*
Gotas de vino resbalaron del cuello de Lucita y caían en el polvo.
—Pues Lucita tampoco lo hace mal esta tarde.
—No, ¡qué va! No se nos queda atrás.
Luci movía el pelo:
—Para que no digáis.
—Di tú que sí, monada. Hay que estar preparados para la vida moderna. Arrímame la botella, haz el favor.
Tito dijo:
—Despacio, tú también. Nadie nos corre.
—A mí, sí.
—Ah, entonces no digo nada. Toma la botellita, toma. ¿Y quién te corre, si se puede saber?
Daniel sonrió mirando a Tito; se encogía de hombros:
—La vida y tal.
Embuchó un trago largo. Tito y Lucita lo miraban.
—Aquí cada uno se vive su película —dijo ella.
—Eso será. Pues lo que es yo, me comía ahora un bocadillo de lomo de los de aquí te espero. Me ponía como un tigre.
—¿Tienes hambre? Pues mira a ver si apañas algo en las tarteras.
—¡Qué va!; bien visto lo tengo. Por lo menos la mía está más limpia que en el escaparate.
—Yo me parece que debe de quedarme una empanada o dos —dijo Lucita—. Alárgame la merendera que lo veamos.
—Mucho, Lucita. ¿Cuál es la tuya?
—La otra de más allá. Ésa. Lo único, que deben de estar deshechas a estas horas.
—Como si no. Ya lo verás qué pronto se rehacen.
Abrieron la tartera. Estaban las empanadas en el fondo, un poco desmigajadas. Tito exclamó:
—¡Menudo! Verdaderas montañas de empanada. Con esto me pongo yo a cuerpo de rey.
—Ello por ello. Has tenido suerte.
—Te diré. Gracias, encanto.
—De nada, hijo mío.
—Aquí hay de todo, como en botica —comentaba Daniel.
—¿Queréis un poco?
—Quita. ¡Comer nada ahora!
—Tú, Daniel, te mantienes del aire —decía Lucita—. No sé cómo no estás más flaco de lo que estás.
—¿Y tú tampoco quieres, Lucita?
—No, Tito, muchas gracias.
—Las gracias a ti.
Metía los dedos y se llevaba a la boca trocitos de empanada.
—¡Está cañón! —decía con la boca llena, salpicando miguitas.
—Te gustan, ¿eh?
—No están podridas, no señor.
—No es menester que lo digas —añadía Daniel.
—Pásame el vino, haz el favor, que esto requiere líquido encima.
—Así estarán de secas, con tanto calor, que no eres capaz ni de pasarlas. Parece que estás comiendo polvorones. ¿Qué, Luci, lo hacemos de reír?
—Déjalo, pobre hombre, comer tranquilo por lo menos.
Le daban la botella. Tito seguía picando un trocito tras otro de empanada; dijo:
—A mí no me hacía reír ahora ni Charlot.
Daniel se dio media vuelta en el suelo:
—Chico, no puedo verte comer. Se me aborrece hoy la comida. Es una cosa, que sólo de ver comer a otro delante mío me da la basca, palabra.
—Estarás malo —decía Luci, mirándole la cara.
—No sé.
—No lo estás —dijo Tito—; te lo digo yo. Porque el vino en cambio te entra que es un gusto.
—Ni el vino siquiera.
—¡Anda la osa! Pues si te llega a entrar…
—Ni nada, como lo oyes, textual.
—Entonces, hijo mío, no te comprendo. Si dices que tanto asco te da el vino, no sé a ti quién te manda beber. ¿Tú ves esto, Lucita? Este hombre no está bien de la cabeza.
Lucita se encogía de hombros.
—Mandármelo, nadie. Yo que tengo precisión de ello. ¿Qué hacemos aquí, si no?
—También son ganas —dijo Tito—. Yo a este tío es que no lo acabo de entender. Chico, entonces tú a lo que has venido ahora al río es a pasarlo mal. No te bañas, no comes, y ahora sales con esto. Para eso se queda uno en Madrid y acabas antes.
—Será que tiene alguna pena —comentaba Lucita sonriendo.
—Ah, mira. Pues bien pudiera ser por ahí. Anda, bonito, que te han calado. Confiésate aquí ahora mismo con nosotros.
Daniel, tendido boca arriba, miraba hacia los árboles. Giró los ojos hacia ellos.
—¿Qué? —sonreía—. No hay nada que confesar.
—Sí, zorrillo; no te escabullas ahora. Cuéntanos lo que tienes en ese corazoncito. Estás en confianza.
—Pues vaya un par. ¿Qué querrán que les cuente?
—Bebes para olvidar.
—Bebo porque se tercia, porque me habré levantado de una manera, esta mañana.
—¿De qué manera?
—De una especial.
—Calla, loco…
—Aquí no se sabe quién está más loco.
—Sí que se sabe, sí.
—¿Sí? Bueno, pues yo mismo, venga. Échame el vino para acá.
—Tómalo, hermano, a ver si te pones peor.
—O mejor. Eso no se sabe.
Tito asentía:
—Ah, pudiera. Después se verá. Los hay que sanan.
—Vamos allá. Arriba con el nene.
Empinó el vidrio, hasta que el culo de la botella quedó mirando el cielo, y glogueó largamente.
—Y menos mal que no tiene ganas —le decía Tito a Lucita, dándole con el codo.
Daniel bajó la botella y respiró. Luego dijo, mirándolos, con una risa en toda la cara:
—Que pase el siguiente.
—Lucita, te tocó. Vamos a ver cómo te portas.
Ella cogía el vino y decía antes de beber:
—De ésta sanamos los tres, o nos volvemos de remate.
Tito y Daniel la jaleaban mientras bebía:
—¡Hale, macha! ¡Ahí tú!
Lucita bajó la botella y les dijo:
—Bueno, luego vosotros os encargáis de llevarme a mi casa, ¿eh?
—A saber… A saber quién llevará a quién.
Estaban ahora los tres muy juntos; Lucita en el medio. Bebió Tito también. Daniel dijo:
—Ahora es cuando comienzo yo a disfrutar.
Juntaron las cabezas y se cogieron los tres, con los brazos cruzados por las espaldas. Se reían mirándose. Proseguía Daniel:
—¿Pues sabes que eres tú una chica estupenda, Luci? Mira, palabra que hasta hoy no te había conocido en todo lo que vales. Eres lo mejorcito de la pandilla, para que tú veas. Como lo digo lo siento. ¿No te parece, Tito? ¿A que sí? ¿A que estás conmigo en que Luci, con mucha diferencia, ¿eh?, con mucha diferencia…?
Los tres se columpiaban agarrados, con las cabezas juntas.
—Y a simpática —continuaba Daniel—, y a guapa…
—¡Huy, guapa, hijo! ¿Guapa yo? ¡Éste ve doble ya! ¿No te lo digo? Tú ves visiones, chico, para decir que soy guapa.
—¡Tú a callar!, ¡no te han pedido la opinión! He dicho guapa y se ha concluido. Y además, eso sí, se me ocurre una idea. Te vamos a nombrar… verás; te vamos a nombrar nuestraaa… Te vamos a nombrar… Bueno, es lo mismo. Algo.
*
Justina depositaba a Petrita en el suelo:
—Déjame ahora, bonita, que es mi turno.
La niña corrió hacia la mesa donde estaban sus padres. Claudio contaba los puntos, recogiendo los tejos. Se los pasó a Justina:
—Anda, campeona, a ver si ahora haces lo de antes.
Felipe Ocaña se miraba las uñas. Petrita quería sentarse en la misma silla de Amadeo.
—Tonta, ¿pero no ves que no cabemos los dos?
Petrita cogió las manos de Amadeo y jugaba con ellas:
—Tú deja la mano muerta —le decía.
Sergio callaba.
—La Singer mía, que me dejó mi madre, en paz descanse —decía Nineta—, la tengo todavía en Barcelona, casa mi hermana. Se cree que va a quedarse con ella, ¿sabes? Pero en esto se equivoca, te lo digo.
—¿No se la has mandado a pedir?
—Se lo dije por carta dos veces y la vez que estuvimos y se hace la desentendida. Pero esto no, ¿eh?, mira, esto no. En septiembre, si vamos quince días, yo me la traigo, has de ver.
—Una máquina de coser, y más siendo una Singer, es una alhaja en cualquier casa. Di que no andes con miramientos y tráetela como sea.
—Ah, tú verás que sí. Lo has de ver que en septiembre viene a Madrid esta maquinita. Por descontado.
—Y para la casa y para todo, ¿qué duda cabe? —seguía diciendo Petra—. Una máquina de coser no puede renunciarse a ella así como así. Capaz de venirle a la casa un revés cualquier día y ya tienes ahí algo para sacarle unos duritos cosiendo para la calle, y defenderte un poco mientras que quieren y no quieren arreglarse las cosas. Naturalmente. Con una máquina en casa ya no te coge tan desprevenida un bandazo cualquiera que pueda sobrevenir.
Se arregló las horquillas en el pelo revuelto. La cuñada asentía:
—Y en este sentido que tú dices, igual. Como si fuera una máquina de fabricar billetes. En casi dos años que me la tiene, unas pocas pesetas me quitó la hermana con sólo coser para ella.
—Pues por eso. Tú no seas tonta y arráncasela de las manos en cuanto que puedas. ¡Se va a aprovechar nadie de lo tuyo! Sólo lo que te hubieras ahorrado de modista, mujer. Y que tampoco son eternas, así que sean de la casa Singer. Todo tiene un desgaste, y cuanto más tarde te la devuelva, en peores condiciones te la vas a encontrar. Eso también.
—Mamá, que me aburro —dijo Juanito revolcándose en la silla.
—Iros a ver la coneja, andar.
—Ya la hemos visto.
Petra no le hizo caso; atendía a su cuñada.
—Es egoísta, ¿sabes? Es por esto que nos hemos llevado siempre medio mal. Mira, es más pequeña que yo, para que veas, ¿eh?, y tuvo que casarse antes de mí. Esto un ejemplo. Y otras cosas, ¿me comprendes? Y todo que yo me puse en relaciones con Sergio antes de ella conocer al esposo.
—Ya. Los hermanos pequeños siempre son más egoístas que los mayores.
—Y mira, otra cosa —le puso a Petra la mano en la rodilla—; por cada quince días que el hermano Ramonet se pasa en casa suya en Barcelona, está por lo menos un mes en casa nuestra.
Petra miró un momento a sus hijos, que seguían revolviéndose en las sillas.
—Ya te entiendo, Nineta —suspiró—. Pues hija, la mía es una Sigma, que no tiene tanto renombre ni muchísimo menos, porque quien dice Singer dice garantía, pero fallar no me ha fallado hasta ahora y no te quiero decir el avío que me da. Pocas prendas les verás a mis hijos que no se las haya confeccionado yo sólita con estas manos.
—Ah, es que tú vales, Petra. ¿Qué es que no sabes hacer tú? Coses, cortas; para ti es igual. ¡Que eres buena mujer de la casa, mira!
—Oy, tampoco me pongas tan alta, Nineta, tampoco me subas ahora por las nubes —dijo Petra riendo en la garganta—. Ahora, eso sí, sin que me sirva de inmodestia, desde luego, pero como tuviese cualquier día que coser para fuera, no creas que yo sería de las que lo hacen peor. Mira…
Se volvió a Felisita y la levantó de su asiento, para mostrársela a su cuñada:
—¿Ves?, esto mismo. Vuélvete, hija. Esto, ¿te das cuenta? Es un vestido que no está mal, digo yo. Una prenda que, sin ser ninguna cosa del otro jueves, la puede llevar la niña a cualquier parte; sin que le desmerezca. ¡Pero estáte ya quieta, hija mía! ¿Eh, Nineta? ¿Qué te parece?
—¡Ay, mamá, no me des esos meneones…!
—¡Calla! ¿No ves aquí, Nineta? Sus fruncidos… Mira, de aquí le saqué un poquito para darle la forma ésta, así abombada, ¿no ves?, ¿te das cuenta cómo está hecho? Y el plieguecito éste, por detrás, se lo…
—¡Pero, mamá, no me levantes las faldas! —decía la niña sordamente, mirando mortificada hacia el jardín.
—¡Te estarás quieta de una vez! ¿No ves que le estoy enseñando el vestido a tu tía?
Manolo había saludado con un leve gesto de cabeza hacia la mesa de los Ocaña. Felisita estaba roja:
—¡Déjame ya, mamita, déjame…! —suplicaba gimiendo por lo bajo.
—Debe de ser el novio de la chica —dijo Sergio, volviéndose a las dos mujeres.
Ellas miraron a un tiempo hacia el jardín. Felisita se vio liberada. Manolo se había acercado a Justina.
—Seguro es él —dijo Nineta.
Todos, menos Felipe Ocaña, miraban a los novios.
El Chamarís recogía los tejos. Los dos carniceros sacaban tabaco.
El Chamarís les susurró:
—Me parece que ya la hemos armado —señaló con las cejas hacia la espalda de Manolo—. Viene hecho un torete…
El carnicero alto sonrió.
—Chsss, luego hablaremos de eso.
Manolo le decía a su novia:
—No me ha gustado nada lo que haces, Justina.
—¿Ah, noo?
—No, y además ya lo sabes de siempre.
—¿Sí? Pues bueno —se encogía de hombros—. ¿Qué más?
—Oye, mira, no te me pongas tonta, que no tengo ganas ahora de discutir, aquí delante todo el mundo.
—¿Yoo? Yo no me pongo tonta. Eso tú.
—Bueno, mira, Justina, mejor será que te vayas a arreglar, y luego…
Se había acercado el Chamarís:
—¿Me permite un momento? —le decía a Manolo con una soterrada sonrisa, fingiendo timidez—. Los tejos, Justina. Tú que sabes en donde los guardáis.
Se los puso en la mano.
—Dispensen y hasta ahora —añadía retirándose.
—De nada —dijo Manolo fugazmente, y proseguía en voz sorda, con acritud—. ¿Te crees que yo te pienso aguantar que te líes a jugar a la rana, con tres hombres, aquí, dando el espectáculo en todo el jardín, y aquellos señores delante? Dilo, ¿te crees que te voy a consentir?
—Haz lo que quieras, chico.
—No me contestes así, ¿eh? No me saques de quicio ahora…
Echó una rápida ojeada hacia atrás, para ver si los estaban observando. Los carniceros y el Chamarís encendían sus cigarrillos.
—Más vale que me contestes de otra manera, ¿lo entiendes?
—¿De veras? ¡Huy qué miedo me da! ¿Pero vas a enfadarte? ¡Qué miedo, chico!
Manolo apretó las mandíbulas. Gruñía por lo bajo:
—¡Mira, Justi, que damos el escándalo! Yo te lo aviso. ¡No me, no me…!
La cogió por el brazo y la apretaba, clavándole las yemas de los dedos:
—¿Me oyes?
Justina se revolvía:
—Suéltame, idiota, que me haces daño. Quita esa mano ahora mismo, majadero. A ver quién va a ser aquí la que se tiene que enfadar.
Se desprendía de Manolo; continuó:
—Andas hablando y tramando, por detrás, con mi madre, haciendo la pelotilla y diciéndola que no te gusta que yo le ayude a padre en el negocio y que eso no está bien en una chica y sandeces y cursilerías. ¿Quién te has creído aquí que eres? A disponer de mí como te da la gana.
Se ponía colorado:
—Baja la voz. Te están oyendo estos señores.
Justina le dijo:
—Te da vergüenza, ¿no? —se pasaba los tejos de una mano a la otra y los hacía sonar, con reticencia—. Ahora te da vergüenza, claro. Pues yo pienso hacer lo mismo que vengo haciendo de toda la vida. Ni se te pase por la imaginación que ahora me vaya a parecerme mal lo que siempre he tenido por bien hecho. Ni te lo sueñes eso, Manolito.
Manolo se impacientaba; miró de nuevo tras de sí:
—Bueno, déjalo ahora. Luego resolveremos este asunto. Ahora me haces el favor de arreglarte y ya lo hablaremos luego todo eso.
—¡Ni arreglarme ni nada! ¿Qué te has creído? Hoy no salgo. No puedo salir. Tengo que ayudarle a mi padre, para que te enteres. No esperes que me vaya a arreglar.
—¿Ah, no? Conque no sales hoy conmigo, ¿eh? ¿Tú lo has pensado bien?
—Claro que sí.
—¿Conque sí? Pues esto a mí no me lo haces dos veces. Y además te lo juro. No tendrás ocasión. ¿De modo que no te arreglas?
—Creo que ya te lo he dicho.
—Pues te arrepientes. Por éstas —se besaba los dedos—. Me las pagas. Por mi madre que en paz descanse, fíjate, por mi madre, que no me vuelves a echar la vista encima.
—Venga ya, no jures tanto que es pecado. No ofendas a tu madre que ella no tiene la culpa. Menos jurar ahora y haces lo que sea. Lo que te dé la gana…
—Bueno, pues luego no te arrepientas. Que lo pases muy bien.
—No tengas cuidado —sonreía Justina—. Si me arrepiento te pondré una postal.
Manolo fue a responder, pero dio media vuelta y se metía hacia el pasillo. Justina miró a sus espaldas y movió la cabeza. Después se llevó la mano a la boca y se mordisqueaba el dedo índice, mirando reflexivamente hacia la tierra del jardín. El Chamarís y los dos carniceros la observaban, fumando. Justina levantó la cabeza y se acercó a ellos:
—¿Han visto?, ¡el mameluco, paniaguado! —les decía—. ¡Si será idiota…!
—¿Qué? —preguntaba Claudio—. ¿Hemos tarifado?
—Calle, por Dios. Si es que no hay quien lo aguante.
—¿Perooo…? ¿Definitivo? —decía el Chamarís, haciendo con la mano un hachazo en el aire—. ¿Para siempre ya?
Justina asintió con la cabeza:
—Para toda la vida —dijo en tono zumbón.
Habló el carnicero bajo:
—Eso tampoco, niña. Eso tampoco se debe decir. El mundo da muchas vueltas y no se puede ser tajantes.
—Pues lo que es en esto, yo se lo puedo asegurar.
—Calla, calla; que estás ahora todavía en el calor de la disputa. Déjate que la cosa se enfríe y después hablaremos. Eso son cosas que no se saben hasta la noche.
—Ni nada. Aunque no hubiera más hombre en este mundo, se lo digo yo a usted…
—Eso te cuesta a ti muy poco el decirlo —decía el carnicero Claudio—. Demasiado lo sabes tú, que si no quieres, soltera no te quedas. Pero ya me vendrías a mí, otra que no tuviera ese físico y esa juventud. Así ya se puede, ya.
—Bueno —cortó Justina dando un respingo—; a todo esto estábamos empatados. ¡Vamos a por la buena!
Hizo saltar los tejos en la palma de la mano y se iba hacia la rana, muy de prisa, para seguir el juego. Pero Claudio, con una sonrisa, le decía:
—No, mira, hija, ahora no. No nos queremos aprovechar de las circunstancias. Te íbamos a ganar de todas todas, ¿no comprendes? Ahora no metías un tejo ni por esa ventana. Otro día, otro día…
—¿De qué? —protestaba Justi—. ¿Por causa de ese chalao? ¿A santo de qué?
—Bueno, pues tú no nos obligues a demostrártelo sobre el terreno, anda. Te prometo que mañana nos venimos y echamos todas las que tú quieras. Además, es ya tarde, nos vamos a ir a ver lo que se cuentan tu padre y el señor Lucio y la compañía.
Pisoteó la colilla contra el polvo.
—Pues como quieran, entonces. Lo dejaremos para otro día.
Se encaminaron todos hacia la puerta del pasillo.
—Pero que yo no estoy nerviosa, ¿eh?; que conste.
—No, no lo estás. Sólo un poquito —decía Claudio echándose a reír—. ¡Ay, Justina, que tenemos ya muchos años! —movía la cabeza arriba y abajo—. ¡Justina, Justina…!
Sergio, en la mesa, comentaba:
—Se conoce que no ha debido de gustarle un pelo el encontrársela jugando. No le ha hecho ni pizca de gracia.
—Eso debe de ser. Los novios ya se sabe.
—¿Hacemos eso que se hace así? —le decía Petrita a su hermano, cogiéndole las muñecas.
—No quiero. Déjame… —le contestaba Amadeo.
Y se puso de codos en la mesa, con las mejillas en las manos. Miraba aburrido alguna cosa, por entre los dedos entreabiertos: hojas, sombras, tallos, puntos de luz en el alambre y en las flores de madreselva. Felipe Ocaña se daba con la mano sobre un largo bostezo. Juanito había echado el torso encima de la mesa y con el brazo extendido alcanzaba un tenedor y hacía subir y bajar el mango, haciendo palanca en los dientes con la yema del dedo.
—Poneros como es debido —les decía su madre—. No os quiero ver así.
Juanito obedecía lentamente, como cansado. Nineta dijo:
—Tienen sueño.
Sergio volvió a encender el puro. Petrita le decía:
—Luego me dejas la cerilla, tío. No soples, ¿eh?
Felipe miró a su hermano:
—¿Aún tienes el puro?
—Lo voy fumando a poquitos.
—Y cada vez que vuelvas a encenderlo —dijo Nineta—, huele más mal.
Sergio le daba la cerilla a su sobrina:
—A ver si sabes cogerla. Pero no te quemes, ¿eh?
Se apagó entre los dedos de ambos.
—Enciende otra y me la das.
—Nada de cerillas —cortaba Petra—. Luego te haces orines en la cama.
La niña puso unos morros de capricho. Refunfuñó:
—Me aburro…
Se paseaba por detrás de la sillas de los mayores, restregando el costado contra las hojas de la enramada. Felisita miraba hacia el jardín, con los ojos inmóviles.
—Mamá, ¿qué hago? —dijo Juanito.
—Estarte quieto. Cuanto que baje un poquito el sol, embarcamos los trastos y nos volvemos para casa.
Sergio miraba al suelo y alisaba la tierra con el pie.
—Mira —dijo Nineta—; tú no has de pensar en el regreso, ahora. Cuando empieza a pensarse, ya no se pasa bien.
—Pero, mujer, a alguna hora tendremos que marcharnos.
—Esto sí, pero tú ahora no lo pienses, hasta que venga el momento de ir.
—Para este plan de tarde… Deseandito es lo que estoy, date cuenta.
Felipe agarró de repente a Petrita, que pasaba por detrás de su asiento, y gritó:
—¡Tú, niña! ¡Sal de ahí! ¡Venga, vosotros, todos! ¡Amadeo, Juanito! ¡Hala! ¡A la calle ahora mismo! ¡Largarse ya! ¡A jugar por ahí! ¡Divertíos! ¡Fuera, fuera, a correr! ¡A la calle! Tú, Petri, dale un besito a tu padre y arreando.
Juanito y Amadeo saltaron muy contentos de sus sillas y salieron corriendo con un largo chillido: «¡Bieeén!». Petrita les gritaba:
—¡Esperarme, esperarme!
Amadeo se detuvo en la puerta que entraba hacia la casa:
—¡Venga! —le dijo.
Y la niña llegó junto a él y desaparecieron los dos, cogidos de la mano.
—Estaba harto ya de verlos aquí delante, las criaturas. Me estaban poniendo negro. Que corran y se expansionen. Para un día que salen al campo, en todo el año de Dios.
Petra miró a su marido de reojo; se volvió hacia Nineta y le decía:
—Ésa es la educación que los da su padre. Ya ves lo único que se le ocurre. Darles suelta para que anden por ahí tirados, como golfillos, sin una mirada de nadie, expuestos a mil percances. Pero es que así no lo molestan a él, ¿no lo comprendes?
—No sé por qué tendrás que decir eso —replicó su marido—. Siempre pensando lo peor. Lo hago porque a los chicos no se los puede tener esclavizados todo el día, como te gusta a ti tenerlos. Bastante que se pasan todo el año encerrados en un cuarto piso. Para que encima, por un día en que pueden gozar de libertad, te empeñas en tenértelos cosidos a la falda, como presos.
—Pues, sí señor. Los chicos pequeños tienen siempre que estar bajo la tutela de los padres, que para eso los tienen. Así es como se hacen obedientes y puede una estar a la mira de que nada les vaya a ocurrir.
—¿Pero qué te crees tú que va a pasarles? Si cuanto más se acostumbren a andar sueltos, mejor aprenderán a bandeárselas por su cuenta y riesgo en este mundo y tener ellos mismos cuidado de sus personas. Lo único que conseguirás de la otra manera es el acoquinarlos y que estén siempre necesitando de una persona mayor siempre encima.
—Pues para eso precisamente es para lo que están los padres y las madres que sepan lo que se traen entre manos.
—Muy bien, y cuando tengan veinte años, será una cosa muy bonita el verlos que sean incapaces de dar un paso por cuenta propia.
—¿Pero es que vais a discutir otra vez? —terciaba Sergio.
—No, Sergio, es que es verdad, es que no tiene para con sus hijos… Dime tú…
—Mujer —dijo Sergio—, yo creo que porque tengan media horita no les va a pasar nada a tus hijos por eso. Aquí en el campo, además, que no hay coches ni riesgos de otra especie. Ya ves tú lo formalitos y obedientes que han estado todo el día.
—Bueno, lo que digáis. Yo por mi parte ya lo he dicho lo que tenía que decir. Si su padre se empeña en malcriarlos, no serán mías las culpas. Allá él. Y menos mal que están en taparrabos, menos mal, que si no, ya verías qué facha de vestidos que me traían a la vuelta. Ahora, que a mí… —hizo un gesto de inhibición con la mano.
—Pues mira ésta —dijo Felipe poniendo la mano en la cabeza de Felisita—. Ésta hoy se ha lucido. ¡Pegadita a tus faldas, ahí la tienes! Se ha pasado un domingo que vaya. Pero a base de bien. Ahora que si a ella le gusta aburrirse, no la vas a obligar.
Felisita callaba, bajo la mano del padre, que continuó:
—Ésta también es que calza el cuarenta y cuatro en cuestión de sosera.
—Lo que faltaba ahora es que me mortifiques a la chica. Eso es lo que faltaba. Tú di que no le hagas caso, hija mía. Tú ven acá.
La arrimó junto a sí, pero ya Felisita sorbía con las narices y escondía silenciosos lagrimones contra el obeso brazo desnudo de la madre. Luego, de pronto, despegó la cara, con un resorte violento de culebra, y le gritó llorando a su padre, en un empellón de ira:
—¡Yo no te he hecho nada! ¿Sabes? ¡No te he hecho nada! ¡Y si soy sosa, mejor! ¡Si soy sosa, mejor! ¡Ya está! ¡Mejor…!
Y volvía a ampararse contra el brazo materno, gimiendo a sacudidas.
—¿Lo ves tú? —dijo Petra con encono—. ¡¿Lo ves como tenías que…?!
Felipe no dijo nada. Luego se levantó:
—Me voy un rato con Mauricio.
Pasó por la cocina. Se detuvo. Puso las manos en las jambas de la puerta. Estaban la hija y la mujer de Mauricio. Les dijo:
—Voy allí un rato a ver a su marido, qué me cuenta de nuevo.
—Me parece muy bien. Él, ahora, ocupado con la parroquia. Por su gusto se estaría toda la tarde ahí con ustedes en el jardín.
—Ya, si por eso voy. Si la montaña no viene a Mahoma, pues eso. Hasta ahora.
*
Manolo se había marchado sin detenerse en el local y saludando apenas, de pasada.
—Allí va… —dijo Lucio.
Mauricio se había encogido de hombros:
—Se conoce que ha habido tormenta —sonrió.
Luego entraban el Chamarís y los dos carniceros, y Mauricio les preguntaba:
—¿Qué?, ¿hubo festejo?
—¿Festejo? ¿Pero de qué?
—Pues con el novio de mi chica, hombre.
El carnicero alto ladeaba la cabeza:
—Ah, ¿ya te quieres enterar? Algo parece ser que ha habido. ¿Se marchó?
—Como gato por brasas, salía.
—Sé que ha sido regular.
—¿Oísteis algo vosotros?
—Oír, nada. Fue una cosa discreta, todo por lo bajinis. Veíamos la cara de él, eso sí, que ya era suficiente.
—Bueno —dijo Mauricio—, pero en resumidas cuentas, ¿qué?
—Hombre, de todo te quieres enterar; no se puede contigo —protestaba riendo el carnicero alto—. Pues, sí, lo mandó a freír monas, según nos ha informado ella. ¿Satisfecho?
Mauricio secaba los vasos:
—Por cursi. ¿Qué tomáis?
Claudio le daba con el codo al otro carnicero y decía, señalando a Mauricio:
—Y se la está gozando, ¡mirarlo así! En vez de disgustarse que su hija haya reñido con el novio que tiene.
—Siempre fue poco partidario —decía el Chamarís—. No era ningún santo de su devoción. A saber cuál será su candidato.
—Candidato, ninguno —denegaba Mauricio—. Cualquiera que no sea este industrial, que se me planta en la boca del estómago cada vez que me comparece ante la fachada. Pues mira que también la profesión que practica…
—¿Y cuál es ella? —preguntaba el chófer.
—¿Que cuál es? Pues casi no lo digo de la vergüenza que me da: ¡viajante de botones! Representante de una casa de botones de pasta. ¡A cualquiera que se le diga!
Se reían todos.
—Sí, tomárselo a risa. ¡Como para reírse!
—Pon vino, anda. Lo indignado que se pone —dijo Claudio—. Te está amargando la vida o poco menos el fulano.
—¡Vamos, que no te creas…! —continuaba Mauricio, llenando los vasos—. ¡Viajante de botones! Aquí se me presentó, una tarde, el sujeto, con el muestrario debajo del brazo, que era digno de verse eso también; pues un cacho cartón, una cosa así como ese almanaque que está ahí colgado, y con todos los botoncillos allí muy bien puestos, de todas las formas y tamaños, que había para escoger, había, lo creo. ¡La cosa más ridícula del mundo! De caérsele a uno la cara, si mi hija se me casa con individuo semejante. ¡Vamos, que un hombre ande con eso por la calle…! Señor, con tantas profesiones como hay, bonitas y feas, y me tenía que tocar esto a mí. ¡Vivir para ver…!
Se reían a grandes carcajadas.
—Parece que hay buen humor —interrumpía Felipe Ocaña, entrando.
—Hola, Ocaña, ¿qué pasa?
Le abrían un poco el corro, para dejarle sitio junto al mostrador.
—Están muy bien como están. No se molesten.
—Acérquese a tomar algo —dijo Lucio.
—Gracias.
Callaron un momento; luego Lucio le abría la conversación:
—¿Fuma usted? —le ofreció la petaca.
—¿Qué? —preguntaba Mauricio—. ¿Te has aburrido ya de la familia?
—Bastante. Algo de eso hay.
—Pues mira, aquí te presento a estos señores. O sea, lo más escogido de la parroquia, ¿sabes?, lo mejorcito que alterna por aquí.
Ocaña sonreía azorado.
—Pues mucho gusto; me alegro conocerlos.
—¿Cómo está usted?
—Muy bien; muchas gracias.
No sabían si darse las manos. Y dijo el chófer de camión:
—Conque a pasarse el domingo en el campo, ¿no es eso? Huyeron de los calores de Madrid.
—Ahí está.
—A ver —continuaba el chófer—. Usted con el cochecito, ya puede desplazarse a donde sea, sin que le salga la broma por un riñón.
—Claro.
—Pues qué bien deben de tirar los coches ésos, con todo lo viejos que son; digo el modelo éste de usted.
—No tengo queja del coche, desde luego. No se le puede pedir más, en doce años que lleva siendo mío.
—¿Ve usted? ¡Diferencia con el Chevrolet de por esa misma época! ¿Adónde va a parar?
—Toma; como que ese material está ya casi todo retirado. Y del modelo posterior, la mitad por lo menos. Éste mío, ya ve usted, todavía circulamos unos pocos. Y eso que ahora ya vienen apretando con los nuevos…
Se habían apartado de los otros. Mauricio interrumpía.
—¿Qué quieres, tú?
—¿Eh…? Pues coñac. Oye; y aquí también.
—No, gracias. Yo estoy con vino.
—¿No quiere una copita? De verdad.
—Agradecido, pero no. Además, no se crea que me caen muy bien los licores. Pues, dice usted, estos nuevos; ahora lo que pasa es que se fabrica mucho, pero en peor. En bastante peor, ¿eh? Muy bonitos, una línea, el detallito de una guarnición, de una virguería; bien presentado o sea. Pero nada más. De duración… de duración, que es lo que importa al fin y al cabo, de eso nada. Ni pun. Hay que desengañarse. A la postre, no es más que bazofia lo que hoy se fabrica.
—Claro. Pero eso, ¿qué le va usted a hacer? Eso no es más que el criterio de la industria de ahora. Que a las casas les interesa que lo que sale tenga la menos posible duración; que los modelos que sacan a la calle se agoten en equis tiempo, ¿no me comprende? Y así seguir vendiendo cada vez más. Eso se explica fácil.
El Chamarís y los dos carniceros se habían retirado junto a Lucio, dejando a Ocaña con el otro chófer.
—¿Y el perro? —preguntaba el Chamarís.
—Se salió antes afuera, con la gente menuda. Los chavalines de este señor.
—Si hay niños se pone loco. No atiende a razones.
—Se aburrirá contigo. Mientras que no salga la veda y lo saques de caza otra vez…
Se oían sonar las fichas sobre el mármol. El otro chófer asentía a las palabras de Ocaña; comentaba:
—Hasta que llegue un día en que se compre uno el coche, ¿eh…? Pues nuevecito. Y nada: ponerlo en marcha y a Puerta de Hierro, pongo por caso. Un paseíto corto. Ir y volver y ¡fuera!, a la basura el coche. A la tarde, a la tienda a por otro. Pues bueno, otro caso: nada, que hay que certificar esta carta. Coges tu coche, y a Correos. A la vuelta, lo mismo. Fuera con él. ¡Al cubo! Y así; nada más un servicio y tirarlo. ¿No me comprende? Como una servilleta de papel. Pues lo mismo. Así pasará algún día con los coches, al paso que vamos…
—Sí, sí, no me extrañaría. Desde luego. Pues en cambio este mío, sonando todo él como una tartana, que ya no hay forma de tenerlo callado, de holgura que tiene, ahí está, sin embargo. Y que no es un kilómetro ni dos, los que se lleva corridos.
Ahora el alguacil puso una ficha y miraba sonriendo a los otros, que fueron pasando sucesivamente. La mano volvió a él.
—¡Míralo qué gracioso! —protestó don Marcial—. Cachondeíto… Si la tienes la pones y no nos hagas dudar y perder el tiempo.
Coca-Coña se divertía:
—Nada, Carmelo. ¡Así! ¡Que rabien!
—Poco noble —decía Schneider—. No burla del adversario. Cosa fea. Muy feo este broma en el juego. No vuelve a hacerlo más.
—No quería molestar, señor Esnáider…
—No molestado. Sólo quiere que juega seriamente.
—¡Tú, nada! No hagas caso. ¡Dales!
—Bien, usted Herr Coca enfadaría. No gustaría este broma contra usted.
—¿Le sentó mal? Pues si es una broma inocente. Ya ve usted la malicia que va a tener Carmelo. Si es más infeliz que un cubo.
Don Marcial meneaba las fichas.
—Yo sé, yo sé —paliaba Schneider—. Carmelo bueno como este cubo. Esto yo ya sé; pero no es debido la burla al contrario de juego.
—Bueno. Usted sale —cortaba don Marcial, sonriendo. Llegaban dos hombres. Uno de ellos decía desde el umbral:
—Mirar a ver unos chavales ahí fuera, que le han echado mano al carricoche de aquí —señalaba a Coca-Coña—; y se van a despeñar por esos desmontes. Como no se lo quiten pronto, lo destrozan. Impepinable.
Todos miraron al que hablaba. Era tuerto.
—Pues ésos son los tuyos, Ocaña —dijo Mauricio—. Mira a ver.
Ocaña se acordó de repente:
—¡Tienes razón! Van a ser ellos, seguro. ¿Por dónde andaban, diga usted?
El tuerto le indicó desde la puerta:
—Ahí, en el rastrojo, aquí delante, mire, por ahí traspusieron ahora mismo, empujándolo a toda marcha, con una niña montada.
—¡Ay Dios mío! —dijo Ocaña—. ¡Me la estrellan…! —y salía corriendo en busca de sus hijos.
—¡Por allí, por allí!, ¡detrás de esa lomita! —le seguía señalando el tuerto desde el umbral.
Habían salido a la puerta los dos carniceros y Mauricio y el Chamarís. El chófer dijo:
—¿Entonces esos chavales que pasaron hace un rato son hijos del taxista?
Mauricio decía que sí con la cabeza, sin dejar de mirar hacia el rastrojo. Ocaña había desaparecido por detrás de un pequeño declive, entre las tierras de labor.
—Por lo menos —decía Coca-Coña en el local—, por lo menos hay alguien que disfruta con el dichoso artefacto.
La sillita de ruedas se les había atascado en el hondón de unos desmontes, junto a la puerta de un antiguo refugio, donde hoy había una vivienda.
—¡Amadeo!
Los tres niños se volvían de sobresalto hacia la voz del padre.
—¡Locos estáis vosotros! ¡Locos! —les decía jadeando.
Petrita se apeaba. Sus hermanos aguardaban, inmóviles. El padre los alcanzó.
—¿Conque esto es todo lo que se os ha ido a ocurrir? ¡Maleantes, piratas!
Miró a un lado, donde algo se movía. De la arpillera que tapaba la entrada del refugio, había salido una mujer vestida de negro; los miraba en silencio, con los brazos cruzados.
—Buenas tardes —le dijo Ocaña.
No contestó.
—¡Qué vergüenza! —continuaba Felipe hacia sus hijos—. ¿No lo sabéis que esto son las piernas de un pobre desgraciado que no puede ni andar? ¡Hay que aprender a respetar las cosas! Tú ya eres mayorcito, Amadeo, para tener edad de discernir. ¡Y a pique de estrellar a vuestra hermana! ¡Mira que la ocurrencia…! Venga, ayudarme a sacar esto de aquí.
Se movieron rápidamente. Ocaña empujaba la silla por el respaldo y los dos niños facilitaban el paso de las ruedas. Pasaron por delante del refugio; la mujer no se había movido y los miraba fijamente.
—Los críos… —le dijo Ocaña—. No puede uno descuidarse ni un minuto.
La otra apenas movió la cabeza. Treparon el pequeño desnivel y dieron de nuevo a la casa de Mauricio.
—Vaya un papel que me hacéis hacer ahora con ese hombre. ¿Y qué le digo yo ahora? ¿Veis la que habéis armado? Hala, os vais al jardín con vuestra madre y de allí no os movéis hasta la hora de marchar. ¿Entendido?
—Sí, papá —contestaba Amadeo.
Ocaña reflexionaba unos instantes:
—O si no, mira, quedaros por aquí, si queréis. Pero cuidado con hacer tonterías, ¿estamos?
—Sí, papá. Ya no vamos a hacer nada.
—¡Cuidado los chavales lo revoltosos que son! —dijo Mauricio—. Las cosas que discurren.
—Es que no tienen dos dedos de frente estas criaturas —le contestaba Ocaña, colocando la silla de ruedas contra la pared.
—Esto lo hace la edad —repuso el carnicero alto—. Ahí no hay malicia ninguna.
—Pues la edad del mayor era ya como para no hacer estas cosas.
Ocaña se secaba el sudor con un pañuelo. En cuanto hubo entrado, los niños pegaron un bote y salieron corriendo hacia la parte trasera de la casa. Ocaña se aproximó a la mesa del tullido.
—Dispense usted esto, por favor. De veras que lo siento. Pero es que los chicos ya sabe cómo se las gastan. Discúlpelos usted.
Coca-Coña levantó la cabeza.
—¿Yo? ¡Cómo se ve que no me conoce! Por mí como si quieren estarse paseando todo el día. Bien demás está. Precisamente lo estaba diciendo ahora, que menos mal que hay alguien que el trasto ese le sirve de jolgorio y deja de ser siquiera por un rato una cosa tan fea y tan sin gracia, como yendo montado un servidor. Conque no se preocupe ni me venga con disculpas, porque aquí no es el caso.
—Usted es tan buena persona que se lo quiere tomar de esa manera y yo se lo agradezco…
—¡No diga cosas! Agradecido tengo yo que estárselo a los hijos de usted, aunque le extrañe, por el haberse aprovechado del triciclo de la puñeta y haber hecho fiesta con él. ¿Cuándo se habrá visto en otra…? Bueno: ¡a cuatros!
Detonaba la ficha en el mármol. Ocaña prosiguió:
—Pues va usted a permitir que lo convide a una copa. Y a sus compañeros también.
—Hombre, eso sí —exclamó Coca-Coña, volviendo a levantar la cabeza del juego—. Eso, a todas las que quiera usted.
Ocaña sonreía.
—Aquí el que no se consuela es porque no quiere —dijo el tuerto.
Coca-Coña se volvió para gritarle:
—¿Qué dices tú, alcarreño, ladrón de gallinas? ¡Con ese ojo que tienes en la cara que parece un huevo cocido!
—Ya está. Ya está metiéndose con la gente otra vez —decía don Marcial—. Atiende al juego, hombre, atiende a la partida, que luego perdéis, y te envenenas contra el pobre Carmelo.
En esto habían entrado cinco madrileños; tres chicos y dos chicas. Hablaron algo con Mauricio y pasaban al jardín.
—He dicho y lo repito que el que no se consuela es porque no quiere, y al decirlo lo digo con mi cuenta y razón —replicaba el tuerto.
—Pues lo que es tú, como no sea porque te ahorras tener que guiñarlo, cuando te vas de caza —contestó Coca-Coña— no sé qué otro consuelo es el que tienes, con ese ojo hervido, que tan siquiera si pudieras sacártelo te valdría cuando menos para jugar al gua.
El alcarreño se reía:
—Y a ti la mala labia no te falta, no creas. Por eso que no quede. Todo lo que las patas no te corren, te lo corre la lengua. ¡Y más! Ya te lo digo; cuando falta de un lado, se compensa de otro. Eso es lo que nos pasa a los inválidos como tú y como yo. Que nos desarrollamos por donde menos se diría. ¿Quieres saber lo que me crece a mí?
—No es necesario que lo digas —contestó Coca-Coña—. Tú siempre la nota fácil y grosera. ¡De la Alcarria tenías que descender!
Coca-Coña se volvía de nuevo a la partida.
—Pues sí señor, de la Alcarria —dijo el otro bajito, que había entrado con el tuerto y que traía un zurrón de pastor—; de la Alcarria, de allí nos viene todo lo malo. De allí bajan los zorros y los lobos, que nos matan las reses.
—¿Tú también? —le decía el alcarreño—. Anda, más te valdrá que te afeites los domingos, para venir a terciar con las personas.
Se dirigió al Chamarís y a los dos carniceros; continuaba:
—Pues sí, es cierto que el que no se consuela es porque no quiere. ¿No saben lo que a mí me dijeron cuando perdí el ojo éste, a los dieciocho años?
—Pues cualquier tontería —dijo Claudio—. A saber.
El alcarreño se secaba la boca con el dorso de la mano; dijo:
—Va uno allí del pueblo y se me pone, a los dos o tres días de ocurrido el suceso… porque fue con una caja de pistones, ¿no saben?, de ésos de ley, que tienen una bellotita en el culo; bueno, ahora ya no se encuentran. Pues, a lo que íbamos, me viene el tío, con toda su cara, y me dice: «No tengas pena, que con eso te libras de la mili». Me cagué en su padre. No digo más, lo mal que me sentó. Pues luego, déjate, que se pasó el tiempo y por fin viene el día en que me llaman a mi quinta y ahí me tienen ustedes a mí, que me puse la mar de contento de ver que yo me quedaba en casita, mientras los otros se marchaban a servir. ¿Qué les parece?
—Ya. Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
—Yo, de ahí lo que yo digo de que el que no se consuela es porque no quiere. Hasta de las desgracias se saca algún partido. De físico, ya de antes no tenía yo nada que perder; lo mismo da ser feo y tuerto, que feo a secas. Así que cuestión de visita únicamente. Pero en eso, mire usted, si me apura, le diré que con un ojo llega uno a ver casi más todavía que con dos. No le parezca un disparate. Lo que pasa es que cuando se tiene sólo un ojo, como sabes que tienes ese sólo, te cuidas de tenerlo bien abierto, de la noche a la mañana y de la mañana a la noche y te acaba sabiendo latín, el ojo ése —se ponía el índice bajo la pupila de su ojo sano—. Así que con uno sólo termina uno viendo muchas cosas que no se ven con los dos.
Ocaña hablaba de nuevo con el chófer:
—De éstos que han traído ahora, los que salen mejores son los Peugeot. Pese a la falta esa que tienen de que son muy bajitos para montar.
*
Bajaba el sol. Si tenía el tamaño de una bandeja de café, apenas unos seis o siete metros lo separaban ya del horizonte. Los altos de Paracuellos enrojecían, de cara hacia el poniente. Tierras altas, cortadas sobre el Jarama en bruscos terraplenes, que formaban quebradas, terrazas, hendiduras, desmoronamientos, cúmulos y montones blanquecinos, en una accidentada dispersión, sin concierto geológico, como escombreras de tierras en derribo, o como obras y excavaciones hechas por palas y azadas de gigantes. Bajo el sol extendido de la tarde, que los recrudecía, no parecían debidos a las leyes inertes de la tierra, sino a remotos caprichos de jayanes.
—Por allá es Paracuellos, ¿no, Fernando?
—Sí, Paracuellos del Jarama. La torre que se ve. Vamos, no te detengas.
—¿Tú has estado?
—¿En Paracuellos? No, hija. ¿Qué se me puede haber perdido en Paracuellos?
—Podías, yo qué sé. A mí, ya ves, ahora mismo me gustaría encontrarme sentada en el borde de aquel precipicio. Tiene que estar bonito desde allí.
Caminaban de nuevo.
—Ah, tú ya lo sabemos, Mely. Tú siempre has sido una fantasiosa.
De nuevo llegó la música y el alboroto de los merenderos. Las sombras de Fernando y de Mely se corrían ahora, larguísimas, perpendiculares al río. En sombra estaban ya del todo las terrazas abarrotadas de los aguaduchos y se agitaba la gente en la frescura de las plantas y del agua cercana. Sonaba la compuerta. Mely y Fernando volvieron a pasar por delante de las mesas, pisando en el mismo borde de cemento del malecón. Ella miró los remolinos, la opresión de la corriente, allí donde todo el caudal se veía forzado a converger en la compuerta, la creciente violencia de las aguas en la estrechura del embudo.
—¿Si me cayera ahí…?
—No lo contabas.
—¡Qué miedo, chico!
Hizo un escalofrío con los hombros.
Luego cruzaron de nuevo el puentecillo de tablas y remontaron la arboleda hasta el lugar donde habían acampado.
—¿En qué estabais pensando? —les dijo Alicia, cuando ya llegaban—. ¿Sabéis la hora que es?
—No será tarde.
—Las siete dadas. Tú verás.
Miguel se incorporó.
—La propia hora de coger el tole y la media manta y subirnos para arriba.
—¿Pues no sabéis que hemos tenido hasta una peripecia?
—¿Qué os ha pasado?
—Los civiles, que nos pararon ahí detrás —contaba Mely—; que por lo visto no puede una circular como le da la gana. Que me pusiera algo por los hombros, el par de mamarrachos.
—¿Ah, sí? ¡Tiene gracia! ¿Y entonces aquí no es lo mismo?
—Se ve que no.
—Ganas de andar con pijaditas, con tal de no dejar vivir.
—Eso será —dijo Alicia—. Bueno, venga, a vestirnos. Tú, Paulina, levanta.
—Si vieras que tengo más pocas ganas de moverme de aquí. Casi que nos quedábamos hasta luego más tarde.
—¿Ahora sales con ésas? Anda, mujer, que tenemos que reunimos con los otros. Verás lo bien que lo pasamos.
—No sé yo qué te diga.
—Pues lo que sea decirlo rápido.
—Nos quedamos —concluyó Sebastián.
Alicia dijo:
—¡Qué lástima, hombre; cada uno por su lado!
—Yo a lo que hubiera ido de buena gana es a bailar a Torrejón.
—¿Otra vez? —dijo Mely—. ¡Qué tío! Se te mete una idea en la cabeza y no te la saca ni el Tato.
—¿Y ésos, qué hacen?
Miguel se aproximó al grupo de Tito. Estaban cantando.
—¡Eh, que os vengáis para arriba!
—¿Cómo dices? No te hemos oído —contestaba Daniel.
Lucita se reía.
—Venga, menos pitorreo. Que se hace tarde. Decidir.
—¿Y qué tendríamos que decidir?
—Bueno, a ver si va a haber aquí más que palabras. Dejaros en paz ya de choteos y decirlo si no venís.
—Pues hombre, según adónde sea…
—Vaya, está visto que con vosotros no se puede contar. No tengo ganas de perder más tiempo. Allá vosotros lo que hagáis.
Miguel se dio media vuelta y regresó hacia los demás.
Carmen y Santos se habían levantado. Ella estiraba los brazos, desperezándose, con la cara hacia el cielo. Bajó los ojos.
—¿Qué me miras?
Santos estaba delante de ella, apoyado en el árbol. Se arrimó contra él y le pasó la mejilla por la cara.
—Cielo —le dijo.
—¿Te vienes a vestirnos, Carmela?
—Sí, guapa; ahora voy. Cojo la ropa.
Se agachó a recogerla. Santos seguía apoyado contra el tronco.
—Oye, Carmen.
—Dime, mi vida —lo miró.
—¿Te apetece a ti mucho subir?
—¿Eh? Pues no sé, en realidad. ¿Lo decías?
—No, por si estabas cansada. Pensé que estarías cansada.
Alicia pasó de nuevo.
—Vamos, si vienes.
Ya tenía su ropa en la mano; unas sandalias verdes.
—Listo.
—Tú, vístete también —dijo Alicia—. ¿Qué haces ahí parado? ¿Qué esperas?
—Ya voy, ya voy…
Miguel ya se estaba vistiendo. Santos se movió. Mely se iba con Alicia y con Carmen. Pasaron junto al grupo de Daniel.
—Vaya tres patas para un banco —dijo Alicia.
Mely no los miró. Carmen decía:
—¡Qué día más bueno, chicas! Vaya una tarde de domingo más rica que se ha puesto.
—¿Sí? —dijo Mely—. Tú sabrás.
Sebastián tenía la cabeza apoyada en las piernas de Paulina. Ella miraba a los ladrillos del puente, retintos de sol; la sombra de las bóvedas sobre las aguas terrosas del río.
—Mañana, lunes otra vez —dijo Sebas—. Tenemos una de enredos estos días…
—¿En el garaje?
—¿Dónde va a ser?
Había pasado Fernando por delante de ellos y ahora enjuagaba alguna cosa en la ribera.
—¡Cada día más trabajo, qué asco! El dueño tan contento, pero nosotros a partirnos en dos.
—Tú no piensas en nada.
—¿Cómo que no?
—Que no te acuerdes ahora de eso.
—Es imposible no pensar en nada, no siendo que te duermas. Nadie puede dejar de pensar en algo constantemente.
—Pues duérmete, entonces.
Le ponía la mano encima de los ojos.
—Quita. Para dormirse, no sale uno de excursión.
—¿Entonces, tú qué quieres?
Ya volvía Fernando retorciendo el bañador, para escurrirle el agua.
—No tener tanto trabajo. No renegarme los domingos, acordándome de toda la semana.
—¿Qué hay? —dijo Fernando—. Vaya galbana que tenemos. Cómo dominas la horizontal. Pues felices vosotros que no tenéis más que montaros y pisarle al acelerador, para plantaros en Madrid en un periquete.
—Señoritos, ya ves.
Carmen se estaba vistiendo contra las zarzas del ribazo, mientras Mely y Alicia le sostenían el albornoz.
—Me he puesto como un cangrejo —se miraba los hombros.
Iba escamoteando el cuerpo entre la ropa. Por debajo de la blusa, se bajaba los tirantes del traje de baño.
—Acabo ahora mismo, moninas. No miréis —se reía.
—Valiente tonta —dijo Mely—. Te creerás que eres Cerezade.
Carmen había enfilado las mangas de la blusa y se ciñó la falda. Luego dejó caer el traje de baño y sacaba los pies. Vino la voz de Fernando, que se diesen prisa.
—Espabila. Ésos ya están listos.
Sonó algo en las zarzas, mientras Alicia se vestía. Se asustó. Tiraban tierra desde lo alto del ribazo.
—¡Qué poquita vergüenza! —dijo Mely, mirando hacia arriba.
Había visto dos cabezas ocultarse para atrás. Carmen dijo:
—Chaveas.
—No tienen gracia.
Volvió a sonar redoblada la lluvia de tierra en las hojas de los zarzales. Alicia miró también.
—No te creas que no tiene cara el tipejo. ¡Qué pesaditos se ponen!
—Es que hay mucho gracioso por el mundo —dijo Mely—. ¿Terminas?
—Cuando queráis.
Los otros habían vuelto a llamarlas a voces.
—No vamos a apagar ningún fuego, digo yo.
Se reunían con ellos.
—¿Lo habéis cogido todo? —preguntaba Miguel.
—No te preocupes, vamos.
Miguel se volvía hacia Paulina y Sebastián.
—Bueno, antes de las diez, que procuréis estar arriba. Y si no, ya sabéis que allí os quedamos todos los bártulos y las tarteras, para llevároslo en la moto. ¿De acuerdo?
—Sí, hombre; si antes de que os vayáis, subiremos; no tengas cuidado.
—Pues hasta luego.
—Que lo paséis muy bien.
Daniel, Tito y Lucita estaban hechos un montón. Se les oía reír.
—¡Qué tres!
—Ahí os quedáis —les decía Miguel—. Yo no es que quiera decir nada, pero nosotros a las diez nos largamos. Así que vosotros veréis.
Tito había levantado la cabeza y les hacía un signo expulsivo con la mano.
—Iros, iros, nos tiene sin cuidado. Nosotros somos independientes.
—¡La Independencia de Cuba! —se le oía detrás a Daniel.
Lucita dijo:
—Hasta luego.
Los otros se alejaban.
—Se la van a coger de campeonato —iba diciendo Miguel—. Por Lucita lo siento.
Santos y Carmen se habían adelantado. Ya comenzaban a subir la escalerita de tierra, cogidos por la cintura, mirándose los pies, como si fueran contando los peldaños.
—El par de tórtolos —dijo Mely.
Fernando hablaba con Miguel.
—Chico, las siete y media que son ya. Ésos deben de estar más que hartos de esperar por nosotros.
Poco a poco se iban elevando sobre la escalerilla, y la gente del río quedaba abajo y atrás. Todavía muchos grupos esparcidos por la arboleda y en la otra orilla, entre los matorrales, al borde del erial amarillento; algunos cuerpos desnudos sobre el cemento de la presa, casi cromados ahora contra el sol. Eran delgadas y larguísimas las sombras de los chopos de junto al canalillo.
—Se echa el bofe.
Fernando jadeaba. Habían llegado a lo alto. Mely se detenía a la mitad.
—Esperar —les decía desde abajo—. Esto es preciso tomárselo con calma.
La música de las radios ascendía, destemplada y agresiva, con el estrépito del público y del agua rugiente, desde los aguaduchos ocultos bajo los árboles, rebosando sus copas, como la polvareda caliente de las juergas.
—¡Qué floja eres, Mely!
Venía subiendo muy despacio y se apoyaba con las manos en los muslos. Levantaba la vista hacia los otros, para ver lo que le faltaba.
—No puedo con mi alma… —suspiró.
Luego volvieron la espalda y dejaron de ver la arboleda, los eriales, el puente. La arista del ribazo ocultaba tras ellos el río, las aguas de color fuego, sucio, la turbia vena que corría casi indistinta, a lo lejos, en la tierra, bajo el rasante sol anaranjado. Pasaban otra vez entre las viñas. Alicia se colgó con ambas manos del brazo de Miguel. Le apoyaba la sien contra el hombro. Miguel canturreaba.
—¿Se los habrá ocurrido traerse la gramola?
—Para matarlos, si no la traen.
—¿Pues tanta gana tienes tú de bailoteo?
—¡A ver qué vida! —dijo Mely—. Estoy tratando por todos los medios divertirme un poquito en el día de hoy. Sin resultado. Y no quisiera presentarme en casa con este aburrimiento, porque me iba a decir mi tía que si vengo enferma, nada más verme entrar con esta cara.
—Vaya por Dios, ahora resulta que te has aburrido.
—¡Qué va! —dijo Fernando—. Lo que la pasa a ésta lo sé yo.
—Tú eres muy listo.
Estaban haciendo una fábrica, allí a la izquierda del camino, que ahora iba encajonado entre la valla de las obras y la alambrada de la viña buena. Largas naves, con techos de cemento; los andamios vacíos. Volaron dos palomas.
—Yo no comprendo —decía Miguel—; siempre salís con eso de que si os aburrís, mi hermana igual; nunca lo he comprendido. Yo, la verdad, yo no sé distinguir cuando me aburro de cuando me divierto, te lo juro. Será que no me aburro nunca o que no… —se encogía de hombros.
—Dichoso tú.
Luego, al ir a cruzar la carretera, Santos y Carmen se habían detenido y hablaban a grandes voces con alguien que venía. Se volvió Santos a los del camino: «¡Eh, aquí están éstos!», les gritó. Eran el Zacarías y los otros. Zacarías y Miguel se daban la mano los primeros, como dos jefes de tribu, en mitad la carretera.
—¿Qué hay, facinerosos?
—¡Pues ya era hora que se os viese el pelo!
—Ahí hemos estado.
—Supongo que habéis traído la gramola, ¿o es mucho suponer?
Una rubia que venía con ellos miraba los pantalones de Mely.
—¿En los árboles?
—Sí, ahí abajo, donde está la presa.
—¿Y…?
—Pues nada, bien.
—Esto se pone atestado.
—¿Y vosotros?
Se habían detenido en la carretera.
—¿Pues no venía Daniel?
—¡Venía!
Fernando se abrazaba con otro, al que llamaban a voces «Samuelillo madera», y le pegaba puños en los brazos. A Zacarías se le veían las rayas de las costillas por la camisa abierta.
—También venían Tito, y Sebastián con la novia, y Lucita y creo que nadie más…
—¡Ya nos vamos haciendo modernas!
—¿Quién, yo?
—Se han quedado en el río. No sé…
—Bueno, nos coge la noche y sin movernos de aquí.
—¿Qué no sabes?
—En qué pararán.
—¡Viene un coche, apartarse!
—¿Y las placas?
—Ése las trae.
—¡Qué polvo!
—Vámonos ya…
Se habían sentado tres en la cuneta.
—¿No conocéis a Mariyayo? Es nuestra nueva adquisición.
Tenía una cara de china, el pelo negro y liso. Alicia la conocía ya de antes. Se saludaron y Fernando le miraba el busto y las caderas; luego le dio la mano también.
—Sí, señor, y una buena adquisición, además —comentaba riendo.
Mariyayo le sostenía la mirada con una sonrisa zumbona.
—Encantada…
—Pues placas venían seis, pero una se la cargó esta mañana el atontado de Ricardo.
—Aquí no estamos haciendo nada —dijo Mely—. Moverse de una vez.
—¿Dónde os habéis metido todo el día? No hubo manera de guiparos.
—Nosotros vamos a los sitios buenos —dijo la rubia—; ¿qué te creías?
—Somos gente cara.
El que venía con la gramola la había depositado en la cuneta y se estaba contemplando un arañazo en el empeine del pie.
—¡Tú, Profidén! —le dijo uno que traía un macuto de costado—. ¿Son sitios de dejar la gramola? El otro levantaba la cabeza.
—Me llamo Ricardo.
Tenía unos dientes muy blancos y perfectos. El del macuto se reía. Dijo Miguel:
—Pues nos juntamos unos pocos. ¿Vosotros sois…?
—Ocho y el perro.
—¿Qué perro?
—Ninguno. ¡Siempre picáis!
—Tan bromista. Bueno, estamos aquí parados, vámonos ya.
Santos y Carmen ya se habían adelantado, camino de la venta. Los otros echaron a andar despacio, en tropel, esperándose unos a otros. Fernando tomaba posiciones a la derecha de Mariyayo.
—¿Y tú de qué barrio eres?, si no es indiscreción.
Mariyayo contestaba riendo:
—De la Colonia del Curioso, ¿la conoces?
Miguel y Zacarías iban juntos, y Mely se había cogido del brazo de Alicia; iba diciendo:
—Es mona. Tiene cara de chinita.
—La llamaban la Coreana, en la Academia de Corte donde nos conocimos.
Zacarías se volvió a gritarles a los de la gramola, que estaban todavía retrasados junto a la carretera:
—¡Ricardo, venga ya, que es para hoy!
Samuel venía con la rubia; la traía cogida con el brazo derecho por los hombros. El sol estaba enfrente, ahora, al fondo del camino, sobre las lomas del Coslada. Las otras dos chicas que venían esperaban a Ricardo y al del macuto.
—¿A qué hora es vuestro tren? —le preguntaba Miguel a Zacarías.
—A las veintidós treinta.
—Estás tú muy ferroviario.
—Así lo pone allí.
—Pues de sobra. Hasta y veinte, podemos divertirnos un buen cacho.
—No sé, a lo mejor alguna de las chicas quiere marcharse anteriormente, y nos fastidia.
Santos y Carmen estaban parados ante la casa de Mauricio:
—Miguel —dijo Santos—. Ven un momento que te diga.
Carmen se había apoyado en la pared.
—¿Qué hay?
—Mira, oye, que Carmela se siente un poco floja. Está cansada, ¿sabes?, y demás. Así que hemos pensado que nos vamos a ir para Madrid. Porque total aquí ya no hacemos nada, ¿no me comprendes?, y más vale que llegue a su casa y se acueste tempranito.
—Bueno, bueno, vosotros veréis. Si se encuentra cansada, marcharos. Eso como tú quieras. Ya lo siento, hombre, que os vayáis tan temprano, pero si está cansada será lo mejor.
—Así que voy a sacar la máquina y nos largamos ahora mismo.
Miró de reojo a Zacarías y añadió:
—Y perdonar que no os esperemos, ¿eh?
—¡Qué cosas dices!
—Tiene poca costumbre de bañarse en el río, ¿sabes?, y se conoce que ha sido eso lo que la ha fatigado.
—Que sí, hombre, que sí. Si no tenéis que dar explicaciones. Cogéis la bici y en paz.
Habían llegado ya todos a la venta.
—¿Entramos o qué pasa?
El carnicero alto los estaba mirando desde el umbral. Santos dijo:
—Pues entonces esta noche, si vais por Machina, hacemos cuentas de lo que aporta cada cual. Y si no, mañana.
—De acuerdo —dijo Miguel.
Iban entrando todos. Los de dentro miraban a las chicas, conforme pasaban.
—Ya estamos aquí otra vez.
—Muy bien —dijo Mauricio—. Van a pasar al jardín, ¿no es eso?
—Sí señor.
—Pues adelante, adelante. Ya saben el camino.
Se metieron hacia el jardín. Mely pasó la última.
—¡Ole lo moderno! —murmuró el alcarreño tras de mirar los pantalones de la chica.
El pastor le decía:
—Por allí por la Alcarria no veis estas cosas, ¿a que no?
—Ca. Allí una vez se apearon de un automóvil unos cuantos con una dama en pantalones y que venían hablando forastero, y no los quisieron dar de comer en la fonda, porque decían que si eran protestantes.
—En la Alcarria tenía que pasar esto —dijo el pastor—. Ya ves tú lo que tendrá que ver la religión con la ropa que uno lleve puesta.
—Pues nada, claro está. Pero es que la que tenía allí la fonda por entonces es una muy beata y se negó por miedo de que el cura le fuese a regañar.
El alcarreño se reía; prosiguió:
—Pues sí, conque a ver el monasterio, decían. ¿Y qué monasterio?, les preguntaban los muchachos. Hasta que un hombre les enseñó cuatro piedras mal puestas que hay así en una loma, según se sale, que es todo lo que queda en pie del tal monasterio. Pero es tan poca cosa, que a nadie ya se le ocurre llamarlo monasterio a eso. Tenían un capricho pero grande con el dichoso monasterio. Y es que la gente, cuanto más moderna, más se le antoja de ver cosas antiguas. Y eso también se comprende. Pues luego la viuda de la fonda se quedó con un palmo de narices y se la llevaban todos los demonios, al ver que el mismo cura en persona les andaba explicando a los otros el cacho ruina. Y a raíz de aquello, ya no alternaba tanto por la iglesia y se la terminó la religión.
Los carniceros se divertían. Dijo el pastor, riendo:
—Mira, eso sí que tuvo un golpe.
—Las cosas de los pueblos aquéllos —dijo el otro—. Allí no es como en éstos de cerca de Madrid, que está la gente ya muy maliciada y todo lo tienen visto.
—Demás, demás de malicia —asentía el pastor, moviendo la cabeza.
Don Marcial chupaba la puntita de su pequeño lápiz copiativo y apuntaba en el mármol. El chófer del mono grasiento decía:
—No hay más que ver la forma en que van colocadas las bujías en el modelo ése y cómo van colocadas en cambio en el Peugeot del cuarenta y seis. Menuda diferencia —se volvió hacia Mauricio—: Ponnos otro vasito, anda, a mí y a este señor. Mire usted, y es que hay casas que se preocupan de superarse técnicamente en cada nuevo modelo que sacan a la calle.
—Ya. Otras, por el contrario, no modifican más que la carrocería. Lo externo, vaya, lo que da el pego. La fachada, como si dijéramos. Ésa sí, la Peugeot, ésa sí que es una casa seria.
—Naturalmente. Tenga —le ponía en la mano el vaso que Mauricio les había servido—. En esto de los coches, como en todo, es lo de dentro a fin de cuentas lo que importa. Como en todas las cosas. ¿Por qué en los coches había de ser distinto?
Pasaban Carmen y Santos, con la bici cogida del manillar.
—¿Ya de marcha? —preguntaba Mauricio.
—Ya. Es que tenemos un poquito de prisa, ¿sabe usted? Esos otros se quedan hasta más tarde.
—Pues nada. Que a ver si el domingo que viene los vuelvo a ver por aquí.
Se secaba la mano derecha en el paño y luego se la ofrecía.
—Ese alto ha quedado ya encargado de abonarle todo lo de hoy —dijo Santos, estrechándole la mano a través del mostrador—. Para no andar echando cuentas ahora, ¿sabe?
—Muy bien. Pues hasta pronto, entonces, jóvenes.
—Adiós. Ustedes sigan bien —dijo Santos y levantó la rueda delantera de la bici, para subir el escaloncillo de la puerta.
*
—¿Habéis pedido ya?
El gramófono estaba en una silla. Los Ocaña miraban en silencio, desde el rincón opuesto del jardín.
—Ahora nos traen un poco vino.
—Yo bebo ajenjo —dijo riendo Zacarías.
Hundía la nuca en la enramada, al recostar su silla para atrás. La placa del gramófono se agitaba bruscamente, mientras el dueño movía la manivela.
—¿Y eso qué es? —preguntaba Mely.
—Una bebida oriental.
Zacarías se reía; tenía cara de galgo, con sus facciones aniñadas.
—¡Como tú!
—Yo he nacido en Bagdad, ¿no lo sabías?
—Se te nota.
—¿Cómo? No te quiero sacar la partida nacimiento, porque está en árabe y no te ibas a enterar.
—Me basta con tu palabra, chico.
Se habían sentado todos en una mesa grande, a la izquierda de la puerta que salía del pasillo, bajo el muro maestro de la casa. El de los dientes bonitos estaba de pie, junto al que daba cuerda a la gramola.
—¡Esa música!
—Un poco de paciencia.
Alicia preguntó:
—¿Qué placas son las que tenéis?
—Unas del año la pera.
—Para bailar ya valen —dijo Samuel—. Hasta una samba tenemos.
—Me gusta.
—Y un tango de Gardel: «El lobo de mar».
—¡Pues ése sí que es nuevo! —se reía Fernando.
La rubia de Samuel se recostaba para atrás, apoyando los codos en el alféizar de una ventana que había a sus espaldas; se le marcaba el pecho hacia delante. Tenía una blusa encarnada.
—Ponte de otra manera —le decía Manuel.
—¿Por qué?
—Baja la silla, la vas a partir.
—¿Quién tiene las agujas?
—¡Tú!
Se tocó los bolsillos por fuera y las oyó sonar.
—Tenías razón. ¿Cuál ponemos?
—¿Funciona ya? Pues venga la rumba.
—El primero que salga —dijo Ricardo, y metía la mano en el macuto—. Este mismo.
—¿A ver cuál es?
—No. Sorpresa.
Los otros cinco madrileños que habían entrado a media tarde ocupaban una mesa enfrente, junto al gallinero. Petra miraba su reloj.
—Pero estos críos, estos críos… Va siendo hora.
Sergio había vuelto su silla hacia el centro del jardín, para mirar el baile.
—Ya volverán.
—¡Y el otro!; ahí estará tan fresco apestándose de vino…
—Hay que encender la lumbre y hacer la cena —decía Felisita, apoyando a su madre, con tono de juiciosa.
—¡Como si no! ¡No se acuerdan de nada! —dijo Petra.
Los cuatro miraban hacia la gramola y el grupo de Miguel y Zacarías.
—Deja vivir a tu familia, mujer.
Una raya de sol que había lucido en los ladrillos de un trozo de tapia sin enredadera, entre la mesa de los Ocaña y la de la pandilla de los cinco, se había ido adelgazando hasta perderse, y ahora quedaba en sombra todo el jardín. Apareció la cabeza de Juanito por encima del muro. Sonó la música.
—¡Queo, mamá! ¡Mírame, mamaíta!
Sonaba en la gramola el pasodoble de las Islas Canarias.
—¡Pero, Juanito…! ¡Bájate de ahí inmediatamente! ¡Y ya estáis volviendo ahora mismo los tres para acá! ¡Pero volando!
La cara de Juanito se ocultó.
—¡Señor, qué barbaridad, qué chicos éstos!
Salía una de luto a bailar con Ricardo. Fernando se reía con Mariyayo, en el rincón; ella mostraba los múltiples recursos de sus ojos chinescos.
—¡Qué chavala! —decía Fernando—. Tienes unos ojos, hija mía, que son una película cada uno. Un programa doble, y además de sesión continua. ¿Bailamos?
Mariyayo asentía riendo.
—Déjanos paso, tú.
Zacarías apartó la silla, y los otros salieron por detrás, restregando sus espaldas contra el follaje de la madreselva. Apareció Mauricio con el vino.
—Ponga usted aquí, haga el favor.
—Vaya —dijo Mauricio—, esta vez sí que han venido bien preparados.
Cogía de la bandeja los vasos, cuatro a cuatro, con los dedos, y los dejaba encima de la mesa.
—¿Lo dice usted?
—El aparato —levantó la barbilla, señalando hacia la gramola.
—Ah, ya —contestó Samuel—. Diga, ¿lleva usted algo por bailar aquí?
Mauricio lo miró, con la bandeja colgando de la mano, ya casi vuelto hacia la entrada de la casa.
—¿Llevar…? —les decía—. ¡Vamos! ¿Qué quieren que les lleve? ¿El polvo que me desgastan arrastrando los pies? ¡No sería mal negocio, mira tú!
Se metió hacia la casa.
—Pues no era una pregunta tan absurda —dijo Samuel, mirando hacia los otros—. Si vas a ver…
—Desde luego.
Se le oía reír a Mariyayo en el centro del jardín. Miguel se había llenado un vaso y lo apuró de un sorbo y salía con su novia a bailar. El amo de la gramola continuaba de pie junto a la silla.
—Deja ya eso, Lucas —le dijo una de las chicas—. Ya marcha sólito.
Él levantó la cabeza y se acercó. Zacarías llenaba con cuidado los vasos.
—¿Qué? ¿No te fías del armatoste? —dijo.
—Hay veces que se para. Juani, ¿quieres bailar?
—No debe quedar mucho. Pero bueno, saldré.
Samuel y la rubia habían cruzado los brazos, el uno por la espalda del otro, y se mecían en sus sillas. La chica murmuraba el pasodoble, acompañando a la gramola. Mariyayo volvía a reír. Zacarías le dio a Mely con el codo.
—Ahí tienes —señalaba hacia el baile con su afilada barbilla—, ya me quitaron la pareja que traía yo hoy.
—¿La Mariyayo?
Asintió.
—Te la has dejado quitar —dijo Mely—. ¿Te importa?
Zacarías apuraba su vaso.
—Prefiero la suplente.
—¿Qué suplente?
Zacarías se recostaba de nuevo con la silla y hundía la nuca entre las madreselvas.
—Vas a tirar la silla y te vas a caer, Zacarías. Di, ¿qué suplente?
—Pues tú, ¿cuál va a ser?
—¿Yo? —se volvía hacia él—. ¡Vaya, hijo! Pues ahora me entero. ¿Y si vuelve?
El otro sonreía, poniéndose las manos por detrás de la nuca.
—Perdió la colocación.
Atravesaron los niños de Ocaña por entremedias de los que bailaban. Juanito tropezó con Mariyayo.
—¡Pero, niño…!
—Podías dar un rodeo, en vez de estar molestando a las personas —los reñía su madre—. Venir, venir acá. ¡Qué caras!
Cogió a Petrita y le sonó los mocos. Luego mojaba el pañuelo con saliva y le frotaba la cara con él. La niña se quejaba, porque lo hacía muy fuerte. Al fin la madre le enseñó la parte ennegrecida en el pañuelo blanco:
—¡Mira!, ¿lo ves?
Cuando pasaban junto a la gramola, Fernando y Mariyayo habían dejado un momento de bailar, y él alargó la mano y retrasó la aguja, casi otra vez al comienzo del disco. Lucas miró en seguida, al oír el sobresalto de la música.
—¡Deja eso, tú! ¡No le andes!
—¿Pues y qué pasa? ¿Es que hace falta un técnico?
Lucas había acudido junto a la gramola.
—Es delicado. Se chafa por menos de un pitillo.
Observó unos instantes la marcha del gramófono y volvieron a bailar. Fernando le decía a Mariyayo.
—Así nos cunde más, ¿no te parece? Y bailamos el doble con la misma pieza.
—¿Y te crees que por eso no corre el tiempo igual?
Petra decía:
—¿Qué hace vuestro padre?
—Está con unos allí.
—Porque si dice que no tiene los faros de cruce en condiciones, sería conveniente llegar a Madrid con luz de día, no siendo nos arreen una multa los del casco de material, que ya sería lo que faltaba.
Vio a Mauricio junto a la mesa de los cinco; les había venido a traer otra botella.
—¡Oiga, Mauricio! Mi marido está ahí con ustedes, ¿no es eso?
—¿Felipe? Ahí adentro en el mostrador. No se ha movido.
—Sí, porque va usted a decirle de mi parte, si me hace usted el favor, que a ver qué es lo que hace, si se va dando cuenta de la hora que es.
—¿Ya quieren escaparse?
Fernando recogía un vaso de vino al pasar por la mesa, sin dejar de bailar.
—¡Viejos! —gritó a los que estaban sentados.
—¡Deja que salga la rumba!, ¡verás tú! —replicaba Samuel—. Éste no me conoce a mí bailando, ¿eh, Zacar? ¿Te acuerdas en las Palmeras, hace dos inviernos?
—¿Ibais a las Palmeras? —dijo Mely.
—Con este pájaro. Cuatro o cinco veces iríamos.
—Más, más —dijo Samuel—. Más veces.
—¿Y le dejabas tú? —le preguntó Mely a la rubia.
—No andaba conmigo todavía. Que lo supiera yo ahora —amagó con la mano—. Se iba a enterar.
—Te atan corto, ¿eh, Samuel? —sonrió Zacarías—. No lo niegues.
—¿Ésta? ¡Bo!
—Haz el experimento y lo verás —dijo la rubia.
Cogió la mano de Samuel y añadía, dirigiéndose a Mely:
—Pero es buen chico, ¿sabes?
—Fíate tú —dijo Mely.
Pasaba Fernando nuevamente y dejaba en la mesa su vaso vacío. Zacarías volvía a llenar los de ellos.
—Pues allí en las Palmeras, el amo —comentó—. Estaba hecho un bracito de mar. ¡Lo que éste no ha bajado desde aquel entonces!
—¿Y tú lo sabes? —dijo la rubia—. ¿Qué sabrás tú? —se pegaba a Samuel, con expresión apasionada.
—¡Nada, mujer, nada; ni sombra del de entonces! ¡Ni color!
—Te estás desorientando, Zacarías —replicaba la rubia—. ¿No me pretenderás que te lo aclare?
—Dejarle ya —dijo Samuel.
Zacarías se reía.
—Tienes malas ideas —le dijo Mely—. Ya querías malmeterlo con la novia.
—¿A mí? Por aquí me entra y por aquí me sale. Lo pasao pasao. Sí que me van a entrar celos de Samuel, a estas alturas, por lo que diga ése, o deje de decir.
Zacarías bebió de su vaso; luego dijo:
—Tú, Marialuisa, lo que me has quitado es el mejor amiguete que tenía, te lo llevaste para siempre. Ésa es la cosa. Y eso no creas que yo te lo perdono así como así.
—Ah, pues mira, eso también tiene arreglo, y bien fácil. Si tanto echas de menos a Samuel, te buscas una novia, y formamos compañía los cuatro juntos, ¿te hace?
—No es tan fácil —contestó Zacarías.
—¿Tú crees? —dijo la rubia—. Yo opino que sí.
Mely dijo:
—Voy a sacar mis Bisontes. ¿Os apetece fumar?
Tenía la bolsa colgada en el respaldo de la silla.
Miguel y Alicia bailaban en silencio.
—Échale un poco más de brío —le decía la de negro a Ricardo—. ¿No ves el tren a que me llevas?
—Hay que tener las piernas de Molowny para bailar contigo, hija mía.
—Exageras un poco.
—¿Qué?, ¿lo estiramos otra vez? —les decía Fernando al cruzarse.
—Te estás buscando la ruina tú con ése. ¡Te mata, si vuelves a tocarle la gramola!
Fernando se reía.
—Lo dejaremos consumirse…
Y se apartó con Mariyayo, volviendo a bailar más aprisa. Ellos daban más vueltas que ninguno, y se reían, y perdían todas las figuras alrededor. Había dicho Mariyayo:
—¿Conque ésa es la célebre Mely?
Le contestó:
—¿Habías oído hablar?
—¿Y quién no? —dijo ella—. ¡No es poco famosa!
—No sabía yo que tanto.
—Pues a mí muchas veces, Alicia sobre todo, me hablaba, y se ve que la quiere por la vida. Así que yo, con tanto bombo y tanta cosa, me figuraba mucho más. ¡Uh, la Mely!
—¿Pero mucho más qué?
—Pues, chico, una mujer fascinadora, alguna cosa ya excepcional.
—¿Conque te ha defraudado la Mely?
—Hombre, es guapa, desde luego. Pero vamos. No es…
—¿Qué?
—No es aquello.
Y la habían estado mirando los dos, en pasadas veloces, mientras hablaban de ella, bailando. Después no hablaron más, pero aún Mariyayo seguía mirando a Mely: ahora había encendido un cigarrillo.
La música cesó. Quedó la aguja del gramófono rayando en la espiral. Lucas se apresuraba a levantarla.
—¿Qué tal?
—Superiormente.
Volvían hacia la mesa. Alicia se sentaba a la izquierda de Mely; le dijo:
—¿Tanta gana que traías de bailar…?
Mely hizo un gesto elusivo y se encogió de hombros.
—¿No quieres un cigarrillo? —preguntó.
—Gracias, Amelia; después —dijo Alicia mirándose los brazos.
Mely abría la boca y se dejaba salir el humo lentamente, sin soplarlo siquiera.
Dijo Petra a sus hijos:
—Vestiros, hijos míos. Vais a cogeros lo que no tenéis. Ya nos ponemos en marcha en seguida, en cuanto venga papá. ¿Encima de eso, Amadeo? ¡Qué cosas se te ocurren!
Se estaba poniendo los pantalones encima del traje de baño; le dijo:
—Si ya está seco, mamita. Tócalo, mira, toca…
—Ay, qué pundonoroso eres tú también. Anda, desnúdate aquí tras de la silla, si es por eso. Y cuidado, escóndete bien, que no te lo vean, no vayan a asustarse y salir corriendo todo el mundo, ¡figúrate! ¡Si te creerás que tienes algo, para andar con esa vergüenza que andas…!
Juanita se había venido junto a Petra y se hacía dar los tirantes por encima de los hombros. Se le oía cantar a media voz a una chica, en la mesa de los cinco.
—¿No acabas?
Amadeo no respondió. No se movía de la penumbra, detrás de las sillas; estaba llorando.
*
Ahora en la carretera había un mendigo, junto al paso a nivel. Al aire los muñones de los muslos, sobre las grandes hojas de un periódico extendido. El cielo estaba amarillo verdoso por detrás de la fábrica en ruinas de San Fernando de Henares.
Faustina limpiaba lentejas sobre el hule, bajo la luz de la ventana. Le llegaban las voces del jardín.
Los ladrillos del puente se habían ensombrecido poco a poco y la raya del sol ya se alejaba por la otra ribera. Los ojos de Paulina la seguían más allá de los eriales, hacia las mesas de Alcalá, donde las últimas cotas blanquecinas se teñían de cobre, asándose en un fuego polvoriento y opaco.
—¿Qué miras?
—Nada.
Sebastián levantaba la mano hasta tocar la cara de Paulina. Ella dijo:
—¿Estás bien?
Le metía los dedos entre el pelo.
—¡Mucho he corrido encima de esa marca…! ¡Mire usted: Santander, Valladolid, Medinalcampo, Palencia —contaba con los dedos—, Burgos, Astorga, Toro, la Corvina, toda la parte de Galicia, Ponferrada, el puerto de Pajares, Oviedo, todo eso me lo tengo yo corrido en Peugeot, y Zamora y Peñaranda y Salamanca…! ¡El mapa!, ¡voy a andar diciendo! No me asustaba a mí la carretera, ni de día ni de noche, con mis veinte y veinticinco años que tenía por las fechas aquéllas. Son edades que ya sabe usted, pretende uno abarcar mucho más de lo que puede, te crees que el mundo es chico para ti. Conque a la hora que fuese y podían venirme con un viaje; no andaba preguntando, me tiraba de la cama, una manita de agua fría, ¡y al camión! Lo mismo si era a por ajos a Zamora que a Vascongadas a por hierro. ¡Qué más me daba a mí! Ponerme el cuero y arreando. Llene, Mauricio, haga el favor. Tenía un perro lobo, mire usted, ¡una lámina! ¡Una lámina aquel perro! ¡Una preciosidad! No se me olvida a mí el animalito. ¡Y qué dientes tenía! Así que ya le digo, lo que es el Peugeot, de eso que no me venga nadie a mí con que si tal.
Junto al paso a nivel el mendigo se sobaba los muñones, salmodiando a las gentes que subían del río hacia el coche de línea y la estación.
Crecían las sombras entre las hojas de las madreselvas y la vid americana.
—Señor, ¿en qué estará pensando? ¡Las horas que son ya…!
Felisita miraba hacia la mesa de Miguel y Zacarías; los observaba a todos, estaba pendiente de cada palabra y cada movimiento.
—¡Pues venga el que sea! ¡Si todos son lo mismo! ¡Bailamos igual…!
Las chicas mostraban los brazos, movían los brazos una y otra vez, se miraban los brazos, se pasaban la mano por la piel de los brazos. Alguien había cerrado los postigos, hacía un momento, en aquella ventana, detrás de la cabeza de la rubia. Ya casi no podía conocerles la expresión a los que estaban en penumbra, debajo de la enramada. Andaba el gato a los acechos por los rincones del jardín.
«¡Y siempre molestándolos a ustedes! ¡Siempre agobiando el pobre inválido al alma generosa! ¡Que no les falten nunca los remos en la vida! ¡Una moneda para el hombre que no puede valerse! ¡Cristianos! ¡Una chapita de aluminio para el pan del inválido que no se lo puede ganar!».
Estaban bajando las barras del paso a nivel. Caían las monedas encima del periódico, junto a los muslos amputados.
—Por cierto —decía el pastor—. Tengo yo aquí un cachito queso que me sobró este mediodía de la merienda.
Revolvía en el zurrón, entre papeles. Del pequeño envoltorio salía un triángulo de queso sonrosado.
—¡Vaya, ovejuno! Esto está bien. Menos mal que te acuerdas de apartarles alguna golosina a los amigos, a la hora la comida.
Proseguía la partida, encerrada en su encono, entre largos silencios, con palabras breves y los flechazos implacables del tullido. Al fin de cada juego rompían las voces y los comentarios.
—Tiene uno poca gana en el campo a mediodía, en toda la fuerza del sol.
Había puesto el queso sobre las tablas del mostrador y lo hacía pedacitos con una cabritera:
—Ahí tienen —dijo cerrando la navaja—. Piquen. Es poco…, pero es todo.
—Pues ya quisieran ponerlo de tapa un quesito como éste en muchos bares y locales postineros de Madrid.
—No cabe duda —asentía el alcarreño—. ¿Y usted no coge?
—Voy a pasar, muchas gracias.
El pastor se volvió:
—¿No quiere queso? Hombre, siquiera esta presilla, aunque nada más sea decir que lo ha probado —mecía la cabeza—. Ay, ay, señor Lucio, que se me hace a mí que está hecho usted un intelectual. ¡Si no, a ver!
Azufre había olido el queso y meneaba la cola, esperando las cortezas.
—Eso debe de ser —dijo Mauricio—. Hoy no almorzó en todavía…
—Pues eso no puede ser bueno.
—¡Lagarto! —gritaba Coca-Coña—. ¡Qué bien contadas las tenías! ¡Buen cerrojazo, sí señor! ¡La tira les hemos cogido en las manos esta vez! ¡Eh, Marcial! ¿Qué te parece? Cuenta, cuenta…
—Cuéntalas tú, que son tuyas —replicó don Marcial.
Azufre cogía en el aire las cortecillas de queso que le tiraba el Chamarís.
—¿Se acordará de que hay que hacer la cena? ¿Se acordará de que sus hijos tienen que acostarse?
Doblaba y desdoblaba la servilleta una y otra vez.
—Y por lo visto sin faros, que dice que está. La luz que hay…
Miraba hacia el cielo.
—Comíamos un bocado en Alba de Tormes, y pitando. A las seis en Zamora. ¡Una bala, los puertos arriba! ¿Qué más le daba bajar que subir? Todo era llano para él. Apure, que viene más.
Ocaña obedecía automáticamente.
Paulina miraba hacia el llano, a la vía en lo alto del talud. Ya venía corriendo por la recta el correo de Guadalajara. Sebastián levantaba la muñeca y miraba el reloj. Se cambió de postura, con un suspiro perezoso. Al fondo, en las mesetas de Levante, la luz del sol había abandonado las últimas alturas.
«¡Vivan los buenos corazones! ¡Y que Dios se lo premie a la joven pareja! ¡Que alcancen la dicha que el pobrecito inválido no pudo alcanzar! ¡Siempre agobiando al alma generosa! ¡Siempre molestándoles a ustedes! ¡Cristianos! ¡Una moneda de cinco céntimos para el hijo de la desventura…!».
Habían cerrado el paso a nivel. Corrían unas mujeres.
—¿Y si nos vamos por Vicálvaro?
Carmen no le escuchaba; atendía hacia el ruido del tren que venía creciendo por el puente. Tenía los antebrazos apoyados en la barra pintada de blanco y de rojo del paso a nivel. «¡Da tiempo, da tiempo, no corráis…!», se gritaban las mujeres sin dejar de correr. El suelo retumbaba. Santos sostenía la bicicleta con la mano en el sillín.
—Oye, te guardo el sitio, Mely. Supongo que volverás, ¿eh, tú?
Ella salía a bailar con Fernando; volvió la cabeza:
—Sí, Zacarías, guárdamelo —se miraban—. Te lo agradezco.
Sonaba el tango en la gramola.
Pasó el tren, el bufido del vapor, como millares de efes enfurecidas, seguido por el largo fragor repercutido de los hierros rodantes. Ya gemían frenando en la estación. La cola se detuvo a no más de veinte metros del paso a nivel. Se aglomeraba mucho público hacia las puertas de los coches.
—¿Qué esperamos?
Las barras se levantaban otra vez y la gente cruzaba las vías.
—Es que decía yo si tirar por Vicálvaro. Luego cogíamos la carretera Valencia, para entrar por Vallecas a Madrid.
—¿No se rodea?
—Muy poco. Nos evitábamos todo el tráfico de coches que regresan de pasar el día fuera. Es un camino que no hay nadie. Todo campo.
—Vamos, si sabes ir. ¿Se hará tarde?
Sacó la bici de la carretera; se detuvo y echó la pierna al otro lado del sillín, afianzándose bien con los pies en el suelo:
—Sube.
Carmen montó en la barra y se agarró al manillar.
—¡Dejarme ya en paz! ¡No quiero nada con vosotros!
Estaba todo ya muy gris en la penumbra de los árboles.
—¿Pero qué te hemos hecho? ¡Ven acá, Daniel…!
—Nada. No me habéis hecho nada. ¡Me estorbáis!
Anduvo unos pasos, alejándose de Tito y de Lucita, y se dejó caer boca abajo sobre el polvo. Ya casi no distinguían de la tierra las aguas del Jarama.
En una choza
junto a los mares
donde las olas
bravas rugían
con sus hijuelos
feliz vivía
la compañera del pescador…
Los cromos se oscurecían en la pared del fondo; enturbiaban sus dibujos.
—Papá, que nos vayamos.
—Ahora, hijo mío, dile a tu madre que ahora voy. A todos, Mauricio; la espuela. Dila que ahora mismo voy…
Habían salido a bailar dos parejas de la mesa de los cinco. Fernando comentaba:
—¿Y a ésos quién los manda bailar con nuestra música?
—Déjalos —dijo Mely—. ¿A ti qué más te da?
—Pues es una frescura.
—¿Tenían que pedirte permiso, según tú? —le replicaba ella.
Desde su sitio, Zacarías la estaba mirando. En la gramola gangueaba la voz antigua de Gardel. Nineta quería que Sergio la sacase.
—Mujer; se nos pasaron a nosotros las edades de bailar. Y además Petra tiene prisa.
—Ah, si es por eso —dijo Petra—, al paso que vamos, tenéis tiempo hasta para echar un rigodón. ¿Qué, hijo mío? ¿Qué te ha dicho?
—Que ya viene.
Habían dejado atrás la carretera y la voz del mendigo. Santos pedaleaba, encorvado, con su mejilla pegada a la de Carmen.
—A ver si nos perdemos —dijo ella.
—¿Te importa a ti que nos perdamos?
—Pues no mucho —sonreía, frotándose la cara en la barba de Santos—. Estando contigo, me da igual. De perdidos al río.
Ahora el camino cruzaba entre unos huertos, a las afueras de Coslada. Los arbolitos se ennegrecían contra el crepúsculo rojo. Coslada quedó atrás.
—Mala cosa, nos falló el hombre éste —dijo Tito.
—Allá vea. Tú no te preocupes.
—Me preocupo. Lo siento que se haya separado.
Sentía el brazo de Lucita contra el suyo. Ella dijo:
—No va a pasar nada por eso, se pasa bien igual. ¿Tampoco es imprescindible?, ¿o sí?
—Mujer, estábamos los tres juntos.
—Pues ahora estamos dos. Contra menos bultos, más claridad, ¿no crees?
—¿Más claridad? Hija mía, yo lo veo todo turbio. Con el vino que tengo, no te creas que veo ya nada claro.
—Ah, ni yo —dijo ella riendo.
Le acercaba la cara y añadía:
—Estoy un poco alegre, ¿sabes? —le brillaban los ojos—. Tú déjalo al Dani, si tiene ganas de echarse un sueñecillo, allá él. Ha dicho que le estorbamos. Oye Tito.
—¿Qué hay?
Se veía la torre de Vicálvaro, desde la luz indecisa de la vaguada, la chimenea de Cementos Valderribas. Todo estaba manchado de humo. La bici no hacía ruido por el polvo; sólo el empalme de la cadena repetía un pequeño crujido a intervalos iguales. Carmen sentía el aliento de Santos, a un lado de su cara. Tuvieron que apearse, para cruzar las vías de la línea de Arganda. Alguien llamaba a alguien por el campo.
—Echa una mano, Carmela.
Arrastraron la bici por el talud arriba. Se detuvieron en lo alto, junto a la vía del tren.
—Dame un beso.
Se veía la sombra de Almodóvar, una meseta solitaria que se erguía allí enfrente, cercana y oscura, a contraluz de la baja claridad verdinosa del cielo occidental.
—¡La música es de todos! ¡Podrá ser la gramola de quien sea, pero la música de nadie! ¡La música es de todo el que la escucha!
Ya no brillaban las botellas en las estanterías. Mauricio bostezó. Decía el alcarreño:
—Habría probado el queso, si no hubiera estado usted ahí tan enzarzado con el amigo, pero un quesito de oveja cosa especial. De aquí —señaló hacia el pastor—, que eso sí sabe hacerlo, aunque no valga para más.
Y el pastor asentía:
—Sí que me hubiera gustado lo catase. Para que usted vea las cositas de por aquí, que no todas son malas. Lo que es que no me atreví a distraerlo de la conversación.
El chófer intervino:
—Despacio, che, si este señor tiene que volver forzosamente. ¿Cómo no había de volver otro día? Pero él solo, sin familias ni enredos. Avisando con tiempo, se le mata un cabrito, ¿eh, señor Claudio?, y se lo preparamos pero bien. Con el coche no existe problema de venir. Ya verá, ya verá… No solamente en Madrid se pasan buenos ratos, ¿qué se cree? Que también en los pueblos se organizan unos zafarranchos bastante regulares.
Posó una mano cordial, sólo un momento, sobre el hombro de Ocaña.
Faustina se dio cuenta de pronto de que ya apenas distinguía las lentejas encima del hule. Alzó los ojos hacia la ventana: en la luz del jardín ya se habían consumido los colores; se iban apagando y enfriando uno a uno y se fundían en el gris de sus cenizas. Faustina se quitaba sus lentes y los dejaba sobre el hule.
… en las aguas
turbulentas
pereció el lobo de mar.
Los lentes tenían una montura de celuloide negro. Faustina se levantó de la silla, para ir a encender la luz eléctrica.
—Pues ya lo sabe, eso el día que quiera usted. No tiene más que mandar recado con un par de días, y de golpe se le arma todo el tinglado. Ya verá usted lo que es bueno.
—Sí, pero va a ser difícil por ahora. Ya lo sabe Mauricio, ¿no es verdad? No vaya usted a creer que por falta de ganas, que pudiendo ya lo creo que me animaría encantado. Pero se le agradece a ustedes igualmente la voluntad de agradar.
—¿Qué es eso de agradecimiento? Nada de agradecer. De eso nada. Lo único, venirse. De lo contrario, no…
—¡Aquí no se ve ni torta, tú! —prorrumpía Coca-Coña—. ¡Yo ya no veo tres curas en un montón de yeso! ¡A ver qué va a pasar aquí! ¡Un poco más de asistencia al parroquiano y menos querer ser tan económico con la Eléctrica, Mauricio! ¡Que me lo tienes aquí al pobre señor Esnáider teniendo que levantar las fichas a la luz, para poder saber lo que juega! ¡La doble de pitos creo ya que la confunde con los ojines de Carmelo!
—¡Pero cállate ya, fenómeno de feria! —lo reprendía don Marcial—. ¡Con esa trompeta que tienes que parece que le hincas a uno una caña en los oídos cada vez que levantas la voz!
—¿Quién será más fenómeno de feria?, ¡pies planos! ¡Que se te marcha un pie para Francia y el otro a Portugal!
—¡Miren ahora este estrujo de bayeta mal escurrida! ¡Tendrá valor todavía para sacarle faltas a su prójimo! ¡Pero cuidado lo que tendrían que estudiar tus progenitores para sacar al mundo un producto tan difícil! ¡Sabes que nos mandaron un regalito!…
Mauricio le había dado a la llave de la luz.
Había salido al jardín la luz de la cocina, desde el cuadro de la ventana iluminada. Aún se deshacía en la difusa claridad crepuscular.
—Fíjate —dijo Petra—; si se va a hacer de noche en seguida. Ya es.
Apareció Felipe Ocaña en la puerta del jardín y venía hacia la mesa de los suyos.
—Nosotros, pues por aprovecharnos del cachillo música. Como eso no le hace gasto a nadie, además. Así no hay desperdicio y trabaja la gramola con más rendimiento.
—Sí, hombre, si no era más que por meter un poco de barullo. ¿Quién os lo iba a estorbar?
—Nada, nosotros le damos a la manivela, esta pieza que viene, y así se reparten las fatigas, y quedamos cumplidos como nos pertenece, ¿no es un arreglo?
Samuel había sacado una pipa de kif y ahora se la pasaba encendida a Zacarías.
—¡El par de moránganos! —dijo Loli—. ¿Qué gusto le sacáis a la cañita?
—Mirar Fernando, ya hizo las migas con aquella gente.
—En donde no meta ése las narices…
—¿Y tú le consientes de que fume esos venenos?
Marialuisa se encogía de hombros:
—¿Pues por qué no?
—Y a lo mejor te hace hasta ilusión. Te creerás que vas con un hombre de más aventura, ya nada más que porque fuma esos polvitos.
—Nada de eso. Pero si él tiene ese gusto, ¿yo por qué se lo voy a quitar?
—Ningún bien puede hacerle a la salud.
—Bueno, ¿qué?, ¿no ponéis otra placa?
—Aguarda, descansa un poquito por lo menos. Cinco que hay, ¿no las vas a poner una tras otra?
—Cinco, que son diez.
—No todas tienen vuelta; me parece que hay dos por lo menos que no la tienen.
—Aunque sean ocho. Ni tiempo vamos a tener de ponerlas todas. Ni tiempo.
—Bueno, Mariyayo, ya lo sabemos, hija mía. No nos lo recalques encima, para que se nos haga más corto de lo que es, no me fastidies.
—¿Y para qué se va uno a engañar?
—¡Barrena más todavía!, ¡di que sí!
—¿Y qué se siente cuando se fuma eso? —le preguntaba Mely a Zacarías.
—Pruébalo, que te cebe una pipa Samuel.
—No me atrevo, me da un poco reparo. ¿Qué se siente?
—Pues se vacila.
—¿Y eso qué es?
El camino corría paralelo a la sombra de Almodóvar. Sólo una raya silenciosa, al correr de la bici, se trazaba en el polvo ensombrecido. Todavía brillaba débilmente el manillar niquelado, junto a las manos de Carmen, las sucias pajas cromadas del rastrojo, la porcelana blanca de las tazas aislantes, en lo alto de los postes, que atalayaban a Occidente, por detrás de la mesa de Almodóvar, la última y cárdeno-azulina claridad. A sus espaldas, el humo alto de la chimenea de Cementos Valderribas, se tendía, falto de viento, en el cielo de pizarra, inmóvil sobre los negros edificios de la fábrica, sobre el término solitario de Vicálvaro, la torre y el borroso caserío. Carmen se estremeció, porque ahora oían encima el zumbido viajante de los cables, el eléctrico mosconeo del tendido, que atravesaba sobre sus cabezas.
Santos miró en la luz casi nocturna, a su derecha, a la parte de allá del rastrojo, hacia la yerma ladera de Almodóvar: clareaba en la sombra difusa la tierra blanquecina, margosa de la cuesta, moteada de negro por los puntos redondos de las matas. Detuvo la bici.
—Hacemos un alto.
Carmen se desperezaba en mitad del camino. Santos miró a todas partes, sin soltar la bicicleta; dijo:
—¿Subimos a ese monte?
—¿A cuál? ¿Allá arribota?
—No es nada, mujer; atravesar este campo y luego serán, como mucho, ochenta o noventa metros de subida.
—Y también algo más.
—¿No quieres ver Madrid?
—¿Se ve?
—Se ve perfectamente.
Había sacado la bici del camino; añadía:
—¿Vienes o no?
—¿Tú cómo sabes que se ve Madrid? ¿Pues con quién has subido?
Se salió ella también hacia el rastrojo y echaban a andar los dos juntos.
—Una tarde con mi tío Javier y con otro sargento, cuando estaba mi tío en Vicálvaro destinado; querían mirar a ver si había perdices. Cógete a mí, si pisas mal. Tú anda más por el surco, por el surco, un pie detrás del otro; ya verás como así no tropiezas.
—Me da aprensión de pisar por el surco. ¿No habrá bichos?
—Sí, cocodrilos y leopardos creo que hay.
Crujían los pajones del rastrojo a los pasos de ambos. Al pie de la meseta de Almodóvar, dejaron la bici, tirada sobre los terrones. Luego Santos cogió a su novia de la mano y la ayudaba a subir por la ladera. Detrás de ellos, lejos, por la carretera de Valencia, ya venían automóviles con los faros encendidos.
*
—Di, ¿qué se hace cuando se está un poco bebida?
—Esperar a que se te vaya enfriando.
—¿Y mientras?
—Pues nada, procura uno de no dejarse ir la cabeza por donde el vino anda queriendo llevársela.
Lucita clavó las manos en el suelo, con los brazos rígidos, detrás de sus espaldas, y echó la nuca y el cabello para atrás:
—¡Pero se está más bien…! —decía lentamente, cerrando los párpados.
Volvía a echar el cuerpo hacia adelante; añadía:
—Yo no deseo que se me pase, oye. ¡Me encuentro tan a gusto! ¿Tú?
—Pues también.
Lucita ladeaba la cabeza, acercando los ojos, como buscando el rostro de Tito en la penumbra:
—Chico, ya casi no te veo, de puro mareada.
—Pues no te muevas tanto, si estás mareada; cuanto menos revuelvas el vino, mejor.
—Bueno, me estaré quietecita —volvió los ojos hacia el río y la arboleda—. Ya es casi de noche del todo.
—Sí, casi.
Ahora ella miró para atrás:
—Daniel, ni se le ve. Ni señales de vida. Debe dormir que se las pela.
—Ése está ya embarcado, lo más probable.
—¿Verdad? De seguro que tiene para un rato largo. No hay cuidado que despierte, ¡qué va!
—Está cao. Casi ha soplado lo que tú y yo juntos. Como estaba en el medio, pues le pillaba de ida y de vuelta. Eso ha sido.
—Peor para él; tú y yo, con la mitad, nos hemos quedado en el mejor de los mundos. Es como ir en barco, ¿verdad, tú, que sí? Y el oleaje, ¿no sientes el oleaje? —se reía—. Tú hazte cuenta que vamos los dos en una barca. Oye, ¡qué divertido! Tú eras el que iba remando; la mar estaba muy revuelta, muy revuelta; ¡era una noche terrible y no veíamos la costa ni a la de tres!; yo tenía mucho miedo y tú entonces… Ya estoy diciendo bobadas, ¿a qué sí? Te estará dando risa. Digo muchas bobadas, ¿verdad, Tito?
—Que no, mujer, si era gracioso lo que estabas contando; tampoco eran bobadas.
—¿No te parezco una tontina? Dirás que soy como los críos, que les gusta jugar a hacer cuenta que van en un caballo, y se figuran un montón de peripecias, ¿a que piensas eso?, dime la verdad. ¿Te parezco muy desangelada, di?
—¡Déjate ya! ¿Qué más dará lo que hayas dicho, mujer? Con el vino, a todo el mundo le da por discurrir fantasías, ¿te vas a andar preocupando?
—Pero yo; aparte ahora lo del vino, yo misma, me refiero.
—¿Tú, qué?
—Que cómo soy. O vamos, que cómo te parece a ti que soy.
—¿A mí? No estaría aquí contigo, si no me resultaras agradable. La falta está en que lo preguntes. Te importa demasiado la opinión de los demás.
—No la de todos. Bueno, además es una tontería, ¿qué me importa?, cuestión de colores; cuando quiero reírme me río. Tengo un armario de luna en mi cuarto, ¿qué crees?; ni la tuya en el fondo; ser, ya sé yo cómo soy… Estoy medio borracha, Tito.
—Anda, pues échate un poco, reposa.
—Sí, Tito, gracias —se tendía en el suelo—. Oye, tú no harás caso a las cosas que digo, ¿verdad? Casi todo es mentira. Voy a hablar por derecho y se me tuerce la raya de lo que quiero decir. Vaya un debú que te estoy dando —sonreía—. Bueno, no importa, así nos divertimos. ¡Qué chalada!, ¿verdad? ¿Tú qué opinas?
—Nada, mujer, que te encuentro simpática esta noche.
—Vamos teniendo suerte, menos mal. Salvo que ahora en lugar de ir en barca, me parece que voy en un tiovivo.
Acomodaba la cabeza sobre un bulto de ropa; se puso de costado:
—Ya sí que cae la noche —añadió—. Se echó encima de veras.
Desde el suelo veía la otra orilla, los páramos del fondo y los barrancos ennegrecidos, donde la sombra crecía y avanzaba invadiendo las tierras, ascendiendo las lomas, matorral a matorral, hasta adensarse por completo; parda, esquiva y felina oscuridad, que las sumía en acecho de alimañas. Se recelaba un sigilo de zarpas, de garras y de dientes escondidos, una noche olfativa, voraz y sanguinaria, sobre el pavor de indefensos encames maternales; campo negro, donde el ojo de cíclope del tren brillaba como el ojo de una fiera.
—Bueno, cuéntame algo.
Aún había muchos grupos de gente en la arboleda; se oía en lo oscuro la musiquilla de una armónica. Era una marcha lo que estaban tocando, una marcha alemana, de cuando los nazis.
—Anda, cuéntame algo, Tito.
—Que te cuente, ¿el qué?
—Hombre, algo, lo que se te ocurra, mentiras, da igual. Algo que sea interesante.
—¿Interesante? Yo no sé contar nada, vamos, qué ocurrencia. ¿De qué tipo? ¿Qué es lo interesante para ti, vamos a ver?
—Tipo aventuras, por ejemplo, tipo amor.
—¡Huy, amor! —sonreía, sacudiendo los dedos—. ¡No has dicho nada! ¿Y de qué amor? Hay muchos amores distintos.
—De los que tú quieras. Con que sea emocionante.
—Pero si yo no sé relatar cosas románticas, mujer, ¿de dónde quieres que lo saque? Eso, mira, te compras una novela.
—¡Bueno! Hasta aquí estoy ya de novelas, hijo mío. Ya está bien de novelas, ¡bastante me tengo leídas! Además eso ahora, ¿qué tiene que ver?, que me contaras tú algún suceso llamativo, aquí, en este rato.
Tito estaba sentado, con la espalda contra el tronco; miró al suelo, hacia el bulto de Lucita, tumbada a su izquierda; apenas le entreveía lo blanco de los hombros, sobre la lana negra del bañador, y los brazos unidos por detrás de la nuca.
—¿Y quieres que yo sepa contarte lo que no viene en las novelas? —le dijo—. ¿Qué me vas a pedir?, ¿ahora voy a tener más fantasía que los que las redactan? ¡Entonces no estaba yo despachando en un comercio, vaya chiste!
—Por hacerte hablar, ¿qué más da?, no cuentes nada. Pues todas traen lo mismo, si vas a ver, tampoco se estrujan los sesos, unas veces te la ponen a Ella rubia y a Él moreno, y otras sale Ella de morena y Él de rubio; no tienen casi más variación…
Tito se reía:
—¿Y pelirrojas nada? ¿No sacan nunca a ningún pelirrojo?
—¡Qué tonto eres! Pues vaya una novela, una en que figurase que Él era pelirrojo, qué cosa más desagradable. Todavía si lo era Ella, tenía un pasar.
—Pues un pelaje bien bonito —se volvía a reír—. ¡Pelo zanahoria!
—Bueno, ya no te rías, para ya de reírte. Déjate de eso, anda, escucha, ¿me quieres escuchar?
—Mujer, ¿también te molesta que me ría?
Lucita se incorporaba; quedó sentada junto a Tito; le dijo:
—Que no, si no es eso, es que ya te has reído; ahora otra cosa. No quería cortarte, sólo que tenía ganas de cambiar. Vamos a hablar de otra cosa.
—¿De qué?
—No lo sé, de otra cosa. Tito, de otra cosa que se nos ocurra, de lo que quieras. Oye, déjame un poco de árbol, que me apoye también. No, pero tú no te quites, si cabemos, cabemos los dos juntos. Sólo un huequecito quería yo.
Se respaldó contra el árbol, a la izquierda de Tito, hombro con hombro. Dijo él:
—¿Estás ya bien así?
—Sí, Tito, muy bien estoy. Es que creo yo que tumbada me mareaba más. Así mucho mejor —le dio unos golpecitos en el brazo—. Hola.
Tito se había vuelto:
—¿Qué hay?
—Te saludaba… Estoy aquí.
—Ya te veo.
—Oye, y no me has contado nada, Tito, parece mentira, cómo eres, hay que ver. No has sido capaz de contarme algún cuento y yo escuchártelo contar. Me encanta estar escuchando y que cuenten y cuenten. Los hombres siempre contáis unas cosas mucho más largas. Yo os envidio lo bien que contáis. Bueno, a ti no. O sí. Porque estoy segura de que tú sabes contar cosas estupendas cuando quieres. Se te nota en la voz.
—¿Pero qué dices?
—Tienes la voz de ello. Haces la voz del que cuenta cosas largas. Tienes una voz muy bonita. Aunque hablaras en chino y yo sin entenderte, me encantaría escucharte contar. De veras.
—Dices cosas muy raras, Lucita —la miró sonriendo.
—¿Raras? Pues bueno, si tú lo dices, lo serán. Yo también estoy rara esta noche, y lo veo todo raro a mi alrededor, así que no me choca si digo cosas raras, cada uno se apaña con lo que puede, ¿no crees? ¡Demasiado hago ya!, con un tiovivo metido en la cabeza…
—Pues lo llevas muy bien, di tú que sí, estás la mar de salada y ocurrente esta noche.
—¿Esta noche? Sí, claro, la media trompa, simpatía de prestado. Cuando se pase, se acabó. En cuanto que baje el vino, vuelta a lo de siempre, no nos hagamos ilusiones. ¡Ay, ahora qué mareo me entra, tú! Se conoce que es el tiovivo que se pone en marcha. Si antes lo mencionamos… ¡Qué horror, qué de vueltas, vaya un mareo ahora de pronto!…
—¿Mucho? —Tito se había canteado hacia ella y la abarcó por la espalda, echándole el brazo encima de los hombros—. Ven, anda, recuéstate contra mí.
—No, no, déjame, Tito, se pasa, pasa en seguida, no merece la pena, es como el oleaje, viene y se va, viene y se va…
—Tú, recuéstate, mujer, por mí no lo hagas, ven.
—¡Déjalo!, estoy bien aquí, se me quita ello solo, ¿por qué me insistes?, estoy bien como estoy…
Se sostenía los ojos y la frente con las manos. Tito dijo:
—Lo decía por tu bien, no es para impacientarse, Lucita. Vamos, ¿se pasa ese mareo? —le ponía una mano en la nuca y le acariciaba el pelo—. ¿Se va pasando ya? ¿No quieres que te moje un pañuelo en el río? Eso te alivia, ¿voy?
Lucita denegó con la cabeza.
—Bueno, como tú quieras. ¿Vas a mejor?
Ella no dijo nada; giró la cabeza y empujó la mejilla, frotándose como un gato, contra la mano que la acariciaba, y deslizó la cara por todo el brazo arriba hasta esconderla en el cuello de Tito. Se recogía contra su pecho y lo tenía abrazado por detrás de la nuca y se hizo besar.
—Soy una fresca, ¿verdad Tito?, dirás que soy una fresca, a que sí.
—A mí no me preguntes.
—¿Y tú, a qué enredas?, me dices, recuéstate en mí, me lo repites, ¿ves ahora?, ¿no sabías cómo estoy esta noche?, pues ya me tienes, ya estoy recostada, ¿no ves lo que ocurre?… ¿Qué me habrás dado tú a mí? Oye, otra vez.
Volvieron a besarse y luego Lucita, de pronto, lo rechazó violentamente, quitándose de él a manotazos, y se tiró a una parte contra el suelo. Se puso a llorar.
—Pero, Lucita, ¿qué te pasa ahora?, ¿qué te ha entrado de pronto?
Tenía el rostro escondido entre las manos. Tito se había agachado sobre ella y la cogía por un hombro, intentando descubrirle la cara.
—Déjame, déjame, vete.
—Dime lo que te ocurre, mujer, ¿qué es lo que tienes?, ¿qué te ha pasado así de pronto?
—Déjame ya, tú no tienes la culpa, tú no me has hecho nada, soy yo…, soy yo la que se ha metido en todo esto, la única que tiene la culpa, la que he hecho el ridículo, el ridículo…
Su voz sonaba rabiosa entre el llanto.
—Pero yo no te entiendo, mujer, ¿de qué ridículo me hablas?, ¿a qué viene ahora?
—¿Y más ridículo quieres? ¿Te crees que yo no sé lo que te importo?… —entrecortaba las palabras con el llanto—, ¡vaya si me lo sé!, ¡ay qué vergüenza tengo, qué vergüenza tan grande!…, olvídate de esto, Tito, por lo que más quieras… me escondería, me querría esconder…
Se calló y continuaba llorando boca abajo, con la cara oculta. Tito no dijo nada; tenía una mano en el hombro de ella.
*