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Las noticias sobre la ley del Puerto fueron recibidas por los bostonianos con las más extravagantes manifestaciones de resentimiento. El texto de la ley fue impreso en papel de luto con un borde negro y pregonado en las calles como un «bárbaro asesinato». Los términos «liberales» y «conservadores», por falta de otros mejores, se estaban introduciendo entonces en América (el primero referente a los que favorecían la acción de los bostonianos, y el segundo a los que la condenaban como turbulenta e irresponsable), y comenzó una persecución sistemática de los conservadores en toda Nueva Inglaterra. Estos conservadores eran en su mayor parte personas acomodadas e instruidas, descendientes de los primeros colonos; pero sus graneros fueron quemados, su ganado dispersado, sus familias insultadas, sus moradas allanadas, y ellos mismos forzados a irse o morir de hambre. «Un conservador —decían los liberales— es una persona cuya cabeza está en Inglaterra, cuyo cuerpo está en América, y cuyo cuello debería ser estirado.» Si cualquiera de ellos era sorprendido solo y desarmado, lo atrapaban y lo conducían para burla y escarnio de un municipio a otro, «como manda la ley que se haga en el caso de idiotas, lunáticos y extraviados». Pronto había varios cientos de ellos escondidos en Boston, en la vecindad de los cuarteles. Los funcionarios del gobierno eran brutalmente maltratados, y aun los ministros de la religión, cuyo espíritu conservador era considerado ofensivo por sus congregaciones, hallaron que sus hábitos no eran protección suficiente para ellos. A uno le dispararon balas por la ventana, a otro simplemente le inutilizaron el púlpito, pero a un tercero lo llevaron a los corrales municipales, como si fuera un cerdo extraviado, donde le arrojaron arenques rojos para que comiera, como burla por su afecto hacia los casacas rojas. Sólo en el caso de los médicos fue perdonado un toque de conservadurismo por los Hijos de la Libertad: en consideración a las damas cuyas necesidades no podían dejar de ser atendidas por meras razones políticas.

Pero un número de americanos reflexivos descubrió una impresionante discrepancia entre las declaraciones y los actos de los agitadores bostonianos. Un juicioso escritor que «evitaba la política como si fuera un puñal envenenado», se quejaba en ese tiempo de que había algo en extremo absurdo en la eterna proclamación que algunos hacían sobre la libertad de pensamiento, mientras no permitían a un oponente abrir la boca sobre los temas que se discutían, sin peligro de ser públicamente escarnecido u obligado a correr como un criminal a guarecerse en el bosque más cercano, perseguido por la jauría.

En el caso del partido revolucionario de Nueva York se convocó a un congreso de delegados de todas las colonias para deliberar sobre el crítico estado de sus asuntos. Este congreso, en el cual sólo Georgia, de todas las colonias, quedó sin representar, se reunió en Filadelfia en otoño de 1774. Los cincuenta y un delegados se declararon liberales abiertamente, alentando a los bostonianos a perseverar en su oposición al gobierno hasta que les fueran devueltas sus libertades estatuidas, comprometiéndose a apoyarles en este propósito con todas sus fuerzas, y aprobando varias resoluciones de unanimidad americana, en la cual trataron basta de incluir arteramente a los papistas franceses de Canadá. Declararon, sin embargo, su fidelidad al rey jorge y redactaron una petición en la cual le rogaban que les concediera paz, libertad y seguridad. Esta consideración hacia el rey fue añadida como un calmante para los representantes de Pensilvania y Nueva York, que se opusieron a muchas de las resoluciones y se ausentaron de las sesiones durante varios días. El frente común se logró únicamente gracias a las energías (para citar a un caballero americano que estaba presente) de «Adams y su equipo, y los altaneros sultanes del sur, que engañaron a todo el cónclave de delegados».

Los bostonianos habían urdido un acuerdo, que ellos llamaron Solemne Confederación y Pacto, por el cual los firmantes se comprometían del modo más sagrado a «interrumpir el tráfico comercial con Gran Bretaña hasta que las últimas y enojosas leyes sean revocadas». Esto fue también sustentado por gran cantidad de personas en las otras provincias. Cuando el general Gage intentó amortiguar el efecto de este pacto mediante una proclama contra el motín, ellos replicaron que la ley permitía a los leales súbditos de Su Majestad asociarse pacíficamente en defensa de sus derechos; y él no pudo negar esto. Tampoco pudo hacer nada mediante métodos legales para la debida protección de los conservadores, ya que ahora se había impulsado una unanimidad liberal en todos los instrumentos y accesorios de la ley: magistrados, jurados y testigos; ni por medios militares, ya que la fuerza a su disposición consistía en cuatro débiles batallones, enteramente insuficientes para la tarea de mantener el orden en tan vasta provincia. Los hombres de Massachusetts habían comenzado a armarse en secreto y a recibir públicamente instrucción militar; y un gobierno rival del general Gage, un congreso provincial, había resuelto elevar el número de estos rebeldes declarados a doce mil hombres, e invitó a las provincias de Connecticut, Rhode Island y New Hampshire a ayudarles con ocho mil más.

Para aliviar la triste situación del pueblo de Boston, se enviaban grandes regalos, en dinero y especies, de otras ciudades de la provincia, y de puntos tan lejanos como Carolina del Sur. Los comerciantes de Salem y Marblehead, que están a corta distancia, pusieron sus puertos a disposición de sus colegas de Boston; pero estas ciudades pronto perdieron el uso de su puerto, por destruir un cargamento de té que llegó allí.

Las deserciones del Ejército Real se hicieron frecuentes, debido a varias causas. En primer lugar, los seis peniques diarios, que era la paga del soldado, eran insuficientes para su subsistencia (debido a las fuertes retenciones que se hacían de esa paga para ropa y otros menesteres) hasta en Inglaterra. En América, donde los precios de todos los artículos europeos eran una tercera parte más elevados, un soldado estaba siempre endeudado, salvo que fuese un modelo de sobriedad y ahorro. Las tropas que estaban de guarnición en América eran siempre tentadas con ofertas de empleo a más altos salarios por agricultores prósperos de los distritos interiores del país; y con tales ofertas iba ahora la promesa del Comité de Correspondencia del municipio de que no lo dejarían arrestar como desertor por los pelotones de su regimiento. Si los desertores podían llevar consigo sus mosquetes y machetes, tanto mejor; los rebeldes ofrecían la suma de veinte dólares por cada mosquete Tower que estuviera en buen estado.

Ahora se ofreció un desgraciado empleo al necesitado soldado: podía contar con cincuenta libras esterlinas en monedas de oro si consentía en hacerse maestro de instrucción militar para enseñar a los voluntarios americanos sus ejercicios de pelotón, que emplearían contra su rey y sus camaradas. Muchos soldados aceptaron, especialmente aquellos que tenían motivos de queja particulares contra algún oficial o sargento, disfrazando su sentido de culpabilidad bajo un fingido amor por la causa de la libertad. Otros observaban que se habían ofrecido voluntariamente para luchar por el rey Jorge, y que, aunque rodeados e insultados por hordas de enemigos, no se les permitía el uso de las armas que se les habían confiado para este mismo fin. Si el orgullo de Inglaterra había decaído de tal modo, declaraban, no había ningún aliciente en permanecer como soldados leales, sudar, tiritar, quitarse el sombrero, endeudarse, tornarse decrépitos en un servicio ingrato, y de vez en cuando (por la menor falta en el deber) recibir el castigo de los latigazos aplicado por un cruel ejecutor. Bien podían pasarse a los americanos, que a pesar de todas sus torpezas eran hombres que defendían sus derechos, que aspiraban a comer y beber en abundancia, ir bien vestidos y bien calzados, y eran hospitalarios con los que se pasaban a sus filas.

Las tropas estaban acampadas en los terrenos públicos de Boston, fuera de la ciudad, y, haciéndose cada vez más frecuentes las deserciones, a pesar de haberse dictado la pena de muerte como castigo, el general Gage dijo un día a su estado mayor:

—Nos estamos desangrando gota a gota, y estoy dispuesto a parar la sangría con un fuerte vendaje.

Dicho esto dio órdenes de fortificar el Boston Neck, garganta que separaba la ciudad del campo, y puso a sus hombres de mayor confianza de guardia allí para que no saliera ni entrara nadie que no tuviera derecho a hacerlo. Pero los cabecillas revolucionarios calificaron este vendaje como un nudo al cuello de la ciudad de Boston para estrangularla. La gente del campo y los bostonianos eran en extremo irrespetuosos hacia nuestros centinelas, al pasar una y otra vez ante ellos con sus carretas. Un carretero fue sorprendido saliendo de la ciudad con unos diecinueve mil cartuchos de bala, que le fueron quitados. Tuvo el descaro de presentarse en la comandancia pidiendo que se los devolvieran, diciendo que los quería ¡para su uso particular en la caza! La petición fue, desde luego, denegada, pero dijo él:

—Bueno, pues quédense con ellos; no me importa. Eran sólo una pequeña parte de los muchos que he llevado en esta misma carreta varias veces; y todos para mi propio uso en la caza.

Luego, los habitantes de Newport, en Rhode Island, desmontaron cuarenta cañones, que habían sido destinados a la protección del puerto, y se los llevaron para uso de las fuerzas revolucionarias; y los hombres de New Hampshire se apoderaron de una gran cantidad de almacenes del gobierno en el fuerte de Piscataqua, aunque sin derramamiento de sangre. Evidentemente, la guerra era inevitable, y fue anunciada en septiembre de 1774, muchos meses antes de que en realidad estallara. En esa fecha, el coronel Israel Putnam de Connecticut, aquel viejo cazador de osos y de indios, escribió por encargo a Nueva York, durante la primera sesión del Congreso continental, diciendo que las tropas y los barcos del rey habían comenzado en aquel instante una matanza indiscriminada del infeliz pueblo de Boston, Pedía ayuda de todas direcciones. El informe causó desesperación y cólera en Filadelfia, adonde fue instantáneamente transmitido, y no fue desmentido durante tres días. El coronel Putnam, que era un hombre honrado, fue, según se creyó, engañado por algún agente del político Mr. Samuel Adams, que mediante esta falsa noticia quiso forzar al Congreso, en modo alguno unánime, a declararse tan resueltamente como lo hizo en este caso. Aquí debo observar que el hombre más desagradable de América, para los ingleses, era este mismo Sam Adams, con sus manos temblequeantes y su rostro torcido, su lengua (según se decía) vertiendo alternativamente miel y veneno, su persona desaseada, sus ojos inquietos y sus bolsillos siempre vacíos. No hacía mucho que había evitado ir a prisión, cuando se le acusó de desfalco como cobrador de impuestos, por la intervención de sus partidarios.

El general Gage escribió al gobierno por este tiempo: «Si al fin ha de emplearse la fuerza, ésta tendrá que ser considerable. Comenzar con un número reducido de tropas no hará sino estimular la resistencia.» Puesto que se calculaba que los americanos podían reunir una fuerza de ciento cincuenta mil hombres con conocimiento de las armas de fuego, pedía que se estacionaran quince mil hombres en Boston, diez mil en Nueva York, y siete mil más para proteger Canadá contra la invasión de los americanos.

Había tomado todas las precauciones posibles contra un levantamiento, retirando la pólvora y las armas de los almacenes de la vecindad y colocándolos en Castle William. Por entonces había privado a aquel archicontrabandista, el coronel King Hancock (después presidente del Congreso), de su misión como comandante de la Compañía de Cadetes de Massachusetts. Éstos eran caballeros que solían ayudar al gobernador, pero puesto que muchos temían ahora la acción de la turba contra ellos y su propiedad si continuaban en el servicio, la compañía se desbandó. Devolvieron al general el estandarte que les había regalado al suceder a Mr. Hutchinson como gobernador. Mr. Oliver, el teniente gobernador, y casi todos los nuevos miembros del consejo nombrados por un mandamus real, habían sido obligados a renunciar mediante amenazas contra sus vidas.

Hubo algunos disturbios de menor importancia en la ciudad. Mr. Samuel Adams, en presencia de un número de oficiales ingleses, durante una reunión municipal efectuada el 5 de marzo en la Old South Meeting House, pidió que la ciudad hiciera saber su agradecimiento al doctor Warren, que acababa de hablar, por su elegante y animado discurso, y que el próximo 15 de marzo debía pronunciarse otro para conmemorar la sangrienta matanza ocurrida cinco años antes. Varios oficiales comenzaron a chistar y otros a decir: «¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!», y un oficial vestido con el uniforme de su regimiento avanzó hacia Mr. Adams y el coronel Hancock, que también estaba presente, y se dirigió a ellos en términos severos. Les dijo que el ejército se sentía ofendido por la expresión «sangrienta matanza», ya que el capitán Preston había sido juzgado por un tribunal de Boston que lo absolvió de la acusación de asesinato. Habiendo dado los americanos algunas contestaciones, los gritos de: «¡Uf! ¡Uf!» fueron interpretados como «¡Fuego! ¡Fuego!»[2] y se produjo un tremendo tumulto. Las mujeres gritaban, los hombres blasfemaban, y muchas personas se lanzaron de cabeza a la calle desde las ventanas más bajas. Los tambores del regimiento Cuarenta y Tres, que acertaron a pasar, aumentaron la confusión: Mr. Adams, el coronel Hancock y otros de los presentes evidentemente temieron que fueran detenidos por un oficial con poder para ello. La asamblea quedó disuelta en dos minutos, pero no se usó la violencia ni se perdieron vidas.

Dos días después se detuvo a un hombre que había intentado comprar el gatillo del mosquete a un soldado del Cuarenta y Siete. Los hombres de este regimiento desnudaron a este americano, le pegaron plumas con brea, y lo pasearon en un carro por la ciudad durante la mayor parte de la tarde. Los oficiales del Cuarenta y Siete no participaron en estos excesos (que los americanos les imputaron), pero hicieron la vista gorda. El asunto fue severamente condenado por el general Gage.

Mientras yo estaba en Dublín, en abril del año 1775, mi padre me mostró la dos cartas siguientes, de las cuales le había permitido hacer copias su amigo y patrón el deán Evelyn, de Trim in Meath, cuyo hijo, el autor, servía en Boston como capitán del Cuarto, o Regimiento del Rey. Expresaban tan claramente los resentimientos de las fuerzas británicas en América por entonces, que me permito reproducirlas aquí in extenso, pero omitiendo los detalles particulares que sólo interesaban a la familia.

Al reverendo doctor Evelyn (su padre),

Trim, Irlanda.

Boston Camp. 31 de octubre de 1774.

Querido señor:

Ocurre tan rara vez que tengamos la oportunidad de que un barco del rey parta de aquí, que nos alegra en extremo encontrar uno que lleve a nuestros amigos noticias nuestras; ellos deben de estar muy alarmados por nosotros, si tienen conocimiento de las atrevidas y desesperadas resoluciones de cada pueblo de Nueva Inglaterra, y deben de llegar a la conclusión de que dos o tres mil pobrecitos como nosotros tienen que haber sido devorados hace tiempo por hombres de tan fuertes estómagos; pero todavía estamos aquí en nuestro pacífico campamento, y en la misma situación que cuando le escribí a usted la última vez; nada de gravedad ha ocurrido, pero se están haciendo grandes preparativos para las hostilidades por ambas partes. Nosotros, por nuestra parte, hemos fortificado la única entrada a la ciudad por tierra, y levantado extensas obras frente a ella. Hemos recibido al general Haldimand, con el regimiento 47 y parte del 18, de Nueva York, con más artillería y provisiones militares; otros dos regimientos, el 10 y el 52, vienen de Quebec, y parte de ellos está ya en puerto; y tenemos un barco de guerra y dos compañías del 65 de Terranova.

La buena gente de estas provincias se está preparando lo más rápidamente posible; están todos provistos de armas y municiones, y todo hombre capaz de usarlas es obligado a acudir regularmente a los campos de instrucción; en suma, el frenesí que se ha apoderado del pueblo es tan grande, que apenas puede llegar a más, y tendrán que ir muy pronto a la guerra o tomar aquel camino que siguió el pueblo de Inglaterra en la época de la Restauración, volviendo su venganza contra los que los han seducido y mal dirigido. Creo que jamás se han concedido tantas mercedes a nación alguna sobre la faz de la tierra: ellos están ahora en un estado de rebelión absoluta y declarada, y han cometido toda clase de traiciones menos la de atacar abiertamente a las tropas, lo cual, según declaran públicamente, harán tan pronto como estén preparados y llegue el momento oportuno; y se sienten muy envalentonados.

El pueblo de Inglaterra, en tiempos de Carlos I, se portó con decoro y moderación en comparación con estos americanos. Los calificativos que se daban entonces (bretón del norte, conspirador, espía parlamentario, etc.) eran respetuosos comparados con los que se aplican aquí; jamás había visto yo la traición y la rebelión desnuda y sin disfraz; es la única ocasión en que dejan a un lado la hipocresía. Nosotros esperábamos haber estado en los cuarteles por este tiempo, pero los Hijos de la Libertad han hecho todo lo que han podido para impedir nuestro acomodo. Puesto que se hallaron dificultades para conseguir alojamiento para tantos hombres, se decidió (para evitar extremos) construir barracones en el terreno público, donde estamos acampados; a algunos regimientos se les facilitó la madera, y las construcciones iban bien avanzadas cuando decidieron ordenar a los carpinteros que dejaran de trabajar para las tropas, so pena de caer en su desagrado. Y un hombre que no hizo caso de su orden fue asaltado por la turba, y estuvo a punto de ser ahorcado. Sin embargo, el gobierno ha procurado destilerías y almacenes suficientes para alojar a todos los regimientos, y nuestros mecánicos, con los del barco de guerra y unos ciento cincuenta de Nueva York y Halifax, están ahora trabajando en ellos, y esperamos tenerlos listos dentro de quince días a más tardar. Han prohibido también a todos los comerciantes que suministren a sus enemigos mantas, herramientas o materiales de ninguna clase; han tratado de impedir que consiguiéramos ladrillos para las chimeneas de nuestros barracones, y amenazaron con prohibir que entrara ninguna provisión en el mercado; pero la fuerza del oro inglés es cosa que ningún yanqui puede resistir, aunque ello significara su condenación. No puedo describirle a usted los «santos de Massachusetts» de modo que pueda formarse una idea justa de cómo son. No hay ejemplos en la historia con que compararlos; los judíos, en la época del cerco de Jerusalén, parecen acercarse a ellos, pero resultan ofendidos y rebajados con la comparación.

Mis mejores deseos para todos mis amigos; mucho desearía saber de ellos; cuando pueda usted disponer de media hora, escríbame.

De usted, señor, muy afectuosamente,

W. G EVELYN

Al reverendo doctor Evelyn (su padre),

Trim, Irlanda.

Boston, 18 de febrero de 1775.

Querido señor:

El 10 del presente mes recibí su carta (la única que he tenido de usted) fechada el dos de noviembre; aunque no llegó abierta, como la mía hacia usted, no por eso ha sido inferior en gastos, ya que cada carta que recibimos vía Nueva York nos cuesta tres peniques por cada escrúpulo; por cuya razón quisiera que nuestros amigos nos escribieran por barcos destinados a Salem o Marble Head, y trataran de enviar las cartas por la valija del general Gage, como hace Mr. Butler al escribir a su hijo, ahorrándole de ese modo de quince a veinte chelines al mes. Si usted tuviera la bondad de enviarle cualquier carta para mí, estoy seguro de que él a su vez la enviaría a la oficina del secretario de Estado en Inglaterra, y yo la recibiría con los despachos de Inglaterra.

El que en los periódicos de ahí circulen innumerables mentiras sobre lo que está pasando aquí no es extraño, cuando en esta misma ciudad, donde estamos nosotros, se publican todos los días los relatos más descarados e increíbles respecto de nosotros; pero el hecho es que los autores saben que son falsas y ninguna persona de esta ciudad (de unos veinte mil habitantes) cree una palabra de lo que dicen; pero las mentiras van dirigidas a los infelices e ilusos campesinos, que son todos políticos, y se tragan todo lo que ven en esos papeles sediciosos (y no se les permite leer ningún otro) con mía credulidad no igualada siquiera en la vieja Inglaterra; y por este medio se mantiene vivo el espíritu de la disidencia, y los planes de unos pocos demagogos emprendedores y ambiciosos son así transmitidos para que el pueblo los ejecute. Digo de unos pocos; sin duda parecen muchos los interesados en llevar el asunto adelante; pero crea que este inmenso continente, de Nueva Inglaterra a Georgia, es movido y dirigido por un hombre,[3] un hombre de cuna ordinaria y desesperada fortuna, que por su habilidad y talento para la intriga se ha hecho persona de cierta influencia, y cuya existencia política depende de la continuación de la presente disputa, y que se hundiría en la insignificancia y la miseria en el momento que cese.

El pueblo en general se inclina a atribuir el fermento que subsiste actualmente en este país a un plan y un sistema establecidos, formados y sostenidos durante algunos años por unos pocos espíritus ambiciosos y emprendedores; pero en mi opinión, las verdaderas causas de ello han de encontrarse en la naturaleza de la humanidad; y yo creo que proviene de una nueva nación, que se siente rica, populosa y fuerte: y de que sintiéndose impacientes por la sujeción, luchan por desprenderse de esa dependencia que le es tan molesta. Lo demás me parece a mí que es sólo la consecuencia; siendo un tiempo así de lo más propicio para los hombres capaces, pero arruinados, que se adelantan para jugar con las pasiones del pueblo, fomentan ese espíritu de oposición a toda ley y gobierno, e incitan a la sedición, la traición y la rebelión, con la esperanza de aprovecharse de la confusión general.

Éste es el caso de nuestro gran patriota y caudillo, Sam Adams. Hancock y los otros cuyos nombres oyen ustedes son tan sólo sus instrumentos; aunque muchos de ellos son hombres de no escasa habilidad. Hancock es un pobre imbécil, despreciable, llevado por Adams, y ha gastado una fortuna de treinta mil libras esterlinas en esa infame pandilla; ha sacrificado todo lo que tenía en el mundo a la vanidad de ser admitido entre ellos, y se encuentra ahora reducido casi al estado de mendicidad. Los pasos que han dado los Hijos de la Libertad, y la rapidez con que ahora avanzan hacia la rebelión y la guerra civil, son expuestos de manera maestra por un escritor (de nuestro lado) bajo la firma de Massachusettensis; cuyos papeles hasta ahora publicados he enviado a Mr. Butler al castillo, dirigidos a usted; ellos le darán una mejor idea de la naturaleza de esta importante contienda que ninguno de los del otro bando, que están compuestos de sedición, traición, tergiversación y falsedad, urdidos por villanos de primera, y vorazmente tragados con la credulidad de la ignorancia y el celo maligno de los fanáticos inveterados.

Es muy raro que un escritor conservador se atreva a presentarse y que un impresor acceda a publicar nada que esté de parte del gobierno; y nada los protege ahora sino la presencia de las tropas en Boston. Los que han permanecido en el país, y cuyas circunstancias y situación no admiten que dejen sus familias, están constantemente en peligro. Algunos son prisioneros en sus propias casas, con una turba montando siempre guardia en torno a ellos, no vayan a escaparse; y otros han sido tratados con la peor barbarie. Las palabras no pueden dar a ustedes una idea de la naturaleza de la clase baja del pueblo en esta provincia: están completamente desprovistos de todo sentimiento de la verdad o de la honradez común: están proscritos en todo el continente, y no poseen otras cualidades humanas que la vergüenza y el reproche de la humanidad.

Como el desenlace de esta importante cuestión depende de la determinación del pueblo de Gran Bretaña, y puesto que existen tan desdichadas divisiones entre ellos, y hay tantos y tan peligrosos enemigos de su país entre ellos mismos, es imposible formar ninguna conjetura acerca de ello. Nosotros, que conocemos nuestras propias fuerzas y la irremediable situación del pueblo, consideramos ésta como la más afortunada oportunidad para Gran Bretaña de establecer su superioridad sobre este país; y aun reducirlo a un estado de sujeción, para lo que el derecho de conquista le puede dar ahora el mejor título. Al menos, mantenerlo en el estado de dependencia del que declaradamente están ahora tratando de liberarse y que, si hubieran esperado otro siglo, probablemente alcanzarían. Aunque lo que ahora pretenden es independizarse de Gran Bretaña y gobernarse por sí mismos, no creo que el más exaltado de ellos tenga la menor esperanza de conseguirlo en este tiempo; pero ellos esperan hacer algunos intentos y avanzar un poco hacia el objetivo. En esta lucha dependen en gran medida de la blandura y clemencia de los ingleses; los americanos se imaginan que los ingleses los considerarán obcecados y les cederán algunos puntos por humanidad, antes que llevar las cosas a los extremos; y ciertamente pueden tener razón para pensar así, pues bajo ningún otro gobierno en la faz de la tierra se les hubiera permitido perpetrar tantas y tan horrendas villanías, como han hecho, sin ser declarados en estado de rebelión y atajarlos con el fuego y con la espada. Según los relatos de los sediciosos, el pueblo se imagina que las colonias se han mostrado unánimes en su oposición al gobierno, pero la verdad es lo contrario; hay un grupo muy numeroso a nuestro favor, y miles se inclinan hacia nuestro lado, pero no se atreven a declararlo públicamente por miedo a que el gobierno los deje en las astas del toro; ésta es la verdad exacta, y pueden ustedes creer que los caballeros que han declarado estar de nuestra parte son hombres de la mejor clase propietaria del país, hombres que antes de estos disturbios eran tenidos en la más alta estimación, y de los más respetados por el pueblo llano.

Está cercana la hora en que este asunto llegará a una crisis. Las resoluciones que esperamos están ahora sobre el agua, y determinarán el destino de Gran Bretaña y de América. Tenemos gran confianza en el espíritu y orgullo de nuestros compatriotas, que no soportarán mansamente tal insolencia y tal desobediencia de una banda de vagabundos revoltosos, hez y desprecio de la especie humana; y que pronto recibiremos órdenes que nos autoricen a flagelar la rebelión con varas de hierro. Con esta esperanza nos hemos contenido hasta ahora, y con un grado sin paralelo de paciencia y disciplina nos hemos sometido a los insultos e indignidades de villanos alquilados para provocarnos a algo que pueda llamarse abuso de la violencia, y volverlo en contra nuestra; pero esto permanece en nuestras memorias para la hora que habremos de «dar la orden de saqueo y soltar las fieras de la guerra». Perdone mi indignación, no puedo hablar con paciencia de esta generación de víboras. Si se enviaran tropas desde Irlanda con oficiales de alto rango, le ruego haga lo posible por procurarme algunas recomendaciones.

No deben creer ustedes implícitamente los informes que se difunden sobre las muertes y deserciones entre las tropas; ha habido algunas, y algunos regimientos han sido más desafortunados que otros; pero es muy insignificante, cuando se considera que no se han ahorrado gastos ni trabajo para seducir a nuestros hombres. Nuestro regimiento, sin embargo, no ha perdido más de lo que solía perder en Inglaterra. El tiempo es indescriptiblemente delicioso, y nos hallamos en un perfecto estado de salud y de ánimo.

Deseando lo mismo a todos los amigos de casa,

Quedo, señor, de usted muy afectuoso,

W. G. E.

El deán Evelyn murió en su residencia de Dublín unos días antes de que yo embarcara para América, y el capitán Evelyn no sobrevivió mucho tiempo 1 su padre. El 27 de agosto del mismo año, dirigió el avance británico en la batalla de Long Island, hallándose con la brigada de infantería ligera, y tomó prisioneros a cinco oficiales americanos, que habían sido enviados antes para observar los movimientos de nuestro ejército en dirección al Paso de Jamaica. La avasalladora victoria de aquel día fue debida en gran parte a esta captura. Él fue mortalmente herido en la escaramuza de Throg’s Neck dos meses después.