*

—Nosotros ya —decía Lucio— no valemos ni media perra chica, pero ni es que ni media, tocante a dar de sí en alguna cosa. Ahora, experiencia, eso sí —sonreía—; experiencia podemos suministrarles una poca a los que son ustedes más nuevos.

—¡Tú, sí! —replicaba Mauricio—. Tú, desde luego abrías una escuela, cualquiera que te oiga.

—Ah, pues que no lo dudes.

—¡Te diré! ¡La cantidad de conocimientos que tú desparramas al cabo el día! No eres tú nadie. Ya es lástima que se pierda, es lo que siento.

—No lo tomes a broma —reíase Lucio—. Y no es que uno pretenda de darse a valer más que otros; eso lo da la edad.

—¡La edad! Ya iba listo el que siguiese tus sanos consejos al pie de la letra. Tirarse al tren, y terminaba antes.

—Poco estimas los años, me parece. ¿Qué dejas entonces tú para los viejos?

—Pues callarse y dejar la vía libre. Nada más. Que pase la juventud. Anda que no han cambiado las facetas de la vida. Lo nuestro ya no rige; hace un montón de años que está llamado a desaparecer.

—No tanto, no tanto. Las equivocaciones del hombre vienen siendo casi las mismas, al fin y al cabo, o se le parecen.

—Sí; tú vete a sacarlas por el parecido y verás el barrigazo que te pegas.

—Pues mira, con sólo que alguien se atuviese a los escarmientos, uno que no hiciese nada de lo que uno hizo, no te creas tú que no se quitaba ya unos pocos de golpes, el que fuera.

Ahora Mauricio asentía sonriendo.

—Eso ya sí. O sea, tomarte a ti de modelo, pero a la inversa, el revés de la medalla. Ahí me parece que estás más razonable.

—¿Eh? —dijo Lucio a los otros—. ¿Qué les parece? En cuanto que uno se echa barro encima, ya está conforme. Pues mira, Mauricio, me estaba refiriendo a lo mal que lo he pasado, y nada más, no te confundas. Pero una cosa es decir que aquel camino es malo, porque allí te salieron los perros, y otra cosa es arrepentirse de haber tirado por él. Ahí la cosa cambia, la verdad.

—Maldito caso no le haga, señor Lucio —cortó el Chamarís—. Más bien, que nos ponga la espuela, como es su obligación, que hay que irse marchando —miró a los carniceros—. ¿Eh?

—Sí, sí —dijo Claudio—; nos vamos todos.

—¿Ya?

Mauricio llenaba los vasos.

—A ver. Nos están esperando por causa la cena —contestó el Chamarís—. ¿Qué se cree usted? Usted como no tiene familia y además es cuerpo santo, capaz de pasarse el día entero sin meter nada sólido por esa boca, ya se figura que todos podemos practicar lo mismo. Pero no.

—La familia que cenen y que se acuesten —dijo Lucio—. Los domingos se hicieron para esparcirse un hombre. Un hombre vuelve a casa cuando acaba con los cuartos; antes no.

—Menos éste —intervenía el carnicero bajo, señalando al Chamarís—. Éste no puede hacerlo. Déjelo usted que se retrase nada más diez minutos o un cuarto de hora; y ya verá qué pronto me le mandan emisarios, se presenta aquí la chiquita a por él, como este mediodía —se volvía al aludido—. ¿Es así o no es así, muñeco?

—¿Y con eso? Cuando lo hacen será porque lo echan de menos a uno; porque no se sepan privar de mi asistencia. Como debe de ser. Y mejor para mí; no como otros, que contra menos paren por casa, más desahogada y más tranquila se les ve la mujer, por no tener que estarlos aguantando a lo largo la jornada.

—Pues ésa es la libertad del matrimonio, ¿si no, cuál? —le dijo el otro—. Ni más ni menos. Mira, tú llevas pocos años todavía, sois un par de guayabos, como el otro que dice, pero ya lo sabrás, ya llegarás a ello, no te apures; alcanzaréis esa época también.

—Igual le halaga —terciaba Claudio riendo—. A éste, hoy por hoy, capaz hasta de halagarle, todo eso de que lo manden a llamar y papá que te vengas y esas cositas.

—Ya lo creo que le halaga, ¡se mea de gusto! —exclamó el otro carnicero—. No hay más que mirarlo a la cara. Pero ya; déjate que se pasen los años, tampoco hacen falta muchos, nada más que ella empiece a ponérsele pureta, verás, verás cómo evoluciona. Entonces, cariño, todo el que tú quieras, pero dejarlo a uno tranquilo, ¿sabes? En cumpliendo uno con la casa, ya tan amigos, en paz. Y si no, al tiempo.

—¡Vaya, por Dios! —dijo Lucio—; ya quieren ustedes desbaratarle aquí al amigo la felicidad conyugal.

—¿Nosotros? ¡Ca, buen cuidado! Eso ahora sí que no hay quien se lo desbarate, a éste. Donde hay una mujer joven, ¡buh!, no hay fuerza humana que sea capaz de quitarle la ilusión. Es que ni esto.

—A buena parte viene —reforzaba Claudio—. Sí que no anda él poco empicado con su Rosalía. Estás el primero, si te crees que lo vas a quitar de allí por nada.

Protestó el Chamarís:

—Ya vale, ¿no? Ya creo que llevo bastante rato sirviéndoles de tema a la conversación general. Por hoy, ya me habéis destripado suficiente; a ver si cambiáis. Además, hay que irse. Cóbreme, Mauricio, tenga la bondad.

—Sí, hombre, tiene razón; lo dejaremos que descanse hasta mañana.

—Nueve cincuenta me debes.

El Chamarís se buscaba los dineros entre las hojas de un bloc espiral, de tapas amarillas muy rozadas. Coca-Coña seguía hojeando el ABC dominical.

—Están cantando ahí dentro —le decía Carmelo a Mauricio, con una chispa en las pupilas, y orejas atentas hacia el pasillo y el jardín.

—Ya lo oigo.

Devolvió al Chamarís los dos reales que sobraban. El hombre de los z. b. miraba al suelo y tenía la mano izquierda en el pirulo de la silla donde Lucio estaba sentado.

—Tamañana —saludó el Chamarís.

Con él salían los dos carniceros.

—Adiós.

—Buenas noches, señores.

—Hasta mañana.

—Adiós.

Salieron hacia el camino anochecido. El alcarreño había continuado su argumento:

—Así que ya le digo, don Marcial; aparte bromas ahora, que muchas veces me dan pensamientos de liar el petate de una vez y marchar para América con la familia.

El pastor le decía:

—¿Adónde no irás tú?

—¡De pico a todas partes! —gritó Coca-Coña—. Con los pies a ninguna.

—Calla, canijo, de una vez. ¿Es que no vais a ser capaces de sostener una conversación en serio?

—¡Jajay, en serio! Con lo que salta ahora —se reía el tullido—. Ahora pretende que le tomemos en serio sus proyectos de irse para América, ¿qué te parece? Menuda seriedad. Para mondarse de risa.

—¿Y tú qué sabes?

—Ah, no lo sé. No me lo cuentes. Pues casi nada. ¿Me lo vas a decir a mí?, que te vengo ya oyendo lo mismo no sé los años ya; desde que te conozco llevas con esa historia. ¿Quién quieres que te haga ya caso, alma mía? ¡Tú te has embarcado ya para América más veces que el mismo Cristóbal Colón!

—Eso tampoco no quiere decir nada —terciaba don Marcial—; las cosas las estamos rumiando durante mucho tiempo, hasta que se maduran. Y el día menos pensado, catapúm, las ponemos en práctica.

—Ya, ya, el día que haga bueno. Antes salen andando mis patas, date cuenta, con todo lo pesaditas que están, que este tío menearse de aquí ni dar un paso. Fantasía, eso es lo único que tiene; pura imaginación que le anda bailando en la azotea.

—Eso es —asentía el pastor—; el cerebelo que tiene, nada más, que se conoce que no le para de rebullir y rebullir, como si fuera un avispero. Y el único que le concede algo de crédito es él; pero a los demás ya no nos engatusa con ese cuento de lo embarcado, que nos lo sabemos ya todos de memoria. Se va a ir éste ni cuenta que lo fundó.

—Pues, hombre, no se niega que muchas veces no son más que cosas que se piensan por un desahogo, para dar salida a las preocupaciones —contestaba el alcarreño—. Pero tampoco son meras chifladuras. ¿Y quién te dice que algún día, a fuerza de venga y de darle en el mismo agujero, no hagamos el buraco de verdad? A saber si no os lleváis el gran chasco, todavía. Por eso yo que vosotros no lo andaría jurando mucho, por si acaso.

—¡Como me llamo Amalio que te entierran aquí! ¿Verdad, usted?

—Ni media palabra —asintió Coca-Coña—. ¿Quién lo duda? De eso firmaba yo un documento ahora mismito.

Se reían:

—Sabéis mucho vosotros. Más que Lepe, queréis saber, por lo que veo. Pero a mí no me conocéis en todavía. Que no me conocéis; os lo digo yo.

—Nada —intervino don Marcial—; que andan con ganas de apretarlo esta tarde, para ver si lo cabrean a usted. Usted no preste oídos a garbanzos de pega.

—¿Quién?, ¿yo? ¡Como que no me sé yo por dónde van! Pero están apañados si se figuran que van a desencadenarme. Pinchan en hueso.

—Que nos gusta zaherir, no es otra cosa. ¿A lo mejor que esto de América no lo hemos pensado todo el mundo alguna vez, con más o menos dosis de convencimiento?

—¿Ve usted? Y tanto que no es ninguna idea descabellada. Todo es cuestión de resolverse.

—Lo único, eso. Es decir, los arrestos que se precisan para tomar una decisión de esa envergadura. Encontrar uno la firmeza necesaria para determinarse a realizarlo de una vez.

—Cierto. ¿Qué duda cabe de que cuesta desarraigarse uno del sitio que conoces de siempre y en el que uno se ha criado? Se dice pronto eso de dejar uno estos alrededores y esta gentecilla de por aquí, buena o mala que sea, pero con la que al fin y al cabo llevas rozándote toda la vida; para empuntarte, así, de martes a miércoles, a unos ambientes y unos territorios que ni los has visto nunca ni retratados, ni aciertas a formarte un anticipo de los cultivos y costumbres que circulan y están en vigor. Ya se sabe que eso por fuerza se le tiene que hacer cuesta arriba a todo aquél que no sea un descastado.

—Todo consiste en hacerse a la idea —contestó don Marcial—. Luego, al llegar allí, te podrás encontrar más o menos desorientado; nadie es capaz de centrarse de golpe y porrazo en lo que le es desconocido; pero en seguida creo yo que se hace uno su composición de lugar, y son las circunstancias las que lo obligan a ambientarse, quieras que no, y hacerse dueño del cotarro. Vamos, que ocurre el fenómeno de que los mismos aprietos de la necesidad son los que te ponen al tanto y te afianzan, lo mismo que si fueras un oriundo de toda la vida.

—Toma, pues ya lo creo. Hasta los mismos hablares aquellos tan tirados, he oído yo a emigrantes que no había forma de sacárselos de la lengua y que volviesen a hablar como está mandado. No le digo en el pueblo, la risión.

—Sí, una cosa parecida a las películas de Cantinflas o de Jorge Negrete, ¿no es eso?

—Igualito. Lo mismo que las cintas ésas. Como que a lo primero no podías escucharlo sin que de golpe no te entrase de reír. Exacto como el cinema, ¿qué más da? Y eso a pesar de que aquéllos venían de Venezuela, mientras que estos Cantinflas y Negretes del celuloide son nacidos en Méjico, que está de Venezuela, pues ya sabe usted, lejísimos; pero además no de estos lejísimos que decimos aquí en España, sino lejísimos en distancias de aquéllas, que hay que agarrarse lo tremendas que son. Bueno, pues casi no se distingue un habla de la otra. Total, que yo lo que he sacado en consecuencia es que allí es todo un mismo chapurreao.

—¡Y cuidado que es pegadizo, hay que ver! No hay uno que no acabe hablando como ellos.

—Ah, pues mire, que terminasen ahí todos los inconvenientes y me subía yo al barco mañana mismo. Ya podía yo quedarme con el habla chafada y abollada para siempre y ser la guasa del pueblo, a mi regreso…

—¡Sé! —contó Amalio—. ¡Pues vaya una revelación lo que nos hizo! En eso está la pega justamente; en que el asunto es bastante más peliagudo, bastante más. A eso iba. Complicaciones no las quiere nadie. Pues por eso sé yo que tú no te vas.

Coca-Coña había vuelto a su periódico.

—Tú espérate que yo acabe de cansarme algún día y ya me dirás si me marcho o no me marcho —contestó el alcarreño—. Nada más que me apriete la vida como lo viene haciendo hasta la fecha y sigamos sin verle el desarrollo por parte ninguna, que verás tú qué pronto paso el charco y nos quitamos de enredos de una vez para siempre y de andar malviviendo para acá y para allá.

—¿Y qué te crees que te ibas a encontrar allí tú, a la otra parte del charco, como tú lo llamas?, di. A lo mejor te imaginas que te ibas a topar con el oro y el moro, nada más apearte del vapor.

—Mejor que aquí me iría. Eso seguro.

—¡Pero cuidado las ilusiones de la gente! —replicaba el pastor—. Se creen que basta con irse uno muy lejos, para ya mejorar automático, de manera tajante. Cuando más lejos se desmandan, mejor se piensan que les va a marchar. Pasar el charco, se pone, que por lo pronto ya no es tan charco, sino un pedazo de mar de bastantes respetos, como no se lo salta un gitano, y que se basta sin más, él sólito, con estar de por medio, para tragarse ya unas pocas de las probabilidades de regreso, caso que toquen retirada. No sé la idea que tenéis de los Océanos; habláis de una manera, que es que, ¡vamos!, os los bebéis de un golpe, cada vez que los sacáis a relucir.

—Nadie habla de esa forma. Yo nada más lo que te digo es que en América están las cosas muy distintas. En América…

—¡Alto!, no te dispares —interrumpió el pastor—. Eso a la vuelta me lo cuentas. A la vuelta de allí me lo cuentas, lo que pasa en América, ¿de acuerdo?; si es que llegas a irte algún día y tienes luego la suerte de volver y si es que me encuentras todavía que aún no esté yo muerto para entonces. En eso quedamos. De momento, poquitas fantasías; más nos vale a los dos. Para escaldarme las seseras, tengo ya suficiente con el sol, que me las viene cociendo todo el día, cuando voy que me mato, detrás de las ovejas, bregando por esos llanos de setecientos infiernos.

—¡Pues ahí te turres tú para toda tu vida, sabihondo! ¡Ojalá y que revientes igual que una castaña, por querer ser tú el único que tiene la razón!

—Yo no pretendo saber más de lo que sé. Lo que no ando es con fantasías a lo tontuno, como los dililós que se figuran que más lejos está lo mejor y contra más retirado de su tierra, mejor se creen que los va a ir. Pues hay que trabajar en todas partes igualmente, y para uno ganarse los cuartos, uno de nosotros, no hay más narices ni más procedimiento que doblar la bisagra, y aquí lo mismo que en América y en la luna, si se pudiera montar. De bóbilis no se saca nada de nada ni se puede vivir en ninguna parte, los pelagatos como tú y como yo. Eso es lo único que certifico. Y si de América vuelven algunos con más dinero que se fueron, ha sido a base de quebrantarse los riñones, ni más ni menos que lo hacemos en España y en Pekín, y no vienen más que a trabar a la gente inculcándoles ideas falsas en la cabeza. Para los que vivimos del trabajo, ni que tú te lo sueñes, no caen esas brevas de tanta envergadura. Ésa es la pura fetén. Y así que se me turre y returre, como tú dices, el cogote, en esta tierra de la mala muerte, que sigue sin habérseme perdido en América cosa ninguna, y ya desde luego más turrado que lo tengo no se me puede turrar.

—¡Chacho, cómo arremete! —exclamó Coca-Coña, levantando una cara risueña del periódico—. ¡Anda con el Amalio, qué manera de perorar!

—Éste es un incordiante de marcha mayor —contestó el alcarreño—. Menos mal que yo ya me lo conozco y no me da a mí la gana de tomárselo en cuenta. Como a ti; eso quisierais los dos: que yo me desencadenara cuando me achucháis con vuestras pullas y maledicencias. Pero, amigo, hay correa para rato.

—Y pobrecillo de usted si no la tiene —le dijo don Marcial—. Eso que ve usted ahí sentado —señalaba a Coca-Coña, con el brazo y el índice extendidos—; eso; pues eso es el bicho más malo que existe en cien mil hectáreas alrededor de él. Con eso no valen lástimas, hay que sacar la baqueta y arrear, ¡duro!, sacudirle de firme. Se lo aseguro yo, que soy el mejor amigo que tiene esta especie de escarabajo pisado y vestido de hombre, que llaman Marcelo Coca, y por mal nombre Coca-Coña y Bichiciclo y Niñorroto y El Marciano y qué sé yo cuántos más que le han sacado a lo largo de su vida…

—¡Allá va! ¡Saca tú ahora trapos viejos…! —gritaba Coca-Coña—. Conque se me han olvidado a mí que soy el titular, y él los recuerda todavía. ¡Qué buen amigo, Marcial; el no-va-más de los amigos eres tú, para guardar en tu memoria todos los nombres cariñosos que le han puesto a tu adorado y pequeño Coquita! ¡Ven, ven que te dé un beso, ven…!

—¡Y encima se ríe! ¡Mirar cómo la goza!, ¡de qué manera se la está gozando él sólito, empotrado en esa silla!, ¡ahí lo tienen ustedes…!

Los cuatro se reían. Después se le oyó canturrear, muy quedo, al alcarreño, con una voz mohína de su tierra; una manera especial de falsete, llena de escueto tonillo pueblerino:

Patitas culuradas

tiene la perdiz,

patitas culuradas

te vuelvo a decir…

El pastor comentó:

—Ya cantó la coguta en el campo.

—Sí que lo encuentro esta noche inspiradillo —decía riendo don Marcial—; por lo bajinis, pero con entraña.

—Las cositas de allí —contestó el alcarreño, con un encogimiento de modestia.

Ahora entraba un individuo que traía las ropas muy manchadas de yeso; dio las buenas noches.

—Hola, Macario —respondía el ventero.

Coca-Coña gritaba:

—¡Sanroque, Sanroque! ¿De dónde vendrás a estas horas? ¿No sabes que está prohibido trabajar los domingos?

—No hay otro remedio. Aprovechar. Estar al quite a las chapucillas que le salen a uno. Sacar de donde sea; la necesidad es la que manda.

No decía las erres; le salían guturales, en el velo del paladar, muy parecidas a las ges. Coca-Coña se lo imitaba:

—Pues muy mal hecho de todas formas; hay que descansag, hombge, hay que descansag, los domingos siquiega. Que no se puede obligag al cuerpo hasta esos extremos, so pena que un día se soliviante y se niegue a trabajag. ¡Tú revientas!

—El día que se fastidie se fastidió —contestaba Macario—. Entonces sálvese quien pueda; quiere decir que les habrá llegado a ellos y a su madre el turno las apreturas, y a bandeárselas como sea y tirar para alante. Hasta entonces no hay más narices que dar uno de sí lo que estiren las gomas de los músculos.

—¿Cuántos son? —preguntó don Marcial.

—Cinco para la media docenita.

Se oyó un alarmado silbido.

—¿Pero otro ya de camino? —dijo el chófer.

—Pues sí; si no se malogra, sí, señor.

—No se malogra, no tengas cuidado —dijo Lucio con una sonrisa.

—Bien que yo me lo sé. No hay peligro. Éste también sale adelante, si Dios quiere, igual que todos sus hermanos. No se malogra, no, si Dios quiere.

Lo decía con una voz risueña y moviendo los ojos como si giraran.

Se echaron a reír. Tan sólo el hombre de los z. b. le preguntaba seriamente:

—Así que hasta la fecha le salieron todos; ¿no hubo percances?

—Hombre, depende lo que llame usted percance. Como venir, vinieron todos, no falló ninguno.

Se volvían a reír de la cara de Macario.

—¡Buena semilla, sí, señor!

—No soy yo solamente, ¡qué va! Ella también pone de su parte lo que puede; es como la Gallina de Coimbra, que saca todos los que empolla, ni uno menos.

Don Marcial comentaba:

—Y más tres o cuatro de más; ¿no le parece?

—Hombre, según se mire… ¡A saber!

—Pues diga usted que sí —le decía con ahínco el pastor—. Hay que hacer el arraigo. Aguarde nada más unos añitos, y ya verá usted luego qué cosa más bonita de verse, y las pesetas que entrarán por las puertas adentro, cuantis que todos empiecen a buscárselas por ahí y a producir para la casa. La solución del pobre. Usted lo entiende, sí señor.

—Eso si no me pasa lo que aquí el Coca me acaba de profetizar: que primero me agote yo mismo, de tanto cundir y cundir. Como resulte cierto, que cabe muy posible, me parece que no llego yo a verla, con estos mis ojitos, la cosa esa tan bonita que me pinta usted.

Coca-Coña le replicó desde su silla:

—Nada, se te retira el vaticinio, no te apures. Que alcances los cien años y con pelo.

—Tampoco pido tantos. Con ochenta me vale. Querer más ya es pedir goloserías.

Don Marcial se volvió a Coca-Coña y le mostró su reloj.

—Tú, niño, mira la hora que tenemos. Yo por lo menos me tengo que marchar; conque si quieres que te lleve…

—Espera, hombre; en el mejor momento se te ocurre. No seas tan latoso.

—No puedo demorarme ni un minuto más, me espera don Carlos. Si quieres quedarte te quedas, pero luego vas solo.

—Nada, me voy contigo si me lo pones tan difícil. Me dejarás que apure esta copa, por lo menos, ¿no? Con tal de no tener que darle a la manivela, lo que sea. No veo la hora ya de motorizarme de una vez y no tener que moverme a puro brazo o depender de los demás.

—¿Qué es eso de motorizarse? —le preguntaba el hombre de los z. b.

—Sí, hombre, ahora con todo esto que ha salido de las Vespas y otros artilugios semejantes, se me ha metido a mí en la cabeza de motorizarme yo también. En el sentido de que le aplico un motorcillo al trasto éste y me transformo en un bólido de la era atómica. Ya estoy yo apartando un piquito de la paga todos los meses, no crea. Falta estudiar la parte técnica, a ver qué motores me convienen, y demás. Si lo han de ver ustedes; pronto voy a correr yo más que nadie.

—Está bien pensado. Pudiendo, es tontería.

—Vaya, que no será poco espectáculo —decía el alcarreño— verte a ti para acá y para allá, por todas las calles de San Fernando y alrededor, con tu mecedora, turru turru turru turru…

—A ver si te crees que no los he visto yo por ahí ya motorizados. Tú espérate al invierno y ya me vendrás a pedir que te deje dar una vuelta. Ya me llamaréis a voces, vosotros a mí, para que os espere, cuando salgamos de paseo a la General.

—Vámonos, Coca, por favor; no me enredes.

—¡Qué pesado! Pues venga, sácame ya de aquí.

El alcarreño agarró por el respaldo la silla del tullido y la apartaba de la mesa. Coca-Coña levantaba los brazos; don Marcial se inclinaba hacia él y lo cogía por las axilas:

—Ven, hijo mío… —le decía al levantarlo, fingiendo una voz femenina, de madre mimosa.

Lo elevó sin esfuerzo hasta tenerlo en sus brazos.

—¡Toma, mamá!

Encajó don Marcial una sonora bofetada de manos del tullido.

—¡Vaya! —exclamó el alcarreño.

Rieron los presentes. Don Marcial les decía, con la mejilla colorada:

—Y tienes que aguantarlo. ¿Quién tendría valor de meterse con esto…?

Enseñaba en sus brazos el cuerpecillo contrahecho; la cabezota sin cuello, empotrada en el tórax; los brazos casi normales de tamaño, desmedidos con el resto del cuerpo y con las atrofiadas piernecillas, que colgaban sin vida y se mecían como péndulos, al peso de unas botas deformes y negras.

—Buenas noches, señores —les decía desde el pecho de don Marcial.

Después alargó un brazo hacia Macario y lo agarró por la solapa:

—¡Ven acá tú, prolífico! —le gritaba riendo y tirando de él.

—¿Qué quieres? ¡Suéltame ya!

Macario no tenía camisa ni nada por debajo de la chaqueta; sólo el pecho desnudo y lampiño. Coca-Coña le estrujaba con fuerza la solapa salpicada de yeso:

—¡Anda, Sanroque! —le decía—, repite conmigo: «El perro de San Roque no tiene rabo». ¡A ver cómo lo dices!

—Deja las bromas ahora —protestó don Marcial—. Suéltalo, anda.

—¿No lo estás oyendo que me sueltes? ¡Venga!

Coca-Coña amagaba con la zurda:

—Te doy, ¿eh? ¡A ver si todavía vas a cobrar!

Los demás se reían. Macario quería desprenderse de su solapa la garra del tullido, pero éste apretaba con todas sus fuerzas y lo zarandeaba:

—¡Venga: «El perro de San Rroque no tiene rrabo»! ¡Ya lo estás diciendo!

También don Marcial se veía zarandeado por los violentos meneones del tullido y zozobraba en conexión con Macario, en un mismo vaivén.

—¡Suéltalo ya, condenado! —se impacientaba don Marcial—. ¡Se me cansan los brazos de tenerte! ¡Me vas a hacer llegar tarde! ¡Suéltalo! ¡Lo sueltas ahora mismo o te dejo caer!

—¡Pues que lo diga! ¡Dilo, venga! ¡Dilo!

—¡No seas pesado, Coca! ¡Que no lo digo, no te empegues! ¿Me sueltas o no?

Coca-Coña soltó la solapa:

—Bueno, está bien, Sanroque; desprecia mis lecciones… ¡No aprenderás en tu vida a pronunciar la Erre! ¡No podrás prosperar ni te abrirás camino ni serás nunca nada! ¡No habrá quien te saque de ser un pardillo, como has sido hasta hoy! ¡En tu vida saldrás de pardillo…!

Macario se había quitado de su alcance y se reunía con los otros. Se reían. Ya estaba don Marcial junto a la puerta, con el tullido en sus brazos; se volvió en el umbral:

—¿Se dan cuenta qué bicho más perverso? ¡Y tener que llevarlo en mis brazos como si fuera un angelito! —mecía la cabeza—. Buenas noches a todos.

Se dispuso a salir y todavía Coca-Coña se aferraba con manos y uñas al quicio de la puerta y a la cortina, trabando la marcha, y se izaba a pulso, colgando de la tela, y le gritaba a Macario, asomando la cara por encima del hombro de don Marcial:

—¡¡El pego de San Goque no tiene gabo!! ¡¡El pego de San Goque no tiene gabo…!!

Don Marcial forcejeaba tirando de él, para arrancarlo de la puerta, y Coca-Coña gritaba y se debatía resistiendo en sus brazos; la cortina salía tras de los dos y se mantuvo tirante hacia la noche hasta que todo lo largo de la tela no acabó de pasar resbalando entre las uñas del tullido. Al fin caía inerte y se aquietó en su postura tras un corto balanceo. Venía la voz de don Marcial desde fuera de la puerta:

—¡Pero, Dios mío, qué cosa más maligna! ¡Pero qué habré hecho yo para un castigo semejante…!

Acomodaba a Coca-Coña en la silla de ruedas. Se oyó todavía:

—¡¡No tiene gabooo…!!

Ya don Marcial empujaba la silla el camino adelante.

—Pues vaya con el demonio del Coquita —comentaba el chófer—. Esta noche se lleva un par de copetines en exceso…

—¡Qué va a llevar! —dijo Mauricio—. Siempre es igual de revoltoso. Aun sin probarlo.

El hombre de los z. b. asentía:

—El pobre hombrito. No tiene en esta vida más aliciente que alternar. ¿Qué le queda? Para él es el único disfrute el estar con la gente y meterse con unos y con otros y la broma y armar un cachillo de escándalo.

Se habían aproximado Macario y el pastor. Lucio dijo, señalando a Macario:

—Aquí sí que me lo trae de cabeza con el asunto de las erres y el estribillo ese dichoso del perro de San Roque.

Macario dijo:

—¿Ha visto el capricho y lo cargante que se pone? No me diga que no es pesadilla la que me ha ido a caer.

—Ya. Se cree que se va usted a pasar la vida recitándole esa bobada, nada más que por hacerlo a él de reír, como si fuera un crío.

—Y no dista mucho de serlo —aseveraba el hombre de los z. b.—. Con el impedimento ese que tiene, de ser así como es, no podía el hombre por menos de semejarse a una criatura, en los hechos y en todas sus apetencias.

—Por eso se le aguanta, por ser lo que es —dijo Macario—. Y porque desde luego tiene un carro de gracia y simpatía, eso tampoco se le va a quitar. Con todo y que esta noche me sacó hasta un botón —esparcía la mirada por el suelo—, con los tirones que le ha pegado a la levita. Y encima, que soy un pardillo —desistía de buscar el botón, levantando la cara—. ¿Y qué voy a ser, más que un pardillo?

Ya no le estaban atendiendo. Lucio decía:

—Pues para mí, lo del Coca es una de las desdichas mayores que me podrían sobrevenir. No sé de nada comparable. Todo lo mío lo multiplicaba yo por diez y volvía a pasarlo, antes que consentir de quedarme de pronto como él. Como lo digo: a mí, mi cuerpo que no me lo toquen. Padecimientos mortales, como dicen, ya me pueden echar los que se quieran, mientras sea persona. Pero a un simple dolor de muelas, vulgar y corriente, le tengo yo más pánico que a todas las desazones y congojas que andan viajando sueltas por el mundo, a la rebusca del que pillen.

—Ah, segurísimo —intervino Carmelo—. No hay cosa peor, no la hay. Las nochecitas más temibles de esta vida son las noches de muelas. Ahí no sirven tabletas, ni fomentos, ni el coñac; no te vale el cigarro, ni el periódico, ni la radio ni nada, para distraerte. No le queda a uno más que apretar contra la almohada y tragar quina, hasta que ya ves que clarea y viene amaneciendo, para salir arreando como un gato, en busca del sacamuelas. O mejor dicho, odontólogo, que para eso lo tiene él allí muy puesto, en la placa del portal. Conque nada, los alicates y afuera; se acabaron las fatigas. Radical. Eso es lo único que pita, respectivo a negocios de la boca; lo único, ni calmantes, ni centellas, lo único resolutivo en un caso de muelas.

Miró a las caras de todos y calló. Después se miraba los dedos, que le enredaban en la manga; los observaba curioso, como animalillos emancipados de su voluntad, rebullendo y jugando con los botones dorados del Ayuntamiento. Venía mucho alboroto del jardín. Dijo Amalio:

—La que tienen ahí al fondo.

—La juventud —le replicaba el alcarreño—. El que más y el que menos hemos pasado por ella.

Macario dijo:

—Eso es. La edad de lo inconsciente; pues a lo loco y nada más.

Hubo un silencio. Luego el chófer:

—Eche la despedida, señor Mauricio. Va siendo ya la hora de poner en marcha.

Mauricio cogió la frasca y llenaba los vasos:

—Apure… —miró hacia la puerta.

Entraba Daniel; preguntó:

—¿Están ahí dentro?

Todos miraron hacia él.

—Dígame, ¿están ahí todavía?

—Sí, sí que están —contestaba Mauricio—. ¿Sucede algo?

—Una desgracia.

Cruzó muy aprisa entre los otros y enfilaba el pasillo.

—¡Mira tú quién se ve! —le dijo Lucas, al verlo aparecer en el jardín.

—¡Ya era hora! —gritaba Fernando—. ¿Venís ya todos?

—A punto de irnos.

—¡Miguel! —dijo el Dani—. Sal un momento, Miguel.

Se inquietaron.

—¿Qué pasa, tú?

—Quiero hablar con Miguel.

Ya salía de la mesa. Daniel lo cogía por un brazo y lo apartaba hacia el centro del jardín.

—¿Pues qué pasará? —dijo Alicia—. Tanto misterio.

—Ganas de intrigarnos.

—No. Yo sé que algo pasa. ¡Algo ha pasado! ¡Se le nota a Daniel…!

Callaron todos; estaban pendientes de los otros dos, que hablaban bajo la luz de la bombilla, en mitad del jardín. Daniel estaba de espaldas. En seguida veían violentarse la cara de Miguel, mientras sus manos agarraban al otro por los hombros; le hablaba a sacudidas. «Alicia, venir, venir, todos», les gritó, «ha pasado una cosa terrible». Acudían sobresaltados y ya les formaban corro en derredor; Miguel miraba hacia el suelo; se hizo un silencio esperando sus palabras:

—Díselo tú…

Mely se puso a gritar y sacudía por los brazos a uno y a otro, que hablase, que lo dijese de una vez lo que fuera. Daniel bajaba la cara: «Se ha ahogado Lucita en el río». Se estremecieron. Se encaraban con Daniel: «Pero cómo; pero cómo, por Dios; cómo ha sido posible…»; le clavaban las uñas en la camiseta: «¡Daniel…!». Mely se había cogido la cabeza entre las manos: «¡Lo sabía, lo sabía que había sido Lucita! ¡Lo sabía que había sido Lucita…!».

—Hace un rato. En la presa. Se estaban bañando.

—Tenemos que bajar —dijo Miguel.

—¿Alguna chica que venía con vosotros? —andaba preguntando, detrás, el de Atocha.

—¡Déjame ya…! —dijo Fernando—. Vamos, Daniel vámonos ahora mismo adonde sea…

Se dirigían hacia la puerta; Mely quiso seguirlos.

—Tú no vayas —la detuvo Zacarías—. Mejor que no vayas. Te vas a impresionar.

—¡Pero qué…! —dijo ella, mirándolo a la cara—. ¡Cómo no voy a bajar! ¡Qué estás diciendo! ¡Cómo quieres que no la vea, Zacarías…! ¡Pero si no hace más que…! —rompía a llorar—. ¡Un rato, Dios mío, si no hace más que un rato que estaba con nosotros…! ¡Pues cómo no voy a ir, Zacarías… cómo no voy a ir… cómo no voy a ir…!

Los de Legazpi se habían apartado y recogían sus cosas.

—Nosotros no bajamos —dijo Lucas—; ¿para qué…?

—Mejor será que nos marchemos, sí. Al tren todavía llegamos a tiempo. Ve recogiendo la gramola, anda.

Mariyayo se había acercado a Zacarías:

—Vete con ella, Zacarías —le dijo—. Por mí no te preocupes; tú acompáñala a ella, marcharos. Yo me voy con Samuel y con éstos. De veras…

Él la miró:

—Te lo agradezco, Mariyayo.

—Es lo más natural… —dijo ella, y se volvía hacia los otros.

Zacarías y Mely se marcharon en pos de Miguel, Fernando y Alicia, que ya habían salido con Daniel, camino del río. Los demás se quedaban, junto con los de la pandilla de Legazpi, para irse hacia el tren; terminaban de recoger todas sus cosas y ya iban pasando despacio hacia el pasillo. Los primeros habían cruzado el local sin detenerse, y ahora Mauricio se informaba con los de la estación:

—¿Qué ha pasado, muchachos?

—Pues una chica, que se ha ahogado en el río —contestaba el de Atocha.

—¡Joroba, eso ya es peor! —exclamó el alcarreño, torciendo la cabeza.

—¿Y qué chiquita ha sido?

—Yo no le puedo decir, no la conocía. Venía con esos otros. Aquí éstos a lo mejor la conocen —indicaba a Samuel y Marialuisa.

—¿No será la que vino con la moto?

—¿Eh?, ¿con la moto? —dijo Samuel—. No, ésa se llama Paulina; ésa era otra más menuda, de pelo castaño…

—¿De azul?

—Ay, yo no sé cómo vendría vestida; yo no la he visto hoy. La llamaban Luci…

—La de azul era Carmen —intervenía Marialuisa—. Tampoco es ella.

—Ésta es una, ya le digo, finita, con una cara, pues así un poco… vaya, no sé qué señas le daría…

—Oiga, ¿qué le debemos? —preguntaba Federico.

Se volvía Mauricio hacia él:

—¿Qué es lo que pagan?

El pastor meneaba la cabeza:

—¡Vaya por Dios! —decía—. ¡Que no se puede dar nunca una fiesta completa! Siempre tiene que producirse algún suceso que la oscurezca y la fastidie. Mira por dónde tenía que…

Zacarías y Mely habían alcanzado a Daniel y a los otros; ya pasaban las viñas. Caminaban aprisa y en silencio; corrían casi. Miguel hizo intención de dirigirse hacia la escalerilla de tierra, por la que habían subido a media tarde, pero Daniel lo contuvo:

—Por ahí no, Miguel. Por este otro lado.

Bajaron hacia los merenderos y el puentecillo de madera; sus pasos se hicieron ruidosos en las tablas; llegaban al puntal. Se recortaban las sombras de los otros; los primeros, los guardias civiles; Mely reconoció sus rostros a la luna, en una rápida mirada. Les salía Paulina al encuentro.

—¡Alicia, Alicia…! —venía gritando, y lloraba otra vez al abrazarla.

Los otros alcanzaban el bulto de Lucita.

—No se acerquen ahí —dijo el guardia más viejo.

Pero ya Mely se había agachado junto al cuerpo y le descubría la cara. Sebas se vino al lado de Miguel y se cogía a su brazo fuertemente, sin decir nada; oprimía la frente contra el hombro del otro, que miraba el cadáver. Los guardias acudieron hacia Mely; la levantaron por un brazo:

—Retírese, señorita, ¿no me ha oído?, no se puede tocar.

Se revolvió con furia, desasiéndose:

—¡Suélteme! ¡No me toque! ¡Déjeme quieta…!

Estaban todos en torno del cadáver, mirándola la cara descubierta, casi tapada por el pelo. Tan sólo Tito no se había movido, de codos en la arena. Mely volvió a inclinarse hacia el rostro de Luci.

—¡Haga el favor de obedecerme, señorita, y quitarse de ahí! —de nuevo la agarraba por el brazo—. Contrariamente…

—¡Déjeme, bárbaro, animal…! —le gritaba llorando y se debatía, golpeando la mano que la tenía atenazada.

—¡Señorita, no insulte! ¡Repórtese ahora mismo! ¡No nos obligue a tomar una medida!

Se aproximaron Zacarías y los otros.

—¡Gentuza, eso es…! —gritaba Mely, ya suelta—. ¡Gentuza…! ¿Ves cómo son, Zacarías, ves cómo son…?

Se replegaba llorando hacia el hombro de él. Pasaba el tren; el blanco faro, la banda de ventanillas encendidas, por lo alto del puente.

—Además, va usted a darme su nombre ahora mismo, señorita —decía el guardia Gumersindo, sacándose una libreta del bolsillo superior—. Así sabrá lo que es el faltarle a la Autoridad.

El otro guardia se inclinaba sobre el cadáver, para taparlo nuevamente. Los estudiantes se habían acercado:

—Oiga, dispénseme que le diga un momento —intervenía el de Medicina—; dirá usted que a mí quién me manda meterme… Pero es que la chica está sobresaltada, como es natural, por un choque tan fuerte…

—Sí, sí, de acuerdo; si ya se comprende que está exaltada y lo que sea. Pero eso no es excusado para insultarle a las personas. Y menos a nosotros, que representamos lo que representamos.

—Si ya lo sé, si le doy la razón enteramente —le replicaba el otro con voz conciliatoria—; si yo lo único que digo es que es una cosa también muy normal y disculpable el que se pierda el control en estos casos, y más una chica; se tienen los nervios deshechos…

—Pero es que nosotros, como usted comprenderá también muy bien, no estamos aquí más que cumplimentando unas órdenes, las instrucciones adecuadas a lo que está dispuesto con arreglo a este caso que ha surgido, y ya es bastante la responsabilidad que llevamos encima, sin que tengamos además necesidad de que nos vengan a faltarnos de la manera que lo ha efectuado esta señorita.

—Nada, si estamos conformes, ¿qué me va usted a decir?; no era más que pedirles un poquito de benevolencia, que se hagan ustedes cargo de la impresión que ha recibido, y que no se halla en condiciones de medir lo que dice. De eso se trata nada más, de que por una vez podían ustedes disculparla y no tomárselo en cuenta.

—Sí, sí, claro que nos hacemos el cargo, a ver; pero es que todo esto, mire usted, todo esto son cosas muy serias, como usted muy bien sabe, que la gente no se da cuenta la mayoría de las veces lo serias que son, y de que uno está aquí cumpliendo unas funciones; y cuando a uno lo han puesto, pues será por algo, ¿o no? Así es que luego vienen aquí creyéndose que esto es algún juego, ¿no es verdad?, y claro, no saben que lo que están cometiendo es un delito; un delito penado por el Código, ni más ni menos, eso es. Conque dígame usted si podemos nosotros andar con tonterías…

Ya volvía a guardarse la libreta:

—Que pase por esta vez. Y para otra ya lo sabe. Hay que medir un poco más las palabras que se profieren por la boca. Que el simple motivo del acaloramiento tampoco es disculpa para poder decir una persona lo que quiera. Así que ya están informados.

—Hale ya —intervenía el otro guardia—; ahora retírense de aquí todos y tengamos la fiesta en paz. Andando.

—Regresen a sus puestos cada uno —dijo el primero—, tengan la bondad. Y mantengan la debida compostura, de aquí en adelante, y el respeto que está mandado guardar a los restos mortales, asimismo como a las personas que representan a la Autoridad. Que el señor Juez ya no puede tardar mucho rato en personarse.

Se retiraron y formaban un corrillo cerca de Tito. Ya Mely se había calmado.

—Son los que se tiraron a por ella —explicaba en voz baja Sebastián—. Hicieron lo que podían, pero ya era tarde.

Daniel se había sentado junto a Tito, en la arena. De nuevo sonaron pasos en las tablas; volvía Josemari.

—Nos habíamos metido por la cosa de enjuagarnos —continuaba Sebas—, quitarnos la tierra que teníamos encima; nada, entrar y salir; fue ella misma en quejarse y que estaba a disgusto con tanta tierra encima —se cogía la frente con las manos crispadas—; ¡y tuve que ser yo la mala sombra de ocurrírseme la idea! Es que es para renegarse, Miguel, cada vez que lo pienso… Te digo que dan ganas de pegarse uno mismo con una piedra en la cabeza, te lo juro… —hizo una pausa y después concluía en un tono, apagado—: En fin, a ver si viene ya ese Juez.

Todos callaban en el corro, mirando hacia el agua, hacia las luces lejanas y dispersas. Ya Josemari había llegado hasta los suyos, de vuelta del teléfono:

—Ya está arreglado —les dijo—. Sencillamente que volvemos tarde, yo no he querido decir nada, que se nos ha escapado el último tren. No he querido meterme en dibujos de andarles contando nada de esto, no siendo que se alarmen tontamente.

—Bien hecho. Ya sabes cómo son en las familias; basta con mencionarles la palabra «ahogado», que en seguida se ponen a pensar y a hacer conjeturas estúpidas, y ya no hay quien les quite los temores, hasta verte la cara. Mañana se les cuenta.

—¿Y todos ésos?

—Acaban de venir; otros amigos de la chica, por lo visto.

—Ya.

Los guardias paseaban nuevamente.

—Cerca han andado de armarla otra vez, cuando estabas llamando.

—¿Pues?

—Nada, que se les insolentó una de las chicas a los beneméritos; porque no la dejaban destapar la muerta, para verle la cara. Se les ocurre agarrarla por un brazo, y, ¡chico!, que se les revolvió como una pantera; unos insultos, oye, que ya los guardias tiran de libreta, empeñados en tomarla el nombre, si éste no llega a intervenir y los convence a pura diplomacia.

—Demasiado a rajatabla quieren llevarlo. También hay que darse cuenta de que la gente no puede ser de piedra, como ellos pretenden.

—Hombre, pues no es ningún plato de gusto, tampoco, el que a ellos les cae —decía el de la armónica—. Ellos son los primeros que les toca fastidiarse por narices. Comprenderás que menuda papeleta tener que montarle la guardia a un cadáver, aquí aguantando mecha hasta el final, y con el sueldo que ganan. Vosotros diréis.

—Sí, eso también es cierto, claro. Oye, ¿os quedan pitillos?

Los otros se habían sentado casi todos. Sólo Miguel y Fernando quedaban en pie. Zacarías, al lado de Mely, miraba las sombras a la luz de la luna; sus manos enredaban con la arena.

—¡Me parece mentira! —decía Fernando—; es que son cosas que uno no acierta a persuadirse de que hayan sucedido. Y lo tengo ahí delante, lo veo, sé que sí, pero no me percato, no me parece lo que es; de verdad, no me acaba de entrar en la cabeza.

Miguel no dijo nada. Zacarías levantaba la mano y dejaba escurrirse la arena entre sus dedos. Veía la luz de una cerilla en el grupo de los cinco estudiantes; se la iban pasando uno a otro, encendiendo los pitillos.

*

—Con lo animados que venían esta mañana…

—La vida —repuso Macario—, que es así de imprevista, y te sacude en el momento que menos te lo piensas. Cuando más descuidado, ¡zas!, ¡allá que te va!, te pegó el zurriagazo.

Mauricio asentía con la cabeza:

—Ya ves tú quién le iba a decir a esa muchacha, según entró por esa puerta esta misma mañana, que ya no iba a volver, que venía a quedarse para siempre.

—Para siempre jamás amén; eso mismo —decía el pastor—. ¿Y quién iba a decirle a su padre, cuando la despidiera al salir para la jira, que iba a ser ya la última vez que iba a verla, el último beso que la iba a poder dar?

—¡Usted lo ha dicho! ¡Eso! ¡Eso es lo que a mí más me impone el pensarlo! —exclamaba de súbito el hombre de los z. b., con una voz opaca—. La cosa esa de unos padres que ven desaparecérsele la hija, así, relámpago, fsss… Verla y dejarla de ver; lo mismo que un relámpago. Porque aún, cuando transcurre de por medio una enfermedad, más larga o más corta, ya se sabe que duele lo mismo, quién podría quitarnos de que duela; pero es otra cosa muy distinta. No es esto, qué va, de que acabas de verla, señor, esta misma mañana, vivita y coleando; de que la tienes a lo mejor hasta puesto el cubierto para la cena, como ahora mismo se lo tendrán seguramente a esta chica que acaba de morir; que todavía estás contando del todo con ella en el reino de los vivos; y en un segundo, en menos que se dice, ¡cataplún!, un telegrama, un recado, un golpe de teléfono… y ya no existe —movió la mano en signo de desaparición—. Eso me aterra.

—Induda —dijo el chófer—. Una impresión temerosa.

Proseguía el hombre de los z. b.

—Por eso cuando alguno se muere y empiezan «pobrecito» y «pobrecillo», esas lástimas que sacan, me da por pensar: ¿y los otros?, ¿y los que se quedan? ¡Ésos son verdaderamente los que se llevan el rejón, pero calado hasta los hígados! A ésos sí que merecerá compadecerlos. La muchacha, el mal rato y malísimo que haya podido pasar la criatura, conformes; pero a estas horas ya no padece, se quitó el cuidado, ¡fin! Ahora es a los padres, ahí sí que está la compasión; a ésos, a ésos es a quienes ahora va a dolerles, pero dolido verdad.

—¡Cómo dirá una cosa semejante! —protestó el alcarreño—. ¡Cómo puede tergiversar de esa manera! ¿Pero de cuándo ni de qué van a ser merecedores de lástima unos padres ya metidos en años, que los queda ya muy poca o ninguna sustancia que sacarle a la vida, que no en cambio una jovencita que se le rompe la vida en lo mejor, cuando estaba empezando a disfrutarlo? ¿Qué tiene con que haya dejado de sufrir? También dejó este mundo en el momento más efervescente y más propicio para sacarle su gusto a la vida. Ahí es dónde hay lástima; desgracia bastante mayor que la pena de los padres, cien veces. ¡Se va a comparar!

—No, amigo; en eso somos distintos pareceres, ya ve usted. Yo, respetando lo suyo, me llamo más a lo práctico de lo que pasa. Lo uno, por muy lamentable que se vea, ya pagó. Lo otro es lo que dura: los padres, que les queda por sufrirlo.

—Que no, señor mío, ¡quite usted ya ahí! Si no tiene usted que ver más que una cosa, y es la siguiente: esos padres, por mucho dolor que usted les ponga hoy por hoy, al cabo de ocho, de diez, de equis meses, años si quiere, les llega el día en que se olvidan de la chica y se recobran, ¿dejarán de recobrarse? Y en cambio la chica, ésa es la que ya nunca podrá recobrar lo que ha perdido, todo lo que la muerte le quitó, tal día como hoy. Ya no hay quien se lo devuelva todo eso; ¿a ver si no es verdad? Lo demás se termina reponiendo, más tarde o más temprano.

—Nada, está visto que no sirve, ¡que no! —dijo Carmelo—. Que no hay por donde cogerla. Mala por cualquiera de los cuatro costados que le entres, como la finca de la Coperativa. Mala sin remisión. La misma cosa tiene el embolado éste de la muerte asquerosa, que no hay por donde desollarla.

Continuaba el alcarreño, dirigiéndose al hombre de los z. b.:

—Pues si se hubiese tratado de alguna curruca, le daba yo a usted toda la razón, se lo juro. Pero en el caso de una moza joven, como es éste que atravesamos ahora mismo, ahí el asunto varía de medio a medio. Es que no hay ni color.

—De lo que ya no andaría yo tan seguro —dijo Lucio— es de eso de que la vida les merezca más la pena a los jóvenes que no a los viejos. Vaya, el apego que se le tiene más bien me parecería que va en aumento con la edad. De viejos se abarca menos, ahí de acuerdo; pero a ese poquito que se abarca, ¿quién le dice que no se agarra uno a ello con bastante más avaricia, que a lo mucho que abarcábamos en tiempo juventud?

El hombre de los z. b. lo miraba asintiendo; hizo por contestar, pero ya el chófer se le había adelantado, cortando la cuestión:

—Bueno, y a todas estas cosas, uno ya se ha entretenido más de la cuenta. Hace ya un rato largo que me iba, y en todavía estamos aquí. Así que un servidor les da las buenas noches y se retira pero pitando. Estoy pago, ¿no, tú?

Mauricio asentía y el chófer apuraba su vaso:

—Con Dios.

—Hasta mañana.

—Mañana no vendré —dijo volviéndose, ya en el umbral—. Ni pasado, seguramente. Tengo un viaje a Teruel, conque fácil que hasta el miércoles o el jueves no caiga por aquí.

—Pues buen viaje, entonces.

—Hasta la vuelta.

—Gracias, adiós.

Y salió.

—¡Éste también —dijo Lucio— se trae una de jaleos…! ¡Vaya vida! Hoy a Teruel, mañana a Zaragoza, el otro a las Chimbambas. Que no para, el hombre.

—¡No me diga usted a mí! —replicaba Macario—. Mejor que quiere, anda el tío. Para mí la quisiera, la vida que se da. Me gustaría a mí verlo, nada más por el ojo de una cerradura, la vidorra que se tiene que pegar por ahí por esas capitales —ceggaduga decía, y vidogga—. Menudo enreda; tengo yo noticias. Los chóferes, igual que los marinos; ya sabe usted.

—No lo creo. Bobadas, un par de cañitas que se tome. ¿Ya va usted a pensar mal?

—¡Cañitas! Yo nada más le digo eso: que quisiera yo verlo, a ver si son cañas o qué son. Si además hace bien, ¡qué demonios ahora!, teniendo estómago de hacerlo. Otros somos demás de cortos o demasiado infelices, para tener el valor de echarnos el alma a la espalda y ser capaces de escamotearle a la familia ni cinco cochinos duros. Eso nos lleva él de delantera. Va en maneras de ser, como todo.

—Mira —atajó Mauricio—; es un cliente de mi casa, y no me gusta que le saques rumores aquí dentro, Macario. Conque hazme el favor de dejarte de habladurías, te lo ruego.

—Jo, pues capaz ya el único sitio que no lo hemos comentado.

—A la gente le gusta tramar, ya lo sé —dijo Mauricio—. A mí, allá vean; de esas puertas para dentro, aquí todo el mundo es intachable. Persona que yo tolere en el local, esa persona tiene, a partir del momento que viene admitida, la certeza absoluta de que su nombre va a ser respetado, lo mismo estando él presente que ausente. Tú también agradeces y te agradan esas garantías, ¿a que sí? Pues respétaselas a los demás.

—A mí no me hace mella lo que hablen —dijo el otro riendo—. Lo que es un establecimiento, la mitad de la gracia la pierde, si no tienen cabida el chismoggeo ni la intriga.

—Dígamelo a mí —terciaba el hombre de los z. b., con voz escarmentada—; toda la gracia que esas cosas han tenido en mi salón de barbería. A mí gracia ninguna no me han hecho, se lo puedo jurar. Y si todos los establecimientos abiertos al público, lo mismo los de aseo que los de expansión, guardasen la norma esa de aquí de Mauricio, sería otra educación muy distinta la que habría y otro respeto al ciudadano. Y la relación social entre el público no crea que perdería nada con eso, se lo digo yo a usted; sería otro trato más civilizado el que tendríamos las personas.

Había aparecido Faustina en la puerta del pasillo:

—Tú, ¿pero adónde se han ido esta gente? Salgo ahora al jardín a recoger un poco todo aquello, pensando que se han marchado, y me veo que tienen ahí todavía las bicicletas, y a las horas que son.

—Calla, han tenido una desgracia, ¿no lo sabes? Se ahogó una de las chicas.

—¿Pero qué dices? ¿Pero quién se ahogó? ¡Pues si estaban ahí en el jardín…!

—Otra, mujer, otra. Se quedaron algunos en el río; no subieron todos.

—¡Ay Dios mío, Señor…! —movía la cabeza—. ¡Qué cosa…! No, si algo tenía que pasarles… Vienen sin tino, irresponsables por completo; ¿cómo no va a ocurrir cualquier desgracia? ¡Ya ves tú ahora qué disgusto tan terrible, tan espantoso! Si no me extraña, no me extraña… Bien sabe Dios lo que lo siento; pero extrañarme, ni que pase eso, ni que pasara mucho más…

Se metía otra vez hacia el pasillo murmurando. Dijo Lucio:

—Habrá que verlos ahora cuando suban, las caras que traigan.

—Pues usted verá.

Hubo un silencio.

Después habló Mauricio:

—El río éste lo que es muy traicionero. Todos los años se lleva alguno por delante.

—Todos —dijo el pastor.

El alcarreño:

—Y siempre de Madrid. La cosa: tiene que ser de Madrid; los otros no le gustan. Parece como que la tuviera con los madrileños.

—Ya —comentaba Macario—. A los de aquí se ve que los conoce y no se mete con ellos.

—Más bien que lo conocerán ellos a él, y saben cómo se las gasta.

—Eso será más bien —dijo Amalio el pastor—, desde luego. Lo que es el río, bueno es él para conocer a nadie, ni tener consideraciones con ninguno. Sí que no es falso. Es en pleno verano, ¿eh?, tal como ahora, que ni agua parece que lleva; pues lo mismo le da: cuando se tercia, me engancha a alguno por un pie, ¡y adentro!, que se lo tragó. Pero una cosa rápida, igual que si fuera un hambriento, lo mismo. Y al que éste agarre bien agarrado, ya es que no se lo quita de las fauces ni el mismísimo Tarzán que se echase a sacarlo, con todo su golpe de melena y su cuchillo y sus bragas de pelo de tigre. ¡Nanay!

—Sí que sí; un elemento de cuidado —añadió el alcarreño—. Pues ya les sale bien caro a los madrileños el poquito respeto que le tienen. Lo que les pasa es que aprenden a nadar en las piscinas, y luego se vienen al Jarama a practicarlo; pues nada, lo ven tan somero, lo ven que no los cubre ni la mitad que una piscina, y se confían y se creen que todo el monte es orégano. Pero, sí, sí; somero, desde luego que lo es, en el verano, amigo; lo que no saben es que las aguas de este río tienen manos y uñas, como los bichos, para enganchar a las personas y digerírselas en un santiamén; eso es lo que ellos no saben.

—¡Diferencia con una piscina! —dijo Amalio—. ¡Ojo, que hay curvas! ¡Adónde va a parar! Aguas, éstas, que tienen siete capas, con todos sus recovecos y sus dobleces y sus entretelas. Como una cosa viva; con más engaños que el jopo de una zorra y más perversidades que si fuesen manojos de culebras, en vez de ser agua, lo que viene corriendo por el lecho. Que no es persona este río. Que no es persona ninguna de fiar. Con una cantidad de hipocresía, que le tiembla el misterio —se reía.

Y dijo el alcarreño:

—En invierno, en invierno, entonces tenían que venirlo a ver, cuando carga y se pone flamenco él; para que supieran con qué clase de individuo se gastan los cuartos.

—Bien dicho —asentía el pastor—; el día que me coge una de esas crecidas de marzo, que se le hincha el pescuezo lo mismo que un gallo que quiere pelea. Le zumba el mico, las riadas; que se te lleva una huerta por delante, con frutales y tapias y todo lo que entrilla, y después te la deja aterrada, convertida totalmente en una playa, que no le hacen falta ya más que los toldos y las garitas esas de colores, como se estilan en los puntos del veraneo, ¿a ver si es mentira?

Se reían los presentes; el alcarreño comentó:

—Luego que vengan diciendo que no tiene uñas y manos, y te descuaja hasta los árboles. A ver si el agua, según es ella por sí misma, va a poder hacer eso alguna vez.

—No se diría —dijo Amalio el pastor.

Los miró sonriendo en silencio; con ambas manos se apoyaba en la garrota, por delante de su vientre cóncavo, que se encogía tras las holguras de sus calzones de pana amarillenta. Así apoyado, los hombros se le subían, a causa de su chica estatura, y marcaban los huesos contra la tirantez de la camisa. Su cabeza aplastada se hundía entre los hombros y la sonrisa le ensanchaba las facciones, comprimidas entre la frente despejada y enorme y la angulosa mandíbula de rana.

—Vaya si es bravo cuando quiere —decía, columpiándose en la garrota—; da su guerra, para ser ese río que es, que no es que sea un arroyo, arroyo no, pero tampoco es de los grandes. Cuando en marzo te dice allá voy, que empieza a revolvérsele la sangre esa que tiene y comienza a crisparse y rebullir como la olla del cocido, y se lía a traer ramas y matorrales, que los lleva saltando, en volandas por encima la corriente, y vigas y árboles mediados y animales muertos, perros y gatos y liebres, con la barriga hinchada como un globo, y ovejas y hasta reses de vacuno, que luego te los deja maloliendo adonde quiera que le cae, donde se ve que se harta de llevarlos en el lomo y que te lleve Rita —hablaba con viveza—. Igual te quita una oveja en San Fernando y organiza una merendola de amigotes en Vaciamadrid; como arrastra en la Sierra un molino de centeno, para instalar una fábrica de harinas y tapiocas, maquinaria moderna, en el mismísimo Aranjuez. ¡Y vete tú a olerles la boca y los eructos, después que se la han comido, a ver si era tu oveja o si era otra, a los tragones de Vaciamadrid! ¡Pues buen provecho, qué coñe! —se reía—. Lo que te quita el río, buena gana; déjaselo ir a los que tengan la suerte de pillarle más abajo. Él quita y pone y forma el estropicio y se organiza su propia diversión.

—Vamos —le dijo Lucio—; ya me parece que quiere usted crecerlo más que nunca no fueron capaces de crecerlo las tormentas.

—Sí que me estaba resultando ya mucha llena a mí también la que teníamos esta noche —confirmaba Mauricio sonriendo—. Si esto es ahora en agosto, en febrero se lleva la Provincia. Yo creo que se ha pasado un poquitito.

El pastor se reía.

—Viene siendo por las trazas. Se le añadían un par de ceros; la cosa es relatar.

—Mucho veo que le gusta engordarlo —dijo Lucio—. Con toda la rabia que dice que le inspira, y cómo se entusiasma y se explaya, hablándonos de él. Después de todo, se ve que le tiene ley, ¿diga usted la verdad?

—Con los respetos debidos —contestaba el pastor—, y guardando las distancias. Refrescarme los pies y además sentadito en la orilla, ése es el grado mayor de confianza que yo le concedo. Ahora, eso sí, faenas de ésas, de ponerse hecho un toro colorado y salir arreando con todo lo que pilla por delante, de ésas le tengo vistas unas pocas. Me gusta el espectáculo, se lo digo en serio. Especial si alcanzo a tiempo de la primera embestida. ¡Eso es grande!

—Sin las ovejas, será.

—El ganadito encerrado, por supuesto. Ah, no; no comerán más ovejas en Vaciamadrid, en lo que sea yo pastor, se lo juro.

—¿Pues cómo pudo llevarse una oveja tan abajo, por muy grande que fuese la crecida?

—Muy fácilmente —decía riendo el pastor—; pues en primer lugar, por lo flacas que están todas, que un saltamontes un poquito gordo ya pesa más; y en segundo lugar porque se trata de un invento. Verá usted, eso no es más que un cuento mío, de una vez que mi amo me embarcó, con toda la tormenta aún encima, en busca la piel de una oveja que me había quitado el Jarama. Pues fueron su padre y su abuelo, cogidos de la mano. Conque le dije que muy bien, que ahora mismo, y me tiré la tarde al libro de las cuarenta hojas, a base de tute por todo lo alto, y me presento a la mañana, más serio que un ocho, para darle razón que la oveja se la habían aliñado unos gandules de Vaciamadrid y que la piel ya se la habían colocado al primero que les daba cuatro perras; y el amo va y se lo cree todo a pies juntillas, y que bueno, que ya qué se le iba a hacer, que lo dejase y no buscase más. Tan convencido quedó el hombre; de la pura poquísima idea que no tiene de nada de nada, y de lo serio que me puse yo para ensartarle el embuste. Y ése es el cuento.

El hombre de los z. b. levantó la cabeza.

—Usted nos hace pasar buenos ratos, Amalio —le dijo—, con todas esas cosas que nos pinta del río; pero hoy le está costando muchas lágrimas a algunas personas.

—Eso es así —dijo el pastor—, por suerte o por desgracia. No puede más que ser de esa manera; unos se ríen con lo que a otros les cuesta de llorar. Y esto del Jarama no es de hoy; siempre tuvo esas cosas; llevan viniendo a bañarse qué sé yo el tiempo, desde muchísimo antes de la guerra; una costumbre del año catapúm; y todos, todos los veranos, tienen que ahogarse tres o cuatro madrileños. ¿Qué tiempo lleva en Coslada?

—Pues cuatro años van a hacer.

—Así que ya pasó lo menos tres veranos, con éste, y a ver si ha habido uno solo, sin que algún madrileño pereciese a manos del Jarama. Una desgracia que es ya vieja y notoria; casi una costumbre. Hoy la tocó de venir. Se conoce que estaba acechando este día.

—Al que le toca le tocó —dijo Lucio—. Lo mismo que un sorteo.

—Eso es; pero el río no se va sin lo suyo —contestaba el pastor—. Y si un día se negara la gente a meterse en el río, saldría él a buscar a la gente.

—Capaz sería, sí señor —asentía el alcarreño.

El pastor se reía.

—¡Qué miedo!, ¿eh? El río saliéndose de sus cauces y liándose a correr por detrás de la gente, como un culebrón. ¿No le daría a usted miedo, señor Lucio?

—Yo estoy muy duro ya. Me escupiría al instante.

—Pues a saber si le gusta a lo mejor la carne de gallo viejo —decía el alcarreño y bostezaba.

Hubo un silencio, en que Carmelo cogía su vaso y bebía un sorbito de vino; Lucio había hecho una seña a Mauricio, para que éste llenase los vasos.

—Siempre va usted retrasado —le dijo Mauricio al hombre de los z. b.—. Apure, que le llene.

—Deje, Mauricio, no me ponga más vino —contestó—. Con estas cosas se le quitan a uno las ganas de beber.

—Como usted quiera —dijo Mauricio, retirando la frasca.

—¿Y con qué cosas? —preguntó Macario.

El hombre de los z. b. lo miraba a la cara.

—Pues con esto —indicó hacia la puerta—; estas cosas que pasan.

—Ah, ya.

—Será una tontería, pero a mí me afectan —explicaba el hombre de los z. b., como quien se disculpa—. En cuanto ocurren así, como cerca de uno, aunque uno no tenga la más pequeña relación. Ni he visto tan siquiera a la chica, dese cuenta; basta que hayan estado pasando sus compañeros por aquí delante, que ya me quedo yo de una manera, y fastidiado hasta mañana. Vaya, como con mal sabor de boca, o qué sé yo; no sé cómo explicárselo.

—Ya me doy cuenta —dijo Macario—. Eso no es más que lo impresionable de cada cual. Unos son más, otros son menos. Los hay que se te quedan tan frescos viendo, tal como ahí, a la gente despedazada en un accidente de autobús; como otros, por el contrario, pues arreglado al caso de usted, o parecido.

El hombre de los z. b. comentó:

—Y está uno leyendo todos los días cantidad de accidentes que traen los periódicos, con pelos y señales, sin inmutarse ni esto; y, en cambio, asiste uno a lo poquísimo que yo he presenciado aquí esta tarde, y casi de refilón, como quien dice, y ya se queda uno impresionado, con ese entresí metido por el cuerpo, que ya no hay quien te lo saque. Como con mal agüero, esto es, ésa es la palabra: con mal agüero.

—Ya, ya me lo figuro —dijo Macario, sin prestar ya atención a lo que el otro decía.

—Y por ejemplo, esta noche, ya no puedo yo cenar, mire por cuanto —concluía el hombre de los z. b.—. Se fastidió la cena.

*

Descubrió al Juez entre los que bailaban. Sobresalía su cabeza rubia por encima de las otras cabezas. Era una samba lo que estaban tocando. Ahora el Juez lo vio a él y se señalaba el pecho, como si preguntase: «¿Me busca?». Asintió. Paró el Juez de bailar y ya se excusaba con su pareja:

—Dispénsame, Aurorita, está ahí el Secretario; voy a ver qué me quiere.

—Estás perdonado, Ángel, no te preocupes. La obligación lo primero —sonreía reticente.

—Gracias, Aurora.

Se salió de la pista, esquivando a las otras parejas, y se detuvo junto a un tiesto con grandes hojas, donde estaba el Secretario. Éste le dijo:

—No corría tanta prisa; podía haber terminado este baile.

—Es lo mismo. ¿Qué hay?

—Han telefoneado de San Fernando, que hay una ahogada en el río.

—Vaya, hombre —torcía el gesto—. ¿Y quién llamó?

—La pareja.

El Juez miró la hora.

—Bueno. ¿Ha pedido usted un coche?

—Sí, señor; a la puerta lo tengo. El de Vicente.

—Caray, es una tortuga.

—No había otro. Los domingos, ya sabe usted, no se encuentra un taxi; y menos hoy, que ha salido la veda de la codorniz.

—Bueno, pues voy a decirles a éstos que me marcho. En seguida soy con usted.

Atravesó la sala y se acercó a una mesa.

—Lo siento, amigos; he de marcharme.

Recogía del cristal de la mesa un mechero plateado y una cajetilla de Philips.

—¿Qué es lo que pasa? —le preguntaba la chica que había bailado con él.

—Un ahogado.

—¿En el río?

—Sí, pero no aquí en el Henares, sino en el Jarama, en San Fernando.

—Y claro, tendrás que ir en seguida.

El Juez asintió con la cabeza. Tenía un traje oscuro, con un clavel en la solapa.

—Encuentro de muy mal gusto el ahogarse a estas horas y además en domingo —dijo uno de los que estaban en la mesa—. Te compadezco.

—Él escogió la profesión.

—Así que hasta mañana —dijo el Juez.

—Tienes aquí todavía, mira. Termínatelo —le advertía uno de gafas, ofreciéndole un vaso muy alto, en el que flotaba una rodajita de limón.

El Juez se lo cogió de las manos y apuraba el contenido. La orquesta había parado de tocar. Una chica de azul se acercaba a la mesa, con otro joven de chaqueta clara.

—Ángel se tiene que marchar —les dijeron.

—¿Sí? ¿Por qué razón?

—El deber lo reclama.

—Pues qué lata; cuánto lo siento.

—Yo también —dijo el Juez—. Que os divirtáis.

—Hasta la vista, Angelito.

—Adiós a todos.

Saludó con un gesto de la mano y se dio media vuelta. Atravesó la pista de baile, hacia el Secretario.

—Cuando usted quiera —le dijo sin detenerse.

El Secretario salió con él y recorrieron un ancho pasillo, con techo de artesonado, hasta el recibidor. El conserje, ya viejo, con traje de galones y botones dorados, dejó a un lado el cigarro, al verlos venir, y se levantó cansadamente de su silla de enea.

—Muy buenas noches, señor Juez, usted lo pase bien —dijo mientras le abría la gran puerta de cristales, con letras esmeriladas.

Volvió a oírse la música tras ellos. El Juez miró un instante hacia la sala.

—Hasta mañana, Ortega —le dijo al conserje, ya pasando el umbral hacia la calle.

Había un Balilla marrón. El chófer estaba en mangas de camisa, casi sentado en el guardabarros. Saludó y les abría la portezuela. El Juez se detuvo un momento delante del coche y levantó la vista hacia el cielo nocturno. Luego inclinó su largo cuerpo y se metió en el auto. El Secretario entró detrás, y el chófer les cerró la portezuela. Veían a la derecha la cara del conserje, que los miraba por detrás de las letras historiadas de los grandes cristales: CASINO DE ALCALÁ. Ya el chófer había dado la vuelta por detrás del automóvil y se sentaba al volante. No le arrancaba a lo pronto, renqueaba. Tiró de la palanquita que le cerraba el aire al motor, y éste se puso en marcha.

—Vicente —dijo el Juez—, al pasar por mi casa, pare un momento, por favor —se dirigió al Secretario—. Voy a dejarle dicho a mi madre que nos vamos, para que cenen ellas, sin esperarme.

Pasaban por la Plaza Mayor. No había nadie. Sólo la silueta de Miguel de Cervantes, en su peana, delgado, con la pluma y el espadín, en medio de los jardincillos, bajo la luna tranquila. De los bares salía luz y humo. Se veían hombres dentro, borrosos, aglomerados en los mostradores. Después el coche se paró.

—Vaya usted mismo, Vicente —le dijo el Juez—, tenga la bondad. Le dice a la doncella que nos vamos para San Fernando y que podré tardar un par de horas en estar de regreso.

—Bien, señor Juez.

Se apeó del coche y llamaba al timbre de una puerta. Luego la puerta se abrió y el mecánico hablaba con la criada, cuya figura se recortaba en el umbral, contra la luz que salía de la casa. Ya terminaba de dar el recado, pero la puerta no llegó a cerrarse, porque otra figura de mujer aparecía por detrás de la doncella, apartándola, y cruzaba la acera hasta el coche.

—¿Sin cenar nada, hijo mío? —dijo inclinada sobre la ventanilla—. Toma un bocado siquiera. Y usted también, Emilio. Anda, pasar los dos.

—Yo ya he cenado, señora, muchas gracias —contestó el Secretario.

—Pues tú, hijo. ¿Qué se tarda?

—No, mamá, te lo agradezco, pero no tengo hambre, con los aperitivos del Casino. A la vuelta. Me lo dejáis tapado en la cocina.

El chófer pasaba a su puesto. La señora hizo un gesto de contrariedad.

—No sé qué me da dejarte ir así. Luego vienes y te lo comes todo frío, que ni puede gustarte ni te luce ni nada. No llegarás a ponerte bueno. Anda, iros ya, iros, si es que no tienes gana. Qué le vamos a hacer.

Se retiró de la ventanilla.

—Pues hasta luego, mamá.

El motor arrancaba.

—Adiós, hijo —se inclinaba un momento para mirar al Secretario dentro del coche, que ya se movía—. Adiós, Emilio.

—¡Buenas noches, señora! —contestó.

Luego el chófer metió la segunda, por el centro de la calzada, y detrás de ellos se cerraba de nuevo la puerta de la casa del Juez. Embragó la tercera calle adelante, y atravesó el arco de piedra, hacia la carretera de Madrid. Negra y cercana, a la izquierda, la enorme artesa volcada del Cerro del Viso, se perfilaba de una orla de leche violácea, que le ponía la luz de la luna.

—¿Avisó usted al Forense?

—Sí, señor. Dijo que iría en su coche, más tarde, o en el momento que lo mandemos a llamar.

—Bien. Así que una chica joven, ¿no era?

—Eso entendí por teléfono.

—¿No le dio más detalles? ¿Le dijo si de Madrid?

—Sí, señor Juez, en efecto; de Madrid dijo que era.

—Ya. Los domingos se pone aquello infestado de madrileños. ¿A qué hora fue?

—Eso ya no le puedo decir. Sobre las diez y pico llamaría.

Ahora corrían en directa, hacia las luces de Torrejón. El Juez sacó Philips Morris.

—Vicente, ¿quiere fumar?

El chófer soltó una mano del volante y la tendió hacia atrás, por encima del hombro, sin volver la cabeza.

—Gracias, don Ángel; traiga usted.

El Juez le puso el pitillo entre los dedos.

—Usted, Emilio, sigue sin vicios menores, ¿no?

—Ni mayores; muchas gracias.

A la izquierda, veían los valles del Henares, batidos por la luna, a desaguar al Jarama. El Secretario miró de reojo a la solapa del Juez, con el clavel en el ojal. La llama del mechero iluminó la tapicería del automóvil. El chófer ladeaba la cabeza, para tomar lumbre de manos del Juez, sin apartar los ojos de la luz de los faros que avanzaban por los adoquines. A la izquierda, muy lejos, hacia atrás, un horizonte de mesetas perdidas, que apenas blanqueaban vagamente en la luna difusa, contra el cielo de azul ofuscado de polvo. Sucesivas mesetas de caliza y margas, blanco de hueso, se destacaban sobre los valles, como los omoplatos fósiles de la tierra. Luego el Balilla se vio traspasado de pronto por una luz muy fuerte que lo embestía por detrás. La trompeta sonora de un turismo venía pidiendo paso, y la luz los rebasaba en seguida por la izquierda, con un gemido de neumáticos nuevos, cantando en los adoquines. Acto seguido mostraba el Chrysler su grupa negra y escurrida, con los pilotos rojos, que se alejaron velozmente.

—Americanos —dijo el chófer.

—¿Y qué otra cosa van a ser? —le replicaba el Secretario.

—Ya. Si le vi la matrícula. Pues así ya se puede ir a donde quiera.

—Sí; así ya se puede.

—Para cuando lleguemos nosotros a San Fernando, aburridos de verse en Madrid. Es decir, si no se estrellan antes y no se quedan hechos una tortilla en cualquier poste del camino.

—Quien mucho corre pronto para —corroboró el Secretario.

—Ésta es la ventaja que tenemos nosotros; que con este cajoncito de pasas de Málaga no se corre peligro —dijo el chófer—. Algún privilegio teníamos que tener.

—Pues claro.

El Juez iba en silencio. Dejaron a la izquierda la carretera de Loeches y entraban a Torrejón de Ardoz. Había aún mucha luz en el trozo de carretera que atravesaba el pueblo, y algunos grupos de hombres se apartaban al paso del Balilla. Otros estaban sentados en filas o en corrillos a las puertas de los locales. Al pasar se entreveían los interiores de las tabernas iluminadas y la estridencia fugaz de los colores de los almanaques, en las paredes pintadas de añil. Atrás quedó la figura de la torre, con un brillo de luna en el azul de sus tejas. La alta sombra angulosa de un frontón sobresalía por encima de los techos. Luego la carretera descendía a los eriales del Jarama y se vieron al fondo las bombillas dispersas de Coslada y San Fernando, al otro lado de la veta brillante del río. La carretera corría por una recta flanqueada de árboles, hasta el Puente Viveros. A la salida del puente dejaron la General y torcieron a mano izquierda, para tomar la carretera de San Fernando de Henares. Saltaba el automóvil en los baches. Ahora el Juez preguntó:

—¿Dónde le dijo el guardia exactamente que era el lugar del suceso?

—En la presa.

—Ya sabrá usted cómo se baja a la presa, ¿no, Vicente?

—Sí señor.

Encontraron abierto el paso a nivel. El coche baqueteaba fuertemente al cruzar los raíles. Enfrente, a mano izquierda, los grandes árboles oscuros de la finca de Cocherito de Bilbao escondían la sombra de la villa, cuyo tejado brillaba entre las hojas.

—Con éste —dijo el Juez—, ya van a hacer el número de nueve los cadáveres de ahogados que le levanto al Jarama.

El chófer meneó la cabeza, en signo de desaprobación.

—O, es decir, ahogados, ocho, ahora que me acuerdo —rectificaba el Juez—; porque uno fue aquella chica que la empujó su novio desde lo alto del puente del ferrocarril; ¿no lo recuerda, Emilio?

—Sí, lo recuerdo. Hará dos años.

Torcieron de nuevo a la izquierda, al camino entre viñas, y luego descendían a mano derecha, hasta los mismos merenderos. El coche se detenía bajo el gran árbol, y salieron algunos de las casetas, o se asomaban figuras en los quicios iluminados, para ver quién venía. Se retiraron respetuosos de la puerta, cuando entraba el Juez. Entornaba los ojos en la luz del local. Vicente quedó fuera.

—Buenas noches.

Callaron en las mesas y los miraban, escuchando. El Juez tenía el pelo rubio y ondulado sobre la frente y era bastante más alto que el Secretario y que los otros que estaban de pie junto al mostrador.

—¿Cómo está usted? —le dijo Aurelia.

—Bien, gracias. Dígame, ¿por dónde está la víctima del accidente?

—Pues aquí mismo, señor Juez —señaló con la mano, como a la izquierda, hacia afuera de la puerta—. Casi enfrentito. Se ha visto desde aquí. No tienen más que cruzar la pasarela. O si no… ¡Tú, niño! —gritó hacia la cocina.

Apareció instantáneamente un muchacho, en un revuelo de la tela que hacía de puerta.

—¡Mira, quítate eso, y ahora mismo acompañas al señor Juez! —le dijo la Aurelia—. ¡Zumbando!

—Gracias; no era preciso que lo molestase.

—¡Faltaría más!

El chico se había quitado el mandil.

—Otra cosa, señora: ahí abajo no hay luz, ¿verdad usted?

—No la hay; no señor.

—Pues entonces, mire, si fuera usted tan amable que nos pudiese dejar una linterna.

—¿Linterna? Eso no, señor; de eso sí que no tenemos. Con mil amores, si la hubiera —pensó un instante—. Faroles es lo que tengo; ya sabe usted, de éstos de aceite. Eso sí, un farol sí que puedo dejarle, si se arreglan. Se le avía volandito.

—Bueno, pues un farol —dijo el Juez—. Con eso va que arde, ya es más que suficiente.

Aurelia se volvió hacia el chico:

—¡Ya lo has oído, tú! Baja, pero relámpago, a la bodega, y vuelves aquí en seguida con un farol. De los dos, el más nuevo, te traes. Pero corriendo, ¿eh?

El chaval ya corría.

—¡Y le quitas el polvo! —le gritó a sus espaldas.

En seguida dirigió la voz hacia la puerta de la cocina.

—¡Luisa, Luisa… mira, tráete en seguida la cantarilla del aceite y las torcidas nuevas, que están en la repisa del quita-humos!

—¡Ahora, madre! —contestó una voz joven, al otro lado de la tela.

Aurelia se volvió hacia el Juez:

—En seguida está listo.

—Muchas gracias, señora. Y tengo yo una linterna en casa, pero… —se encogió de hombros.

—Aquí, en lo que podamos, ya lo sabe usted. Nunca es molestia —hizo una pausa y proseguía, cabeceando—: La lástima es que sea siempre en estos casos tan tristes. Ya quisiéramos tener el gusto de tratarlo y atenderlo en otros asuntos de mejor sombra, que no éstos que lo traen.

—Sí, así mejor no conocerme.

—Así es, señor Juez, así es. Preferible sería, desde luego, pese a todo el aprecio que se le tenga.

El Juez asentía distraído:

—Claro.

—Ah, pero eso tampoco no quita para que no se anime usted a venir por aquí con sus amistades cualquier día de fiesta y lo podamos recibir como sería de nuestro agrado. No todo van a ser…

—Algún día; muchas gracias.

Entró la chica con las torcidas y el aceite.

—Pues a ver si es verdad, señor Juez. Trae, tú, déjalo aquí mismo. ¿Pero este pedazo de besugo en qué estará pensando? —se asomó a la bodega—. ¡Erneee! ¡Ernesto! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué estás haciendo, si se puede saber?

Escuchó lo que el otro contestaba; luego dijo:

—¡Pues tráetelo ya como sea! ¿No te das cuenta que está esperando el señor Juez?

Volvió de nuevo al centro del mostrador.

—Perdone usted, señor Juez, pero es que el chico éste es más inútil que un adorno. Una lucha continua con él.

—No se preocupe.

Aparecía el chico.

—¡Te dije que le quitaras el polvo por encima, monigote; no que le fueras a sacar brillo como el Santo Cáliz! ¡Trae, anda, trae, calamidad!

Intervenía uno de los que estaban junto al mostrador:

—A ese chaval la que lo vuelves tarumba eres tú, Aurelia, con esos bocinazos que le pegas a cada momento.

—¡Tú cállate!

—Así no se espabila a un chico. Con ese sistema, lo que se lo acobarda es cada vez más.

—¿Te lo han preguntado? ¡Di!

—¡Me subleva, coño, me subleva!

Dio un manotazo en el mármol y salió del local.

—¡Vamos…! —dijo Aurelia, volviéndose hacia otros dos del mostrador—. ¿Pero habéis visto cosa igual? Ni por un respeto al señor Juez, que está delante…

La miraban inexpresivos; no dijeron nada. Aurelia se encogía de hombros. Abrió la puertecilla del farol y sacó la cajita de lata que formaba el candil.

—¿Me deja que la ayude? —le dijo el Secretario.

—Se va usted a pringar.

—Déme, que vaya sacándole la mecha ya quemada. Me entretiene.

Aurelia abrió la cajita y le pasó al Secretario la mitad superior.

—Tenga. Está todo cochino. Seis u ocho meses que no se ha vuelto a usar. Desde el invierno.

Ella se puso a limpiar con un trapo la parte inferior, mientras el Secretario extraía con un palillo los residuos de torcida que obstruían el tubito de la tapadera. Después Aurelia retorcía los mechones de yesca entre sus dedos.

—¿Me permite?

El Secretario le entregó la tapa y ella hacía pasar la torcida por el tubito a propósito. Después llenó de aceite nuevo el pequeño recipiente y remontó con el dedo la gota que escurría por el cuello de la cantarilla. Juntó una parte con la otra, y la cajita del candil quedó cerrada y a punto. La metió en el farol y la dejó fijada entre unos rebordes ex profeso que había en el fondo. Uno de aquellos hombres encendía un fósforo y lo arrimaba a la torcida.

—¡Magnífico! —dijo el Juez, cuando lució la llama.

Aurelia cerró el farol, y la llama quedaba encerrada entre los cuatro cristalitos. Lo levantó por el asa y se lo dio al muchacho.

—Toma, llévalo tú. ¡Y ojito con dejártelo caer!

—Pero si no es preciso que venga —dijo el Juez—. Nosotros mismos lo llevamos.

—¡Quite!, ¡van a llevar! Con esas ropas que traen, de día de fiesta. El chico se lo lleva a ustedes, que no tiene nada que mancharse. Y que vaya por delante y así van viendo ustedes por donde pisan, que está eso muy malo, ahí afuera.

—Pues vamos. Hasta luego, señora, y muchas gracias.

Se dirigió a la concurrencia:

—Buenas noches.

Sonó un murmullo de saludo por las mesas. Aurelia salía con ellos al umbral.

—Ahí mismo, ¿sabe? Nada más que atraviesen la pasarela, un puentecillo que hay. Al otro lado, verá usted ya en seguida a la pareja de los guardias. El muchacho los guía.

—Entendido —dijo el Juez, alejándose.

El Secretario recogía del coche una carpeta y una manta. Pasaron por debajo del gran árbol, cuya copa ocultaba la luna y formaba una sombra muy densa. Saliendo del árbol, se adentraron por el angosto pasillo de maleza y zarzales, que estrechaban el camino y los obligaba a ir en fila india. El chaval caminaba el primero, con el delgado y largo brazo estirado hacia arriba, y el farolillo en lo alto, meciéndose en la punta, colgado de sus dedos; después la pequeña sombra del Secretario, vestido de negro, con su calva rosada y sus lentes de montura metálica; y por último el Juez, rubio y de alta estatura, que se había retrasado y venía con las largas zancadas de sus jóvenes piernas. Después salieron a la orilla del brazo muerto, y el Secretario se detuvo a dos pasos del puentecillo.

—Aguarda, chico.

El chaval se paró. Ahora el Secretario se volvía hacia el Juez.

—Señor Juez.

—¿Qué pasa, Emilio?

—Antes no me he atrevido a decírselo, don Ángel; ¿se ha mirado usted la solapa?

—Yo no. ¿Qué hay?

Inclinó la cabeza hacia el pecho y se vio el clavel.

—Caray, tiene usted razón. No me había apercibido siquiera. Le agradezco que me lo haya advertido usted tan a tiempo.

Se aproximó aún más al Secretario, ofreciéndole la solapa.

—Quítemelo, haga el favor. Está prendido por detrás con un par de alfileres.

—Chico, acerca la luz.

Obedeció el chaval y empinaba cuanto podía el farolito hacia la alta cabeza del Juez instructor, cuyo pelo brilló muy dorado junto a la luz de la llama. Manipulaba el Secretario con torpeza, acercando sus lentes a la solapa del Juez. Logró por fin extraer los alfileres, y el Juez tiró del clavel y lo sacó.

—Gracias Emilio. Ya podemos seguir.

En fila india pasaron las tres figuras el puentecillo de madera. El niño siempre delante, con el farol que le oscilaba en la punta del brazo. El Juez pasaba el último y arrojó su clavel hacia la ciénaga, mientras las tablas crujían bajo su peso. A la salida del puente, ya venía al encuentro de ellos el guardia Gumersindo, y se le vio brillar el hule del tricornio, al entrar en el área de luz del farolito.

—A la orden de Su Señoría.

El taconazo se le había amortiguado en la arena.

—Buenas noches —le dijo el Juez—. Veamos eso.

Se aproximaron a la orilla. Todos se habían incorporado y rodeaban en silencio el cadáver. Sonaba la compuerta. El Juez cogió al muchacho por el cuello.

—Acércate, guapo; ponte aquí. Me sostienes esa luz encima. Sin miedo.

El chiquillo estiró el brazo desnudo y lo mantuvo horizontal, con el farol colgando sobre el bulto del cadáver.

—A ver. Descúbranlo —dijo el Juez.

Se adelantaba a hacerlo el guardia joven.

—Quieto, usted. El Secretario.

Éste ya se inclinaba hacia el cuerpo y retiró el vestido y la toalla que lo cubrían. La piel tenía una blancura azulada, junto a lo negro del traje de baño. Ahora el Juez se agachó, y su mirada recorría todo el cuerpo, examinándolo de cerca.

—Colóquenmelo decúbito supino.

El Secretario levantó de un lado, y el cuerpo se vencía, aplomándose inerte a su nueva postura. Tenía arenillas adheridas, en la parte que había estado en contacto con el suelo. El Juez le apartó el cabello de los ojos.

—Dame esa luz.

Tomó el farol de las manos del niño y lo acercó a la cara de Lucita. Las pupilas tenían un brillo turbio, como añicos de espejo manchados de polvo, o pequeños recortes de hojalata. La boca estaba abierta. Recordaba la boca de un pez, en el gesto de los labios. El Juez se levantó.

—¿Cuándo llegaron ustedes?

—¿Nosotros, Señoría?

—Sí, claro.

—Pues nosotros, Señoría, nos hicimos presentes en el crítico momento en que estos señores depositaban en tierra a la víctima.

—¿A qué hora fue?

—El hecho debió de ocurrir sobre las veintiuna cuarenta y cinco, aproximadamente, salvo error.

—Ya. Las diez menos cuarto, en resumen —dijo el Juez—. ¿A qué señores se refiere?

—A nosotros, señor —se adelantó a decir el de San Carlos—. Nosotros cuatro.

—Bien. ¿Había entrado a bañarse con ustedes?

—No, señor Juez. Nos tiramos al agua al oír que pedían socorro.

—¿Lo vieron bien desde la orilla?

—Estaba ya oscuro, señor. Sólo se distinguía el movimiento a flor de agua.

—¿Quién pedía socorro?

—Este señor y esta señorita, desde el río.

El Juez volvió la cabeza hacia Paulina y Sebastián. De nuevo preguntó al estudiante:

—¿Pudo apreciar la distancia que había en aquellos momentos entre ellos y la víctima?

—Calculo yo que serían como unos veinte metros.

—¿No menos?

—No creo, señor.

—¿Y no había en el agua nadie más, y que estuviese más cerca de la víctima?

—No, señor Juez, no se veía a nadie más en el río.

El Juez se volvió a Sebastián:

—¿Ustedes están conformes, en principio, con lo que dice este señor?

—Sí, señor Juez.

—¿Y usted, señorita?

—También —contestó Paulina, bajando la cabeza.

—No conteste «también», diga sí o no.

—Pues sí; sí señor.

Tenía una voz llorosa.

—Gracias, señorita —se dirigió a los estudiantes—. De ustedes, ¿quién fue el primero que alcanzó a la víctima en el río?

—Yo, señor —contestó Rafael—. Me tropecé con el cuerpo a flor de agua.

—Ya. ¿Y no pudo usted apreciarle, en aquellos instantes, si daba todavía algún indicio de vida?

—No, señor Juez; no se sentía vida alguna.

—Pues muchas gracias. Por ahora nada más. No se marchen ninguno de los que han hablado aquí ahora conmigo, ni nadie que haya sido requerido anteriormente por los guardias. Si alguien desea declarar motu proprio alguna cosa relacionada con el caso, que se quede también.

Se dirigió al Secretario:

—Secretario: proceda al levantamiento del cadáver y hágase cargo de las prendas y objetos pertenecientes a la víctima.

—Sí señor.

—Puede invitar a tres o cuatro de estos jóvenes a que se presten a ayudarle en el traslado. Lo subiremos, de momento, a la casa de Aurelia, hasta que venga el encargado del depósito. ¡A ver, un guardia!

—Mande Su Señoría.

—Usted se ocupa de avisar por teléfono al encargado. Vaya ahora mismo. Le dice que venga en seguida y que se me presente.

—Sí señor. A sus órdenes.

—Así lo dejamos allí cuanto antes, a disposición del forense.

Rafael y sus compañeros se habían acercado al Secretario. El de los pantalones mojados le decía en voz baja:

—Mire, nosotros mismos podemos ayudarle, si le parece. Esos otros la conocían, y puede ser penoso para ellos.

—De acuerdo, pues ustedes mismos. Vamos allá. Acércate, hijo; trae la luz.

El niño se acercó, farol en mano, y el Secretario desplegaba la manta que traía, y la extendió junto al cuerpo de Luci. Después Rafael y el de los pantalones mojados hicieron rodar el cuerpo hasta el centro de la manta. Le cerraron encima una y otra parte, y quedaba cubierto.

—Eso es.

Recogió el Secretario, de manos del guardia, la bolsa y la tartera de Lucita, y las juntó con la toalla y el vestido.

—¿Es todo cuanto tenía?

—Sí señor.

—Adelante, pues. Con cuidado. Tú, niño, pasas el primero con la luz como has hecho viniendo con nosotros. Señor Juez.

El Juez miraba hacia el río; se volvió:

—¿Ya? Bueno. El guardia que se preocupe de que vengan los requeridos. Vamos.

Izaron la manta entre cuatro de los estudiantes, uno por cada extremo. El de la armónica abarcaba el cuerpo por el centro de la manta; lo mantenía levantado, a fin de que no fuese rozando por la tierra. Todo el grupo echó a andar en silencio, en pos del niño de la luz. Detrás del cuerpo iban el Juez y el Secretario; y después los amigos de Lucita, seguidos por el guardia, que llevaba el pulgar enganchado a la correa del mosquetón. Pasaron con cautela el puentecillo, y luego casi no cabían por la angostura de zarzales los que iban cargados con el cuerpo. El niño volvía el farol hacia ellos y avanzaba de espaldas, alumbrando la marcha dificultosa del cadáver. Las ropas se les prendían en las espinas, al rozar con sus flancos las paredes de maleza. Salieron al árbol grande y el Juez se adelantó. Les dijo:

—Deténganse aquí unos momentos. Yo vuelvo en seguida.

Depositaron el cuerpo en el suelo, entre las sillas y las mesas que cubrían la pequeña explanada. Vicente el chófer se acercaba a mirarlo, a la luz débil de las dos bombillas que quedaban encendidas. Llegaron los últimos, y ya todos estaban parados, esperando. A diez pasos de ellos, la luz alcanzaba a iluminar los engranajes de ambas compuertas: dos ruedas dentadas, con sendos vástagos de hierro, derechos y altos, al final del malecón. Ahí mismo rompía el tronar de las aguas. El Juez se había cruzado con el guardia viejo, que salía de la venta.

—¿Avisó usted?

—A sus órdenes. Sí señor. Y que viene al instante.

—Está bien —dijo el Juez ya cruzando el umbral del merendero—. Señora.

—Mande usted, señor Juez.

Acudía solícita, secándose las manos en el mismo mandil.

—Mire, querría dejar en algún sitio los restos de la víctima, hasta que venga el encargado del depósito a hacerse cargo de ellos.

Aurelia lo miraba vacilante.

—¿Aquí dentro? —decía en voz baja—. Señor Juez, dese cuenta la parroquia que tengo aquí en todavía…

—Ya lo comprendo. No puedo hacer otra cosa.

—Entiéndame, señor Juez, si por mí fuera… Una hora en que no hubiese nadie…

—Usted verá. Eso es facultativo. Está en su pleno derecho de negarle la hospitalidad al cuerpo de la víctima.

—¡Huy, no señor; cómo iba yo a hacer eso!, ¡qué horror!; eso tampoco, señor Juez. Es los clientes, compréndame usted; por ellos lo decía.

—Señora —cortó el Juez—; los motivos no hacen al caso. No tiene por qué darme explicaciones. Lo único que deseo yo saber es si quiere o no quiere.

—¿Y qué quiere que haga, señor Juez? ¿Cómo iba a cerrarle las puertas? —levantaba los ojos—. La ponen a una entre la espada y la pared…

—Lo siento, señora; mi oficio es ése precisamente: poner a las personas entre la espada y la pared. No puedo hacer de otra manera. ¿Me quiere indicar el sitio?

—¿El sitio? Mire, pues aquí mismo en la bodega, ¿le parece? Aquí detrás.

Señalaba con el pulgar hacia una cortina de arpillera que había a sus espaldas.

—Perfectamente. Gracias. Voy a decirles que lo pasen.

Salió.

—¡Ya pueden ir pasando! La dueña les dirá dónde lo dejan. —Dirigía la voz hacia el fondo—: ¡A ver, un guardia! —gritó con el índice en alto—. Que se venga también. Esperen aquí afuera los demás.

—A la orden de Su Señoría.

Era el guardia más joven. El Juez contestó con un gesto. Luego entraba de espaldas, por la puerta de la casa, precediendo a los cinco que metían el cadáver.

—Levanten un poco. Cuidado, que hay escalón.

Se pusieron en pie todos los hombres que había en el local, se descubrieron. Se quedaban inmóviles, en un grande silencio, dando la cara hacia el cuerpo que pasaba. Se santiguó fugazmente alguno de ellos, dejando en el aire el pequeño chasquido del besito que se daba en el pulgar.

—Por aquí —dijo Aurelia—. Son media docena de peldaños.

Los hacía meterse por detrás del mostrador.

—Aguarden, que no ven.

Unió las dos puntas de un flexible que colgaba en el muro, y se vio la bodega iluminarse, a través de la arpillera que servía de cortina. Se apresuró a apartarla y la sostuvo a un lado, mientras los otros pasaban con el cuerpo de Lucita y bajaban los seis escalones, seguidos por el Juez y el Secretario y el guardia civil. Se vieron en una gruta artificial, vaciada en la piedra caliza, excavada hacia la entrada del alto ribazo que allí respaldaba la casa y le hacía de muro trasero. Penetraba de ocho a diez metros en la roca, con cinco de anchura, y de techo otros tantos, formando una bóveda tosca, tallada muy en bruto, al igual que las paredes. Pero habían blanqueado con insistencia sobre la abrupta superficie de la roca, en capas reiteradas a lo largo de los años, y ya el espesor de la cal redondeaba los bultos y romaba los vivos y las puntas. Depusieron el cuerpo de Lucita.

—Usted se quedará. Los demás que regresen afuera.

Los ojos de Rafael recorrieron la bóveda, mientras salían sus compañeros. Tan sólo veía turbada en algún punto la blancura del viejo encalado por algunas manchas, rezumantes de humor verdinoso, con melenas de musgo que pendían en largas hilachas del techo y las paredes. Aún estaba la Aurelia en el umbral, en la cima de los seis escalones tallados en la roca, que descendían a la gruta.

—Otro ruego, señora: una mesa y tres sillas hacen falta si es usted tan amable.

—No tiene usted más que pedirlas, señor. Ahora se le bajan.

El Juez sacó los cigarrillos.

—Haremos que puedan marcharse lo antes posible. Son formalidades que hay que rellenar. ¿Fuma usted?

—Gracias; ahora no fumo.

A un lado se veían tres cubas muy grandes y algunos barriles y varias tinajas de barro alineadas; al fondo, vigas contra los rincones, tubos de chimenea negros de hollín, sogas de esparto y caballetes y tablas, sucios de yeso, de algún tinglado de albañilería; en el suelo, una barca volcada, con las tablas combadas y resecas, y una estufa de hierro, una porción de sillas rotas y una carretilla, una puerta, bidones, y muchos botes pequeños de pintura. Rafael acudía a ayudar a la hija de Aurelia y al niño de la luz, que habían aparecido en la escalera con la mesa y las sillas plegables, pintadas de verde. Las colocaban en medio de la bodega, y la chica miraba a la bombilla para hacer que la mesa coincidiese justamente debajo de la luz. Ya volvía la Aurelia, desdoblando un periódico.

—Lo siento, pero es que hoy no me queda ni un solo mantel, señor Juez. Los días de fiesta se ensucia todo lo que hay. Y más que una tuviera, pues más que me ensuciarían.

Extendía el periódico encima de la mesa. Salieron la hija y el muchacho.

—De modo que perdonen la falta, pero con esto se tendrán que arreglar.

—Gracias; no se preocupe —le dijo el Secretario—. Ya vale así.

—Cualquiera cosa más que necesiten, ya saben dónde estoy. Si eso, me dan una voz. Yo estoy ahí mismo —señaló a la escalera—, tras esa cortinilla.

—De acuerdo, gracias —dijo el Juez, con un tono impaciente—. Ahora nada más.

—Pues ya sabe.

Aurelia subió de nuevo los peldaños, apoyándose con las manos en las rodillas, y traspuso la arpillera. El Secretario miró al Juez.

—Igual que doña Laura.

Los dos sonrieron. El guardia joven miraba los cachivaches hacinados, al fondo de la cueva. El Juez aplastó su pitillo contra el vientre de una tinaja.

—Siéntese usted, por favor.

Rafael y el Secretario se sentaban, uno enfrente del otro. Ahora el guardia apartaba alguna cosa en el suelo, con la culata del fusil, para desenterrarla de entre el polvo. Era la chapa de una matrícula de carro. El Secretario había sacado sus papeles. El Juez se quedaba de pie.

—¿Su nombre y apellidos?

—Rafael Soriano Fernández.

—¿Edad?

—Veinticuatro años.

—¿Estado?

El Secretario escribía: «Acto seguido compareció a la Presencia Judicial el que dijo ser y llamarse don Rafael Soriano Fernández, de veinticuatro años de edad, soltero, de profesión estudiante, vecino de Madrid, con domicilio en la calle de Peñascales, número uno, piso séptimo, centro, con instrucción y sin antecedentes; el que instruido, advertido y juramentado con arreglo a derecho, declara:

»A las generales de la Ley: que no le comprenden…».

—Vamos a ver, Rafael, dígame usted, ¿qué fue lo primero que percibió del accidente?

—Oímos unos gritos en el río.

—Bueno. Y dígame, ¿localizó la procedencia de esos gritos?

—Sí, señor; acudimos a la orilla y seguían gritando, y yo vi que eran dos que estaban juntos en el agua.

—¿La víctima, no?

—No, señor Juez; si la víctima hubiese gritado también, habría distinguido unos gritos de otros. Ellos estaban ahí y ella allí, ¿no?, es decir, que había una distancia suficiente para no confundirse las voces, si hubiese gritado la otra chica; vamos, ésta —señaló para atrás, con un mínimo gesto de cabeza, hacia el cuerpo de Lucita, que yacía a sus espaldas.

—Ya. O sea que en seguida distinguió usted también a la víctima en el agua, ¿no es eso?

—No tanto como a los otros, se la veía un poco menos. Pero era una cosa inconfundible.

—Bien, Rafael, ¿y qué distancia calcula usted que habría, en aquel instante, entre ella y sus amigos?

—Sí; pues serían de veinte a veinticinco metros, digo yo.

—Bueno, pongamos veinte. Ahora cuénteme, veamos lo ocurrido; siga usted.

—Pues, nada señor Juez, conque ya vimos a la chica… Vamos, la chica; es decir, nosotros no veíamos lo que era, no lo supimos hasta después, en aquellos momentos, pues no distinguíamos más que eso, sólo el bulto de una persona que se agitaba en el agua…

Ahora el guardia estaba quieto, junto al cuerpo tapado de Lucita, oyendo a Rafael. Escribía el Secretario: «… distinguiendo el bulto de una persona que se agitaba en el agua…». El Juez no se había sentado; escuchaba de pie, con el brazo apoyado en una de las cubas. El guardia bostezó y levantó la mirada hacia la bóveda. Había telarañas junto a la bombilla, y brillaban los hilos en la luz.

Luego el Juez preguntaba:

—Y dígame, ¿en lo que haya podido apreciar, cree usted que reúne datos suficientes para afirmar, sin temor a equivocarse, que se trata de un accidente fortuito, exento de responsabilidades para todos?; habida cuenta, claro, de que también la imprudencia es una clase de responsabilidad penal.

—Sí, señor Juez; en lo que yo he presenciado, tengo sobradas razones para asegurar que se trata de un accidente.

—Está bien. Pues muchas gracias. Nada más.

Luego escribía el Secretario: «En ello, de leído que le fue, se afirma y ratifica y ofrece firmar». Se oía una voz detrás de la cortina.

—¿Da su permiso Su Señoría?

—Ya puede usted retirarse. ¡Pase quien sea! Ah, mándeme a su compañero, haga el favor; el otro que habló conmigo antes, en el río.

—Sí, señor; ahora mismo se lo mando. Buenas noches.

—Vaya con Dios.

Un hombre había aparecido en la arpillera. Ya bajaba los escalones, con la gorra en las manos, y se cruzó con Rafael.

—Buenas noches. El encargado del depósito. Mande usted, señor Juez.

Se había detenido a tres pasos de la mesa.

—Ya le recuerdo. Buenas noches.

El hombre se acercó.

—Mire usted —siguió el Juez—; lo he mandado llamar para que abra usted el depósito y me lo tenga en condiciones, que hay que depositar los restos de una persona ahogada esta tarde. Vamos a ir dentro de un rato; procure tenerlo listo, ¿entendido?

—Sí, señor Juez. Se hará como dice.

El Secretario miró hacia la puerta. Entraba el estudiante de San Carlos.

—Bueno; y después tendrá usted que esperarse levantado, hasta que llegue el médico forense, que acudirá esta misma noche. Conque ya sabe.

—Sí, señor Juez.

—Pues, de momento nada más. Ande ya. Cuanto antes vaya, mejor.

El estudiante aguardaba, sin mirarlos, al pie de la escalera.

—Hasta ahora, entonces, señor Juez.

—Hasta luego. Acérquese usted, por favor; tome asiento.

El estudiante de Medicina saludó, al acercarse, con una breve inclinación de cabeza. Traspuso el sepulturero la cortina.

—¿Su nombre y apellidos?

El Secretario escribió en las Actas:

«Compareciendo seguidamente a la Presencia Judicial el que dijo ser y llamarse don José Manuel Gallardo Espinosa, de veintiocho años de edad, soltero, profesión estudiante, vecino de Madrid, con domicilio en la calle de Cea Bermúdez, número 139, piso tercero, letra E, con instrucción y sin antecedentes penales; el que instruido, advertido y juramentado con arreglo a derecho, declara:

»A las generales de la Ley: que no le comprenden.

»A lo principal: que hallándose de excursión con varios amigos, en el día de autos, en las inmediaciones del lugar denominado “La Presa”, a eso de las diez menos cuarto de la noche, percibió unos gritos de socorro provenientes de la parte del río, acudiendo prontamente en compañía de tres de sus compañeros y distinguiendo acto seguido desde la orilla el bulto de una persona que al parecer se ahogaba, a unos treinta y cinco metros del punto donde se hallaba el declarante y sus amigos, y a no menos de veinte de quienes desde el agua proferían las susodichas llamadas de socorro. Que ante lo azaroso de la situación, arrojáronse al agua sin más demora el dicho José Manuel, en compañía de los tres referidos acompañantes, al objeto de acudir en socorro de la persona que en tal riesgo se hallaba, como así lo hicieron, nadando todos hacia el punto donde anteriormente la habían divisado. Que en el ínterin de llegar a la persona accidentada, habiéndose ésta desplazado por el arrastre del río, perdieron la referencia de ella, quedando así extraviados en su intento de rescatarla de las aguas con toda prontitud; dando asimismo testimonio del celo desplegado tanto por parte del repetido José Manuel como por la de sus coadyuvantes para localizarla de nuevo, resultando infructuoso dicho empeño; a cuyos compañeros afirma igualmente haberse agregado, ya en el agua, otro joven, que conoció ser uno de los que momentos antes habíanles pedido socorro, y al que previno que desde luego se retirase de la empresa, habiendo podido comprobar que nadaba defectuosamente; resistiéndose a hacerlo el mencionado joven hasta que le faltaron las fuerzas. Que pocos minutos después fue finalmente hallada la víctima, siendo el primero en tocarla el anterior declarante Rafael, a cuyo aviso al punto acudía el que aquí comparece, juntamente con los otros que a la sazón se hallaban en el agua, pudiéndose comprobar acto seguido que la víctima se encontraba exánime, y conduciéndola seguidamente hacia la orilla, en la que fue depositada. En cuya orilla, y estimándose facultado para ello por ser estudiante de Medicina, el referido José Manuel practicaba el idóneo reconocimiento, comprobando al instante que era cadáver. Preguntado por Su Señoría si a la vista de los hechos presenciados le cupiese afirmar con razonable certeza tratarse de un accidente involuntario, sin responsabilidad para terceros, el declarante contestó estimarlo así.

»En ello, de leído que le fue, se afirma y ratifica y ofrece firmar».

—Pues muchas gracias —dijo el Juez—. Ya no es preciso que declare ninguno más de sus compañeros. Así que quedan ustedes en libertad, para marcharse cuando quieran.

—Pues si no desea nada más…

—Nada. Con Dios.

—Buenas noches, señor Juez. Buenas noches.

El Secretario contestó con la cabeza. Ya subía el estudiante.

—Ah, perdone; me manda usted a la joven, si tiene la bondad. La del río, ya sabe.

—Entendido. Ahora mismo, señor Juez.

Se ocultó por detrás de la arpillera.

—A ver ahora la chica, si no nos hace perder mucho tiempo. No parece que tenga muchos ánimos para prestar declaración.

Encendía otro pitillo.

—Las mujeres —comentó el Secretario, ladeando la cabeza.

El Juez echaba el humo y miraba hacia arriba, inspeccionando la bóveda; luego dijo:

—Buena bodega se prepararon aquí. Ya les habrá costado excavarla en la roca.

—Tiene que ser muy antigua —repuso el Secretario—. Vaya usted a saber los años que tendrá.

—Pues siglos, a lo mejor.

—Pudiera, pudiera.

Callaron un momento; luego el Juez añadía:

—Un sitio fresco, ¿eh?

—Ya lo creo. Como para venirse aquí a vivir en el verano. Si tuviera yo esto en mi casa…

—Qué duda cabe. Y yo. Pocos lugares habrá tan frescos, en estos meses que atravesamos.

—Ninguno… —miró hacia arriba. Se abría la cortinilla.

—Ahí está la joven —anunció el Secretario.

El Juez pisó el cigarrillo contra el suelo. Paulina descendía la escalera. Traía en la mano un pañuelo empapado; sorbía con la nariz. La mirada del Juez reparó en sus pantalones de hombre, replegados en los tobillos, que le venían deformes y anchos.

—Usted dirá —dijo Paulina débilmente, llegando a la mesa.

Se restregaba el rebujo del pañuelo por las aletas de la nariz.

—Siéntese señorita —dijo el Juez—. ¿Qué le ha pasado? —añadía con blandura, indicando a los pantalones—; ¿ha perdido la falda en el río?

Paulina se miraba con desamparo.

—No, señor —contestó levantando la cara—; ya vine así.

No tenía color en los labios; sus ojos se habían enrojecido. Dijo el Juez:

—Dispense; creí que…

Apartaba la vista hacia el fondo de la cueva y apretaba los puños. Hubo un silencio. El Secretario miró a sus papeles. Paulina se sentó:

—Usted dirá, señor —repetía con timbre nasal.

El Juez la miró de nuevo.

—Bien, señorita —le decía suavizando la voz—. Veremos de molestarla lo menos posible. Usted esté tranquila y procure contestar directamente a mis preguntas, ¿eh? No esté inquieta, se trata de poco; ya me hago cargo de cómo está. Así que dígame, señorita, ¿cuál es su nombre, por favor?

—Paulina Lemos Gutiérrez.

—¿Qué edad?

—Veintiún años.

—¿Trabaja usted?

—La ayudo en casa a mi madre.

—¿Su domicilio?

—Bernardino Obregón, número cinco, junto a la Ronda Valencia —miró hacia la salida.

—Soltera, ¿no es eso?

Asentía.

—¿Sabe leer y escribir?

—Sí señor.

—Procesada, ninguna vez, ¿verdad?

—¿Qué…? No, yo no señor.

El Juez pensó un instante y luego dijo:

—¿Conocía usted a la víctima?

—Sí que la conocía, sí señor —bajaba los ojos hacia el suelo.

—Diga, ¿tenía algún parentesco con usted?

—Amistad, amistad nada más.

—¿Sabe decirme el nombre y los apellidos?

—¿De ella? Sí señor: Lucita Garrido, se llama.

—¿El segundo apellido, no recuerda?

—Pues… no, no creo haberlo oído. Me acordaría.

El Juez se volvió al Secretario:

—Después no se me olvide de completar estos apellidos. A ver si lo sabe alguno de los otros.

A la chica:

—Lucita, ¿qué nombre es exactamente?

—Pues Lucía. Lucía supongo que será. Sí. Siempre la hemos llamado de esa otra forma. O Luci a secas.

—Bien. ¿Sabe usted su domicilio?

—Aguarde… en el nueve de Caravaca.

—¿Trabajaba?

—Sí señor. Ahora en el verano sí que trabaja, en la casa Ilsa, despachando en un puesto de helados. Ésos que son al corte, ¿no sabe cuál digo? Pues ésos; en Atocha tiene el puesto, frente por frente al Nacional…

—Ya —cortó el Juez—. Años que tenía, ¿no sabe?

—Pues como yo: veintiuno.

—De acuerdo, señorita. Veamos ahora lo ocurrido. Procure usted contármelo por orden, y sin faltar a los detalles. Usted con calma, que yo la ayudo, no se asuste. Vamos, comience.

Paulina se llevaba las manos a la boca.

—Si quiere piénselo antes. No se apure por eso. La esperamos. No se descomponga.

—Pues, señor Juez, es que verá usted, es que teníamos todos mucha tierra pegada por todo el cuerpo… ellos salieron con que si meternos en el agua, para limpiarnos la tierra… Yo no quería, y además se lo dije a ellos, a esas horas tan tarde… pero ellos venga que sí, y que qué tontería, qué nos iba a pasar… Conque ya tanto porfiaron que me convencen y nos metemos los tres… —hablaba casi llorando.

El Juez la interrumpió:

—Perdone, ¿el tercero quién era?

—Pues ese otro chico, el que le habló usted antes, Sebastián Navarro, que es mi prometido. Conque ellos dos y yo, conque le digo no nos vayamos muy adentro… —se cortaba, llorando—; no nos vayamos muy adentro, y él: no tengas miedo, Paulina… Así que estábamos juntos mi novio y una servidora y en esto: ¿pues dónde está Luci?, la eché de menos… ¿pues no la ves ahí?, estaba todo el agua muy oscuro y la llamo: ¡Lucita!, que se viniese con nosotros, que qué hacía ella sola… y no contesta y nosotros hablándola como si tal cosa, y ella ahogándose ya que estaría… La vuelvo a llamar, cuando… ¡Ay Dios mío que se ahoga Lucita! ¿No la ves que se ahoga?, le grito a él, y se veía una cosa espantosa, señor Juez, que se conoce que ya se la estaba metiendo el agua por la boca que ya no podía llamarnos ni nada y sólo moverse así y así… una cosa espantosa en mitad de las ansias como si fuera un remolino un poco los brazos así y así… nos ponemos los dos a dar voces a dar voces —se volvía a interrumpir atragantada por el llanto—. Conque sentimos ya que se tiran esos otros a sacarla, y yo menos mal Dios mío que la salven, a ver si llegan a tiempo todavía… y también Sebas mi novio y casi no sabe nadar y se va al encuentro… ya sí que no se veía nada de ella se ve que el agua corría más que ninguno y se la llevaba para abajo a lo hondo de la presa… y yo ay Dios mío una angustia terrible en aquellos momentos… no daban con ella no daban con ella estaba todo oscuro y no se la veía… —ahora lloraba descompuesta, empujando la cara contra las manos y el rebujo del pañuelo.

El Juez se colocó detrás de ella y le puso la mano en la espalda:

—Tranquilícese, señorita, tranquilícese, vamos…

*

Habían mirado por última vez hacia el valle de luces: oscilaban al fondo, en un innumerable y menudo hormigueo, entre destellos azules, rojos, verdes, de los letreros comerciales; bloques de casas emergían en verticales macizos de sombra amoratada, como haces de prismas en la corteza de una roca; largas hileras de bombillas se prolongaban hacia el campo y se sumían en lo negro de la tierra; el halo violáceo flotaba por encima, como una inmensa y turbia cúpula de luz pulverizada. Traspusieron la última vertiente de Almodóvar. Sólo la luna, ya alta, alumbraba los campos; descubrían el brillo quedo de los metales de la bici, tirada entre los surcos. Santos la recogió y la llevaba del manillar hasta el camino. Ahora Carmen se ceñía contra él, hundía la cara en su cuello.

—¿Qué pasa? —dijo Santos.

—Nada. Expansiones de cariño —se reía.

—Vamos, vamos, que es tarde.

Montaron. Luego al tomar la carretera de Valencia, Santos se liaba de pronto a dar a los pedales, y en bruscos acelerones, puso en seguida la bici a gran velocidad. Con el viento en la cara, atravesaron el pueblo de Vallecas, donde ya poca gente se veía en la calle. Salían de nuevo a la carretera y Carmen vio el pueblo a sus espaldas: la luz de la luna lo delimitaba en un solo perfil, enmarcándolo en una moldura de escayola, que corría a lo largo de todos los techos. Se alejaba a todo correr y trepidaba la bicicleta por los adoquines.

—¡Así da gloria, Santos! ¡Písale a fondo, tú!

Él sentía el pelo de Carmen volando junto a su cara. Luego entraban al Puente de Vallecas, y la chica se sorprendía de verse tan de súbito entre letreros luminosos de cines y de bares y muchísima gente y luces y barullo de ciudad; preguntaba:

—¿Qué es esto?

Santos había frenado su carrera, para ponerse al paso de población.

—¿Esto? Vallecas City, ciudad fronteriza —contestaba riendo.

Regateaba con la bici a la gente de domingo que invadía las calles.

*

Los estudiantes ya se habían marchado. Los compañeros de Lucita permanecían sentados en las sillas de la terraza, bajo la luz de la bombilla, en silencio. Tenían las cabezas derribadas sobre las mesas, los rostros escondidos en los brazos. Zacarías miraba hacia el guardia viejo, que conversaba con Vicente el chófer. No oía lo que decían, con el fragor del agua. Ambos estaban de pie en el malecón, junto a las dos ruedas dentadas que levantaban las compuertas. Había sacado tabaco el chófer, pero el guardia no quiso fumar; por el servicio, decía. Miraban al agua turbulenta, donde todo el caudal precipitaba.

—¡Que se vaya a paseo! —dijo el chófer—. ¡Dichoso servicio! Bastante tienen ustedes que aguantar.

—No, que sale el señor Juez y me coge fumando y es una nota desfavorable para mí. Cuando se acabe todo esto.

—¡A saber para cuándo!

—Todo esto tiene que ir por sus pasos contados; no vale tener prisa.

—Prisa, ninguna. ¿Qué prisa quiere usted que tenga, en una profesión como la mía? Estoy impedido de tenerla. Esperar y esperar. Conque es marchando, y tampoco no hay más remedio que ajustarse al trote del Balilla. Más que sesenta ya sabes que no los da; no le vas a arrear con una vara. Así que la prisa la desconoce. Más descansado, ¿no le parece a usted?

—Eso sí. Los impacientes no engordan.

—Pues por eso. Me dicen en mi casa: ¿y cuándo vas a volver? Ya puedo yo saberlo fijo, que no falla que conteste: Ni idea. ¿Para qué quiere uno tenerlos intranquilos? Ocurre cualquier avería, un percance imprevisto que te pueda surgir, pues ya sabes que nadie te espera y no andas con el cuidado de que estén impacientes ni de ay qué le habrá pasado a este hombre.

—Haciendo uno la vida esa de usted, desde luego que así es como mejor —decía sin interés el guardia Gumersindo.

Tras un silencio, añadía:

—Pues ahora seguramente que tendrá usted que llevarse eso al depósito. ¿A ver quién sino usted?

—Ya, ya me lo vengo yo temiendo, no crea. Y eso ya me gusta bastante menos.

—¿Por qué, hombre? —repuso Gumersindo—. Valiente cosa. No son más que aprensiones que se tienen. ¿Pues y qué más dará vivos que muertos?

—Aprensión o lo que usted quiera, pero a mí desde luego no me da lo mismo. Ni a nadie que lo diga sinceramente.

Tiró el cigarro al agua negra y echaba el humo muy despacio; añadió:

—Que me hace a mí muy poca gracia eso de llevar fiambres en la tartera. No me agrada un pimiento, se lo digo yo a usted.

Ahora en el rectángulo de luz que la puerta de Aurelia proyectaba en la explanada, reconoció Gumersindo la silueta del tricornio de su pareja, que se había asomado para llamar a Sebastián. Éste salió de entre las mesas y entraba con el guardia al merendero. Reanudó Gumersindo la charla interrumpida:

—Más peligrosos son los vivos —dijo—. Éstos son los que dan los disgustos. Los muertos están los pobres para pocas.

—Sí, conforme; pero el caso es que a todo el mundo le dan mala espina, y eso por algo será. Nadie las tiene todas consigo, respecto a eso.

—Pues que me dieran a mí de rozarme con muertos, en lugar de tener que bregar a todas horas con maleantes y andar a vueltas con los superiores. A cierraojos me cambiaba, fíjese usted.

—Pues a mí no. Yo, mire, a lo mejor le da risa, pero a mí es una cosa rara lo que me pasa con esto. Ya lo sé de otras veces que lo he tenido que hacer. ¿Sabe usted la impresión que a mí me queda, cuando he metido algún muerto en el coche? —hizo una pausa y continuó—: Pues que me da la sensación de que el asiento se ha quedado como sucio, fíjese usted qué tontería. Oiga, pero que me da hasta reparo de tocarlo, igual que andar con ratas o culebras, una aprensión semejante. Y eso no se crea usted que me dura pocos días. Después ya me olvido y se me pasa.

El guardia ladeaba la cabeza:

—Las imaginaciones —dijo—. Todos tenemos las nuestras particulares.

—Por eso es por lo que a mí no me gusta. No por la cosa de llevarlo a donde sea, que eso total es cuestión de un rato nada más, sino por luego los días que me estoy acordando de que lo tuve ahí sentadito y que me creo que ha dejado alguna cosa como pegada al paño del asiento, o yo qué sé, y no se me va de la cabeza.

—Eso tratándose de infecciosos tendría alguna justificación. Pero así…

—Pues ahí está —dijo el chófer—; para mí, todos los cadáveres, como si fueran infecciosos, lo mismo.

—Nada; convencimientos que le entran a uno y buena gana de andarse con razones para quererlos desechar.

—Eso es, si además yo lo reconozco; cuanto más tonta y más sin fundamento es una idea, más imposible de sacársela uno de los propios sesos. Eso es lo que son las aprensiones, ni más ni menos, sí señor.

Ahí en las mesas, seguían todos inmóviles, en un grupo desfallecido y silencioso. Había salido el chico de la luz a recoger las sillas y las mesas de tijera y las iba cerrando una a una y las metía en una dependencia de la casa. La terraza se fue despoblando de sillas y de mesas, y quedaron tan sólo, como un reducto, las que aún ocupaban los compañeros de Lucita; todo vacío alrededor. Luego salía la moza con la escoba y se ponía a barrer el suelo en torno de ellos: papeles pisoteados, mondas de frutas y servilletas de papel, cajetillas vacías y colillas de puro y chapas de botellines de cerveza, de orange y Coca-Cola; bandejas de cartón y cajas aplastadas, con letreros de tiendas de repostería, tapones, cascarillas de cacahuetes, periódicos, todo esparcido, revuelto con el polvo, tras de la fiesta consumida. Lo iba empujando y arrastrando con la escoba y formaba montones junto al malecón; después metía la escoba, y los despojos desbordaban el zócalo de cemento y caían hacia el agua. Aún allí blanqueaban huidizos, un instante, y desaparecían en seguida en la oscura vorágine de la compuerta, con la fuga del río.

Salió de nuevo el guardia joven, con Sebas y Paulina, y después de hablar un momento con su compañero, les comunicaba a todos en voz alta que ya podían marcharse, que el señor Juez había ordenado que se les dejase en libertad. Se levantaron sin prisa, cansadamente, mientras el chico volvía a salir y recogía las últimas sillas.

—Nosotros, que bajemos —le decía a Gumersindo el guardia joven.

Vicente quedaba solo en la explanada. Ya no había casi nadie en el local cuando los guardias cruzaron hacia la curva.

—A la orden Su Señoría.

—¿Ya los han puesto en libertad?

—Sí señor.

—Bien, pues espérense aquí.

Luego el Juez recogía la bolsa y los objetos de Lucita, y se dirigió al Secretario:

—Vamos con esto.

El Secretario escribía: «Seguidamente se procede al recuento e inventario de las prendas, ropas y objetos personales pertenecientes a la víctima, que resultaron ser los siguientes:».

El Juez abrió la bolsa; dictaba:

—Una bolsa de tela; un vestido estampado; un pañuelo de cuello ídem —apartaba en la silla las cosas que iba nombrando—. Ponga: ropa interior, dos prendas. ¿Lo puso? Bien, un par de sandalias de… plástico; un pañuelo moquero; una toalla rayas azules; un cinturón rojo en material plástico —se detuvo—. Bueno, y el traje de baño, que lo tiene encima. ¿A ver qué hay más por aquí? —hundía la mano en la bolsa y sonaron objetos—. Un peine —proseguía—; una tartera de aluminio; un tenedor corriente; una servilleta; un espejo pequeño; una lata de crema solar —iba poniendo todas las cosas una tras otra, conforme las sacaba, alineándolas delante de los papeles del Secretario, encima de la mesa.

Se detuvo un momento, con un pequeño portamonedas en la mano, tratando de abrirlo.

—Bueno, un portamonedas de ante, color azul —volcó sobre la mesa el contenido—. Veamos lo de dentro —contaba las monedas—. Siga poniendo a continuación; siete pesetas con ochenta y cinco céntimos en metálico; un sello de Correos —se detuvo otra vez para observar alguna cosa entre sus dedos; continuaba—; un alfiler bisutería, figurando cabeza de perro. Añada, entre paréntesis: «ese punto, uve punto», sin valor; una barra de labios; y cinco fotografías —las pasó fugazmente—. Creo que eso es todo. Repáselo usted a ver, con la lista en la mano, por si acaso.

El Juez sacó el tabaco y encendió un cigarrillo. Paseaba. Luego acabó el Secretario con sus papeles.

—No falta nada. Está bien.

—Vámonos ya, entonces. Recoja. Ustedes ya pueden subir los restos de la víctima.

Levantaron los guardias el cuerpo de Lucita y lo subieron hasta la explanada.

—Aquí le traigo el regalo —le susurró el guardia viejo a Vicente, cuando llegaron a él.

—¡Qué le vamos a hacer! —contestó suspirando, mientras abría la portezuela.

Acomodaron el cuerpo de Lucita en el asiento trasero. Salía Aurelia con el Juez.

—Usted pase ahí atrás con la víctima —le dijo éste al Secretario.

—Y ya lo sabe usted, señor Juez —se despedía la ventera—; cuando quieran venirse una tarde, a ver si tenemos el gusto de atenderlos… Y quee…

—Bien, gracias por todo, señora. Hasta la vista —contestaba montando en el coche.

—¿Manda Su Señoría alguna cosa? —decía el guardia viejo.

—Nada. Ya pueden reintegrarse al servicio ordinario. Queden con Dios.

Sonaron los golpetazos de las portezuelas, y Vicente ocupó su puesto.

—A sus órdenes.

—¡Hasta la vista, señor Juez! —se despedía la mujer—. ¡Ya sabe…!

—Adiós —cortó el Juez.

Habían salido también la hija y el chaval y un par de hombres a la explanada. Los guardias estaban casi en posición de firmes, mientras Vicente iniciaba la maniobra. Pegó la luz de los faros en las ruedas dentadas de las compuertas y giró sobre el agua vacía del embalse hasta el puntal y el puentecillo; reveló débilmente, más allá, la espesura de troncos y las copas de la arboleda, y se cerró de nuevo, aquí mismo, contra el morro del ribazo y el tronco enorme de la morera, hasta acabar el giro ante el camino. Vicente cambió la marcha y el coche arrancó por fin por la breve pendiente que subía hasta el camino de las viñas, dejando atrás en el polvo de las ruedas las figuras inmóviles de los guardias civiles que saludaban firmes con el brazo cruzado sobre el pecho. Luego, pasadas las viñas, el Balilla torció a mano izquierda, ya por la carretera de San Fernando. No había ni un kilómetro hasta el pueblo. Ya casi sólo las luces públicas permanecían encendidas, y alguna puerta de taberna. Callaban en el coche. Tornaron por una calle a la izquierda y salían a una plaza ancha y redonda, de casas bajas, con una estatua y una fuente en el medio, y un pino. Al otro lado de la plaza se salía del pueblo otra vez, junto a un convento y una casa muy grande, de labor, descendiendo hacia el río. El cementerio estaba abajo, en el erial, a mano izquierda del camino, a no más de cien metros del Jarama. Salió el encargado al ruido del coche y les abría la cancela. Vicente paró el Balilla en el camino. Se apearon.

—Buenas noches. ¿Está ya eso en condiciones?

—Sí, señor Juez; todo listo.

—Pues hala.

El sepulturero ayudó al Secretario a trasladar el cuerpo, y lo depositaron sobre la mesa de mármol. Después fue despojado del traje de baño. El Secretario dictó los datos de Lucita, y fue extendida y firmada la papeleta de ingreso. Por fin el Secretario recogía la manta y el traje de baño, y salían los tres hombres del depósito, dejando el cuerpo de Lucita tendido sobre el mármol de la mesa inclinada. El encargado apagó la luz y echó la llave.

—El médico forense ya no puede tardar —dijo el Juez instructor.

—Bien, señor Juez; que tengan ustedes buen viaje.

—Gracias. Con Dios.

El encargado cerró la portezuela, y el Balilla subía de nuevo hacia San Fernando, camino de Alcalá.

*

Subían hacia la venta. Menguaba el ruido de la compuerta a sus espaldas. Tito y Daniel iban los últimos; Zacarías, con Mely, delante de ellos. Llegando a la carretera, Fernando se retrasó, para decirle:

—Zacarías, tú lo que podías hacer es venirte en la bicicleta de ella.

—Lo había pensado. Pero después ¿qué os parece que haga con esa bici?

—¿Eh…? Pues no lo sé. No sé qué haríamos. Pero… es que…

—Calla, Fernando —cortó Mely—; dejarlo ahora, por, Dios y por la Virgen, luego lo pensaremos.

Tito se adelantaba hasta ellos.

—No, Mely —le decía excitado, casi gritando—, es ahora cuando lo tenemos que pensar, ¡ahora!, ¿quién es el que va a decírselo esta noche a su madre?, ¡di!, ¿quién se presenta allí con la bicicleta de la mano…?

Se habían detenido en la carretera.

—No grites, Tito, por Dios —le suplicaba Mely con un tono lloroso—; dejarlo ahora, dejarlo; luego se pensará, ¡no me agobiéis todavía…!

—Hay que pensarlo ahora, Mely, ¿quién se lo dice?, ¿quién?

—Tito, sosiégate —intervenía Daniel—; así será peor; desazonarse más, inútilmente.

—Pero es que te desesperas, Daniel, tan sólo de pensar en irla allí a su madre…

—Habrá que hacerlo —cortaba Zacarías.

—Sí, Zacarías —dijo Tito—, habrá que decírselo, ya lo sé. La cosa es el cómo. ¿Cómo se le dice?

Echaban a andar nuevamente.

—No creo yo que haya ninguna manera mejor que otra —contestó Zacarías—, para decirle a una madre que su hija se ha muerto. Todas son la peor.

—¡Pánico es lo que me da! —gemía Tito—. ¡Pánico!

—Déjalo… —dijo Mely—. Todos juntos iremos, como sea. Ahora no lo penséis, por favor.

—Todos juntos tendrá que ser —decía Tito—. Todos juntos. Yo no tendría valor de otra manera.

—Ni nadie —dijo Daniel—. Si tuviera que ir solo, me escaparía, no sería capaz de subir la escalera, saldría escapando en el mismo portal.

Miguel, Alicia, Paulina y Sebastián los esperaban ya cerca de la venta.

—Sacar uno las cosas —dijo Sebas—, para irlas metiendo en la moto. Aquí esperamos. Yo no querría entrar, si os da lo mismo.

—No te preocupes —le dijo Zacarías—, lo haremos nosotros.

Paulina se quedó fuera con Sebastián. Entraron los otros; saludaba Miguel:

—Buenas.

—¿Qué?, ¿cómo vamos? —dijo Mauricio—. No saben cuánto lo hemos sentido, muchachos, esta desgracia a última hora, vaya por Dios.

Miguel lo miró, para decirle algo; no supo qué decir. Se había hecho un silencio.

—Son las cosas que pasan.

—Bueno, nos hace usted las cuentas, si tiene la bondad. Ya nos marchamos.

—Ahora mismo. Oigan, cualquier cosa que necesiten…

—Gracias —dijo Miguel—. Vamos a ir pasando a por las bicicletas.

—Aguarden que dé la luz.

El hombre de los z. b. miraba al suelo; el alcarreño al fondo de su vaso. Carmelo observó todos los rostros, uno a uno, conforme fueron desfilando a meterse en el pasillo, hacia el jardín. Las dos mujeres se asomaron en la cocina, cuando ellos ya volvían con las bicis, y Faustina decía:

—Vaya, por Dios, mala jira tuvieron ustedes… ¡Qué pena de una chica joven!, ¡qué lástima, Señor! ¡No saben cuánto lo sentimos!

Luego Fernando recogía las tarteras que ya Mauricio le había puesto sobre el mostrador. Miguel se quedaba el último con la bici de la mano, aguardando a las cuentas de Mauricio, entre el silencio de todos. Pagó por fin y salió, cuando ya Sebastián tenía el motor en marcha.

—¡Nos esperáis a la salida de la autopista, en la esquina de la calle Cartagena! —le gritaba Miguel a Sebastián, entre el estruendo de la moto—. ¿Entendido? ¡Allí hablaremos!

—¡De acuerdo!

Aceleró Sebastián y tomaba el camino. Habían salido Macario y Carmelo al umbral, para verlos marcharse. Alicia suspiró:

—¿Y quién tiene alientos, ahora, para ir pedaleando hasta Madrid?

—Hay que ir igualmente.

Ya la moto se había marchado por delante, y ahora se vio la ráfaga del faro que giraba, al tomar la carretera. Daniel montaba el último en la bici, y todo el grupo silencioso se alejó velozmente. Macario y Carmelo se volvían de nuevo hacia el interior del local.

—¡Los pobres!

—Y la querían —dijo Carmelo—. Bien se conoce que tenían que quererla todo el mundo a la muchachita que se ahogó. El que más y el que menos, venían llorados, en seguida lo vi. Habían llorado a base de bien, no sólo ellas, también alguno de los tíos. Cuando un hombre llora así, alguna cosa gorda lo castiga, una cosa muy ácida le reniega por dentro —ponía la mano en forma, de araña y la oprimía contra el vientre.

—Estas desgracias repentinas le sobrecogen al más templado —dijo el pastor—; y mayormente cuando te caen en día de fiesta, que no se trae más que descuido y alegría y pensamiento de pasarlo chachi: bárbaro, como ellos dicen; así que te hace el efecto de caer de repente de lo blanco a lo negro.

El alcarreño dijo:

—Cosa frecuente es ésa en los madrileños, de puro desquiciados para la fiesta. Tienen más accidentes en las diversiones, que no por causa del trabajo. Más muertos hacen las fiestas que los días de labor. Así es como se las gastan los madrileños.

—Me parece —asentía el pastor—. Quieren coger el cielo con las manos, de tanto y tanto como ansían de divertirse, y a menudo se caen y se estrellan. Da la impresión de que estuvieran locos, con esas ansias y ese desenfreno; gente desesperada de la vida es lo que parecen, que no la calma ya nada más que el desarreglo y que la barahúnda.

—Eso le hace pensar a uno —asintió el alcarreño.

—Que son un poco amigos de la jira y del bureo; tampoco hay que exagerar. Madrid se presta a todo.

—Madrid es lo mejor de toda España —cortaba Carmelo, con un gesto categórico.

—Lo mejor —dijo Lucio lentamente—, y también lo peor.

Macario apuraba el vino.

—Bueno —dijo después—; yo creo que ya está visto todo lo que teníamos que ver en el día de hoy. ¿Quién se viene?

—Todos —dijo el pastor—. Éste y yo por lo menos —sujetaba al alcarreño por la manga de la camisa.

—Aguarda un segundito —protestó el alcarreño—. ¿Nos corre alguien?

—Nada, a casita se ha dicho y nada más. ¡Mañana se madruga! Las ovejas ya no me comen más que con la fresca. Una chispa más tarde que las saque, y no prueban bocado, por causa el calor, tras que están ya pellejas de por suyo. Yo mañana a las cinco, ya lo sabes, el rinrín y el café y arreando, a pegarle patadas a las piedras. Ya conoces mi vida. Así que venga, Liodoro, no me enredes y tira ya para alante, que también hay derecho de dormir.

—¡Bueno, hombre, bueno! Que apure este culito tan siquiera. Eso es el egoísmo; porque tú madrugas, ya quieres acostarnos a todos los demás. Y suelta, que me rompes la camisa, ¡y a ver después con qué me tapo!

Se volvió al mostrador, mientras el otro lo soltaba.

—¿Qué tengo yo, Mauricio?

—Catorce vasitos —multiplicaba mentalmente—. Cuatro con veinte, nada más.

El alcarreño se sacaba un duro de un bolsillo que tenía en la cintura.

—Un servidor se va también —dijo Carmelo.

Fueron pagando los cuatro que salían.

—Buenas noches.

—Hasta mañana, amigos.

—Adiós; hasta mañana.

Quedaban Lucio y el hombre de los zapatos blancos.

—Y que cene usted, hombre, que cene usted —le decía Macario a este último.

—Ya veremos —sonreía secamente—. Adiós.

Salían los cuatro. Hubo un largo silencio. El hombre de los z. b. se miraba los empeines y subía y bajaba sobre las puntas de los pies. Mauricio hincaba los codos en la madera del mostrador, con la mandíbula entre las manos, que le sostenían la cabeza, como si fuera una bola maciza de nogal. Tenía la mirada en un punto muerto. Lucio alzaba los ojos al amarillo cielo, raso, que se vencía por el centro, como una gran barriga. Asomaba el cañizo en una grieta. Las contraventanas estaban pintadas de un gris plomo. Las patas de las mesas parecían delgadas para tanto mármol. La estantería se iba a caer sobre Mauricio, sobrecargada de botellas. Habían entrado mariposas oscuras y pequeñas; merodeaban en torno a la bombilla. Más allá de la puerta, en la luz de la luna, se recortaba la espadaña rota de la fábrica antigua de San Fernando, en ruinas. Los cromos no enseñaban sus dibujos, porque el cartón alabeado reflejaba la luz. En el estrecho vano de la puerta se descubría el espesor de los muros, pesando en el umbral.

—Y ese Ocaña, qué pasa, ¿que es que te viene a ver cada verano?

—Pues sí —contestaba Mauricio—. ¿Por qué me lo preguntas eso ahora?

—Me acordé. ¿Conque te tiene estima?

—Se la tendrá —terciaba el hombre de los z. b.—, cuando se ve que no le duelen prendas para venirlos a ver. Perderse él un domingo así como así, con todo ese familión a las espaldas.

—Es un tío bueno —dijo Mauricio—; pero bueno verdad.

—No hay más que oírle. Hablando se retrata la gente.

—Será bueno a pesar del apellido —decía Lucio, sonriendo—. El apellido no me gusta.

—¿Qué apellido?

—Pues Ocaña, ¿qué apellido va a ser? A ustedes no les dice nada. A mí sí.

Sonreía Mauricio, levantando la barbilla.

—Ah, ya.

Callaron y luego Lucio habló de nuevo:

—Nos refirió tu hija la que teníais liada entre los dos, allí en el Provincial.

—Nos aliviábamos la carga mutuamente, para sobrellevar nuestras dolencias.

—Muy grandes no serían.

Volvían a callarse.

—¿Usted no cena, Mauricio?

—Dentro de un rato.

—No vaya a estarse aquí por causa nuestra. Yo ya me marcho en seguida.

—No; usted no se preocupe; por ustedes no es. Ya sé que hay confianza. Es que no me apetece todavía.

—Como se levanta a la hora que quiere, no tiene prisa nunca.

—A éste —terciaba Lucio—, ya lo sé yo lo que le pasa esta noche. Que ha olido las lentejas, igual que las he olido yo, y sabe que las hay para la cena, y no le llaman la atención lo más mínimo. ¿Eh?, Mauricio, ¿a que sí?

—Eso será. Que no son santo de mi devoción, ni nunca lo fueron.

—Pues lenteja se escribe con mayúscula en muchas casas. Eres un poco señorito.

—Ahora, en el verano, es un plato algo fuerte… —dijo el hombre de los z. b.

Le dio una arcada.

—¿Qué le ocurre? —se alarmaba Mauricio.

El hombre de los z. b. respiraba con fatiga; dijo:

—Sólo acordarme… de la comida. Se me representaron las lentejas… ¿Lo ven ustedes? ¡Qué pejiguera! Ya se lo decía.

Lucio y Mauricio lo miraban al rostro; estaba pálido.

—Dispénseme usted —dijo Lucio—; no pensé que con eso iba a meterle la aprensión.

El otro tenía las manos junto al cuello y respiraba hondo. Le subió de repente otra arcada más brusca y se tapó la boca. Salió de prisa hacia el camino. Mauricio lo siguió. Se oían toses degolladas. Luego entraba limpiándose la boca en un pañuelo planchado, sin desdoblar. Lucio le dijo:

—¿Devolvió?

El hombre de los z. b. dijo que sí con la cabeza.

—Entonces ya soltó todo lo malo.

—Tómese un vaso de agua —le decía Mauricio, volviendo a entrar al mostrador.

—Ya ven ustedes el espectáculo que he tenido que darles a última hora —decía el hombre de los z. b.—. ¡Qué bochorno! —sonrió con tristeza—. No se me puede sacar a ningún sitio.

Bebía un sorbo de agua del vaso que Mauricio le había puesto.

—Vaya una cosa. ¡Qué tontería! Usted qué culpa tiene, si le causan impresión los accidentes.

—¿Se siente ya mejor?

—Sí, Lucio, muchas gracias. Dispensen la tontería.

—¡Y dale! —dijo Mauricio—. Como si fuera uno dueño de controlarse en esas cosas. No se preocupe ya más, haga el favor.

—Es que es la monda. Es ridículo que se ponga uno así —hizo un silencio dubitante—. Bueno, señores, así que en vista del éxito alcanzado, me retiro para casa. No los molesto más.

Mauricio se impacientaba:

—¡Pero cuidado la perra que ha cogido! ¿Has visto ahora por qué majadería se nos quiere marchar? ¡Quédese, ande, y no me sea mohoso! ¡En la vida, no se le ocurra a usted marcharse por una cosa así!

—No, si es que es tarde además —repuso el hombre de los z. b.—. Ya deben ser cerca las doce y media —tocó el reloj de pulsera, sin mirarlo—. Hay un cachito hasta Coslada y la luna traspone ya muy pronto, ¿no ven que es luna llena? A ver si todavía llego a tiempo de que me ponga en la puerta de mi casa. De lo contrario, expuesto a escalabrarme por esos vericuetos.

—Nada, como usted quiera, entonces —dijo Mauricio—. Si tan difícil nos lo pone, qué le vamos a hacer. Lo primero no romperse la cabeza, eso no.

—¿Cuánto es lo que le debo?

—Seis cuarenta en total.

El otro se sacó una carterita oscurecida del bolsillo de atrás del pantalón, y le entregó siete pesetas a Mauricio, mientras decía:

—Estoo… miren, y si no les importa, yo les pido que no lo comenten con nadie el asuntillo éste imbécil de lo vomitado. Es que me da hasta reparo que se sepa, ¿eh?

—Oiga —le dijo Mauricio—; me ofende usted con semejantes advertencias. Parece hasta mentira que salga ahora con eso. Es no conocer a los amigos. Eso en primer lugar. Y en segundo lugar, no saber la costumbre de mi casa, que aquí no se cuenta nada a las espaldas de nadie. ¡Vamos! Así que ahí acaba usted de dar un patinazo —le daba la calderilla sobrante—. Los sesenta.

—Perdone usted, Mauricio; dispénseme otra vez —decía el hombre de los z. b., cogiendo las seis monedas—. Esta noche no doy una en el clavo. Se ve que no es mi noche. A ver si duermo y mañana ya me levanto con otra sombra —se guardó la cartera—. Así que hasta mañana, descansar.

—Adiós, hombre —dijo Mauricio—. Está usted siempre perdonado. Y que le dure la luna hasta su casa.

—Hasta mañana —lo despedía Lucio.

El hombre de los zapatos blancos se detuvo un momento en el umbral, para apreciar la altura de la luna.

Luego volvió la cara al interior, con una seria sonrisa, y asentía:

—Sí que me dura, sí. Lo dicho, pues.

Dio un manotazo de saludo y se marchó.

—¡Qué tío! —dijo Lucio, en cuanto el otro hubo salido—. Le tengo simpatía, te lo juro.

—Sí que es una bellísima persona —asentía Mauricio lentamente—. Pero hay que ver lo mortificado que lo traía el haber arrojado. Me hizo hasta gracia.

—Se resintió en el amor propio —dijo Lucio—. O vete tú a saber. O que le parecería una falta muy gorda contra el principio de la educación. Cualquier cosa.

—Yo he conocido a otras personas que les pasaba tres cuartos de lo mismo. Se te ponen enfermos en cuanto que ocurre un suceso. Aunque los pille al margen, eso no quita.

—Ya me lo sé yo. Gente que es de conformación más delicada y todo te lo acusan de golpe en algún órgano del cuerpo; o sea que lo mismo se les planta en el hígado, que se les pone sobre el estómago o en cualquier otro miembro interior.

Les sorprendió de improviso la entrada de Justina:

—Padre: ¿es que no piensa usted cenar en esta noche? Lo tiene todo frío. Y casi ya no quedan ni unas brasas para recalentarlo.

—Ya cenaré, no te preocupes.

—Pues madre y yo nos acostamos ahora mismo. Así que usted se arregle.

Se volvió bruscamente hacia Lucio, y continuó:

—¿Y usted qué hace aquí ya, que no se marcha? —fingía severidad.

—Esperando a que tú vinieras, para que fueras tú la que me eches a la calle, preciosa.

—¡Vamos! ¡Qué digo yo que ya está bien! —movió la mano en señal de demasía—. ¡Que ya lleva usted un ratito!

—Entonces, ¿qué?, ¿que me arrojas a la calle?

—¿Yo? Dios me libre. Eso mi padre. Si es que no sale de usted mismo, como debía de salir.

—Tú mandas aquí más que tu padre. Para mí por lo menos.

—Ya. Ya lo veo que a mi padre lo tiene avasallado. Que ya no me lo deja usted ni cenar, ni puede cerrar el establecimiento, ni marcharse a la cama ni nada. Aquí nada más contemplándolo a usted. ¿Se cree que los demás son como usted, que se mantienen del aire, igual que los faquires de la India?

—Eso son todo calumnias, Justinita —dijo Lucio riendo—. Un servidor come lo mismo que las demás personas; sólo que lo reparto a mi manera.

—¡Así está hecho menudo espantapájaros! Y a mí no me ande llamando Justinita, que peso el doble que usted —cambió de tono—. Bueno, ahí se quedan ustedes; pueden hacer lo que quieran. Yo me marcho a dormir. Hasta mañana, padre.

—Adiós, Justi, hija mía, que descanses.

—¿Y yo?

—¿A usted? —sonreía Justina desde arriba, mirando a Lucio sentado—. A usted ni las buenas noches. Ni eso siquiera se merece.

Se metió hacia el pasillo.

Ahora Lucio se desperezaba:

—Pues me parece, chico, que le voy a hacer caso a tu hija. Me marcho para casa. Mañana tengo que hacer.

—¿Tú?

—¿Tanto te extraña?

—Pues tú verás.

—Quería tenerlo reservado hasta el momento en que fuese una cosa segura, pero ya que ha salido, te diré de lo que se trata. Es una tontería, no te vayas a creer, una chapucilla eventual, que emparejó el otro día por chiripa.

—Suelta ya lo que sea.

—Pues consiste sencillamente en masar para las fiestas de tres o cuatro pueblinos de por aquí. Los bollitos y las tartas y esas cosas, ¿no sabes? Él es un pastelero que acude de fiesta en fiesta, y a mí me llevaría de ayudante, ¿comprendes? Total, un mes y medio; de cinco días a una semana que podremos parar por cada pueblo. Mañana nada más a lo que voy es a hablar con el hombre, y si lo veo bien, me animo. ¿Qué te parece la cosa?

—Pues bien. Si el tío responde regular, pues te resulta un asuntillo decente.

—Es una cosita reducida, desde luego, en pequeña escala, y cuestión monetaria no será nada muy allá. Para los vicios, aunque nada más sea, ¿no te parece? El único temor mío es la edad, ¿sabes tú? Y es que el tío ni me ha visto siquiera, ni le han dicho nada de los años que tengo. Me apalabró con terceros. Ése es el miedo mío; que a lo mejor el hombre me rechace, por parecerle que uno joven le rinda más.

—No creo que pase eso. Ahí es el oficio lo que vale. ¿Tendrá que ver la edad? Cuanto más viejo, más garantía de que posees años de experiencia.

—A ver si es verdad. Me agradaría, hombre. No sé los años que no meto estas manos —las enseñaba— entre la harina y la levadura. Y dicho esto, me voy, pero pitando —apoyaba las manos para levantarse—. Tiene que ser ya muy tarde, y tú también tienes que cenar.

Se levantó.

—La una menos diez —dijo Mauricio.

Lucio estiraba el cuerpo; ahuecaba los arrugados pantalones, que se le habían adherido a la piel; alzaba varias veces una y otra rodilla, alternativamente, para desentumecerse las piernas.

—Bueno, tú, hasta mañana.

—Pues que haya suertecilla. Ya me contarás.

—Naturalmente. Veremos a ver si no se queda todo en agua de borrajas. Adiós.

Lucio salió al camino y orinó interminablemente, a la luz de la luna, que ya casi tocaba el horizonte sobre las lomas de Coslada. A sus espaldas oía cerrarse la puerta de Mauricio, y cuando echó a andar de nuevo ya había desaparecido el rectángulo de luz que salía de la venta. La carretera le llevaba entre dos olivares hasta las mismas tapias de San Fernando, y el ruido del agua del río sonando allá abajo en la compuerta se dejaba de oír súbitamente, al quedar interceptado por detrás de los primeros edificios. Eran casitas muy nuevas, de ladrillo a la vista, y aún la mayoría sin habitar.

*

«… Entra de nuevo en terreno terciario y recibe por la izquierda al Henares, en Mejorada del Campo. En Vaciamadrid recoge al Manzanares por la orilla derecha, por abajo del puente de Arganda; y en Titulcia al Tajuña, por la izquierda. Suministra a la grande acequia llamada Real del Jarama, y ya en las vegas de Aranjuez entrega sus aguas al Tajo, que se las lleva hacia Occidente, a Portugal y al Océano Atlántico».

Madrid, 10 octubre 1954

y Madrid, 20 marzo 1955.