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Hay más de un modo de contar una historia. Acaso pudiera yo zambullirme de lleno, como hace Homero —a quien he leído en una traducción— in media res empezando con mi llegada a la ciudad de Quebec en mayo de 1776, cuando hacía ya un año que se estaba librando la guerra americana; y referir la historia desde ese punto hacia atrás hasta alcanzarlo de nuevo. Pero considero más propio de un trabajador y un soldado emplear el método siguiente; ante todo, relatar algunos detalles de los primeros años de mi vida y el servicio en tiempo de paz en el ejército inglés de Irlanda; luego, antes de llegar a mis experiencias en la guerra, aventurarme a una relación general de sus orígenes y comienzos. En esto me tomaré la libertad de señalar una grave laguna histórica: la falta de una exposición imparcial de los más minuciosos pero no menos importantes acontecimientos de la guerra que, como muelles secretos de un reloj, actuaron sobre el péndulo visible e hicieron girar públicamente las manecillas del tiempo. El único intento en este sentido de que tengo conocimiento es una obra publicada en América y escrita por un miembro del Congreso, pero la encuentro excesivamente parcial.

Oí por primera vez el nombre de América a mi padre, industrioso comerciante dublinés que negociaba principalmente con artículos para marineros, al llegar a nuestra ciudad la noticia de la ocupación de Quebec por los ingleses, que se la arrebataron a los franceses mandados por M. de Montcalm. Esto fue en noviembre de 1759, el año de las victorias, cuando yo apenas tenía cuatro años. Gran ovación y griterío se oyó en nuestra humilde calle, que se hallaba contigua al puente de Arran en el río Liffey, porque era una calle protestante y había otra victoria que celebrar sobre los papistas de nuestra vecindad. Mi hermano mayor, Tom, llegó dando brincos con la noticia, empuñando una vara de espino, dando hurras y agitando en el aire su gorro de lana. Pero mi padre, después de enterarse de que el valeroso y afable general sir James Wolfe, que había sido intendente general de las fuerzas en Irlanda hacía solamente un año, había caído en la hora de la victoria, reprobó severamente el entusiasmo de Tom. Le hizo sentarse tranquilamente en un taburete y escuchar una lección geográfica sobre el tema de Norteamérica que, dijo mi padre, era ya enteramente nuestra, y para siempre. Ésta fue, digo, la primera vez que oí hablar de América, y el nombre venía, por consiguiente, revestido para mí de solemnes asociaciones de gloria y de pesar. Mi padre, debo observar, era hombre de abundantes lecturas que fuertes facultades intelectuales innatas le habían permitido digerir y metodizar; pero no era hombre piadoso y no me dio una educación religiosa regular, aunque me enseñó pronto a leer, contar y escribir con buena letra.

Durante muchas semanas después, el juego favorito en nuestro patio trasero fue la Captura de Quebec, en el que mis hermanos desempeñaban el papel de las avanzadas suicidas inglesas, que escalaron las colinas de Abraham (un manzano envejecido) hacia la parte alta de Quebec (el tejado de una cabaña de madera), donde dos de mis hermanas y yo hacíamos las veces del ejército francés. Tom era el mayor, y yo el menor de una familia de once personas, de las cuales cuatro eran varones. Al año siguiente Tom sacrificó su vida en defensa de su país, muriendo a consecuencia de una herida que recibió a bordo de una fragata inglesa, durante un combate en el canal de la Mancha. Mi padre se sintió muy afligido por la noticia, que se llevó de su boca el dulce sabor de la victoria perpetua, dejando sólo amargura. Hasta entonces había tenido la costumbre de llevarme todos los domingos por la tarde a lo largo de la muralla norte y describirme, del modo más interesante y familiar, el último encuentro naval de que tenía noticias, haciendo una pausa de vez en cuando para ilustrar las maniobras de Jos buques con marcas hechas en el lodo. Empleaba la punta de su bastón, curiosa pieza de marfil retorcida que había sido la lanza de un pez espada. Pero a partir de entonces eso se acabó. Un día le pedí:

—Padre, cuéntame una batalla.

Él meneó la cabeza y las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Ah, Gerry —repuso—, hijo mío, veo que tu corazoncito se ha encendido con mis relatos. Pero sólo te conté esas cosas para formar tu juicio; no quisiera verte convertido en un hombre de armas. He perdido ya a un buen muchacho combatiendo por su patria. No hablemos más de batallas.

Un año o dos después, mis otros dos hermanos (así como mi hermana favorita) murieron de viruelas, de modo que me convertí en el único hijo varón de la familia. Yo mismo estuve a punto de ser llevado con ellos, y habiéndome recobrado inesperadamente fui por algún tiempo tratado con tanto consentimiento y mimo por mi madre, que me torné obstinado; y cuando mi padre comenzó de nuevo a disciplinarme por mis faltas, se despertó en mí un gran resentimiento. Me encaré abiertamente con él, obligándolo a emplear una disciplina todavía más severa. Mi madre se puso de mi parte, pero secretamente, porque en cierto modo temía a mi padre, que era hombre vigoroso de cuerpo y de un temperamento difícil de gobernar.

Yo visitaba asiduamente los embarcaderos del Liffey, y pronto adquirí el arte de trepar a los mástiles de las embarcaciones por allí fondeadas. Un día, a la edad de seis años, estuve a punto de perecer por imitar los actos de algunos muchachos mayores que aquella misma mañana había visto quitarse las ropas y saltar desde la escalera del viejo muelle, en el lugar donde está ahora el nuevo edificio de la aduana. Pero mientras que los otros muchachos habían saltado al río con la marea baja, cuando la corriente no les llegaba más que hasta la cintura, yo inadvertidamente escogí un momento en que el agua tenía diez pies de profundidad. Descendí al fondo como una piedra y, con las piernas hundidas en el lodo hasta las rodillas, quedé aprisionado. Infaliblemente hubiera perecido a no ser por uno de los clientes de mi padre, que pasaba con un compañero en aquel momento y que era un experto nadador. Observando, después de un rato, que yo no aparecía de nuevo en la superficie, saltó de inmediato al agua y me sacó, casi muerto. Estaba inconsciente; pero este excelente hombre me tendió en el suelo al sol y él se tendió junto a mí. Puso su boca en la mía y sopló, cerrando mis fosas nasales con una mano, mientras que con la otra expelía el aire oprimiendo mi pecho. Luego, llamando a su compañero para que continuara el tratamiento, me dio también un enema, soplando humo de tabaco al interior de mis intestinos con el tallo roto de su pipa; y luego me frotó el vientre con el pañuelo que llevaba al cuello. El último remedio de esta serie fue un polvo de rapé en las fosas nasales; estornudé, vomité y así recobré penosamente los sentidos.

Esta aventura, lejos de apartarme del agua, despertó en mí el deseo de aprender a nadar; y después de algún tiempo me hice tan experto, que saltaba de cabeza al río desde los baupreses y las cofas de los barcos. En verano me encantaba también flotar en el mar, en la desembocadura del río, permaneciendo rígido y recto, y dejándome hundir hasta que el agua entraba en mis oídos, entregándome así a la discreción de las olas. Podía permanecer durante varias horas en el agua, de este modo, y con frecuencia continuaba hasta que me sentía amodorrado y dormitaba, a ratos, mientras flotaba. Recomiendo la natación a la nueva generación como ejercicio de lo más saludable, e inmensamente más útil que muchos de los que ahora se enseñan a muy alto costo.

Mi espíritu estaba todavía poblado de batallas navales y la vida del mar en general, y puesto que mi padre no nutría ya mi fantasía, trataba yo de persuadir a los marineros que venían a la tienda de que me contaran sus experiencias en la guerra. A mi padre le disgustaba esta curiosidad mía. Por consiguiente, un domingo por la mañana, me cogió de la mano y dijo:

—Ven, Roger, mi díscolo hijo; hoy iremos más lejos que de costumbre. Vamos a visitar a los Cuatro Roger.

No concebía yo qué quería decir con este juego a costa de mi nombre, y esperaba encontrarme con… Apenas sabía con quién; tal vez con cuatro compañeros de juego. Me llevó a lo largo de la muralla sur y cerca del palomar en la dirección del faro, hablándome de las penalidades y peligros de la vida marinera, y extendiéndose a mi carácter rebelde. Al fin señaló hacia unos grandes objetos que pendían sobre mi cabeza y dijo con solemnidad:

—Ahí cuelgan los Cuatro Roger; y tú, mi díscolo hijo, ten cuidado, no llegues a ser el quinto. Pues tus inclinaciones actuales te están llevando directamente hacia estas herrumbrosas cadenas.

Los cuatro hombres ahorcados, cuyos cuerpos desgarrados y en descomposición la brisa balanceaba sobre mí, en la horca (como terribles ejemplos para el pueblo de Dublín en general y para mí en particular), eran Peter M’Kinley, contramaestre; George Gidley, cocinero; Richard St. Quintan y Andrew Zikerman, marineros.

—Estos rufianes —dijo mi padre— conspiraron y mataron al patrón, al segundo y al grumete de un barco mercante, el Earl of Sandwich (frente a Orotava, cargado de vino, piezas de a ocho españolas, polvo de oro y joyas), y también al capitán Giles, su esposa, su joven hija y un criado. Entonces alteraron la ruta del barco, que iba rumbo a Londres, y desembarcaron a unas cuantas leguas de Waterford, donde trasladaron el tesoro a una lancha y dejaron el Earl of Sandwich con su porta de lastrar abierta para que se hundiera, como rápidamente ocurrió, junto con dos grumetes que los muy bárbaros dejaron a bordo. Los cuatro vinieron luego a Dublín y por algún tiempo vivieron con gran lujo y cometiendo muchos excesos. Sin embargo, el barco salió a flote y unos días después llegó a la orilla, cerca de Waterford. El que no se encontrara ningún desperfecto en su casco ni en sus mástiles dio mucho que cavilar; y cuando M’Kinley llevó a un platero de Dublín una partida de piezas de a ocho por valor de trescientas libras se sospechó de la conspiración. Luego los cuatro criminales fueron atrapados, y los cuatro confesaron, por separado, haber cometido este horrendo crimen.

Añadió muchos y vividos detalles a la narración, con los que no cansaré a los lectores, aunque permanecen todavía indeleblemente impresos en mi mente.

Ésta fue la primera vez que vi un cadáver, y me causó tal alarma y disgusto (su carne se estaba desintegrando y sus anatomías se marcaban claramente bajo las ropas desgarradas), que sin poder decir palabra comencé a gimotear y pedí que me llevara a casa. Aquella noche no pude dormir, y al día siguiente me hallaron temblando con una fiebre alta. Cuando ésta me dejó, no me quedaban deseos de participar en la vida del mar, ya que en el colmo de mi delirio me imaginé ser un grumete que era succionado hasta el fondo del mar con el barco; y este sueño se repitió varias veces en los años siguientes.

A la edad de once años fui tomado a cargo de un joven de quince, llamado Howard, para permanecer seis semanas en una aldea de West Meath: en casa de su tío, Mr. William Howard, comerciante de la calle Jervis y amigo íntimo de mi padre. Yo jamás había salido de casa de mi padre ni había vivido en el campo, y la experiencia fue deliciosa para mí, aunque me sorprendió la lastimosa condición en que vivían estos campesinos. Su única comida consistía en patatas y suero de mantequilla, y sus pequeñas y humosas cabañas parecían, más que habitaciones para albergar seres humanos, cubiles apropiados para cerdos y aves de corral. El primer día que estuve en esta aldea regalé un pedacito de azúcar candi a un harapiento muchacho campesino de mi edad: acto por el cual el viejo Mr. Howard me censuró, diciendo que el niño jamás había probado tal golosina. Dársela a probar era cruel, ya que creaba un nuevo apetito y hacía así que se sintiera insatisfecho con su suerte. Mr. Howard era un caballero muy religioso, pero recuerdo que se oponía vigorosamente a un proyecto, patrocinado por el rector de la parroquia más cercana, de crear una escuela dominical para los niños pobres: se basaba en la misma razón, que el educarlos por encima de su estado, llevando inquietud a sus almas, les perturbaría. Tal vez tuviese razón, pues a pesar de todo parecían un pueblo feliz y contento; y no obstante el aspecto desteñido de sus rostros, que pudiera atribuirse a la constante exposición al humo de turba, eran bastantes robustos de cuerpo. «Yo los envidio —suspiraba Mr. Howard—, los envidio con todo mi corazón. Ningún viejo entre ellos padece de gota, dolencia que a mí me está matando lentamente.»

Se me aceptó allí como el dependiente y recadero del hijo de Mr. Howard, que era un año mayor que su primo y acababa de obtener un nombramiento en el Cuarto Regimiento, entonces destacado en Boston, América. A mí me parecían caballeros de gran porte, y pronto aprendí las últimas blasfemias, así como la moda londinense de hablar, para gran diversión de ellos. El hijo de Mr. Howard se tenía a sí mismo por un gran esgrimista, y lo mismo le ocurría al sobrino, y juntos me enseñaron los rudimentos de la esgrima. Yo me enorgullecía de conocer este elegante arte, que adopté muy seriamente a mi regreso a Dublín, aunque no estaba en consonancia con mi estado social. Hasta abrigué la idea de llegar a ser un duelista profesional, como los que en aquella época alquilaban algunas personalidades para que se batieran por ellas. Los dos primos Howard se divertían al mismo tiempo poniéndome sobre un caballo fogoso, a fin de verme lanzado al suelo; pero yo conseguía mantenerme sentado, y al poco tiempo, por mi perseverancia, me convertí en un jinete bastante experto, pudiendo incluso saltar pequeñas cercas y zanjas.

El hijo de Mr. Howard estaba satisfecho con mis servicios y halagado por mi devoción, que casi rayaba en la adoración. A instancias mías, escribió a mi padre preguntándole si podía llevarme consigo a América. Mi padre estaba dispuesto a acceder a esta inusitada petición, pues yo le había causado muchos problemas en casa; pero resultó imposible conseguir en el Catorce un lugar para un muchacho de tan corta edad. Me vi obligado a quedarme en casa, y esto me causó mucha aflicción. Entonces resolví irme a América a toda costa y lo más rápidamente posible, con el fin de volver junto a mi héroe. Lo que siguió a continuación es una especie de historia familiar, y por consiguiente pasaré por alto los pormenores: cómo un niño aventurero va al capitán de un barco que parte para las Indias o América y le pide que lo enrole. El capitán ríe o le dice al muchacho que se vuelva a su casa, o bien (lo que ocurre con más frecuencia) lo enrola y luego lo delata a su padre, pidiendo una cantidad de dinero por libertarlo. El mío fue el caso más común. Mi padre pagó el rescate, y se cobró el tributo con un grueso palo.

En aquel período, la administración de justicia estaba muy relajada en la ciudad de Dublín. Era casi imposible para las personas cruzar ciertas partes de la ciudad (particularmente los domingos por la noche) sin tropezarse con los más violentos y a veces peligrosos asaltos. Las calles Lower Abbey y Marlborough, en la parte norte de la ciudad, y la Long Lañe cerca de la calle Kevin en el sur, eran los lugares de cita general de la ley del Garrote, como se le llamaba vulgarmente. Tipos arrojados y salvajes solían reunirse y formar en orden de batalla según sus inclinaciones religiosas: luego se apaleaban unos a otros con garrotes de espino, que manejaban muy bien, sin mostrar clemencia ni remordimiento.

En caso de muerte, que era frecuente, rara vez se descubría al asesino. Sólo en una ocasión, que yo recuerde, fue aprehendido un individuo y juzgado por el poder civil. El hombre no negó haber descargado el golpe mortal ni dio muestras de sentirse acongojado, alegando que era una costumbre antigua y que se hacía con ánimo deportivo. Se presentaron entonces pruebas de que el cráneo de la víctima era particularmente delgado, y el jurado, después de retirarse a deliberar, instantáneamente emitió el veredicto de «inocente», anunciando el presidente con mucha solemnidad que «un hombre de formación craneal tan antiirlandesa no tenía derecho a circular por la calle de Lower Abbey un domingo a las cinco de la tarde».

Yo no tomaba parte en estos encuentros. Como esgrimista consideraba que el garrote de espino tenía poca categoría para mí, pero con frecuencia me detenía a presenciar la batalla desde lejos, espada en mano, no fuera a verme envuelto en una carga de los papistas. Mi único pesar era que en mi medio no encontraba suficientes adversarios armados con mi propia arma para mantener la práctica; los asuntos de honor que requerían la intervención de la espada eran una prerrogativa de las más altas capas de la sociedad.

Después de cumplir diecisiete años, cuando llevaba dos años empleado como escribiente en la contaduría de un respetable fabricante de velas y jabón, me sentí cansado de mi suerte. Era para mí un continuo pesar el que los medios y el interés de mi padre fueran insuficientes para procurarme un nombramiento en el ejército, para el cual me consideraba apto por naturaleza. Leí varios tratados sobre estrategia e ingeniería militar, pero esta práctica no parecía tener objeto y desistí. Pensé entonces en persuadir a mi padre para que me dejara cambiar de empleo y aprender cirugía en los hospitales, a fin de poder llegar a ser médico militar. Pero él se negó a acceder incluso a esta petición. Mi disgusto hacia la fabricación de velas fue en aumento, y me acogía a cuantas distracciones de orden novedoso me ofrecía la ciudad. La gallera situada fuera de los cuarteles era mi lugar favorito, y allí llegaba a arriesgar hasta media guinea por un animal de pelea, aunque mi sueldo no me permitía exponer ni una pieza de seis peniques.

Un día memorable, el 10 de agosto de 1773, me desafiaron a apostar contra esa extrañeza que es un gallo-gallina —es decir, un gallo con plumaje semejante al de una gallina— que había de enfrentarse con un famoso colorado de alas rápidas, propiedad de un tambor de la guarnición, que había ganado seis buenas peleas en una función. Ofrecí ponerle un chelín, que era lo único mío que llevaba en el bolsillo, pero esto fue considerado insuficiente por el retador, un tipo perverso de negras cejas y rostro pálido, que llevaba un pequeño gallo gris debajo del brazo. Así que me atreví a arrojar sobre la mesa una guinea que mi padre me había confiado aquella tarde, la cual debía llevar a un sastre como liquidación de una deuda. El gallo de alas rápidas, después de mucho agacharse y escapar, resolvió atacar al gallo-gallina, pero con tan evidente alarma y desánimo frente a lo que le parecía un ave del sexo opuesto disfrazada con espolones, que el gallo-gallina cometió estragos con él: primero desgarrando su garganta y después, cargando de firme, de un espolonazo en la cabeza.

Recientemente me había visto obligado a empeñar mi espada y un sombrero adornado debido a similares desgracias en el juego, y no me quedaban otros recursos para ocultar mi malversación. Estoy seguro de que si me hubiera puesto en el papel de hijo pródigo y hubiera ido a mi padre y dicho, cayendo de rodillas, «Padre, he pecado contra el cielo y ante ti, y no soy digno de llamarme hijo tuyo», él me hubiera regañado, pero perdonado una vez más. Mas el orgullo no me permitió esta actitud cristiana, ni el recuerdo de la suya, despectiva y bien intencionada, respecto de mis conocimientos gallísticos. En vez de regresar a casa, me dije: «Ya soy un hombre, y así como no temo a la maldición de un padre, no tengo necesidad de su bendición. ¡Al diablo con mi padre, la guinea, el sastre, el bribón de grandes cejas, y ese ladrón del gallo-gallina! Todavía tengo un chelín para apostarlo a la última pelea.»

Esta pelea fue entre el pequeño gallo gris y otro de la misma raza, pero de alas más bien oscuras. Terminó en confusión, clamando la compañía que el «tipo moreno de la mandíbula grande» había quebrantado las reglas. Cayeron sobre él en masa, pero consiguió salir ileso del tumulto y se precipitó calle abajo, con el gallo gris bajo el brazo. Yo me quedé con mi chelín y terminó el espectáculo. Entonces me dije: «El diablo se los lleve a todos. Todavía tengo un chelín para pagar un whisky de centeno; por menos de la mitad se puede emborrachar uno como una cuba.»

Pronto me encontré en la taberna frente a la puerta del cuartel bajo, pidiendo un whisky de centeno y sacando pecho. El sargento Jenkins, que regentaba la casa, era un sargento de reclutamiento. Advirtió que lo alto de mi cabeza sobrepasaba la línea de tiza bajo el dintel que marcaba cinco pies seis pulgadas y media, altura por debajo de la cual, en aquel tiempo, no se permitía alistar ningún soldado. Por consiguiente trató de halagarme y me dio otro trago, esta vez a expensas de la casa. Siguió luego una minuciosa indagación sobre mi estado de salud: ¿había sufrido alguna vez de ataques de nervios, tenía hernia, veía bien de los dos ojos? Yo le satisfice en estos particulares sin pararme siquiera a considerar la razón de sus preguntas, y él comenzó a darme palmadas en los hombros y a elogiarme:

—Ya, todo un hombre, alto, recio, bien formado: la hechura debida, ¡exactamente el talle debido!

Recordaba de tal modo a un viejo campesino elogiando un cerdo a punto de ser enviado al mercado, que me reí en su cara. Sin embargo, él se unió a la risa de buena gana, y pronto me vi con una notable borrachera en el cuerpo. En el término de media hora me había llevado ante un juez de paz, donde me hizo prestar juramento; y, ¡oh!, heme ahí, recluta del Noveno Regimiento de Infantería de Su Majestad el rey Jorge, entregado al fin a una carrera marcial.

Pero el sargento Jenkins estaba, él mismo, un poco borracho, y no consideró que yo estuviera alistado en buena forma hasta que, después del acontecimiento, me espetó el acostumbrado discurso de reclutamiento con las siguientes y manidas frases:

—Todos los que aspiran a héroes y hombres de valor —entre los cuales yo le incluyo a usted, Mr. Lamb— cuyo espíritu está por encima de toda lisonja y trato interesado, y que sienten la inclinación de hacerse caballeros llevando armas en el Noveno Regimiento de Infantería de Su Majestad, mandado por el magnánimo general lord Ligonier, deberán presentarse en buen orden de fila a la mesa de enganche donde cada caballero voluntario será generosamente empleado y honrosamente agasajado y donde se le asignará paga y buen alojamiento. Además de lo cual, caballeros —incluyéndolo a usted, Mr. Lamb—, para su mejor y ulterior presencia de ánimo, recibirán una guinea de oro por adelantado, y además una corona para beber a la salud de Su Majestad el rey Jorge. Y cuando vayan a incorporarse a su regimiento, deberán llevar nuevos sombreros, gorras, armas, ropas y equipaje y todo lo que es necesario y conveniente para completar un caballero soldado. ¡Dios Salve a Sus Majestades, y victoria a sus armas!

—¡Hurra! ¡Hurra! —exclamé con fervor, estrechando su mano.

Cuando desperté a la mañana siguiente, me sentía asqueado y afligido por lo que había hecho; pero un par de tragos más de whisky pronto me levantaron el ánimo y pude ir a casa de mi padre, acompañado del sargento Jenkins, a informarle cortésmente que me había incorporado al servicio. Le devolví la guinea con el dinero que había reunido al alistarme, y le prometí saldar otra pequeña deuda con la venta de mis ropas civiles tan pronto me fuera asignado el uniforme del regimiento. Mi padre recibió la noticia bastante bien, me cogió la mano y me deseó buena suerte en mi nueva vida, ya que tan notoriamente había fracasado en la anterior. Es curioso que su principal reproche fuese el que yo hubiese preferido el ejército a la armada, olvidando, supongo, sus anteriores objeciones a que yo entrara en la vida marinera. La armada, por la cual mi padre tenía predilección, pues sirvió en otro tiempo en un barco del rey como contramaestre, despreciaba a los soldados. Los hombres de mar solían decir: «Un marinero antes que un grumete, un grumete antes que un extranjero, un extranjero antes que un perro, un perro antes que un soldado.»

El ejército, por su parte, devolvía este odioso tratamiento. La palabra «marinero» era una afrenta en los cuarteles; y en un manual oficioso publicado por entonces se ordenaba: «No se deberá enrolar a saltimbanquis, vagabundos, caldereros, deshollinadores ni… marineros.» En otra obra similar se observaba: «Los marineros y carboneros rara vez son buenos soldados, estando acostumbrados a una vida más disoluta y siendo aficionados a la bebida más de lo que permite la paga de un soldado.» El más severo y humillante castigo que podía infligirse a un soldado, peor que cualquier cantidad de azotes, o el «caballo de madera», o aun la «hija del basurero», era el traslado a la marina. Considero una gran lástima el que tales insultos recíprocos se intercambiaran y se intercambien todavía entre los dos servicios: alimentan envidias y animosidades que con frecuencia han sido fatales para nuestras armas en expediciones conjuntas por mar y tierra. Mi padre, creo, consideró mi elección del ejército con preferencia a la armada como una desconsideración hacia él mismo y hacia el recuerdo de mi hermano; aunque, como digo, recibió la noticia bastante bien.

Mi madre quedó desconsolada y no pudo pronunciar una palabra de despedida; no hizo más que llorar.