, así que llamé a un grupo de soldados, que la bajaron a la fuerza.
Permítaseme interpolar aquí como hecho notable que esta pobre viuda no tuvo dificultad en hallar otro compañero; pero tan justa fue la mano de la Providencia, o cualesquiera que sean los poderes naturales que regulan estos asuntos, que el hombre con que fue a dar era Buchanan, el mismo cabo borrachín cuyas depredaciones habíamos sufrido tanto cuando éramos reclutas. No anticiparé aquí la conclusión de esta historia.
Ocurre generalmente que los accidentes se suceden en secuencias de tres, y éste no fue una excepción a la regla. Casey, el recluta que yo había tenido tantas dificultades en aprehender cuando trató de desertar en Dublín, estaba en cubierta cuatro días después, durante la hora de instrucción; yo estaba a cargo de ello. Había sido provocado durante todo el viaje por sus camaradas, que lo mortificaban con el mote de Perro Carcelero y con la leyenda de que había ahorcado a su anciana madre con el fin de cobrar una pequeña herencia. Esto le molestaba en extremo y su evidente confusión alentó a sus compañeros a mortificarlo todavía más. Es verdad que había sido reclutado en la cárcel de Downpatrick, donde estaba confinado por sospechas de algún acto de violencia, pero jamás se le había acusado de asesinato. Cuando di la orden de «en su lugar, descansen», terminado un ejercicio, se pusieron como de costumbre a mortificar a Casey. Yo no se lo impedí, porque eso no formaba parte de mis deberes, y además ese hombre me había tratado bastante mal al desertar después que yo le había adelantado dinero de mi bolsillo. Smutchy Steel hizo entonces alguna observación estúpida, que fue como una chispa en la pólvora. Casey se dirigió a todos en voz alta y chillona, descargando tremendas maldiciones contra ellos y deseándoles que pronto cayeran prisioneros en las partes más remotas de América, y que sufrieran a manos del enemigo tanto y más de lo que él había sufrido últimamente por culpa de sus supuestos camaradas. Luego, con todo su equipo, corrió hacia el castillo de proa y se arrojó exactamente por el mismo lugar que Brooks y Harry el Mortal habían elegido antes. La profundidad le tragó en un instante.
Estas desgracias moderaron al resto, en especial a Smutchy Steel, que vino a mí al día siguiente y me pidió como favor que le enseñara a leer y escribir. Accedí de buena gana y él aprendió rápidamente. No hubo más bajas entre las tropas, a pesar de las galletas saladas llenas de gusanos, y el agua, cada vez más corrompida, con que mezclábamos nuestro grog. Hasta esta agua resultó ser escasa, ya que el capitán, como especulación, había llenado de vino varios de nuestras barricas para venderlo a la guarnición de Quebec a su llegada. Me impidió también purificar el agua del modo que me había recomendado el doctor Lindsay, retirando las bombas de mano necesarias para la tarea, por temor a que las estropeáramos. Recurrí al otro método que me quedaba, escaldando el agua con hierros calentados al rojo en la cocina. Los toneles eran viejos recipientes de vino, mal limpiados, y en consecuencia muchos de nosotros sufrimos de disentería, miserable dolencia para la cual el único específico que teníamos era tragar con aguardiente la herrumbre raspada de un ancla. Los capitanes de los transportes eran, por lo general, hombres que miraban más por su propio interés que por el bienestar de su país.
Hacia fines de mayo nos acercamos a los bancos de Terranova, sorprendente cordillera de montañas hundidas, que se extienden en línea directa en una longitud de más de quinientos kilómetros y una anchura de más de ciento veinte. La cumbre de esta cordillera, que en su parte más alta llega a unas cinco brazas de la superficie, es frecuentada por grandes multitudes de peces menores de los que se nutre el excelente bacalao, engordando y multiplicándose en cantidades inconcebibles. Aunque cientos de barcos han sido cargados aquí durante siglos, no se nota la menor escasez o disminución de bacalao.
Durante la mayor parte de nuestro viaje a través de los bancos, jamás vimos el sol, debido a la densa y nebulosa atmósfera que prevalece en esa parte del océano. Durante dos días una oscuridad total como la noche cubrió el cielo, de modo que era necesario un continuo batir de tambores y disparar de cañones para que los barcos del convoy se mantuvieran a la debida distancia, evitando chocar uno con otro. Había también el peligro de chocar con barcos de pesca, de cuyas cubiertas invisibles surgían a veces roncos gritos de advertencia. A pesar de tales riesgos, era costumbre que los convoyes pasaran por una depresión en medio de los bancos, que se llamaba la acequia. El agua era aquí tan quieta como en una bahía, aunque los vientos que soplaban de ambos lados eran extremadamente impetuosos.
Al fin vino un viento bravo y con él se deshizo la neblina. Vimos el disco del sol, tenue y rojo, pero gradualmente fue brillando con un esplendor que nos pareció mayor que el usual. A esa nueva luz observamos cuán numerosa era la congregación de barcos de pesca, grandes y pequeños, en tomo a nosotros. En tiempos de paz, se nos dijo, se encontraban anualmente aquí más de tres mil velas. Una enorme bandada de aves marinas seguía a los barcos, girando sobre ellos y precipitándose a cubierta a coger una cabeza de bacalao u otra presa pesquera. Además de las conocidas gaviotas y muchas aves mayores de la misma pluma, observamos una especie poco voladora, inteligente y nadadora, que se llaman pingüinos. Andaban en parejas, aquí y allá, zambulléndose profundamente en el agua a la caza de peces. Aquí el mar no era ya del color azul corriente, sino de un color blanco arenoso. Se nos permitió ahora complementar nuestra dieta de carne salada y galletas con gorgojo, con bacalao recién pescado. Primero cebamos un anzuelo con tripas de ave, y pronto atrapamos un pez. El anzuelo fue cebado entonces con las tripas de este pez, y cogimos un bacalao más rápidamente de lo que uno podía imaginarse. El agua hacía parecer mayor el tamaño de los peces, de modo que parecía casi imposible subirlos a bordo, y forcejeaban con obstinación.
El derecho de la pesca en estos bancos, aunque por la ley de la naturaleza debería ser común a toda las naciones, había sido apropiado por los ingleses y los franceses, que en este tiempo tenían fragatas navegando constantemente por aquellas aguas para impedir la intromisión de barcos de otras naciones. Y, por una ley del año anterior, los sublevados colonos de Nueva Inglaterra habían sido excluidos de los bancos, aunque era en la pesca del bacalao donde se había basado y se mantenía aún, en gran parte, su riqueza. Los habitantes de Nueva Inglaterra tomaron esto muy a mal, y los pescadores de Marblehead y Salem que perdieron su empleo debido a esta ley habían de hacernos más daño durante la guerra, como corsarios, que cualquier otra clase de americanos.
Pasamos junto a varios de estos barcos de pesca, que habían erigido galerías por la parte de fuera del aparejo, desde el palo mayor a la popa, y a veces a todo lo largo del barco. En las galerías llevaban barriles alineados donde los hombres se protegían contra el mal tiempo. La permanencia de estos barcos en los bancos era corta, pues el método de cura era tan rápido como el de pesca. Tan pronto como el bacalao era subido a bordo, el pescador le arrancaba la lengua, lo pasaba a un compañero que le cortaba la cabeza, le sacaba el hígado y las entrañas, y lo enviaba a una tercera mano, que le sacaba la espina; entonces era arrojado a la bodega. En ésta estaban hombres que salaban y colocaban el bacalao en montones regulares, teniendo cuidado de poner exactamente la cantidad indispensable de sal entre cada fila de peces para impedir que se tocaran.
Fue en este soleado día, 14 de mayo, cuando vimos por primera vez los icebergs, pero eran pequeños y bajaban flotando del río San Lorenzo. Cuatro días después avistamos las montañas de Terranova, cubiertas de nieve. Habíamos estado cuarenta días en el mar sin tocar tierra, y la visión de esta isla pavorosa fue muy agradable para nuestros ojos. Al otro día entramos en la noble bahía de San Lorenzo, estando a la vista toda nuestra flota. Doblamos el cabo Rosier y nos encontramos en el mismo río San Lorenzo, que en este punto tiene más de catorce kilómetros de ancho, con agua muy ruidosa. Pronto fuimos abordados por nuestro primer visitante del Nuevo Mundo, al cual miramos todos con el mayor interés, como si quisiéramos descubrir en su aspecto qué clase de destino nos esperaba.
Era un piloto francocanadiense, bajo de estatura, amarillo de cara, hombre alegre, vestido con una chaqueta de piel de foca, pantalones bien encerados y fuertes botas de mar. Lucía también una coleta prodigiosamente larga, atada con pieles de anguila, un pesado crucifijo dorado colgado del cuello y un gorro redondo de blanca piel de zorro.
Fue esta persona la que nos dio los primeros detalles de la lucha en los últimos días, la cual había sido favorable a nuestras armas. La fragata había comunicado el día antes, mediante señales, a la flota la buena noticia de que, aunque Montreal llevaba varios meses en manos de los americanos, el estandarte británico todavía ondeaba en Quebec. El piloto nos aseguró que los americanos, al conocer nuestra llegada, no se mantendrían mucho tiempo en el terreno. Por consiguiente, continuamos nuestro viaje río arriba con el ánimo aliviado y sin la ansiedad de una batalla inmediata.
Pasamos junto a la isla Horadada, así llamada por una abertura que tiene en el centro, por la cual una pequeña goleta podría pasar con las velas desplegadas; y la isla Miscou, con su puerto excelente, fuera del cual brotaba una fuente fresca a considerable altura sobre el agua salada; y la isla de los Pájaros, que tiene la forma de un pan de azúcar, la cual despedía el más insoportable hedor por los excrementos de las numerosísimas aves que anidan en ella: enviamos allí nuestro bote, que regresó cargado de huevos; y la gran isla de Anticosti que el piloto, interrogado por mí, presentó como absolutamente inútil.
En la tercera semana de mayo vimos, por primera vez desde que habíamos salido de Irlanda, casas y tierra cultivada: un número de agradables plantaciones francesas sobre los montes de Notre Dame y St. Louis. Nuestra navegación se hizo lenta, porque, después que el río se estrechaba hasta unos trece kilómetros en isla Roja, los bajos, las rocas hundidas y los remolinos se hacían frecuentes. Fue aquí donde vi por primera vez indios aborígenes: tres de ellos (de los cuales uno parecía ser el jefe, a juzgar por su tocado de plumas) pasaron a tiro de mosquete de nosotros en una canoa, que impulsaban corriente abajo con inconcebible celeridad. Sus caras estaban pintadas con rayas verdes, y cuando nosotros les gritamos, saludándolos, no nos prestaron la menor atención.
Antes de que terminara la semana, habíamos pasado junto a muchas otras islas, pero en su mayor parte estaban habitadas y bien cultivadas. Iglesias de piedra, crucifijos junto al camino, y pulcros edificios blancos se veían ahora casi en todas partes; y bien cuidados bosques de pinos, valiosos por su abundante resina, que a nosotros nos parecieron, además, muy hermosos. Al fin, el agua del río era dulce al paladar; hasta ahora, a lo largo de los primeros quinientos treinta kilómetros desde el mar, había sido salobre.
A la cuarta semana entramos en una parte del río donde la corriente no tenía más de dos kilómetros de ancho, y llegamos a nuestro destino: el noble puerto de Quebec, notable por poder acomodar un centenar de barcos de primera, a seiscientos kilómetros del océano. A las tropas recién llegadas no se les permitió bajar a tierra, salvo para ciertos trabajos extra en Point Levy, ya que se esperaba que tendrían que luchar más lejos, río arriba; pero la decepción fue mitigada por la carne fresca, las aves y los vegetales traídos a bordo. Yo tuve la suerte de ser una excepción a esta regla contra los permisos para bajar a tierra, pues se me envió a la parte alta de la ciudad con un destacamento del Noveno, el cual, por ser el regimiento más antiguo, fue elegido para hacer las guardias durante el día. Tenía una gran curiosidad por visitar Quebec, aunque sólo fuera por los infantiles recuerdos de las colinas de Abraham (representadas por nuestro cobertizo de muden) y la muerte de aquel héroe, el mariscal de campo sir James Wolfe.