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Comenzaré mi breve exposición histórica de los orígenes de la guerra americana con un simple y breve sentimiento expresado libre y continuamente por todas las clases y condiciones de nuestro pueblo, tanto civil como militar, y a ambos lados del Atlántico, durante todo el conflicto: que la guerra era «un mal negocio, un negocio detestable». Sin embargo debo añadir honradamente que, aunque las pérdidas en vidas y riqueza eran por todos los conceptos altamente lamentables, la separación de las colonias, por la naturaleza misma de las cosas, tenía que producirse tarde o temprano, y tal vez fuera mejor que se produjera cuando lo hizo.

América, en su relación con Gran Bretaña, era presentada frecuentemente en aquel tiempo como un niño malo que se rebelaba contra un padre indulgente. Esta imagen, sin embargo, no era exacta en modo alguno, pues América como simple nación y voluntad homogénea no existía todavía, y las diversas provincias americanas habían ido saliendo del tutelaje y entrando en el dominio de sus facultades.

Ahora bien, no hay nada tan absurdo y tan inquietante como cuando los hijos crecidos son obligados, por deber filial, a permanecer bajo el techo paterno, respetar las horas fijadas, ajustarse a viejas y peregrinas costumbres y percibir dinero para gastos en vez de salarios por el trabajo que realizan en su hacienda. Esto lastima su orgullo y retarda su ambición. El viejo patriarca puede muy bien decirles: «Hijos míos, no hay duda de que aquí no estáis del todo mal. No os falta comida, bebida, ropas ni otras comodidades. A cada uno de vosotros le cedo un ala de mi mansión. Pago los diezmos e impuestos por todos vosotros. Hay bastante diversión en mis dominios, y el trabajo que os exijo no es pecado. La autoridad de mi nombre es suficiente para protegeros contra todo insulto y peligro. ¿En qué otra parte del mundo os encontraríais, vosotros y vuestras familias, tan bien como aquí, en esta espaciosa y bien provista mansión? ¿Sois, pues, tan ingratos? ¿O qué podéis desear de mí que yo no haga? ¿Qué restricciones os he impuesto? Incluso —cosa inaudita— he excusado vuestra falta de asistencia a las oraciones familiares. ¡No, no! Tened cuidado, y no me hagáis perder la paciencia, hijos míos. Y ved, son ya más de las diez. Tomad vuestro cuartillo de vino, dadle las buenas noches a mamá, y a la cama con vuestras esposas, y procuremos no tener más discusiones.»

Los hijos no tienen que contestar; sólo les queda refunfuñar por lo bajo que «todo hombre mayor de edad tiene derecho a vivir como y donde le plazca, con independencia». Si son hombres de coraje como su padre, al fin por fuerza tiene que entablarse la pelea. Esta pelea surgirá con motivo de cualquier nimiedad doméstica, y los hijos tendrán acaso un pobre motivo que presentar al mundo. Pero lo llevarán al extremo, sabiendo muy bien que el padre llegará a exasperarse y hará valer su autoridad cuando descubra que son sordos a la razón. Pues ellos temen que, si no fuerzan el desenlace, serán absorbidos en la pesada costumbre de la dependencia de él, y perderán toda dignidad y hombría. Su mal está en que una profunda admiración por su madre hace la rebelión más difícil y a la vez más penosa.

Es fácil apuntar las soluciones cuando ya ha pasado el momento. Por mi parte creo que si las peleas tienen que ocurrir, cuanto antes lo hagan mejor. Soporta y aguántate es un imposible consejo de perfección doméstica. Para cierta clase de hijos, la completa independencia es la única cura para su temperamento. Dejado a sus recursos, con el tiempo el hijo se convertirá en un ciudadano respetado y cultivado, y volverá a entrar en relaciones de cortesía con su padre.

Así llegamos a la pelea entre la corona y las colonias americanas. Podrá objetarse que no puedo ser imparcial al juzgar el pro y el contra de esta causa, viendo que he pasado siete de los años de mi vida en América como soldado leal del rey Jorge después de haber reñido él con sus súbditos sublevados. Pero yo tuve motivos para sentir respeto y afecto por la mejor gente de América durante esos siete años, y por tanto no querría ser culpable de una mala interpretación ni supresión de hechos que agravaran un caso ya de por sí amargo. Debo observar que en mi tiempo leí un gran número de periódicos y folletos americanos —impresos en los años de papel azul, amarillo, pardo y negro, por falta de blanco— y escuché un gran número de conversaciones políticas durante el año y medio de cautiverio que pasé entre ellos, y consulté numerosos libros publicados desde entonces en Estados Unidos. Especialmente, iré con cuidado respecto al desprecio y aires de suficiencia como británico, al referir mi historia. Pero donde las cosas fueron mal hechas del lado americano, no estaré más dispuesto a ocultarlas por una falsa delicadeza que si hubieran sido hechas por nosotros.

Comencemos, pues: el pueblo de las colonias establecidas en América del Norte disfrutaba de casi todos los privilegios y libertades de que disfrutaban los súbditos de Su Majestad en la metrópoli, y en efecto, por las varias Cartas Reales, se les permitía gobernarse a sí mismos por cualesquiera leyes, por extrañas que fueran, que sus asambleas provinciales quisieran inventar —y muchas de ellas eran en verdad extrañas para nuestro modo de pensar británico— siempre que no concertaran tratados con una potencia extranjera. La obediencia que los colonos, salvo los de Massachusetts, prestaron a la corona durante dos siglos fue espontánea e incondicional; y todo el pueblo americano, puede decirse claramente, consideraba justo que a cambio de la protección armada que a su país prestaban el ejército y la armada británicos, y por el monopolio de la fabricación del tabaco, se les pidiera ciertas ventajas comerciales. Los ingleses, por ejemplo, prohibieron a los colonos, como a los irlandeses, manufacturar varios géneros en competencia con ellos mismos, o comprar directamente a naciones extranjeras ciertos artículos de comercio: Inglaterra sería el único proveedor y transportador como había sido al principio.

Si algún americano pensaba que este trato era injusto, podía hallar satisfacción pensando que por su parte estaba siendo persistentemente eludido. La pretensión de Inglaterra de acaparar el comercio americano no había sido cumplida durante un siglo; se hacía contrabando en gran escala a lo largo de toda la costa americana. Tampoco se podía calificar de injusticia el que se restringiera la competencia de los manufactureros americanos con los ingleses. Había unas pocas fábricas de menor importancia en Nueva Inglaterra, que abastecían a los vendedores ambulantes, pero la Ley de Comercio no tenía ninguna disposición contra ellas. Tampoco habían sido nunca consideradas seriamente en América las grandes manufacturas para la exportación al estilo inglés. En primer lugar, el éxito de esas empresas depende de que haya un gran número de personas pobres para hacer el trabajo por salarios bajos y durante jornadas largas; pero en esas colonias afortunadas no había (ni hay) pobres laboriosos sino infortunados. Donde la tierra es barata y rica, todo hombre enérgico que quiera trabajar con sus manos puede independizarse pronto como agricultor. Por consiguiente, es imposible hallar braceros y criados a bajos jornales; y los pocos que se encuentran conocen tan bien su valor que el amo tiene que tratarlos con mucho respeto e indulgencia; de lo contrario, sueltan las herramientas, se ponen el sombrero y ¡ahí te quedas! En cuanto al trabajo de esclavo, sólo podía ser aplicado provechosamente al cultivo y manufactura del tabaco en las colonias del sur. En las del norte, el clima, más severo, hacía que el vestir, alojar y alimentar a los negros fuera una carga tan elevada para sus amos, que al norte de Maryland se veían pocas caras negras. Estas leyes de comercio habían estado en vigor durante un siglo, y habían sido acordadas con el consentimiento de las colonias.

¿Cómo, pues, estalló el conflicto? La paradoja qué he trazado antes en el caso de los hijos inquietos y el padre patriarcal es aplicable aquí: que la pelea surgió de un aumento más que de una disminución de la admiración hacia Inglaterra por parte de sus colonias. No se puede llamar a esto celos, porque ningún americano fue jamás culpable de emoción tan servil, pero fue al menos una emulación: un deseo de realizar hazañas dignas de su sangre, por las que se hicieran famosos en su propio nombre, no meramente como hijos y aliados de Gran Bretaña.

Los americanos se sentían en general extremadamente orgullosos de su origen británico, y el nombre de un inglés les daba una idea de todo lo que era grande y estimable en la naturaleza humana: en comparación, consideraban el resto del mundo poco menos que bárbaro. Por una sucesión de las más brillantes victorias en mar y tierra —por las cuales sonaban las campanas y el pueblo daba hurras tan fuertes en América como en cualquier otra parte— Gran Bretaña había sometido recientemente las potencias unidas de Francia y España, teniendo la primera casi cuatro y la tercera tres veces más habitantes, y entró en posesión de vastos territorios en las dos Indias.

Puesto que el conflicto con Francia había surgido a causa de los americanos en 1757 y la paz de 1763, asegurando Canadá para la corona británica, había liberado a los colonos de todo temor hacia sus ambiciosos vecinos los franceses, bien se hubiera podido esperar que añadieran gratitud al respeto. Pero la gratitud es espontánea y no forzada, y los ingleses no siempre fueron tan considerados hacia los sentimientos del americano amante de la libertad para que tan generosa emoción se viese estimulada.

No es cierto, como pretendía el doctor Benjamin Franklin, que «todo el mundo en Inglaterra parecía considerarse como una especie de soberano en América, parecía creerse sentado con el rey en el trono y hablaba de nuestros súbditos de las colonias». Pero es cierto que los soldados ingleses recordaban a veces con excesiva satisfacción que, aunque un gran número de americanos habían luchado junto con los ingleses en estas campañas, lo hicieron sólo como auxiliares y escaramuzadores, no habiendo regimientos de línea americanos que se pudieran oponer a las fuerzas instruidas de los franceses y los españoles en batalla campal o en asedio. Algunos incluso acusaban a los americanos de cobardía; y corrían historias por los clubes de Londres, historias de un orden fantástico y apologético, de las que la siguiente servirá como ejemplo: que en el asedio de Louisburg, veinte años antes, los americanos situados en la vanguardia habían echado a correr sin disparar un solo tiro; y que sir Peter Warren, el comandante británico, los había situado entonces en la segunda línea, asegurándoles que los generales tenían «por costumbre reservar sus mejores tropas para el fin; especialmente entre los antiguos romanos, la nación a que más se parecían los americanos en valor y patriotismo».

Ahora, habiéndose marchado los franceses de Canadá, los colonos se sintieron menos dependientes de los ingleses que antes. Creyeron que podían tratar a los antiguos aliados de los franceses —los indios ottawa, wyandot y algonquinos— con desprecio; y que, debido a la degeneración de la nación española, los puestos españoles en La Habana y Nueva Orleans suponían escaso peligro para ellos. En efecto, se consideraban los amos indiscutibles de todo el continente americano y comenzaron a acariciar vastas ideas sobre su futura grandeza. Mi tío James, en efecto, por la fecha en que se publicaron las condiciones de paz en 1763, lamentó mucho que Canadá hubiese pasado ahora a la corona británica, pues dijo que con la eliminación de los franceses no habría ahora freno alguno para los ambiciosos e inquietos americanos; en cambio, él hubiera preferido tomar a los franceses la rica isla azucarera de Guadalupe.

La situación americana era, en verdad, de lo más floreciente. El comercio había prosperado casi hasta lo increíble en medio de las penalidades de la guerra en que estaban tan inmediatamente comprometidos. Se había pagado en dos clases de moneda: en la inglesa, suministrando provisiones para nuestras tropas, y en la francesa, vendiendo contrabando al enemigo. Su población continuó creciendo, a pesar de la depredación y el pillaje de los franceses y los indios. Eran un pueblo animoso, activo y lleno de recursos inventivos, especialmente los residentes en Nueva Inglaterra, y no conocían límites a sus futuras empresas. Puesto que alimentaban la más alta opinión sobre su propio valer e importancia y el inmenso provecho que los ingleses sacaban de sus conexiones con América, se consideraban acreedores de todo beneficio y muestra de respeto que pudiera otorgárseles. Y aunque, como digo, se les permitía imponer todas las leyes que quisiera para su gobierno provincial, y aunque los acuerdos existentes entre ellos y Gran Bretaña funcionaban grandemente para ventaja suya, comenzaron a mirar con recelo la supremacía de la corona.

De manera que el viejo juego de burlar y contrariar a los representantes del rey —los gobernadores reales de las colonias— fue adoptado con creciente interés por muchas de las asambleas coloniales, especialmente en el norte. Estaban en condiciones de hacerlo, aunque los gobernadores tenían facultad de veto absoluto sobre las leyes que las asambleas aprobaran, pues los americanos sujetaban los cordones de la bolsa. Si el gobernador no aceptaba sus medidas, le retiraban el salario. Hubo siempre mucha desconfianza entre el gobernador y el cuerpo legislativo, aun cuando pareciese conveniente un acuerdo conciliatorio. Los gobernadores no dejaban aprobar las leyes que se pedían sin estar seguros del dinero, ni las asambleas daban el dinero sin estar seguras de que las leyes serían aprobadas. Los indecorosos procedimientos de toma y daca que seguían eran la regla más que la excepción.

Estos gobernadores eran acusados de ser personas perezosas y altivas, y de llevar consigo una pandilla de bribones sin valor que pagaban sus propias deudas con las gratificaciones que percibían como funcionarios y que en cambio no daban las colonias nada de valor. Que nosotros en Inglaterra soportáramos los mismos males, no les concernía a los americanos. Mis carceleros durante mi cautiverio no se cansaban de decirme que sus padres habían abandonado el Viejo Mundo escapando de esas monstruosas desigualdades de fortuna y estado que allí prevalecían, y que no se dejarían imponer en el Nuevo Mundo. Efectivamente, América había servido durante varios reinados como tierra despoblada a la cual desterrar a todos los facciosos que no se ajustaran pacíficamente a la práctica religiosa establecida —puritanos, baptistas, cuáqueros, presbiterianos y papistas—, y la liberalidad de los primeros estatutos provinciales fue como un cebo que atrajo a estas gentes turbulentas incitándolas a emigrar. Pero yo fui siempre lo bastante delicado y cauteloso para observar que, por lo menos, los padres de algunos de ellos habían venido, no por su propia voluntad, sino por orden de un magistrado y con cadenas. (La verdad es que, en los sesenta años anteriores a la Revolución, no menos de cuarenta mil reos habían sido trasladados a América desde Gran Bretaña, además del número de personas secuestradas por los «espíritus» de los puertos de mar y llevados allá contra su voluntad para ser vendidos a su llegada como «redentores».)

Mucho y a la ligera se hablaba en los estados del norte acerca de la superioridad natural del Nuevo Mundo respecto del Viejo Mundo. Se comparaban las dimensiones, siempre favorables a América. Junto al ancho río Hudson, y al aún más ancho San Lorenzo, el Severn no era más que un riachuelo y el Támesis una pobre acequia; el bosque más grande de Inglaterra parecería una simple arboleda puesto junto a los de las partes occidentales de América; y ¿cuántas Inglaterras cabrían en el marco de una sola de las colonias mayores? «Un enano que clama soberanía sobre un gigante», decían en Boston —Boston, fue el seminario original de todos los descontentos y revolucionarios americanos—. Se hacían cálculos sobre cuánto tardaría la población de las colonias americanas, que por su crecimiento natural se duplicaba cada treinta años, en sobrepasar a la de Inglaterra: se esperaba que esto tendría lugar hacia el año 1810. ¡Cuán insensato, pues, que una nación grande y vigorosa fuera obligada a doblegarse a la sabiduría superior de otra más débil y pequeña, que vivía a cinco mil kilómetros de distancia!

Así llegamos al alboroto que se formó en América después de la paz de 1763. Luego, puesto que la deuda nacional de Gran Bretaña había aumentado mucho por los gastos de la guerra, y que en la metrópoli se estaban creando ahora multitud de impuestos extraordinarios, tales como sobre los cristales de ventanas y las ruedas de carro, se creyó justo que América contribuyera un poco al acervo común, en interés de su propia seguridad contra las invasiones.

Se fijaron, por consiguiente, impuestos sobre todos los artículos importados a las colonias de las islas francesas y otras de las Antillas, teniéndose que pagar las sumas en especies a la Hacienda británica. Los colonos protestaron vivamente, asegurando que hasta entonces habían suministrado sus contingentes de dinero y hombres mediante el voto de sus asambleas coloniales, y que el parlamento británico, en el que ellos no estaban representados, no tenía derecho a imponerles más impuestos. No se prestó atención a estas quejas, y pronto replicaron formando asociaciones para impedir el uso de las manufacturas inglesas hasta que obtuvieran una compensación.

Esta agitación estaba todavía en marcha cuando el indio rojo, Pontiac, formó en secreto una confederación de las tribus norteñas que anteriormente habían ayudado a los franceses, a la cual se sumaron las del oeste, que anhelaban vengarse por haber sido desposeídas de sus terrenos de caza por los rudos y crueles montunos americanos. Pontiac y sus aliados hicieron un ataque simultáneo contra nuestros débiles puestos fronterizos en los alrededores de los Grandes Lagos y el río Ohio, y les cortaron la cabellera a casi todos los defensores. Lord Jeffrey Amherst, que mandaba nuestras fuerzas en América, se encontró pavorosamente escaso de tropas; pues después de la paz, varios regimientos ingleses habían sido dispersados y los pocos que todavía quedaban estacionados en América habían visto muy reducidas sus fuerzas. Se habían enviado costosas expediciones a La Habana y la Martinica, donde la fiebre se llevó a miles de infelices. Los indios, por consiguiente, pudieron continuar su destrucción en las fronteras de Virginia, Maryland, Pensilvania y Nueva York, con creciente audacia y violencia. Sin embargo, cuando lord Amherst apeló a cada una de las colonias pidiendo reclutas locales para ayudarle en su marcha contra las principales fuerzas de Pontiac, se encontró con una respuesta bastante mezquina de casi todas las asambleas.

En parte fue debido a que a lord Amherst —que pronto renunció a su mando, disgustado, y se embarcó para Inglaterra—, se le acusaba, como a los demás oficiales nuestros, de adoptar un aire demasiado altivo con los provinciales. En la campaña canadiense rara vez o nunca había llamado a los coroneles americanos a consejo de guerra, de modo que no sabían más de lo que se proyectaba que sus sargentos. En parte fue que existía, desde hacía tiempo, desconfianza y rivalidad entre las colonias, de modo que si una colonia se abstenía de contribuir al interés común, las otras no se sentían obligadas a ser más activas. Pero la principal razón por la cual los colonos en general se mostraron tan poco entusiastas fue que consideraban el ejercicio de las armas como una ocupación sin provecho en aquellos tiempos turbulentos, y que era mejor dejarlo a los ingleses, si se sentían suficientemente bélicos para abrazarlo. Las provincias de Massachusetts y Connecticut pusieron condiciones que equivalían a una negativa; Rhode Island no se dignó responder, New Hampshire se excusó; Pensilvania no enviaría un solo hombre; Nueva York y Nueva Jersey votaron por un simple millar de hombres entre las dos, pero las dos terceras partes de éstos no pasarían sus fronteras; Virginia había enviado ya hombres a su propia frontera y no podía disponer de más, según alegaba la asamblea.

Dos años tardó en quebrantarse el poder de Pontiac. Por entonces las colonias habían reunido a regañadientes, entre todas, algo más de dos mil hombres (de los cuales trescientos desertaron inmediatamente) para acompañar la expedición punitiva británica. Los luchadores más útiles fueron unas cuantas decenas de hombres de la frontera de Virginia; pero la asamblea de Virginia rehusó pagar sus gastos y trató de que el costo corriera a cargo del coronel del regimiento al que iban agregados. Los soldados del rey sufrieron el embate principal, y ganaron, sin ayuda, la única batalla campal de esta guerra india, la de Bushy Run. Sintieron algo más que un poco de resentimiento cuando recordaron que, en los días de mayor peligro para las colonias, sesenta inválidos de los highlanders de Montgomery habían tenido que ser arrancados del hospital y conducidos en carretas hacia los mal guarnecidos fuertes de la frontera: porque los americanos, que habían nacido libres, rehusaron hacer de la guerra un asunto de su incumbencia.

Veamos ahora la famosa ley del Papel Sellado. Parecía suficientemente claro que, si eran dejadas a sus propios recursos, las colonias no podrían ponerse de acuerdo sobre medidas seguras de defensa contra las depredaciones de los indígenas en su retaguardia, o posiblemente las incursiones navales de los franceses y los españoles a su frente y sus flancos. Quince mil hombres fue el cálculo más bajo que hicieron los consejeros militares del rey para la protección de sus posesiones desde la bahía de Hudson a las islas del Caribe, y parecía razonable que las colonias pagaran una parte al menos del mantenimiento de estas tropas, habiendo obtenido tantas ganancias en la última guerra.

Por consiguiente, el nuevo primer lord del Tesoro, Mr. George Grenville, comenzó a considerar los modos y los medios. Consultó primero con los agentes en Londres de varias asambleas coloniales. Les indicó que las leyes de comercio y navegación estaban siendo burladas sin cesar por los americanos. Aun con la adición de los nuevos impuestos, contra los cuales se estaban levantando tan indignadas protestas, la suma de los ingresos no pagaba un tercio del costo de su cobranza: ¿Querrían las asambleas coloniales, puesto que estos nuevos impuestos les desagradaban, sugerir otro método de reunir dinero para la defensa de América? Pero nadie contestó.

Debe advertirse que el famoso doctor Benjamín Franklin, representante de Pensilvania, aprobó entonces en privado el alojamiento de las tropas inglesas en las colonias como medida razonable, y como seguridad no sólo contra la invasión extranjera sino también contra el desorden interior: pues el conflicto armado entre las varias colonias, en disputa por la tierra, era una amenaza constante. La mayoría de los americanos, sin embargo, sostenían que, puesto que no parecía haber ningún peligro inmediato para el país, y puesto que habían aportado varios regimientos de milicias en la última guerra, para la expulsión de los franceses de Canadá, sus obligaciones habían terminado. Se consideraba también injusto que sus oficiales de milicias, por grande que fuera su experiencia en la guerra, siguieran aún por debajo de los más novatos oficiales de Inglaterra que trajeran una misión de Su Majestad. Pero el principal impedimento para una respuesta favorable, cuando Mr. Grenville planteó esta cuestión, fue que no había jamás dos asambleas americanas que estuvieran de acuerdo entre sí, y por consiguiente sería imposible, aun cuando se hubiese admitido el principio de la contribución, fijar las proporciones de dinero con que cada colonia contribuiría al fondo común para la defensa americana.

El gobierno, pues, ya que los agentes no contestaban, no vio otra alternativa que la de hacer cumplir las leyes de comercio y navegación mediante un mayor rigor en el sistema preventivo, dictar una disposición para el acuartelamiento de las tropas inglesas en América, y pagar los gastos resultantes con nuevos impuestos en la forma de papel sellado. En el año 1765 fueron aprobadas la ley de Acuartelamiento de Tropas y su más famosa compañera, la ley del Papel Sellado.

La ley del Papel Sellado proporcionaba el cobro anual de cien mil libras, suma que serviría íntegramente para sufragar los gastos de la defensa de América. Puesto que la población de América era de un poco más de dos millones en total —sin contar los negros y los indios—, esto suponía un impuesto mensual de menos de un penique por cabeza. Sin embargo, ¡qué vocerío se levantó! Los más enérgicos disidentes de América se encontraban siempre en Boston y la provincia de Massachusetts en general. El pueblo de Massachusetts había disfrutado en otro tiempo de un estatuto mucho más liberal que en la actualidad, pero les había sido retirado por su frecuente oposición a la corona y su intolerable persecución de inocentes baptistas y todavía más inocentes cuáqueros a los que mataban, azotaban y encarcelaban. Massachusetts era también una provincia muy litigiosa, y los numerosos abogados irregulares de Boston, que eran demagogos consumados, resultaron perjudicados en sus bolsillos por esta ley: pues los nuevos impuestos del papel sellado eran (como desde hacía mucho tiempo en Inglaterra) aplicados, no sólo a los periódicos, folletos, naipes y dados, sino a todos los documentos legales; y ahora, sólo los abogados regulares podían ratificar documentos con sellos.

Estos abogados agitaron a la turba de la ciudad llevándola a las más impresionantes manifestaciones de descontento. En la rama de un árbol corpulento, que había a la entrada de Boston viniendo del campo, se colgaron dos efigies, una del jefe del Timbre y la otra de una alta bota con una cabeza cornuda saliendo de la parte superior. Gran número de entusiastas, de la ciudad y del campo, acudían a verlas. Por la tarde, estas pobres efigies fueron bajadas y llevadas en procesión con gritos de «¡Libertad y propiedad para siempre! ¡Abajo los sellos!». Pero qué se hizo luego de ellas, yo no lo sé. La turba fue a casa de Mr. Oliver, el presidente del Tribunal Supremo de la colonia, decapitaron su efigie, rompieron sus ventanas y quemaron un edificio nuevo, propiedad suya, que había junto a su casa. Unos días después rompieron también las ventanas del registrador, delegado del Tribunal del Almirantazgo, y entrando en su casa destruyeron sus libros y papeles oficiales, y muchos muebles. De modo similar trataron al controlador de Aduanas, bebiéndose además todo el licor de su bodega. En cuanto al gobernador, Mr. Hutchinson, destrozaron completamente su mansión, y no sólo se llevaron toda su porcelana, muebles y ropas, sino que esparcieron y destruyeron la colección de documentos históricos que había estado recogiendo durante treinta años. Estas multitudes componíanse, no de personas de valer, sino de chusma tan incalificada para votar en sus asambleas provinciales como los abogados que las agitaban para desempeñar la profesión que habían asumido. Eran, en efecto, precursores y ejemplares de la Sans-culotterie que, guiada por una similar escuela de abogados, constituyó el humo y la llama de la posterior Revolución francesa.

Las turbas de las otras colonias no se quedaron a la zaga de las de Boston en sus excesos. En Newport, Rhode Island, quemaron las casas de dos caballeros que en una conversación habían apoyado el derecho del parlamento a imponer tasas a los americanos. En Maryland la efigie del jefe del Timbre (a uno de cuyos lados iba escrito «tiranía» y al otro «opresión», mientras que sobre el pecho decía: «Al diablo con mi país; haré dinero») fue llevada por las calles desde la cárcel al puesto de los azotes y de allí a la picota. Después de haber sufrido muchas indignidades, esta efigie fue colgada y luego quemada. Ultrajes y carnavaladas tuvieron lugar en Nueva York y Connecticut. El día que aquella ley fue puesta en vigor se hicieron funerales a la Libertad en varias ciudades, las campanas de las iglesias doblaron tristemente, y las banderas estuvieron a media asta.

Y no sólo la turba había sido instrumento del descontento colonial. La respetable Asamblea General de Virginia había aprobado una resolución protestando enérgicamente contra el derecho de Inglaterra a imponer cargas a América. De esta asamblea, era miembro el famoso George Washington, que sostenía con celo esta consigna: «No a los impuestos sin representación.» Pero la audacia y la novedad de estas resoluciones, cuando se presentaron a la asamblea por primera vez, afectaron de tal modo a Mr. Randolph, el presidente, que golpeó la mesa con la maza y gritó: «¡Traición! ¡Traición!»

Puede considerarse un hecho notable el que los habitantes de Virginia, que era el pueblo más aristocrático de América, se hubiesen aliado con los libertarios de Boston en esta protesta contra los impuestos. Hubiera sido, en efecto, extraordinario, si hubieran continuado las florecientes condiciones en que se encontró la colonia al terminar la guerra: pues la revoluciones no se hacen jamás por hombres que viven en la abundancia. Pero la paz trae con frecuencia el desempleo, puesto que las energías dedicadas a la destrucción no tienen salida y no pueden ser convertidas inmediatamente en fines constructivos. El dinero es escaso, el comercio se estanca, los comerciantes quiebran, y los hombres recorren el país en busca de trabajo que no se encuentra en ninguna parte. Todo esto tuvo lugar después de la paz de 1763. La prosperidad de Virginia estaba tan estrechamente ligada a la de Inglaterra, que se produjeron muchas quiebras entre los colonos; pues estando el mercado de Londres sobrecargado de tabaco, que pocos podían fumar o mascar, el precio de este artículo había bajado alarmantemente. El patrono que emplea mano de obra libre tiene esta ventaja sobre el dueño de esclavos: que al menos puede despedir a sus obreros, y lanzarlos a la deriva cuando viene la crisis, mientras que el propietario de esclavos tiene que alojar y alimentar a los suyos o venderlos a bajo precio.

Otra causa de gran descontento en Virginia, y por lo general en todo el Sur, era que los colonos no obtenían una retribución justa por sus cosechas, aun en los mejores tiempos: con los beneficios de los ingleses, los fletes, las comisiones y los impuestos, el precio de los artículos ingleses enviados a América a cambio del tabaco era, según se decía, seis veces su valor real. George Washington era uno de esos cultivadores de tabaco que tenía dificultades debido a estas complicadas causas; sin embargo, casándose con una mujer rica evitó arruinarse por completo. Además, como coronel de milicias y soldado de experiencia en las guerras contra los indígenas, había tomado a mal que como americano no se le pudiera otorgar grado más alto en el ejército inglés que el de capitán, por lo que había abandonado el servicio con insolencia. Para un hombre de su condición, el que el gobierno eligiera aquella fecha para fijar impuestos a América con el propósito de acuartelar un ejército en su suelo era, desde luego, de lo más ofensivo.

En materia de impuestos y representación, el gobierno británico adoptó la siguiente actitud: debido a la conservación sin modificaciones de nuestro antiguo sistema electoral, ciertos distritos de Cornualles, por ejemplo, venidos a menos, todavía enviaban entre todos cuarenta y dos miembros al parlamento, mientras que grandes y nuevas ciudades, como Birmingham y Manchester, no tienen ninguno. Sin embargo, Birmingham y Manchester están virtualmente, se decía, representadas por sus manufactureros cuyo interés controla los votos en otros distritos; y lo mismo ocurría con los comerciantes americanos que eran indirectamente una gran potencia en el parlamento inglés. ¿Por qué habían de ser Boston y Filadelfia mejor tratadas que Birmingham y Manchester, ciudades de bastante más tamaño que aquéllas?

A lo cual replicaba el americano común: que si los hombres de Birmingham y Manchester querían vivir como esclavos, allá ellos: a las poblaciones libres de América no les gustaba eso.

A lo cual se contestaba de nuevo: «Si queréis ser libres, entonces tomad medidas concertadas para vuestra propia defensa, imponed tasas como se os ha pedido por medio de vuestros agentes: no le echéis esta carga a Gran Bretaña. No habrá ningún momento más oportuno para que la madre patria deje de alimentar de sus propias entrañas a los hijos que ha nutrido hasta ahora. Pues, según la gala que hacéis de ello, habéis llegado a tal madurez que podéis valeros ya por vosotros mismos.»

Pero decían los americanos: «El supuesto peligro no existe, o se exagera mucho; si los franceses o los españoles invaden nuestro país los haremos salir fácilmente, y sin vuestra ayuda.» Los más exaltados gritaban: «No queremos vuestra tropa haragana y mal hablada, mercenarios de la opresión, alojada a nuestra costa, ni vuestros arrogantes oficiales de mala vida, instrumentos de una tiranía peor que la propia muerte.»

Mr. Pitt el Viejo, que había gobernado Inglaterra en los gloriosos días de las guerras francesas, estaba ahora fuera del poder, sufriendo una gota contenida pero profundamente arraigada. Esta dolencia le impidió hacer ningún gran esfuerzo parlamentario, y hasta se creía generalmente que sus facultades mentales habían sido muy disminuidas, si bien apenas se notaba esta disminución en su elocuencia como orador. En la tercera lectura del proyecto de ley del Papel Sellado había roto lanzas en favor de los americanos, aunque deplorando con tolerancia la turbulencia de los motines de Boston. Su discurso, pronunciado con gran animación, dio más de su ininterrumpida bondad de corazón que de su continua sagacidad como estadista. Declaró que le alegraba que América resistiera la despótica amenaza a su libertad que suponía este proyecto de ley. Sin embargo, no dijo por qué otros medios se habrían de reunir los fondos necesarios para la defensa americana. Ni explicó en qué sentido las viejas leyes de Comercio, una o dos de las cuales había patrocinado él mismo, eran menos despóticas en intención que esta ley del Papel Sellado: salvo tal vez porque resultaban más fáciles de burlar para los americanos sin escrúpulos de lo que pudiera resultar ésta.

La ironía de la situación reside en esto: que el alarde americano de que eran capaces de derrotar a los ejércitos francés y español, si éstos invadían las colonias, no fue tomado en serio ni por los ingleses ni por los americanos mismos. Sin embargo, ahora parece evidente que tenía fundamento, a juzgar por la terrible paliza que recibieron nuestros ejércitos cuando intentaron lo mismo.

La ley del Papel Sellado fue pronto derogada, como consecuencia de una petición al rey y a las dos cámaras por un Congreso continental, nueva institución a la que todas las colonias americanas enviaron sus representantes. El que la petición fuese concedida era, dirán algunos, prueba evidente de que la representación virtual en nuestro parlamento era más efectiva que la representación real de ninguna ciudad inglesa. Si el viejo York o el viejo Boston hubieran mostrado tan mal temperamento respecto a los impuestos del papel sellado como las ciudades del mismo nombre al otro lado del Atlántico, las fuerzas armadas hubieran resuelto el asunto sin demora; y ningún Mr. Pitt hubiera pedido indulgencia para ellas.

La derogación de la ley del Papel Sellado fue presentada como un acto de pura benevolencia real, y al mismo tiempo se pasó una ley Declaratoria, manteniendo la autoridad del parlamento británico sobre las colonias, sin ninguna reserva.

Sin embargo, el daño estaba hecho, pues si Inglaterra había cedido una vez, podía esperarse que cediera dos. El problema de hallar fondos para la defensa de América y de las islas de las Antillas, de las que dependían las colonias para una gran parte de su comercio, siguió sin resolverse. Mr. Pitt pasó a ser conde de Chatham, aceptó el poder por una temporada, se puso peor de la gota y, no pudiendo atender a los asuntos coloniales, dejó que el ministro de Hacienda actuara a su gusto en el asunto. Ahora, el acuerdo conciliatorio a que tácitamente habían llegado Inglaterra y América, al terminar la disputa de la ley del Papel Sellado, era que el parlamento se abstendría al menos de imponer tasas internas, lo cual se dejaba a las asambleas coloniales; los impuestos del timbre se consideraban internos. Al principio de los impuestos externos, en el sentido comprendido en las leyes de comercio, dieron los colonos su consentimiento a regañadientes; aunque en efecto, como dijo un diputado irlandés en el parlamento, parecía haber poca diferencia entre que el dinero fuese sacado del bolsillo de la chaqueta o del bolsillo del chaleco. Este ministro de Hacienda, Mr. Townshend, se sintió por tanto en libertad de imponer todos los impuestos externos que quisiese, y sobre varios artículos, entre ellos el té, que hasta entonces había pasado libre de tasas. Tampoco había de ser el esperado aumento de ingresos destinado al acuartelamiento de tropas en América, sino a un fondo para el pago regular a los jueces y gobernadores coloniales. Mr. Townshend explicó con mucha propiedad al parlamento que en un país donde abundaba la violación de las leyes y donde la justicia era con frecuencia un asunto de favor, las personas que ejercían la autoridad suprema debían ser apartadas de la tentación a la venalidad. Pero a los americanos les pareció que estos honorarios eran un soborno a los jueces y gobernadores para que resolvieran todas las cuestiones con ventaja para los amigos del rey. Las asociaciones formadas para rechazar los artículos importados de Inglaterra se hicieron más fuertes que nunca, así que el valor de tales artículos disminuyó en un millón de libras esterlinas en un solo año. La turba se tomó todavía más turbulenta, especialmente la de Boston y de Nueva Inglaterra en general; y hasta los leales comenzaron a pensar que América debía ser tratada ahora con la antigua «negligencia saludable» que no daba a esta gente excusa para sus ultrajes. Hacer presión para cobrar unos impuestos que jamás podían cubrir el costo de cobrarlos parecía como quemar un granero para freír un huevo.