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El lenguaje de Harry el Mortal hería mi sensibilidad, pero no rompía huesos. Algunos de nosotros, los reclutas, a saber, Harlowe, Brooks y yo, sufrimos mucho más a manos del cabo Buchanan, que nos había llevado andando desde Dublín y que estaba ahora a cargo de la unidad a la que nos habían asignado. Él cobraba nuestra soldada por nosotros, todos los sábados, y bajo el engañoso pretexto de guardárnosla en sitio seguro, a fin de que no cayéramos en la tentación de las mujeres y la bebida, él mismo nos malgastaba la mayor parte. Yo pagué los gastos de su cuenta semanal en la taberna. Según el tiempo estimulase más o menos la sed, recibíamos una mayor o menor proporción de nuestra paga; pero, aunque las provisiones eran muy baratas en Waterford por entonces, lo que nos dejaba era siempre insuficiente para satisfacer nuestras necesidades. Constantemente nos quejábamos en privado, pero tal era nuestra inexperiencia que no nos atrevíamos a presentar las quejas al capitán de nuestra compañía. Si la queja hubiera sido debidamente presentada, con la intervención de un sargento, con segundad se nos hubiera hecho justicia, pero ninguno de nosotros se atrevió a poner el cascabel al gato. Nuestros temores eran mayores por el hecho de que el cabo era un favorito del teniente Sweetenham, nuestro oficial de pelotón. Este teniente era un caballero bien intencionado pero negligente, que había estado demasiado tiempo en el servicio y no tenía interés por ascender; en las fuerzas a su mando dejaba pasar muchas faltas sin castigo.

El primero que pensó en la deserción fue Brooks el Carterista, pero no nos lo confió, sabiendo que desaprobábamos sus actos. Era un pícaro y un embustero, y aunque había abrazado la carrera de las armas no abandonó su otra profesión; por tanto, no sentimos pesar cuando, un domingo, fuimos despertados por el cañón matinal y descubrimos que se había ido. Aumentó nuestra satisfacción oír que, antes de fugarse, había robado toda nuestra paga de los bolsillos de nuestro cabo, tan cruel; ahora esperábamos reclamarla. Pero el cabo dijo audazmente al teniente Sweetenham que el dinero era suyo, salvo unos pocos chelines, ya que nos había adelantado dinero para la compra de barro de pipa, polvos para el cabello, jabón y otros objetos que habíamos tenido que comprar a fin de completar lo necesario para la inspección general que había tenido lugar. Tuvo el descaro de decir al teniente que éramos unos manirrotos, y decírselo en nuestra misma cara, mirándonos maliciosamente de reojo como diciendo: «Atreveos a acusarme, y seréis encerrados a la sombra por diez días.» Tal era el poder del cabo Buchanan sobre nosotros que ninguno se atrevió a refutar su mentira.

Aquella tarde, Harlowe me dijo:

—Lamb, tratos son tratos. Yo juré servir al rey como soldado a cambio de cierta paga. Esa paga me la están sustrayendo y estoy medio muerto de hambre por falta de ella. Los ejercicios son severos y se me castiga por el menor error en que me hace caer mi debilidad física. Estoy resuelto a desertar del servicio. Si el Carterista puede salir libre, ¿por qué no yo? Lo que yo he sufrido, es suficiente para convertir a un hombre hasta en jacobita. Sí, Waterford es un puerto de buen agüero: fue de aquí de donde el rey Jacobo II escapó de sus enemigos y huyó hacia su libertad en Francia.

Yo discutí con Harlowe, señalando los manifiestos peligros de tal proceder; pero él insistió en ello. Dijo que los barcos de la ruta de Terranova que partían de Waterford con cargamentos de carne de cerdo, mantequilla y patatas iban con frecuencia escasos de brazos, y podía sin duda colocarse a bordo de uno de ellos y viajar a América trabajando para pagarse el pasaje. El puerto de Waterford se extendía unas ocho millas casi en línea recta, claro y profundo, sin rocas ni arena que obstruyeran r la navegación; y el que muchas embarcaciones pequeñas se hallaran amarradas en lugares solitarios facilitaría su fuga. El nombre de América hirió favorablemente mis oídos y, estando también casi desesperado, comencé a pensar que su proyecto no era tan descabellado como había juzgado. Aquella tarde, después de un día particularmente difícil al mando de Harry el Mortal, tomé la determinación de aliarme con Harlowe.

Había un modo de salir del cuartel, conocido por dos o tres de nosotros, que no presentaba dificultades para un par de hombres activos. La ruta comenzaba en el excusado. Un hombre montaba allí en los hombros del otro para escalar un muro de diez pies y tirar luego de su compañero; un corto trecho de este muro conducía a los aventurados a un acebo, a cuyas espinosas ramas debían saltar y así descender. Un centinela hacía su recorrido a lo largo del muro exterior de los cuarteles; pero podía ser eludido aun en una noche de luna haciendo tres etapas. La primera etapa era escoger, para saltar al árbol, el momento en que el centinela había dado la vuelta a la esquina del muro, y esperar escondido en el follaje a que reapareciera y pasara de largo. La segunda fase consistía en dejarse resbalar por el árbol y tumbar-1 se, escondido, detrás de un bosquecillo de saúcos. La tercera era esperar su segunda reaparición y subsiguiente desaparición, y entonces lanzarse a través de una dehesa y desaparecer detrás de un seto.

El cabo Buchanan estaba borracho perdido, como de costumbre, la noche en que nos evadiríamos, que era la del día de paga de la siguiente semana; por tanto, no había temor de que nuestra larga ausencia en el excusado fuera advertida por él. Partimos sigilosamente, una hora después del cañonazo de la noche, Harlowe llevando dos miserables trajes que había cambiado en una tienda de marineros por el precioso pañuelo de seda y el sombrero con que se había alistado. Nos desvestimos en el excusado y nos pusimos estos viejos atuendos, enrollando nuestro uniforme y enterrándolo en un montón de arena en la parte de afuera. Era una noche nublada, y lloviznaba un poco.

Trepamos cautelosa y silenciosamente el muro y observamos que el centinela estaba en aquel momento desapareciendo tras la esquina. Avanzamos a gatas sobre el muro, que era irregular y difícil, y echando mano, por turnos, a la rama saliente del árbol nos columpiamos hasta llegar a una horquilla del acebo, donde nos agazapamos, jadeando. Pronto oímos los pasos del centinela que venía, y luego lo vimos bajar el arma de modo muy poco militar y comenzar a silbar y bailar una giga al son de The Top of Cork Road. Lo reconocimos como Johnny el Loco Maguire, un norteño muy alegre y humano que había figurado entre los que nos confortaron en nuestros tropiezos. Nos había aconsejado repetidamente que presentáramos nuestra queja al oficial de la compañía y afrontáramos las consecuencias, pensando que todo saldría bien. Me dolió el corazón al pensar que, si conseguíamos desertar, el pobre Maguire sería culpado y confinado por nuestra culpa, pues nuestros uniformes serían descubiertos y se sabría que habíamos pasado por la parte donde él montaba guardia. Podía muy bien sospecharse que estaba en combinación con nosotros. Sin embargo, era demasiado tarde para retroceder.

Apenas Maguire se había llevado de nuevo el arma al hombro y reanudado su marcha, cuando oímos blasfemar en voz baja y un ruido de piedras al caer, y vimos a dos hombres acercarse por el muro detrás de nosotros. Por un momento pensamos que estábamos perdidos, y que era un destacamento enviado para detenernos. Permanecimos absolutamente inmóviles sin atrevernos a mover un dedo, y de súbito alguien dio un gran salto desde el muro al árbol, golpeando a Harlowe con un pie en la cabeza y yendo a parar sobre mis muslos. El hombre ahogó un grito y me cogió por el cuello, pero Harlowe se interpuso al instante, reconociéndolo:

—¡Chitón, Moon-Curser! —dijo—. Suelta, por el amor de Dios. Todos somos amigos. Éste es Gerry Lamb y yo soy el caballero Harlowe. Nosotros también desertamos.

Terry Moon-Curser Reeves y su camarada Smutchy f Steel eran reclutas de la misma compañía, pero de otra mesa; por coincidencia habían elegido el mismo momento para desertar. Terry estaba borracho y Smutchy era un tipo simplón; ambos llevaban el uniforme. Resultaba muy embarazoso para ambas partes el que nos hallásemos simultáneamente embarcados en la misma aventura, pues el riesgo de ser capturados era así mucho mayor. Pero ninguno quería ceder el derecho al otro, y el loco de Maguire había vuelto, silbando, antes de que la discusión hubiese terminado en la rama. Estábamos uno sobre otro, como peces en una cesta de pescador, o como cadáveres en una trinchera durante un asalto.

Luego vino una distracción: desde el siguiente puesto de guardia, a la derecha, un súbito grito de:

—¡Alto!, ¿quién va?

—Ronda —fue la respuesta. Esto nos sorprendió, pues el sargento de guardia no debía hacer el recorrido hasta medianoche.

—¿Qué ronda? —preguntó de nuevo el centinela.

—Ronda sorpresa.

—¡Señores, cuatro pasos al frente!

Tan silenciosa era la noche que pudimos oír la palmada del centinela contra la caja del mosquete y el «clic» de sus tacones al presentar armas, pues era el comandante Bolton, jefe del regimiento, quien, acompañado por su oficial ayudante, que llevaba una linterna en la mano, un sargento y una fila de soldados, estaba realizando una inspección sorpresa a los puestos. Maguire avivó el paso, dejó de silbar y desapareció tras la esquina a esperar la llegada de los oficiales. Mientras el comandante interrogaba al centinela, reprochándole que le faltasen dos botones en la guerrera, nosotros decidimos realizar una acción atrevida. Yo me deslicé al suelo y ayudé a bajar a Harlowe, que se precipitó hacia la maleza. Me quedé para ayudar a los otros dos, pues me figuré que, puesto que juntos saldríamos a flote o nos hundiríamos, me convenía hacerlo así. Cómo conseguimos llevar al torpe de Smutchy Steel a cubierto en la maleza sin que Maguire nos oyera y nos saliera al paso, es cosa que no podría decir; pero me figuro que su atención estaba de tal modo fija en la proximidad de los oficiales, que consideró que los ruidos más cercanos no merecían su atención. Una burra y su cría estaban pastando cerca de allí, y es posible que confundiera sus pasos con los nuestros.

Desde detrás de la maleza oímos a Maguire dar el alto, y después del mismo intercambio de palabras que antes, el comandante Bolton y el ayudante, que llevaba la linterna, se hicieron visibles. El comandante Bolton advirtió a Maguire que estuviera muy alerta aquella noche, pues se tenía noticia de que dos soldados intentaban desertar.

—Y si no cumples bien con tu deber, no será por falta de aviso —le dijo.

Se alejaron, y pronto pudimos hacer la segunda etapa hasta el seto.

El día anterior habíamos señalado el barco en que nos proponíamos embarcar, amarrado a casi un kilómetro de los cuarteles. Era una embarcación grande, de media cubierta, con aparejos de balandra, de la clase llamada droghers, y evidentemente se haría pronto a la mar, y para ir lejos, a juzgar por el agua y ganado que habíamos visto llevar a bordo. La carga era de escobas y patatas. Nuestros dos camaradas habían partido impulsados por una ciega desesperación, sin un plan preconcertado, y por tanto se pegaron a nosotros como a tablas de salvación; y no hubo objeción de nuestra parte que les hiciera dejar nuestra compañía. Recorrimos el camino por el cual nos hacían marchar todas las mañanas, hacia nuestro campo de instrucción, pero tirándonos a la cuneta cada vez que oíamos venir a alguien. Después de unos cientos de pasos oímos el regular ruido de pisadas de soldados en marcha y el grito seco de un oficial enseñándoles a marcar el paso. Saltamos a la cuneta en un instante, y pronto pasó un grupo de seis hombres con bayoneta calada. Harry el Mortal iba al mando, y en medio de ellos descubrimos, caminando a trompicones, la miserable figura de Brooks el Carterista, con las manos esposadas a la espalda.

—Sí, mi buena perla —decía el Mortal con regocijo—, los tambores del Noveno golpean como los mismos demonios rojos del infierno. No levantarán tu piel de anguila, ¿eh? Los romanos de Pilatos no lo hubieran hecho mejor. Cuando hayan terminado su trabajo, pedirás a gritos un pellejo de vaca para envolverte en él y no desangrarte. ¡Mono asqueroso!

Un horror indescriptible se apoderó de mí al oír estas palabras, pronunciadas en tonos tan fríos y malévolos que eran como si la mano de la muerte se hubiera posado sobre mi corazón. Seguir adelante o regresar: ambas cosas parecían ahora igualmente peligrosas. Harlowe era partidario de seguir adelante a toda costa; por tanto, yo fui con él. Llegamos al puerto sin más accidentes, pero recuerdo que me produjo más alivio que angustia el observar a nuestro barco patatero desamarrando y deslizándose con la marea.

—Ahora puedes hacer lo que quieras —le dije a Harlowe—. Por mi parte, me vuelvo al cuartel. Puedes estar seguro de que fue el hombre de la tienda, a quien compraste estos harapos, el que nos delató al comandante Bolton; pues nosotros no comunicamos nuestras intenciones a nadie, y estos dos borrachínes han actuado por un impulso repentino. No tenemos posibilidad de escapar; pero al menos tenemos la posibilidad de regresar bien, si partimos enseguida.

Todos se sentían demasiado abatidos para discutir, y sin decir palabra se volvieron a casa conmigo. Al cabo de media hora, estábamos de nuevo en el seto y luego corrimos de dos en dos hacia la maleza de saúcos. Pero Smutchy Steel, aquella torpe criatura, metió un pie en una cojera y se torció un tobillo, soltando un fuerte grito. Maguire el Loco estaba todavía de guardia, pues faltaban unos minutos para medianoche. Estaba de pie, en posición de descanso, bajo el acebo. Yo tuve la presencia de ánimo de adelantarme, gritando:

—Chitón, Maguire, ¡por el amor de Dios, no des la alarma! Soy yo, Gerry Lamb. Déjame acercar y explicarte nuestro caso.

Una vez más se portó conmigo como buen camarada, pues, aunque arriesgándose a un severo castigo por quebrantar la disciplina, consintió en dejarme acercar sin dar el alto. Le detallé en pocas palabras lo que había ocurrido, y le rogué encarecidamente que nos dejara volver a nuestro deber, explicando que a la orilla del agua habíamos sentido revivir con energía la lealtad, lo cual nos había inducido a regresar a tiempo. Por un momento le dio vueltas al asunto en la cabeza, y luego observó con ironía:

—Así que, mis guapos pollos, ¿ésta es una deserción al revés? Por Dios, muchacho, me estás pidiendo algo extraordinario. Pues si ahora os arrestara a todos, ¿no significaría para mí una gran gloria, y tal vez una guinea de recompensa, del oficial de la compañía, además?

—Sí, John Maguire, estamos verdaderamente a merced tuya. Pero, por favor, date prisa, o nos cogerá la ronda.

Me guiñó un ojo, se echó el arma al hombro, y retirándose más allá de la esquina dijo:

—Bueno, pues; yo me llamo Billy Haré, no sé nada.

Así regresamos a salvo, aunque nos costó mucho trabajo levantar a Steel hasta la rama y arrastrarlo por el muro; no podíamos conseguir que ahogara sus quejidos. Nos encontramos junto al montón de arena y nos apresuramos a cambiarnos de ropa, poniéndonos la de soldado, antes de que la distante campana diera las doce y los gritos lejanos marcaran el avance del sargento que visitaba los puestos.

Cuando Harlowe y yo entrábamos en el barracón, el cabo Buchanan despertó de súbito al oír el ruido y subió la llama de la linterna que ardía junto a él.

—En nombre del diablo, ¿de dónde venís vosotros? —preguntó con apagada y ronca voz de sueño.

—Venimos del excusado —contestamos—. A los dos nos ha dado un cólico.

—¿Y esa arena en vuestra ropa?

—Hemos tropezado con un montón de arena en la oscuridad.

—¡Ah, borrachines! A ver si os acostáis enseguida —rugió el cabo, y un instante después se quedó dormido.

Harlowe bajó la mecha de la linterna, no fuera que el hallarla alta y ardiendo por la mañana le recordara el incidente; luego nos metimos de nuevo en la cama. Jamás me había sentido yo tan contento de hallarme entre un par de mantas. Habíamos tenido la precaución de meter nuestros harapos, con una vara, bien debajo de la tierra de la letrina, y ahora no había más que temer.

Al día siguiente se formó un consejo de guerra para juzgar a Brooks el Carterista, y se le halló culpable de deserción, agravada por el robo de la paga de sus camaradas, y el delito adicional de ofrecer resistencia a la escuadra enviada a detenerlo en la choza campesina donde se había escondido. La sentencia fue de trescientos azotes. El comandante Bolton había acelerado estos trámites, en vez de dejar a Brooks como prisionero durante una semana, que solía ser lo más corriente. Deseaba que fuera un escarmiento para los dos desconocidos que, según testimonio del tendero, parecían estar también pensando en desertar. La sentencia fue promulgada a mediodía, y a las tres se hizo formar el regimiento en una plaza para presenciar el castigo bajo la supervisión del bastonero mayor, el cual respondía de que el gato no tuviese más de nueve colas, y con el médico al lado para decir a cada golpe si la continuación del castigo poma en peligro la vida del hombre o su posterior utilidad como soldado. En honor del comandante Bolton diré, como haría cualquiera que haya tenido el honor de servir a sus órdenes, que combinaba la severidad con la magnanimidad en muy alto grado. Evitaba los azotes todo lo posible, y sólo recurría a ellos para faltas tan graves que requirieran una coerción extraordinaria. Por el común, el quebrantamiento de las leyes y deberes militares, solía enviar a los culpables al campo de instrucción unas pocas horas, a veces (para mostrar su mayor desagrado), haciéndoles llevar las guerreras de uniforme al revés, como ejemplo de mal comportamiento y desgracia. Se les prohibía, además, salir a hacer ningún recado o montar las guardias principales.

En esta ocasión no eludió el horrible espectáculo del castigo del soldado Brooks, aunque era bien sabido que había dicho al médico que en tales ocasiones se le revolvía el estómago, y que hallaba gran dificultad en contener el vómito. Ahorraré al lector los detalles de la ejecución, informándole solamente que durante el castigo infligido sobre la espalda desnuda de mi camarada, por los tambores del regimiento, se despertaron en mí de tal modo las cálidas y juveniles emociones que lloré como un niño. Harlowe, que estaba junto a mí, se desmayó y su mosquete cayó ruidosamente a mis pies.

Cuando el tercer tambor había completado su cuenta de veinticinco azotes —cada uno de los cuales fue como un latigazo en mi corazón— y los agudos gritos de la víctima se convirtieron en grandes sollozos, el comandante Bolton, evidentemente muy afectado, se adelantó hacia donde Brooks estaba amarrado, y en tono emocionado y compasivo le recriminó la gravedad de sus faltas, y le preguntó si había sufrido ya bastante.

Cuando Brooks dio a entender su arrepentimiento con muecas de dolor, incapaz de hablar, el comandante Bolton ordenó que lo soltaran y le perdonó el resto del castigo, bajo promesa, por parte de Brooks, de portarse mejor en lo sucesivo. Entonces hizo romper la formación.

Cuando rompimos filas, mis sentimientos todavía muy encendidos, le dije a Terry Reeves, al alcance del oído del cabo Buchanan:

—Veinticinco se los han dado por ofrecer resistencia cuando fueron a detenerlo; veinticinco por haber desertado, pero los otros veinticinco, como ha dicho el comandante, han sido por el peor de los delitos: robar la paga de sus compañeros.

El cabo se volvió rápidamente, pero yo estaba demasiado exaltado para temer su mirada furiosa, y creo que si él hubiera pronunciado una palabra de reproche, le hubiera llamado ladrón en su cara. Sin embargo, Buchanan no dijo nada; y, temiendo, me figuro, que su peculado llegara a conocimiento del capitán, aquella misma noche nos dio cerca de dos chelines de nuestra paga a cada uno, quedándose sólo con el pico que la completaba. No obstante, la semana siguiente todavía nos dejó una parte muy reducida, y yo hubiera padecido hambre si el sargento Fitzpatrick y su esposa no me hubieran empleado para enseñar a su hijo a escribir y a contar. Esta gente fue muy buena conmigo, invitándome frecuentemente a su mesa, donde ambos me abrumaban con las opiniones y méritos del reverendo Charles Wesley, así como con su excelente cerveza. Además, me pagaban al promedio de un chelín y seis peniques por semana. Me las arreglaba también para ganar seis peniques más redactando informes para otros sargentos y cabos; y así pude aliviar un poco a mis infortunados compañeros, que, por extraño que esto parezca, todavía preferían morirse de hambre o protestar o quejarse.

Harlowe, aunque más instruido que yo, no podía hacer estos escritos, porque jamás había aprendido a disciplinar su letra, la cual, aunque de caballero, era tan enmarañada que nadie la entendía.