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Durante nuestra residencia en Waterford incurrí en muchas irregularidades. Las muchachas comunes de la ciudad dispensaban liberalmente sus favores a los militares, cuyo elegante porte y bien plantada apariencia ejercían una especie de fascinación sobre ellas; y puesto que la Iglesia católica consideraba esos pecados como veniales, siempre que supieran que los hombres que ellas habían elegido no eran casados, recibí mucha satisfacción a poco costo. Le tomé también gusto a la bebida que los campesinos destilaban de las patatas, y era tan fuerte como fácil de obtener. Sin embargo, mi mayor inclinación era hacia el juego, y «el libro de estampas del diablo», como le llaman los metodistas a la baraja, era ahora mi estudio favorito. Careciendo de experiencia en la vida de cuartel, solía perder en cuantos juegos me metía. En Dublín había adquirido cierta maestría en esa forma de engañar, que consiste en separar algunas cartas para ventaja del que da, o en que la baraja está preparada de antemano y sólo se hace un simulacro de cortar y barajar. Pero no había aprendido todavía la máxima que me costó mucho dinero idear: no uses jamás la baraja del contrincante con más frecuencia que la tuya. Porque aunque en el Noveno nadie marcaba las cartas con arañazos o dobleces como en los casinos elegantes de Londres, no había una baraja entre nosotros de la cual cada carta no hubiera adquirido un carácter distintivo por el uso constante. Un pastor distingue cada oveja de su rebaño por una ligera diferencia de aspecto que hubiera escapado a la vista de un extraño, el cual sólo distinguiría a la que fuese ciega, coja o sin rabo; del mismo modo, el dueño de una baraja conocía sus cartas a simple vista, por rápidamente que se dieran, aunque no hubiese en ellas ninguna marca. Este conocimiento le daba ventaja sobre los jugadores que sólo conocían media docena de ellas cuando más, aun después de jugar varias veces con la misma baraja.

El sargento Fitzpatrick y su buena esposa solían prevenirme contra mi pasión por el juego. Él solía decir:

—Soldado Lamb, esa práctica te envolverá en muy serias dificultades. Aun cuando no se apueste dinero, el juego de cartas fomenta la ociosidad y la disipación; y donde se arriesga dinero, el ganador continúa con la idea de la avaricia, y el que pierde trata de recuperar lo que ha perdido, hasta que el precipicio se abre por igual entre ambos.

Y ella citaba un poema cuyo título no recuerdo:

Los naipes son superfluos; sus trampas,
por el ocio fraguadas para el goce
de una mente vacía e inaplicada,
y paliar el fastidio, matar el tiempo.

Para cubrir las pérdidas del juego, el soldado vendía sus prendas, además de malgastar su paga: en tales ocasiones temían la inspección de un oficial al cuartel, cuando teman que mostrar sus pertenencias. Pero casi invariablemente conseguían eludir el castigo, pidiendo prestadas camisas, ligas, medias y otros artículos del uniforme a camaradas que estuviesen enfermos o haciendo la guardia. Se consideraba entre nosotros un asunto de honor el pagar las deudas de juego en el término de veinticuatro horas de haber incurrido en ellas, y cualquier hombre hubiera preferido cometer crímenes que hasta la ley común y estatutaria castiga como delitos capitales, a dejar de cumplir con tales obligaciones.

En julio de 1774 nuestro regimiento recibió orden de marchar al norte de Irlanda, y a nuestra llegada allí, vía Dublín —donde, para satisfacción mía, encontré a mi padre más amistosamente dispuesto hacia mí—, las compañías fueron distribuidas entre las varias ciudades de Ulster. A mí me enviaron, con un destacamento de doce hombres al mando del teniente Sweetenham, a Saintfield, a quince kilómetros de Belfast. Era una ciudad pequeña, pero limpia, que en otro tiempo estuvo aplicada a la manufactura de tejidos de lino; pero entonces estaba en decadencia. El vecindario de Belfast estaba muy mal dispuesto hacia el gobierno inglés, debido a la forma en que sus ministros habían jugado con la industria y el comercio irlandeses. La mayor baratura de la vida y de la mano de obra en Irlanda ha hecho siempre de ella un peligroso rival comercial para Inglaterra. Ante todo, se nos prohibía exportar ganado, de modo que nuestros terratenientes convirtieron sus propiedades en fincas de pastoreo, y pronto comenzó una floreciente industria lanar. Esta industria, que daba empleo a treinta mil familias solamente en Dublín, fue aplastada en tiempos de mi padre por leyes que prohibían la exportación de lana o tejidos irlandeses, no sólo a Inglaterra y sus colonias, sino a cualquier otro país. En compensación, se hizo la promesa de que nuestras manufacturas de lino y cáñamo recibirían protección; pero tan pronto como estuvo bien establecido el comercio de lino, se crearon numerosas restricciones, para que los irlandeses no pudieran competir con el lino inglés y escocés (subvencionados por el gobierno) en ningún país del mundo: ni con el lino holandés, por temor a que los holandeses, en represalia, cesaran de comprar las lanas inglesas.

Como resultado de esta rivalidad de los fabricantes ingleses, por lo menos diez mil tejedores habían sido obligados en los últimos cinco años a emigrar a América, desde donde escribían cartas llenas de rencor. El espíritu de estos tejedores, que eran todos presbiterianos, fue la «disidencia del disidente», más molesta aún para nuestra clase dirigente protestante que el papismo. Muchos miles de presbiterianos habían emigrado previamente a América, siendo expulsados de sus casas a comienzos del siglo XVIII por la ley de Pruebas Inquisitoriales, aunque habían figurado entre los más aguerridos partidarios del rey Guillermo en la revolución protestante. Éstos se habían ido a vivir a las regiones apartadas de la frontera occidental, y habían de hallarse entre los más fieros y temibles enemigos con que tuvimos que luchar en la guerra americana. De muchos habitantes de Saintfield recibimos, pues, miradas de rencor; no obstante, las mujeres, aquí como en el sur, parecían muy dispuestas a coquetear con nuestros hombres, especialmente cuando parecía haber perspectivas de matrimonio.

Había una muchacha muy hermosa que vivía en Newton Breda, a tres kilómetros de la fonda donde nos alojamos, hija de un capitán mercante retirado, inglés, y de una antigua doncella de la casa de lord Dungannon, cuyo solar de Belvoir era adyacente. El padre y la hija residían juntos en humildes circunstancias; la madre había fallecido recientemente. Yo llegué a sentir una gran pasión por Miss Kate, y la hubiera hecho mi esposa, de consentir ella, puesto que era protestante como yo, y no había más obstáculo para nuestra unión que mi pobreza. Pero ella me rechazó con tierna firmeza, y no me permitía la menor familiaridad. No sospeché que tuviera un rival, al menos entre los soldados. El cuartel de caballería de Saintfield estaba vacío por entonces, y yo me adulaba pensando que entre todos mis camaradas no había ninguno a quien ella pudiera preferir.

Continuó ella tratándome con amistad y no se opuso a mis visitas. Ni era tampoco su padre contrario a que yo visitara la casa, aunque me dio a entender claramente que no debía engañarme con esperanza alguna respecto de su hija hasta que alcanzara por lo menos el grado de cabo. Con mi educación, dijo, y mi talento natural, en pocos años podría alcanzar altos grados en el servicio.

Para ser breve: esta Kate Weldone, que tenía el pelo oscuro y los rasgos bien proporcionados, era graciosa y de figura redondeada, y tenía, además, un notable ingenio, me dijo un día, durante la ausencia de su padre, que se encontraba muy afligida. Dijo que haría casi cualquier cosa en el mundo por recompensarme si me arriesgaba a cometer un delito por ella.

Me dolió esta cuestión y le pregunté si me confundía con algún matón o legionario.

Pero su aflicción era tan notable que se me ablandó el corazón hacia ella. En efecto, le aseguré enseguida que cometería casi cualquier delito en el mundo sólo por la satisfacción de servirla a ella, siempre que no fuera uno vulgar, de robo o asesinato, y no hiciera daño a ninguno de mis camaradas.

Al oír esto, ella se arrojó a mis brazos y me besó frenéticamente. Juró que lo que ella pedía era en interés de su mayor felicidad y no haría daño a nadie, y menos que a nadie, a un camarada mío.

—Extraño crimen ese que no hace daño a nadie, antes bien te beneficia a ti, querida Kate —dije—. Muy bien. A condición de que sea exactamente como dices, juro aquí por mi honor hacer por ti todo lo que esté en mi mano: y dejaré a tu generosidad la fijación de mi recompensa.

Su padre se acercaba en aquel momento al cuarto donde estábamos, pero rompimos a tiempo nuestro abrazo, avisados por su fatigosa respiración. Al entrar no observó la emoción bajo la cual nos debatíamos ambos, y pidió una taza de té.

—Me dice el posadero, soldado Lamb —dijo, después que hubimos intercambiado el saludo de rigor y su hija se puso a encender el fuego—, que aunque yo estuviera dispuesto a darte mi hija, lo cual no es así, el matrimonio no podría ser celebrado. El oficial que manda tu regimiento ha emitido hoy una orden general para impedir que los reclutas puedan casarse sin una licencia escrita, firmada por el oficial de su compañía o destacamento. Ha advertido a los ministros de los lugares correspondientes que no celebren los matrimonios de los soldados sin pedirles ese papel.

Miss Kate fingió indiferencia ante la noticia, y el capitán Weldone pasó a repetir el rumor de que pronto llegarían órdenes de enviarnos a Boston, Nueva Inglaterra, donde los colonos se hallaban por entonces casi en rebelión abierta. La acción del comandante Bolton fue interpretada como una precaución para que no se incorporaran a la fuerza más mujeres de soldados de las que podrían ser recibidas a bordo de los transportes cuando nos embarcáramos para América.

—Soplan vientos de borrasca —dijo—. Si os envían allí y se desarrolla una campaña, tu ascenso probablemente será acelerado, y a tu regreso confío en que no hallaré razón para negarte a mi Kate, si ella todavía está dispuesta.

Esto me hizo suponer que había un entendimiento entre el capitán y su hija sobre el asunto, que ella había confesado que yo le agradaba, y que sólo mi baja condición y mi pobreza impedían la consumación de mis esperanzas. Regresé a nuestro alojamiento en un estado de ánimo exaltado, y después de pagar un trago a todos mis compañeros, los invité a una partida de naipes. Jugamos un rato haciendo apuestas insignificantes, ya que ellos estaban tan escasos de capital que la mayoría se había visto forzada a hacer abstinencia, es decir, habían hecho una forma de juramento común de no pedir prestado, prestar, tocar licores espirituosos o perder más de un penique a los naipes o los dados, hasta que hubiesen ahorrado lo suficiente de su paga para comprar de nuevo las prendas que habían vendido. La restricción parecía mortificar a mi amigo Harlowe, pues preguntó en tono de desafío si no había allí un alma que se atreviera a apostar con él una moneda visible.

—Acabo de comprar una nueva baraja —dijo—, y romperé el sello con cualquiera que desee enfrentarse conmigo, carta contra carta, teniendo preferencia el as sobre el rey.

Sacó la baraja, rompió el sello y barajó las cartas mientras yo traía bebida para los dos. Él era mi compañero, estaba muy obligado hacia mí por varios servicios, y por consiguiente no cometí la descortesía de vigilarlo mientras barajaba. Dio la cartas alternativamente, de modo que cada uno se quedó con la mitad de la baraja. Era una baraja española introducida de contrabando, la clase que preferíamos nosotros, porque las cartas eran fuertes y baratas. Cada baraja tenía cuarenta y ocho cartas, y el «primero» era nuestro juego favorito con ellas.

Pusimos carta contra carta a tres peniques, y cuando a la octava carta me llevaba él un penique y tres chelines de ventaja, lo desafié a doblar la apuesta, lo cual hizo.

Al llegar a la carta cuarenta y ocho le debía yo ocho chelines y nueve peniques y, desesperado por lo elevado de esta suma, le reté a doblar de nuevo la apuesta. Él se negó, diciendo que no quería dejarme desplumado, pero yo insistí y mis camaradas le llamaron cobarde y le dijeron en lenguaje de los reñideros de gallos; «Anda, clávale el pico en la garganta.» Él consintió, aunque aparentemente de mala gana y preocupado; y cuando sólo quedaban ocho cartas que jugar yo le debía dieciséis chelines. Doblé de nuevo la apuesta, y él lo aceptó «para darme ocasión de recobrar toda la suma». Pero yo continué perdiendo, a dos chelines por carta, dos veces de cada tres; y cuando la última carta apareció boca arriba, perdí hasta ésa, ascendiendo mi deuda con Harlowe a la prodigiosa suma —para nosotros— de veintinueve chelines y nueve peniques.

Se hizo un silencio sepulcral por un momento, y yo me quedé manoseando estúpidamente las cartas con mi mano izquierda y tamborileando con la derecha sobre la mesa, nervioso y confundido.

Nadie se rió, pues estaba claro que yo no podría saldar mi deuda dentro del plazo establecido. Yo agradaba bastante a los otros, muchos de los cuales hubieran querido hacerme un préstamo, de haber podido; pero ellos mismos estaban empeñados y no podían hacer nada. Harlowe no era de su agrado y evitaban su compañía tanto como podían, decorosamente, ya que él era pájaro de otra pluma. Maguire el Loco me ofreció un chelín y seis peniques, que era cuanto tenía, y Terry Reeves dos, que era más de lo que tenía en moneda; pero esta suma, añadida a lo que yo tenía en el bolsillo, todavía hacía una guinea menos de lo que necesitaba para pagar la deuda. Todos los presentes se portaron como lloraduelos en un entierro.

Yo estallé en carcajadas y grité:

—¡Por el cielo, compañeros, no es para tanto! Bebamos, éste es el último whisky que beberé por algún tiempo, pues ahora quedaré empeñado con Harlowe.

Como alternativa al pago de una deuda, si la suma excedía la paga de un mes, un soldado podía empeñarse con el vencedor: es decir, abstenerse de beber y jugar, y entregar toda su paga al acreedor, salvo un chelín por semana. No obstante, el acreedor terna derecho a negarse a este trato si desconfiaba del deudor; y el deudor debía conseguir entonces el dinero por algún otro medio.

Harlowe me miró intensamente a los ojos:

—¿Y si yo rehúso ese trato contigo? —preguntó—. ¿Me has tratado siempre con tal camaradería que te autorice a esperar ahora generosidad o misericordia?

Ni yo ni los demás presentes comprendimos lo que quería decir. Hubo murmullos de asombro y de indignación. Sin embargo, dijo Maguire:

—A nosotros no nos incumbe esto, muchachos. Apostaría a que hay faldas por medio. Dejemos que ellos ventilen la cuestión en privado.

—Camaradas —declaré—, nada tengo en mi conciencia respecto del soldado Harlowe. Desde que éramos reclutas juntos, creo haberlo tratado con mucha mayor delicadeza que muchos otros que conozco.

Esto produjo risa, pues sin ir más lejos, la noche anterior había disuadido yo a Smutchy Steel, a quien la abstinencia forzosa había hecho pendenciero, de que cumpliera su amenaza de embadurnar la pared de la taberna con las entrañas de Harlowe.

—Si quieres entenderte conmigo —dijo Harlowe—, debes salir fuera.

Salimos a dar un corto paseo a lo largo de la carretera Newton Breda.

—¿En qué te he ofendido, Harlowe? —pregunté—. Me consta que no rehusarías ese trato conmigo si no te sintieras agraviado en algún sentido.

No me contestó enseguida, sino que caminó a mi lado en un silencio que me mortificaba grandemente.

Yo me volví, le empujé cogiéndolo por los hombros y le dije:

—Caballero Harlowe, si quieres tu libra de carne, entonces, por Dios, dilo así llanamente como un honrado Shylock. Pues entonces saldré al camino, cortaré la bolsa y la garganta de algún inocente viajero, y por la mañana tendrás el dinero, aunque por ello me cuelguen de la rama más alta.

—No, Gerry —repuso suavemente—, no hay necesidad de llegar a tanto. Antes bien te perdonaré la deuda, y te regalaré además mi caja de rapé, que has codiciado por tanto tiempo, si me prestas la ayuda, no de tu brazo, sino de tu pluma.

Por un momento creí que había perdido el juicio. Le pregunté:

—¿Tendré que escribir el Ensayo sobre el hombre, de Pope, en letra fluida, como un muchacho de escuela castigado por robar la fruta del huerto ajeno?

—No —dijo él—; bastan casi dos palabras.

—¡No me atormentes más! —exclamé—. ¿Qué broma es ésa?

Entonces explicó:

—Pienso contraer matrimonio con una chica de esta ciudad. No sólo son nuestros planes desconocidos por su padre, que se opondría, sino que existe una orden general, pregonada esta mañana, que prohíbe que estos matrimonios sean celebrados sin el permiso escrito de un oficial. Tú sabes que el teniente Sweetenham me tiene una fuerte antipatía, y que rechazaría mi petición, de hacérsela, con desprecio. Tú tienes buena letra y el teniente te emplea de amanuense. Por consiguiente, estás familiarizado con su redacción y con su firma. Ahora bien, mi proposición es que falsifiques la firma del teniente en la licencia y me acompañes con ella a casa del ministro, a fin de arreglar la celebración de mi matrimonio. Si haces esto, quedas libre de la deuda; y la caja de rapé es tuya.

Le miré, mudo, y muchas y extrañas emociones se agitaron dentro de mi pecho. Hoy celebro no haber hecho Jo que primero y con más fuerza acudió a mi mente, que fue cogerlo por el cuello y ahogarlo, de cólera, despecho y envidia. Pues como un relámpago me asaltó la explicación de los acaecimientos de aquella tarde. La mujer con la que se proponía casarse no podía ser sino Kate Weldone. Su prudente amistad conmigo no había sido sino una máscara para ocultar su enamoramiento por mi camarada el caballero Harlowe, contra el cual su padre había adquirido una gran desconfianza tan pronto como llegamos a la ciudad, habiéndole dicho bruscamente que su presencia en aquella casa no le era agradable. La petición que Kate había estado a punto de exponerme y que yo había prometido por anticipado, por amor a ella, era la misma que Harlowe había convertido en una obligación, mediante un engaño manifiesto. Pues súbitamente me convencí de que las cartas habían sido amañadas por él con este mismo fin. Sin embargo, fui lo suficientemente sensato para reflexionar que Miss Kate no debía de estar al corriente de este fraude, pues de ser así ella no se hubiera molestado en suplicarme de un modo tan estremecedor; y por consiguiente, no terna yo por qué estar indignado con ella.

Me contenté, pues, con decir brevemente a mi compañero:

—Tendré que pensarlo un poco. —Y me volví sobre mis pasos, dejándolo allí plantado.

Era una noche estrellada pero sin luna, y tuve la suerte de reconocer al viejo capitán Weldone cuando pasó por mi lado en el camino, sin que él me reconociera a mí. Podía contar ahora con ser admitido en la casa y hablar con Kate sin recurrir a ninguna estratagema. Ella se había retirado ya a descansar, según pude ver por la luz de candil en su ventana; pero arrojé una piedrecita, y ella asomó la cabeza y preguntó:

—¿Eres tú, amado Dick?

Dick era el nombre de Harlowe, así que me convencí de que había interpretado bien la historia. No obstante, llevé adelante mi juego.

—No —dije—, no es el amado Dick; soy yo, el soldado Roger Lamb. Vengo a ver qué servicio debo prestarte, ya que tanto pesa sobre tu corazón.

Descendió ella al cabo de un rato, con el pelo suelto sobre los hombros, y al instarla yo me reveló el mismo plan de falsificación que acababa de oír de labios del caballero Harlowe, aunque ella fue más franca al nombrarlo como su prometido. Yo fingí pesar, sorpresa, y gran renuencia, pero ella insistió en que yo había dado mi palabra. Accedí al fin, poniendo una sola condición, que ella juró por su honor cumplir: que bajo ningún concepto revelaría a Harlowe la petición que ella me había hecho, y que las primeras palabras que hablara con él serían para rogarle que él mismo me propusiera el plan como un acto de amistad.

—Si él lo hace así —le aseguré—, cumpliré al punto lo prometido, y así lo persuadiré, contra la verdad pero en interés de tu propia honra, de que el objeto de mis visitas a esta casa ha sido siempre más tu padre que tú.

Ella consideró esto como una gran galantería de mi parte, y con expresiones de inequívoco afecto, que no necesito repetir, me prometió no olvidar jamás la gran deuda que estaba contrayendo. Luego le deseé buenas noches y partí.

En el camino de vuelta al cuartel, sonreí amargamente para mis adentros pensando en la comedia que luego sobrevendría: Harlowe accedería, a petición de Miss Kate, a rogarme en nombre de la amistad que falsificara el documento; y sin embargo, estaría muy turbado interiormente por temor a que yo le revelara a ella, en mi próxima visita a su casa, de qué manera me había sido ya impuesto aquel delito.

Recobré totalmente el ánimo por un incidente ocurrido en el camino. Pasé junto a una pobre cabaña de barda de la cual salía el agradable sonido de un violín tocado con gran maestría; y la melodía me conmovió de tal modo que me acerqué a la puerta, la empujé y entré. Era una escena de la pobreza más lamentable. Que los habitantes eran papistas se veía por el crucifijo de madera que colgaba de la rústica pared de tierra. La familia se componía de un hombre enfermo, que se quejaba sobre un camastro de paja; una afligida joven encogida ante el fuego, sobre el cual hervían patatas sin pelar en un viejo pote con patas; tres niños sucios y medio dormidos revolcándose en un rincón; cuatro aves de corral, hambrientas, posadas sobre una viga; y un viejo abuelo de pelo blanco y revuelto sentado en un taburete en el lado opuesto del fuego, frente a la mujer. Era él quien tocaba el violín, y su rostro estaba vuelto de lado cuando yo entré.

Bajó el instrumento y me dijo algo en gaélico sin volverse hacia mí. La mujer tradujo:

—Dice que sea usted bienvenido, señor, y que se siente en este taburete. No conoce el inglés, y es ciego; pero tiene el don de la Visión. Esta mañana nos ha dicho que un soldado joven y alto nos visitaría esta noche.

Yo pregunté:

—¿Qué música era esa que tocaba? Parecía invitarme a entrar.

Ella respondió que la letra, en gaélico, se refería a una mujer por cuyo amor no se turbaría un hombre sabio. Ella me la repitió, y traducida, era más o menos como sigue:

Oh, mujer formada como el cisne,
¿acaso por tu amor
habré yo de temblar?
Oh, vuelve esos tus ojos, tan azules,
hacia hombres incautos…
Tus ojos no me hieren.

El anciano volvió a hablar. La mujer me informó:

—El padre de mi hombre dice que ha tocado esa música para su solaz.

—Dele las gracias de mi parte —dije— y tenga la bondad de entregarle este chelín, si consiente en aceptar una gratificación. ¿Pero cómo podía saber que yo necesitaba su música?

—Ya le he dicho antes que tiene el don de la Visión —repuso ella.

El anciano se guardó el chelín con satisfacción y, cogiendo el violín, empezó de nuevo a tocar produciendo un efecto tal que mi pecho se henchía alternando, extrañamente, una iracunda desesperación y una divertida serenidad; y, habiéndose divertido así conmigo un rato, hizo sonar la música como un arrullo tan dulce que me sentí caer en un sueño profundo en el asiento donde me encontraba.

Desperté con sobresalto, descubriendo que la música había cesado y que el anciano se estaba riendo de mí.

—Tiene todas las antiguas dotes de la música —dijo la mujer.

—Ha sido un chelín bien gastado —repuse, frotándome los ojos, y fui a darle la mano al anciano. Él retuvo mis dedos en un apretón sorprendentemente vigoroso, y yo tuve la convicción de que al hacerlo estaba leyendo mis más secretos pensamientos.

Habló al fin y, como la mujer me dio a entender, explicó muchos detalles exactos de mi vida pasada, incluyendo la historia de cuando había estado a punto de ahogarme y mi tentativa de deserción, me prometió un feliz desenlace de mis tribulaciones presentes, pero una larga y azarosa vida en lo sucesivo. Me anunció un futuro acontecimiento tan fantástico que no pude menos de reír al oírlo: que la próxima vez que intentara desertar triunfaría en el intento, y que un general con una brillante estrella en el pecho me daría las gracias.

Regresé a la taberna en una especie de ensueño, pero el olor familiar de aquel lugar mal ventilado me volvió a mis sentidos. Recordé el plan que me había trazado antes de que la música de aquel violín me atrajera y apartara del camino.

Al abrir la puerta, todos los ojos se volvieron hacia mí. Yo le dije a Maguire el Loco.

—Maguire, mi buen amigo, no necesitaré tu préstamo, ni tampoco el tuyo, Terry Reeves, aunque os doy las gracias de todo corazón.

Terry Reeves preguntó:

—¿Te has arreglado, pues, con el caballero?

Yo estaba firmemente resuelto a no quedar en manera alguna obligado por gratitud con mi triunfante rival. Respondí brevemente:

—Me ha permitido, después de todo, liquidar la deuda en la forma que conocemos.

Harlowe se sorprendió, pero nada dijo, pues yo continué:

—A cambio de esto, me ha pedido que le haga cierto pequeño servicio, a lo cual he accedido.

Harlowe alzó las cejas con expresión interrogativa; yo incliné la cabeza humorísticamente en su dirección.

Harlowe metió la mano en su bolsa y sacó la caja de rapé, que era una pieza muy bonita, con una pintura que representaba el coche de Limerick con sus cuatro caballos a todo galope.

—Acepto la prenda, caballero Harlowe —dije suavemente. Pero después de servirme un pellizco de rapé, la arrojé a la parte de atrás de la parrilla, donde el fuego crepitaba ávidamente bajo un caldero que prendía de una cadena.

Esto pareció una acción tan grotesca e imprevista que nadie tuvo la idea de salvar la caja del fuego, para su propio uso; todos la miraron, mientras se chamuscaba y convertía en carbón, observando a intervalos nuestros semblantes como tratando de descifrar un enigma. Tanto Harlowe como yo nos quedamos sentados, impasibles, y ellos en completa perplejidad.

Harlowe fue el primero en hablar:

—Bueno, era tuya, Gerry Lamb. Tienes derecho a quemar o malgastar lo que es tuyo.

—Me he comprometido contigo a saldar la deuda de un modo convenido, caballero Harlowe —dije—, y habré arreglado el otro asunto a tu satisfacción antes de la próxima noche de pago.

Cumplí mi palabra, y la fortuna me ayudó, sonriente. El día siguiente era el 28 de julio, que se celebraba en el Noveno como el aniversario de la liberación de Londonderry en el año 1689; en esta hazaña, el Noveno había ayudado, cuando el Mountjoy, con algunos de nuestros mosqueteros a bordo, rompió la cadena que cerraba el río y, en consecuencia, el rey Jacobo levantó el asedio. El teniente Sweetenham me llamó, una hora o dos antes de la comida con que se celebraba la fecha, para que le copiara algunos papeles oficiales en los que luego pondría su firma. Estuve tentado de introducir subrepticiamente la licencia matrimonial entre estos papeles, llevándoselos justo antes de que se sentara a comer con un; suboficial y otro teniente de los puestos de mando vecinos, invitados por él. Pero rechacé este proyecto por excesivamente atrevido, aunque él, por negligencia, rara vez leía del todo siquiera los papeles más importantes antes de firmarlos.

Durante todo el día siguiente estuvo incapacitado para el servicio por un exceso de pavo asado y vino de Madeira, del que había pedido cuatro cajas para esta celebración; y aquella tarde, a las cuatro, el soldado Richard Harlowe fue unido en matrimonio clandestinamente con Kate Weldone por un cura de Saintfield a quien yo había engañado. En Irlanda del Norte, por aquellos tiempos, no era difícil, lo confieso, encontrar un ministro que celebrara una boda apresuradamente y sin la debida ceremonia: si se le visitaba en su sala principal cualquier día después de las doce, había diez probabilidades entre doce de que estuviera completamente ebrio.

Después llevé el asunto, con descaro, a conocimiento del teniente. Al recobrarse, le informé, de un modo casual, que el matrimonio se había celebrado sin incidentes y que el soldado Harlowe había bebido a salud de su oficial con gratitud y devoción.

—En nombre del diablo, ¿qué matrimonio es ése? —preguntó con petulancia el oficial—. Yo no he autorizado ninguno, que recuerde.

—Oh, ¿no recuerda Su Señoría haber firmado el permiso después de la cena la noche pasada, permiso que yo le traje, por habérmelo ordenado usted mismo con urgencia?

—Yo no recuerdo nada de lo que pasó la noche pasada —dijo él en tono de queja—. Si ahora me dijeras que me había desnudado, agitando mis paños menores en el aire, como una bandera y gritando: «¡Mueran los papistas!», lo creería, soldado Lamb, ya que no podría jurar lo contrario y a ti te tengo por hombre honrado.

—Es exactamente lo que hizo Su Señoría —dije sin faltar a la verdad—, pues todos lo presenciamos.

El teniente Sweetenham no llevó más allá la investigación sobre el asunto del matrimonio; hundió, lleno de remordimientos, la cabeza en su almohada de plumas, y, eso fue lo último que le oí acerca de esa boda. Pero yo cumplí fielmente mi contrato con Harlowe, deseando que cada penique que yo le pagara todos los sábados le quemara la mano.

El viejo capitán Weldone tomó a mal el matrimonio de su hija, y no permitió que su yerno se alojara en su casa durante todo el tiempo que estuvimos estacionados allí. Sin embargo, no sospechó que hubiese tenido yo parte en ello, y continué visitando su casa, tanto para satisfacer al viejo, que gustaba de mi compañía, como para molestar a Harlowe. Con la señora Harlowe yo me mostraba muy cortés y no le decía nada que lastimara sus sentimientos. Ella me confiaba mensajes para su marido, que mi extraño humor se complacía en entregarle con todas las manifestaciones externas de camaradería.

Fue en este año cuando se derrumbó la torre octogonal de la catedral de Craigenamanagh; cuando la noticia llegó a nosotros, sacudimos la cabeza en señal de preocupación. El que el diablo anduviera nuevamente suelto por Irlanda eran malas noticias. Se decía que no había sido visto de cierto en nuestro país desde su aparición a san Moling, hacía cerca de mil años.