Me alojaron cuatro días en el cuartel y allí me fueron asignadas varias tareas menores y desagradables, las cuales no estaban en mi contrato, sin tener siquiera la satisfacción de poder llevar una chaqueta roja. Se me negó también un pase para salir del cuartel, no fuera que me sintiera tentado a desertar. El 18 de agosto, otros tres reclutas y yo, mandados por el cabo Buchanan, fuimos llevados a pie a una distancia de más de cien kilómetros de camino hasta Waterford, donde estaba estacionado entonces mi regimiento. De estos tres hombres, uno era un carterista reclutado en la cárcel de Dublín; otro, el dueño de un tabernucho cuyo único medio de escapar a sus acreedores había sido incorporarse al ejército. El tercero era un joven delicado, llamado Richard Harlowe, hombre de alguna ilustración que, evidentemente, debía su presencia entre nosotros a alguna desgracia personal; aunque en el mucho tiempo que duró nuestro trato jamás dejó escapar una palabra sobre sus antecedentes, y yo tuve siempre la delicadeza de no preguntárselos. Harlowe y yo entablamos una especie de amistad durante nuestra marcha, y yo le protegí contra los insultos de los otros dos reclutas que se sentían molestos porque tan fino caballero encontraba demasiado baja su compañía. Yo conocía algo del arte del pugilismo y les hice saber que cualquier ofensa dirigida a él la sentiría yo como si la dirigieran a mí mismo.
Nuestro camino pasaba por Timolin, Carlow, Kilkenny y Royal Oak. Era para Harlowe y para mí asunto de melancólico interés contrastar la magnificencia de las mansiones rurales de la nobleza y la clase media, y lo decoroso de las casas destinadas a sus empleados, con las sórdidas chozas de los desvalidos campesinos. Castle Belan, tres kilómetros más allá de Timolin, era un ejemplo: la residencia del conde de Aldborough. La casa, para cuya visita nos desviamos, estaba cerca de la confluencia de dos arroyos, el Greece y el Arrow; delante tenía un ancho prado que descendía gradualmente desde un plantío de abetos hasta la suave corriente del Greece, entre dos hileras de olmos y fresnos. El conde se hallaba entonces muy ocupado en la modernización de la casa, construida en el estilo sencillo que se usaba en tiempos de Jorge I; y estas obras, cuando estuvieran terminadas, comprenderían frutería, secadero, invernadero, nevera, capilla, teatro, faisanero, dos casetas de portero en cada una de sus seis entradas —once en total—, pilares de piedra y grandes muros. Cada entrada estaba a kilómetro y medio de la casa. Había aguas artificiales en los terrenos de recreo, además de los dos arroyos nombrados, a saber, albercas, canales, y pequeños lagos repletos de peces variados y con toda clase de aves acuáticas nacionales y extranjeras. El señor conde, además, había erigido una espaciosa taberna y se proponía construir cuarenta casas de labor con tejado de pizarra para los arrendatarios protestantes de su dominio exterior. Pero a dos o tres kilómetros de esta isla de opulencia, llegamos a un grupo de chozas de papistas construidas en el lamentable estilo antiguo, hechas de barda. No hubiéramos creído posible que existieran seres humanos en tan degradante pobreza, abandono, suciedad y miseria: lo cual era todavía peor a cuanto había visto de niño en el condado de Meath; en efecto, durante todos mis viajes subsiguientes, rara vez presencié ropa tan destrozada y harapienta ni rostros de animal tan verdosos y afligidos como éstos.
Un viejo desdentado con el cual hablamos nos dijo, entre otros detalles, que no había más de media docena de arados en toda la parroquia; que éstos eran alquilados por sus dueños a muy alto precio, pero que en su mayor parte el trabajo se hacía con el azadón. Los braceros eran pagados por su patrono titular, un rector ausente, no con dinero, sino con pequeñas parcelas de patatas de un acre cada una, por las cuales se les cobraban seis libras esterlinas al año, que pagaban con trabajo al precio de cinco peniques diarios. No comían pan, sino sólo patatas, hasta en los días de fiesta. A algunos de ellos se les permitía también, como caridad, el apacentamiento de una vaca. Esta servidumbre era agravada por su obligación de pagar diezmos (aunque ilegalmente) sobre las patatas y los pastos, para sostener una religión que oprimía y detestaba a los suyos. Cuando pasamos por allí había casi una plaga de hambre en la aldea, como solía ocurrir en los meses de julio y agosto, cuando las patatas de la cosecha anterior se habían acabado y las nuevas no habían madurado todavía. Los aldeanos se veían obligados a pasar con coles y ortigas hervidas y un poco de leche, así que, como solía ocurrir, muchos de ellos habían muerto de gripe. Pero una vez a la semana, cuando sus tiranos, el terrateniente y el eclesiástico, y otras gentes de pro se hallaban, camino abajo, en la iglesia —donde oficiaba un viejo cura— sangraban el ganado que engordaba con la hierba del verano para hacerse una comida dominical a base de budín negro. El terrateniente compraba los diezmos al procurador eclesiástico que —actuaba por el rector, y ambos sacaban provecho de la transacción. Los campesinos eran los esclavos del terrateniente y eran obligados a recoger su grano, su heno y su pasto de balde, y darle su trabajo y el de sus hijos cada vez que se les requería.
Yo le regalé al anciano una pieza de seis peniques, que él miró con júbilo y asombro. Nos aseguró con lágrimas en los ojos que era la moneda más grande que había visto nadie en la aldea desde Navidad; y tendría buen cuidado en llevarla a unos amigos que habitaban lejos de allí y cambiarla por piezas de medio penique, no fuera que el amo se enterara de su riqueza. Me deseó abundante prosperidad, salud, gloria, etc., oratoria de agradecimiento que yo corté en seco, observando que un fornido caballero venía en nuestra dirección, el cual tenía todo el aire y la complexión del cobrador de diezmos. El hombre se metió entre la maleza como una liebre y no lo vi nunca más.
En nuestro viaje pasamos por muchos lugares poco menos desventurados que éste.
El cabo Buchanan era hombre tormentoso. Pronto tuvo motivo de gratitud hacia Harlowe y hacia mí aunque no por eso mitigó su severidad hacia nosotros; pues justamente después del amanecer, en el granero donde nos alojamos, cerca de la ruinosa abadía de Craigenamanagh, desperté y vi a Brooks el Carterista levantarse secretamente y robar el contenido de los bolsillos de la chaqueta del cabo. Yo di la alarma, y el ladrón huyó a campo traviesa. Lo perseguí, pero él llevaba los zapatos puestos, mientras que yo iba descalzo. Hubiera escapado, de no haber arrancado Harlowe una estaca de la cerca, cogido y montado un caballo que pastaba en el campo, y abatido al fugitivo en los terrenos de la abadía. Brooks fue llevado durante el resto del viaje con las manos firmemente atadas a la espalda. Existía a la sazón una profecía corriente en aquellos lugares de que la antigua y hermosa torre octogonal de la abadía caería al fin el día en que el diablo pasara por Craigenamanagh. Pero tenía un aspecto bastante sólido.
A nuestra llegada a Waterford, el 24 de agosto, se nos puso en manos de un viejo sargento de instrucción llamado Fitzpatrick, que era un hombre notable por su devoción, teniendo en cuenta su profesión. Éramos dieciséis en su pelotón de reclutas, y la primera mañana el sargento Fitzpatrick se dirigió a nosotros en los siguientes términos:
—Jóvenes amigos, ahora que estáis a mi cargo os enseñaré a ser buenos soldados, si prestáis atención a mis instrucciones. El Noveno de Infantería, en el cual tenéis el honor de servir, es el mejor regimiento del ejército, excluyendo siempre el Veintitrés, o Reales Fusileros Galeses en el cual serví durante toda la guerra de los Siete Años. Porque, muchachos, un regimiento es como una esposa: uno se casa con ella para toda la vida y con ella se hace la misma carne, y no debe permitir jamás el menor reproche contra ella, ya que uno ama y estima la propia honra. Ocurre que yo soy hombre casado dos veces; el Noveno es mi segunda esposa y yo la honro como tal, pero no puedo ser infiel a la memoria de la primera. Los Reales Fusileros Galeses fueron siempre el cuerpo más valeroso del ejército del rey, y el más gallardo en los desfiles; y lo que es más, nosotros combatimos en Fontenoy, Dattingen y Minden bajo la mirada conductora del Señor de las Alturas y la inspiración de su santo, el reverendo Charles Wesley. Pero el Noveno es igualmente un regimiento de primera.
»Comprended, pues (es una orden): el Noveno de Infantería ha de ser para vosotros el non plus ultra de la perfección marcial, y lucharéis con todas vuestras fuerzas para que siga siendo así.
»Luego, mis valerosos jóvenes, poned mucha atención a lo que yo os diga. Ésas son mis instrucciones respecto de vosotros, a saber:
»Al recluta se le enseñarán los varios deberes del soldado, por etapas graduales y regulares, como sigue:
»Primero: se formará su cuerpo, se desterrará el aire de payaso, y el recluta adquirirá un porte varonil y marcial.
»Segundo: aprenderá a marchar con soltura y gracia, y se le enseñará el paso.
»Tercero: el manejo de las armas y el ejercicio manual.
»Cuarto: aprenderá a hacer fuego y la táctica de pelotón.
»Quinto: aprenderá a disparar con puntería.
»Ahora, en la primera etapa, tenéis que aprender de mí la verdadera posición del soldado: os fijaréis en mí y me imitaréis. Debéis mantener vuestro cuerpo erguido sin forzarlo. Observad, mis tacones están juntos y formando una línea, las puntas de mis pies un poco hacia afuera, mi vientre más bien metido hacia adentro que al contrario, mi pecho saliente, mis hombros cuadrados y hacia atrás, mis manos colgadas a lo largo de las piernas con las palmas contra los muslos. Observad especialmente mi cabeza: cómo está vuelta un tanto hacia la derecha, a fin de poner el ojo izquierdo en línea recta con el centro del cuerpo, la mirada dirigida hacia un objeto a la derecha…, la camisa de la esposa del soldado que cuelga allá, en aquella cuerda.
»Ahora, valerosos jóvenes, vamos a ver; a comenzar con suerte. Poneos en fila junto a la pared, el más alto a la derecha y el más bajo a la izquierda.
Nos puso contra el muro, tocándolo con los tacones, las pantorrillas, los hombros, la espalda y la parte de atrás de la cabeza más las palmas de las manos, y allí nos mantuvo de pie, después de corregir nuestra posición con severos juicios sobre nuestra torpeza, durante quince o veinte minutos. El término «hijos del viernes» era su insulto más solemne, por el cual intentaba darnos a entender que todavía formábamos parte del gran reino animal que comprendía a los osos, los asnos, los mulos, los perros y los orangutanes. Éstos fueron creados por el Todopoderoso en el quinto día, viernes, antes de perfeccionar al hombre el sábado por la tarde, y descansar el domingo por la mañana. Teniendo entonces un público inmóvil, fijo ante él, nos predicaba sobre la excelencia de la disciplina militar en la modelación del hombre para el deber y el general decoro, cómo forma no sólo buenos soldados, sino buenos ciudadanos y súbditos para beneficio de la comunidad. A veces en estas alocuciones su elocuencia lo arrebataba, mientras nosotros esperábamos, luchando contra el desfallecimiento, en nuestra postura erecta, esperando a que terminara su sermón, lo cual rara vez hacía sin que el nombre del reverendo Charles Wesley fuese introducido en él.
Hay que observar que el reverendo Charles Wesley y el reverendo George Whitefield, ambos metodistas, habían sido muy perseguidos en sus primeros viajes como misioneros en toda Irlanda y particularmente por clérigos que eran también jueces de paz: el Gran Jurado de Cork rindió en 1749 un memorable informe al efecto de que «Hallamos que Charles Wesley es una persona de mala fama, un vagabundo, y un perturbador de la paz de Su Majestad; y rogamos que sea deportado». Sin embargo, el efecto de sus severas enseñanzas sobre las tropas estacionadas en Irlanda fue aprobado por los oficiales que las mandaban, ya que conducían a un buen comportamiento y a una mejor disciplina; y la persecución cesó. Se ha dicho que el verdadero vencedor de Minden no fue Fernando de Brunswick, sino el propio Charles Wesley, cuya inspiración hizo de nuestros regimientos algo comparable a los ironsides de Cromwell.
En vez de golpearnos sobre los hombros con un bastón, como hacen la mayoría de los sargentos de instrucción, para corregir las faltas de los reclutas, el sargento Fitzpatrick nos castigaba en lenguaje bíblico. Pero si esto no bastaba, daba la orden:
—¡De rodillas! —Y luego decía—: Ahora, rogaréis a Dios humildemente y al unísono que os dé voluntad y fuerza para llegar a ser buenos soldados de Cristo y del rey Jorge. —Orden que temamos que obedecer, murmurando las palabras tras él.
Cuando Smutchy Steel, el tabernero, mirando hacia su izquierda con el rabillo del ojo, vio a su camarada Brooks el Carterista, rezando según se le mandaba, soltó una carcajada, y el sargento Fitzpatrick montó en cólera. Cogió a Steel por el cuello, lo levantó en el aire, aunque era un tipo pesado, y lo hizo salir a empellones del terreno con tanta fuerza que sus tacones apenas parecieron arañar la grava; y lo arrojó, más que entregó, a la Guardia Principal. Smutchy Steel fue instantáneamente confinado y se pasó el resto del día en una oscura celda, a pan y agua.
—Bueno, mis bravos soldados —gritó el sargento, volviendo con el rostro encendido—, ya habéis visto el rápido destino que sobreviene al hombre que osa interrumpir vuestras oraciones. ¡De pie, levantaos! Ahora que estáis reconfortados por la oración, es oportuno que intentéis la media vuelta a la derecha, media vuelta a la izquierda, vuelta entera a la derecha. Por consiguiente, observadme con atención. A la derecha. Primero, colocad rápidamente el empeine del pie derecho detrás del tacón izquierdo.
Esta oscura celda, o Pozo Negro, era un lugar aprobado por las ordenanzas militares generales: sin embargo, el general ayudante ordenó que, aunque fuera todo lo oscuro y deprimente posible, el Pozo Negro estuviera exento de humedad y fuera provisto de paja limpia una vez a la semana.
Fue para nosotros una desgracia el que no continuáramos mucho tiempo bajo la instrucción del buen sargento Fitzpatrick: resultó envenenado por unos mariscos con los que, con el tiempo excesivamente caluroso que entonces prevalecía, debió tener cuidado, y a duras penas escapó con vida, habiéndose hinchado alarmantemente su rostro y extremidades. Su cargo fue dado a un sargento que de mote se llamaba Harry el Mortal, por su extravagante modo de jurar, el cual completó nuestra primera fase de instrucción, que era de veintiún días.
—Oh, tú, malvado retoño de un puerco de Drogheda y una camarera de Belfast —le gritaba al joven Harlowe, para el cual reservaba los reproches más selectos—. Otro paso en falso y te arrancaré los hígados con mis propias manos, ¡por el Sagrado Hisopo que sí! Me los comeré crudos con sal, y me gustarán, así se hunda la tierra.
Nos enseñó la marcha lenta o de desfile, de setenta pasos por minutos, sincronizándonos con un reloj de plata abollado, y la rápida, de cien pasos por minuto. La longitud del paso había de ser exactamente de dos pies cuatro pulgadas, de tacón a tacón, y nos ataba las piernas con correas para que no pudiéramos excedernos de esa medida. Él mismo hebillaba estas tiras y disfrutaba apretándolas tanto que oprimían dolorosamente la carne. Esta crueldad provocó nuestra indignación, pero éramos demasiado prudentes para protestar ante un oficial. Al final del período, habiendo al fin, en opinión del capitán que vino a inspeccionarnos, rectificado lo más prominente de nuestra torpeza, cada uno recibió su uniforme del regimiento —chaqueta, chaleco, calzón, sombrero— y un mosquete Tower con su bayoneta y una baqueta. Este mosquete, que pesaba quince libras, era un arma de fiar, aunque muy imprecisa a una distancia mayor de cincuenta pasos; y el pedernal amarillo que venía con él servía sólo para quince tiros; el pedernal negro usado en las escopetas de los caballeros, con el cual fueron dotados después los ejércitos americanos tomándolo de una rica veta de Ticonderoga, servía para sesenta. Por la pérdida de un mosquete se nos ponía una libra y diez chelines de multa; por una bayoneta, cinco chelines; y por una baqueta, dos. El conjunto de lo que necesitábamos, valorado en tres libras esterlinas, puede ser interesante para el lector que quiera compararlo con el de los tiempos presentes, en que los hombres llevan pantalones, botas y pelo corto. Comprendía tres camisas, dos corbatines blancos, un corbatín negro de pelo con grapas de cobre, tres pares de calcetines de hilaza blancos, tres pares de calcetines de lino encerados para llevar en la marcha bajo los botines, un par de estos mismos botines, dos pares de polainas de lino negras, un par de polainas largas de lana, un par de calzoncillos de lino, un gorro rojo, una escarapela, una mochila, una barjuleta, un par de hebillas de zapatos y otro de hebillas para las ligas, un par de ligas negras de cuero, dos pares de zapatos, y una máquina para cortar y guarnecer sombreros. Además, llevábamos una cartuchera, con capacidad para veinticuatro disparos de bala y pólvora, que no se debían usar sino en caso de necesidad; para el servicio ordinario tendríamos que hacer nuestros propios cartuchos y fundir nuestras propias balas. Llevábamos también dos pedernales de repuesto, un saco de pólvora, una resma de papel blanquipardo, un carrete de bramante, tres gatillos de mosquete de repuesto, una docena de alfileres de rosca, tres cazoletas de repuesto, seis baquetas de hierro, un molde de bala, un molde de cartucho, un cazo de hierro para fundir plomo, un sacatrapos para extraer cartuchos muy ajustados a las recámaras y un obturador. Una libra de plomo, media pinta de pólvora y un metro de papel servían para hacer unos quince cartuchos.
Luego, se nos enseñó a saludar a un oficial del ejército o de la marina, parándonos en posición de firmes, mirándoles de frente y, al mismo tiempo, quitándonos el sombrero con la mano izquierda y dejándola caer con elegancia hacia el lado. Estos sombreros eran anchos y pesados, no doblados en tres puntas, como en los tiempos de las guerras alemanas, sino solamente por delante y por detrás, así que no daban sombra a los ojos, ni protegían contra la insolación. Las gorras altas, que llevaban las compañías de granaderos, eran más ligeras y al mismo tiempo más nobles de aspecto.
Así preparados, marchábamos todas las mañanas del cuartel al terreno del juego de bolos, cerca del puerto, a practicar el ejercicio manual. Aprendimos a ponernos firmes, llevar las armas al hombro, presentar armas, calar las bayonetas, ir a la carga con ellas y, finalmente, cargar y disparar con bala. Se nos daban cuatro horas diarias de instrucción.
Las voces de mando y las instrucciones que acompañaban estos ejercicios pueden tener interés y, por tanto, detallaré como un ejemplo las instrucciones de carga que entonces se usaban. (Al empezar, se baja el arma a la primera posición, y a medio ángulo.)
¡Sacar el cartucho! Se extrae el cartucho diestramente de la bolsa con la mano derecha. Se lleva a la boca, se sujeta entre el índice y el pulgar. Se arranca la tapa con los dientes.
¡Cebar! Se vierte un poco de pólvora en la cazoleta del mosquete. Se cierra la cazoleta con los tres últimos dedos. Se sujeta el cuello del arma con los mismos dedos.
¡Cargar! Se gira hacia la izquierda sobre ambos tacones, de modo que la punta del pie derecho apunte directamente hacia el frente y el cuerpo quede un poquito hacia la izquierda, llevando al mismo tiempo el arma al lado izquierdo sin bajarla. En esta posición momentánea se deberá estar casi perpendicular (teniendo tan sólo la boca del cañón un poco hacia adelante) y, tan pronto como se haya estabilizado en esa posición, se bajará al instante hasta dos pulgadas del suelo, la culata casi trente al tacón izquierdo, y el arma misma un poco inclinada y directamente hacia el frente; con la mano derecha se coge, al mismo tiempo, el cañón por la punta, para afianzarlo. Se derrama entonces el resto de la pólvora del cartucho en el cañón, poniendo luego el taco y la bala. Se coge el extremo de la baqueta con el índice y el pulgar.
¡Fuera la baqueta! Se saca la baqueta hasta la mitad y se la coge por el medio. Se la saca enteramente y, haciéndola girar con toda la mano y el brazo extendido, se la introduce una pulgada en el cañón.
¡Atacar el cartucho! Se empuja la baqueta hacia abajo, sujetándola, como antes, exactamente por la mitad, hasta que la mano toca la boca del cañón. Se deslizan entonces el pulgar y el índice en el extremo superior, sin dejar caer la baqueta más abajo en el cañón. Se empuja el cartucho bien hasta el fondo. Se le da dos golpes rápidos con la baqueta.
¡Calar la baqueta! Se devuelve la baqueta a su lugar, se golpea con destreza el extremo del cañón, a fin de que aquélla y la bayoneta se fijen en su posición.
La primera posición variaba según las filas. Para la primera fila del pelotón, que se hincaba sobre la rodilla derecha cuando había que disparar, esta posición se fijaba a la altura del cinto; para la fila del centro, era a la mitad del estómago; para la fila posterior, que se movía un paso a la derecha, era cerca del pecho. El arma se mantenía horizontal en todos los casos. Para disparar, las órdenes eran ¡Preparados, apunten, fuego! Un pelotón instruido podía hacer dos descargas en el espacio de un minuto, después de recibir órdenes, y los movimientos llegaban a ser tan mecánicos que yo he visto a un hombre que se había quedado sin sentido en el campo de batalla, por un golpe recibido en la cabeza, seguir sin embargo cargando y disparando con perfección y disciplina; aunque no pude determinar la precisión de su puntería.
Estas instrucciones eran sencillas en comparación con las viejas voces de mando que, explicadas, colgaban en un cuadro en el cuarto de nuestro sargento, mostrando una fecha de noventa años atrás: cuando el arma se disparaba con una mecha, sin pedernal ni gatillo, y descansaba sobre una horquilla o soporte. Las órdenes para cargar, disparar y volver a cargar un mosquete eran, en sí mismas, un largo sermón.
Pero en la actualidad se han hecho muchos adelantos en esta materia; las órdenes son más expeditivas, de modo que sólo se daban diez voces de mando durante el mismo ejercicio.