*

—¿Vacilar?, pues una palabreja de allí de los Marruecos. Como si dijéramos quedarse uno…, no es borracho, no, es otra cosa diferente, ¿cómo te lo diría?, verás…

—¿Adormecido a lo mejor?

—Pues algo de eso hay, pero tampoco es eso. Espérate, más bien, reconcentrado, ¿sabes?, o vaya, como sumido, imbuido en lo que estás, eso es, ensimismado. Pues teníamos las grandes peroratas, que te diga Samuel, allí cuando estábamos de sorchis, con él y con otros compañeros de fatigas. Mira, nos reuníamos en un cafetín…

—En Marruecos…

—Sí, en Larache. Pues te digo, y venga de palique, la que liábamos, no ves tú. Es que es una cosa, ¿sabes?, que coges la palabra y te vas entusiasmando tú mismo con que si esto y lo de más allá, dale que te pego, y venga de rollo; así que cuando quieres darte cuenta, lo mismo te has mantenido media hora que una hora, que dos, hablando tú sólito. Ahí tienes propiamente lo que se llama ponerse uno vacilón, vacilar con el kif. Una cosa tranquila, ya me entiendes, vamos, como una juerga, pero en pacífico, en buen plan, es decir, lo contrario de lo que es la curda, la pura juerga a base de vino. Porque es que allí a los moros les tienen mandadas retirar toda clase de bebidas alcohólicas, por causa la religión de ellos, ¿no me comprendes?

—Sí, eso ya tenía yo noticia, lo había oído referir.

—Bueno, pues eso. De tal forma que la juerga de ellos es el vacilar, ésa es la juerga que tienen. Se reúnen unos cuantos, se te sientan así en corro, en sus esteras, se ponen y venga; una pipa tras otra de kif, y tomando té, tomando té y fumando nada más, y chau-chau y chau-chau, con esos hablares que se tienen, que es que no les coges ni media palabra de lo que dicen, la mujer en casita encerradita, la mujera, como ellos la nombran; conque con eso ya no se te acuerdan de nada más en este mundo. Ése es el tipo de juerga que rige para los moros, la costumbre de allí. Y así están luego los más de ellos que no funcionan, ¿sabes?, porque esto es como todo, que abusando, pues natural, que te ataque a la cabeza, tú verás, con ese humo tan fuerte; de manera que los hay que están neurasténicos perdidos y con unas manías y unas cosas más raras que el demonio. Ahora que allí, fíjate, el que está loco lo reputan todos ellos como si fuera santo, date cuenta las cosas de los moros. Al que está de la chaveta es un respeto el que le tienen, hija mía, pero que ya puede hacer lo que le salga de las narices, el disparate más gordo, que ninguno es el osado de llamarle la atención lo más mínimo ni meterse con él. Pues como santo, igual, qué más me da. Y eso, claro, son cosas que van con arreglo a la costumbre de cada sitio, y a las ideas que se tengan referente a la vida. O sea que en cada nación que tú vayas te encuentras con que discurren de una forma suya particular.

—Sí, pues tú ya te puedes andar con cuidado, también, no abusar de eso, como quiera que se llame, que aquí a los taratas no los nombran santos, como en ese otro sitio; aquí a la primera te echan el guante pero escapado y te encierran en el manicomio como un señorito, quieras que no, y venles tú después con reclamaciones. Verás tú el caso que te hacen.

—Pues mira, lo que es por eso, no te apures, que sería una bonita manera de mantenerse uno sin dar golpe. Y además divertido.

—Tú ándate con bromas y verás.

—Pues di, ¿es que a ti te va a dar pena si me encierran, Mely?

—¿A mí?, pues a ver, como de cualquier otra persona.

—¡Huy, qué poquito!, no juego, así no vale; ¿sólo igual que de otro cualquiera?

—¿Qué quieres tú que diga?

—Pues lo que sea verdad.

—¿Y cuál quieres que sea?

—¿Te preocupa el saberlo?

—Contesta tú.

—Mujer, a uno siempre le gusta una pequeña preferencia.

—¿Y para qué? ¿Qué salías tú ganando?

—Es agradable, aunque nada más sea.

—Ya, comprendido.

—Mely, no hables así, haz el favor.

—Que no hable, ¿cómo?

—De esa manera tonta que te pones a veces.

—Ah, soy tonta, muy bien, te agradezco el detalle.

—¿Lo ves?, eso eso, ahora igual. ¿Qué te creerás que consigues con sacar ese tono repipi y antipático?, dime tú.

—Sigues estando muy amable, Zacarías.

—¿Quién empezó? Me saltas con ese tonillo incordiante, de buenas a primeras, ¿acaso es mentira?

—Chico, qué delicado eres tú. ¿Te crees que soy una radio, para poder yo ajustarme el tono de la voz a gusto del oyente?

—No, si tú todavía te la vas a ganar, estoy viendo. Tú sigue. Mira, eres un bichito malo y el día que te coja yo por banda, me las vas a pagar todas juntas.

—¿En serio? ¡Qué risa la que me da!

—Sí, te ríes; tú déjate que te entrille yo algún día.

—Entríllame hoy. ¿Qué me ibas a hacer?, me gustaría saberlo.

—Nada.

—Cuéntalo, anda, ¿qué me hacías?, ¿tanta rabia te doy?

—De morderte. Es que te sale bordado, si es eso lo que buscas, que te coja rabia. Vas apañada, el día que me caigas debajo de los dientes, no vayas tú a creer que escaparías así como así.

—¡Caperucita y el lobo feroz! ¡Qué emocionante!, sigue, sigue, ¿y qué más?, continúa con el cuento…

—Ahí se acaba. Y además no es un cuento.

—¿Qué es?

—La pura verdad.

—Estás fresco, ¿te crees que soy Caperucita?

—No, pero da lo mismo, para el caso es igual, ya tendría yo dónde hacer presa y dejarte la marca de los dientes.

—¿Por ejemplo?

—No sé, pues en la boca, a lo mejor.

—No debías haber dicho eso, Zacarías.

—¿Por qué? Tú preguntas, y el lobo te dice la verdad. Sí que dan ganas. ¿Te molesta?

—Pues no.

—Entonces, ¿por qué no quieres que lo diga?

—Sí que quiero. Me gusta oírtelo decir.

—Eres el diablo, ¿sabes?

—¿El diablo?

—No el diablo malo, otro. Otro diablo que no sé cómo es. Por lo pronto me gusta, me chala, es lo único que te puedo asegurar.

—Dilo más bajo, te van a oír…

—Pues que fueran todos los diablos como tú, y se arruinaba San Pedro.

—¿Por qué me dices diablo, entonces?, no le veo el motivo.

—Ah, por algo, hija mía. Estoy seguro que por algo será.

—Oye, me estoy poniendo un poco nerviosa, Zacarías. Pero me gusta estar contigo, ¿sabes? Digo yo si será por eso mismo, a lo mejor.

—Bebe un poco de vino, ¿dónde está tu vaso?

—No, no te muevas de como estás, no te muevas, no quiero que me vean la cara esos otros, quédate así.

—Hasta hacerle un boquete a la mesa con el codo. Yo quieto aquí, como un soldado.

—Dime más cosas, Zacarías.

*

Carmen miró hacia atrás y se asustó de repente; se retrepó contra Santos, en un impulso instantáneo. La luna roja, inmensa y cercana, recién nacida tras el horizonte, los había sorprendido en la ladera, a sus espaldas.

—¡Qué, hija mía…!

Carmen se echó a reír:

—¡Calla, por Dios! La luna. Me cogió tan de sopetón que me di el susto padre. ¡Chico, que no sabía lo que era, así a lo pronto!, ¡qué sé yo lo que me parecía!

—Pero, criatura, si me has asustado a mí también. De puro milagro no hemos salido rodando los dos la pendiente abajo.

Ella reía con la cara contra el pecho de Santos.

—Cariño. Mira tú que asustarme de la luna… ¡qué boba! Hijo, fue tan de pronto, una cosa tan enorme y encarnada…

La miraban los dos, desde la media ladera; se la veía irse distanciando del horizonte, al otro lado de los campos negros, levantando pesadamente su gran cara roja. Carmen miraba de reojo, casi escondida en el pecho de Santos.

—¡Qué grande es!

—¿Sabes lo que parece? —dijo Santos.

—¿Lo qué?

—Un gong.

Ella despejó la mejilla de la camisa de Santos y miraba de frente hacia la luna.

—Sí, lo parece; es cierto.

—Un gong de ésos de cobre. Vamos.

Llegaron a lo alto de Almodóvar. Era llano como una tabla, allí arriba, y se cortaba bruscamente, precipitando hacia el talud; la meseta tendría unos trescientos metros de largo y no más de ciento de anchura. Atravesaron a lo ancho, con la luna a sus espaldas, y se asomaron a la otra vertiente. Se veía Madrid. Un gran valle de luces, al fondo, como una galaxia extendida por la tierra; un lago de aceite negro, con el temblor de innumerables lamparillas encendidas, que flotaban humeando hacia la noche y formaban un halo altísimo y difuso. Colgaba inmóvil sobre el cielo de Madrid, como una losa morada o como un techo de humo luminoso. Se habían sentado muy juntos, al borde de la meseta, los pies hacia el talud. Diseminadas por la negrura de los campos, se veían las otras galaxias menores de los pueblos vecinos. Santos las señalaba con el dedo.

—A tu derecha es Vicálvaro —decía—, Vallecas es esto de aquí…

Vallecas estaba un poquito a la izquierda, allá abajo, casi a los pies del declive. Lo dominaban desde unos ochenta o cien metros de altura. Hablaban bajo, sin saber por qué.

*

Paulina le dio en el hombro a Sebastián.

—¡Mira qué luna, Sebas!

Él se incorporó.

—Ah, sí; debe ser luna llena.

—Lo es; se ve a simple vista. Parece, ¿no sabes esos planetas que sacan en las películas del futuro?, pues eso parece, ¿verdad?

—Si tú lo dices.

—Sí, hombre, ¿tú no te acuerdas aquélla que vimos?

Cuando los mundos chocan.

—Ésa. Y que salía Nueva York toda inundada por las aguas, ¿te acuerdas?

—Sí; fantasías y camelos; que ya no saben lo que inventar ésos del cine.

—Pues a mí esas películas me gustan y me agradan.

—Ya, ya lo sé que tú no concibes más que chaladuras en esta cabecita.

—Como quieras, pero tú ya me lo dirás, si vivimos para entonces.

—¿Para cuándo?

—Pues para entonces, el día en que haya esos inventos y todas esas cosas. Ya verás.

—Un jueves por la tarde —se reía—. Pero, chica, no te calientes la cabeza, que te va a dar fiebre. Pues anda que no le sacas poco jugo tú también a las ocho o diez pesetas que te cuesta la entrada.

Sebas miró hacia atrás; añadió:

—Mira, mejor será que veamos a ver lo que están haciendo esos tres calamidades.

Ahora un rechazo de luna revelaba de nuevo, en la sombra, las aguas del Jarama, en una ráfaga de escamas fosforescentes, como el lomo cobrizo de algún pez.

—¿Nos acercamos a hacerles una visita?

—Bueno vamos.

Se levantaron. Paulina se pasaba las manos por las piernas y el traje de baño, para quitarse la tierra y las chinitas que se le habían adherido.

—¿Qué hacéis de bueno?

—Aquí estábamos.

Se oían llamadas de mujeres por el disperso caserío; nombres gritados largamente en los umbrales de casetas aisladas, hacia los descampados; voces lejanas, silbidos, respondían desde las rutas ocultas en la sombra. Paulina y Sebastián se sentaban con Tito y Lucita.

—Nos venimos aquí con vosotros. Oye, ¿pues y Daniel?

—Ése ya la entregó; por ahí atrás anda tumbado como un fardo, con una bastante regular.

—También son ganas de complicarse la existencia. Di tú que luego va a ser ella, cuando llegue la hora de largarnos.

—Ése ya no hay quien lo menee. Mañana por la mañana se encargarán los pajaritos de devolverlo a la vida.

—No, Tito; eso sí que no —dijo Paulina—. No podemos dejarlo toda la noche en el río. Menudo cargo de conciencia.

—Ahora en verano se duerme bien en cualquier parte.

—¡Quita de ahí!, expuesto a cogerse un relente o peor.

—Como no mandéis pedir una grúa…

—Haz chistes, ahora.

—No te preocupes, mujer —dijo Tito—; ya nos lo llevaremos como podamos; a hombros, si hace falta, como un pellejo vivo.

—Y tan pellejo.

Lucita callaba. Aún quedaba gente en la arboleda; se oía el rezo tranquilo de las conversaciones, por los grupos en sombra; se veía el pulular de las lucecitas de los pitillos, como rojas luciérnagas de brasa.

Los pies de alguien tropezaban ahora con el bulto encogido de Daniel; una voz dijo: «Perdone», y el bulto le contestaba desde el suelo, con un rezongo incomprensible. Delgadísimas rayas paralelas, por cima de lo negro, muy arriba, en la angosta abertura; murciélagos fugaces contra la noche diáfana.

*

Se volcó una botella. La cogieron a tiempo de que no rodase hasta caer.

—¡El canto un duro! —dijo alguien.

El vino quedó brillando en la madera y Mariyayo le hacía canales con el dedo, hasta el borde de la mesa, para hacerlo escurrir; Fernando lo sintió gotear en sus sandalias.

—Che, niña; que me mojas.

—¡Alegría! —dijo ella, y le tocaba los hombros y la frente con las yemas mojadas en el vino.

—¡La que tú tienes! Que eres una mina de alegría…

Había oscurecido. El clan Ocaña estaba en movimiento; recogían sus cosas. Lolita gritaba:

—Bueno, chicos, ¿bailamos o qué?

—¿Por qué no le das tú a la manivela?

Felipe Ocaña estaba de pie junto a la mesa de los suyos; los miraba silbando y hacía girar y sonar el llavero en su dedo índice. Petra decía:

—Y que no eche yo nada en falta cuando lleguemos a casa, ¿entendido?

—El campo echarás de menos —le decía Felipe—; eso es lo que echarás.

—Sí, lo que es eso, a buena parte vienes; me he pasado yo un día como para echarlo de menos, ¿sabes?

Felipe dijo:

—Lo han pasado tus hijos, ¿qué más quieres?

—Ya, y mi marido. A costa de reventarme yo sólita y estarme desazonando por unos y por otros.

Recalcaba sus palabras con los objetos, vasos de plástico, cuchillos, servilletas, que iba metiendo en el capacho; continuaba:

—¡Te digo que…! Todo viene siempre a dar a mí. Si el cántaro da en la piedra, mal para el cántaro; si la piedra da en el cántaro, mal para el cántaro. Eso es lo único que pasa.

Nineta la ayudaba a recoger.

—¡Vaya un diíta! —seguía Petra—. Como para acordarme yo en Madrid de más campos ni más narices… Dame, Nineta, eso es aquí. Y tú ahora no te estés ahí parado, ¿qué haces ahí?; ya le podías ir dando a la carraca, que ya ves tú la hora que tenemos.

—Carraca, pero que os da de comer.

—Sí, bueno; esa lección ya me la sé de memoria. Conque no la repitas. ¿No decías antes que si tenías los faros de cruce de mala manera?; pues mira la luz que hay. Ya sabes que los del Tráfico no se andan con contemplaciones, de modo que si nos ponen una multa… —ladeó la cara.

—¡Pues se tira de bolsillo y allá vea, puñeta!

—Descompuesta me pones…

Lucas protestaba:

—¿Por qué reglas de tres voy a tener que ser yo el encargado de la gramola?, ¿es que me habéis extendido un nombramiento?

—Si eres tú el que no dejas que nadie se le arrime.

Zacarías rechazaba, con un gesto de la mano, otra pipa encendida que le ofrecía Samuel. Éste le dio a su novia con el codo.

—Oído al parche, tú —le decía por lo bajo—; date cuenta esos dos, la que se tienen ahí en la esquinita —indicaba con la sien hacia Mely y Zacarías.

Marialuisa asintió:

—No, si ya te lo dije, ¿no te acuerdas que te lo dije?

—Ya. Pues están que se comen.

—Yo no quiero mirar; mejor dejarlos.

Ricardo acercaba el oído.

—¿Qué habláis? —susurró—. A mí también.

—Curioso —le dijo Marialuisa—. Cosas nuestras.

—Secreto de Estado —añadía riendo Samuel.

—Total, ya me lo figuro, para que tú veas. Sé muy bien lo que estáis hablando.

—Pues si eres tan listo, no hagas preguntas, Profidén.

Ahora Loli y Fernando y Mariyayo y la otra chica que venía, armaban mucho alboroto y hacían rabiar a Lucas, golpeando con puños y vasos en la madera de la mesa; repetían:

—¡¡Mú-sí-cá!!, ¡¡mú-sí-cá!!, ¡¡mú-sí-cá!!, ¡¡mú-sí-cá!!…

El otro se tapaba los oídos.

—Vais listos —les decía—, si os figuráis que con esa monserga lo vais a conseguir. Ahora ya por cabezonería.

—¡¡Mú-sí-cá!!, ¡¡mú-sí-cá!!, ¡¡mú-sí-cá!!…

Se habían sumado a las voces los cinco de la otra mesa. Fernando se levantaba con una botella y se acercó a servirles un vaso de vino.

—Un poco convite de parte de la panda —señalaba con la botella hacia la mesa de los suyos.

Los cinco aplaudieron. Miguel dijo:

—Pues ya no queda vino; hay que encargarlo otra vez.

Samuel se volvía hacia el muro y soplaba por la caña, para vaciar la cazoleta del kif; saltó la pelotita de ceniza. Ya salían los Ocaña de la mesa, hacia el centro del jardín; Petra los careaba como a una grey.

—Hale, niños —les decía—, ir saliendo, ¿no nos dejamos nada?; Nineta, mona, míralo tú, si haces el favor.

—No tengas cuidado.

Miró debajo de los bancos, en los rincones, al pie de la enramada; ya casi no se veía. Entraban los Ocaña hacia el pasillo; se quedaba la mesa vacía, en la penumbra del jardín. Nineta entró la última.

—¿Ya se marchan ustedes? —les decía la mujer de Mauricio desde el umbral de la cocina.

—Ya, Faustina; ya nos vamos —dijo Petra.

Faustina entró tras ellos al local. Los del mostrador les abrían el paso.

—Bueno, hombre, bueno —dijo Mauricio.

Salía del mostrador.

—Ya nos llegó la hora —les decía Felipe, agitando la cabeza.

—Así es que se pasó bien el día —continuaba el ventero, y bajó la mirada hacia Juanito—. ¿Eh?, ¡menudo pillo estás tú! —levantaba de nuevo la cabeza—. Un día de campo es lo que tiene.

—A ver —dijo Ocaña.

Petrita se había aproximado a los jugadores y miraba muy fijamente el cuerpo del tullido.

—Y muy agradecidos que les quedamos a ustedes —dijo Petra—, por todas las atenciones que han tenido —se volvía también a Faustina, incluyéndola—. Así que ya lo saben, no es preciso decirlo, el día que vayan a Madrid…

El alcarreño, el chófer, el pastor, Chamarís y los dos carniceros, callaban discretamente, al margen. Sólo Lucio, desde su silla, se hacía presente con sus miradas, como si se sumase a todas las ceremonias.

—¡Atenciones! —dijo Mauricio—; figúrese. Al contrario, si me parece que los he tenido abandonados casi toda la tarde, por atender aquí al negocio. Ahora que, desde luego, muy en contra de mi voluntad, que mi gusto hubiera sido hacerles un poco más de caso.

—No diga tonterías, Mauricio; ha hecho usted mucho más de lo que debía; ¿en qué cabeza humana cabe que iba a dejar usted sus cosas por atendernos a nosotros? Bastante que…

—Nada —cortó Mauricio—; lo que hace falta es que vuelvan ustedes —se dirigió a Felipe—. Que volváis, Ocaña, a ti te lo digo, que volváis, que no te dejes pasar este verano sin daros otra vuelta. Y lo mismo les digo a ustedes, que he tenido muchísimo gusto en conocerlos.

Nineta hizo una sonrisa de cumplido.

—La recíproca —dijo Sergio—; son ustedes una familia estupenda y les estamos muy agradecidos por todo.

—Pues nada, muchas gracias, ya saben que aquí estamos a su disposición, para lo que manden. Basta que sean familia de aquí. ¡Felipe! —le golpeaba el brazo—, lástima, hombre, que no vengáis, coño, un día que ande yo más desenredado, para que hubiéramos tenido una parrafada de las buenas.

Desde la partida miraban de vez en cuando, indiferentemente, a los que se despedían; Carmelo se interesaba, revolviendo las fichas sobre el mármol. «¡Aquí, aquí!, estate a lo que celebras —le decía Coca-Coña—, y no me seas entrometido, que a ti de todo eso no te importa nada. Conque al juego».

—Como allí —dijo Ocaña—, ¿te acuerdas? ¿Cuándo volveremos a vernos en otra?, salvando el hecho de los accidentes.

Mauricio reía.

—Y con ellos, y con ellos. Los que no somos ricos tenemos que esperar a accidentarnos alguna cosa, chascarnos un hueso, para poder disfrutar plenamente de la vida.

—¡Sí, eso!, echen ahora de menos el hospital —terciaba Petra—. Ay, los hombres, todos iguales. Ya ves tú ahora la ocurrencia. ¡Qué dos!

Faustina asentía:

—Tal para cual —dijo enarcando las cejas, cabeceando, como quien tiene largas razones de paciencia.

Los dos maridos se miraban riendo.

—Bueno, pues a estos señores les estamos interrumpiendo la tertulia —dijo Petra—; de modo que como es tarde, quitamos la molestia.

—Molestia ninguna, señora —dijo Claudio.

Petra no le oyó; se dirigió a Faustina.

—Lo dicho, pues. Que sigan ustedes como hasta hoy —le daba la mano—. Y a ver ustedes también cuándo se deciden a hacerse una escapadita por Madrid.

—¡Huy, eso…! —dijo Faustina, alzando los ojos—. Hemos tenido mucho gusto en recibirlos, Petra.

—Su hija, no estará. Siento no despedirme. Tan buena moza como es.

—Sí que está, sí. Debe de estar en la alcoba. Mucho que no los oyó pasar a ustedes. Ahora mismo la llamo.

—No, no la moleste, Faustina; déjela.

—Faltaría más —dijo la otra y gritó hacia el pasillo—. ¡Justina! ¡Justina!

Estaba a oscuras, tendida en la cama. Oía las voces del jardín; a veces tras el postigo cerrado la mano de Marialuisa o de Samuel, que pasaba rozando los cristales. Estaban todos allí mismo, alborotando, junto a la ventana; distinguía las voces. Veía en el techo, sobre la Virgen de escayola, el redondel de luz amarillenta que proyectaba, desde el tazón de aceite, la lamparilla que tenía su madre por la novena de la Virgen de Agosto. También hacía un punto de brillo en el cromo de la cama; tiritaba el reflejo. Fuera pedían música, música, porque ese Lucas no quería moverse a ponerles en marcha la gramola. Luego decían que el vino se había terminado y a lo mejor era ella la que tendría que levantarse a poner más. Relajaba su cuerpo. Se puso el antebrazo sobre los párpados cerrados, para no ver el resplandor en el cañizo, ni el reflejo en el cromo. Después oía a los Ocaña en el pasillo; no quiso levantarse; cambiaba de postura y sonaron los metales de la cama. Pendía del techo una rama seca de laureles, casi encima de la cabeza de la Virgen. Clavó las uñas en la cal de la pared, a la izquierda de su cama, fuertemente; sintió grima, y se volvía sobre el costado derecho, cuando oyó que su madre la llamaba. Titubeó un instante; buscó la pera de la luz.

—¡Voy, madre!

Se arregló brevemente en el espejo. Aún guiñaba los ojos a la luz, cuando entró en el local.

—Mira, hija, no se han querido marchar sin saludarte.

—¿Qué tal lo han pasado? —les preguntaba desmayadamente.

—Superior —dijo Ocaña—; muchas gracias, joven.

—Pues me alegro. ¿Y tú qué, me das un beso, preciosa?

La niña apartó la vista del tullido y acudía a los brazos de Justina.

—¡Aúpa! —le dijo ella, izándola del suelo—. Vamos a ver, ¿y qué es lo que más te ha gustado?, cuéntamelo a mí.

—Esa coneja que hay allí adentro —dijo Petrita, señalando hacia el pasillo—. Es tuya, ¿verdad?

—Y tuya; desde hoy, más tuya que mía. Cuando tú quieras, te vienes, y la echamos de comer, ¿contenta?

—Sí —movía la cabeza.

—Pues ahora bájate ya, mi vida, que los papás tienen prisa y no hay que hacerlos esperar —la volvía a dejar sobre el piso—. Anda, ya volverás otro día; dame un beso.

Le ponía la mejilla a su altura para que la besase; pero Petrita se abrazó a su cuello y apretaba.

—Yo te quiero, ¿sabes? —le dijo.

Felipe Ocaña se despedía de los otros.

—Ya sabe —le decía el chófer, con voz confidencial, estrechándole la mano—; usted sólito, sin familia ni nadie —le guiñaba el ojo—. A ver si es verdad que se anima algún día.

Ocaña asentía sonriendo.

—Se tendrá en cuenta —se dirigió a los de la partida—. ¡Con Dios, señores!

—Que tengan buen viaje; hasta la vista.

—Ustedes lo pasen bien. ¡Ah, oiga, y otro día cualquiera que tengan capricho la gente menuda de montarse en la limusina, no tiene usted más que traérselos, ¿eh?, que es lo que le está haciendo falta, ventilarse, a ver si coge otro aire, el carricoche del diablo!

—Muy bien, de acuerdo —asentía Felipe, sonriéndole a Coca-Coña, con la boca torcida, y se volvió hacia Petra de reojo.

—Pues nada, a seguir bien, de nuevo.

—Gracias; eso es lo que hace falta; igualmente. Y que vengan, que vengan.

Schneider, despegándose apenas de su asiento, hacía una mecánica inclinación de cabeza. Ya salían; Nineta se admiró:

—¡Oh, la luna, Sergio! ¡Qué es bonita! ¡Qué es grande…!

Daba un reflejo cobrizo sobre la comba del guardabarros y en el duco empolvado de la portezuela.

—Irme dando las cosas —dijo Ocaña, y separaba el respaldo del asiento de atrás.

Mauricio y Justina habían salido con ellos. El chófer de camión los miraba desde el umbral iluminado. Felipe hundía los cachivaches en el hueco del respaldo. Luego montaba la familia; decía Petra:

—Sin atropellar, niños, sin atropellar, que hay sitio para todos.

Justina estaba delante del coche, con los brazos cruzados.

—Bueno, te tengo que pagar las copas y los cafeses —le decía Felipe a Mauricio.

Sacaba la cartera.

—¡Quítate ya de ahí!

—¿Cómo iba a ser? —lo cogía por la manga—. Mauricio, ahora mismo me dices lo que se debe.

—Anda, anda; no gastes bromas.

—Oye, que… Mira que no volvemos, no me andes con coñas. Cóbrate.

—Vete a paseo.

Petra miraba sus sombras desde la ventanilla.

—Lo que faltaba para el duro —exclamó.

Mauricio empujaba a Felipe hacia el taxi.

—Móntate, anda, que tenéis prisa; pierdes el tiempo.

—Ni prisa ni narices. Eso no se hace, Mauricio.

Mauricio se reía; intervino Petra:

—Mire, Mauricio, eso no está ni medio bien; mi marido le quiere pagar las consumiciones y por consideración debía usted de cogérselo. Nos quita usted la libertad, para otra vez que queramos venir.

—Nada, nada; en Madrid ya tendrán tiempo y ocasión de convidarme. Allí serán ustedes los paganos. Aquí invito yo y se ha concluido. Móntate, Ocaña.

—Bueno, te juro que me las pagas. Palabra mía que te vas a acordar.

Se montó. Petra iba delante, con él. Justina había puesto los brazos sobre el reborde de la ventanilla.

—Que lleguen a Madrid sin novedad —dijo hacia adentro, hacia las sombras apretujadas en el interior; no veía las caras.

Renqueaba la magneto; a la cuarta intentona, prendieron los cilindros. Felipe Ocaña sacaba la cabeza.

—¡Adiós, mala persona! —sonreía—. ¡Y conste que me marcho muy disgustado contigo!

—Tira, anda, tira —dijo Mauricio—, que se os está haciendo tarde.

Movía la mano junto a las ventanillas, saludando a bulto a los de dentro. Brotó la luz anaranjada de los faros; el coche empezó a moverse lentamente; «¡Adiós, adiós, adiós…!». Justina quitó los brazos de la ventanilla y el taxi daba la vuelta hacia el camino. Padre e hija quedaban inmóviles atrás, junto a la racha de luz que salía de la casa, hasta que el taxi, con una cola de polvo que ofuscaba la gran luna naciente, tomó la carretera.

*

—¡Silencio todos! ¡Escucharme un momento! ¿Me queréis escuchar?

Agitaba Fernando la botella en el aire, en mitad del jardín, y la racha de luz que salía de la cocina le alumbraba la cara y el pecho y relucía en el vidrio. Gritaba hacia la sombra de las mesas, a los otros, que habían vuelto a pedir música, música.

—A ver qué es lo que quiere éste ahora. ¡Callarse! Dejarlo que hable, a ver.

—La gramola muertita de risa —decía Ricardo—; ¡carga con ella todo el día!

—Y la hora hache, al caer.

—¡Venga, que se pronuncie!

—Cuentos. A no dejarlo que hable, ¿vale? —proponía Ricardo en voz baja—; cuanto que haga intención de abrir la boca, un abucheo como un túnel.

Todos miraban a Fernando en la luz, desde las espesuras de la madreselva en el jardín anochecido. Le había dicho Mely a Zacarías:

—Se queman los domingos que es que ni te enteras.

—Pero queda el regusto —había dicho él—. Mira el gato, mira el gato…

Lo sentían rebullir en la enramada, en rumor de hojas secas. Le vieron la sombra cazadora y fugaz, entre las patas de las sillas.

—Para él todo son domingos.

—O todos días de labor —le había replicado Zacarías—. No sabemos.

Ahora los dos atendían hacia Fernando. Fernando se impacientaba.

—Bueno, ¿queréis escucharme, sí o no?

Le gritó Zacarías:

—¡Explícate ya, Mussolini!

—¡Qué! Que le den dos reales y que se calle ya de una vez.

Hizo ademán de retirarse, y dio paso a la luz, que brilló unos momentos en el níquel del gramófono, al fondo del jardín.

—¡No seáis! Dejarlo al chico que diga lo que sea, venga ya.

—A ver si quieren.

—Oye, ¿es que vas a bautizar algún transatlántico con esa botella en la mano? Dime, ¿y cómo le piensas poner?

—¿Eh? Pues mira, a lo mejor le pongo Profidén, o La Joven Ricarda, ¿cuál te gusta más?

—Ah, cualquiera, lo vas a gafar y se te va a ir a pique con cualquiera de los dos que le pongas. Bueno, anda, habla ya, vamos a ver esas revelaciones tan sensacionales.

—Con tu permiso. Pues nada, muchachos —se dirigía hacia todos, incluyendo a los cinco que ocupaban la otra mesa—. Yo nada más lo que quería decir es que hacía falta de organizar un poquito este cotarro. Así, conforme vamos arrastrando la tarde hasta ahora, no se hace más que crear confusión, que cada uno procura por una cosa diferente, y ninguno sacamos nada en limpio…

—¡Cuéntanos tu vida! ¡Acaba ya! ¡Chacho; qué tío, vaya un espich!

—¡Pero calla, voceras, que estás incomodando…! Bueno, pues lo que iba a proponer es que juntemos las dos mesas con esta gente, que están aquí como despistados y que además sé yo que son de los buenos, y así se formaba una mesa todos juntos. Porque de esa manera, ya no había aquí más que una sola cosa, para poder llevarlo con orden y concierto. Y al mismo tiempo, pues se engrosaba la reunión con nuevos elementos de refresco y salíamos todos ganando en bureo y animación, unos y otros. ¿Qué os parece?

—Pues venga, de acuerdo por esta parte —dijo Miguel—. Si ellos están conformes, que se cojan su asiento cada uno y se arrimen para acá, que tenemos más sitio.

—¡Hale, hale! —dijo una voz al otro lado.

—No hay más que hablar.

Se levantaron los cinco y traían sus sillas hacia la mesa de los de Zacarías y Miguel. Fernando ya se había retirado de la luz y se volvió a su sitio, junto a Mariyayo. Quedó el rectángulo neto sobre el suelo. Los cinco lo atravesaban, trasladando sus macutos y sus cosas. Ricardo murmuraba:

—Lo que se le ha ido a ocurrir, mira tú ahora, en evitación de barullos.

Samuel se volvía hacia él y le decía:

—¿Qué criticas tú ahora, Profidén?

—Yo no critico; yo sólo digo que no teníamos precisión de revolvernos con nadie, para pasarlo bien nosotros y nosotros. Así es como se forma el follón, nada más. Y luego surgen los líos.

—Venga, no seas tú tampoco exclusivista.

—Nada de exclusivismos. No los conocemos de nada, pues déjalos quietos. ¿Quién te manda de hacer amistades con nadie? A río revuelto, ya sabes, además.

Eran dos chicas y tres chicos; se habían sentado.

—Pues mira —cortó en voz baja Samuel—, ahora ya está hecho; así es que ya calla la boca y no metas la pata, no vayas a ser tú el que suscite el conflicto.

—Claro; ahora a ponerles buena cara. Encima eso.

Miguel les había preguntado:

—¿De qué barrio sois vosotros?

—Del Matadero. Legazpi. Digo, menos éste; éste no, que éste vive por ahí, por Atocha. Los demás todos Legazpi.

—Un barrio que le tengo simpatía. Y conozco yo un Eduardo, allí del mismo Legazpi, Martín Gil de apellidos, ¿le habéis oído nombrar?

—Eduardo… Sí, Eduardo tengo ya uno, pero ése no va a ser; no, éste es otro apellido; se llama Eduardo también, pero es otro apellido. ¿Cómo era ése?, has dicho, ¿Martín qué?

—Eduardo Martín Gil.

—No, pues no es ése, seguro que no es. Creo yo que éste tuyo no lo tengo yo catalogado, o no me lo parece. A ver éste —se dirigió a su compañero—. Tú, ¿no te suena a ti alguno más?, echa un poco memoria.

—Eduardo, pues verás… —reflexionaba—. Sí, hombre, hay ese otro que le llaman Dúa, ¿no es Eduardo de nombre ése también?

—Ah, sí, es verdad, ya salió otro, mira. Vamos, que de pila también se llama Eduardo, ¿no me entiendes?, no es más que le dicen de esta otra manera, o sea como un apodo, ya sabes tú la gente, o incluso los mismos familiares; de Eduardo, pues Dúa, se saca fácil.

—Pues como no sea éste, no sé yo cuál más. ¿Cómo hace aquél de apellido, tú te acuerdas?

—¿Apellidos del Dúa?, espera a ver; sí, hombre, ¿cómo era?; vaya, si lo diré… Bueno, en este momento a punto fijo no te sé yo decir, pero es igual. Tampoco son los que éste dice, de eso estoy seguro, son otros que no tienen nada que ver; si me acordara…

—Bueno, no preocuparos —dijo Miguel—; si es lo mismo. No le deis más vueltas, ¿qué más da?

—Ya, si estamos. No, porque es que todavía si supiéramos algún otro Eduardo, sin nosotros conocerlo los apellidos, muy bien podría ser ése que tú dices, casi seguro que iba a ser él. Pero ya te digo, el caso es que de Eduardos no nos constan a nosotros más que éstos que te cuento; así como de Pepes, ya ves, en cambio de esos hay un carro, así de Pepes todo Legazpi, la invasión. Pues ese amigo tuyo, es raro, porque aunque nada más fuese de oídas, difícil que se nos haya podido escapar. Me extraña un rato que nos falte a nosotros esa filiación, más todavía al tratarse de un chico joven. Di, tú, ¿y es seguro que es de allí de por Legazpi?

—Sí, sí, seguro. Quiero decir, no siendo que se haya mudado en fecha reciente, porque yo desde luego debe de hacer ya más de un año que no lo he vuelto a ver.

—Bueno, hijo, venga, dejaros de Eduardos y a ver lo que hacemos. ¿Se baila o no se baila?

—Que sí, mujer, que ya hemos terminado. ¿Y seguimos sin vino?

—Esa botella que han traído éstos tendrá todavía, mira a ver.

Miguel levantó la botella de los de Legazpi y la miraba al trasluz, hacia el cuadro de la ventana iluminada; dijo:

—Total nada, una birria de vino es lo que hay.

—Se pide más —dijo Fernando—. Dar palmadas, a ver si viene alguien.

—Dalas tú, ¿es que no tienes manos?

—Anda, Luquitas, sé buen chico, ponnos en marcha la gramola, anda ya.

Lucas se levantaba de la silla, afectando un suspiro y un gesto de paciencia, y se iba hacia el gramófono. Juanita comentó:

—¡Qué trabajo más terrible! Qué barbaridad, ni que le fueras a dar cuerda a un tranvía, los aspavientos que le echas —se volvía hacia Loli—. Chica, hay que ver las fatigas que le entran a este hombre, no sé ni cómo vive.

Sonaban las palmadas de Fernando. Mariyayo dijo:

—Vaya manos que tienes, hijo mío. Casi que estoy tentada de alquilarte para llamar a mi sereno, que está pero fatal, el pobre, de sordera.

—¡Mira, y me pones rumba, Lucas, si me haces el favor! —le gritó Marialuisa.

—¿A ti sola? Será para todos.

—¡Qué rumba ni qué rumbo! —decía el otro desde allí—. ¡Si aquí no veo ni lo que cojo!

—¡Hombre, vente a la luz y lo miramos; sí que es un problema!

Lucas no respondió; se veía su sombra arrodillada junto a la gramola, y el oscilar de los brillos metálicos, al mover la manivela.

—Tú no lo apures, que es capaz que lo deja inmediato, ya sabes cómo es él.

—¡Yo quiero bailar!, si no ¿qué? ¡Quiero bailar!

—Aguanta, pies de fuego, aguanta, tú no te aceleres, tiempo hay.

—No es que sobre, tampoco, Samuel.

—¿Ya empezamos? —protestó Zacarías.

—¿A qué?

—A hablar de cosas feas.

—¿Cosas feas?

—¡El tiempo, mujer!

Se volvía de nuevo hacia Mely, sonriendo:

—Continúa.

—Bueno, conque con eso ya se hicieron en seguida las diez y media de la noche, que serían, y se presenta mi padre, rííín, el timbrazo; yo un miedo, hijo mío, no te quiero decir, aterrada. Salgo a abrirle, ni mu; una cara más seria que un picaporte, yo ya te puedes figurar. Conque ya nos sentamos todos a la mesa; aquí mi padre, la abuela ahí enfrente, mi tía al otro extremo, tal como ahí, y mi hermano así a este lado, a mi izquierda, no veas tú cada rodillazo que yo le pegaba por debajo del hule; chico, los nervios, que es que ya no podía contenerme los nervios, te doy mi palabra. Bueno, y sigue la cosa; nos ponemos a cenar, y mi padre que persevera en lo mismo, pasa la sopa, ni despegar los labios, pero es que ni mirarnos siquiera de refilón; pasa lo otro, lo que fuera, lo que venía después, y lo mismo, mirando a la comida. Figúrate tú, él, que tampoco es que vayas a decir que sea ningún hombre demasiado hablador, pero vamos, que en la mesa, eso de siempre, le gusta rajar lo suyo, y preguntar y contar cosas, pues una persona que tiene buen humor, que está animada, ¿no? Pues date una idea de lo que sería aquella noche, así que allí ni la abuela, como te lo digo, se atrevía a decir una palabra. Y eso que ella no estaba al tanto del asunto, ¿sabes?, pero se ve que no está tan chocha como nosotros nos creemos, no está tan chocha, ¡qué va a estar!, ella en seguida debió de olfatearse, viejecita y todo, lo que allí se barajaba. Bueno, abreviando, una cena espantosa de verdad, pero una situación de éstas que sientes que es que vas a estallar de un momento a otro, ¡qué rato, no quieras tú saber! Mucho peor, muchísimo peor que la bronca más bronca que te puedas figurar. Fíjate tú, mi tía, con toda la inquina y el coraje que tenía contra nosotros, y estaba negra, se la veía que lo estaba, que tampoco podía aguantar aquello; tanto es así, que a los postres, se pone, ya se conoce que incapaz de resistirse, se pone, le dice a mi padre: «¿No tienes nada que decirles a tus hijos?», ya como deseando que nos regañara de una vez, ¿no me comprendes? Y mi padre no hace más que mirarla, así muy serio, y se levanta y se marcha a acostar. Total que aquella noche nos fuimos a la cama sin saber todavía a qué atenernos, con toda la tormenta en el cuerpo. Claro, eso era lo que él quería, no tuvo un pelo de tonto, qué va. Le salió que mejor no le podía haber salido. Al día siguiente nos dijo cuatro cosas, pero ya no una riña muy fuerte ni nada, cuatro cosas en serio, pero sin voces ni barbaridades, así muy sereno; todavía a mi hermano le apretó un poco más, pero a mí… Demasiado sabía él que el rato ya lo teníamos pasado, vaya si lo sabía. Y eso fue todo…

Zacarías sonrió.

—Bueno, ¿y tú, tanto gasto haces tú de sereno? —le había preguntado Fernando a Mariyayo.

—Pues a ver qué remedio me queda.

—¿Por qué? ¿Qué haces de noche tú por las calles ésas?

—Trabajo en el ramo cafetería, conque tú verás.

—Ah, vaya, ya me entero. Los turnos de noche. ¿Y no te comen los vampiros?

—No, rico; no tengas cuidado, que no me comen.

Se había oído la risa de Fernando. Y Lucas se había acercado a la ventana, con el macuto de los discos; por dentro se veía la cocina y la mujer de Mauricio atizaba la lumbre con una tapa de cartón de alguna caja de zapatos; crepitaban los carbones en pequeños estallidos y subían dispersiones de pavesas. Marialuisa había ido junto al otro y Faustina se había vuelto al oírles, mientras ellos buscaban el disco de la rumba, y les dijo:

—Ahora mismo sale mi hija, si precisan de algo.

—Es una buena idea de traerse un picú —había dicho una chica de Legazpi.

—Pero otro que estuviese en mejores condiciones.

—A falta de otra cosa…

Había dicho Juanita:

—Lo más malo que tiene es el dueño, ¿sabes tú?, que por lo visto se cree que tiene algo.

—Aquí no viene nadie.

Fernando había vuelto a dar palmas; añadía:

—Pues mira, chica, eso del sereno no está mal discurrido. Sólo porque no vayas tú sólita, mujer, soy yo muy capaz de quitarme tres horas de dormir todas las noches. Es una buena idea, merecerá siempre la pena acompañarte. Me quedo con la plaza.

Ya sonaba la música. Había salido Samuel a bailar con la rubia, y dos parejas de los de Legazpi. Luego también Miguel se levantaba, y al pasar con Alicia hacia el baile, le tocaba en el hombro a Zacarías.

—¿Qué pasa? Ya no queréis cuentas con nadie, por lo visto. Vaya un palique que tenéis, mano a mano, ahí los dos. A saber tú las trolas que la estarás haciendo que se trague. Di que todo es embuste, hija mía, que éste no es más que un rollista fantástico. Tú, ni caso.

Mely le sonreía.

—Me está contando las cosas de la mili.

—Bueno, bueno, pues seguir.

Después Alicia, bailando, lo reprendía:

—¿Tú a qué te metes con ellos?, ¿no ves que están en plan?, ¿no te das cuenta?

—Pues por eso, para hacerlos un poco de rabiar.

El otro de los cinco se había quedado en la mesa; miraba a Loli en la penumbra. Venían las risas de la rubia y de Samuel, que bailaban con grandes aspavientos. Ricardo estaba callado.

—Qué diversión, ¿verdad, Juani? —decía Lolita en un tono reticente.

La iba a contestar, pero ya volvía Lucas de junto a la gramola y la sacó hacia el baile.

Las parejas entraban y salían de la sombra al escueto rectángulo de luz, que las cortaba por las piernas y la cintura. El de Legazpi le dijo a Lolita:

—Si tú no bailas con nadie…

—¿Qué?

—Pues que te saco yo, si tú quieres.

Apareció Justina en el jardín.

—Sí, sí; encantada.

—¿Qué querían?

Ricardo miraba al de Legazpi, que se agarraba con Lolita y empezaba a bailar; dijo:

—Tú, Fernando, que a ver qué queréis.

—Ah, sí, pues vino, un par de botellas que sean.

Después añadía:

—Oiga, ¿hay langosta?

Justina lo miró.

—¡Sí! ¡A la marinera! —contestaba saliendo.

—¡Toma!, te han respondido a tono —se reía Mariyayo—. Para que aprendas.

Se oyó un grito festivo en el baile y luego de improviso se iluminó todo el jardín. Sorprendió el rostro agrio de Ricardo, la boca de Mariyayo que reía, Zacarías y Mely muy juntos, hundidos contra la enramada. La luz se venía de una bombilla en el centro, con su tulipa blanca, colgada de unos cables embreados. Se habían separado bruscamente los labios de Marialuisa y de Samuel. Se veía el polvo que subía de entre los pies de las parejas, y la blusa amarilla de una de las chicas de Legazpi, las mesas vacías, papeles en el suelo, las bicicletas allí al fondo, tiradas junto a la pared, los labios machacados de la rana de bronce. Fernando decía riendo:

—Que mal gusto encender la luz ahora.

Se volvió Zacarías; le dijo:

—¿Qué hay?

Mely, a su lado, se miraba en el espejito.

—Eso, vosotros —contestó Fernando.

—Échanos vino, haz el favor.

—Aguarda; ya lo traen.

Trompeteaba gangosamente la rumba en la gramola.

*

—Padre, me ponga dos botellas.

—¿Dos? Ahora va. ¿Diste la luz a la juventud?

—Acabo de darla.

—Sí, porque, bailes a oscuras, la juventud ya sabes luego lo que pasa. A tu madre después no le gusta y con razón. Así hay más comedimiento.

—Pues qué poquita gracia les habrá hecho a ellos —dijo Lucio.

—Ah, pues a jorobarse. Sólo faltaba ahora que convirtiese yo mi casa en un sitio tirao.

Lucio insistía:

—La juventud tiene sus apetencias, ya se sabe. A eso no se le puede tampoco llamar tirao. Lo golfo golfo es otra cosa, y bien distinta.

Mauricio llenaba las dos botellas.

—Pues aquí no. Hay mucho campo ahí fuera. Toma, hija.

Entraba el hombre de los zapatos blancos.

—Buenas tardes.

—Que ya son noches. Hola, qué hay.

Salió Justina hacia el pasillo. El señor Schneider levantó la cabeza del juego.

—¿Está usted bien, mi amigo? —sonreía el hombre de los z. b.

—Bien, muchas gracias, Esnáider, ¿cómo va eso?

—Oh, éste marcha regularmente, una vez pierde, otra gana. Esto, pues, como la vida.

—Sí, como la vida. Salvo que menos arriesgado, ¿no cree?

—También. Eso también, gran verdad —atendía de nuevo hacia el juego.

El hombre de los z. b. tocó la espalda del pastor.

—¿Qué, Amalio? ¿Y esas ovejas?

—¡Ye!, regulares. No están muy buenas, no —hizo una pausa y recogía con más fuerza—. Si además no pueden estarlo. ¿Cómo van a estar buenas?

—¿Por?

—Mi amo. Mi amo no le tiene cogido el tino todavía al negocio ganado. Ni se lo coge. Chicas peleas que tengo yo a diario con él, haciendo por convencerlo de por dónde tiene que ir. Sin resultados. Es como esto —pegaba con los nudillos en el mostrador—. Una cabeza más dura…

Bebió el vaso; nadie hablaba; prosiguió:

—Mire usted, estos señores, que andan con ganado —señalaba a los dos carniceros—, y están al corriente del asunto, estos señores pueden decirles lo que pasa. ¿Miento?

Volvió a callar; lo miraban a él; dictaminó:

—Es tontería; un ganado que se le descuida el renuevo, ese ganado se acaba, más tarde o más temprano. Irremediablemente. No es más que eso, esta cosa que todos la vemos tan sencilla, pues no le acaba de entrar en la cabeza. «Amalio, que las ovejas están malas», no hay quien lo saque de ahí —tragó saliva—. Pero, señor mío, ¿van a vivir cien años las ovejas? Inyecciones de vitamina las podía poner, o lo que fuera; ingresarlas en un sanatorio, caso que los hubiese para el lanar; que la oveja que esté acabada y la fallen los dientes, esa oveja se muere sin remisión. Y ahí no sirve querer. No hay más cáscaras, ¿qué dice?

El hombre de los z. b. asentía distraído:

—Ya me doy cuenta, ya.

—¡Pues natural! —concluía el pastor.

—Eso es como mi padre, en paz descanse —decía el alcarreño—, un caso igual. Que en los últimos tiempos no hacía más que decir: yo no estoy bueno, no estoy bueno. Y qué no iba a estar bueno ni qué ocho cuartos. Lo que tenía simplemente es que le iba llegando el turno, por las edades que alcanzaba. Pasaba lo que tenía que pasar. Lo raro hubiera sido lo otro, eso es lo que hubiera dado qué pensar. Oiga, como que a mí me entraban a veces ganas de decirle, no siendo el respeto, claro, y esos reparos que uno tiene, de decirle: «¡Viejo, padre, viejo es lo que usted está, no le ande dando más vueltas, más pasado que Matusalén, a ver cuándo se va a querer dar por aludido, ni enfermo ni nada, que se termina, que ya no da más!». El pobre hombrito. No lo quería comprender que las cosas se terminan por su propio peso, sin que haya que buscarle más motivo ni más cinco pies al gato. La persona humana va sufriendo un desgaste, como todas las cosas, y le llega un momento en que ya no, que ya no; vamos, que no, que ya no puede ser. Y qué, ¿qué misterio tiene? Está claro, cuando a un reloj se le para la cuerda, no es el mismo caso, pero sirve; vaya, cuando a un reloj se le acaba la cuerda, y se te para, a nadie se le ocurre decir que ese reloj está estropeado, ¿no es así? Pues lo mismo mi padre y lo mismo este señor, con el cuento las ovejas, que nos ha referido aquí el Amalio. ¡Igual! Equivocan lo viejo con lo malo.

—Ésa es la cosa —asentía el pastor—; el desgaste, el desgaste que tienen las cosas todas en general y las ovejas en particular. Si a una oveja se le desgastan los dientes, ¿a ver con qué va a comer? ¿La vas a poner a sopitas?

—Nada, lo de ese amo que usted tiene —dijo Claudio—, ya lo sabemos todos lo que es: que le duele esta parte —se tocaba el pecho—. Pura tacañería y nada más. Ve ahí porque no lleva las cosas como es debido.

—Eh, alto ahí —lo reprendía riendo el alcarreño—; ¿a usted quién le manda decir esas cosas, presente Amalio? No se debe faltarle a los amos delante la dependencia.

—¡Dependencia ni peras! —dijo el pastor—. La verdad tiene que admitirla todo el mundo. Aquí el señor Claudio lleva más razón que un santo en lo que dice, más razón que un santo. Yo soy el primero que corrobora esas palabras.

—Ah, bueno, bueno; pues ya se lo voy a contar yo a don Emilio, verás tú, que lo andas llamando tacaño a sus espaldas, en lugar de salir a defenderlo. Se lo pienso contar.

—No iba a dejar de serlo, por eso.

—Pues no hay razón para ser tacaño ese señor, con el dinero que maneja —intervenía el Chamarís.

Dijo el pastor:

—Eso de lo agarrado, no es cuestión del dinero que se tenga o se deje de tener, sino de cómo uno sea de por suyo.

El hombre de los z. b. atendía en silencio.

—Pues ya quisiéramos juntar nosotros, entre todos —comentó el alcarreño—, la fortuna que tiene él sólito. Y sin saber disfrutarla.

El Chamarís:

—El dinero no da la felicidad.

—Puede. Pero al tacaño, menos todavía.

—Sí que la da, sí, la felicidad —dijo Lucio—. Pues ya lo creo que el dinero puede darla. Lo que pasa es que la conciencia la quita.

—¿Qué conciencia? —preguntaba el chófer—. ¿Es que hay alguno que se preocupe de tenerla, con sus buenos fajos de billetes en el Banco?

—Pues natural que la tiene —dijo Lucio—. Muy escondida, pero la tiene, aunque sea a su pesar. Como un gusanillo oculto en el interior de una manzana.

El hombre de los z. b. asentía con la cabeza; dijo:

—Usted lo ha dicho. En efecto. Es un bichejo, la conciencia, que se nos cuela por todas partes. Un mal bicho.

Apuró el vaso. Mauricio estaba escuchando, con los brazos cruzados sobre el pecho, la espalda contra los estantes. El carnicero bajo se acercó distraído a la mesa del dominó y miraba la grupa encorvada de Carmelo, el cual estaba todo reconcentrado en la partida. De un manotazo hizo caer al suelo la gorra de visera que Carmelo tenía colgada en el pirulo del respaldo de su silla, y después se volvió rápidamente hacia los otros. Pero Carmelo lo notó; le decía:

—No escondas la mano, ¿sabes?, que te estoy viendo. Así que no gastes bromas —recogía su gorra de visera—. Y no es por mí, ni por lo que valga —limpiaba con mimo la tela mugrienta, frotando con la manga, para quitarle el polvo—. No es tanto por lo que a mí me molestes, ni por lo que la gorra valga en sí, como por lo que ella representa. El Ayuntamiento se debe respetar. No hay que hacer burla del Ayuntamiento.

Puso su gorra como antes y se absorbía de nuevo en la partida.

*

Había unos postes altísimos, de hierro, en lo alto del cielo de Vicálvaro; luces blancas y rojas en las puntas. Flotaban como bengalas en la noche vacía. Detrás el cielo era negro y opaco. Sólo los astros más fuertes sobrevivían al claro de la luna. El olor denso del verano, el zumbido uniforme de los grillos, cuajaban en la negrura de los surcos calientes. Ahí cerca se recortaba una piedra rectangular, que señalaba el vértice geodésico de Almodóvar.

*

Tito encendió el cigarrillo de Sebas y después el suyo; miraba a Lucita un momento en la luz de la llama. Sopló la cerilla y volvía a sentarse junto a Luci. Paulina dijo:

—¿Qué te pasa, Luci?

—Nada, ¿por qué?

—No hablas.

—Tengo una pizca de mareo.

—Os ponéis a beber. ¿Por qué no te echas? Échate, anda.

—Deja a la chica —dijo Sebas.

Valles abajo del Jarama, se veían las tierras difusas, como nieblas yacentes, a la luz imprecisa de la luna; más lejos, los perfiles de lomas sucesivas, jorobas o espinazos nevados de blanco mortecino, contra el fondo de la noche, como un alejarse de grupas errabundas, gigantescos carneros de un rebaño fabuloso. Tito le puso a Lucita una mano en la nuca.

—¿Vas mejor? —le preguntaba por lo bajo.

Ella sacó una voz cansada:

—Me defiendo.

Cambió de postura. Miraba allá abajo, por entremedias de los troncos, en el agua embalsada de la presa, el reflejo de la luz que venía de las bombillas de los merenderos, la sombra enorme de alguien que se había asomado al malecón. El mismo malecón no se veía, oculto a la derecha tras el morro del ribazo, ni las terrazas cuajadas de gente, ni las bombillas bailando en los cables debajo del gran árbol; sólo las sombras y las luces que proyectaban hacia el agua. Llegaban el alboroto, las voces de juerga, la música incesante de las radios, el fragor de la esclusa, de allá abajo, al final de los árboles, enfrente del puntal.

Luego el ojo blanquísimo del tren asomó de repente al fondo de los llanos; se acercaba, rodante y fragoroso, dando alaridos por la recta elevada que cruzaba el erial. Entraba al puente del Jarama, sorprendía instantáneas figuras de novios aplastadas de miedo contra los pretiles, en la luz violentísima, que se cegó acto seguido tras las casas de la margen derecha, hacia el paso a nivel y la estación de Coslada y San Fernando de Henares. Lucita se estremecía y se pasaba las manos por los brazos y los hombros; luego dijo:

—Chico, estoy más molesta… Tengo grima, con tanto polvo encima de la piel. Tanta tierra pegada por todo el cuerpo. Te pones perdida de tierra, no se puede soportar.

—Lleva razón —dijo Sebas—, se llena uno hasta los pelos, a fuerza de estarse revolcando todo el día. Para darse otro baño. Yo me lo daba. ¿Eh?, ¿qué os parece?, ¿qué tal darnos ahora un chapuzón?

—¿Pero a estas horas? —dijo Paulina—. Tú no estás bien de la cabeza. Yo creo que…

—Más emocionante, ya verás.

—Por mí desde luego —dijo Lucita—. Yo me apunto. Has tenido una idea.

—Bien por Lucita, así me gusta. Anda, Tito, y tú también, vamos todos, hale.

—Yo no, chico, no tengo gana, la verdad. Ir vosotros; yo me quedo al cuidado de la ropa.

—Tú te lo pierdes.

—A mí me sigue pareciendo una chaladura —dijo Paulina—. ¿A quién se le ocurre bañarse a estas horas?

—A nosotros, ¿no basta? Venga, paloma, a remojarse, no te hagas de rogar.

—Anímate, mujer —dijo Luci—. Ya verás luego lo a gusto que te quedas. Si tú no vienes, yo tampoco; así es que mira.

—Pero cortito, ¿eh?, enjuagarse y salir.

—Que sí, mujer.

—¿Qué esperamos, entonces?; venga ya, para luego es tarde.

Lucita y Sebastián se habían incorporado.

—Aúpame, Sebas.

—Voy.

Cogió las manos de su novia y tiró para arriba hasta ponerla en pie. Tito dijo:

—Aligerar, que ya pronto hay que subirse.

—Descuida. Guárdame esto, toma, haz el favor.

Lucita dio un respingo.

—¡Al río, al río! —gritaba de pronto—. ¡Al río, muchachos! ¡Abajo la modorra!

Los otros la miraron sorprendidos.

—Chica, ¿qué mosca te ha picado ahora? —le decía Paulina riendo—. ¡Te desconozco…!

—Pues ya lo ves, hija mía. Yo soy así. La cabra loca. Tan pronto… Según me da, ¿no sabes?, tan pronto coles, como de golpe lechugas. Más vale, ¿no crees tú? ¡Venga, vamos al agua!

Se movieron.

—¡Huy, cómo estás esta noche…!

Reían las dos. Tito se puso en la muñeca el reloj que le había dejado Sebastián y veía las tres sombras por entre los troncos, alejándose hacia el río. La luna ya no era roja, allá enfrente; se había puesto amarilla, sobre el cerro del Viso, sobre la solitaria tierra alcalaína.

Alcanzaron el río.

—Da un poco miedo, ¿verdad tú? —dijo Paulina al detenerse junto al agua.

—Impone —dijo Sebas—. Impone un poquito. Pero no hay que tenerle aprensión. Vamos, mujer, no te pares ahora, tú cógete a mí.

Sebas entró en el río; avanzaban lentamente, empujando las piernas por el agua. Sentía en los hombros las manos de Paulina que lo agarraba por detrás.

—Oye, parece tinta en vez de agua —dijo ella—. No te metas mucho.

Lucita entró después. Se detuvo un momento y volvió la cabeza hacia la masa oscura de los árboles. Lucían bombillas dispersas en la noche, puertas iluminadas hacia el río y el campo.

*

—Entonces se levanta la sesión —decía don Marcial.

El viejo Schneider había consultado su reloj de bolsillo. Coca lo quiso ver.

—¿Me permite?

En la tapa de acero tenía grabadas las águilas imperiales de Alemania.

—Ésta es águila bicéfala —explicaba Schneider—; con dos cabecitas. Una antigua cosa. Ahora ya muerto ese bicho, ¡pum, pum…!, cazadores, matado el pobre águila. Getöt.

Hizo un gesto definitivo con la mano; luego dijo:

—Bien; ahora que yo me voy; no hace esperar la vieja esposa.

Don Marcial y Carmelo también se levantaron y se arrimaban a los del mostrador. Se quedó solo Coca-Coña en la mesa del juego; sus manos hacían castillos con las fichas.

—¿Cómo quedó la cosa?

—Como siempre.

Le dijo Schneider a Mauricio:

—Yo pasa ahora un momento a saludar la señora.

Mauricio asentía.

—El juego tiene poca novedad —dijo el chófer.

Schneider entró por el pasillo y llegó a la cocina:

—¿Es permiso? Señora Faustina; yo marcha, pues, para la casa.

—Muy bien, señor Esnáider, pues ya lo sabe usted, la dice que sin falta esta semana paso a verla y a tenerle un ratito compañía.

—Yo soy de acuerdo, sin duda. Esto ha de ser muy grato para ella.

—Y muy agradecida por la fruta, ¿eh? Tenga, llévese el cesto. Y que no se le vuelva a ocurrir de traernos más higos ni más nada, ¿entendido? Que quede eso bien claro.

El viejo sonreía, recogiendo la cesta de manos de Faustina. Los higos habían pasado a una fuente de loza, encima de un vasar festoneado con papeles de colores. Entraba el alboroto del jardín.

—Muy numerosa gente —dijo Schneider, señalando a la ventana.

—Sí, pejigueras. Es mucho más lo que incomodan que lo que dan a ganar.

Apareció Justina.

—Madre, ¿me deja un paño? Hola, señor Esnáider, buenas noches. Se derramó un poco de vino en la mesa de ahí fuera. ¿En dónde tiene un paño?

—¡Oh, la Diosa de San Fernando, que viene a coger un pañito! ¡Menos mal que yo veo finalmente mi Prinzesa, más guapa de Espania! Yo sueño las cosas buenas esta noche; yo soy seguro no vienen los demonios esta noche cuando duermo.

Justina se reía.

—¡Vaya, qué cosas más galantes sabe usted! Cualquiera se le resiste. ¿Se estila así en Berlín? Dará gusto andar una por la calle.

—Aj, no; Berlín triste, feo, mucho nieve en la calle. Sin sol no posible que ver las chicas guapas; sólo este nieve que se pisa y se convierte todo suzio como fango.

—Vamos, que no le gusta. Pues también tendrá que tener cosas bonitas, hombre, estoy segura; monumentos artísticos, palacios… Eso no es más que usted, que como se los conoce de siempre, pues que ya no le llaman la atención. Me apuesto la cabeza a que a mí me encantaría, diga usted lo que quiera. Bueno, me voy a eso, buenas noches.

Había cogido el paño de junto al fregadero y salió hacia el jardín.

—No se moleste —le dijeron—, no merece la pena. Si lo van a volver a derramar dentro de nada.

—¿Y qué hora es? —decía Ricardo.

—La de no preguntar la hora que es —contestó Zacarías.

Fernando llenaba los vasos. Se marchó Justina.

—Es verdad, hombre. Dejar a la gente vivir.

—¡Qué bien plantada es la moza del establecimiento! —comentó Mariyayo—; un parecido a la Gina Lollobrígida, ¿verdad?

Se había terminado la rumba.

—¿A que la saco después a bailar? —dijo Fernando.

—¿A que no?

—Pues déjate que vuelva, ya verás.

Regresaban los otros a la mesa. El más delgado de los de Legazpi se sentó junto a Lolita, que había bailado con él. Traía una camisa del ejército.

—Mi vida es una película —le decía—; una película de risa y una película de miedo al mismo tiempo.

—No me digas.

—Pues sí.

Lolita se reía. El otro de Legazpi se había puesto a dar grandes palmadas.

—Ahora traen otras dos por nuestra cuenta.

—Si hay aquí todavía.

—No importa; nunca está de más.

—Miguel, ¿por qué no cantas?

—Bueno, ¿y tu nombre, a todo esto?

—Pues Loli.

—O sea, Dolores.

Ricardo los miraba.

—Loli, hombre, Loli, por Dios. Ni hablar de Dolores; Dolores lo odio; suena mal. Los dolores ya vienen ellos solos, sin que haga falta que los llamen.

El de Atocha se levantó hacia el gallinero.

—Hay cada nombrecito que se las trae: Dolores, Angustias, Martirio…

Estaban cantando… Pegaba la luz débilmente sobre el muro cremoso de la casa, en los cristales de Justina, en los roídos ladrillos de la tapia que cercaba el merendero. La otra parte del jardín aparecía abandonada, casi silvestre, sumida en oscuros rincones, adonde la espesura de las madreselvas impedía que llegase la luz de la bombilla. Todos miraron de repente.

—¿Qué hace ese loco?

El de Atocha corría dando voces por todo el jardín.

—¡A mí! —gritaba—. ¡A mí los galgos!

—¡Un conejo, un conejo…!

Acudían los dos de Legazpi. Blanqueaba la coneja en velocísimos zigzags entre las patas de las sillas y las mesas escapando sin tino de una parte a otra, despavorida por los gritos y carreras de sus perseguidores.

—¡Ahí te va, Federico, ahí te va…!

Gritaban y reían corriendo como locos; le dieron un trastazo a la silla en donde estaba la gramola. Lucas les dio una voz:

—¡Cuidado, abisinios!

No le oyeron.

—Ya vais a ver cómo tenemos un disgusto —decía Ricardo.

La coneja corría desconcertada, acorralada, regateando entre las piernas de los tres perseguidores; se daba de narices, una y otra vez, contra la tela metálica del gallinero cerrado, en el afán de volver a su guarida.

—¡No te desmarques, que se cuela, que se cuela…!

Se detuvo de pronto; había ido a ampararse debajo de las bicis derribadas, al fondo del jardín.

—¡Quietos! ¡Ya no se escapa! —exclamó Federico.

—Tú por ahí, yo por aquí; cuidado, Pedro. Mira, ahí está.

La entreveían blanquear, tiritando y encogida, sobresaltada en el ovillo de su pelo mimoso y aterrado, debajo de los radios de una rueda y la malla de colores de la bici de Lucita.

—Ya lo veo. No os mováis, por favor, no os mováis, que ya es mío… —susurraba el de Atocha.

Se agachó cauteloso, para meter la mano debajo de la rueda y apretar la coneja por la espalda. Los otros no se movían. La mano tiró el viaje y sus dedos se clavaron en la bola viviente, de blanquísimo pelo.

—¡Cabrón! —saltó—; ¡ha querido morderme, el cabrón de él! —ya la sacaba arrastrando, por las patas traseras—. ¡Te meto un testarazo…!

La levantó en el aire ante todos los otros y el animal se debatía boca abajo, en violentos empellones. Le pesaba en la mano.

—¡Vamos a hacer ilusionismo! —se reía—: ¡Un sombrero de copa! ¿Quién tiene un sombrero de copa?

—¡¡Sinvergüenza!!

Había aparecido Faustina en el jardín.

—¡¡Pedazo de sinvergüenza!! —llegó a él—. ¡Traiga ese bicho!

Le arrebató la coneja de las manos.

—Tampoco se ponga usted así…

—¡Ya somos un poco mayorcitos, digo yo! ¿Os estorbaba el animalito donde estaba? ¡Cuidado la poquísima vergüenza!

Schneider se había asomado detrás de Faustina y estaba parado en el umbral. Ella apretaba el animal contra su pecho; le sentía todo el caliente sobresalto de los músculos menudos, el bullir de la sangre acelerada de pavor. Entró en el gallinero y puso la coneja en libertad: la blanca sombra escapó de sus manos y se eclipsó en la madriguera. Ya volviendo hacia Schneider, le decía:

—¿Se da usted cuenta las cosas que tiene una que aguantar? ¿Qué le parece los niños estos malcriados? ¡Pero qué cara más dura! ¡Qué poquita vergüenza!

Schneider mecía la cabeza y se volvía al de Atocha, que estaba ya junto a la mesa de los otros.

—Esto no bien. Conejita igualmente de Dios: ¿por qué hace sufrirla? Esta cosa se llama el corazón muy duro —aleccionaba con el índice y señaló a su propio pecho, en el lugar del corazón.

—Déjelos, déjelos; buena gana gastar saliva en balde. A éstos no los va usted a cambiar. Tiempo perdido.

El alemán se encogía de hombros y entraba a la casa detrás de Faustina. Rieron en la mesa, a sus espaldas.

—¡Su madre, el extranjero, lo cursi que se pone! ¡Huy, qué tío!

—Calla, que a poco si suelto el trapo delante de sus barbas.

Dijo Miguel:

—Hombre, tampoco está muy bien lo que habéis hecho.

—A eso le llamo yo meter la pata —reforzaba Ricardo.

—Bueno, ¿y qué nos importa cómo tú lo llames? —se encaró Federico—. Te lo guardas, y todos marchamos mejor.

—No me lo guardo; no señor; lo digo: meter la pata y una chulería. ¿Lo que habéis hecho con el conejo? Una chulería.

Intervino el de Atocha:

—Oye, mira, chico, tú, como te llames; no se han metido contigo, así es que tú tampoco te entrometas a censurar a los demás, ya lo sabes.

—Una chu-le-rí-a-a.

Los demás observaban en silencio; Fernando se reía.

—Están los ánimos algo acalorados… —comentó.

El de Atocha se había levantado de su silla y se acercó a Ricardo.

—Oyes, tú, ¿qué es lo que quieres?, ¿vas a continuar? Porque es que si pretendes que nos incomodemos, dilo ahora y nos ahorramos el camino.

—No tengo especial interés de que nadie se incomode, pero sí de decir lo que pienso, eso sí; si cae bien como si cae mal: lo del conejo es una chulería.

—¡Te estás poniendo cabezota!

—¿Y qué?

—¡Que me fastidia! ¡Que ya se ha terminado!…

Se interpuso Samuel:

—¡Chsss, más despacio, hombre!; si no hace falta hablar tan alto, para entenderse bien. Sin sofocarse.

Ricardo decía:

—¿Qué es lo que se ha terminado?

—¡De aguantarte a ti!

—¡Estás en un error!

Vino la voz jovial de Zacarías, desde el fondo de la mesa:

—¡Eh, mirar! ¡Un momento! ¿Me dejáis un momento hablar yo?

Miraron todos hacia él, y dijo:

—Ahora, por lo visto, después de una carrera de galgos en campo, pensáis ofrecernos una velada de boxeo, ¿no es eso? Por mi parte se os agradece la intención, pero antes de que la cosa se caldee, os participo que el respetable está ya más que satisfecho con lo que ha visto, y no es preciso de que os sigáis molestando por el precio. Conque se os pide que volváis a sentaros, y otro día será, que ya está bien de deporte para hoy. ¿Estamos o no estamos de acuerdo?

Reían y alborotaban.

—¡Mucho por Zacarías!

—¡Muy bien dicho!

El de Atocha volvía a sentarse al lado de Lolita; le decía en voz baja, indicando con la sien hacia Ricardo:

—Es un poquito jija ese amiguito vuestro…

La chica se revolvió:

—¡Y tú un mamarracho!

Mely le susurraba al oído a Zacarías:

—Eres magnífico…

Los otros pedían que cantase Miguel.

*

Había sacado don Marcial una petaca color crema y ofrecía tabaco a todos los presentes. El Chamarís le decía:

—Se lo vamos a gastar a usted todo. Con otro golpe como éste, adiós.

—Para eso está, para gastarlo —contestó don Marcial.

Se ponía de nuevo la chaqueta.

—Luego a la noche se encuentra usted sin. Y después de cenar, a ver qué hace.

—Mejor. Así no tengo tentaciones. Y cuanto menos fume, eso me sale ganando la garganta.

—Pues lo que es yo —terciaba el carnicero alto—, ya ve usted, sé abstenerme mucho mejor si sé que tengo la petaca llena, que si la tengo vacía.

—Eso también es cierto —asintió su colega—; basta uno encontrarse sin tabaco, para que te entren unas ganas desesperadas de fumar —liaba un pitillo.

—Sí señor —dijo Claudio—; conmigo, por lo menos, es así. Que lo tengo: pues dejo la petaca encima la mesilla, y como sabes que le puedes echar el guante en el momento que quieras, te duermes sin fumar, y tan tranquilo. Pero, amigo, lo que son las cosas; en cambio el día que te ves sin tabaco, te lías a dar vueltas y vueltas en la cama, sin poder pegar ojo, y no paras hasta que no eches pie a tierra y te agencias por ahí un cigarro como sea, aunque sea rebañando la fusca de todos los bolsillos. Ya ven ustedes qué cosa más absurda.

—El espíritu de contradicción que tenemos imbuido todos los mortales —comentó Chamarís.

—Pues entonces usted, como mi suegra, con eso del tabaco, una cosa parecida —decía don Marcial—; que se guardó un kilogramo de arroz toda la guerra, sin gastarse ni un grano, sólo por no sentir que le faltaba y poderle decir a sus parentescos y amistades que ella, desde luego, tenía arroz. Y después tuvo que tirarlo, cuando vino la liberación, de mohoso que estaba. ¿Qué le parece?

—Ah, pues mire: así no lo echó de menos. Porque sabía que si no se preparaba un domingo una buena paella, era tan sólo porque no quería. O sea, que no comió arroz, pero tampoco lo tuvo que echar de menos —le replicaba el carnicero alto.

Carmelo perseguía con los ojos el alma negra de su cerilla, que ascendía hacia el techo. Y ahora Lucio intervino:

—Ésa es la grande diferencia que va de tener uno que privarse forzoso de una cosa a quitarse de ella voluntario, a sabiendas de que puede uno tenerla en el momento que se le encapriche. Por semejante procedimiento, la suegra de usted, con sólo un kilo de arroz, se hizo la cuenta de que se estuvo comiendo arroz toda la guerra. No la llenaba la barriga, pero le producía casi la misma satisfacción que llenársela.

—Ni más ni menos —asintió el hombre de los z. b.—; ahí está la distancia que media entre el no querer y el no poder.

—¡Ascua! —reía el alcarreño—. Pues eso sí que tiene un rato miga. Menudo invento ese del arroz para vivir del aire, o por lo menos morirse uno de hambre tan contento, sin pasar la gazuza.

—Eso de lo querido y lo podido —intervino el pastor—, es un asunto que varía al tenor de cada persona. Los hay que en cuanto tienen cien pesetas, allá van, se las despachan de momento; como los hay que prefieren guardárselas y estar nada más pensando en lo que pueden comprarse, si quisieran.

El chófer dijo:

—Eso sí: hay quien le gusta el dinero guardado y hay quien le gusta disfrutarlo.

—Ahí está —continuaba el pastor—; los unos gozan porque han tenido una expansión, y los otros porque piensan que siempre están a tiempo de tenerla. Y esa señora o señorita o lo que sea, lo único que la pasa…

—¿Pero cómo iba a ser señorita, mamerto? —le interrumpió el alcarreño—. ¿No estás oyendo que es la suegra de aquí?

—Pues señora, para el caso es lo mismo; lo único que la pasa a esa señora es que prefiere tirarse los tres años pensando en que puede comerse una paella, a echar mano cualquier domingo del kilito de arroz y pegarse el festín y santas pascuas. Y esto último, ni más ni menos, dicho sea de paso y sin que nadie se moleste, es lo que en caso parecido haría un servidor.

Coca-Coña hojeaba un ABC todo doblado, que se había sacado del bolsillo. Se mojaba el pulgar con la lengua, al pasar cada hoja. Levantó la cabeza y exclamó:

—¿Y aquí no llega la ronda, Marcial? ¿O es que esto ya pilla fuera del Término?

—¡Nada! Tú ahí castigado. Eres muy chico tú para fumar.

Le tiró la petaca.

—Toma, anda.

Rebotó la petaca con ruido de pelota, sobre el mármol, y cayó al suelo, sin que las manos de Coca-Coña tuviesen tiempo de atraparla.

—¡Cógemela! —gritaba.

Don Marcial se acercó a recogerla.

—Das más guerra que un hijo tonto.

—Pues el arroz, como está rico es con la liebre —decía Carmelo, lleno de fruición—. Con una buena liebrona.

No le hizo caso nadie y se volvía hacia la liebre pintada de los cromos, al fondo del local, desvaídos y opacos, bajo la luz amarillenta.

—Con una buena liebre…

—Hay personas que son muy especiales —decía el Chamarís—. Y las mujeres son ya de suyo más amigas de guardar que de gastar. A menudo ellas mismas no lo saben por qué ni para cuándo te guardan una cosa, como esto del arroz. Lo hacen nada más por la manía esa que tienen, o porque les parece, qué sé yo, que les van a dar más provecho las cosas el día de mañana; vaya, que van a lucir más que consumiéndolas al pronto.

—Sí. A eso es a lo que le llaman ser previsoras —dijo Mauricio—; y yo no niego que eso no tenga sus ventajas en un momento dado, pero las más de las veces es puro emperramiento y pura obcecación.

—Qué duda cabe.

—¡Ajáy! ¡Las que tiene con la suya mi vecino por esa misma cosa! —reía el alcarreño—. Él, que es un poco rumboso demás y que le gusta de aquí —hizo signo con el pulgar hacia la boca—, y ella que hasta la sal yo creo que la tiene contada los granitos; pues no quieran ustedes saber cada trifulca que tienen. Me arman cada trifulca por las noches, que ni Corea. ¿Dónde se queda Corea? ¡Corea es una partida de parchís! ¡Y amistosa!

—¡Mira éste! ¿Y tú también eres radioescucha?

—¿Éste? —dijo el pastor—. De eso no sabe usted nada. Éste siempre el oído bien pegadito a la pared.

—¡Ya estás tú faltando! ¡Como si hiciera falta arrimar el oído! Si se los oye en el Casino de Guadalajara.

—¡Ya será una chispita de menos! —dijo Claudio.

Los otros se reían.

—¡Sss!, la pura verdad. Tampoco voy a decirles una cosa por otra…

—Vaya intrigante que estás tú —dijo el carnicero—. Anda, que no te gustan las habladurías.

—Y en este caso —reforzaba el pastor—, desde luego que dispara con su chispilla de malicia.

El alcarreño lo miraba con su único ojo.

—¿Por qué? ¿Por qué disparo con malicia? A ver.

—Está más claro que el agua. No es ningún misterio. Si no hubieras estado trabajando con él hasta hace poco…

—Anda con lo que sales ahora. Ya lo tengo yo aquello archiolvidado. Sí que soy yo para rencores. Di tú que lo he sacado a colación por ser un caso que ilustraba lo que veníamos hablando. Como te podía haber sacado otro cualquiera. No me gasto yo el tiempo en rencores. Así que en eso vas equivocado, Amalio. No me conoces a mí.

—Ah, pero ¿ya no está usted en la huerta de Elíseo? —preguntó don Marcial.

El alcarreño denegó con la cabeza.

—Ya cerca un par de meses.

—¿Y eso?

—Las cosas.

—¿Tuvieron algunas cuestiones por causa el dinero?

—No. Qué va. Por ahí no fue. Desde el punto de vista monetario, las cosas como son, en eso el hombre se portaba.

—¿Pues entonces?

—La posición que ocupaba yo allí. O sea, que no me daba a mí la gana de aguantarle más tiempo comodidades que tenía y demás. Vas a la parte con alguien, pues no lo tengas como si fuera un criado. Total, que yo me levantaba al ser de día, y hasta dormía en la huerta las más de las noches, por lo retirado que te coge aquello para ir por la mañana, y él se pasaba los días y casi las semanas sin personarse por allí. Obligación ya se comprende que no tenía ninguna, porque el trabajo corría todo de mi cuenta, según la aparcería que llevábamos, y él no ponía más que el terreno y los nitratos; pero, señor, luego no vengas poniéndole pegas y peros a todo lo que uno hace. ¿No le parece a usted?

—Sí, claro; en esas cosas conviene llevar a diario una consulta, un conciliábulo. Formar los planes de común acuerdo.

—Pues eso es lo que yo digo. Y si uno quiere desentenderse, como él hacía, muy bien, pero tienes que darle al otro carta blanca. Y no venirme luego con reclamaciones, criticándole a uno si lo haces así o asao, si derecho o torcido. Callarse y nada más, si quería estar cómodo y no ocuparse de nada, ¿no?

Don Marcial asentía:

—Natural.

—Pues luego con la comida, ésa es otra, cuando se fue mi mujer a pasarse mes y medio en el pueblo. Con la comida, tres cuartas de lo mismo. Daba hasta pena de ver las meriendas que me echaba en su casa la señora de él, que ni el último peón de por ahí creo yo que le ponen unas tarteras como aquéllas. No es que vaya uno tampoco a pedir gollerías, eso tampoco, pero siquiera, coño, una cosita regular.

Coca-Coña levantó la cabeza del periódico.

—Di tú que no le hagas caso, Marcial, que ése no es más que un escogido y un propagandista. Pues nada que no te lleva rato calentando la cabeza y llorándote las penas de la huerta de Elíseo. Algo querrá sacarte; tenlo por seguro.

—Tú te callas cuando hablen las personas mayores —le dijo don Marcial.

—¡El cuarto kilo éste! —comentó el alcarreño y luego proseguía—: Así que ya le digo: no tenía maldita la gracia que me tuviese yo que jorobar para que él se pasase el día papando moscas por ahí y luego venirme a echar la regañina cuando mejor le emparejaba. Hasta que un día tuvimos el episodio y se las solté todas juntas en medio del altercado y le dije que de criado que nones, que de eso ni hablar. Y así marchó la cosa.

—Pues es lástima, porque económicamente le venía a usted muy bien esa aparcería, ¿no es así?

—Ya, si por eso, si por eso me estuve contuviendo todo el tiempo que pude. Diga usted que si no llega a ser por eso, a buenas horas duro yo tanto allí con él. Pero lo que no ser no puede ser y llega un día que las cosas acaban saliéndose a flote quieras que no. ¿Qué va usted a hacerle?

—Ya lo comprendo. ¿Y ahora qué tal le marcha?

—Pues defendiéndose uno malamente.

—¡Colócalo tú, Marcial! —interfería Coca-Coña—. Búscale una colocación a través de tu señorito. ¿No ves que es eso lo que anda buscando, con tanto contarte su vida?

El alcarreño replicó:

—¿Estás al periódico o a qué estás, mala hierba? Menos mal que ya te tienen conocido y no te hacen ni caso, que quieres ser más dañino que las alimañas. ¿Te crees que los demás damos tantos rodeos como tú, cuando andamos detrás de alguna cosa? Demasiado lo sabe aquí don Marcial que si yo precisara recurrir…

—¡Ya se te vio el plumero! ¡Ya se te vio! —gritaba Coca-Coña—. Con tanto disculparte no has hecho más que ponerte en evidencia. ¿Eh, qué tal?

—¡Ahí le duele! —reía el pastor y le pegaba al alcarreño con el codo.

El alcarreño se volvió hacia él.

—¿Y tú también te echas del lado de aquel bicho dañino? —le decía.

El Chamarís y los dos carniceros hablaban con Mauricio y con los otros.

—Eso, vosotros los casados —había dicho Lucio—, os quejáis. Pero no hay más que ver el estado de conservación en que se halla la ropa de un casado, un traje pongo por caso, a los cinco o seis meses de llevarlo uno puesto, mientras el de un soltero es un pingo y no hay por dónde cogerlo, por iguales fechas, que ni para bayeta sirve ya. ¿Y eso a quién se le debe?

—Y el calzado —dijo el hombre de los z. b., mirándose los empeines—; y el calzado, que hoy en día te cuesta un pulmón.

El chófer se reía.

—Cásense entonces —dijo—. Cásense ustedes, si es que tanto cariño le tienen a la ropa y a los zapatos…

Ahora Carmelo atendía; sus orejas salientes, como las asas de una olla, a los lados de la cara, estaban vueltas hacia el corro, escuchando. El chófer continuaba hacia él:

—Y usted también, Carmelo; en tanto aprecio como tiene su gorrita de plato, búsquese una buena mujer que se la cuide y le pase el cepillo por las noches.

Reía el chófer y Carmelo también se reía, con sus ojos agridulces, bajo la sombra de la gorra, y dijo:

—Ésta ya es veterana; ésta ya quiere poco cuido. Ahora, eso sí, una hembra no está de más en casa ninguna.

Su mirada se fue a los almanaques.

—Pues sí señor, diga usted que sí. Que eso es lo bueno —dijo el chófer—. No como aquí, el señor Lucio, que nada más la precisa para el cuidado de la vestimenta.

Y Lucio dijo:

—A estas alturas… —sonreía en su silla—. A estas alturas ya ni para eso. Ni la ropa siquiera tiene ya nada que perder.

—¡Que no está usted tan viejo! —le dijo el Chamarís—. No se las eche ahora.

—Viejo, viejo, no soy; eso tampoco yo lo digo. Pero sí que ya estoy cayendo en desuso, o sea en decadencia. Sesenta y uno años, son unos pocos años.

—Pues todavía no se le caen los pantalones.

—No los da tiempo —dijo Mauricio—. No los da lugar a caerse, no hay cuidado. Se pasa el día sentado, de la mañana a la noche, ¿cómo se le van a caer?, ¿cuándo?

Los otros se rieron. Dijo Claudio:

—Eso también es verdad. No hay peligro. No enseña usted el culo ni a la de tres.

—Para lo que tiene uno que hacer por ahí… Más me vale sentado, que de dos de espadas.

—Eso usted lo sabrá —dijo el chófer.

Lucio hizo un gesto en el aire con la mano. El Chamarís le dijo, jovialmente:

—Pues a usted que le quiten lo bailado, ¿no, señor Lucio? —le guiñaba los ojos—. Ni más ni menos, claro está que sí. Ahí está el intríngulis. Que le quiten lo bailado, ¿verdad usted?

Lucio miró al Chamarís, casi serio, meciendo la cabeza, y luego dijo lentamente:

—¡Sí! Que me quiten lo bailado… Eso es lo que dicen muchos a mi edad. Que me quiten lo bailado. ¡Una mierda! No estoy conforme yo con eso, ¡tontería semejante! ¿Cómo demonios voy a estar conforme? Yo lo que digo es justamente lo contrario. Quitado es lo que está, ¡y bien quitado! ¿Acaso lo tengo yo ahora? Lo que hace falta es que me lo diesen. ¡Ésa sería la gracia! Que me lo devolvieran —movía las manos con violencia—. ¡Pues ahí está el asunto! Lo que yo digo es que me lo den, ¡que me devuelvan lo bailado!

*

Se miraban en torno circunspectos, recelosos del agua ennegrecida. Llegaba el ruido de la gente cercana y la música.

—No está nada fría, ¿verdad?

—Está la mar de apetitosa.

Daba un poco de luna en lo alto de los árboles y llegaba de abajo el sosegado palabreo de las voces ocultas en lo negro del soto anochecido. Música limpia, de cristal, sonaba un poco más abajo, al ras del agua inmóvil del embalse. Sobre el espejo negro lucían ráfagas rasantes de luna y de bombillas. Aquí en lo oscuro, sentían correr el río por la piel de sus cuerpos, como un fluido y enorme y silencioso animal acariciante. Estaban sumergidos hasta el tórax en su lisa carrera. Paulina se había cogido a la cintura de su novio.

—¡Qué gusto de sentir el agua, cómo te pasa por el cuerpo!

—¿Lo ves? No querías bañarte.

—Me está sabiendo más rico que el de esta mañana.

Sebas se estremeció.

—Sí, pero ahora ya no es como antes, que te estabas todo el rato que querías. Ahora en seguida se queda uno frío y empieza a hacer tachuelas.

Miró Paulina detrás de Sebastián: río arriba, la sombra del puente, los grandes arcos en tinieblas; ya una raya de luna revelaba el pretil y los ladrillos. Sebas estaba vuelto en el otro sentido. Sonaba la compuerta, aguas abajo, junto a las luces de los merenderos. Paulina se volvió.

—Lucita. ¿Qué haces tú sola por ahí? Ven acá con nosotros. ¡Luci!

—Si está ahí, ¿no la ves ahí delante? ¡Lucita!

Calló en un sobresalto repentino.

—¡¡Lucita…!!

Se oía un débil debatirse en el agua, diez, quince metros más allá, y un hipo angosto, como un grito estrangulado, en medio de un jadeo sofocado en borbollas.

—¡Se ahoga…! ¡¡Lucita se ahoga!! ¡¡Sebastián!! ¡¡Grita, grita…!!

Sebas quiso avanzar, pero las uñas de Paulina se clavaban en sus carnes, sujetándolo.

—¡Tú, no!, ¡tú no, Sebastián! —le decía sordamente—; ¡tú, no; tú, no; tú, no…!

Resonaron los gritos de ambos, pidiendo socorro, una y otra vez, horadantes, acrecentados por el eco del agua. Se aglomeraban sombras en la orilla, con un revuelo de alarma y vocerío. Ahí cerca, el pequeño remolino de opacas convulsiones, de rotos sonidos laríngeos, se iba alejando lentamente hacia el embalse. Luego sonaron zambullidas; algunas voces preguntaban: «¿Por dónde, por dónde?». Ya se oían las brazadas de tres o cuatro nadadores, y palabras en el agua: «¡Vamos juntos, tú, Rafael, es peligroso acercarse uno solo!». Resonaban muy claras las voces en el río. «¡Por aquí!, ¡más arriba!», les indicaba Sebastián. Llegó la voz de Tito desde la ribera:

—¡Sebastián! ¡Sebastián!

Había entrado en el agua y venía saltando hacia ellos. Sebas se había desasido de Paulina y ya nadaba al encuentro de los otros. Le gritaba Paulina: «¡Ten cuidado! ¡Ten cuidado, por Dios!»; se cogía la mandíbula con ambas manos. Todos estaban perplejos, en el agua, nadando de acá para allá, mirando a todas partes sobre la negra superficie, «¿Dónde está?, ¿no lo veis?, ¿lo veis vosotros?». Tito llegó hasta Paulina y ella se le abrazaba fuertemente.

—¡Se ahoga Luci! —le dijo.

Él sentía el temblor de Paulina contra todo su cuerpo; miró hacia los nadadores desconcertados que exploraban el río en todas direcciones; «No la encuentran…», se veían sus bultos desplazarse a flor de agua. La luna iluminaba el gentío alineado a lo largo de la orilla. «¿No dais con él?»; «Por aquí estaba la última vez que la vimos», era la voz de Sebastián. «¿Es una chica?»; «Sí». Estaban ya muy lejos, en la parte de la presa, y se distinguían las cabezas sobre el agua, cinco o seis, a la luz de la luna rasante y el reflejo de bombillas que venía del lado de la música. «¡Llévame a tierra, Tito; tengo un miedo terrible; llévame!», se erguía encaramándose hacia Tito, como queriendo despegarse del agua; tiritaba. Se vio el brazo y el hombro de uno de los nadadores blanquear un momento, allá abajo, en la mancha de luz. Tito y Paulina se encaminaron hacia la ribera, venciendo con trabajo la resistencia de las aguas. «¡Aquí! ¡Aquí!», gritó una voz junto a la presa, «¡Aquí está!». Había sentido el cuerpo, topándolo con el brazo, casi a flor de agua.

*

La voz opaca y solitaria de Miguel cantaba junto al muro de la casa, hacia el jardín vacío. Relucieron los ojos del gato en la enramada. Miguel extendía las manos abiertas hacia todas las caras y mecía levemente la cabeza:

… y como tú no volvías

el sendero se borró

como tú ya no bebías

la fuente se corrompió.

Levantó hacia los otros la cara sonriente; aplaudían.

—¡Sentimiento…!

—Ahora un traguito. Te enjuagas las cuerdas vocales.

Se le oía reír a Mariyayo; Fernando le había dicho que tenía una voz de extranjera, «por ejemplo italiana o cosa así».

—¿Y qué sabes tú cuál es la voz de las italianas?

—Me la imagino. Escuchándote a ti me la imagino.

Los dos se reían.

—Qué amistades han hecho, mirarlos.

Los ojos de Ricardo estaban fijos en la luz que pendía en el centro del jardín. Fínfanos, mariposas, oscuros mariposones de verano, pululaban en torno a la bombilla. Discutían las dos chicas de Legazpi que si cuál de las dos estaba más morena.

—¿Qué más os da?

Zacarías se recostaba en la enramada, basculando su silla y dejándola en vilo sobre las patas traseras. Hundía la nuca entre las hojas.

—Si no es por lo moreno; es la cabeza tan dura que tiene, no querer reconocer lo que salta a la vista.

—Bueno, tú mira este brazo y el de ella, Federico, tú compara.

—A mí no me metáis en laberintos. Las dos estáis muy morenitas y muy bien.

—Claro, por no enemistarse contigo, por eso se calla.

—Dejarlo ya, ¿queréis?

—La cabezonería, lo otro es lo de menos; la rabia que me da de que exista en el mundo una persona tan cerrada de ideas.

—¡No la digáis en voz alta! —gritó Zacarías—. ¡No la quiero saber! Conmigo lo mismo que si fuera un enfermo del cáncer.

Habían preguntado la hora; Zacarías agarraba a Miguel por la muñeca, tapándole el reloj; le decía:

—¡Loco, estás loco tú ahora jugar con esos instrumentos! ¡Eso es la muerte niquelada!

—Está bien, ya sabemos la gracia, Zacarías. Suéltame, ahora.

—Me tratas duramente.

—Qué pena.

Zacarías se volvió sonriendo hacia Mely; le dijo:

—¡Es que es una cosa agobiante el hombre éste! ¿Tú te crees que se puede vivir de esa manera? ¡Imposible! A la salud, y a todo, le tiene que hacer daño, ¿cómo no va a hacer daño?

Dijo ella:

—Oye, tú vuelves en el tren, ¿verdad?

—¿A Madrid? Claro, en tren, ¿pues de qué otra manera?

—Ya, no sé, una pregunta tonta, no me hagas caso. Bueno y ¿llegáis?

—Pues mira, si sale de aquí a las veintidós treinta, luego pon veinte minutos que tarde: pues a las doce menos diez en… ¿De qué te ríes?

—Nada, que eres muy simpático, las cosas que dices —hizo una pausa, lo miraba sonriendo—, «a las veintidós treinta», se pone él…

—Bueno, ya te estás guaseando. No puede uno decir nada; en seguida os lanzáis como chacales, hija mía —meneó la cabeza—. ¡Mírala ella!, cómo se divierte. Con eso, ya, ¡feliz!

—Huy, pero por Dios, si no me guaseo, Zacarías, te doy mi palabra, estás equivocado por completo; si es que me ha hecho mucha gracia ese detalle, a ver si me entiendes, me había gustado cómo lo decías…

—¿Y cómo lo he dicho? A ver.

—Ay, hijo, no sé, pues así, ¡qué pregunta! Nada, pues de la forma que lo has dicho, yo qué sé. Si además no es más que eso, no tiene nada que aclarar, una manera que me ha hecho gracia cómo lo decías, que me agradaba escucharlo, ¿qué quieres que te diga…? Bueno, y mira, en resumen: no hay nada que comprender, o sea que si no lo entiendes es que eres bobo; y no me hagas hablar ya más, que me encorajina armarme estos bollos cuando quiero explicar una cosa.

—Sí, desde luego, porque este explicoteo que me has dado, no te creas que me ha hecho mucha idea.

—Bueno, pues ya está, pues por eso mismo, si además es una tontería, si ni sé a qué ha venido todo esto ni qué era lo que quería yo decir ni nada…

—Vamos, ahora tampoco te impacientes, ¿con qué motivo?

—Me da rabia.

—¿Pero el qué?

—¿Eh? Pues nada, no lo sé, ¿cómo quieres que yo lo sepa?, ¡y además es igual!

—¿Y ahora a qué viene eso de hablarle a uno de esa forma?

Mely lo miró y luego dijo, bajando los ojos:

—No sé, Zacarías; que soy idiota, que se conoce que me gusta que me aguanten, ¿sabes?, eso mismo va a ser; que soy una niña gótica y me creo que…

—¡Huenó, huenóó, parááá…!, ¡párate ahí ya, hija mía, no te me embales ahora, por favor! Tú también es que te tiras en picado, ¡qué bárbara!; te zambulles del cielo al infierno, sin pasar por el purgatorio. ¡Pues vaya unos virajes, la órdiga! ¡Pero es que te dejas medio neumático en el asfalto, con cada viraje que pegas!, no te creas que exagero.

—Pues sí, pues no lo dudes, no es más que lo que te he dicho… que me entra rabia de una cosa mía y la pago con el prójimo. Además, es cierto, lo sé. Bueno, si vieras, ahora… Oye, palabra que ahora me están entrando ganas de llorar… ¿Tú, por qué no me das una guantada, Zacarías?

Mariyayo había hincado los codos en la mesa bañada de vino; había dicho:

—¡Si tiene razón! —se cogía la cabeza entre las manos—. Fíjate, me quedaba yo ahora, ¡no sé el tiempo! Total, visto y no visto, justamente cuando empiezas a vivir; ¿hay derecho? Mañana ya, vuelta otra vez.

Había dicho Fernando, a sus espaldas:

—Así es la vida, cielo, no sirve darle vueltas. Los ratos buenos se nos pasan más pronto que los malos. Y tampoco por eso dejan de ser buenos.

Mariyayo lo había mirado:

—Buenos para quedarse con las ganas. ¡Para eso son buenos!

—Ya verás el domingo que viene —terció Marialuisa—; mira, el domingo que viene nos venimos otra vez y armamos aquí un gatuperio de ésos que hacen época.

—Pues igual, hija mía, ¿qué más dará?; el domingo que viene pasará lo mismo, parejo a lo de hoy. ¿Por qué iba a ser más largo?

La luna aparecía; fue rebasando las tapias del jardín, como una gran cara muerta que asoma; la veían completar lentamente sus facciones eternas.

—No, pues nosotros por lo menos, ya no nos podemos descuidar —había dicho una chica de Legazpi—; tenemos que estar al tanto de la hora. Porque a las diez y cinco, ya sabéis: el camino adelante y derecho a la estación.

—¡Pues sí!, vaya un apremio —había protestado Federico—. Sin acelerar. ¿Qué pintamos allí veinte minutos a pie quieto mirándonos las caras, hasta hacerse la hora del tren? No hay que correr tanto, que aquí todo el que se adelanta, luego le toca de esperar, no sirve tener prisa.

—Bueno, pues tú haces lo que quieras, pero una servidora a las diez y cinco como un clavo sale de aquí. No tengo yo gana de exponerme a perder el último tren y que además irá así de gente; atestadito, como si lo viera.

—Pues no pasaba nada si lo perdías; todavía te quedaba otro a las once y cuarto.

—¡Qué rico!, ¿eso es un chiste?

—¿Pues tanta urgencia tienes tú de llegar a una hora fija?

—¡Hombre!, se lo preguntas a mi padre, a ver qué te dice.

—De manera que el viejo riguroso, ¿eh? ¿Casca?

—Ah, eso no sé; no le he querido hurgar, por si las moscas.

—Será un tío antiguo, ¿a que gasta camiseta de invierno?

—¡Oye, que de mi padre tú no te guaseas!, ¿te enteras?

—¿Qué he dicho yo de malo?

—¡Ríete más y te empotro la botella, imbécil!

Se colaba la luna hasta los rostros, al fondo de la mesa, adonde no llegaba la luz de la bombilla, por causa de la enramada. Mely se echó para atrás con la silla, hasta poner de nuevo sus ojos en la sombra; sólo le quedó luna sobre el cuello. Se había sostribado con la axila en el borde del respaldo, y el brazo le caía colgando detrás de las sillas. La mano de Zacarías tanteaba en la sombra, buscando la mano de ella entre las hojas.

—Debían de establecer unos domingos el doble largos que los días de la semana —había dicho Samuel—, ¿no es verdad, Mariyayo?, ¿a que sí? Mientras que no hagan eso no hay tu tía.

—O el triple. Todo lo largos que se hacen los días de labor. Con eso ya estábamos al cabo la calle.

—Sois la caraba, lo queréis todo.

—No es todo, es algo.

—¡Qué barbaridad, qué exigencias! —dijo Fernando—. Di, ¿tan mala vida te dan ahí donde trabajas? Pues yo que me creía que en los bares se pasaba divertido.

—¡Vas bueno! Divertido lo será para verlo desde fuera. Pero por dentro, el infierno número uno. De verdadero desastre, chico; no una cosa cualquiera, no te vayas a creer.

—¡Desesperada te veo!

—Más harta que harta, hijo mío. Tú no veas lo harta que estoy. Menos mal que tan sólo me doy cuenta los días como éste. Entre semana se me olvida; y gracias a eso tiramos.

—Será porque quieres, una muchacha como tú —sonreía Fernando—. Vas a ver qué fácil: te proporcionas por ahí un potentado, ¿verdad?, y luego con un poquito suerte y otro poquito de soltura, te saca de apuros para siempre. Y a vivir se ha dicho, pero a la gran dumón.

—Mira, mira, no me cuentes películas ahora. Eso ya es harina de otro costal. No tengo yo precisión de ponerme a la huella de ningún potentado.

—Era un consejo.

—Gracias, me encuentro muy bien donde estoy. Así es que no vayas por ahí, que por ahí perdemos las amistades.

—Era por enredar. Lo sé de sobra; imagínate tú, con ese espejo que tienes en la cara.

—Ni tanto ni tan calvo; ya me parece que te excedes.

—¿Qué os traéis ahora? —decía Marialuisa—. ¿Ya no sois amigos? ¡Pronto!

—Que sí, mujer —replicó Mariyayo—; ¿va a tener una en cuenta lo que diga este sujeto? —miró a Fernando con media sonrisa—. ¡Son pompas de jabón!

—Eres un ángel —dijo él.

Los otros apremiaban a Lolita que saliese a bailar.

—¡Es muy tarde!

—Hay tiempo, hay tiempo todavía.

—¿Es que sabe bailar la chica ésta?

—¿Esto? ¡Un torbellino, ya me lo dirás!

—Bueno, venga, Lolita, tu número. ¡Un fin de fiesta como está mandado! Que se vea.

—Que te conozcan en Legazpi, hija mía. ¡Al tinglado sin más dilación!

—¿Dónde baila?

—Ya estaban haciendo falta iniciativas.

Se habían puesto a dar palmas y Lolita apuraba su vino de un sorbo. «¡Pues venga!, veremos a ver lo que sale»; se subía a la mesa con una cara arrebatada. Desde arriba mandaba quitar vasos y botellas: «¡Quitarme todo esto de los pies!».

—¡Andando! ¡Esto es una chica!

Despejaron la mesa. Todos miraban hacia Loli; ella les corregía el compás de las palmas; tanteaba la mesa con el pie.

—¡Esto es una chica y lo demás son tonterías!

Las palmas se habían acompasado. Lolita recorrió con la mirada las caras de los otros; le tendía la mano a Ricardo. «¡Sube conmigo!»; no quería:

—Yo casi no sé…

—¡Si no es necesario saber! —insistió la muchacha—. ¡Sube, no seas primavera!

—Que te digo que no, que hoy estoy ya muy golpeado, vida mía.

—¡Cuidado que le tenéis miedo los hombres al ridículo, hay que ver!

Ya Federico se levantaba voluntario para sustituirle: «¿Valgo yo?»; los suyos le empujaban hacia lo alto de la mesa:

—¡Arriba con éste!

—¡Hay mucho Federico con este Federico, te digo yo que sí!

Lolita se puso de cara a Federico y volvía a dirigir por un momento el compás de las palmas. Cuando estuvieron acordes, arremetió a bailar. Se levantaba mucho polvo hacia las caras de los otros, al golpear las zapatillas de Lolita en la madera de la mesa; Federico le marcaba los movimientos y las actitudes; su cabeza rozaba en los festones de las madreselvas que pendían del alambre, y todo el pelo se le revolvía. Las dos sombras se agitaban dislocadas y enormes en el muro maestro de la casa y en los postigos de Justina, y las cabezas de las sombras tocaban el alero. Luego a Lolita las zapatillas le estorbaron y las lanzó desde los pies, una a una, sin parar de bailar, hacia la sombra del jardín. «¡Esta chica es genial!». Ya bailaba descalza. Las palmas repercutían en las tapias hacia el fondo, a la rana de bronce y la gramola y las mesas vacías. Bailoteaban en el centro de la bombilla encendida y su tulipa cubierta de polvo, porque los cables de la luz se meneaban de rechazo al agitarse la enramada, y con ellas también se mecían las sombras de todo el jardín. Los pies descalzos de Lolita pisaban sobre el vino derramado; sus faldas negras volaban girando hacia las caras de los otros, y de súbito se cerraban y recogían sobre las piernas blancas y el traje de baño encarnado. Luego los pies de Lolita resbalaron de pronto en la madera, sobre un barrillo sucio que se había formado con el polvo y con el vino, y la chica se vio proyectada hacia fuera de la mesa y caía riendo y jadeante en los brazos de Miguel y Zacarías. Daba gritos de risa y no acertaba a levantarse; decía que no podía tocar el suelo descalza porque las chinas de la tierra le hacían cosquillas en las plantas de los pies y era ponerse mala ya de risa; «¡el despiporren!», no paraba de decir. Trataban de calmarla. Había acudido Faustina, reparó en las señales que aparecían sobre la mesa:

—Miren, muy bien alborotar y divertirse como Dios manda, pero eso ya de subírseme con los pies donde comen las personas, ¡eso ya no!, ¿se enteran? ¡De manera que a ver si hay un poquito de formalidad, que ya llevan dos veces que se les llama la atención por hache o por be, y estoy viendo que todavía me van a poner ustedes en el trámite de avisar a mi marido! Conque vamos a ver si es verdad que tenemos un poco más de lo que hay que tener, de ahora en adelante. ¡Pues buena la que me ha caído a mí esta tarde de tener que andar a cada momento de niñera con ustedes, vamos…!

Volvió a entrar; comentaron en la mesa:

—Lo estaba yo viendo venir. No se pueden armar estos cacaos tan gordos. La gente…

—Esta tía es el Coco en persona; en mi vida no he visto una vieja más odiosa y atorrante, ¡su padre!

—Está en su propia casa. Hay que tener en cuenta eso también; yo creo, vamos.

—¡Esto es un establecimiento, un local que está abierto para el público!

Lolita gritaba:

—¡Yo quiero las zapatillas! ¡Que me den mis zapatillas…!

Se las andaban buscando por el centro del jardín.

—Eso según a lo que llames público. O sea que no a todo el mundo le cuadra esa calificación, a ver si me entiendes. Algunos hay que descartarlos… ¡Eh, ¿qué le pasa a Loli?!

Se había echado a llorar de repente. No eran capaces de encontrar la segunda zapatilla.

—¡Pues me quedo descalza, ya está!, ¡pues que se haya perdido, pues ya no busquéis, que se pierda, me quedo descalza, así ya no hay remedio ninguno…! ¡Ahora llego a mi casa, me abren la puerta y me ven…, me pregunta mi madre, a ver yo qué le cuento a mi madre, un camelo… sí, qué camelo, no hay camelo que valga, no hay escape…, una chica que no es una fresca no se queda descalza por ahí…, no se le puede perder la zapatilla…!

Marialuisa la cogía contra su pecho; se puso a acariciarla:

—Tranquila, Lolita, ahora mismo la encuentran; ¿pero no te das cuenta que estás tramando un episodio que es del género tonto? ¡El colmo ya de la bobada formar esa llantina y esos razonamientos que te traes! ¿No ves que desbarras, mujer? Ahora va a aparecer la zapatilla, verás como aparece…

—¡La niña, vaya una guerra que estás dando a última hora!

Lolita ya se dejaba caer sobre el regazo de la otra; murmuraba:

—Me da igual no me apuro voy descalza me importa un comino… le digo Madre pégame ya te cansarás… le digo pégame Mamita la zapatilla la he perdido bailando de juerga tú me pegas y yo vuelvo a bailar y enseño mis piernas cuando bailo… tú pégame y verás tú mañana y pasado y el otro tú pégame desuéllame Mamita yo bailo la zambra mañana y pasado y el otro y el otro y el otro yo salgo y me besan los chicos en el cine y me divierto sin cesar…

Apareció la zapatilla que faltaba. Lucas se arrodilló a los pies de Lolita:

—Yo te calzo, princesa —le dijo.

La chica lo miró:

—Luquitas, guapo, muchas gracias… Chico, yo estoy como un trapo… —se reía—, te lo juro…

Se dejaba calzar. Después le vinieron las ansias y Marialuisa y Juanita se la llevaban hacia el gallinero, para que vomitase.

—Ha bebido, después se ha liado a dar esas vueltas que dio; pues no me diga más; tú no veas el bochinche que tiene que tener por dentro formado, ¡de espanto!

Regresaron a la mesa, quería venir ella sola y rechazó los brazos de las dos chicas que la acompañaban:

—¡Todavía sé andar!, ¿qué os creéis? —les decía—. Me agobia que estéis siempre venga a proteger…, a protegerla a una en seguida cuantito que tenéis la más pequeña ocasión… la gente pegajosa… —se dirigió a los de la mesa—. Bueno, sois todos una partida de besugos; cuando una persona acaba de echar las tripas por haberos estado divirtiendo, vosotros se os ocurre tomarla de espectáculo, mortificarla a una lo que podéis —llegaba hasta la mesa; se sentó; los miraba riendo—. ¡Mira tú que reunión de pajarracos! ¿No se os ocurre nada a ninguno, para darle el adiós a un día de fiesta?

*

Toda la gente inmóvil en la orilla, a la luna, con la vista en un punto del río. Se habían ido desplazando ribera abajo a la par de dos nadadores por el agua, y ahora se aglomeraban delante del embalse, ya casi en el puntal de la arboleda. No había nadie, donde Tito y Paulina tocaron la orilla. Ella recogió sus pantalones, hallados allí mismo, y ya echaban a correr con ellos en la mano. Ahora corrían junto a los troncos blanquecinos, junto a sombras de figuras humanas que guardaban campamentos, todas pendientes de aquello que pasaba en el puntal.

Un perrito salía de lo oscuro a ladrar la carrera de Paulina, y ya Tito corría casi a diez pasos por delante de ella.

—Espérame, espérame, Tito… —la oía gritar sin aliento a sus espaldas.

Sentían chinas y palitroques que les herían las plantas de los pies. Más de un centenar de personas les impedían la vista de las aguas, formándoles delante una barrera de espaldas apretadas y negras. Se abrieron camino con los codos e introducían sus cuerpos mojados en la espesura de la gente. No hablaba casi nadie. Tito abría el paso por delante de Paulina.

—Sin atropellar —le dijo alguien—; que todos queremos verlo.

Tito no contestó. Cogió la mano de Paulina y alcanzaron los dos juntos la fila delantera. Allí se oía muy alta la música, lavada por el eco del embalse, y venía del agua una cierta claridad, que rechazaban las manchas luminosas proyectadas sobre la superficie por las bombillas de los merenderos. Enfrente, al otro lado de unos cincuenta pasos por el agua, se veía clarear el borde del dique de cemento que formaba el embalse, como una banda a lo ancho de la presa, que afloraba poco más de una cuarta por cima de nivel. Cerca de allí se divisaban ahora tres o cuatro cabezas de los nadadores. Gritó Paulina llamando a Sebastián. Resonaba el fragor de la compuerta. No había espacio delante de la gente, para andar a lo largo de la orilla, camino del puntal; para seguir, tuvieron que meterse con los pies por el agua. Desfilaron por delante de todas las caras inmóviles que miraban al río, iluminadas por la luna y el reverbero que venía de las aguas manchadas de luz. Había un corrillo, un poco más abajo; rodeaban a uno desnudo, acurrucado en la arena a sus pies; y era Sebastián. Paulina se tiró de rodillas junto a él:

—¡Sebastián!

No contestó. Se le sentía jadear desfallecido. Encogía todo el cuerpo, abrazándose las piernas por delante de las rodillas, y en ellas tenía apoyados los ojos y la frente, ocultando su rostro. Paulina lo agarró por el pelo chorreante y le levantó la cabeza para verle la cara:

—Sebas… —le dijo.

Apenas le entreveía las facciones en la sombra. Sentía todo el peso de la cabeza en el esfuerzo de su mano, que se la sostenía suspendida por el pelo. Se le notaba agotado de nadar. Luego ella le abrazó con ambas manos la cabeza, y la apretó hacia su pecho. Las rodillas de alguien oprimían contra la espalda de Paulina. Un bosque prieto de piernas rodeaba sus cuerpos como una empalizada, limitando un recinto muy angosto. Paulina sentía sus pantorrillas hundidas entre las piernas de la gente, en un húmedo rozarse de pies que se mezclaban en la arena. Alzó los ojos y miró con agobio hacia arriba, a las caras de los que estaban de pie, por encima de ellos, rodeándolos en un ceñido semicírculo, abierto tan sólo a la parte del río. Tito estaba de espaldas, ahí delante; se recortaba en los reflejos del agua iluminada. Paulina hundió la cara en la nuca de Sebas y se apretaba contra él. Ahora la música se había detenido y ya muchas personas acudían a la presa desde los merenderos; enfrente se veían sus siluetas recortarse a lo largo del dique. A la derecha, largas sombras cubrían los reflejos en el agua, desde el mismo malecón. Paulina sintió unos dedos que le tocaban en la espalda: levantó la cabeza: una mujer le preguntaba, señalando hacia el río:

—¿Alguien familia de ustedes?

No le veía la cara.

—Venía con nosotros.

La mujer levantó la barbilla: «Ah»; ya miraba de nuevo hacia el río. Ahora, al parecer, cerraban allá enfrente la compuerta, y el rugido del agua decrecía hasta callarse por completo. Todo quedaba en silencio y se oyó el cuchicheo de la gente. Alguno comentaba que había peligro en la presa si la compuerta no estaba cerrada, porque el desagüe era capaz de tirar de los nadadores y no dejarlos traer el cuerpo hacia la orilla. Sintió Paulina de repente un unánime impulso en torno suyo, y todo el bosque de piernas se ponía en movimiento: «¡Allí allí, ya lo sacan!». No los dejaban incorporarse; los arrollaron en aquel súbito y apresurado repente hacia el puntal y les pisaban piernas y manos o saltaban por encima de ellos, levantando rechazos de arena. La voz de Tito los llamaba entre la gente. Lograron por fin levantarse y acudían con todos. Ya venían con el cuerpo por la parte somera y lo traían entre cinco o seis hombres, acompañándole a flote por el agua, como se empuja una barca hacia la orilla. Crecía el hablar de la gente y de nuevo lucharon los tres por abrirse camino entre las apreturas. Se aglomeraba todo el mundo en el mismo puntal. Ahora se dejaron ver directamente, a la derecha del embalse, los merenderos iluminados, al otro lado del brazo muerto y del puentecillo de tablas que le saltaba por encima. También allí muchas siluetas se alineaban a lo largo de todo el malecón y algunos ya acudían por lo visto corriendo a la arboleda, porque detrás se oyó crujir bajo rápidos pasos la madera achacosa del puente. Y de pronto callaron la mayoría de las voces y hubo mucho silencio conforme el cuerpo iba llegando por momentos a tierra. Todos oyeron limpiamente una voz fatigada que decía:

—Levanta un poco de este brazo, Rafael.

Bajo la luz directa de los merenderos, volvía de nuevo a verse el color arcilloso de las aguas, el mismo color naranja que habían mostrado en el día. «¡Señor, qué pena!», suspiró una mujer. Paulina se oprimía al costado de Sebas. Miró para atrás unos instantes, como cogida de algún miedo. Detrás, los árboles en sombra, los campamentos en silencio, y más atrás el puente, con la luna pacífica pegando en los ladrillos; iba un hombre a caballo, muy lejos, por el borde de la vía del tren, en lo alto del talud que atravesaba los eriales. Se oyó un discreto pedir paso y brillaron por encima de las cabezas los dos tricornios de los guardias civiles que se abrían camino entre la gente. Estaba ahí mismo el cadáver de Lucita en la arena.

Lo estaban auscultando. Niños y niñas de distintas edades ocupaban los puestos delanteros en el nutrido semicírculo de personas, y sus ojos se posaban inmóviles sobre las carnes desnudas de la muerta. Brillaba un poco de luna sobre la piel mojada del cadáver, tendido de costado. Su cara se ocultaba en la sombra y bajo el pelo, la mejilla en la arena.

—¡No empujes, tú! —dijo uno de los niños.

—A mí también me empujan…

Se retrepaban de nuevo cuanto podían, con las espaldas contra el corro, como temiendo que sus pies traspasaran sobre el suelo alguna raya invisible que tal vez limitaba en la arena el espacio de la muerte.

Penetraron los guardias en el cerco, con una rápida ojeada hacia el cadáver.

—¿No le hacen nada? —dijo en seguida el más viejo de ellos al nadador a quien antes habían llamado Rafael.

Se levantó en seguida otro, que estaba inclinado sobre el cuerpo; se quitaba los pelos mojados de la frente:

—Soy estudiante de Medicina —decía jadeando—. No hay nada que hacer.

—Ya —dijo el guardia.

Miraba nuevamente hacia el cadáver, quitándose el tricornio; meneaba la cabeza:

—Mal asunto —reflexionaba—. Una chica joven. Mal trago para los padres.

Tito estaba delante; los brazos le caían a los costados del cuerpo. A su lado estaba Paulina; miraba a Lucita con una mirada lateral, sin ponerse de frente hacia el cadáver; tenía una mano en el brazo de Sebas.

—¿La conocen alguno? —dijo el guardia en voz alta hacia la gente, poniéndose de nuevo su tricornio.

Tras unos instantes de silencio, oyó a su lado:

—Nosotros.

—¿Ustedes dos?

—Los tres; éste también.

El guardia miró a Tito, que señaló a su propio pecho con un gesto automático de la mano.

—Venía con ustedes, ¿no es esto?

—Sí, señor.

—¿Novia?, ¿hermana?

Denegaban con la cabeza.

—Amistad simplemente —concluyó el mismo guardia, tajando con la mano.

—Sí señor —dijo Sebas.

Paulina se puso a temblar y a llorar en voz alta contra el pecho de Sebas, en bruscas sacudidas. Todo el murmullo se detuvo entre la gente, para dejar el llanto en el silencio y escucharlo mejor, y las cabezas se empinaban las unas sobre las otras, para ver quién lloraba. Los nadadores miraban a la arena. El guardia viejo suspiró:

—Son cosas…

El otro guardia observaba en el suelo la mano izquierda de Luci, semiabierta hacia arriba, y rozaba los dedos con la puntera de su bota. El viejo cambió de tono:

—Estoo… Vamos a ver. Bueno, ustedes no se me muevan de aquí ninguno de los tres, por supuesto.

Se volvió hacia los nadadores:

—A ver, usted y el otro; ése, el que dice que va para médico, quédense también, tengan la bondad. Juntamente con… Algún otro que haya intervenido, a ver —recorría todo el corro con los ojos—. Pues eso, ustedes dos. O sea los cuatro, ya es suficiente. Les requiero a ustedes para que se sirvan prestar declaración ante la autoridad judicial.

Acto seguido se dirigió hacia toda la gente, levantando la voz:

—¡Los demás hagan el favor de retirarse! ¡Vamos, retírense todos con orden a sus puestos los que no hayan sido requeridos! ¡Despejen, tengan la bondad! ¡Cada cual a su puesto…!

Daba un par de palmadas. El guardia joven se puso en movimiento para secundarle.

—Circulen, circulen, andando…

Los encaminaba, tocando a algunos en el hombro.

—Bueno, si ya me voy. No es necesario que me toque.

—Pues hala, aligerar.

Era ya poca la gente; no pasarían de cuarenta los que ahora, por último, se retiraban hacia lo oscuro de los árboles. Nueve personas —o sea los dos guardias, el grupo de los cuatro nadadores, y Tito, Paulina y Sebastián— se quedaban en la orilla, junto al cuerpo de Luci, bajo la luz directa de los merenderos que llegaba hasta sus figuras, atravesando un corto trecho de agua iluminada. Los cuerpos semidesnudos, mojados todavía, se perfilaban de blanco por el costado donde la luz los alcanzaba, y eran negros por el otro costado. Se veían ya sólo seis o siete siluetas de pie en el malecón. El guardia viejo miró a los cuerpos de Tito y Sebastián; luego dijo:

—Bueno, escuchen: que se destaque uno de cada grupo, al objeto de recoger su ropa y la de sus compañeros, con el fin de que puedan vestirse todos ustedes.

Uno de los que había sacado a Lucita del río se miraba los pantalones empapados de agua, que se le adherían a las piernas.

—Ah, y el que vaya de ustedes —añadía el guardia viejo hacia Sebas—, que se preocupe asimismo de traerse también todos los efectos de la víctima, ¿entendido?

Ahora Paulina se había dejado caer, como rendida, hasta quedarse sentada en la arena. Aún lloraba, ya más bajo, apoyando las manos y la frente contra la rodilla de Sebastián. Habían abierto de nuevo la compuerta y ya el agua volvía a rugir. Vino una voz muy aguda desde lo oscuro de los árboles, llamando a Tito y Lucita. Era Daniel; se vio la sombra salir de entre los troncos; ya venía corriendo. Se detuvo de golpe ante el cadáver.

—Es Luci. —Murmuró.

Después levantó la cabeza; vio a Tito:

—¡Tito!

Éste se adelantó hacia Daniel y se abrazó a su cuello.

—¡Daniel, maldita sea, Daniel…!

Restregaba los ojos contra el hombro de Daniel y gemía con encono.

—¿Tenía que pasar esto…?, allí los tres hace un rato, Daniel, y mira lo que tenía que pasar, maldita sea, ¡y ahora su madre!, ¿qué la decimos a su madre, Daniel?, ¿qué la decimos?, ¿qué la decimos…?

Daniel miraba el cuerpo de Luci, por encima del hombro de su amigo; no dijo nada. Otra vez se le oía llorar a Paulina. Se acercó el guardia viejo y despegaba a Tito del hombro de Daniel.

—Ande, compóngase, muchacho. Son desgracias. Hay que arrostrar con ellas. Sean hombres. Compóngase y vayan los dos a por la ropa, ande. Se van ustedes a quedar fríos y no hay tampoco necesidad de cogerse una bronconeumonía. En marcha. Y regresen al punto, no se demoren.

Tito volvió la cara hacia la sombra y se limpió con las manos; luego ambos se marchaban. Rafael se les unió por el camino y venía en silencio, al lado de Daniel. Ya no debía de haber nadie en la arboleda; no se oía una voz; estaba muy oscuro por los troncos, y sólo algunos claros de una blancura lívida y difusa manchaban de cuando en cuando el suelo ennegrecido, allí donde la luna se colaba por entremedias de los árboles. Luego una sombra humana se movió entre los troncos; «¡Eh!, ¿sois vosotros?», les decía una voz.

—¡Soy yo, Josemari! —respondía Rafael—. Aquí está ya mi compañero; si os hace falta ayuda, nos llamáis.

—Gracias —dijo Daniel—, nos arreglaremos.

—Como os parezca.

Rafael se detuvo con el otro, mientras Tito y Daniel proseguían el camino.

—¿Qué pasa? —le preguntó Josemari.

—La sacamos muerta.

—De eso ya me he enterado. ¿Y ésos quiénes eran?

—Hay que cogerlo todo y llevarlo hasta allí.

—Contesta, ¿quiénes son ésos?

—¿Esos dos?, pues que venían con la ahogada. Están hechos trizas.

—Ya, me figuro. ¿Y cómo ha ocurrido la cosa?

—Mira, después me lo preguntas, tú. Ahora hay que levantar el campo y trasladarlo allí todo.

—¿Todo?, ¿pero por qué?, ¿no pueden venir ellos?

—No pueden, claro que no pueden; ¿no comprendes que nos ha requerido a los cuatro la guardia civil, para tomarnos declaración?

—Pues habla. Si no te explicas, ¿yo qué sé? Vaya lío, entonces; habrá para rato con toda esa serie de formalidades.

—Supongo.

Llegaban al hato.

—Oye, nos dejarán por lo menos telefonear a nuestras casas, ¿no?

—Sí, hombre; eso creo yo que sí. Venga, vamos cogiendo los trastos, Josemari.

Tito y Daniel no encontraron en seguida el lugar del campamento; andaban despistados entre la oscuridad. Luego los pies de Tito tropezaron en algo que había en el suelo, y sus ojos reconocieron el brillo confuso de una tartera.

—Aquí es, tú.

Se apoyó contra el tronco donde habían estado por la tarde los tres; se dejó resbalar hasta el suelo. Daniel se acercaba.

—¿Qué haces, hombre?

Tito estaba tendido boca abajo y enterraba la cara en un bulto de ropa.

—Pero hombre, ¿otra vez? Vamos, levántate ya.

—No puedo más, Daniel, te lo juro, te lo juro; es que estoy deshecho…

Daniel se había agachado y lo agarraba por el hombro.

—Vamos, hay que poder, no hay más remedio, ¿cómo te crees que estamos los demás?

—¡Los demás! Tú no lo sabes, tú no sabes nada. ¡Tú no sabes nada!, ¡no sabes nada…! ¡Pues yo no volveré a poner los pies en este sitio en mi vida, te lo juro! ¡Lo tengo aborrecido para siempre! ¡Tú me lo estás escuchando, Daniel: cien años que viva…!

Amordazaba su voz contra la ropa.

El guardia viejo le había dicho al otro, cuando Tito y Daniel se alejaban:

—Tú, mira; antes que nada, voy a acercarme ahí junto, a llamar por el teléfono, para que vayan viniendo las autoridades, ¿me comprendes? Te quedas al cuidado mientras tanto, y cuando vengan con la ropa te haces cargo de los efectos de la víctima y le echas algo por cima, para que no esté así, al descubierto.

—Conformes.

Sebastián se había sentado al lado de Paulina, en la arena.

Ahora dos de los otros se sentaron también frente al agua, abarcándose las piernas con las manos enlazadas en las aristas de las tibias. El de San Carlos estaba de pie junto al cadáver, como a unos seis o siete pasos de los otros. Se ponía un momento en cuclillas, para observar alguna cosa, pero el guardia civil lo reprendió:

—Deje eso. Retírese de ahí.

Y le hacía una seña expulsiva. Se paseaba por la orilla, con el dedo pulgar enganchado a la correa del fusil. Paulina tiritaba.

—Tengo frío, Sebastián; no sé qué frío me está entrando.

Se arrimaba a su novio, buscando el calor. Sebas le echó sobre las piernas los pantalones de Tito, que habían quedado tirados por allí.

Ya el guardia viejo había cruzado el puentecillo de madera, que distaba no más de quince pasos, aguas arriba del puntal. Ya iba de nuevo aguas abajo, por la otra orilla del brazo muerto, atravesando el breve trecho de maleza y la morera ensombrecida, hasta la misma explanada de los merenderos, que daban al malecón. Había ya tan sólo un par de familias en las mesas de la terraza, ya sin manteles. El guardia entró en el primero de los tres aguaduchos. Había mucho humo en el interior del local, como un velo uniforme que todo lo fundía, bajo la luz amarillenta y pegajosa: emborronaba las caras; amortiguaba el brillo de los vidrios, las bandejas niqueladas y la pequeña cafetera exprés; difuminaba las sucias figuras de los naipes, los dibujos de los anuncios y los calendarios de colores. Estaba lleno de gente, ya casi nadie de Madrid, patosas borracheras de domingo. Algo freían en la cocina; se sentía el acre olor del aceite quemado.

—Aurelia, voy a llamar por el teléfono, si no hay inconveniente.

—Llama, llama; telefonea adonde quieras.

—Gracias.

Dejó el tricornio sobre el mostrador y se acercó al aparato.

Luego se oyó el runrún de la manivela y muchos se callaban para escuchar.

—Mira, aquí es Gumersindo, el guardia al aparato —se tapó con un dedo el oído libre—. Mira, Luisa: me vas a dar, pero urgente, Alcalá de Henares, llamada oficial, con el Señor Secretario del Juzgado; escucha, si no contestan en su casa, la dices a la telefonista que te lo localice como sea por ahí, ¿entendido? —hizo una pausa—. ¿Qué? Ah, eso a ti no te interesa; ya lo sabrás —volvió los ojos hacia la gente de las mesas—. ¡Pues claro está que algo habrá pasado! ¡No va a ser para felicitarle las Pascuas! —se reían en las mesas, volvió a escuchar—. ¿Quééé? —escuchando de nuevo, esbozó poco a poco una sonrisa—. Mira, niña, podía ser yo tu padre un par de veces; de modo que no juegues con los cincuentones y espabílame rápido la conferencia, anda. Me la das aquí mismo, ¿eh?, donde la Aurelia, ya sabes. Cuelgo.

Colgó el auricular y se volvió al mostrador, a donde había dejado su tricornio.

—¿Qué te pongo? —le decía la mujer.

—Agua.

—Mira el botijo; detrás de ti lo tienes.

Le señaló con la barbilla el umbral de una ventana. Después añadía, comentando:

—También es gaita, no te creas tú que no, esta pamplina de tener así tanto tiempo a una persona, en esas condiciones, hasta que se los ocurre venir. ¿Qué más daba arrimarlo por ahí, a donde quiera, que tuviese un decoro, un miramiento?

—Así es como está dispuesto. Nosotros no podemos tocar nada, ni permitir que nadie se aproxime.

—Pues mal dispuesto. No son maneras de tener a una persona.

—¿Y qué más les dará a ellos, una vez muertos, que ya ni sienten ni padecen? —terciaba uno que estaba escuchando, apoyado al mostrador.

—Eso es lo que tú no sabes —le replicaba la mujer—; si les dará lo mismo o no les dará. Y aunque les diera; de todas formas está feo; un muerto es siempre una persona, igual que un vivo.

—Y más. Más que un vivo —dijo el guardia—. Más persona que un vivo, si se va a ver; porque es mayor el respeto que se los tributa.

—Natural —dijo Aurelia, volviéndose al tercero—. Mira: tú pon que a ti te insultan a tu padre, y ¿a que te sienta mucho peor si está ya muerto, que no si todavía…? Corre, ahí tienes ya la comunicación, Gumersindo.

Sonaba el timbre del teléfono; el guardia se apresuró a descolgar.

—¡Diga…!

Ahora se hacía entre los parroquianos otro silencio aún mayor que el de antes; casi todos se volvían en sus sillas, para atender a Gumersindo.

—¡Diga! ¿Es ahí el Señor Secretario…?

Alguien chistaba en las mesas hacia un moscardoneo de borrachos, que no dejaba escuchar desde el rincón más lejano al teléfono.

—Mire usted, Señor Secretario, aquí le llaman desde San Fernando de Henares, el guardia civil de primera Gumersindo Calderón, ¡para servirle…! ¿Cómo dice? —escuchó—. Sí señor —asentía con la cabeza—. ¡Sí, sí señor; la pareja de servicio en el Jar…! ¿Diga?

Ya todos los clientes escuchaban; una partida de tute se había interrumpido y los naipes esperaban boca abajo en el mármol de la mesa.

—Pues mire usted —continuó Gumersindo—, o sea que en la tarde hoy se ha producido un ahogamiento, de cuyo ahogamiento ha resultado siniestrada una joven, según indicios vecina de Madrid, que se sospecha asistía a los baños, en compañía de… ¡Diga, Secretario! —escuchaba—. ¡En la presa, sí señor, en las inmediaciones de…! —se interrumpió de nuevo—. ¡Bien, Secretario! —otra pausa—. ¡De acuerdo, sí señor, conforme! ¿Mande…? —escuchaba y asentía—. Sí señor, sí, sí señor… Hasta dentro de un rato, señor Secretario, a sus órdenes.

Esperó unos instantes, luego colgó el auricular. Se reanudaron las conversaciones en todas las mesas. El guardia volvió al mostrador y recogió su tricornio; se lo puso.

—Gracias, Aurelia.

Salió a la explanada.

Ya volvían con la ropa; se les reunieron en la sombra Rafael y el compañero, los cuales se habían vestido. Al salir de los árboles, vieron las siluetas de los otros en el puntal; todos estaban sentados; únicamente la figura del guardia civil se paseaba arriba y abajo por la orilla. Josemari se acercaba un momento a mirar el cadáver. Dijo el guardia:

—Entréguenme los efectos de… —señaló con la sien hacia el cuerpo de Lucita—. Es conveniente taparlo.

Volcaron las cosas en la arena, y Daniel, en cuclillas, rebuscaba entre el lío lo de Luci.

—Aparta, Tito, que no me dejas ver…

Levantaba las ropas, para reconocerlas a la luz que venía de los merenderos; apareció el vestido de Lucita, hecho un rollo.

—Démelo —dijo el guardia.

Al pasar de unas manos a otras, el lío de ropa se les deshizo, y se dejaron caer lo que traía envuelto: un par de sandalias y ropa interior.

—Tenga más cuidado —le dijo el guardia a Daniel—. Recójalo. ¿No hay más?

Llegaba el otro guardia; se le oía en las tablas del puente.

—Sí; creo que tiene que haber todavía una bolsa y una tartera, por lo menos.

Revolvía otra vez. Sebastián y Paulina buscaban lo suyo.

—Aquí está. Me parece que es todo.

El guardia joven se lo cogía de las manos. El otro estaba ya junto al cadáver; tomó el vestido de Lucita y lo extendía a lo largo del cuerpo, cubriendo la cabeza. Era un vestido de cretona estampada; flores rojas en fondo amarillo. Las piernas le quedaban todavía al descubierto.

—Mira a ver en la bolsa a ver si hay algo más.

El guardia joven encontró una pequeña toalla, a rayas blancas y celestes, y se la dio a Gumersindo, el cual cubrió con ella las piernas de Lucita. Luego metieron en la bolsa las sandalias y la ropa interior y lo dejaron con la tartera, al lado del cadáver.

Dijo Daniel:

—Sería necesario que yo me subiera para arriba, para avisarlos a todos los otros. ¿Eh?, ¿qué decís?

—Pero antes pregúntaselo a éstos, a ver si te dejan.

—Sí, naturalmente.

Gumersindo se había acercado a los dos grupos; habló en voz alta, para todos.

—Bueno, escuchen ustedes: acabo de ponerme en contacto con la Autoridad; al señor Secretario del Juzgado le he dado el parte del sucedido, y me ha anunciado que el señor Juez y él se harán presentes en este lugar dentro de tres cuartos de hora a lo sumo. Se lo comunico a ustedes al objeto de que no estén impacientes y sepan lo que hay. Nada más. Pueden irse vistiendo.

También los otros cinco se repartían las prendas. Sonó un golpe en la arena mojada y se vio el brillo de una armónica, que se había escurrido de algún pantalón.

—¡Mira tú lo que sale ahora! —dijo uno de ellos.

Se agachó a recogerla y la sacudió contra la palma de la mano, para quitarle las arenillas que se le habían adherido. El de los pantalones mojados sacó de su bolsillo una cajetilla de Chester, casi entera.

—¡Lástima de tabaco! —comentaba, enseñando en su mano los pitillos mojados y deshechos.

—Peor les ha ido a otros.

—Ya.

Lanzó el tabaco hacia el embalse; luego escurría sus pantalones en la orilla, y veía el paquete deshacerse, flotando sobre el agua iluminada que se lo iba llevando a la compuerta.

Paulina decía:

—Me da miedo de ir sola, Sebastián. Acompáñame tú y te me quedas cerca, en lo que yo me visto detrás de algún árbol. Yo sola me da miedo.

Después se alejaban los dos hacia los árboles y ya Daniel hablaba con el guardia Gumersindo.

—Mire usted, es que venían otros chicos con nosotros, ¿sabe?, y están arriba esperándonos. Yo quería subir a avisarlos; ellos no saben nada de esto; querría avisarlos, si es posible.

—¿Dónde dice que están?

—Pues arriba, en el merendero ese que hay a la parte allá la carretera, ¿no sabe usted?

—Ya; el de Mauricio —reflexionaba unos instantes y sacaba su reloj—. Mire; va usted a subir, pero para volver rápidamente, ¿comprendido? —señalaba el reloj en su mano—. Quince minutos le doy, por junto, para ir y volver; en la inteligencia de que no me venga usted más tarde de ningún modo, no siendo que se presente el señor Juez y esté usted ausente todavía. ¿Estamos de acuerdo?

—Descuide.

—Ande, pues. Váyase ya.

Daniel volvió la espalda y se alejó hacia el puentecillo. Tito había terminado de vestirse y se tendía de costado, con el codo en la arena. Los otros cinco fumaban de pie, frente a la orilla, y miraban la luz en el agua.

—¿Y qué combinación es la que nos queda para volvernos a Madrid? —decía el de la armónica.

—Pues para cuando se acabe la función, me temo que ninguna.

Rafael se acercaba el reloj a la cara, volviendo la muñeca hacia la parte de la luz.

—Las diez y cuarto —dijo—; cincuenta minutos nos faltan para el último tren. Mucha prisa tendrían que darse para soltarnos a tiempo de cogerlo.

—Imposible —decía el de San Carlos.

—Pues ya sabéis; o dormir en el pueblo o marcharnos a golpe calcetín, una de dos.

—¡Andando vamos a ir! Estás tú bueno.

—¿Por carretera cuánto hay?

—Diecisiete kilómetros.

—No es tanto. Total tres horas de camino; escasas.

—Y con la luna que hace —decía el de Medicina, volviéndose a mirarle—, y el fresco de la noche, se pueden andar perfectamente.

—Supuesto que acabásemos a eso de las doce, a las tres en casita.

—El que no sé yo por qué no te marchas, eres tú, Josemari —le decía Rafael—. A ti no te han requerido. Pudiendo coger el tren, haces el tonto si no te vas.

—Me quedo con vosotros. Hemos venido juntos y hay que correr la misma suerte.

—Haz lo que quieras, allá tú. Aquí nadie nos ofendemos, si te largas.

Paulina y Sebastián habían vuelto de vestirse y se sentaron junto a Tito. Sebastián escondía la cara en las rodillas; Paulina apoyó la sien contra su hombro.

Decía Josemari:

—Lo que es ya hora de avisar. Poner una conferencia a casa de uno cualquiera de nosotros, y desde allí pasaban el aviso a las de los demás; ¿no os parece?

—Pues para eso, tú mismo, que estás libre. El guardia acaba de llamar; le preguntas a ver desde dónde lo ha hecho.

—Se lo preguntaré. Desde ahí mismo tiene que haber sido; una de esas casetas.

—Pues eso. ¿Te acuerdas de todos los números?

—A mi pensión que no se anden molestando en avisar, déjalo —le decía el de los pantalones mojados—. No creo que nadie se inquiete por mi ausencia.

—Bueno. Oye, Luis, ¿y qué número era el tuyo?

—¿Eh? Veintitrés, cuarenta y dos, sesenta y cinco.

Se apartó Josemari, repitiéndose el número entre dientes, y después se le vio hablar con los guardias civiles. El más viejo le daba indicaciones, con el brazo extendido.

Ya la luna formaba medio ángulo recto con los llanos; y al otro lado del dique, aguas abajo, se veía relucir toda la cinta sinuosa del Jarama, que se ocultaba a trechos en las curvas, y reaparecía más lejos, adelgazándose hacia el sur, hasta perderse al fondo, tras las últimas lomas, que cerraban el valle al horizonte.

Habían sonado las tablas del puentecillo de madera, bajo los pasos de Josemaría. Paulina suspiró.

—¿Cómo te sientes? —le preguntaba Sebastián, levantando la cara.

—¿Y cómo quieres que me sienta…? —decía casi llorosa—. Pues desastrosamente.

—Ya; lo comprendo.

Sebastián agachaba de nuevo la cabeza; ahora sentía agitarse en su brazo los hipos silenciosos de Paulina, que lloraba otra vez.

Los guardias civiles paseaban de acá para allá, en un trayecto muy breve, por la arena. Tito veía casi una sola silueta, yendo y viniendo, contra la luz del malecón. Pasaba y repasaba la sombra sobre el bulto tapado de Lucita. Después varias bombillas se apagaron de pronto a la otra parte, en la explanada de los merenderos.

—¡Adiós! —exclamó el de la armónica.

Los guardias se detuvieron un instante, mirando hacia la luz disminuida, y reemprendían de nuevo su paseo silencioso. Ya sólo se veían dos bombillas encendidas, colgando al aire libre, y el cuadro anaranjado de una puerta, sobre la banda negra del malecón. Uno que ahora entraba por aquella puerta, recortando en el cuadro su figura, debía de ser Josemaría, que ya había llegado al merendero. Ya poca luz alcanzaba el puntal desde allí. Sólo el claro de luna, de un blanco aluminio, batía sobre la arena y revelaba los perfiles del bulto y figuras, con tachones y manchas y arañazos lechosos, como brochazos de cal o salpicones.

Estornudó Paulina por dos veces. Sebas sacó una toalla de la bolsa y se la echaba a su novia encima de los hombros. Ella tiró de los picos y los juntaba por delante, cerrando la toalla sobre el pecho. Estaba muy húmeda.

—¡Todo está húmedo…! —se lamentó.

Su voz sonaba débilmente, con el timbre nasal de haber llorado. Palpaba la toalla por todas partes, haciendo escalofríos; continuaba:

—Es que no hay nada que esté un poco seco… ¡Señor, qué agobio de humedad…!, ¡qué desazón…! —rompía a llorar nuevamente—. Y yo no aguanto esto más, Sebastián, ya no aguanto, no aguanto… —repetía llorando en la toalla.

*