A comienzos del año 1775, se ordenó el traslado del Noveno a Dublín, y el mariscal de campo vizconde Ligonier, coronel del regimiento, llegó de Inglaterra para inspeccionarlo y tomar el mando. Su señoría, que había combatido en la batalla de Minden, era generoso, afable y muy querido por los soldados. Un regimiento mandado por un noble puede, por lo general, felicitarse de ello, porque como su rango lo ha elevado por encima de la sociedad de sus oficiales, puede permitirse acercarse a la tropa de un modo que otros, faltos de ese rango, no hubieran osado por temor a rebajarse en su dignidad. Además, un noble puede con frecuencia conseguir para su regimiento privilegios y ventajas del gobierno civil que les serían negadas a una persona de condición inferior. Se dijo que, de no ser por el interés de Su Señoría en el castillo, otro regimiento hubiera sido destinado a Dublín, que era el lugar más popular de Irlanda.
Lord Ligonier no tardó en fijarse en Harlowe y en mí como personas de educación superior, aptos para ser ascendidos a cabos, y el sargento mayor del regimiento, que era un sargento íntegro, hombre de letras, sensato y agradable, habló por nosotros a Su Señoría. Se hablaba cada vez más de que nos iban a enviar al otro lado del Atlántico, y Su Señoría dijo que probablemente predominaría una especie de lucha dispersa en los boscosos e intrincados territorios que abundan en América. Era por consiguiente para ventaja común el que los cabos y sargentos pudieran enviar mensajes inteligibles al escribir a sus oficiales de compañía. Harlowe y yo figurábamos entre los escogidos para ser instruidos en las nuevas maniobras ligeras de infantería, últimamente introducidas en el ejército por el general sir William Howe y con la entusiasta aprobación de Su Majestad el rey. Estas maniobras eran empleadas en terreno quebrado; las usadas hasta entonces habían sido ideadas más bien para los campos de batalla abiertos de Alemania y los Países Bajos. Eran seis en número y bien concebidas para su objetivo, y nosotros, los del Noveno, fuimos enviados al regimiento Treinta y Tres, que entonces estaba acuartelado también en Dublín, para que las aprendiéramos.
Tengo que confesar que sentí cierta vergüenza al visitar los cuarteles del Treinta y Tres, mandado por el joven vizconde de Cornwallis, comparando su gran porte y disciplina con el descuido y falta de compostura de la mayoría de nuestras compañías. Se puede juzgar siempre correctamente la capacidad de un regimiento por el comportamiento de sus centinelas. He descrito ya cómo Maguire cumplía sus deberes de centinela en Waterford, y pude haber añadido entonces que su comportamiento no era excepcional. He visto hombres del Noveno entrar de guardia completamente borrachos y que apenas se teman en pie. Pero en el Treinta y Tres el centinela estaba siempre alerta y atento; cuando estaba de servicio era todo ojos, todo oídos. Aun en la garita, donde no entraba jamás salvo que lloviera a cántaros, le estaba prohibido poner de modo descuidado la palma de la mano en la boca del cañón cuando el arma estaba cargada; pues esto se consideraba una actitud tan peligrosa como torpe. Durante las dos horas que permanecía en su puesto, el centinela estaba en constante movimiento, y no podía caminar unos diez kilómetros en ese tiempo. El Treinta y Tres había sentado, pues, un ejemplo de buen servicio militar que me hizo sentir interiormente descontento con el Noveno, y que no he visto jamás igualado desde entonces, salvo por otro único regimiento que estaba en la misma brigada que el Treinta y Tres al mando del mismo lord Cornualles, en las campañas de la guerra americana. Yo decidí al menos elevar los hombres que estaban bajo mi mando inmediato a un estado de disciplina de la cual no tuviera motivo de sonrojo.
A mi regreso al regimiento se me nombró para hacerme cargo de un pelotón de infantería ligera, compuesto por treinta y tres hombres, y transmitirles los conocimientos que yo había adquirido. Pronto aprendí el acento de la autoridad sin el cual es imposible hacer saltar a los hombres hacia sus tareas, y el comandante Bolton tuvo la atención de felicitarme por la agilidad y la gracia con que mis discípulos ejecutaban las nuevas maniobras. Mi empleo no me eximía de otros deberes, tales como el de montar guardia, y en más de una ocasión fui designado para la importante guardia de Newgate.
Sin embargo, tuvimos la mala suerte de hallarnos bajo el mando nominal de un capitán irlandés que se distinguía más por su puntillosidad y por lo suelto de su lengua que por las dotes que correspondían a su rango. No se había tomado el trabajo de familiarizarse con los nuevos ejercicios, y cuando aparecía en los desfiles, por lo general con demasiado licor en el cuerpo, para asumir la dirección en mi lugar, sus órdenes eran siempre confusas y contradictorias. Yo me encontraba, pues, en un dilema: o dejar que los hombres fueran mal mandados y dirigidos, o interpretar los deseos del capitán suministrando las voces de mando correctas. En el primer caso faltaría a mi deber para con el regimiento y el rey; en el segundo, faltaría al respeto a mi superior inmediato, a la vista de los soldados. Elegí el segundo de estos males y, cuando había cambiado dos veces una orden imposible por la correcta, el capitán se volvió hacia mí, colérico, amenazándome con su bastón si no observaba el debido respeto hacia él. Añadió, con chocantes imprecaciones, emparejando el nombre del Señor con expresiones de burdel, que si no me andaba con cuidado me partiría las costillas. Yo tuve el buen sentido de replicar con el debido tono respetuoso de un oficial suplente:
—Está bien, Su Señoría.
De modo que su cólera se calmó un tanto. Sin embargo, el pelotón, al que no era grata esta manera impía y poco propia de imponer la autoridad, tuvo el coraje de hacer blanco de sus puyas al capitán. Cada vez que se presentaba en el campo de instrucción repetían a coro y en una variedad de tonos ridículos:
—Te voy a partir las costillas, hijo de Satán.
A los otros oficiales que llegaron a conocer esta irregularidad y que habían calificado ya a este joven aristócrata más apto para pegar a sus soldados que para asaltar fortalezas, no dejaba de divertirles esto; y antes de mucho tiempo, vio su situación tan embarazosa, que vendió su capitanía y nos dejó.
Mi colega, el cabo Harlowe, evitaba ahora toda conversación conmigo. Pero en sus charlas con otros solía hacerme burla por la creciente marcialidad de mi porte, y él mismo siguió la moda usual en el Noveno: que era hacerlo bastante bien para cumplir con sus deberes sin deshonrarse a sí y a su compañía, pero no lo bastante bien para despertar la admiración entre los espectadores civiles. «Somos un regimiento aguerrido y dispuesto, un viejo regimiento, y podemos luchar como el mejor», se decía. Al ser ascendido al grado de cabo, el caballero Harlowe tuvo la gran satisfacción de que a su esposa le fuera permitido por su padre abandonar su casa de campo de Saintfield y entrar en efectivo, y no simplemente titular, matrimonio con él en Dublin.
La cárcel de Newgate era un edificio pequeño y sórdido, y en ningún modo adecuada a la categoría de una gran ciudad. Estaba en el lugar conocido ahora como el Mercado de Granos, a corta distancia de la calle High y contigua a la calle Thomas. Durante el transcurso de mi servicio, ocurrió que una vez me dieron allí el mando de la guardia durante veinticuatro horas, comenzando el viernes por la tarde, por la fecha en que un joven y apuesto papista, obrero portuario, estaba a punto de ser ejecutado. Esto era hacia fines de febrero de 1775. Las simpatías de la ciudad, muy excitada, estaban de su parte, pues había «sufrido la desgracia», como se decía vulgarmente, de estrangular a su novia. Había hecho esto como un castigo por haberse unido ella a uno de nuestros tambores.
La caseta de guardia estaba inmediatamente fuera de la cárcel, con un centinela delante; otro centinela se hallaba apostado dentro, en la antesala. Este segundo centinela estaba para ayudar a Mr. Meaghan, que tenía allí un apartamento con su esposa, y una cantina al lado, estando empleado en la triple función de alcaide, verdugo y expendedor de cerveza. Los criminales estaban alojados en el piso de arriba, y sólo se les permitía descender si tenían con qué comprar algo en la cantina; y en este caso, sólo tres a la vez. Era costumbre entonces, como ahora, que los presos pidieran a los transeúntes, apelando en voz alta a su piedad a través de las ventanas enrejadas, desde las cuales bajaban un saco prendido de un cordel para recibir las limosnas.
Mi padre, que lo había oído a un vecino, hizo que me dijeran que se proyectaba un rescate del joven reo que estaba bajo mi custodia. Por consiguiente, resolví no omitir ninguna precaución para evitar que esto tuviera lugar. Tan pronto como hube relevado al sargento de la antigua guardia, pedí al alcaide que me ayudara a registrar las celdas de los presos para ver si había armas u otros instrumentos para la evasión. Se hizo esto, hallándose dos pequeños puñales que fueron confiscados. A continuación me ocupé personalmente de que no se introdujera ningún contrabando en el saco de limosnas, que aquella noche estaba siendo llenado muy generosamente. Al examinar el saco por primera vez, descubrí una pequeña lima, que me guardé en el bolsillo; y entonces advertí a la multitud que si tenían más donativos que entregar debían hacerlo a través de Mr. Meaghan o de mí como intermediarios. Este anuncio despertó rumores y protestas a la densa multitud de papistas que se aglomeraban en el Towns Arch, a la entrada de la calle Thomas; pero les aseguré con decisión que si no permanecían en orden los dispersaría haciendo fuego o empleando la bayoneta. Y si esto no les contentaba, dije, yo impediría que su amigo el asesino recibiera siquiera el dinero ya recogido, de modo que no podía «mojarse la garganta, el pobre cordero», como decían, llorando, las mujeres. Puesto que pensaba hacer precisamente lo que decía, me creyeron y se sosegaron.
Permití entonces a sus parientes (a los cuales Mr. o Mrs. Meaghan registraron primero, según su sexo) asistir a su vigilia en la cantina. Eran ocho en número, de los cuales dos eran hermanas; pero mi centinela con el arma cargada a la puerta fue suficiente para imponerles respeto.
Se autorizó entonces al preso a que bajara y la puerta de la escalera se cerró tras él. En suma, el rescate era imposible habiendo tomado tan minuciosas precauciones, y por tanto la familia se acomodó para solazarse. Habían traído un hermoso ataúd, con ribetes de cobre, que colocaron en el suelo, y pusieron seis cirios sobre él. Este siniestro mueble sirvió de mesa en la que colocaron abundantes comestibles de funeral. Había vino, ponche y licores, además de bistecs, patatas, pasteles, lacón y un caldero de té Hyson; y el asesino, al que no cesaban de sobar y besuquear, llamándole su amorcito, su joya, su pobrecito, su encanto, su monada, su desdichado Jimmy, era el más animado de todo el grupo. Después de un rato, recordó caritativamente que sus camaradas languidecían en el piso de arriba, y les envió dos pintas de bebida, con permiso de Mr. Meaghan, y una cesta de pasteles de patata y mantequilla. Esto hizo que pronto resonara todo el piso de arriba con cantos triunfales, y el efecto sobre la multitud que esperaba en el exterior fue de felicidad. Pues aplacó su cólera contra nuestros soldados, a los cuales, como camaradas del tambor, habían tratado como cómplices de la ruina del pobre Jimmy.
Un sacerdote, o alguien que se hacía pasar por tal, vino luego a confesar al asesino. Se declaró insultado cuando el centinela llamó a Mr. Meaghan para que lo registrara antes de dejarlo pasar; sin embargo, debajo de su sotana llevaba escondida una pistola, que le fue quitada. Exclamó, confundido, que había olvidado completamente que llevaba aquel artefacto y, en vez de agravar el asunto, Mr. Meaghan le permitió entrar, «ahora que se le habían sacado los dientes». Yo había visto antes el rostro pálido de este sacerdote, pero en cierto modo no lo identificaba con la indumentaria de sacerdote; y su nombre, padre Martin, no me era conocido.
Su absolución del asesino, después de la confesión, fue la señal para las expresiones de tristeza, las lágrimas y los lamentos como los que Shakespeare compara en una de sus tragedias con una manada de lobos irlandeses aullando a la luna. Pronto todo el mundo, salvo el sacerdote, había empezado a moverse lastimosamente de un lado a otro, cogiéndose cada uno su propia garganta con las manos, en una horrenda premonición de lo que le esperaba a su pariente cuando llegara al final de su vida en la horca. El padre Martin se fue hacia medianoche, y yo puse fin a esta penúltima escena ordenando la salida de todas las visitas, menos dos. Pues correspondiendo a la elocuente petición del tío del asesino, que citó el caso de su propio hermano como un precedente, permití que Jimmy se quedara en la cantina hasta el amanecer con sus dos parientes más cercanos, jugando a las cartas sobre la tapa del ataúd. Se cuenta la historia de que el tío le gastó una broma a destiempo tratando de engañarlo en el juego, y que Jimmy estuvo a punto de convertirse en doble asesino; puede ser verdad, pero lo mismo se ha dicho de las últimas horas de muchos otros reos. Al menos, gracias a mi indulgencia, y aunque la multitud permaneció en el exterior, charlando, dando vivas, y lamentándose toda la noche, no intentaron rescatarlo.
Cuando regresé a la caseta de guardia, procedente de la cantina, después de dar permiso a los parientes de Jimmy para que permanecieran con él, hallé a Terry Reeves en un estado de terror. Al preguntarle qué era lo que le pasaba, se abstuvo de responder por un rato; pero luego, llevándome a un lado, preguntó:
—¿Conoces tú a esa persona?
—¿Qué persona? —pregunté a mi vez.
—El supuesto sacerdote —repuso él, temblando de nuevo.
—No —dije—; no sabría distinguirlo de Adán.
—Es mucho más viejo que Adán —me aseguró Terry—, y sólo un día más joven que el propio Creador. Ese hombre es el diablo, el padre de las mentiras. Conocería yo ese mechón de pelo negro y húmedo en cualquier parte del mundo. Lo encontré por primera vez cuando él andaba disfrazado de estudiante de física en el seminario, donde yo estaba empleado en la cochera. La mala suerte y un viento frío y penetrante le sigue a todas partes.
—No he olido a azufre, querido Moon-Curser —dije, bromeando para levantar su ánimo, aunque el mío comenzaba a abatirse porque había notado el mismo viento frío—. Un poco de azufre diabólico no vendría mal para fumigar este fétido lugar.
Pero sentí que un escalofrío me recorría la espalda, pues había recordado dónde había visto antes aquella cara: en la gallera, la noche de mi alistamiento. En efecto, era el mismo hombre, el del gallo gris, cuyo desafío me había arruinado. Llevé a Terry conmigo a la cantina donde los dos nos fortalecimos con bebida. Terry me susurró al oído:
—Debe de haber venido a reclamar el alma del pobre Jimmy.
El sábado por la mañana me correspondió el desagradable deber de ver atar al prisionero y subirlo a la carreta de los criminales que había de llevarlo en procesión por la ciudad; y casi puedo decir que no ha habido en el transcurso de todo mi servicio —no, ni en ninguna de las enconadas batallas, los cuatro asedios y otros azarosos acontecimientos en que tomé parte— misión tan angustiosa para mí. Sabía que no podía contar con la ayuda de los vigilantes de la ciudad, que en general eran enfermizos y del todo inservibles para aquel peligroso servicio que ocasionalmente recae sobre los oficiales de paz y el cuerpo de policía. Para llegar a la plaza donde se levantaba la horca teníamos que hacer frente a la amenazadora turba que ahora había venido en cantidades extraordinarias de todos los suburbios, para llenar toda la calle High por la que teníamos que pasar. Sin embargo, creo que la mayor parte del miedo que sentía era debido a lo que Terry me había dicho.
Tuve la suerte de haber conquistado el respeto de la multitud en Towns Arch por mi franca alocución la noche anterior, y por los elogios que me dispensaron los familiares que participaron en la vigilia por mi cortesía y buen trato. Dispuse mi pequeña fuerza de soldados con circunspección y presencia de ánimo, examinando primero públicamente las armas de mis hombres y haciéndolos pasar por el ejercicio de carga en la forma descrita en un capítulo anterior. Tuve también la precaución de detener la carreta un rato en la calle Thomas, donde los altos sheriffs de la ciudad nos estaban esperando, mientras que el asesino pronunciaba una alocución de gracias a sus simpatizantes y benefactores. Temiendo que pidiera rescate o venganza, en el estado de embriaguez en que se encontraba, yo le grité:
—¡Ánimo, Jimmy, mi buen gallito! Pronto habrá pasado todo, y tú te encontrarás en la gloria y en compañía de los santos.
Este sentimiento agradó a la multitud así como al propio Jimmy; tuvo la bondad de desearnos a mí y a mi guardia toda clase de venturas, y de confesar que no nos guardaba rencor. Pero el paso por la calle High era de lo más imponente, y en muchos puntos había tal forcejeo y rebullicio, y tales gritos de cólera desesperada del populacho, que pensé que de un momento a otro me vería obligado a ordenar una descarga. Además distinguí, entre un apretado grupo de hombres armados con garrotes, incitándoles al ataque, el rostro salvaje del padre Martin; esto me revolvió el cuerpo, aunque en realidad el ataque no se llevó a cabo. Nosotros llevábamos nuestras armas listas para una acción inmediata; Mr. Meaghan, contra quien iban dirigidas principalmente las maldiciones de Dublín, caminaba entre Terry Reeves y yo.
Todo terminó bien. Llegamos sanos y salvos al lugar llamado Gallow’s Green, donde la víctima pronunció sus últimas palabras en voz tan baja que nadie pudo oírlas, y habiéndose atado la soga al cuello, la carreta echó a correr con los pies de Jimmy en ella y en el término de diez minutos estaba muerto.
De esto hicieron una balada, que al otro día se recitaba por las calles y que decía:
Pobre Jimmy el buen mozo; |
fue ahorcado, no por robar, |
mas por matar a su amada; |
¡oh, la causa de su mal! |
En carreta, desde Newgate, |
atravesó la ciudad, |
con las manos a la espalda. |
Las damas imploraban: «¡Piedad!» |
Se cantaba con un aire que combinaba en igual medida lo jocoso con lo plañidero; mientras que el estribillo, destinado a producir un efecto cómico, fue compuesto para ser cantado de una sola vez:
¿Hay chica tan linda ahora, |
que pueda, de norte a sur, |
desprenderlo de la horca? |
Kila-ma-li, |
kila-ma-lo; |
whisky, pisky, |
dudle-do, |
Ranty dudle |
di do, ring ding fol, lol, lol. |
Presento estos particulares en detalle no sólo con el propósito de provocar sorpresa ante la inseguridad de la ciudad en aquellos tiempos y de despertar, por contraste, satisfacción con la actual institución policial, sino porque ayudarán a comprender el famoso asunto de Cunningham, en el cual se vio envuelto el caballero Harlowe cuando actuó como sargento de la misma guardia unas semanas después.
Cunningham, famoso bandolero, estaba confinado en la cárcel de Newgate esperando ser juzgado por acción criminal, y ocurrió que fui yo quien entregó la guardia al cabo Harlowe. Yo tenía por norma portarme siempre con cortesía hacia mi antiguo rival, y en esta ocasión hubiera considerado una falta a mi deber de soldado el no haberle informado de todo cuanto afectaba a la guardia, que era nueva para él. Le advertí que Cunningham era un individuo muy audaz y que en estos momentos se sospechaba que estaba conspirando con sus compañeros de prisión para romper las puertas de la cárcel; y le referí las precauciones que había tomado yo la noche anterior para prevenir cualquier intento de este tipo. No me contestó ofensivamente, puesto que estaban presentes algunos soldados y el hacerlo hubiera ocasionado un quebrantamiento de disciplina; sin embargo se mostró muy parco en su agradecimiento por mi informe, y evidentemente no pensaba prestarle ninguna atención.
Aquella noche, Cunningham y un compañero obtuvieron una lima por medio del saco de las limosnas que bajaban desde la ventana y consiguieron serrar los candados de sus grillos casi completamente. Gritaron por debajo de la puerta pidiendo permiso para bajar, diciendo que querían tomar un ponche en la cantina antes de que se cerrara la puerta. El centinela interior pasó aviso de esta petición al centinela exterior; petición que el cabo Harlowe concedió sin demora. Mr. Meaghan estaba con fiebre en un cuarto contiguo a la cantina, pero Mrs. Meaghan abrió la puerta, permitiéndoles bajar y volviéndola a cerrar tras ellos. Cuando ella hubo entrado en la cantina a servirles la bebida pedida, el compañero de Cunningham se entretuvo al pie de la escalera, hablando con el centinela. Cunningham dejó caer una moneda que rodó detrás del centinela, y se inclinó como para buscarla a la débil luz. En vez de eso, rompió los candados de sus grillos y derribó al soldado, que sólo iba armado con bayoneta, golpeándolo desde atrás con los hierros.
Mrs. Meaghan, al oír el ruido, salió corriendo de la cantina. Fue sujetada por Cunningham y su compañero, que trataron de quitarle las llaves, pero ella forcejeó con vigor con ellos durante varios minutos. Mordió salvajemente a Cunningham en una mano cuando él trató de ahogar sus gritos. Al fin, sin embargo, le quitaron la llave de la puerta de la escalera, para ir a libertar a un tercero que sufría prisión incomunicado en una celda de castigo. Cuando éste apareció, los tres le pidieron la llave de la puerta exterior. Ella la sujetó contra su cuerpo, negándose a entregarla, aunque había sido ya golpeada y magullada. Mrs. Meaghan ofreció, en efecto, una asombrosa resistencia: le rompieron las articulaciones de dos dedos antes de poder arrancarle la llave.
Por entonces la guardia había sido alertada por los gritos de la mujer y estaba en formación frente a la puerta exterior. Pero a pesar del obstáculo de una cadena de hierro puesta diagonalmente en ella, los delincuentes abrieron la puerta y, lo que fue más asombroso, consiguieron escapar a la vista de la guardia, precipitándose a través de Towns Arch y sin recibir la más ligera herida. Cunningham, así en libertad, se envalentonó y reanudó su carrera de asaltos y robos. Más tarde fue detenido y encarcelado de nuevo, y pagó con la vida sus muchos crímenes. Pero aquello ocurrió algunos meses después, y entretanto la fuga de los tres presos resultó un hecho desgraciado para el cabo Harlowe, quien, junto con la guardia, fue confinado por ello y volvió a ser soldado raso.
Yo me debatí interiormente, preguntándome si ahora sería correcto ofrecer ayuda a Mrs. Harlowe, considerando que desde su matrimonio su marido y yo habíamos sostenido relaciones poco amistosas. Decidí al fin que no había recibido agravio alguno de ella, viendo que no había alentado mis esperanzas más de lo necesario para ocultar a su padre sus verdaderas intenciones. Además, puesto que mi fraude, practicado sobre el ministro y el teniente Sweetenham, era también un fraude practicado sobre mi amigo el capitán Weldone, sentí el deber de prestar auxilio a su hija. Fui a sus habitaciones y le dije, con toda delicadeza de que fui capaz, que tendría mucho gusto en prestarle cualquier ayuda que estuviese en mi mano, hasta que su esposo fuese puesto en libertad y pudiera cuidar de ella nuevamente.
Siempre me ha causado perplejidad el saber hasta qué punto mi actitud hacia Kate Harlowe era motivada por causas nobles, y en qué grado había una mezcla de ironía, debido a mi desprecio por su marido. Creo que sería justo decir que los dos motivos —a saber, el de complacerla y confortarla a ella lo mejor que me fuera posible y el de mostrar a su esposo, por contrastante generosidad, cuán baja opinión tenía de él— se reconciliaban y entrelazaban. En todo caso, jamás (permítaseme jurarlo) me propuse sustraer sus afectos al hombre con quien se había casado, por molesto que él fuera para mí, y a un camarada de armas, además, aunque careciera de honor militar. No obstante, el efecto de mi visita fue que la gratitud de la señora de Harlowe hacia mí se confundió en su corazón con sentimientos más cálidos; y no era fácil para mí hacer el papel del virtuoso José y, con un par de frías palabras, desprenderme de su impetuoso abrazo.
La vieja pasión se agitó ahora de nuevo en mí, y Kate no tardó en darse cuenta. Si el caballero Harlowe no hubiera sido liberado de su confinamiento dos días después, no sé a qué locuras me hubiera conducido mi inclinación. Pero el hecho mismo de que ahora fuese colocado bajo mi mando inmediato resultó un dique suficientemente fuerte para mis sentimientos; él estaba en mis manos, como cualquier soldado en manos de un cabo que desee dar salida a su despecho, y yo sabía que el mayor castigo que podía infligirle era atizar el fuego en su cabeza, en desquite por sus anteriores ofensas y agravios. Hice esto no tratándolo peor que a sus compañeros de armas, y aun un poco mejor, teniendo en cuenta que había recibido instrucción como oficial suplente.
Desde luego, no todo era fácil para mí. Kate Harlowe rara vez estaba ausente de mis pensamientos, y siempre que me la encontraba en la calle, sola o en compañía de su esposo, la vista de su hermosa figura y su amable rostro era para mí como una puñalada. Debido a esta preocupación, pronto recaí en mis antiguos hábitos de la bebida, el juego y la ociosidad. En efecto, a tal extremo perdí la confianza de mis oficiales, que el propio comandante Bolton me advirtió, en una ocasión, que si no abandonaba pronto mi negligencia, sería degradado igual que Richard Harlowe.
En enero de 1776, cuando hacía ya unos meses que había comenzado la guerra americana (a un costo, hasta la fecha, de tres millones de libras esterlinas y tres mil bajas por heridas y enfermedad por nuestra parte, mientras que sólo habían caído ciento cincuenta enemigos), fui presa de una grave enfermedad en el cuartel de Dublín. Me enviaron al hospital general militar de la calle James (actualmente utilizado como cuartel) quedando imposibilitado para marchar con el regimiento hacia el puerto de Cork, donde había de embarcar para América. Fui el único soldado del Noveno obligado a quedarse por enfermedad, y la soledad de mi posición, así como el remordimiento por la intemperancia que había causado mi enfermedad, me hizo desear intensamente un rápido restablecimiento. A comienzos de marzo me consideré lo suficientemente recobrado para dejar el hospital. Enseguida me presenté a sir William Montgomery, nuestro agente militar, en la calle Mary. Allí se me informó que el Noveno debía de estar ya en camino, y me recomendaron que me incorporara a la compañía adicional del mismo regimiento, empleada en Inglaterra en el servicio de reclutamiento.
Mis padres y hermanas me instaron a que fuera con los grupos de reclutamiento, a fin de evitarme los peligros del servicio exterior. Yo tenía, por otro lado, gran curiosidad por visitar Inglaterra, de la cual, un simple condado me parecía más interesante que toda la América del Norte; pero por otro lado, consideré que permanecer lejos del escenario de la guerra no era compatible con la virilidad de un soldado. Resolví dirigirme al puerto de Cork y embarcarme, si era posible, con el regimiento, o, si no, en algún otro barco que partiera rumbo al mismo: destino, que era Quebec, Canadá. Mrs. Harlowe figuraba entre las esposas que habían decidido seguir al Noveno a América, y fue tal vez el deseo de no desmerecer en su estimación lo que hizo inclinar la balanza de mi juicio al tomar mi decisión.
Así que a Cork me fui, y allí encontré todavía el regimiento, a pesar del retraso que yo había sufrido por la deserción de un recluta de Downpatrick, que había sido confiado a mi cargo y al que había adelantado la paga de una quincena, sabiendo que tendría que devolverme todo lo que así le prestara. Indignado y deseoso de que no tuviera motivos para poder jactarse de haberle «dado esquinazo al viejo soldado», tan a costa mía, puse avisos en los lugares más visibles de la ciudad, denunciando al desertor y describiéndolo con minuciosos detalles. Tuve la satisfacción de conocer su arresto, tres días después, en el camino de Drogheda. Este hombre, Casey de nombre, era un papista. Debido a la dificultad de hallar reclutas para completar nuestro regimiento, había sido anulada recientemente la regla que prohibía el alistamiento de papistas. Pero pocos se presentaron; pues aquel año, y el siguiente, figuraron entre los más prósperos para la agricultura que Irlanda había conocido, y los campesinos, además, tenían un temor inveterado a las armas de fuego.
Mi valioso amigo, el comandante Bolton, se mostró complacido de que me incorporara al regimiento, del cual tenía nuevamente el mando (pues lord Ligonier ostentaba un rango demasiado elevado para dirigimos en persona), y me aceptó en calidad de voluntario, ya que hubiera podido ir a Inglaterra al servicio de reclutamiento. Por consiguiente, de inmediato me ascendió al grado de sargento en su propia compañía, y me empleó ocasionalmente en calidad de escribiente confidencial.
El 26 de abril del mismo año nos embarcamos en una bien ordenada expedición compuesta por nosotros y los regimientos Veinte, Veinticuatro, Treinta y Cuatro, Cincuenta y Tres y Sesenta y Dos, con cuya simple enumeración debo cerrar el relato de mi servicio en tiempos de paz en Irlanda. Luego, mantendré mi promesa y relataré los orígenes de la guerra americana que ya estaba en marcha; y referiré lo que hasta entonces había ocurrido en ella. Explicaré también por qué se nos embarcaba para Canadá, que no estaba en rebelión, en vez de hacerlo para las colonias americanas que estaban en guerra.
No estará de más mencionar aquí que el sistema de transportes es muy malo; los capitanes piensan sólo en sus propietarios y en sí mismos y se toman todas las libertades a que se atreven con las tropas y el cargamento confiado a sus bodegas. Si el gobierno hubiera enviado refuerzos en buques reales, lo cual no hizo, aun cuando la necesidad era de lo más urgente, hubieran llegado más rápido y en mejores condiciones, y el curso de la guerra hubiera cambiado materialmente. Por lo menos un millar de voluntarios de la Highland enviados más tarde en transportes lentos, desarmados y sin escolta, no llegaron jamás a su destino, habiendo sido capturados sin gloria en el mar por los corsarios americanos. ¿Por qué continuó este sistema para gran perjuicio de la nación? Me temo que la razón preponderante era que ciertos hombres influyentes en el gobierno percibían una comisión del tres por ciento sobre el alquiler de estos barcos, y amaban demasiado a sus esposas y familias para renunciar a estos emolumentos.