En el verano de 1768, dos regimientos de infantería, el Catorce y el Veintinueve, y una compañía de artillería, fueron enviados a Boston para ayudar a los magistrados y a los funcionarios de Hacienda a imponer la ley. Esta medida fue interpretada por los políticos de Boston como si una manada de leones hubiera sido soltada en la ciudad para desgarrar y comerse a los habitantes; según lo que me han dicho hombres del Catorce que más tarde lucharon junto a mí en Canadá y el alto Nueva York, el asunto fue totalmente diferente: estos soldados se sintieron como otros tantos Danieles en la guarida de las fieras. Pues los abogados y los ministros congregacionistas, sus aliados, controlaban el populacho, cuya parte más tenaz y violenta vivía en la calle Fish y en el Battery Marsh. Esta turba, bajo el hábito respetable de asambleas municipales, llevó el terror a todos los que se consideraban amigos de Inglaterra, por medio de apaleamientos, incendios y la extraña indignidad de la brea y las plumas cuyo uso, según he leído, había sido abolido por nuestros antepasados en la época del mal rey John. Ningún magistrado ni jurado, cualesquiera que fueran sus verdaderas convicciones, se atrevía a dar un veredicto que desagradara a los auténticos amos de Boston; era peligroso para la vida y hacienda de cualquier ministro de la ley el pedir ayuda a los militares; y el soldado inglés individual acusado, aunque fuera falsamente, del más leve delito, estaba del todo a merced de esta gente facciosa y entusiasta, de mentalidad ruin.
Soldados y aun oficiales eran constantemente detenidos por motivos triviales, no se les aceptaba fianza y se les retenía en la cárcel hasta que su caso era llevado ante los tribunales, cuando, no habiéndose presentado los acusadores, se les absolvía sin darles ninguna explicación ni satisfacción. En una ocasión, un soldado fue detenido en el cuartel por un guardia; puesto que la orden de arresto no detallaba el nombre del soldado, sus oficiales se presentaron a protestar ante el tribunal por esta infracción de sus derechos como ciudadano. Se les acusó entonces de tumulto y rescate, y se les hizo pagar una fuerte multa, mientras el magistrado tronaba contra ellos amenazándolos ¡con la venganza de la ciudad! Dos soldados del Catorce, al salir un día del hospital, después de un ataque de fiebre y apenas capaces de tenerse en pie, fueron asaltados por la turba, que los dejó medio muertos a bastonazos, puñetazos y puntapiés. Apelaron al mayor general Mackay, su comandante, y éste se condolió de su desgracia. «Pero sed cuerdos y no busquéis venganza —dijo—. Pues aun cuando podáis identificar a vuestros asaltantes como decís, no hay justicia para los soldados en Boston. Tened media guinea para cada uno, muchachos. Bebed y olvidad.»
Podrá preguntarse por qué el general Mackay no proclamó la ley marcial y no hizo entrar a la turba en razón mediante un par de tiros como advertencia. No le estaba permitido. Lord Chatham, el primer ministro, se había dirigido a la cámara en tono apasionado:
—Que el afecto sea el único lazo de coerción; declarad la amnistía a los errores de los colonos; atraedlos a su deber con medidas de lenidad.
Los soldados de la guarnición teman órdenes estrictas de no golpear jamás a un habitante de Boston, cualquiera que fuera la provocación. Esto lo sabían los bostonianos; y se aprovechaban plenamente de ello. Soldados que pasaban pacíficamente por la calle eran saludados desde atrás con gritos de «bribones» y «canallas», y se les molía a pedradas y bolas de basura, después de lo cual los asaltantes apretaban a correr. El centinela que hada guardia a la entrada del edificio de la aduana o el almacén solía ser atacado por jovenzuelos malcriados; uno le tiraba de un brazo, otro trataba de sacarle la gorra con un palo, y un tercero le embarraba el uniforme. Y estos hijos de la maldad se azuzaban unos a otros:
—No tengáis miedo, chicos. No dispara. Es un cobarde como todos ellos, un bloody-back. —Este término (espalda ensangrentada) aludía a la tela color escarlata del uniforme de infantería; pero también a nuestra costumbre militar de azotar a los delincuentes, que los americanos de ese tiempo decían les chocaba grandemente. Nuestros hombres mostraban una gran y disciplinada paciencia en Boston.
Era en efecto un lugar extraño. Los Santos, como otros colonos llamaban en broma a los de Boston, se escandalizaban por la inocente música militar de cornetas, clarinetes, oboes y fagotes, especialmente cuando se tocaba después del anochecer por las calles, en los cumpleaños del rey o el aniversario del Complot de la Pólvora, o el día de San Jorge. Sus mujeres e hijas se estremecían y se echaban la falda a un lado cuando pasaban junto a un soldado en la calle. En ciertas observancias morales peculiares, tales como la limitación de los viajes en domingo, o la abstención de budín de sangre, eran casi tan estrictos como los judíos. Sin embargo, para tramar, evadir, alcanzar, engañar y, en una de sus frases favoritas, ser «gente lista», los de Massachusetts en general, y de Boston en particular, no tenían igual en las demás colonias. En cuanto a la gente de mal vivir…, viendo a las mujeres que salían sigilosamente de noche en busca de placeres clandestinos con los soldados, podía uno creer (decían mis informantes) que se hallaba ¡entre lo peor de Wimbledon o Blackheath!
Vino luego la llamada «Matanza de Boston» de marzo de 1770. Un soldado del regimiento Veintinueve, pasando un sábado por la mañana frente a una fábrica de cuerdas, fue saludado por los cordeleros, que le preguntaron:
—¿Quieres trabajar?
Contestó inocentemente que de buena gana lo haría, para complementar su pobre paga.
—Entonces ven a limpiar nuestro cafetín —como le llamaban al excusado—, canalla de espalda ensangrentada —gritaron ellos.
—Señores, tengo que hacer una profecía —dijo el soldado—. Antes de que haya sido torcido mucho cáñamo en esta fábrica, vuestras espaldas estarán también ensangrentadas.
A continuación se produjo una pelea a puñetazos; tres de sus camaradas acudieron en su ayuda, pero los tres se abstuvieron de usar sus armas, según tenían ordenado. Acudiendo un oficial, se interrumpió la lucha antes de que se llegara a una decisión, pero no antes de que el soldado profético emplazara a los cordeleros, en un espíritu bastante amistoso ya que era irlandés, a concluir la pelea el domingo siguiente por la mañana, excluyendo los mordiscos, los puntapiés y los arañazos. El domingo, los ministros congregacionistas —los mismos que solían despotricar en el púlpito contra los obispos de Inglaterra, diciendo cómo, entre otras regalías del episcopado, cada décimo hijo era sustraído a su madre junto con la ternera-diezmo y el cochino-diezmo, para su monstruoso apetito—, estos ministros, digo, habiendo tenido noticia del desafío predicaron que los ingleses intentaban secretamente hacer una matanza de los honrados cordeleros, y que esta diabólica conspiración debía ser frustrada al instante. Así que nuestros cuatro campeones, acompañados por unos pocos camaradas, todos igualmente sin armas, se quedaron asombrados al llegar al lugar del encuentro y ver un gran número de hombres armados con palos y estacas, y entre ellos, correteando y animándolos con gritos de desafío, los ministros de la Iglesia.
Los ingleses se detuvieron y se echaron a reír. En ese momento, la turba comenzó a arrojarles piedras, y las campanas de la iglesia vecina comenzaron a repicar, y como por contagio todas las demás campanas de Boston empezaron a repicar también. «¡Ciudadanos, fuera!» fue el grito que corrió por toda la ciudad.
La turba se alejó entonces de la cordelería bajo la influencia de un hombre alto y corpulento, que llevaba una capa roja y una peluca blanca, y se acercó al cuartel de Murray donde desafiaron a los soldados a que salieran a pelear como hombres; al mismo tiempo, les tiraban bolas de nieve con piedras dentro. La única respuesta de los soldados fue un despectivo silencio; y un oficial que acertó a pasar los mandó al interior. El mismo cabecilla los retiró entonces del cuartel y les arengó seriamente. Ellos dieron hurras y gritaron: «¡A la capitanía!» Y dividiéndose en varios grupos convergieron en la aduana, situada en la calle King, por diferentes caminos. El capitán Preston, oficial de guardia, llamó a un sargento y doce hombres de la guardia con mosquetes y bayonetas caladas. Esta orden fue para proteger al centinela, a quien la chusma estaba ahora apedreando con bolas de nieve. Al aparecer este grupo de soldados, estallaron gritos de: «¡Cobardes, espaldas sangrientas, atreveos a disparar! ¡Disparad, esclavos, cobardes, espaldas sangrientas, disparad!» El grupo más furioso, compuesto por marineros que habían perdido su modo de vida por haber suprimido los ingleses el comercio de contrabando (que era el soporte de esta ciudad de santos), avanzó hasta las puntas de las bayonetas con las blasfemias y execraciones menos santas.
El capitán Preston se abrió paso a través de las filas y rogó a la gente que volviera tranquilamente a sus casas y jugaran con las bolas de nieve entre ellos, si querían evitar el derramamiento de sangre. Pero los marineros trataron entonces de bajar los mosquetes con sus estacas, y uno de ellos intentó golpear al propio capitán, que esquivó el golpe. Entre los de la guardia había camaradas del soldado que había sido vendido como esclavo por la miserable acción de los magistrados; y un hombre (el mismo que me refirió esta historia) había recibido recientemente la oferta de cincuenta libras, hecha por un abogado, para que jurara una declaración falsa contra su propio teniente, que era un oficial excelente y hombre humanitario. Los dedos les ardían de impaciencia en el disparador.
Un marinero golpeó a un soldado en el brazo con un palo en el momento en que el cabecilla de la capa roja gritaba al capitán:
—¡Atreveos, condenados! ¡No os tenemos miedo!
El mosquete del soldado disparó, pero sin efecto. Uno de la chusma gritó entonces, imitando el tono de los oficiales ingleses:
—¡Fuego, soldados, fuego!
Esto fue tomado por una orden del capitán Preston. Varios soldados descargaron sus armas. Cuatro marineros cayeron muertos y siete heridos, dos de ellos de gravedad.
Para convertir una causa insignificante en una que parece tener toda la justicia de su parte no hay nada como un mártir; y aquí había todo un martirologio. La ciudad quedó inmediatamente conmocionada; pero al prometer el gobernador encarcelar al capitán Preston y sus soldados y retirar toda la guarnición tras de los muros de Castle William, que era un cuartel situado en una isla del puerto, no se recurrió a la lucha pública. Sin embargo, toda la colonia de Massachusetts amenazó con vengar aquel «crimen infame», como se le llamaba. Los escribientes de Boston enviaron fantásticas versiones del suceso a Inglaterra, versiones que los periódicos de la oposición publicaron in extenso como medio de desacreditar el Gabinete. Dos líderes revolucionarios, de los cuales uno era el conocido Mr. John Adams, abogado autodidacta, salieron entonces a ofrecerse, con no poco acierto político, como defensores en el juicio contra los militares detenidos. El capitán Preston, el sargento, el centinela y diez hombres de la guardia fueron, con ayuda de su elocuencia, absueltos de la acusación de asesinato. Los otros dos, que se dijo habían iniciado los disparos, fueron hallados culpables de homicidio, pero castigados con penas leves. Cualquier otro veredicto hubiera sido simplemente escandaloso y ocasionado un daño a la causa revolucionaria; sin embargo, el que estos honrados soldados escaparan con vida fue presentado como prueba de la imparcialidad de la justicia americana. Y al mismo tiempo, los cabecillas de la turba y los ministros no vacilaron en hablar de la «matanza de Boston» como si se hubiera hecho una gran ofensa a la justicia, diciendo que los ingleses habían intimidado al jurado con amenazas.
Tengo a la vista un viejo ejemplar de la Gazette de Boston, de marzo de 1771, referente a la Matanza de Boston, en el cual se menciona a aquel rencoroso liberal, Mr. Paul Revere, cuyas hazañas a comienzos de la Revolución han sido dramáticamente referidas, pero sin mucha relación con la verdad:
Por la tarde hubo una impresionante exhibición en la residencia de Mr. Paul Revere, frente a la Oíd North Square. En una de las vidrieras estaba la aparición del espíritu del infortunado joven Seider, con un dedo en la herida, tratando de detener la sangre que manaba de ella; cerca de él sus amigos estaban llorando; y a corta distancia, un monumental obelisco, con su busto delante, en el frente del pedestal estaban los nombres de los que fueron muertos el cinco de marzo; debajo, las siguientes líneas:
De Seider el espectro está sangrando, |
venganza por su muerte demandando. |
En la siguiente vidriera estaban representados los soldados disparando contra el pueblo reunido ante ellos —los muertos en el suelo— y los heridos cayendo, con la sangre brotando a raudales de sus heridas. Sobre esto, las palabras: juego sucio. En la tercera vidriera estaba la figura de una mujer, representando a América, sentada en el tocón de un árbol, con un bastón en la mano y el gorro de la libertad en la punta del mismo —con un pie en la cabeza de un granadero postrado sujetando una serpiente—, su dedo señalando hacia la Tragedia.
Todo estaba tan bien ejecutado, que los espectadores, que sumaban varios miles, quedaron sumidos en un solemne silencio, y sus semblantes cubiertos de tristeza y melancolía. A las nueve doblaron fúnebremente las campanas, hasta las diez, cuando se dio por terminada la exhibición el público se retiró a sus respectivas moradas.
El rey Jorge, por entonces en pleno vigor de sus facultades, no habiéndose revelado aún en él la triste vena de locura, se indignó por la confusión en que habían caído los asuntos nacionales. En el término de siete años habían dimitido tres primeros ministros. Decidió que su reino fuera regido, al menos durante algún tiempo, por un gabinete que llevara a cabo una política continuada y fuera imparcial. Por consiguiente, instituyó un sistema de gobierno personal —esto es, gobierno bajo su propia dirección—, dando la dirección parlamentaria a lord North, un conservador bien intencionado pero de escaso entendimiento. Lord North estaba ligado al rey por un lazo más fuerte que la simple lealtad, siendo primo cercano suyo; su madre había sido la hija de una de las amantes alemanas de Jorge II. Conforme a la benévola voluntad del rey, lord North suprimió los «vejatorios derechos Townshend» que habían ocasionado tan grande baja en el comercio americano, reservando uno sólo, a saber, el impuesto sobre el té, como símbolo de que el rey no había renunciado a sus derechos soberanos. Así un gran terrateniente, que libremente deja que el pueblo de la aldea vecina pase por su tierra, y sin embargo un día al año manda cerrar las puertas desde la salida hasta la puesta del sol y no admite a nadie: no sea que se cree un «derecho de paso» que pueda ser inconveniente para él o sus herederos. El impuesto sobre el té fue elegido para ser conservado como uno que, deducido el costo de su cobranza, no dejaba prácticamente ningún beneficio a la corona, y por tanto no podía constituir un legítimo motivo de agravio. Esta medida tuvo un buen efecto sobre el comercio, que pronto recobró su antiguo volumen, especialmente puesto que las asociaciones americanas formadas contra la importación de artículos ingleses: habían alcanzado ahora el objetivo secreto para el que habían sido formadas. Los estantes de los comerciantes americanos fueron al fin limpiados, y sin pérdidas, de las enormes existencias que habían acumulado a fines de la guerra francesa, antes de que el comercio bajara por las confusiones que crea la paz. Sin embargo, las dos grandes cuestiones, la de proporcionar la defensa externa de América, y la de proteger a las personas leales contra las molestias de los Hijos de la Libertad (como se llamaban a sí mismos los revolucionarios) siguieron sin resolverse. Las cosas mejoraron todavía más en el siguiente año, 1771, existiendo una alarma de guerra con España. Los colonos se mostraron ahora dispuestos a que los casacas rojas se albergaran entre ellos, e incluso prestaron ayuda a los grupos de reclutamiento reales, ya que nuestros regimientos estaban considerablemente disminuidos debido a las deserciones.
Sin embargo, al año siguiente pasó la alarma y la agitación contra los ingleses continuó sin cesar en Nueva Inglaterra. Se hizo realidad por un acto del famoso y venerable doctor Benjamín Franklin, ya mencionado, inventor del pararrayos, que era entonces administrador general de Correos suplente de América y agente residente en Londres de la colonia de Massachusetts. El doctor Franklin, por algunos medios desconocidos, se había apoderado de ciertas cartas confidenciales de Mr. Hutchinson, gobernador de Massachusetts, cuya casa y documentos históricos habían sido destruidos en los tumultos provocados por la ley del Papel Sellado, y de Mr. Oliver, teniente gobernador, cuya casa había sido quemada en la misma ocasión: ambas personas muy respetables por su conducta particular.
En estas cartas, escritas a amigos influyentes en Inglaterra, se habían expresado muy libremente y con disculpable calor acerca de los asuntos de América, recomendando que el gobierno adoptara métodos más enérgicos para mantener su autoridad. Que el parlamento pusiera una mordaza a esos oradores superelocuentes de Boston, cuyo único fin era conservar el recuerdo de todo acontecimiento desagradable que hubiese pasado entre los soldados y el pueblo, que no cesaban de hablar de las «bendiciones de la libertad», los «horrores de la esclavitud», los «peligros de un ejército permanente», pero sólo con mirar a mantener continuamente inflamada la mente popular, y con una aversión fija por la verdad.
Estas cartas particulares fueron presentadas por el doctor Franklin a sus amigos de la Asamblea de Massachusetts, donde fueron leídas en voz alta ante ciento cinco miembros por Mr. Samuel (no John) Adams. Este otro Adams era un entusiasta que había fundado los conocidos Comités de Correspondencia, el cual dirigía algunas ciudades en particular, no sólo dentro de su colonia sino también otras dispersas por todas las demás, para concertar la acción contra la corona. Estas cartas particulares, pues, que el doctor Franklin con elevadas y patrióticas excusas publicó tan malignamente (algunos dicen que por una rencilla particular con el gobernador, cuyos principios religiosos había ofendido, o contra el teniente gobernador, tal vez en venganza porque su propia correspondencia particular había sido registrada por los agentes secretos de la Administración de Correos británica), pusieron en llamas a la Asamblea.
Por una mayoría de más de veinte a uno votaron que la idea de estas cartas era pisotear la Constitución e implantar un poder arbitrario en la provincia. Humildemente pidieron a Su Majestad que separara a los dos hombres para siempre del gobierno de Massachusetts, afirmando que ellos, «no siendo extranjeros, sino carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, nacidos y educados entre nosotros…, nos han alienado el afecto de nuestro soberano, han destruido la armonía y la buena voluntad que existía entre Gran Bretaña y Massachusetts y, habiendo causado ya derramamiento de sangre en nuestras calles, si no se les pone freno lanzarán nuestro país a los horrores de la guerra civil». El propio doctor Franklin llevó esta petición, cuya sinceridad bien podemos poner en duda, al rey, la cual le fue presentada en consejo. Pero se llegó a saber que las cartas sobre las que se basaba la petición habían sido robadas por el propio doctor Franklin, y el Comité de Lores lo consideró, por consiguiente, asunto algo inmoral. El doctor Franklin, habiendo sido llamado a responder, no contestó a las preguntas, se rechazó la petición y se le destituyó a él de su cargo. Se pensó que esto era de su satisfacción, pues probaría a los bostonianos que él estaba dispuesto a sufrir por su lealtad a la causa (ya que todavía desconfiaban un tanto de él, por haber apoyado con calor las leyes del Papel Sellado y de Acuartelamiento de Tropas). Sus compatriotas le compensaron un año o dos después con el puesto de administrador general de Correos de Estados Unidos.
Todo el mundo, a este lado del Atlántico y al otro, ha oído hablar del Boston Tea-Party, que fue el motivo inmediato de la guerra americana; pero creo que no se sabe tan bien cómo ocurrió.
La Compañía de las Indias Orientales estaba al borde de la bancarrota, siendo una de las razones el haber perdido cientos de miles de clientes en América. Hasta que se le fijó el nuevo impuesto, el té había sido, después de los licores fuertes, la bebida favorita, no sólo de los americanos blancos (especialmente las mujeres, que eran perfectas bebedoras de té) sino también de los salvajes indios, que lo hervían regularmente dos veces al día en los calderos suspendidos sobre sus hogueras. En los almacenes de Londres se había acumulado té por valor de cuatro millones de libras esterlinas, y el gabinete quiso ayudar a la compañía permitiéndole vender sus excedentes directamente a América a un precio reducido. Es decir, se le concedió a la compañía un reintegro de los impuestos sobre el té pagaderos en Inglaterra, mientras que la Hacienda continuaba reclamando el impuesto de tres peniques por libra pagaderos por América. Este arreglo molestó a los bostonianos. No era sólo que estos tres peniques habían llegado a ser un símbolo de las libertades que se les negaban —pues la consigna de «no a los impuestos sin representación» había llegado a abarcar las importaciones externas e internas—, sino que dañaban los intereses privados de sus cabecillas y dejaba a muchos de ellos sin empleo. El coronel King Hancock, de los Hijos de la Libertad, había reunido una gran fortuna haciendo contrabando de té de las Indias Orientales desde Holanda, donde se vendía a un chelín la libra; en combinación con unos pocos asociados, había manipulado no menos de cinco mil cajas en dos años, y empleado un gran número de marineros y otros en el tráfico. El nuevo té se ofrecía a la venta más barato, aun añadidos los impuestos, que el que vendía Hancock (y en verdad, más barato que en Inglaterra, ya que los impuestos ingleses eran más elevados que los americanos); esto le reduciría las ganancias, que sumaban cerca del doscientos por ciento, que sacaba de la aventura. Fue el amigo del coronel Hancock, Mr. Samuel Adams, el que dirigió personalmente la «acción audaz», como se le ha llamado, de los cincuenta alborotadores que, el 16 de diciembre de 1773, disfrazados de indios mohawk, abordaron los barcos de té ingleses a su llegada al puerto de Boston, y arrojaron toda la carga, trescientas cuarenta y dos cajas, por la borda. En el sentido inmediato y particular, la acción no fue tan audaz: Mr. Adams sabía bien que las tropas acuarteladas en Castle William no serían llamadas para salvar el té, ya que tenían órdenes de intervenir en los disturbios civiles únicamente si había derramamiento de sangre; ni los magistrados tomarían tampoco medidas contra él, por temor a las represalias, aun cuando no fueran de su misma opinión. Pero fue una acción audaz en el sentido de que provocaría represalias contra la ciudad de Boston en conjunto.
Ésta no fue la única consignación de té enviada a América por entonces; y los Comités de Correspondencia de Mr. Adams en las principales ciudades del continente habían hecho preparativos para una acción conjunta contra su aceptación. Los de Pensilvania recibieron un barco de té a su llegada a Filadelfia, su capital, con tales execraciones y amenazas que el capitán dio la vuelta y navegó por el río Delaware rumbo a Europa. En Charleston, Carolina del Sur, el té fue sacado a tierra y amontonado en un sótano húmedo, donde pronto se echó a perder.
Al ser informado de la destrucción del té, el rey Jorge se consideró personalmente ofendido, pero tuvo la consideración de evitar que otras ciudades americanas pagaran la falta de Boston, donde, como sabía, se habían fomentado todos los disturbios de este período. Por consiguiente no se adoptó ninguna acción contra ellas por haber rehusado el té, pero Boston tenía que ser severamente castigada como una advertencia general.
En marzo de 1774 se aprobó la ley del Puerto de Boston: para «interrumpir la carga y descarga de mercancías en la ciudad de Boston o en los límites de su puerto», hasta que la Compañía de las Indias Orientales hubiese sido compensada por la ciudad por las pérdidas de té, que se valoraban en quince mil libras. La aduana y la sede del gobierno serían trasladados al mismo tiempo al puerto de Salem, a veintisiete kilómetros de distancia. El infortunado Mr. Hutchinson no fue considerado capaz de gobernar Massachusetts en estas condiciones: se le dieron órdenes de entregar su cargo al general Gage, militar valeroso y capaz, que había sido herido junto al coronel-Washington en la última guerra, se había casado con una dama americana, y era muy estimado por la mejor gente de América. Se recordó que cuando la suspensión de la ley del Papel Sellado en 1769 su casa de Nueva York había sido brillantemente iluminada. El general Gage había sido nombrado también comandante en jefe de las fuerzas en América.
Nadie piense que el nombre de Boston figura de modo demasiado importante en este relato. De no haber sido por Boston, es difícil ver por qué medios la necesaria separación entre Inglaterra y sus colonias habría llegado a realizarse. Sólo en Boston existía la activa resolución a rebelarse. Al fin de la guerra, un estadista bostoniano, cuyo nombre no es difícil de adivinar, escribió acerca de su propia participación en la iniciación del movimiento (contra las inclinaciones de tantos compatriotas suyos) lo siguiente:
Aquí, en mi retiro, como otra Catilina, exponiéndome al más severo castigo, tracé el plan de sublevación. Traté de persuadir a mis tímidos cómplices de que el resultado de nuestros esfuerzos podía ser la más gloriosa revolución, pero yo apenas me atrevía a esperarlo; y lo que he visto realizado me parece un sueño. Y vosotros sabéis por qué oscuras intrigas, por qué infidelidades hacia la madre patria se formó un partido poderoso; cómo las mentes del pueblo fueron irritadas antes de que pudiéramos provocar la insurrección.
¿Puede esta justificación del fin por los medios ser admitida si el fin era tan poco apreciado por la mayor parte de aquellos para los cuales fue concebido, aun cuando la guerra llevaba algún tiempo en marcha? Que el fin no fuese generalmente apreciado no es argumento, desde luego, contra su legitimidad; pues en mi opinión la disputa americana era inevitable, y a la larga saludable, por aborrecible que fuese mientras duró.
Dejen que me explique mejor. Antes de que yo embarcara para América, se me había dicho que ésta era una guerra civil, una rebelión de los desleales ingleses contra su legítimo soberano. No obstante llegué a darme cuenta, antes de llevar muchas semanas en el lugar de la acción, que no era una guerra civil. Los americanos no son simplemente otra clase de ingleses, sino que en efecto son americanos, una nación por derecho propio. Trasplántese una raíz, una hierba o una opinión a América, aun a aquella parte del continente que por su clima se parezca más a Inglaterra, y en tres años, ¿qué habrá ocurrido? La diferencia del suelo y del aire habrá producido una notable alteración en estas plantas: en algunos casos, mejorándolas, en otros empeorándolas, pero siempre produciendo un cambio muy pronunciado. Puede ser que una cosecha que en Inglaterra era débil y requería mucho cuidado crezca allí tan lozana como la mala hierba. O puede ocurrir que después de tres años se produzca una tal degeneración de la semilla (como ocurre con las coles y los nabos) que haya necesidad de mandar a buscar otras a casa. Lo mismo ocurre con la fruta, las aves de corral y el ganado. Algunas variedades prosperan enormemente; otras no dan ningún resultado o se modifican. ¿Es por tanto sorprendente que la raza inglesa se alterara al ser trasplantada a este continente? Tres, no, dos generaciones son suficientes para que el inglés se transforme en un ser diferente. Se convierte en un nativo de América que camina, trabaja, juega, habla, mira, siente y piensa de un modo peculiar a ese país; y que, una vez que se da cuenta de estos cambios en sí mismo, no puede ya ser gobernado por caballeros —por instruidos, agradables y eminentes que sean— enviados desde Inglaterra con una carta del rey.
La ciudad de Boston, por jesuíticos que sus caudillos puedan parecer a nuestro juicio inglés, tenía razón en su tesis capital; sí, y audaz fue, y aun puede decirse que heroica, en sostenerla. Tres mil quinientos ciudadanos aptos no eran muchos para desafiar a un imperio tan poderoso como el inglés.
La bandera heráldica de la República americana consiste en barras y estrellas que conmemoran el número de colonias de la Unión. Fue izada por primera vez el día de año nuevo de 1776. En esta bandera se recuerda el emblema familiar del general Washington, libertador y primer presidente de América, pues consta de las mismas barras y estrellas, aunque no tan numerosas. Considero cosa notable el que la joven república, en vez de acuñar el nuevo lema E pluribus unum («Uno compuesto por muchos»), no adoptara audazmente el propio emblema de Washington, pues era Exitus Acta Probat («El fin justifica los medios»).