La cantidad de tropas que pidió el general Gage produjo estupor en el ministerio. Habían votado ya un refuerzo de diez mil hombres, lo cual se había considerado más que generoso: y las tropas estacionadas ahora en Boston ascendían a unos cuatro mil soldados. El conde de Sandwich, primer lord del Almirantazgo, se negó a creer que la amenaza fuera tan seria como se la presentaban. Declaró cobardes a los americanos (aunque no los conocía personalmente) y se lamentó de que no hubiera posibilidades de que nuestras tropas se encontraran sin demora con doscientos mil miembros de esa chusma, armada con viejos y mohosos mosquetes, pistolas, garrotes y escobas; y de exterminarlos de un soplo. El coronel Grant, en la Cámara de los Comunes, convino con el noble lord: «Los colonos no poseen un simple rasgo militar y jamás esperarían a encontrarse con las bayonetas inglesas.» Había estado en América, dijo, y le disgustaba su modo de hablar, así como su modo de vida, y los consideraba «enteramente fuera del alcance de la humanidad». El coronel Grant fue interpelado por Mr. Cruger, diputado nacido en América, y le recordó que sus propios servicios en los montes Alleghany no habían sido de carácter muy victorioso. (El presidente llamó a Mr. Cruger al orden antes de que pudiera decir más.) Sin embargo, lord North consideró estos puntos de vista demasiado optimistas; y puesto que era imposible enviar las tropas que pedía el general Gage sin desguarnecer todo el imperio, hizo un nuevo intento de conciliar a los americanos. Se dispuso a eximir de impuestos a toda provincia que por su propia voluntad hiciera una contribución razonable a la defensa común de América y adoptara medidas para el apoyo del gobierno civil.
La oposición liberal había alentado a sus amigos en América a creer que Inglaterra no podría o no querría hacer la guerra contra ellos, ya que el país en general era muy contrario a esto, o que por lo menos no aventuraría más que una corta campaña. Era verdad que Inglaterra consideraba que tenía inmensamente más que perder que no ganar en el conflicto, pues la prosperidad de las ciudades industriales del norte de Inglaterra dependía en gran parte de la continuación de las buenas relaciones con las colonias, y solamente a los comerciantes de Londres les debían sus clientes americanos más de un millón de libras. El principal orador de la oposición, Mr. Fox, aseguró a la Cámara que los americanos rechazarían, como debían hacer, con desprecio la proposición de lord North. Aceptar la exención de impuestos, como una indulgencia, y a condición de realizar un acto equivalente a pagarlos, sería admitir un principio de obligación que todo americano combatiría con su sangre. En la Cámara de los Lores, el conde de Chatham, todavía con una fuerte gota, habló del desdén con que todo el mundo, el cielo mismo, consideraba las fuerzas atrincheradas detrás del Boston Neck: «Un general impotente y un ejército deshonrado, que sólo cuenta con el pico, el hacha y el azadón contra la justa indignación de un pueblo lastimado e insultado.»
Pero la oferta de exención de impuestos de lord North llegó demasiado tarde, en todo caso; pues la primera escaramuza de la guerra había tenido lugar ya, con la pérdida de muchas vidas, y por ambas partes hubo quejas de atrocidades contrarias a las costumbres inglesas. Esto fue el incidente de Lexington, y presentaba un aspecto anticipado del estilo de lucha que esperaba a nuestros ejércitos cuando la campaña comenzara en serio.
El general Gage, habiendo sido informado que los revolucionarios habían hecho grandes provisiones militares en Concord, a unos treinta kilómetros de Boston, decidió apoderarse de ellas mediante el asalto súbito de un fuerte cuerpo de tropas. A las diez de la noche del 18 de abril de 1775, un contingente de unos setecientos hombres escogidos, a saber, las compañías de flanco (granaderos e infantería ligera) de los doce o trece batallones de la guarnición fueron trasladadas en botes de remos, sigilosamente, desde la ciudad, río Charles arriba por espacio de dos kilómetros. Allí fueron desembarcadas y comenzaron una marcha silenciosa hacia Concord. Aunque actuaron con la mayor precaución, prendiendo a cuantas personas encontraban, a fin de prevenir que se difundiera la alarma, pronto descubrieron, por el continuo disparar de las armas y el sonido de las campanas, que habían sido descubiertos. A las cinco de la madrugada habían llegado a Lexington, después de una marcha de más de veinte kilómetros: donde las milicias y los «minutarios» (tropas así llamadas por la prontitud con que acudían a las armas, al minuto de ser llamadas, aunque continuando entretanto sus labores ordinarias) fueron traídos a campo abierto para hacerles frente.
El comandante Pitcairne, que mandaba la vanguardia, avanzó a caballo y les pidió, en nombre del rey, que se dispersaran. Pero ellos no lo hicieron. En ese momento fueron disparados algunos tiros desde una casa frente al campo, hiriendo a un hombre y dando al caballo del comandante en dos lugares. Los americanos, sin embargo, declararon que el comandante había disparado primero, con una pistola, y que en consecuencia los ingleses eran los culpables de lo ocurrido. Nuestra gente contestó inmediatamente al fuego, matando e hiriendo a dieciocho milicianos, y dispersando al resto. Se reanudó la marcha hacia Concord, donde las vanguardias no encontraron mosquetes ni municiones, pero echaron a perder unos barriles de harina, desmontaron dos o tres viejas piezas de campaña, y derribaron un poste de la Libertad: una especie de cruz de mayo que usaban los Hijos de la Libertad como estandarte y punto donde reunirse para la rebelión. Siguió luego una viva escaramuza por la posesión de un puente sobre el río, más allá de la ciudad. Fueron muertos muchos americanos e ingleses. Nuestra gente declaró, y furiosamente negaron los del otro lado, que a algunos de los muertos y heridos les había sido cortada la cabellera por los americanos, que habían tomado esta salvaje y singular costumbre de los indios pieles rojas. Si en verdad fue así, no fue nada extraño. El gobierno de Pensilvania, del cual eran miembros el respetable gobernador Penn y el doctor Benjamín Franklin, había ofrecido pocos años antes un premio por cabelleras indias, de varones o hembras. Había también un precedente en que se habían cortado cabelleras a los blancos: muchas habían sido arrancadas a los franceses en la última guerra por los Rangers de Connecticut, acto que ellos glorificaron.
Puedo interpolar aquí cuantas observaciones sobre esta costumbre de cortar cabelleras. Los indios ponen tanto afán en esto, que fue considerado como menos honroso matar 1 tres hombres en batalla y dejarlos por despojar, que arrancarle a uno el cuero cabelludo aun cuando hubiese caído bajo el hacha de otro. No era, como se supone, costumbre general cortar todo el cuero cabelludo, sino solamente la parte central. Cogiendo el mechón con la mano izquierda y retorciéndolo, se cortaba la piel de alrededor con una navaja, dejando una señal como la tonsura de un sacerdote. Si la víctima era calva o de pelo corto, los indios cortaban, sin embarco, una porción mayor, usando a veces los dientes para separar la piel del hueso. Si se bacía como venganza por alguna ofensa, como ocurría casi siempre, el de una mujer o de un niño se consideraba más valioso que el de un hombre. Una persona herida a la que se ha cortado la cabellera se recobra frecuentemente, aunque el pelo jamás vuelve a crecer en la coronilla. Yo observé a uno o dos hombres que habían sido víctimas de esta acción en el interior de Virginia cuando fui hecho prisionero allí, y me alojé en casa de un colono que orgullosamente me mostró un par de esos trofeos que él mismo había arrancado a unos indios cherokee, después de matarlos. Los había curtido a la manera india, cosiéndolos sobre un aro con tendones de ciervo y pintándolos de rojo, para exhibirlos mejor.
Al retirarse de Concord, después de un alto de dos horas, las tropas inglesas fueron tiroteadas, a lo largo de toda la marcha, por americanos escondidos detrás de los muros de piedra, de los que había muchos en el terreno despejado, o desde detrás de los árboles en las partes cubiertas, y aprovechando toda ventaja que el terreno les brindaba. Jamás se mostraban en grupos de más de unos pocos hombres a la vez, se retiraban inmediatamente cuando se hacía algún movimiento contra ellos, pero persistiendo contra la columna como un enjambre de mosquitos. Encontrándose la columna limitada al camino e incapaz de extenderse para proteger los flancos, debido a los continuos obstáculos de los muros, los densos bosques y los pantanos que se encontraban, sufrieron grandes pérdidas. Un «minutario», apoyado tal vez por un simple vecino o pariente, se escondía en el bosque a cincuenta pasos del camino, y cuando la cola de la columna pasaba, descargaba un solo tiro mientras su compañero esperaba en guardia, con el arma cargada, para el caso de que contestaran al fuego. Luego permanecían echados, en silencio, hasta que había pasado el peligro.
Estos campesinos estaban acostumbrados al uso del mosquete o del rifle desde la niñez, y su experiencia en la lucha contra los indios o en la cacería de los osos, los ciervos y otros animales les había enseñado un modo de luchar que a nuestra gente le parecía mezquino y avieso; pero ciertamente nos produjo a nosotros mucho daño y a ellos muy poco sin transgredir ninguna regla de la guerra civilizada. En Europa, en efecto, los ejércitos avanzan unos hacia otros en masas sólidas, las filas en perfecto orden, con estandartes al viento y redobles de tambores; y se atacan mutuamente con simultáneas y disciplinadas descargas. Pero eso es sólo una costumbre y no una norma de guerra; y los americanos no vieron razón por la cual habían de adoptarla para su propia desventaja. Siempre que durante la guerra su Línea Continental, compuesta por hombres entrenados al estilo europeo, se atrevió a enfrentarse con los nuestros en batalla campal, fueron casi invariablemente derrotados; pues el ejército británico no le iba a la zaga a ningún otro en la manera regular de combate.
Era sorprendente que los nuestros salieran tan bien librados como lo hicieron. Habían caminado ya cuarenta kilómetros, peleando, y con el estómago vacío, pues sus carros de provisiones fueron capturados por el enemigo. Cuando llegaron de nuevo a Lexington, donde una fuerza de ochocientos hombres, incluyendo el cuerpo principal de los Reales Fusileros Galeses, llegó en su auxilio, habían gastado todas sus municiones; y estaban con la lengua fuera, como perros, por la sed y el cansancio. Había dos piezas de campaña que disparaban proyectiles de seis libras con las nuevas tropas, que se usaron con buen efecto para detener a los americanos, que iban pisando los talones a la exhausta columna, exclamando con burla «¡Ingleses a Inglaterra!» y emitiendo su grito de guerra «¡King Hancock para siempre!». A pesar de estos cañones, los americanos continuaron disparando irregularmente desde los flancos, el frente y la retaguardia. Nuestros hombres hacían fuego de un modo muy incierto, sin estar seguros de su efecto; pues muchos de ellos eran jóvenes soldados, a los que se había dicho que el fuego rápido sembraba terror entre el enemigo. Pero, por el contrario, el hacer tan poco blanco envalentonó a los americanos a acercarse más. El ruido de la batalla atrajo nuevos refuerzos de mohairs (como se llamaba a estos soldados sin uniforme, despectivamente, en las filas inglesas) de los alrededores; y la fatigada columna tuvo que hacer frente a sucesivas compañías de tiradores descansados, que con frecuencia eran mandados por el ministro congregacionista de su distrito, vestido con sus hábitos de predicador. Se dice que por falta de material estos guerreros de Dios habían dejado que sus libros religiosos se convirtieran en tacos para sus cartuchos, especialmente los himnos del doctor Isaac Watts. Así que la expresión «hacedles tragar un poco de Watts» se convirtió en la frase del día.
Disparaban ahora nutridamente desde las casas situadas al margen del camino, y los ingleses se encolerizaron de tal modo al verse atacados por un enemigo invisible, que entraron en muchos de estos edificios y mataron a todos los defensores; en algunos casos, siete u ocho hombres. Con frecuencia hallaron estas casas aparentemente desiertas; pero tan pronto como se reanudaba la marcha, los defensores salían de sus escondrijos y comenzaban de nuevo a disparar desde la retaguardia. Antes de que se terminara el día, el enemigo sumaba unos cuatro mil hombres, aunque jamás se veían más de cincuenta juntos a la vez, por respeto a nuestros cañones. Creo que durante el día no se encontró a ninguna mujer ni a ningún niño, habiendo sido retirados sin duda de la vecindad a la primera señal de batalla; ciertamente, ninguno fue deliberadamente muerto en aquellas casas, como los cabecillas americanos dijeron para incitar la venganza de sus seguidores. Es cierto que, a pesar de los esfuerzos de los oficiales, unos pocos soldados se llevaron pequeños artículos de las casas en que habían entrado; pero hacía demasiado calor y los hombres estaban demasiado cansados para que esto fuera la norma general.
Al final la hostigada columna llegó a Charlestown Neck, cerca de Boston, donde los cañones de los barcos de guerra anclados les dieron protección, y el fuego de los rebeldes cesó. Los granaderos y la infantería ligera habían caminado sesenta kilómetros sin comer nada durante un día y una noche; y era más de medianoche del día 19 cuando llegaron a los barracones. Nuestras bajas fueron de cerca de trescientos hombres muertos y heridos, incluyendo varios oficiales; los americanos perdieron sólo una tercera parte de ese número. Se contaron muchos casos en que los nuestros escaparon providencialmente de la muerte. El conde de Percy, que mandaba la fuerza de auxilio, perdió un botón que una bala le arrancó de la guerrera; a un conocido mío, tres veces le volaron la gorra de la cabeza y dos balas le atravesaron la guerrera, una de ellas rompiendo su bayoneta. El teniente Hawkshaw del Quinto de Fusileros recibió una bala que le atravesó las dos mejillas y se le llevó también varios dientes; pero no consideró esto como una salvación providencial. Era reconocido como la mayor belleza del ejército, y ahora se sentía amargamente humillado por la triste alteración de su aspecto.
El asunto de Lexington aumentó el coraje de los americanos al más alto grado, de tal modo que en unos pocos días su ejército sumaba veinte mil hombres y aumentaba constantemente. El Congreso nombró a George Washington comandante en jefe de los ejércitos americanos. Su servicio militar había terminado dieciséis años antes, y no había mandado nunca más de mil doscientos hombres. Fue elegido principalmente por ser un adinerado aristócrata de Virginia, a fin de halagar al sur y atraerlo a una acción común con el norte revolucionario. John Adams propuso su nombre. Primero enumeró las altas cualidades que debía poseer un comandante en jefe, y luego indicó que, afortunadamente, tales cualidades se encontraban en un miembro de su propia organización. Al oír esto, King Hancock se deshizo en satisfacción y sonrisas, creyendo que el orador sólo podía referirse a él, y Mr. Adams escribió después que jamás había visto tal cambio de expresión en el rostro de un hombre como el que se notó en el de John Hancock cuando se mencionó el nombre de George Washington en vez del suyo. Samuel Adams secundó la nominación, que fue aprobada unánimemente. El general Washington, al aceptar, rehusó recibir remuneración alguna por sus servicios, lo cual le dio mucha popularidad.
Boston estaba ahora completamente rodeada, y confundidos quedaron los críticos que sostenían que un regimiento o dos podrían abrirse paso a través de cualquier parte del continente, y que la sola vista de la gorra de un granadero sería suficiente para poner en fuga a todo un ejército americano. La noticia fue especialmente agradable para el coronel Hancock, que el día de la batalla había de ser encargado de defraudar la aduana haciendo contrabando por valor de medio millón de dólares. El abogado que había llamado para su defensa era Samuel Adams.
Hacia fines de mayo de 1775, refuerzos de tropas inglesas llegaron a Boston al mando de los generales Howe, Clinton y Burgoyne, cuyos servicios en la guerra anterior les habían valido gran reputación, elevando el número de soldados en la ciudad a la cantidad de siete mil, aproximadamente. Unos días después, el general Gage emitió una proclama dirigida a los americanos «que con absurda ostentación de fuerzas militares tratan de mantener cercado el Ejército Real»: en ella ofrecía perdón a todos los que depusieran sus armas, y así se apartaran de los parricidas de la Constitución. Las únicas personas exceptuadas de este perdón eran el coronel Hancock y Samuel Adams. Ningún revolucionario ofreció su sumisión en respuesta.
Frente a la ciudad de Boston y separada de ella por el río Charles, que tenía aproximadamente la anchura del Támesis bajo el puente de Londres, otra península aproximadamente del mismo tamaño que la de Boston se proyectaba hacia ella, y estaba similarmente unida a tierra firme por un estrecho cuello. Charlestown estaba a un extremo de la chata cabeza de esta península, que estaba formada principalmente por un risco empinado, Charlestown Heights, cuyas dos jorobas eran conocidas por Bunker’s Hill y Breed’s Pasture, de las cuales Bunker’s Hill era la más alta y la más alejada de Boston. El general Gage, observando que Charlestown Heights dominaba toda la ciudad de Boston, decidió como medida de precaución ocupar Bunker’s Hill. Sin embargo, los revolucionarios, que tenían espías en todas partes, se le adelantaron. Al enterarse de sus intenciones, decidieron apoderarse de la colina y fortificarla ellos mismos para mostrar su poder e incitar a los ingleses a una batalla en condiciones que favorecían la defensa más que el ataque.
En la noche del 16 de junio de 1775, un destacamento de unos mil doscientos milicianos de Massachusetts cruzaron el Cuello de Charlestown con herramientas de atrincheramiento y se pusieron a trabajar rápidamente a las órdenes de un ingeniero. Debido a algún error, fue la colina menor, Breed’s Pasture, cerca de Charlestown, la que eligieron; esta colina era menos defendible y no permitía una huida tan fácil por el Cuello. Aquí trabajaron con tanta diligencia y silencio que antes del amanecer habían completado casi un fuerte reducto, montando diez cañones, y una trinchera de seis pies de alto, que se extendía cien pasos a la izquierda, cara a la ciudad de Boston.
Cuando fueron descubiertos por las tropas inglesas hacia las cinco de la madrugada, el reducto fue atacado por un incesante cañoneo de los buques de guerra y las baterías flotantes del río, además del cañón que disparaba desde Boston, a un kilómetro de distancia. La mayoría de los americanos huyó pronto, incluyendo los artilleros, que se llevaron cuatro piezas con ellos, gritando que eso era un asesinato y que habían sido traicionados. Sin embargo, unos quinientos de ellos continuaron fríamente su trabajo, que completaron hacia mediodía; pues debido a la empinada elevación los estragos causados por nuestro cañoneo no fueron tan graves como se había previsto.
Mientras tanto, el general Gage, como comandante en jefe, reunió a sus oficiales. El general sir Henry Clinton, apoyado por los generales sir William Howe y John Burgoyne, propusieron (muy correctamente) enviar una fuerza escogida de granaderos apoyados por la artillería, a hacer un desembarco en el Cuello de la península de Charlestown, que no tenía doscientos pasos de ancho, y así cortar la retirada de los americanos. Esto se hubiera podido hacer perfectamente sin pérdidas. Nosotros dominábamos el agua, que era navegable para embarcaciones ligeras a ambos lados del Cuello, y los americanos acampados allí no estaban en condiciones de resistir un ataque a la bayoneta. Los de la península tendrían que elegir luego entre rendirse o morirse de hambre.
Pero el general Gage se opuso a este plan. Resolvió, en cambio, desembarcar una fuerza considerable en Moulton’s Point (la esquina derecha de la península, según se miraba desde Boston) y expulsar a los rebeldes de las alturas por la fuerza de las armas. No pudo resistirse a dar a las tropas la oportunidad por la que durante tanto tiempo habían estado clamando: enfrentarse con el enemigo y darle una buena paliza. Boston había sido últimamente una estación miserable y entumecida, proverbial por sus altos precios y su baja fiebre. Todos anhelaban una salida. «Una vez que salgamos a campo abierto —exclamó el general Burgoyne— pronto tendremos libertad de movimiento.»
Dos mil quinientos soldados fueron por consiguiente desembarcados en Moulton’s Point al mando del comandante general sir William Howe. A las tres de la tarde comenzó el avance, desplegándose una división hacia la izquierda del enemigo, intentando rodearla y tomar Burker’s Hill por detrás; otra hizo un ataque frontal contra el reducto de Breed’s Pasture.
El día era en extremo caluroso, la hierba les llegaba hasta las rodillas. Sin embargo, los hombres, vestidos con sus pesados abrigos, iban cargados, además de con sus rifles y municiones, con mantas, pesadas mochilas y provisiones para tres días: conjunto que pesaba más de cien libras; el comisario Stedman, historiador, lo calcula en ciento veinticinco. Avanzaron muy lentamente, estando quebrado el terreno por una sucesión de altas cercas; y el risco, aunque en su punto más alto no se elevaba más de treinta y cinco metros sobre el río, les pareció a ellos una montaña pirenaica.
Los americanos habían sido ahora grandemente reforzados, y antes de la terminación de la batalla sumaban más de tres mil hombres. De éstos, un millar de New Hampshire y Connecticut, buenos combatientes, fueron a defender una larga cerca, de piedra abajo y barrotes arriba, que protegía su izquierda. Esta barricada estaba algo detrás de la línea de atrincheramiento a lo largo de un terreno más bajo. Habían embutido los intersticios con hierba y el frente estaba protegido por otra empalizada en zigzag de las que se usan en Virginia. El avance no fue apoyado por la artillería tan vigorosamente como hubiera debido serlo, por cuatro razones. En primer lugar, los cañones que disparaban con granadas, esos mortíferos proyectiles, estaban emplazados en un terreno cenagoso. En segundo lugar, los proyectiles colocados junto a nuestros cañones de seis libras eran, por un error, balas de doce libras. En tercer lugar, el jefe de la artillería, coronel Cleaveland, no estaba con las baterías sino ausente, en una clase de latín, lo cual quiere decir que estaba pasando la mañana en compañía de la hermosa Miss Lovell, hija del profesor de latín. Finalmente, el general Gage no había acordado con el almirante Samuel Graves, con quien no estaba en muy cordiales relaciones, que protegiera su avance por la derecha. Cañoneros de poco calado o el transporte Symmetry, que montaba varios cañones de dieciocho libras, hubieran podido traspasar la posición enemiga de parte a parte.
La batalla se propagó casi simultáneamente a toda la línea, que era de medio kilómetro, pero a nuestros hombres se les permitió disparar demasiado pronto con descargas cerradas: cuando los americanos ni siquiera asomaban sus sombreros por encima de la trinchera, salvo unos pocos centinelas y oficiales. El general Putnam, que estaba montado a caballo y parecía tener a su mando las fuerzas americanas —aunque no había jerarquía de grado todavía en este ejército desordenado— galopaba de un punto a otro y juraba matar al primero que disparara antes de que el enemigo se pusiera a tiro seguro. Los americanos temían y obedecían a este hombre violento que decía haber dado muerte y arrancado la cabellera a varios franceses en la guerra anterior. Guiados por él, los oficiales de Massachusetts corrían con mucha valentía a lo largo del parapeto, dando puntapiés a sus hombres para que levantaran los fusiles.
Cuando por fin se permitió a los americanos hacer descargas cerradas, la matanza fue terrible. No sólo el fuego general iba bien dirigido —«tirar a la altura del cinto», era su grito de guerra—, sino que tenían tiradores armados de rifles cuya única misión era cazar a los oficiales reales, que se destacaban bajo el sol por las relucientes golas. El ataque fue contenido en toda la línea, siendo abatidas las primeras filas; las restantes, encontrándose sin mandos, se retiraron fuera del alcance de las armas enemigas, se reorganizaron y de nuevo avanzaron contra los americanos, siendo ahora mandadas las compañías por sargentos. Los oficiales y soldados más viejos, entre ellos algunos que habían combatido en Minden y otras grandes batallas de la guerra de los Siete Años, declararon que había sido la acción más enconada que habían visto. El enemigo empleaba perdigones y postas en sus armas, y las heridas producidas así eran la desesperación de nuestros médicos.
El segundo ataque fracasó, como había fracasado el primero, aunque dirigido personalmente por el general Howe. Fue él quien dirigió el batallón de «suicidas» sobre las colinas de Abraham en aquel día glorioso en que el general Wolfe tomó Quebec a los franceses haciendo que Canadá pasara a nuestras manos. Pronto se encontró de pie, solo, frente a la cerca, habiendo sido herido o muerto todo su estado mayor, de doce oficiales, aunque él se encontraba ileso. Era un hombre alto, fornido, moreno, un tanto sensual, y muy alemán de aspecto, siendo descendiente, como lord North, de Jorge I y una amante alemana, aunque ella era diferente de la abuela de lord North. Su frialdad y su comportamiento militar en esta ocasión no serán nunca suficientemente elogiados. Fue hacia las tropas que habían sido obligadas a salir del reducto y les ordenó que se quitaran los abrigos, que deshebillaran las mochilas y se desprendieran de todo lo que estorbara sus movimientos. «A la tercera va la vencida, muchachos —se dice que les dijo—, y esta vez iremos contra ellos sólo a la bayoneta.» Si dijo esto, fue un discurso demasiado largo para él; pues era hombre casi tan silencioso como su hermano el almirante sir Richard Howe, a quien los marineros llamaban Black Dick. Conservó su aplomo tan maravillosamente, que cuando cierto general, encontrándolo después sobre el campo de batalla, hizo una observación molesta sobre lo costoso de «esta nueva clase de táctica de la infantería ligera», él contestó con una simple sonrisa.
Las baterías inglesas de Boston y los cañones de los barcos castigaron ahora Charlestown con balas incandescentes y granadas incendiarias, pues el fuego de mosquete desde las casas y la torre de la iglesia había estado castigando nuestra izquierda. Quinientas casas de madera estuvieron pronto en llamas. El humo y las cenizas eran arrastrados por el viento hasta los ojos de nuestros soldados, ya doloridos por el sudor que les caía de la frente, haciéndolos gritar y blasfemar; sin embargo, contestaron a la llamada del general Howe con una ovación, y por tercera vez, avanzaron intrépidamente contra el reducto. Esta vez los americanos, que estaban escasos de municiones y carecían de bayonetas, no hicieron frente al asalto, aunque superaban a los nuestros en una proporción de dos a uno. Con los pantalones remangados, descalzos, salieron atropelladamente de sus trincheras. La mayoría de ellos se puso a salvo cruzando el Cuello, que ahora estaba bajo el fuego de los barcos, pero muchos fueron cogidos. La compañía de granaderos de los Reales Fusileros Galeses, con la cual tuve el honor de servir más tarde, obtuvo el puesto de honor en esta ocasión, quedándose sólo con cinco hombres; no obstante, estos cinco cumplieron el juramento de venganza pronunciado después del primer ataque contra cierto francotirador. Estaba sobre un barril colocado en la banqueta del reducto, tres pies sobre sus compañeros, y se sabía que había herido al oficial de su compañía, capitán Blakeny, además de tres oficiales subalternos. Tenía una puntería perfecta a cien pasos, y sus compañeros le proporcionaban constantemente rifles cargados. Este campeón mantuvo su fuego hasta el final; pero cuando los granaderos llegaron a él, y él se defendió con la culata de su rifle, le traspasaron el vientre repetidamente con sus bayonetas. Se dijo que tres de nuestros oficiales habían sido heridos por la espalda en el primer asalto. Esto no se hizo deliberadamente, ya que la lealtad de los hombres que estaban detrás no podía ponerse en duda; fue, según creo, debido a la aglomeración en la esquina del reducto.
Tan exhaustas estaban las tropas, y tan calamitosas habían sido sus pérdidas, que el general Howe no persiguió al enemigo por el Cuello de Charlestown hacia su base de operaciones, situada en Cambridge. Se contentó con ocupar Bunker’s Hill y fortificarla. Los americanos, a continuación, fortificaron Prospect Hill, a corta distancia del Cuello (un lugar con el cual, dos años después, había de tener yo una larga y desdichada comunicación), y dieron a entender a los nuestros que estaban preparados para vender esta cima al mismo precio que la anterior. Nuestras bajas fueron casi un millar de soldados y noventa y dos oficiales; entre éstos, el comandante Pitcairne, que cayó con cuatro balas en el cuerpo, la última disparada por un negro. Los americanos perdieron algo más de cuatrocientos hombres entre muertos y heridos, y cinco cañones de los seis que quedaban.
El comentario general entre los soldados era que habíamos agarrado el toro por los cuernos, pero que hubiera sido más sensato deslizarse por los lados y rodear al enemigo, como hacen los mastines azuzados contra los toros, y entrar por una parte más suave. Se estaba también de acuerdo en que había sido una falta de sentido común tomar posición en Boston, el peor sitio de todo el continente, salvo con fuerzas abrumadoramente superiores; pues la ciudad estaba dominada por todas partes. No pasaron muchas semanas sin que los rebeldes tomaran y fortificaran también Dorchester Heights, hacia el sur, y así nos mandaron a decir que nos retiráramos.
Hubo muchas otras quejas contra los errores de nuestros generales, por ejemplo, que el general Gage hubiese permitido que se llevaran de la Casa del Gobierno todos los papeles oficiales, cartas de los ministros, etcétera; y su esposa fuese una traidora de primera, en comunicación secreta con el enemigo, al que reveló todos sus planes y disposiciones militares. Se reprochó también que no hubiéramos perdido tiempo comprando a los generales americanos. Yo he oído declarar al capitán Montrésor, leal americano y entonces ingeniero jefe en América, que hasta el general Israel Putnam hubiera podido ser comprado por un dólar diario, u ocho chelines moneda de Nueva York. Añadió que los siguientes generales hubieran podido ser obtenidos todavía a menor precio; a saber, Lasher, el zapatero de Nueva York; Heard, el tabernero de Woodbridge; Pribble, también tabernero de Canterbury en Inglaterra; Seth Pomeroy, el armero, y el otro Putnam, Rufus, carpintero de Connecticut. Este capitán Montrésor era un hombre amargado, con una carga de resentimientos contra la suerte y el gobierno británico; fue herido seis veces y seis veces perdió su equipaje en veinticuatro campañas americanas, y sin embargo se le negó el rango correspondiente a su mando, extenso y muy importante; una bala inquieta rondaba dentro de su cuerpo, negándose a la extracción; sufría de hidrocefalia, una fístula y un espasmo nervioso; los revolucionarios habían quemado su casa hasta los cimientos, junto con los graneros y demás dependencias en la isla de Montrésor, llamada luego isla Talbot, a doce kilómetros de Nueva York, no pudiendo conseguir compensación alguna; y todo esto no era sino una mínima parte de sus desventuras. Por tanto, creo que hay que hacer una modesta concesión a la exageración de sus opiniones acerca de la venalidad de estos americanos. Él los odiaba tan prodigiosamente por ser comerciantes, rebeldes y generales al mismo tiempo. Creo que estaba resentido contra Israel Putnam, que había servido con él en el Niágara en 1764, en la guerra contra los indios. Sin embargo, era uno de los hombres mejor informados y oradores más claros sobre la situación de América que yo haya tenido jamás el privilegio de escuchar. Más tarde serví al mando de su hijo, un valeroso oficial de los Reales Fusileros Galeses, y en muchos lugares distintos escuché muchas alabanzas del viejo capitán y de su esposa: durante toda la revolución tuvieron mesa puesta en Nueva York, cuando las provisiones eran extremadamente caras, y convirtieron su gran mansión en hospital para los oficiales heridos. La familia entera se arruinó con la guerra.