*
—Mañana sacamos la comida ahí fuera —dijo Mauricio—. Aquí se asa uno comiendo, con el calor de la lumbre.
Faustina no contestó. Revolvía en las cacerolas.
—¡Qué Ocaña! ¡Cómo entiende la vida! —siguió Mauricio, señalando con la cuchara a la ventana, desde la cual se veía la mesa de los forasteros—. Ése no guarda nada. Y el día que aparta un par de billetes, no es más que para venirse, tal como hoy, a pasar un domingo en el campo con la familia —sorbía la sopa en la cuchara—. Ya ves tú, los domingos, que los taxis no paran de cargar en todo el santo día y te llevan un duro de plus por cada viaje que echan al fútbol o a los toros. Todo eso se lo pierde, y tan contento.
—¿Y por qué no se viene un día de entre semana? —repuso Justi—. No se perjudicará tanto.
—Por el hermano será. Se ve que ése libra los domingos. Desprendido y alegre, lo es un rato largo. Así es cómo hay que vivir. Lo otro es como aquél que dicen que adelgazó veinte kilos buscando una farmacia para poderse pesar.
Faustina le replicaba:
—Pues si tanto te gusta este sistema, ¿por qué no haces lo mismo tú también, a partir de mañana? Mira, mañana coges y cierras el establecimiento y te dedicas a la buena vida. ¿Eh? ¿Por qué no lo haces?
Vino una voz por el pasillo, desde el local.
—¿Pues qué te crees? ¿Que no me dan ganas algunas veces? Por no estarte escuchando… Anda, asómate a ver qué es lo que quieren. Les dices que estoy comiendo.
Salió Faustina. Mauricio detenía la cuchara en el aire y miraba a su hija. Luego bajó los ojos a la sopa y decía:
—¿A qué hora viene tu novio?
—Sobre las cuatro y media o las cinco supongo yo que vendrá. Depende si se viene con el coche de línea o si por el contrario coge el tren.
—¿Os vais al cine?
—Me figuro.
Mauricio hizo una pausa; miró al jardín por la ventana abierta; la cuñada de Ocaña se reía…
—Pon el principio, anda.
Justina se levantó. Seguía el padre.
—¿No sabes a qué función es la que vais?
—¡Ay, padre! ¿Qué me pregunta tanto? A cualquier cine iremos, ¿qué más dará? ¿Cómo quiere que lo sepa desde ahora? —cambió el tono—. No, si de algo me viene usted como queriendo enterarse, con tanto pregunteo. A mí no me venga.
—¿Yo, hija? Nada. Lo que haces tú.
De nuevo vino risa desde fuera.
—Lo que hacéis los domingos.
—¿Y no lo sabe ya? ¿Qué quiere usted que hagamos? No, por ahí no va la cosa.
—Bien, pues entonces, ¡a ver qué novedad resulta ésa de que ya te parece mal el ayudar aquí a tu padre a despachar en el jardín! ¿De dónde sale eso?
—¡Cómo! ¿Y quién le ha dicho semejante cosa?
—Tu madre, esta mañana. Y conque por lo visto al Manolo no le hace gracia que sirvas en las mesas. Que le parece poco fino, o chorraditas. Y ella también se pone de su parte.
—¡Ay madre! ¡Ahora! Pues en este momento me desayuno yo de semejante historia. ¡Estamos apañados!
—¿Que tú no sabes? ¿Y entonces…? Di la verdad.
—La verdad, padre.
—Pues vaya, no me digas más, hija mía. ¿Tú lo consientes?
—¿Yo? Déjelo usted que venga. Esta tarde se va a divertir.
Asomaba la cabeza el perro Azufre, husmeaba. Justina le gritó:
—¡Chucho! ¡Dichoso perro éste! Pues sí, lo que más rabia me puede dar en este mundo es eso justamente: las componendas por detrás. Y ya sé yo el día que ha sido, claro, ¿cuándo fue?; un día, la semana pasada, sí, la pilló a madre sola. Ese día fue, seguro. Se pondrían de acuerdo. ¿Y usted por qué daba tantos rodeos para decírmelo a mí?
—¡Ah, yo qué sé! Como a menudo no hay quien os entienda…
Se encogía de hombros.
*
Faustina guardaba el dinero que le había dado el hombre de los z. b. Arrugó la nariz mirando a Lucio y dijo, señalando con la sien hacia la puerta, por donde el otro acababa de marcharse.
—¿Y éste…?
—Un buen tío. De lo mejor.
—No sé qué vida es la que conduce. Será un buen hombre, no lo pongo en cuarentena, pero yo no lo entiendo, no lo veo claro…
Luego entró el Chamarís con Azufre, su perro amarillo. Y el alguacil detrás y el carnicero de antes, con otro carnicero de San Fernando, y Azufre gemía y meneaba la cola.
—Buenas.
—Faustiná —la saludaba el nuevo carnicero, cargándole un acento de confianza en la última A.
El perro se fue oliendo a forastero el pasillo adelante, y cuando se iba a hacerle fiestas a la familia de los Ocaña, se le cruzaba el gato en mitad del jardín y hubo un amago de gresca, pero el gato hizo cara y Azufre se volvía con la voz de Justina detrás, que le gritaba «¡Chucho…!» al asomar en la cocina.
—¿Nos pone usted café?
—Se está calentando.
El otro carnicero era más alto y flaco, pero tenía el mismo aire saludable de su colega. Enarcaba la espalda como un gato o como un ciclista, e inclinaba hacia abajo la cabeza para hablar con los otros. Leyó en la estantería:
—«Ojén Morales». Una bebida antigua. Ésa es para ti, que te gusta la cazalla —le daba con el codo.
—El ojén no es bebida para diario.
Salió Faustina a ver lo del café.
—Ya me enteré que le puso las peras a cuarto, esta mañana, a ese fantoche del Ayuntamiento. Anda que no es redicho.
Lucio miró a los otros; les dijo:
—Pero cuidado que hablan ustedes.
Mauricio entraba.
—Buenas tardes.
—¿Qué? ¿Tenemos visita?
Asintió:
—El dueño de ese taxi que habrán visto al entrar. Es un amigo de años.
—Pues como sea más antiguo que el coche que se gasta, ya será buen amigo, ya.
—¡Qué va! No puede haber amistad en este mundo que dure lo que ha durado ese popó —se reía el Chamarís.
—Más viejos que ése los hay rodando.
—Pues a éste si le ponen unas gafas y le echan una sábana por cima, Gandhi clavao.
—Dejar ya de meterse con el coche. Bastante tiene —atajaba Mauricio.
Los otros se reían. Entró Justina con la cafetera.
—Tenga usted, padre —se volvió al alto—. ¿Qué, señor Claudio? ¿Hoy no hemos ido de pesca?
—No, hijita; hoy no hay pesca que valga, con la gente que hay. Ésos son peces demasiado gordos para la caña.
Vino la voz de Faustina desde el pasillo. Mauricio dijo:
—Anda, hija mía, ponles tú el café. Voy un momento —y salió.
—Tu padre, hoy, no para en su pellejo, con estos madrileños que han venido. A los demás ya no nos mira ni la cara.
—Está contento el hombre. Disfruta. ¿No ve usted que no se veían desde el verano pasado?
Puso los vasos y les echaba el café.
—¿Y de qué se conocen?
—De cuando estuvo en el Provincial con la pierna quebrada. El otro estaba en la cama de allí junto, por un accidente que había tenido con el coche. Nosotras, madre y yo, también lo conocimos allí mismo, y la familia de él, cuando íbamos jueves y domingos a la visita. Mire, tenían establecido que el primero que le diesen el alta se comprometía a hacer una fiesta a su cargo y convidar al otro, con las familias de los dos. Ese pacto tenían.
—¿Y quién fue el que primero salió?
—Ocaña fue. Conque nos desplazamos un domingo a Madrid, mi padre con la escayola todavía, para asistir a la celebración.
—Sí, ya me acuerdo cuando tu padre anduvo escayolado, lo menos hará seis años de todo eso.
—Fue por abril; así que seis y pico. Mamaba todavía la nena de ellos, por entonces…
—Pues a tu padre no le quedó ni asomo de cojera de resultas de aquella fractura —decía el carnicero alto.
—Cuando va a hacer mal tiempo se pone y que le duele.
—Pero no da ni una —cortó Lucio—. La vez que acierta es por carambola. Como no hubiera más aparato para regirnos que la pata de tu padre, estaba aviada la meteorología.
Los otros se rieron. Claudio dijo:
—Pues esa clase de conocimientos, cuando agarran, son amistades para toda la vida. Pero se dan pocas veces, porque lo que es yo, por lo menos, cuando estuve en el hospital a operarme, los que allí me tocaron no vean ustedes las ganas que tenía de perderlos de vista.
—Pues estos dos, en cambio, el Ocaña y mi padre, parecían como hermanos; que hasta nos daba risa. Todo se lo tenían que regalar; se pasaban el día ofreciéndose esto y lo otro. Tanto es así que mi madre decía en chunga que le pusiéramos a Ocaña lo que llevábamos para padre y que la familia de él, viceversa, le diese a padre lo suyo y así se ahorraban ellos el trabajo de andárselo pasando todo.
—Tu padre es generoso. Todos hacen buenas migas con él. Conque si el otro es también de su madera, te lo explicas perfectamente —comentó el Chamarís.
Justina estaba con los brazos cruzados sobre el mostrador y columpiaba una pierna. El carnicero alto se acercó a ella y le habló, con la cabeza ladeada:
—Bueno, niña, supongo que hoy querrás hacernos el honor.
Justina levantó la cabeza.
—¿De qué me habla?
—¿De qué va a ser, hija mía? —contestó el carnicero, y señalaba con el pulgar y la sien hacia el jardín.
Justina dijo riendo:
—Vaya; usted siempre igual. ¿Es que no saben prescindir de mí?
—No, hija; tú eres la campeona. ¿Quién le echa al juego el salero y la emoción? La rana sin ti es como un guiso sin carne. Y además, ¿qué enemigo iba yo a tener, si no estás tú?
—Eh, sin marcarse faroles —protestó el Chamarís.
—Les advierto que mi novio viene a las cinco a recogerme.
—Pues hala, entonces; para luego es tarde. Cuanto antes mejor. Tenemos el tiempo justo para un par de partidas.
El Chamarís dijo:
—Venga, Justina; pues tú y yo contra el ramo de la carne. Los vamos a meter una paliza, vas a ver.
Justina dudó un momento.
—Es que… —se cortó con firmeza—. Vamos.
*
«Aquí ya no hacemos nada. Vámonos». El heladero se había colgado a la espalda el cilindro de corcho y se había alejado hacia el puntal. Había sonado en el río un chapuzón solitario, porque echaron un perro; y después se formó la gritera en alguna familia, por causa de que el perro había ido a sacudirse las aguas encima de la gente; se volvió todo el mundo a ver qué gritos eran aquéllos, «… jan a uno dormir la siesta…», rezongaba Daniel. Ahora el sol ya se había pasado a la margen derecha del Jarama. A lo lejos, la fábrica de cementos de Vicálvaro trazaba una veta alargada de humo, hacia el cielo de Madrid. En un silencio se había escuchado en el grupo un burbujeo de intestinos, y uno comentó: «Alguien le cantan las tripas…».
—Es a mí —contestaba riendo Sebastián—. Son las sardinas. Ya están rezando el rosario.
Alicia se había tendido boca abajo, apoyándose con los codos en el suelo, y mantenía en alto la cabeza, encima de la cara de Miguel. Ahora Mely los estaba mirando, por detrás de sus gafas de sol. Miguel le hacía caricias a la otra y le soplaba contra el cuello. Mely los observaba.
—Di, Ali, ¿no quieres que te peine un poquito? —dijo de pronto.
—¿Eh? No, gracias, Mely; ahora no. Luego, más tarde, ¿te parece?
—Ahora es cuando convenía. Antes que se te acabe de secar del todo. Va a quedársete todo pachucho, y si no ya lo veras…
—¡Huy, secarse; si es por eso, hace dos horas que lo tengo más que seco ya!
—Bueno, pues haz como quieras.
Mely miró hacia el otro lado. Se ponía a escarbar en el polvo con un palitroque; hacía letras y las desbarataba; luego rayas y cruces, muy aprisa. Al fin rompió el palito contra el suelo y se volvió hacia Fernando. No le podía ver los ojos, porque tenía el antebrazo cruzado sobre la cara, para taparse de la luz.
—Vaya; éste se durmió.
El agua inmóvil de la presa repercutía hacia los árboles el eco de la voz del espíquer, que venía de las radios de los merenderos. Mely miró de nuevo hacia Alicia y Miguel.
—Buena te vas a poner esa camisa —dijo ahora.
—¿Quién?, ¿yo?
—Sí, tú, claro. Perdido de tierra te vas a poner. ¡Estáis ahí tumbados a la bartola…!
Miguel se encogía de hombros; le dijo:
—Da igual. Ya la iba a echar de todas formas a lo sucio, en cuanto que llegue a mi casa esta noche.
Mely no contestó. Se tendió boca arriba, con las manos cruzadas por detrás de la nuca.
—¡Qué asquito de calor…! —suspiraba.
Desde la sombra de los árboles, cegaba los ojos el fulgor exasperante de la otra ribera, batida por el sol; una losa de luz aplastaba el erial desamparado, borrando las ovejas del pequeño rebaño contra los llanos blanquecinos. Lucita decía:
—¡Cómo tengo la espalda de escocida!; no puedo ni ponerla contra el suelo.
Había levantado el torso hasta quedar sentada; añadió:
—¿Me untáis alguno una poquita de Nivea? —miraba a Tito.
Tito estaba tendido a su lado; volvió los ojos hacia ella. Y Luci:
—¿Eh?, ¿serías tú mismo tan amable, Tito, hacerme ese favor?
—Sí, mujer; yo te unto.
—Gracias. Es que me escuece bastante, ¿sabes?, no te creas.
Mely había ladeado la cabeza hacia el hombro, y otra vez observaba, tras de sus gafas negras, los cariños de Alicia y Miguel. Ahora les decía:
—Oye; ¿queréis fumar un rubio, Miguel? Os convido.
—¿Mmm? Ah, un pitillo, eso sí.
—Pues los voy a sacar.
Lucita dijo:
—Alcánzame la bolsa, haz el favor, que tengo ahí la crema.
Tendía la mano para que Tito se la diese.
—Yo te la busco —dijo él.
—No; no me curiosees —lo cogía por un brazo—. Dame esa bolsa, Tito.
El otro la apartaba de su alcance.
—Me divierte fisgar. ¿Tienes secretos, Luci?
—Tengo mis cosas. No me gusta que me fisguen. Luego decís que nosotras que si somos cotillas. Anda, dámela ya.
Tito se la entregaba.
—Bueno, hija; toma la bolsa. Respetaremos tus secretos.
—No; de secretos nada. No te preocupes, que no tengo ninguno. Valiente desilusión te llevarías. Ahora mismo, si quieres, te lo puedo enseñar todo lo que hay, vaya una cosa. Yo soy muy poco interesante, hijo mío; qué le vamos a hacer.
Revolvía con la mano en la bolsa, buscando la latita de Nivea.
—¿Entonces, por qué no querías que lo viese?
—Pues me gusta que sea en mis manos; ser yo la que lo enseñe, únicamente. Y no que me lo mangoneen los demás, a la fuerza. Ten la lata.
Se tendió boca abajo.
—Sobre todo en los hombros —advertía.
Ahora alguien gritaba, río arriba, con un cóncavo eco, bajo las bóvedas del puente. Paulina se volvió. A la entrada del puente, en lo alto, pegaba el sol en los colores, azul y amarillo, de un disco de señales ferroviarias. Sebas tenía la cabeza sobre las piernas de Paulina; alargaba la mano hasta tocar con los dedos una pequeña marca en el tobillo de Santos:
—¿Qué es esta matadura que tienes? —le decía.
El otro encogía la pierna.
—No me aprietes, que duele. Del partido.
—¿Cuándo?
—El domingo pasado en el campo de Elipa. Contra los de la F.E.R.S.A.
—¿Ah, sí? ¿Cómo quedasteis?
—Se terminó a tortazos a la mitad del primer tiempo.
Sebastián se reía:
—¿Y eso?
—Pues ya ves, lo de siempre. Eran algo animales. A bofetadas les pudimos; hubo un reparto bastante regular —movía la mano derecha en el aire, en signo de paliza.
—Se acaba siempre así. No siendo que haya una pareja, para imponer respeto.
—Ya; aquí la fuerza es lo único que se hace de respetar.
—Y eso, cuando se la respeta; que no es siempre, tampoco. También hay sus desmandos, a las veces. ¿De modo que os disolvisteis a curritos?
—A ver. Luego jugamos un amistoso nosotros y nosotros. Sacamos dos equipos, metiendo a unos cuantos de los que habían venido a ver. Los de la F.E.R.S.A. se marcharon con viento fresco —dijo Santos.
Tenía sobre los ojos el dorso de la mano, para cubrirse de la claridad. Ahora, Paulina rascaba la espalda de Sebas; ella dijo:
—Oye, en esa fábrica tuya, también trabajan chicas, ¿no, Santos?
—Sólo empaquetadoras. Están en otro reparto que nosotros. Nosotros no las vemos siquiera.
—Ni falta que te hace —dijo Carmen.
—Ninguna, cariño —le contestaba riendo.
Y quería alcanzarle la barbilla con el brazo extendido.
—Prenda.
—Bueno, sin tanta coba.
—¿Eres celosa tú de este individuo? —preguntaba Paulina.
Carmen le contestaba encogiéndose de hombros.
—Lo normal.
—¡Huy, lo normal; Dios nos libre! —dijo Santos—. ¡Si esto es Juana la Loca!
Discutían en el grupo cercano de partos y de abortos, y sobre cuál era el más guapo de dos que habían nacido; eran mujeres. El hombre que estaba con ellas no decía nada y las miraba, fumando. Era el Buda de antes, pero se había vestido. Daniel dormía. Dieron una espantada las ovejas en el llano de enfrente, porque algunos corrían desnudos a lagartos. Habían sonado los opacos cantazos contra el suelo, como sobre una manta. Ahora el ladrar de los careas y los silbidos del pastor. Lucita hizo un extraño.
—Ahí no, Tito, que me haces cosquillas.
Se sentía el olor ambarino de la crema Nivea. Ya volvía a pasar el heladero; lo llamaron de un grupo cercano. «Voy de vacío», contestaba. Daniel había levantado la cabeza y lo miró un momento.
—¡Qué tío tan feo…! —se decía, volviendo a esconder la cara hacia la tierra.
—¿Qué daño te habrá hecho? —dijo Luci.
Mely se estaba mirando en el hombro una raya más clara, que le había dejado el tirante del bañador. Fernando había abierto los ojos y señaló hacia el cielo en un claro de las copas.
—¡Mirar qué pájaros!
Pasaban altos, recortados, con un rumbo indeciso, planeando con las alas inmóviles, por cima de los árboles. Chillaban ajenos.
—¿Cómo se llaman? —dijo Mely.
—Abejarucos.
—Vaya color que tienen tan bonito.
—Son muy vistosos, sí. Yo he tenido uno vivo en la mano —decía Miguel—. ¿No te acuerdas, Alicia? Se había partido un ala contra los cables del telégrafo. En Los Molinos fue, otro día de jira. Estaba inútil el animalito.
—De cerca tienen que ser divinos —dijo Mely.
—Y tanto. Como que ésta se empeñaba en traérnoslo a casa y que lo criásemos. Pero esa marca de pájaros, en jaula, se te mueren de todas todas. Y más, inválido de un ala, como aquél.
—¿Qué hora vamos teniendo, tú?
—Las seis menos cuarto.
—¿Tan pronto todavía? —dijo Mely.
Allí, en el sol, contra el color de herrumbre de las aguas, estaba una señora, en combinación de seda negra, fregando con arena cacerolas de esmalte y platos de aluminio, a la orilla del río. Los platos emitían instantáneos destellos, como disparos de flash, cuando cogían el ángulo del sol.
—¡Bailar, a éste tampoco lo dejo yo que baile! —decía Paulina.
Apartó a Sebastián de su regazo.
—Bueno, tú; ya está bien.
—Chico, me gustaría tener diez espaldas para que me las estuviesen rascando de continuo. No te creas que es de broma. Y cuando terminaran con la que hace diez, pues ya me estaría picando nuevamente la número uno…
—Es decir —continuaba Paulina—, no lo dejo que baile, pero entiéndeme, si veo que va a hacer el ridículo en una boda que yo no vaya, pongo el caso, o en algún compromiso, el que sea, pues antes que tenga que quedar en mal lugar por causa mía, le consiento que se eche un par de bailes o tres, ¿no me entiendes?
—Ah, pues ahí yo no veo que nadie haga el ridículo por quedarse sentado en una silla —le contestaba Carmen—. A eso no le encuentro yo ningún motivo de vergüenza, por donde quiera que se mire.
—Hija, en un hombre —dijo Paulina—, tendrás que reconocer que es un plan un poquito desairado. Comprenderás que vaya un papel, que mientras todos se divierten, tú te tengas que estar sentadito en una triste silla. Dirán que la novia, que es que será tonta, o algo por el estilo.
—Pues mira, sobre eso, ya ves, somos distintos pareceres. El que tenga una novia formal, pues que se sujete a hacer lo mismo que la ha exigido a ella. Y ya no es por ellos ni por nada; es porque creo que hay derecho de establecerlo de esa forma. Eso que vayan a tener más libertades que nosotras es una cosa que tampoco no le veo la explicación.
—Mira ellas, cómo hacen y deshacen —dijo Sebas—. Vámonos, Santos, que aquí estamos de más. Vamos a darnos un garbeo, mientras tanto, a ver si hay suerte y nos sale algún apaño por ahí.
Se reía. Santos puso una voz relajada:
—Mira, por no moverme yo ahora, según estoy, ni aunque pasara Marilyn Monroe; como lo oyes.
Se volcaba de espaldas y estiraba ambos brazos contra el cielo.
—Bueno. Eso quisiera verlo yo. Como pasara esa rubiala, ya me lo ibas a decir, si pasara de veras por aquí delante. Te espabilabas relámpago; ¡el bote que pegabas!
—Vaya, muy bien, está eso muy bonito —dijo Paulina—; hacernos aquí de menos a las demás.
—Eh, bueno, eso sí; mejorando lo presente, chatina —se reía Sebastián—, mejorando lo presente. Ya se sabe.
Le hacía una carantoña y ella se retiraba.
—¡Quita, antipático! Con la boca chica.
—Ah, oye, y por cierto —dijo Sebas—; una cosa divertida. A propósito ahora de la Marilyn Monroe. ¿A que no sabéis lo que ha dicho en los periódicos?
—No. A ver. ¿El qué?
—Pues salta ella en una de esas interviús que le hacen a los artistas, se pone: «Me gustaría ser rubia por todas partes». No está mal, ¿eh?
—Yo no le veo la chispa, la verdad —dijo Paulina.
—Que no, hombre —protestaba Santos—; eso no lo ha dicho, no me fastidies.
—En América, bobo. Que sí. ¿Entonces es que yo me lo he inventado?
—No sé, no sé; puede ser que lo haya dicho…
—Gracia no tiene mucha, desde luego —insistía Paulina.
Levantaron los ojos. Venía muy bajo un avión. Pasaba justamente por encima y parecía que iba a podar con sus alas las puntas de los árboles. El ruido había cubierto el murmullo de toda la arboleda.
—¡Qué cerca pasan! —dijo Mely.
—Es un cuatrimotor.
—Es que ahora aterriza asimismo, según viene —explicaba Fernando—. Cogen ahí en seguida la pista de Barajas, nada más que pasar la carretera.
—¡Quién fuera en él!
—En éste no, mujer; en uno que despegue.
—¿Te gustaría ir a Río de Janeiro?
—Creo que arman unos Carnavales…
—Los Carnavales de Río.
—Las Fallas valencianas, como encender una cerilla.
—Allí no queman nada.
—Bueno, pero hay follón.
—¿Y aquí por qué no te dejarán ponerte una careta?
—Pues por la cosa de los carteristas, hombre. ¿No comprendes que es darles la gran oportunidad?
—¿Y en Río no los hay?
—¡Allí hay mucho dinero! Figúrate, Brasil, con el café que vende a todas las naciones.
—Ya ves, y un vicio.
—Cuba con el tabaco. Pues igual. Los vicios dan dinero siempre.
—En cambio produces trigo, y lo de aquí.
—Pues vamos a sembrar café nosotros y a ver si de aquí a un par de años nos dejan ya que saquemos las caretas.
—¡Las carotas!
—Ésas ya las sacamos a diario por la calle —dijo Sebastián.
—Luego dicen de Río. ¿Más carnaval?
—Perpetuo. Ya lo sabes, Mely, Río de Janeiro, nada.
—¿Nada, verdad? Ya guardarías hasta cola para ir.
—¿Yo? Sí; la curiosidad…
—Pues todo. Ver Río de Janeiro y ver los Carnavales de Río de Janeiro.
—Hombre, yo creo que con alguna cosita más ya escaparíamos. No iba a ser sola y exclusivamente a base de ración de visita.
—Sí, algún pito de madera que nos tocase en una tómbola.
—¡Qué menos!, ¿verdad?
—¿Y a Bahía?
—También… También a Bahía… Tampoco debe ser manco Bahía.
—Lo mejor, Astorga.
—¡Me troncho de risa, hermano!
—Pues no era un chiste.
—¿No?
—No.
—¿Qué era?
—El billete más largo que yo puedo sacar.
—Ah, bueno. Y en tercera.
—Eso es. Así que chiste, es Río de Janeiro. Y Bahía otro chiste. Y… ¿Cuál vais a sacar ahora?
—Despacio, Santos; yo tengo un décimo en casa. A lo mejor no es tan chiste para mí.
—Para el que más.
—¿Por qué?
—¡A ver! Más fantasía, pues más chiste. Yo Astorga, Astorga; me dé un billete para Astorga, ¿cuánto vale? Tanto. Pues ahí va. Ése es el sitio más bonito para mí. Más allá de Astorga, yo todavía no tengo nada. Ahí ya empieza el chiste. El billetito mío, en Astorga venció.
—La fantasía no paga billete.
—Sí, eso es lo que tiene —dijo Santos—. No paga. Es un momio, una cosa estupenda —hizo una pausa—. Como el hambre. Que te sale de balde también.
No andaba casi nadie bajo el sol, por fuera de los árboles. Al ras del agua bailaba, menudo y transparente, el tiritar de la evaporación. Mely miraba en torno. Otra vez planeaban los abejarucos por cima de la arboleda. Se oían sus chillidos.
—¿Qué hacemos?
Alicia dijo:
—¿A qué hora se quedó con Samuel y Zacarías y los otros?
—En que irían a dar casi seguro al merendero sobre las siete o siete y media.
—¿Y si nos vamos a bailar a Torrejón? —proponía Fernando.
Sebastián asintió:
—¡Sí, señor; una idea genial, una idea monstruo!
—Ah, ¿todavía más pedales? Para pedales está una.
—No es nada; si está ahí.
—Quita, ¡qué Torrejón ni qué ocho cuartos! Que se te quite esa idea de la cabeza.
Sebas cantaba:
¡Tiene treinta años
se llama Adelaida,
cuando va bailando
levanta las faldas
levanta las faldas
levanta las faldas…!
—¡Anda éste, ahora!
—Al que le da le dio.
Sebastián se había levantado y bailaba haciendo grotescos, con las manos hacia arriba.
—«¡Tiene treinta años se llama Adelaida…!».
—El chaparrón seguro.
—¡Levantas polvo, calamidad!
Sebas volvió a tumbarse de golpe y se reía a carcajadas.
—¡Como una chota, estoy! ¡Es verdad!
—Pues menos mal que lo reconoces.
—¡Nada, a bailar a Torrejón! El que se venga que levante el dedo.
—¡Echarlo al agua a ése! ¡Qué cargante se pone!
—¡Callarse! ¿Nos ponemos de acuerdo, sí o no?
—No hay nada que ponerse de acuerdo. Si a Torrejón no vamos a ir nadie. Os disparáis aquí por las buenas, y no hay de qué.
—«¡Tiene treinta años se llama Adelaida…!».
—¡Fuera! Ya vale, hombre, Sebastián, por favor…
—Nos íbamos a Torrejón y armábamos el cisco padre. Con lo bien que podíamos…
—La que se marcha soy yo, como sigáis en ese plan. Te lo digo.
—No te incomodes, Mely; no le hagas caso a ese tío perturbado.
—Si es que es verdad, hombre… Le dan venadas.
—¿No te das cuenta que aburres a la gente? —le reñía Paulina a Sebastián—. ¿No lo ves? ¿O te gusta dar la lata?
—Esto está muerto. Hay que animarlo de alguna manera.
—Sí, pero no de ésa. Aburrirnos a todas es lo que vas a conseguir.
—A mí ya me tiene —dijo Mely—. Más que una mona.
—Tú sólo quieres que se haga lo que a ti te apetece.
—No señor; yo no quiero que nadie haga nada. Lo único que digo es que a Torrejón yo no voy, vamos. Cada uno es libre.
—Ah, muchas gracias por la aclaración.
—Qué antipático eres, hijo mío.
—Así lo que no hacemos es nada. Lo que yo propongo…
—¿Dónde tenéis el vino? —interrumpía Fernando—. Lo primero, aclararse la voz.
—Voy a ponerlo en marcha…
—Tú, Tito, ¿qué es lo que ibas a decir? —preguntaba Miguel.
—No, nada.
Volvió a tenderse de nuevo. Santos había cogido la botella; dijo:
—¿Quién quiere del frasco?
—Yo mismo. Echa.
Fernando dio una palmada e hizo el gesto de que el otro le lanzase la botella, de un extremo a otro del corro. La blocó contra el pecho, imitando una parada con el balón. Algunas gotas de vino le saltaron al pecho desnudo:
—Qué porterazo, ¿eh?
—No juguéis con las cosas serias.
Fernando se echaba el vino a la garganta, con un reflejo de sol en el cristal y en los brazos alzados. Sonaba el vino en su boca.
—¡Tú, que mañana es lunes! —le apresuraba Miguel.
Fernando bajó la botella y jadeó:
—¡Está fenómeno! Toma.
—¿Tú no bebes, Alberto? —dijo Miguel.
—Bebe tú, hombre, ya que lo tienes en la mano. Qué más dará.
—No seas tan fino, chico, que está feo.
Luci estaba sentada entre Tito y Daniel, en silencio; tenía todo el cuerpo recogido sobre sí, abrazándose las piernas con ambos brazos, y el mentón apoyado en las rodillas. Se mecía levemente a un lado y a otro. Miguel bebió.
—¿Tienen ustedes la bondad de un fósforo? —decía un hombre que se había acercado.
Tenía una camiseta azul oscuro; enseñaba un pitillo.
—¿Cómo no?
Mientras Miguel buscaba las cerillas, el otro miraba mucho a las muchachas, recorriéndolas una por una.
—¡Qué tío más cara! —dijo Alicia, cuando el hombre se hubo marchado—. Los hay que no se recatan para mirar.
—¿Qué ha hecho?
—Pues mirarnos a todas de arriba abajo, el tío, pero sin el menor disimulo.
—Eso no duele —dijo Fernando.
Mely le replicó:
—Pero molesta.
—Anda, no seáis comediantas; que bien que os gusta que os miren.
—¡Uh!, ¡nos chifla!, no te digo más. Engordamos con ello. ¡Cuidado las pretensiones!
—Que sí, mujer, que bueno.
Mely hizo un gesto de impaciencia y miró aguas arriba, más allá de la sombra de los árboles. Había unos mulos en el arenal, al pie del puente. Un hombrecillo de ropas oscuras había bajado con ellos a la aguada y esperaba allí al sol, mientras los mulos bebían. El que acabó primero se tiraba en la tierra, hostigado de moscas; se revolcaba violentamente, sobre el espinazo, agitando las patas hacia el aire y restregando contra el suelo los escozos de sus llagas, en una gran polvareda. Sebastián había vuelto a tenderse. Ahora él y Paulina se estaban aparte, de espaldas a los otros. Daniel pegó un respingo cuando Lucita le tocó en el brazo con el vidrio mojado de la botella:
—¡¿Qué?!
—¡Te has asustado! ¿Qué te parecía?
—No sé, una bicha; una boa, lo menos…
Lucita se reía; le enseñó la botella:
—Bueno, hombre. ¿Quieres?
—Trae, ¡qué remedio! Y cómo te diviertes tú.
Carmen estaba sentada contra un tronco, y Santos tenía la cabeza apoyada en su pecho. Ella le respiraba contra el pelo y le peinaba las sienes con las uñas:
—Ya tienes que cortarte el pelo, mi vida.
Le tiraba de los mechones para afuera, como para que él se los viese, lo largos que estaban.
—Yo quiero darme un paseo —dijo Mely—. ¿Me acompañas, Fernando?
—Por mí, encantado.
—Pues hala, entonces. ¿Os venís? —añadía, volviéndose hacia Alicia y Miguel.
—Hija, hace mucho calor. ¿Adónde vais a estas horas?
—Adonde sea. Y no estoy más aquí, no puedo. No puedo con este plan de no hacer nada, te digo la verdad. ¿Os importa?
—Por Dios, mujer. Dar un paseo, si tenéis ganas —dijo Alicia—. Pero volvéis aquí, ¿no es eso?
—Sí, claro; si no es más que dar un garbeíto.
Fernando y Mely se habían puesto de pie.
—¿Según estamos? —preguntó Fernando.
Amelia se pasaba las manos por el cuerpo, para quitarse el polvo, y se ajustaba el bañador:
—¿Cómo dices? —miró a Fernando—. Ah, no; yo me voy a poner los pantalones y las alpargatas. Tú, vente como quieras. Pásame eso, Ali, haz el favor.
—Me vestiré yo también, entonces. Aún pega el sol lo suyo, para andar con la espalda descubierta.
Lucita miraba a Mely que se ponía los pantalones por encima del traje de baño. Llegó el fragor de un mercancías que atravesaba el puente. Paulina miraba los vagones de carga, color sangre seca, que saliendo uno a uno del puente, se perfilaban al sol, sobre los llanos, en lo alto del talud.
—¿Ya estás contando los vagones? —le decía Sebastián.
—Qué va. Allí, aquel monte, es lo que miraba.
Señaló al fondo: blanco y oscuro, en aquel aire ofuscado de canícula, el Cerro del Viso, de Alcalá de Henares. Hacia él corría ahora el mercancías, ya todo salido del puente, y se perdía, por el llano adelante; resuello y tableteo. Mely se ataba las alpargatas; Alicia le decía:
—Procurar volver antes de las siete, para que nos subamos todos juntos.
—Pierde cuidado. ¿Os bañáis otra vez, vosotros?
—Pues no creo. ¿Eh, Miguel?
—Difícil.
—Casi mejor; que luego hay que juntarse con los otros, y todo. ¿La blusa no te la pones?
—No. Por arriba, con el traje de baño va que chuta.
Volvía Fernando, ya vestido, de los zarzales.
—Tú, cuando quieras —le dijo a Mely, que se estaba observando la cara en un espejito.
—¿Ya estás? —preguntó ella, ladeando la polvera, para ver a Fernando en el espejo.
Fernando sonrió:
—¡Qué cosas aprendéis en las películas!
—¿El qué?
—El detallito ese de hablarle a uno por medio del espejo. Se lo habrás aprendido a Hedy Lámar.
—¡Hijo, no sé por qué! ¡Todo lo que haga una tiene que ser sacado de alguien! ¡Pues yo no tengo necesidad de copiarle nada a nadie, ya lo sabes!
—Ya está, ya se picó, ¿no lo ves? —dijo Fernando—. Vamos, Mely, que no quería molestar. Ya sabemos que tú tal como eres de por tuyo, te bastas y te sobras. Si estamos de acuerdo.
Mely se puso las gafas:
—Pues por eso. Y se agradece la rectificación. Vámonos cuando quieras.
Fernando sonreía y le ofreció el brazo, con un gesto caballeroso, guiñando. Mely se cogió a él y anduvieron un par de metros, siguiendo la pantomima. Luego Mely volvió la cabeza riendo hacia Alicia y Miguel y preguntaba:
—¿Qué tal?
Miguel también se reía:
—Muy bien, hija; lo hacéis divinamente. Os podían contratar para el teatro. Andar y no tardéis.
—Pues hasta luego —dijo Mely—. Y ahora suéltame, rico, que hace mucho calor.
Se alejaban. Daniel, desde atrás, miró los hombros tostados de Mely, la espalda descubierta en el arco del traje de baño. Fernando le llevaba muy poca estatura. Ella se había metido las manos en los bolsillos de los pantalones. Iban hablando los dos.
Luego Santos se acercaba a cuatro patas hacia Alicia y Miguel:
—La voy a mangar a ésa un cigarrito de los que tiene —les decía.
—Sí, tú ándate con bromas —dijo Alicia—; se entera ella que le andan en la bolsa y le sabe a cuerno. Tú verás lo que haces.
—No se enterará. ¿Quieres tú otro, Miguel?
—¡Qué fino, míralo! Encima quiere enredar a los demás.
—No, no, chico, a mí no me metas en líos, muchas gracias.
Santos sacó el pitillo de la bolsa y regresaba junto a Carmen.
Ahora venía un olor acre, de humo ligero, como de alguien que estuviese quemando las hojas y fusca en las proximidades. El humo no se veía; sólo sentían el olor.
—¿Y a ti quién te manda quitarle cigarrillos a ésa? —dijo Carmen—, sabiendo cómo es. Se da ella cuenta, y ¡para qué queremos más! No veas la que te arma, si se entera.
—Mujer, si no lo echa de menos. No va a tenerlos contados.
—Capaz sería.
—Vamos, ahora tampoco hay que exagerar. Tú ya es que la tienes cogida con la pobre chica. ¿Cómo comprendes que va a ponerse a contar los cigarrillos? Eso ya es mala fe, pensar semejante cosa. ¿No será que ahora te entran celos de la Mely, también?
Ella cogía la cabeza de Santos por las sienes y se la sacudía a un lado y a otro, le murmuraba contra el pelo:
—Siempre piensas que tengo celos de todo el mundo; ¿pues y quién te has creído tú que eres?, bobo.
Le rozaba la sien con los labios y le echaba el aliento por detrás de la oreja. Se oían largos silbidos en el río. Miguel y Alicia se habían levantado y se trasladaron junto a Paulina y Sebastián.
—¿No os molesta que nos vengamos aquí junto a vosotros? Es que allí en nuestro sitio pega ya el sol. No estorbamos, ¿verdad?
—Pero hombre, de ninguna manera. Todo lo contrario. Se os agradece la visita —les dijo Sebastián levantando un momento la cabeza.
Ellos se acomodaron. Daniel había mirado hacia las tres parejas y se volvió hacia Tito y Lucita:
—Chicos, aquí hay que divertirse —les decía—. Se va la tarde como agua, y hay que enredar un poco. No tenemos más alternativa, hijos míos, está bien visto. Conque venga ese vino, ya le estáis dando para acá.
Alberto lo miraba con desgana; le pasó la botella.
—Di tú que sí, Daniel —dijo Lucita—; animación es lo que hace falta.
—¿Y qué clase de trío es el que vamos a formar ahora? Digo si no seremos el trío de los colistas de liga, con descenso automático a segunda división. No sé qué otro iba a ser.
—Mira, Tito; no las píes, ahora. Lo primero eso. ¿Eh, Luci?, como se ponga burro lo expulsamos, ¿qué te parece?
Lucita los miró a ambos a la cara; dijo:
—Pues yo creo que estamos muy a gusto aquí los tres… Podemos pasárnoslo soberbio.
Sostenía los ojos en el rostro de Tito, como esperando verlo animarse, y añadía:
—Tito, levanta esa cara, Tito.
—Que no se diga, hombre; ¿no estás oyendo cómo te lo dicen? Que no tengamos que repetírselo otra vez.
—Pero que sí, chico. Si a mí no me pasa nada. ¿Qué estáis ahora tan pendientes de mí? Si yo me encuentro estupendamente.
—Pues a ver si es verdad —dijo Daniel—. Aquí piantes no los queremos, ya lo sabes.
Después se volvió a Lucita:
—Vamos a ver, Lucita, ¿cómo andamos de vino? Eso en primer lugar.
Luci echo una mirada en torno suyo y luego respondía:
—Ese poquito y otras dos enteras —agitaba en el aire la botella casi vacía, sacudiendo el fondillo de vino que quedaba.
—¡Somos ricos! —dijo Daniel—; ¡millonarios casi! Con eso se puede llegar bastante lejos. Bastante lejos. Trae.
—Sí, ya veremos a ver —dijo Tito.
Daniel había cogido la botella, y después de quitarle el corcho, se la ofrecía a Lucita:
—¡Bebe!
—Tú primero.
—No, tú. Inaugura la tarde.
Lucita pegó los labios á la botella, y Daniel la tocaba en el brazo:
—Eh, niña, pero sin chupar.
—No lo sé hacer de otra manera. Se me cae… Al terminar, limpiaba con los dedos una mancha de colorete en el borde del vidrio y le pasaba la botella a Daniel:
—Toma, aprensivo; que no estoy T. P.
*
—Los beneficios del campo —dijo Ocaña—; ahí lo tienes. Del gallinero a la sartén.
Su mujer asentía:
—Así es como te salen bien las cosas.
—Pues claro. Sin tantos intermediarios, que no hacen más que liar el asunto y encarecerlo todo, sin reportarte provecho alguno.
—Que para cuando llega a tus manos un huevo —continuaba Petra—, las dos terceras partes de la substancia se las ha ido dejando por el camino.
—Bueno, está bien —protestó sonriendo el cuñado—, está bien; así que los demás, los pobrecillos que tenemos que vivir del cambalache, no tenemos derecho a la vida, ¿no es eso?
—Ésa es la cosa. Vosotros, vosotros sois los que infestáis los precios; la madre de todos los arrechuchos que nos cogemos las infelices mujeres que tenemos la condena de bajar a la plaza todos los días del año. Vosotros.
—Pero una esquinita siquiera, mujer. Deja que todos vivamos.
—Sí, bien dejados estáis. ¿Ya qué vamos a hacerle? En viendo esto de aquí es como únicamente se percata una, y lo echa de menos.
—Si llevas razón, mujer —admitía el cuñado—, si nadie te quita la razón. Lo que pasa. Si yo lo reconozco. Esto es hermoso. Ya lo creo que a cualquiera le hace avío una gallina ponedora, según y conforme se ha puesto el artículo huevos hoy en día. Vale tanto dinero como pesa.
—Ah, ¿ves? En vez de criar canarios —intervenía su mujer—, más valía que tuvieras en casa nuestra nueve o diez aves de corral.
Decía unas uves muy marcadas.
—¡En casa! ¿Encima del armario? ¡Qué entenderás tú de lo difícil y lo costoso que es tener gallinas y que te pongan!
—Bien, si es por esto que lo dices, las jaulas bien de trabajo que te dedican… ¿Y nos dan algo estos pájaros tan monos? ¿Qué cosa nos dan estos canarios?
—Cantar.
Petra distribuía los pasteles a sus hijos, por orden de edad, de menor a mayor. La pequeñita había cogido el suyo y ahora miraba a los que recibían sus hermanos.
—¿A ver? —le decía Juanito—. Te lo cambio.
—No quiero —denegaba la niña sacudiendo la melena y se apartaba celosamente, con su pastel entre las manos.
Luego tardó mucho tiempo en empezárselo a comer.
—Gusta tener animalitos en casa —decía Felipe—. De la clase que sean. Dan buena compañía y siempre son una cosa que uno se encariña y se entretiene con ellos.
—Sí, pues lo que es nosotros —dijo Petra—, con estos cuatro, no sé yo para qué íbamos a querer más. Creo que entretenimiento tenemos ya para regalarle un par de sacos a todo el que lo desee. Es lo que estaba haciendo falta, ¿sabes?
—Ah, mira; esto no quiere decir nada. Tengo una amiga casada en Barcelona, la cual tiene tres hijos, y no obstante le gusta tener gatos, y tiene cinco en la casa.
—Pues qué asquito. ¡Y cinco nada más!
—Bien; es el punto de vista de cada cual. Mira, si tú no los amas, harías mal en tenerlos, esto sí.
—¡Toma, y tan mal! —dijo Petra—. ¡Virgen Santísima, con lo que huelen! Y que no das abasto a limpiar, que corren ellos más con lo que empuercan que tú con lo que recoges; un calvario, detrás de ellos de la mañana a la noche, con la bayeta y el cogedor. ¡Quííítate para allá!, ¡dejarme a mí de bichos! ¡Gatos ni perros ni pelo de esas trazas! ¿A qué to?
La cuñada de Ocaña prorrumpió en carcajadas:
—¡Petra, perdona, me haces reír, ¿eh?! No has de tomarlo a mal. ¡Me haces reír con estas cosas tan humorísticas que dices! —golpeaba riendo el brazo de Petra—. ¡Ah, tú siempre tan divertida y original!
Petra la había mirado recelosa, a lo primero, pero ahora rompía también a reír y se miraba, uniendo sus risas, y ya no las sabían desenredar.
—Como tontas estáis —dijo el marido de la catalana—. ¡A perder!
Nadie más se reía en la mesa, y todos estaban pendientes de ellas dos.
—¿De qué se ríen, papá? —preguntaba Petrita excitada; le tiraba a su padre de la manga, para que hiciese caso—. Dilo, ¿de qué se ríen?
—De nada, hija mía, de nada —contestaba Felipe con un tono festivo—; tu madre, que está un poco chaveta.
—¡Ay, Señor… qué malita me pongo…! —decía Petra, agotada por la risa—. ¡Yo me quería morir…!
—Menos mal que tenéis buen humor. ¡Eso es sano!
—¡Oh, ésta es célebre, ¿sabes?! —exclamaba la cuñada—. ¡Es célebre!
Se apaciguaron las risas. Los niños miraban a las caras de los mayores, sin saber qué decir.
Felipe le dijo a su hermano:
—Sergio, ¿qué te parece el purito, ahora? ¿Le damos ya de arder?
—Équili, vamos allá —le contestaba el otro, haciendo un gesto con los brazos, como el que se dispone para una faena importante.
Se sacudió las migas del regazo. Felipe le entregó un farias:
—Toma. Salen buenillos, éstos, ya lo verás.
Felipe Ocaña se pasaba el puro por la nariz y se tocaba los pantalones y la chaqueta, colgada en el respaldo, esperando que las cerillas sonasen en alguna parte.
—El fuego corre de mi cuenta —dijo su hermano.
—¿Papá, te gusta mucho fumarte ese puro? —preguntaba Petrita.
—Sí, hija mía, como a ti el pastelito que te acabas de zampar.
—¿A ti también te gusta, tío?
Sergio estaba encendiendo; la mujer respondía por él:
—A tu tío, veréis que siempre le gusta todo aquello que le hace más mal.
Sergio le echó una mirada, levantando los ojos del puro y la cerilla; luego aspiró profundamente y Petrita seguía con los ojos la trayectoria y la cometa de humo de la cerilla, que cayó apagada en la tierra del jardín.
—¿Cómo vamos con ese estomaguete? —preguntaba Felipe.
—Como las propias.
—Si lo bueno no hace nunca daño, desengáñate, Nineta. A tu marido no le va a pasar nada por estos pequeños excesos de hoy. La buena vida no le sienta mal a nadie. De eso no he oído yo que ninguno se haya muerto.
—Esto que dices no es exacto, Felipe. Hay la comida sana y la comida indigestante. Sergio está siempre con el estómago medio malo. Pero mira, yo lo voy a dejar, ¿eh?; él ya lo sabe, y allá él…
Juanito se levantaba de la silla.
—Eh, niño, ¿adónde vas tú? —le dijo Petra.
Juanito volvió a sentarse, sin decir nada. Amadeo preguntó:
—¿Podemos irnos a la coneja, mamá?
—¿Habéis terminado? A ver qué caras…
Los tres niños ponían automáticamente cara de buenos, bajo los ojos de la madre.
—Bueno. Pero muchísimo cuidado con moverse de donde habéis dicho. Que yo os vea, ¿eh? Y a ser formalitos una vez. Andar.
Se levantaron de un salto y corrían hacia el gallinero.
—¿No quieres ir tú con ellos, Felisita?
Felisa se sonrojó.
—No me interesa —dijo reticente.
Se oyeron los llantos de Petrita que se había caído de plano en el medio del jardín. Lloraba con la boca contra el suelo, sin levantarse. Sergio fue a incorporarse para acudir a recogerla, pero la madre lo detuvo:
—Déjala, Sergio. No vayas. ¡Oye, niña, levántate ahora mismo, si no quieres que vaya a hacerlo yo!
Petrita redoblaba su llanto.
—¡Todavía estoy viendo que te ganas un azote! ¿Qué te he dicho?
—A lo mejor se ha hecho daño de verdad —insinuaba el cuñado.
—¡Qué!, si a ésta la conozco yo como si la hubiera parido. Bueno, y además la he parido, mira tú. Tiene más mañas que periquete, lo que tiene.
Petrita se había levantado y seguía llorando contra la tapia y la enramada. Amadeo se acercaba a ella y le tiraba de un brazo para despegarla de allí, pero la niña se resistía, obstinada en llorar entre las hojas de vid americana.
—¿No querías ver la coneja, hermani? —le decía Amadeo—. Ahivá qué llorona…
Felisita, sentada junto a su madre, tenía los brazos cruzados sobre el pecho, unos ojos caídos, inmóviles, que no miraban a ninguna parte; enigmática, ausente, como en una actitud de extrema soledad. Felipe le daba al farias una gran bocanada:
—¿Qué tal?
Su hermano, con el humo en la boca, asentía. Nineta lo miró. Sergio contemplaba la ceniza en la punta del puro; tenía el sobaco derecho en el pirulo de la silla, con el brazo colgando hacia atrás. Sus dedos distraídos jugueteaban con las hojitas de la madreselva. Petra sacó un suspiro, «¡Ay, Señor…!» y el busto exuberante se levantaba en el suspiro y se volvía a desinflar. Miró a sus hijos. Petrita, ya consolada, había ido a reunirse con sus hermanos. Se apretaban los tres contra la tela metálica, de espaldas al resto del mundo. La Gran Coneja Blanca mordisqueaba una hoja de lechuga con sus cortantes incisivos, y después levantaba la cara y miraba a los niños, masticando, moviendo muy de prisa la naricilla y el bigote y los blancos y redondos carrillos de pelo.
Juanito dijo:
—Ella come primero que nadie. ¡Ay si se acerca una gallina! Le da un mordisco en la cresta y le hace sangre.
—¡Mentira; que no hace eso! —protestaba Petrita.
Ahora decía Felipe Ocaña:
—Debíamos ya de ir pidiendo las copas y el café, ahora que estamos con los cigarros. Los gustos conviene todos juntos.
—¿Habrá terminado ya tu amigo de comer?
Felipe miró hacia la casa, a la ventana de la cocina. Ya no estaban Mauricio ni Justi y se veía tan sólo a la mujer que comía de pie, con el plato sopero en la izquierda y se apartaba con la derecha el pelo de la frente, sin soltar la cuchara.
—En la cocina no lo veo.
Faustina le había visto mirar; se asomó a la ventana:
—¿Buscaban a mi marido? —preguntó en voz alta—. Ahora mismo lo llamo.
—No lo moleste, no lo moleste. En cuanto buenamente pueda.
Pero ella ya había desaparecido hacia el interior.
—Pues la suerte que me traigo otro puro. Así podré ofrecérselo. Sé que le gustan.
—Yo ya les tengo aquí estos tres pasteles apartados —dijo Petra—. Siquiera que sea por lo menos cumplir con el detalle, ¡qué vamos a hacer!
Luego Mauricio apareció en la puerta:
—¿Sentó bien la comida?
—Muchas gracias, Mauricio —contestaba Petra—. ¿Cómo no iba a sentar bien, aquí con este sitio tan estupendísimo y esta sombra tan buena que tienen ustedes aquí preparada?
—La gana de comer que traerían ustedes del bañito que se han dado. Eso es lo que habrá sido, más bien.
—Calle, que se está aquí maravillosamente. Mire, Mauricio, le hemos reservado unos pastelitos para ustedes. Cójalos.
Le ofrecía la caja de cartón.
—¿Y para qué se molestan? Se van a privar los chicos de comer pasteles, que le sacan el doble de gusto a estas cosas, que podamos sacarle nosotros…
—Ustedes háganme el favor de cogerlos y por los chicos ni media palabra, que ellos con más de uno luego vienen los dolores de tripa y las diarreas y no tengo ganas yo de cuentos. Además, tengo yo el gusto de invitarlos a ustedes, siquiera esta cosilla insignificante, y usted los coge y se ha terminado. Si no los toman, asimismo se van a volver a Madrid, según están; así es que no tiene objeto el andarse con remilgos.
—Vaya, porque no se figuren que es desprecio…
Cogió la caja de cartón que Petra le tendía a través de la mesa, y en cuyo fondo campeaban los tres pasteles pegotosos; se dirigió hacia la ventana de la cocina y le dejó a Faustina la caja en el umbral. La mujer se asomaba y le gritó a Felipe:
—¡Muchas gracias!
Petra le contestó, sonriendo, con un gesto de la mano. Ya volvía Mauricio hacia la mesa, comiéndose su pastel.
—Éstos sí que son dulces finos —asentía—. Por aquí, de esto, nada. No saben, no tienen ni idea de lo que es. Aquí solamente cositas ordinarias y mazacotes de harina, que se te plantan aquí —se señaló al estómago—. De cosa así de repostería más fina, de eso nada, ni lo conocen.
—Ay, pues tampoco estoy yo con eso —dijo Petra—. En los pueblos también tienen ustedes sus cosas. Lo típico de cada sitio, vaya. Bien buenas golosinas que se hacen, cada una en su especialidad, pues ya lo creo. Está por lo pronto la mantecada de Astorga; están los mazapanes de Toledo y las tortas de Alcázar de San Juan… —iba contando con los dedos y hablaba como atribuyéndole a Mauricio, por ser de pueblo, lo de todos los pueblos de España—. La mantequilla de Soria y el turrón de Cádiz, y mil especialidades a cual más rica, no diga usted.
—Ya, ya lo conozco yo todo eso. Pero por esta parte no tenemos más que la almendra garrapiñada, en Alcalá de Henares.
—¡Claro, por Dios! ¡Las almendras! ¡Anda y que no son famosas!, ya lo creo. Ésas tiene Usía. Las almendras de Alcalá. Una cosa típica cien por cien.
—Y el bizcocho borracho de Guadalajara —añadía Felipe.
—Eso ya pilla más lejos —le contestó Mauricio—. Es Alcarria.
Dijo Alcarria excluyendo con la mano, como si la quisiese apartar.
—Nosaltres tenemos la butifarra y los embutidos de Vic.
—Sí, pero habla castellano, Nineta —la reprendía su marido—. Di «nosotros», como Dios manda. Estás en Castilla, ¿no?, pues habla el castellano.
—Perdona, hombre, perdona. Me escapó. Es igual.
Felipe aspiraba el puro y se reía. Luego sacó el tercer farias:
—Toma, Mauricio. Éste lo traje para ti.
—Ah, mira, éste ya te lo cojo sin cumplidos, lo siento —dijo Mauricio, doblando a un lado la cabeza—. Me gusta mucho el puro. Gracias, amigo.
—No hay de qué. Oye, ¿puedes traernos un poco de café y unas copitas?
Mauricio palpaba el puro; levantó la cabeza:
—Pues verás, el café no es muy bueno. No te lo garantizo.
—Qué más da. Tú no te preocupes. No somos escogidos. Basta que sea una cosa negra.
—Ah, eso, tú verás. Yo cumplo con desengañarte de antemano.
—Tráelo, tráelo. No será peor que en muchos bares de Madrid, donde te dicen que si un especial y te clavan tres pesetas por un zumo de sotanas de canónigo.
—Bueno. Las copas, ¿de quién van a ser?
Felipe se volvió hacia los suyos; alzó las cejas en gesto interrogante.
—Yo, coñac —dijo Nineta.
Su marido:
—Ídem.
—Servidora, anís dulce.
—Entonces, tres de coñac y una de anís —resumía Felipe.
—De acuerdo. Y cuatro cafés. Ahora mismo vengo con todo —se marchaba.
Entrando hacia el pasillo se tropezó con Justina, que venía con Carmelo y el Chamarís y los dos carniceros. Se ceñía a la pared cediéndoles el paso.
—¡Nos vamos a echar una rana con tu hija! —le decía a voces el carnicero Claudio—. ¿La dejas?
Mauricio se encogía de hombros:
—Por mí.
Ya entraba en la taberna y añadía, dirigiéndose a Lucio:
—Como si quieren jugar a las tabas. ¡Bastante tengo yo que ver…!
Justi se había detenido junto a la cocina:
—Voy a coger los tejos.
Y los tejos estaban en el cajón de una mesa de pino, entre los cuchillos y los tenedores y el abrelatas.
—Carmelo se queda fuera —decía el Chamarís, y se volvió hacia la mesa de los Ocañas:
—Que siente bien. Buenas tardes.
—Gracias; buenas tengan ustedes.
—Yo miro y me gusta igual —dijo Carmelo.
Ya volvía Justina:
—Vamos a ver quién sale.
—Tú misma —dijo Claudio.
—Pues no faltaría más. Las señoritas primero.
—¡Qué listo! —le contestaba ella—. Pues vaya con las ventajas que da usted.
—Ah, nada. Pues si quieres salimos nosotros, ¿qué más tiene?
Justina le pasó los tejos. El Chamarís contaba cinco pasos desde el cajón de la rana, y trazaba una raya en el polvo con la puntera del zapato. Claudio se colocó junto a la raya, con el torso inclinado hacia delante, y ya se disponía a tirar, pero se detuvo, diciendo:
—Aguarda, que voy a apartar estas bicicletas que me estorban el tino.
—¡Qué cuento tiene!
Carmelo ayudó a retirar las bicicletas. El Chamarís le decía a Justina:
—Mira: yo tiro delante, ¿sabes?, que soy el más flojito de los dos. Así te quedas tú la última, como punto fuerte de la partida, y afinas lo que haga falta para superarlos, ¿te parece? —le guiñaba el ojo.
Justina dijo:
—De acuerdo.
—¿Ya os estáis conchabando?
—Pues sí —respondía Justina.
Carmelo y el otro habían quitado de en medio las bicicletas.
—Venga, el Carniceros F. C. sale al campo.
Claudio, junto a la raya, echaba el pie izquierdo hacia atrás y se inclinaba mucho con el torso adelante. Balanceó varias veces el brazo, con el tejo en los dedos, describiendo en el aire unos arcos, que le iban de la rodilla a la frente, con cuidadosa precisión. Luego salió el primer tejo; saltó contra el labio de la rana, hacia el polvo. Y seguidos, los otros nueve, fueron chocando y saltando en el hierro o la madera, metiéndose en los triunfos. El séptimo fue rana, y el noveno, molinillo. En el suelo había dos.
—Mal empezamos —le dijo el otro carnicero.
—Es la primera, hombre; hasta que coja el pulso. Ya me calentaré.
El Chamarís contó los puntos y recogió las placas.
—Tres mil cuatrocientos cincuenta habéis hecho. Ahora voy yo.
—A ver cómo te portas —recomendó Justina.
—Va por ti —dijo el otro levantando la mano.
Éste ponía el brazo casi extendido hacia adelante, con el tejo a la altura del su ojo derecho, y lo enfilaba con la boca de la rana, guiñando el otro ojo. Luego bajaba lentamente el brazo, recogiéndolo hacia sí, hasta el bajo vientre, en un punto preciso, de donde brazo y tejo salían disparados. Metió una rana en la primera y se volvió hacia Justi:
—La primera en la frente.
Bajando el brazo por segunda vez, decía despacio:
—Y ésta… para empatar.
Pero ya no volvió a meter nada de importancia y se le fueron los otros nueve tejos sin pena ni gloria.
—Si no te volvieses a hablar, cuando tienes el tino cogido… —le reprendía Justina.
El otro carnicero le supo dar mucha alegría, con la forma tan viva de lanzar los tejos; hubo uno que saltó a sonar contra el timbre de una bicicleta. Tiraba irregularmente y se despistaba a menudo, pero metió dos ranas. Se las jaleaba: «¡Ole!». Así que le dejaron a Justina un punto difícil en la primera mano. Pero Carmelo dijo:
—Ahora veréis lo bueno.
Y miraba el escote de Justina, cuando ésta se inclinaba. Justi besó el primer tejo, con los ojos clavados en la rana. Luego metía la mano hasta la cintura, y sacando la lengua sobre el labio superior, aceleraba el brazo hacia arriba y el tejo salía disparado y ella se quedaba con el pie izquierdo en el aire después de cada lanzamiento, como si fuese a perder el equilibrio. Metió dos ranas, pero no se igualaron con los otros, que aún así les llevaban cerca de 2000 tantos de ventaja. Aún aumentaba Claudio esta ventaja en la mano siguiente, al colar cuatro ranas, y el Chamarís no logró mejorar su tanteo de antes. Pero tampoco el otro carnicero aprovechó su vez y apenas si metió por los pelos un par de molinillos.
—A ver ahora si tú levantas esto, Justina —le decía el Chamarís cuando ella fue a tirar.
Justi coló tres ranas e hizo un gesto contrariado, tras del último tejo, que había saltado al suelo desde los mismos labios de bronce de la rana.
—¡Qué cenizo! —exclamó.
Claudio mantuvo su media en la tercera mano, pero también Chamarís se mejoró bastante y metió dos ranas y dos molinillos.
—¡Todavía los cogemos! —dijo al conseguir meter la segunda rana.
El carnicero bajo estuvo un poco mejor que la otra vez, pero no descabaló demasiado el tanteo.
—Ya viene el tío Paco con la rebaja —dijo Carmelo cuando Justina fue a tirar.
Entretanto, los hijos de Ocaña se habían acercado a mirar la partida.
—¡Animo, Justi! —le dijo el Chamarís—. En tus manos está.
Ella se miró en torno; escarbó con la zapatilla en el polvo, para afianzar el pie, y sonriendo se inclinó hacia la rana. El primer tejo le falló, pero el segundo y el tercero se colaron por la boca de bronce. Chamarís apretaba los puños.
—¡Hale, valiente! —susurró.
El cuarto tejo rodaba por la tierra; «Te perdiste». Tampoco entraron los dos siguientes. Chamarís meneaba la cabeza. Azufre, mirando a su amo, tenía las orejas erguidas. Después, una tras otra, cuatro ranas limpias, rasantes, colaron hasta el fondo del cajón de madera.
*
—Buenas taardes —había dicho, alargando la A.
Traía un cestito redondo, colgando del antebrazo.
—¿Se puede ver la señora? —añadió sonriendo a Mauricio, ceremoniosamente.
Al quitarse el raído flexible de paja, mostró una pelambre blanca y rala, que le subía como un humo vago desde la calva enrojecida. El contenido de la cestita venía arropado con una servilleta.
—Pase usted, Esnáider; en la cocina debe de estar. Ya sabe usted el camino.
El otro hizo una leve reverencia y se dirigió adonde le decían. Lucio sacó la cabeza, hacia la cesta que pasó junto a él, y fingió olfatear:
—Vaya cosas tan ricas que llevará usted ahí.
El viejo Schneider se detuvo junto a la puerta y contestó, levantando el antebrazo con su cestita colgante:
—Éste, fruta mejor que yo ha criado huerto mío. Esto obsequio yo lleva a la señora Faustita. Catecismo cristiano dice: «Dar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios». Señora Faustita buena como la Iglesia para mi esposa y para mí; por esto que yo traigo a ella.
Soltó una breve carcajada.
—¿Puede pasaar? —preguntaba desde la puerta, con una nueva sonrisa.
Faustina se volvió junto al fregadero:
—Pase usted, Esnáider; no faltaría más.
Schneider entró con otra reverencia. Tenía el sombrero contra el vientre, cogido con las puntas de los dedos. Puso la cesta sobre el hule. Faustina se secaba las manos. Afuera, en el jardín, sonaban los tejos de la rana contra el bronce y la madera.
—¿Pero qué trae usted hoy? ¿Qué nueva tontería se le ha ocurrido? Me está usted avengonzando, se lo juro, con tantas atenciones.
Schneider reía.
—Higos —dijo, cargado de satisfacción—. Usted prueba los higos de Schneider.
—Ni nada —cortó Faustina—. No tenía usted que molestarse en esto. Esta vez, desde luego, no se los pienso aceptar. Se ponga como se ponga. Conque hágame usted el favor de recoger esa cesta. ¡Vamos!, ¿es que nos va usted a regalar la casa, ahora? ¿Todo lo que se cría en esos árboles se lo va usted a traer para acá?
—Usted, hace favoor, prueba higos de Schneider. Mi mujer preparado cestita spezialmente para usted.
—No lo conseguirá, se lo aseguro.
Schneider volvía a reír:
—Ella pega a mí si yo vuelve para la casa con los higos. ¡Esposa terrible! —reía—. Y yo ofendo si usted no prueba los higos de mi huerto.
Pero Faustina cogió la cesta y se la quería colgar del antebrazo:
—Hágame usted el favor de quitar esto de aquí, Esnáider. Va a conseguir que me incomode.
Schneider soltaba siempre la misma carcajada medida. Recibió la cesta en las manos, pero en lugar de colgársela, le levantaba la servilleta y aparecieron los higos, todos iguales y muy bien ordenados en círculos concéntricos. Cogió con dos dedos el que estaba en el medio de todos y se lo ofrecía a Faustina, protocolariamente:
—Usted prueba, Faustita, ese higo suculento que yo tengo mucho gusto de ofrecer a usted.
Hacía un gesto caballeresco, como quien lleva guantes, y movía el higo arriba y abajo, marcando sus palabras.
—Ni Faustita ni nada —dijo ella—. No tenía usted por qué haber hecho esto. Se lo voy a coger porque no crea que es desprecio; pero tiene que ser a condición de que no vuelva a molestarme ya más con regalos ningunos. ¿Entendido?
—Usted come higo y luego dice cómo es.
—No me hace falta probarlo para saber que estará muy riquísimo. De antemano ya lo sé yo que ha de ser cosa buena, puro almíbar, como todo lo que usted cría en ese huerto.
Miraba el higo mientras lo pelaba. Añadió:
—Y además no hay más que verle la cara y cómo da la piel. Lo que no sé es de qué le sirve a usted tener ahí unos árboles tan hermosos y tan bien atendidos como los tiene, si luego va y no hace más que regalar todo lo que recoge.
—Sirve tener buenos amigos; personas buenas como el señor Mauricio y señora Faustita. Esto vale mucho más que frutas, que árboles, que huerto, que todo juntamente.
Y volvía a reír. Luego Faustita se llevaba el higo a la boca y él la miraba en suspenso.
*
—¡Cuidado que es atento este señor! —decía Lucio, señalando con la sien al pasillo.
—No me hables. La ha cogido con la perra de estarnos agradecido, desde aquello del pleito de la casa, y se presenta aquí con un regalito cada lunes y cada martes.
—Pues ¡vaya con el hombre!
—Gente que son así. Por lo que sea. La educación que les hayan dado en su país. Qué sé yo. Que se creen obligados a estarte eternamente agradecidos, por una nada que uno se ha molestado en su favor. Bien buena gente que son, pobrecillos, lo mismo él que la mujer. Después de la canallada que les hicieron con la única hija que tenían, que era como para estar amargados ya para siempre y aborrecer a una nación entera.
—Algo he oído. ¿Qué fue concretamente?
—Un crimen que no se puede ni contar. Un sinvergüenza de Madrid que se fue con ella y le administró un abortivo y la mató. Algo horroroso. Con una hija única, ya ves.
—Me doy cuenta.
—Toma, pues igual que si se lo hicieran a mi Justi, Dios me libre. De lo que es eso, tan sólo puede darse cuenta el que tenga una hija, y tenga sólo ésa, como él y como yo. ¿No me comprendes? Por eso yo me hago la idea y me percato muy bien de lo que tiene que haber sufrido este pobre alemán. Y la resignación que se precisa para llevarlo como lo llevan los dos.
Lucio miró hacia el suelo y asentía. Hubo un silencio. Mauricio habló de nuevo:
—Ahora, eso sí, tiene un huerto que es un auténtico capricho. El tío debe de saber un rato largo de injertos y esas cosas. Bueno, tú ya lo has visto; si pasas en este tiempo, los árboles que tienen. Todos tan cuidaditos, todos con su papel untado de liga, para que no le suban las hormiguillas a comérsele la fruta, ¿eh?
—Desde luego madruga el tío más que nadie. Por muy temprano que pases, te lo ves allí siempre, a vueltas con la fruta. Así ya puede estar aquello en condiciones. Eso, las plantas lo agradecen, el que uno se moleste por ellas. La gente ésta, los alemanes quiero decir, tienen que ser muy trabajadores, todos ellos. Ya ves tú, con sesenta y cinco o cerca de setenta que debe de tener el hombre éste. Por eso se explica uno el que Alemania haya sido lo que ha sido y esté volviéndolo a ser en el momento que le han dejado las manos un poco sueltas.
—Ya; ¡parecido a nosotros…!
—Desde luego; por la otra punta. Ejemplo debíamos de tomar en muchas cosas; sin que se quieran poner comparaciones. En eso mismo que tú dices, ya ves, del agradecimiento.
—Que nada, que son otras costumbres, no hay que darle vueltas; que es otra educación muy distinta la que tienen. Y la perseverancia para todo. Aquí todo lo hacemos por las buenas, a tenor del capricho momentáneo. Y mañana ya estamos cansados.
—Claro, es un tesón y una constancia que aquí no lo hay. Hay otras cualidades, tampoco vas a negar; pero de eso de un día y otro y pun pun y dale que te pego… de eso nada, fíjate, ni noción. Aquí no hay nada de eso; la ventolera y listo el bote.
—Bueno, y lo mismo que son para el trabajo, pues igual las amistades. La misma cosa tienen. Ya ves tú, que aquí hasta ridículo parece, este hombre que te viene con ofrendas y con regalos todos los días, y eso sólo porque nosotros declaramos a favor en el pleito que tuvo; como era de razón además y sin faltar a la justicia de los hechos para un lado ni para otro, no te vayas a creer, cuando querían quitarle la casa. Que el mejor día se va a pensar la gente por ahí que nos tiene comprados o poco menos.
—Di que eso no es más que el hombre, pues que se debió de creer, como es lógico, que porque está en un país extranjero, iba a tener a todo el mundo en contra suya y a favor de la parte del que es oriundo de aquí. Y al ver que no, que había quien a pesar de todo sacaba la cara por él, pues se ha visto movido al agradecimiento; y es natural que pase así.
—Pero tú no te vayas a creer que yo tenía de antes amistad ninguna con él. Lo conocía, eso sí, de verlo para acá y para allá, que ya son unos cuantos años los que lleva en San Fernando. Pero los buenos días por la mañana y sanseacabó. Otro conocimiento no teníamos. Así que cuando tuve que declarar, lo hice por simple justicia, no creas que por amistad.
Lucio miró al ventero fijamente; le dijo:
—Pero tú ya sabías lo de la hija, cuando aquello del pleito. ¿A que ya te lo habían contado?
—¿Qué? Sí, hombre; si eso hace ya lo menos ocho años que pasó. ¿Por qué sacas eso ahora?
—Por nada. Porque sería lo que acabase de ponerte decididamente del lado del Esnáider, pese a que no te dieras cuenta; según te he oído que hablabas hace un momento.
Mauricio se cogía con los dedos el labio inferior. Reflexionaba; luego dijo:
—¿Eso es lo que tú piensas? Pues ni siquiera me acordé.
Miraba hacia la puerta y añadió:
—Pero tampoco quiero asegurarte una cosa ni la contraria. Vete tú a saber. Cualquiera sabe por qué hacemos las cosas.
Lucio habló lentamente:
—Yo jamás he creído en eso de obrar las personas con arreglo a la mera justicia. Al fin y al cabo no hay más justicia que la que uno lleva dentro —se señalaba el pecho con el índice—; y hasta los que proceden desinteresadamente, date cuenta, hasta ésos, tienen siempre, aunque parezca difícil, algún motivo escondido, de la clase que sea, para inclinarse a obrar de una manera, mejor que de la otra.
Mauricio lo miraba; contestó:
—Pero eso sí que no lo podemos saber, ni tú ni yo ni nadie.
—Pues más a mi favor, entonces.
*
Caminaban aguas abajo, entre los grupos de gente.
—No sé lo que los pasa hoy —dijo Mely—; están más empachosos…
Fernando devolvía de una patada una pelota que vino rodando hasta sus pies. Rebotó contra un árbol; un chaval protestaba: «¡Ahivá; si se descuida me la encuela!». Volvió Fernando junto a Mely.
—Estoy en forma —dijo—. ¿Me decías?
—Nada.
Mely llevaba las manos en los bolsillos de los pantalones. Inspeccionaba los grupos:
—¿Por dónde andarán esos otros?
—¿Qué otros?
—Samuel y compañía.
—Ya los verás, mujer. Después nos reunimos todos en el merendero. ¿Qué prisa tienes?
—Ah, no, ninguna.
—¿Pues entonces?
Llegaron al puntal de la arboleda. Atravesaban el estrecho puentecillo de tablas, salvando el brazo muerto. Era un entrante de agua sucia y quieta, que terminaba un poco más arriba, último resto del ramal que en el invierno corría separando de la tierra firme la isla donde estaba la arboleda. Ahora el ramal se hallaba seco en su mayor parte, de modo que la isla se unía con la tierra, salvo en este último trozo, donde formaba una península, comunicada a su vez por el puentecillo de madera.
—Está poco seguro —dijo Mely, mirando el agua oscura y verdinosa.
Ramas y ramas de arbustos crecían a la otra parte; sombras sucias, con colgajos de fusca y algas y ovas secas, como podridos festones, espuma de detritus vegetales, que habían dejado las crecidas, tiempo atrás. Lo cruzaban aprisa.
—Qué feo está por aquí…
Y de pronto una racha de música y estruendo les salía al camino. Vieron mesas, manteles a cuadros blancos y rojos, a la sombra del árbol inmenso, el rebullir de la gente sentada, el chocar de los vasos y los botellines, bajo la radio a toda voz. La explanada era un cuadrilátero, limitado cara al río por el malecón de las compuertas y encerrado por el ribazo y el ángulo que formaban las fachadas de las casetas de los merenderos, dispuestas en L, con sus paredes blancas, sus emparrados y sus letreros de añil. Había geranios. Mirando arriba, el árbol grande hacía como una cúpula verde, que todo lo amparaba. Se veían las ruedas dentadas de las compuertas, al extremo del malecón, y el agua honda, de color naranja, formaba remolinos, lamía y palpaba el zócalo de cemento que violentaba la corriente, encañonándola hacia el estrecho desagüe, donde rugía al liberarse de nuevo, saliendo de la presa. Pasaron a lo largo del malecón, bordeando las mesas, y algunos miraron a Mely y la seguían con los ojos. Mely se detenía en las compuertas y miró hacia las personas que todavía se tumbaban al sol sobre el plano inclinado de cemento, a la caída del dique.
—¿Lo ves? —preguntaba Fernando.
Mely no contestó; dejaba de mirar y reemprendió la marcha. El agua liberada se desparramaba de nuevo, pasada la compuerta, y el río volvía a sus islotes rojos, apenas salpicados de verde. Bordearon un trecho el canalillo que aprovechaba el agua del embalse y se desviaba hacia la derecha, y dejaban a sus espaldas el fragor de la compuerta, las voces y la música. Aquí la ribera era un llano, a nivel con el río, igual que la de enfrente.
—¡Qué emocionante! —dijo Mely—. Está bonito por aquí.
A la derecha, una hilera de chopos bordeaba el canalillo y se apartaba tierra adentro con él. Había menos gente; casi sólo unos grupos desperdigados de chavales, que andaban tirando piedras junto al agua, cazando o pescando quién sabe qué. Al fondo se divisaban los altos negrillos que ceñían las huertas; a la derecha, arriba, tapias y casas de San Fernando. Ahora vinieron claras por la pradera las notas de Siboney. Mely se puso a bailar en el medio del llano; cantaba:
—… aaal arrullo deee la palma, pienso en ti…
—¡Qué loca estás!
Miró a Fernando:
—Chico, es que se le van a una los pies.
—¡Qué locaza! —le repitió.
Mely reía. Miraron hacia el lugar de donde venía la música. Era otro merendero, aislado en el centro de aquella explanada, como a unos cien metros del río. Enseñaba un letrero muy grande: GRAN MERENDERO NUEVA YORK, decía en letras negras que escurrían un poco su pintura. Parecía una caseta de pescadores o huertanos. Había muy poca gente en las mesas de fuera. Mely volvió a bailar:
—… Siboney, yooo te quiero, yooo me muero, por tu amooor…
Había un ventanuco de tablas viejas, con una mancha de humo encima, sobre lo blanco del enlucido. Ya empezaban los chopos a estirar sus largas sombras hacia el Levante, pero aún el sol en lo alto giraba vertiginosamente sobre sí. Recalentaba la lana sucia de los eriales, las escurridas grupas de las lomas. Alguien lo hacía destellar un instante en el cinc de un cubo nuevo y en una racha de agua que fue a desparramarse contra el polvo; alguien lo hizo teñirse en lo rojo de un vaso levantado y apurado de pronto; alguien lo tuvo todavía en su pelo, en su espalda, en sus pendientes, como una mano mágica. Zumbaba sobre la tierra sordamente, como un enjambre legendario, con un denso, cansado, innumerable bordoneo de persistentes vibraciones de luz, sobre lo limpio y lo sucio, sobre lo nuevo y lo viejo, opacamente. Vieron siete cipreses que rebasaban una tapia amarillenta.
—Aquello debe de ser el cementerio.
Estaba junto a una casa de labor, sobre un viejo camino que descendía del pueblo al vado, perpendicular al Jarama.
—¡Qué divertido! —dijo Mely—; todos los pueblos tienen los cementerios en los altos, y aquí en cambio lo que está en alto es la población, y el cementerio lo tienen junto al río.
—Originales que son ellos, ahí donde los tienes. Pues si se descuidan, con un poquito suerte, les viene un año una riada de las buenas y se les lleva a todos los muertos por delante.
—Chico, pues mejor que se lleve a los muertos que no a los vivos.
—Pues también es verdad. Será la cuenta que se han echado ellos. A ver qué vida. Para que luego digan que en los pueblos son poco espabilados.
A través de la verja se veían las cruces de hierro; casi ninguna estaba derecha; despuntaban entre las altas hierbas bravías que se iban comiendo las sendas por entre las hileras de sepulcros. Colmenas de nichos, al fondo, y un blanco mate de mármoles pobres que destacaba extraño en algunas partes, entre hierro oxidado y ladrillos, malezas y abandono. Letreros, telas descoloridas, cintas, retratos, espigados floreros de cristal con flores secas, se entreveían allí, indefinidamente, sobre las lápidas blancas, en la cuadrícula uniforme de los nichos. Aún llegaba la radio, la música hasta allí, Siboney, los gritos de los muchachos en el río. Se paraban de pronto y caían, amortiguados, como nieve, sobre las cruces y la tierra de muertos. Pasó detrás de ellos un hombre con un borrico cargado de cañas verdes de maíz, con sus hojas, que restregándose hacían un ruido fresco sobre el trote menudo. El arriero oscuro caminaba de prisa; miró a los brazos de Mely fugazmente y arreó chicheando con la boca, volviendo de súbito la cara hacia el camino y apretando la marcha.
—«¡Qué solos se quedan los muertos…!» —recitaba Fernando con un tonillo enfático y burlón.
—Nos estamos poniendo románticos —dijo Mely riendo, al despegar sus mejillas del hierro de la verja—. Ya podíamos buscar otro sitio un poquito más alegre.
El canalillo que venía de la presa atravesaba el camino por debajo de un puente de viejos ladrillos y se metía en unos riegos muy cuidados, a la otra parte. Dos niños y una niña machacaban alguna cosa sobre el pretil. Miraron a Mely con descaro. Luego salían corriendo, bailones, hacia la casa y le zumbaban alguna burla indescifrable.
—Extrañan el que una lleve pantalones.
—Pues ya se acostumbrarán a verlos, de que vengan los yanquis a trabajar a Torrejón —dijo Fernando.
Ya regresaban lentamente.
—¿Qué yanquis?
—Los que traigan para construir el aeropuerto. Lo van a hacer por allí, por aquella parte —señalaba—. ¿No lo sabías?
—Pues, no. La política a mí… Yo sólo leo las carteleras de los cines.
—Pues hay que estar más al corriente, Mely.
—¿Más al corriente? ¡Anda éste! ¿Y para qué?
La música se había callado. Una voz clara y alta se disparaba hacia el campo abierto, anunciando el disco siguiente, con la lista de los tres o cuatro nombres de las personas a quienes iba dedicado, como si lo estuviesen escuchando desde allá lejos, escondidos o perdidos en alguna parte del río, agazapados tras de algún matorral de la llanura.
—A ver cuándo tienes un detalle y me dedicas un disco por la radio —dijo Mely.
—En cuanto que me sobren seis duretes; prometido.
La música volvió a sonar y luego una voz lenta que cantaba.
—Pues entonces para el año que viene…
Alguien chistó detrás de ellos. Se volvieron.
—¿Es a mí? —preguntaba Fernando señalándose el pecho con el índice.
Eran dos guardias civiles; habían aparecido por detrás del cementerio y venían hacia ellos. El más alto asentía, haciendo un gesto con las manos como si dijese «¿A quién va a ser?». Fernando les fue al encuentro y Mely se quedó atrás, mirando. Pero el alto le hizo una seña con el dedo:
—Y usted también, señorita, tenga la bondad.
—¿Yo? —dijo ella con reticencia; pero no se movía.
Los guardias y Fernando llegaron hasta ella. Fernando preguntaba con una voz cortés:
—¿Qué ocurre?
Pero el guardia se dirigía a Mely:
—¿No sabe que no se puede andar por aquí de esa manera?
—¿De qué manera?
—Así como va usted.
Le señalaba el busto, cubierto solamente por el traje de baño.
—Ah, pues lo siento, pero yo no sabía, la verdad.
—¿No lo sabía? —intervino el otro guardia más viejo, moviendo la cabeza, con la sonrisa de quien se carga de razón—. Pero si les hemos visto a ustedes desde ahí arriba, pegados a la cancela del cementerio. Y eso no me dirán que no lo saben, que ése no es el respeto. No es el decoro que se debe de guardar en los sitios así. ¿Me va a decir que eso no lo sabe? Es de sentido común.
Siguió el guardia más alto:
—Son cosas que las sabe todo el mundo. Un cementerio se debe respetarse, lo mismo que una iglesia, qué más da. Hay que guardar las composturas. Y además, mismo aquí, donde estamos ahora, ya no puede ir usted de la forma esa que va.
Terció Fernando, con buenas maneras:
—No, si es que mire usted; lo que ha pasado, sencillamente, es que veníamos dando un paseo, buscando a unos amigos, y nos hemos metido por aquí sin darnos cuenta. Eso es lo que ha pasado.
Contestó el guardia viejo:
—Pues otra vez hay que andarse con más precaución. Hay que estar más atentos de por dónde va uno. Nosotros tenemos la orden de que nadie se nos aparte de la vera del río sin vestirse del todo, como es debido —se dirigió a Mely—. Conque tenga usted la bondad de ponerse algo encima, si lo trae. De lo contrario, vuélvanse adonde estaban. Vaya, que ya no es usted ninguna niña.
Mely asintió secamente:
—Sí; si ya nos volvíamos.
—Dispensen —dijo Fernando—; para otra vez ya lo sabemos.
—Pues hala; pueden retirarse —les decía el más viejo, sacando la barbilla.
—Bueno, pues buenas tardes —dijo Fernando.
Mely giró sobre sus talones sin decir nada.
—Con Dios —los despedía el guardia viejo, con una voz aburrida.
Mely y Fernando anduvieron en silencio algunos pasos. Luego, a distancia suficiente, Fernando dijo:
—Vaya un par de golipos. Ya creí que nos echaban el multazo. Pues mira tú los cuartos del disco dedicado en qué me los iba yo a gastar. A punto has estado, hija mía, de quedarte sin disco.
—Pues mira —dijo ella, irritada—; preferiría cien veces sacudirme las pesetas y quedarme sin él, a dirigirme a ellos en la forma en que tú les has hablado.
—¿Cómo dices? ¿De qué manera les he hablado yo?
—Pues de ésa; acoquinadito, dejándote avasallar…
—Ah, ¿y cómo tenía que hablarles, según tú? ¡Mira que tienes unas cosas! A lo mejor querías que me encarase con ellos.
—No es necesario encararse; basta saber estar uno en su sitio, sin rebajarse ni poner esa voz de almíbar, para darles jabón. Además, no tenías por qué preocuparte, porque de todos modos la multa no la ibas a pagar de tu bolsillo. Yo no me dejo pagar ninguna multa de nadie.
Mely volvió la cabeza; los dos guardias civiles estaban parados todavía, mirando algo, más atrás. Les sacó la lengua. Fernando sonrió ásperamente:
—Pues mira, Mely, ¿sabes lo que te digo? Que te frían un churro. Me parece que conoces tú muy poquito de la vida.
—Más que tú, fíjate.
Fernando denegó con la cabeza.
—No tienes ni idea de con quién te gastas los cuartos, hija mía. Éstos tratan a la gente de la misma manera que los tratan los jefes a ellos y no están más que deseando de que alguien se soliviante o se les ponga flamenco para meterle el tubo, del mismo modo que se lo meten a ellos si se atreven a hacerlo con sus superiores. Todo el que está debajo anda buscando siempre alguien que esté más debajo todavía. ¿No lo has oído como han dicho «Ya pueden retirarse», lo mismo que si estuviéramos en un cuartel?
—Bueno, Fernando, pues yo no me dejo avasallar de nadie. Primero apoquino una multa, si es necesario, antes que rebajarme ante ninguna persona. Ésa es mi forma de ser y estoy yo muy a gusto con ella.
—Sí; lo que es, como fueras un hombre, ya me lo dirías. Di que porque eres mujer; da gracias a eso. Si te volvieras un hombre de pronto, ya verías qué rápido cambiabas de forma de pensar. O te iban a dar más palos que a una estera. Orgullosos, bastante más que tú, los he llegado a conocer; pero, amigo, en cuanto se llevaron un par de revolcones, escapado se les bajaron los humos. Daté perfecta cuenta de lo que te digo.
—Que sí, hombre, que sí; que ya me doy por enterada. Para ti la perra gorda.
Fernando la miró y le decía, tocándose la frente:
—Ay qué cabecita más dura la que tienes. Lo que a ti te hace falta es un novio que te meta en cintura.
—¿En cintura? —dijo Mely—. ¡Mira qué rico! O yo a él.
*
La campanilla de latón dorado repicaba contra el ladrillo renegrido de la estación, bajo el largo letrero donde ponía: «San Fernando de Henares-Coslada». La tercera estación desde Madrid; Vallecas, Vicálvaro, San Fernando de Henares-Coslada. Después el tren que venía de Madrid entraba rechinando a los andenes. En el tercera casi vacío, un viejo y una muchacha con una blusa amarilla, que traían a los pies un capacho de rombos de cuero negros y marrones, le dijeron adiós al de la chaqueta blanca, que había venido sentado en el asiento de enfrente. «Buen viaje», dijo él. Permaneció en el balconcillo hasta que el tren se detuvo. Se apearon diez o doce y salían cada uno por su lado, de la estación abierta al campo y al caserío disperso. Detrás, el tren arrancaba de nuevo; el individuo se paró junto a la caseta de la lampistería y volvió la cabeza: desde el vagón en marcha lo miraban la chica y el viejo. Luego salía por entre los dos edificios; para pasar apartó unas sábanas tendidas a lo largo. Había tres camionetas alineadas detrás de la estación; las gallinas picoteaban en el polvo, junto a los neumáticos. El pozo. Por la parte de atrás era una casa como otra cualquiera, con las viviendas de los de la Renfe, sus gallineros, el perejil en la ventana, sus barreños y sus peanas de lavar. Le gritaron desde lejos:
—¿Qué, a por la chavala?
Era una voz conocida; se volvió.
—¡Qué remedio! ¡Adiós, Lucas!
—¡Adiós; divertirse!
Tomó la carretera. Pasaba junto a tres pequeños chalets de fin de semana, casi nuevos; los jardincitos estaban muy a la vista, cercados de tela metálica. A la puerta de uno de ellos había un Buick reluciente, de dos plazas, celeste y amarillo. Se detuvo un momento a mirar la tapicería y el cuadro de mandos. Tenía radio. Luego miró por encima del duco brillante a las persianas entornadas del chalet. El sol aplastaba. Echó de nuevo a andar y se separaba con dos dedos el cuello de la camisa adherido a la piel por el sudor; se aflojó la corbata. Miró al suelo, las piedras angulosas desprendidas del piso. Cercas de tela metálica, persianas verdes, almendros. «Se venden huevos», decía en una pared, y en otra «Mercería». Llegaba al puentecillo donde empezaba un poco de cuesta; a la izquierda vio un trozo rojizo del río y el comienzo de la arboleda, los colores de la gente. Luego la quinta grande de Cocherito de Bilbao, con sus frondosos árboles, le tapaba la vista del río. El sol cegaba rechazado por una tapia blanquísima. Aparecía en el umbral.
—Muy buenas tardes.
—Buenas tardes, Manolo —dijo Lucio.
Mauricio lo había mirado apenas un instante.
—Hola, ¿qué hay? —murmuraba bajando los ojos hacia la pila del fregadero.
Se puso a enjuagar vasos. El otro se había detenido junto a Lucio; se pasaba la mano por la frente y resoplaba. Lucio lo miró.
—Claro, tanta corbata… —le decía—; se suda, es natural.
Manolo se sacó un pañuelo blanco del bolsillo superior de la americana; se lo pasaba por dentro del cuello de la camisa. Observaba a Mauricio.
—Me da fatiga de verlo —continuaba Lucio—. La prenda más inútil. Ni para ahorcarse vale, por ser corta.
—Costumbres —dijo Manolo.
—Exigencias que tiene la vida ciudadana; etiquetas que se debían de desterrar.
—Ya —se dirigió a Mauricio—. ¿Tiene usted la bondad de ponerme un buen vaso de agua fresquita?
Mauricio alzó los ojos.
—¿Fresquita? Será del tiempo.
—Bueno, sí; la que haya…
El otro llenó el vaso; «La que bebemos todos», murmuraba al dejarlo sobre el mostrador.
—¿Eh?, ¿cómo dice? No le he oído, señor Mauricio; ¿decía usted?
—Digo que el agua ésta es la que aquí bebemos todo el mundo. O sea, del tiempo. Fresquita, como tú la pides, no la hay. Como no sea la que hace el botijo, y que tampoco es una gran diferencia. Aparte que el que hacía ya el de tres este verano, se cascó la semana pasada y yo todo el verano comprando botijos no me estoy, francamente; con tres me creo que ya está bien.
—Pero que sí, señor Mauricio; si aquí nadie se queja.
—No, es que como pedías agua fresquita, por eso te lo digo, para que sepas lo que hay sobre el particular. Así es que ya lo has oído, aquí conforme esté del tiempo, pues así la tomamos. Ésa es la cosa. Agua fresca no hay.
Manolo sonreía forzadamente.
—Vaya, señor Mauricio, pero si el pedir yo agua fresquita no era más que por un decir. Como una frase hecha, ¿no me comprende?; que se viene a la boca el decirlo de esa manera, y nada más.
—Pues yo a lo que no es una cosa no lo llamo esa cosa. ¿Tiene sentido? Será una frase hecha o lo que quieras, pero yo cuando digo agua fresca es que la quiero fresca de verdad. Lo demás me parece como hablar un poquito a la tontuno, la verdad sea dicha.
—Bueno, que quiere usted liarme, está visto.
—¿Yo? Dios me libre. ¿Cómo se te ocurre?
Manolo lo miró con una sonrisa apagada.
—Lo veo. No me diga que no.
—¡Qué locura! Humor tendría yo para eso.
—El que tiene esta tarde.
—¿Eh? Sabe Dios. No está eso tan claro.
—Ah, pues yo creo que…
—Déjalo, anda. No averigües.
—Como usted quiera. Pero le advierto que a mí, vamos, que no se preocupe, quiero decir, que ya no me afecta la broma en absoluto, y soy capaz de tolerar a todo aquél que se divierta a costa mía, sin que ello me incomode. O sea, que yo también sé divertirme cuando quiero, ¿no me entiende?
—Pues yo me alegro, mozo. Más vale así. Tener uno un poquito picardía, para saberle hacer frente a los trances escabrosos del trato con los demás. Así se sobrelleva uno mejor. Porque a veces cuidado que hace falta correa. ¿No es verdad? ¡Pero mucha! Un rato largo de correa hay que tener.
Manolo puso de súbito una cara prevenida; tardó un poquito en contestar:
—Pues mire, le diré; yo ni correa siquiera necesito, porque las situaciones escabrosas me da por ignorarlas; vamos, que me las paso por debajo de la pierna…
—¿Sí? Pues hay que tener cuidado con creerse uno estar por encima de las cosas, porque hay peligro de que se pueda dar el caso de encontrarse uno mismo de pronto debajo de los pies.
—Algún incauto. Cabe en lo posible.
—Y el que se cree no serlo. ¡Ése también! Porque los hay que se creen de una listura desmedida y ésos son los más tontos de todos y se llevan el sandiazo en toda la cara en el momento en que menos se lo podían…
—¡Eh! ¡Ayudar aquí! —había dicho una voz exigente, por fuera de la puerta, golpeando con algo contra el quicio.
—¿Qué pasa?
Miraron hacia el umbral. Era uno que venía montado en una sillita de ruedas y otro vestido de negro, que sujetaba por la barra del respaldo la sillita, parada ante la puerta de la casa.
—¿No sale nadie, o qué? —apremiaba el inválido con nuevos golpes contra la madera.
—Son Coca y don Marcial —dijo Lucio.
Ya salía Manolo a echarles una mano. Manipularon afuera con la silla de ruedas y luego entraba el de negro, con el tullido en brazos. Era pequeño y contrahecho.
—¿Dónde le dejo esto? —preguntaba Manolo desde fuera.
El tullido se volvía hacia la puerta desde los brazos de don Marcial; gritó:
—¡Pues arrímalo ahí mismo, en cualquier parte! En dondequiera que lo dejes está bien.
Se dirigió a los de dentro, mientras el otro lo sentaba:
—Bueno, ¿qué pasa? ¿No hay puntos esta tarde? Poca animación se ve aquí hoy, para ser un domingo. Oye, me pones una copita de anís. ¿Tú qué tomas, Marcial? ¿Así que no hay contrarios esta tarde?
Don Marcial arrimaba contra la mesa la silla en la que había sentado a su compañero; dijo:
—Coñac a mí. ¿Qué se cuentan ustedes?
—Calor.
Don Marcial hacía sonar unas monedas, con la mano metida en el bolsillo de la americana. El tullido le decía a Manolo:
—A ti no se te podrá decirte nada de que te sientes un poquito a jugar al dominó, supongo, porque tendrás tus compromisos inevitables. Y a usted, don Lucio, menos. ¿Eh?
—No te hacen falta —dijo Mauricio—. Ahí dentro tienes a tu amadísimo Carmelo y a Claudio y a los otros.
—¡Ah, bueno! ¿Y qué hacen que no vienen? ¡En seguida hay que llamarlos!
—Están jugando a la rana en el jardín.
—¿A la rana? ¿Y qué más rana quieren, que jugar conmigo? ¡Aquí la única rana verdadera soy yo! No hay más ranas. ¿Se puede ser más? Si parece que acabo de salirme del charco en este mismo instante —se reía.
—Lo que alborota este medio hombre —decía don Marcial, llevándole la copa que Mauricio acababa de servir—. ¿Has visto un caso parecido? Toma, anda, toma; a ver si con eso te callas un poco y dejas respirar.
—¡Sanguinario…! —le contestaba el tullido, tirándole un pellizco al pantalón.
—Eres más malo que arrancado, Coca-Coña. Y como no se te puede pegar… —hacía el gesto de amenazarle con la mano—. De eso te vales tú, del medio hombre que eres. ¿Quién va a tener el valor de pegarle a una rana, como tú mismo acabas de decir?
—Bueno, pues eso de Coca-Coña vamos a dejarlo.
Don Marcial se reía, colocando su chaqueta en el respaldo de la silla.
—Ahí lo tienen ustedes: se pone un mote a sí mismo y después se cabrea si se lo dicen. ¿Has visto cosa igual?
Don Marcial se sentaba enfrente del inválido. Manolo preguntó:
—¿Ah, pero él mismo se inventó ese mote? ¿Pues cómo fue ocurrírsele?
—¿No lo sabe? Las cosas de éste. Nada, que un día, fue el verano pasado me parece, a principios, pues se ve el tío, ahí en la General, con el vehículo ese que se gasta para circular por el mundo, junto a otro carrito de ésos de Coca-Cola, ¿saben cuál digo?, que son colorados y con letras grandes… bueno, pues uno de ésos, y en eso están los dos carricoches a la par, pegando el uno con el otro, y va éste y se me pone, a mí y a otro que lo veníamos acompañando, conque nos salta: «Pues si esto es la Coca-Cola, yo entonces lo menos soy la Coca-Coña». Mire usted, no le digo aquella tarde, la pechada de reír… Y es que él se llama Coca de apellido; la doble coincidencia. ¿Qué le parece?
—Es humor, es humor —asentía Manolo.
—Bueno, pues ahora, de unos días a esta parte, le ha dado porque no se lo llamemos, ya ve usted. Así que ya no sabes, con éste, a qué carta quedar.
—Está ya muy gastado. Me sacáis otro mote o me llamáis por el de pila. Venga, y ahora zumbando a llamar a Carmelo. Arrea. Que se persone aquí en esta mesa, pero inmediatamente. Anda ya, no me seas parado. Lo agarras por una oreja y te lo traes.
Empujaba la mesa contra don Marcial, para obligarlo a que se levantase.
—Que voy hombre, que voy. Ya sabes que aquí estoy para lo que ordenes. Tú manda, y yo te obedeceré.
Se levantó y apuraba la copa y se iba hacia el jardín. Coca-Coña gritaba a sus espaldas:
—¡Y reclutas a todo el que te encuentres por ahí!
—Sí, pues también está el señor Esnáider, por cierto —dijo Mauricio—. Ése también es muy amigo de echarse una partida. A lo mejor se anima también.
—¿Ah, sí? ¡Huy, ése! ¡Buen vicioso que es! Me gusta a mí jugar con el señor Esnáider, pues ya lo creo. No hay más que hablar. Ya tenemos partida.
*
Los niños Ocaña miraban a los rostros de Justina y el carnicero alto.
—¡Ha ganado ésa! —decía Juanita.
Justina se volvió hacia Petrita y se agachaba para darle un beso.
—¿Y a ti también te gusta este juego, preciosa? ¿Querrías jugarlo tú?
—Tú ganas siempre, ¿verdad? —le decía la niña.
Justina le arreglaba el cuello del vestidito y le quitaba una hoja seca de madreselva de entre el pelo.
—No, mi vida —le dijo—; también pierdo, otras veces.
Juanito y Amadeo se peleaban, disputándose los tejos, por el suelo del jardín; restregaban en la enramada sus espaldas desnudas y enrojecidas por el sol. Azufre saltaba en torno, meneando la cola; quería jugar con ellos.
—Juega como los ángeles, la chica —dijo Petra en la mesa.
Sergio asentía:
—Primorosamente.
Mauricio había traído las copas y los cafés.
—Un juego que de siempre ha existido, ahí donde lo tienes —comentaba Felipe—. No se pasa de moda.
—Ya. No como el futbolín y estos enredos de hoy en día, que tan pronto hay la fiebre de ellos entre la juventud, como de golpe desaparecen el día menos pensado.
—Y son el pierdetiempo más grande y el mal ejemplo de los chicos —dijo Petra—. Pervierten a la infancia.
—¿Pues no te acuerdas tú, Sergio, de los tiempos aquéllos del yoyó, muy poco antes de empezar la guerra? —le decía Felipe a su hermano.
—Sí que me acuerdo, sí.
—Pues cuidado que era aquello también un invento ridículo del todo. Todo el mundo con el dichoso cacharrito y venga de darle para arriba y para abajo de la mañana a la noche.
Sergio dijo:
—Es que la sociedad está desquiciada; se dejan contagiar de la primera cosita que sale, y hala, todos a hacer lo mismo, como grullas.
—Que el público de las ciudades está estragado ya de tanta cosa, y en cuanto surge la más pequeña novedad, allá van todos de cabeza, para luego aburrirse de eso también.
—Ya. ¿Pues sabes tú, ahora que me acuerdo, quién le tenía mucha afición a esto mismo de la rana? —dijo Sergio—. ¿Tú no recuerdas aquel amiguete, un chico rubio, que solía andar conmigo, de soltero, cuando vivíais vosotros todavía en la calle del Águila?
—Sí, sé cual dices. Uno que era también representante de otra cosa; espérate… de colonias o no sé qué.
—Perfumería. El mismo. Natalio se llamaba. Pues jugaba pero una maravilla, el elemento aquél. Decía, yo no lo vi, que había llegado a meter los diez tejos por la boca de la rana. Serían faroles, pudiera; el caso es que él te lo afirmaba y yo lo vi jugar y si los diez no los metía, por lo menos no había quién le echase la pata, desde luego.
—Pues sí, hombre, si yo lo he vuelto a saludar no hace mucho a ese tu Natalio. Verás, me lo he topado últimamente un par de veces lo menos. Pues esta Semana Santa, la última vez, estando vosotros dos en Barcelona.
—Hombre, me gustaría saber su vida ahora y cómo le marcha. ¿Llegaste a hablar con él?
—No; sólo adiós y adiós. Lo único que te puedo decir es que el tío parecía un marqués, de lo pincho que iba.
—¿Bien vestido?
—Tirándolo. Pero a mí la impresión que me dio, si quieres te diga, es que ése debe de ser de los que pasan hambre en casa, con tal de ir bien vestido por la calle. Nada más verlo, ésa fue la sensación.
—Nada, hombre, que habrá prosperado.
—No, señor, una cosa que se nota en seguida; a la primera se distingue el que va bien puesto porque hay un bienestar y un desahogo, ya me entiendes, del que tiene que hacer verdaderos sacrificios paca poderse vestir mejor de lo que pertenece con arreglo a los ingresos que percibe.
—Vaya, en seguida lo quieres saber todo, tú también —dijo Sergio—. ¿Cómo vas tú a conocer ahora interioridades de la gente con sólo saludarlos por la calle?
—Hombre, ¿pero no ves que a fuerza de llevar el coche y venga de ver personas todo el día, acaba uno conociendo el paño y con bastante ojo clínico para saberme los puntos que calza cada cual? Figúrate si no voy a saber que ese Natalio tuyo no gana ni la cuarta parte de lo que quiere aparentar.
—Bueno, pues, aunque sea como tú dices, con su cuenta y razón, que lo hará, el pobre hombre. Y no anda descaminado ni muchísimo menos. No te creas que será por presunción ni por el gusto de fardar. Lo que pasa es que sabe que la representación es uno de los requisitos más indispensables para abrirse camino por la vida. Y más en nuestra profesión que no en otra ninguna.
—¿La representación…?
—Ah, pues que no te quepa duda. Parecerá una tontería, pero tú entras en un sitio cualquiera bien vestido y con buena producción, ¿eh?, un agrado, interesante, una conversación, una cosa, ya me entiendes, y te hacen mil veces más caso, y en el negocio vendes mucho más que no si te presentas desarreglado, ahí de cualquier manera y no vas más que derecho al asunto.
—Pues lo que es eso, tampoco lo veo yo bien, que sea como tú dices. Tendrá que ver una cosa con la otra.
—Pero así es el comercio, Felipe, hoy en día. ¿Qué le vamos a hacer? Ni tú ni yo podemos arreglarlo. Así es que uno no tiene más remedio que ajustarse a la realidad de la vida y someterse a hacer las cosas de la forma que te lo exigen las circunstancias.
—Pero eso no tiene justificación…
—Pero si ya lo sé, Felipe, si estoy de acuerdo contigo; lo sabemos que uno es el mismo y que vales igual con una ropa o con la otra, y conformes en que el género es el mismo también y que si es bueno no lo mejoras con ir bien vestido, ni si es malo tampoco. Pero eso lo decimos tú y yo, aquí sentados, ahora mismo y fumándonos un puro, en una conversación particular. Pero anda y descuídate tú, al andar por ahí, y ya verás como te marchas a pique en tres días. Desengáñate, que la realidad no es más que ésa. La apariencia es lo que manda, hoy por hoy; y quien dice en el comercio, dice en todas las facetas de la vida humana.
—Bueno, ahí ya, no exageremos tampoco; que todavía en muchos sitios vale uno por lo que vale. En el comercio, sea, si tú te empeñas; eso tú lo sabrás mejor que yo. En lo demás, alto ahí; no me vengas ahora. Ya es demasiado querer cortarlo todo por el mismo patrón.
—Que sí, hombre, que sí, más o menos en todo. En todo. No sé qué idea tienes tú formulada. ¿A que si tú te abandonas un par de días y no le estás pasando a todas horas la gamuza a la pintura del coche, no cargas ni la cuarta parte de público? O, por ejemplo, vete tú a compararte con los que tienen ahora los coches esos nuevos. Ponte con uno de ellos, a ver cuál echa más viajes.
Petra intervino, asintiendo a su cuñado:
—¿Lo ves? ¡Pues claro! No, si es inútil, Sergio, es inútil; no sirve discutir. Si no lo vas a apear de su convencimiento. ¡Quizá que no se lo tengo yo dicho eso un montón de veces, pero grande! Lo menos cinco años que se lo vengo diciendo ya: «Vamos a hacer un esfuerzo, Felipe, unas economías, y solicitas otro coche, ahora que dan esos Renoles tan estupendos, y con tantas facilidades, para uno mismo irlo amortiguando sin apercibirse…», qué sé yo la montaña de veces que se lo tengo repetido hasta la saciedad. Pues nada, a tirar con el que tiene, hasta que se le caiga a cachitos por esa Gran Vía. Y luego, tú me dirás, querido Sergio, lo que hacemos luego; de qué van a vivir estas criaturas, el día en que el trasto ése diga que no, que de aquí ya no paso, y no dé un paso más. Pues todo eso por pura cabezonería, ya te digo. Vamos, es que hace falta… Sin un ahorro ni una nada para el porvenir…
—Bueno, hija, esto no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando. No sé a qué viene sacar ahora todo eso, la verdad.
—¡Pues viene a lo que viene! Que parece mentira que con cuatro hijos y que tenga tan poquísima responsabilidad, ni echar una miradita hacia el día de mañana. Mira cómo no soy yo sola la que te lo dice, luego son cosas que yo no me invento; mira cómo tu hermano me da también la razón.
—Pero bueno, mujer, ¿en qué te da mi hermano la razón, si es que puede saberse? Si Sergio no ha mencionado una palabra de este asunto. A ver si estás un poco a lo que se habla; que es que te metes en cuña, tú también, para arrimar el ascua a tu sardina. No estás más que esperando la palabra propicia para colarte con lo tuyo, y sacarnos de quicio las conversaciones.
—¡Tendrá valor…! ¿Serás capaz ahora de decirme en la cara que tu hermano no habló de los Renoles nuevos? Pero ¡cómo eres, hay que ver! ¿Tú te das cuenta cómo eres? ¡Si eres tú el que no escuchas más que aquello que te interesa de escuchar! Y yo, porque te digo las verdades, ya por eso soy yo la que desvía las conversaciones. ¡Si además ya lo sé; si te conozco, hijo mío, te conozco!
—Pero no os exacerbéis ahora por una tontería, mujer —terciaba Sergio.
—No es tontería, cuñado; por desgracia, no es ninguna tontería. ¡Pues tú dirás a ver! Sobre ascuas me tiene a mí ya, con este asunto. Ni descansar por la noche no me deja, cada vez que me pongo a acordarme del día en que la diligencia ésa termine de descomponerse por completo. ¡No quiero ni pensarlo…! —se cubría los ojos con las manos, con gesto de sibila, como para ocultarse la siniestra visión del porvenir—. Que sólo de lo que se lleva en reparaciones, sólo de lo que se lleva en reparaciones, date cuenta, hoy por hoy, teníamos ya el Renol en propiedad. Como lo oyes.
—¿Pero entiendes tú algo de coches, mujer, para hablar tanto como hablas? ¿Entiendes algo? ¡Di! ¿Es que vas a enseñarme a mí la mecánica, ahora?
—La mecánica, no. Ni lo pretendo. Sino la responsabilidad y el cálculo de un padre de familia. ¡Eso sí! Que debías de tenerlos y no los tienes.
Felipe se volvía hacia su hermano:
—Doce años, ¿qué te parece?, que lleva uno bregando con ese mismo coche para que ahora me vengan a decirme lo que he de hacer con él.
—¿Lo ves cómo eres tú el que desvía las conversaciones? ¿Te das cuenta, ahora? Mira cómo te llamas al otro lado y te echas afuera en seguida, en cuanto que te hablan de lo que no te gusta oír. Si es tontería, Sergio, ya lo ves tú; con este hombre no hay manera, no hay manera… No sacas nada en limpio. Vamos, que dime tú, Nineta, si hay derecho —movía la cabeza a un lado y a otro—, con cuatro hijos en casa… Yo es que…
Nineta dijo:
—Mira, es verdad esto que dice Petra, ¿eh, Felipe? Es necesaria una pequeña seguridad para el futuro. Debes tomar un nuevo automóvil. Verás que has de quedar contento y después no te sabrá mal el habert…
Se oyó la voz de Felisita:
—No llores, mamá, ¿por qué lloras?, anda…
Petra ya se limpiaba los ojos con un pañuelo; levantó la cabeza.
—No lloro, hija mía. ¡Yo qué voy a llorar! Tu padre el que me… Bueno, nada; qué más da.
Volvía hacia el jardín los ojos enrojecidos.
—Vaya por Dios —dijo Sergio en voz baja.
Ocaña se revolvía en su silla, con una actitud de fastidio. Nineta había cogido la mano de su cuñada, encima de la mesa, y la tuvo apretada entre las suyas.
Ahora aparecía don Marcial por la puerta del pasillo. Saludó hacia la mesa, con un brevísimo cabeceo. Los niños de Ocaña se revolcaban, recogiendo los tejos.
—Yo soy el ojo derecho de mi papá —le decía Petrita a Justina, abrazándola por las piernas—. ¿Sabes?
Justina se reía.
—¿Y a ti quién te lo ha dicho?
—Mi papá.
Don Marcial había agarrado a Carmelo por el cuello y ya se lo llevaba hacia la casa. Se detuvo un momento al pasar junto a Justina y le decía al lado de la oreja, con una media voz confidencial:
—Ahí adentro está tu prometido. No sé si lo sabes.
Justina echó una rápida mirada hacia la puerta del pasillo.
—Pues que se espere —contestó.
Felipe Ocaña jugaba con la copa vacía y la ponía del derecho y del revés. Apagó el puro contra la pata de la silla. Azufre hacía amagos, saltaba y tomaba actitudes de juego ante las niñas de Ocaña, pero no le hacían caso. Al fin el perro puso las patas delanteras contra la espalda desnuda de Amadeo.
—¡Peeerrro…!
Salieron corriendo los dos hermanos tras el perro que huía. Petrita pateó sobre la tierra, agarrada al regazo de Justina, y le decía apresurada:
—Cógeme, cógeme…
Justina la cogió en brazos y Petrita miraba, desde lo alto, a sus hermanos que corrían por todo el jardín. La niña se reía girando bruscamente la cabeza a un lado y a otro de la cara de Justina, para seguir las carreras, los quiebros y los brincos de Azufre, jugando con Juanito y Amadeo.
—Me vas a dar un cabezazo, criatura.
Dijo Sergio:
—Pues no quedó mal día. Y este emparrado, parece que no, pero quita bastante.
Nadie le contestó. Nineta tocaba el borde del vestido de su cuñada.
—¿Es ésta la falda que tú misma te cortaste?
—Sí, ésta es.
—Ah, pues mira qué mona te ha salido, ¿eh?
El carnicero Claudio lanzaba los tejos; se le cruzaban el perro y los niños y tuvo que interrumpir la tirada.
—Llama a ese bicho, tú. No nos hagáis sabotaje, ahora, valiéndote del perro.
—¡Azufre! ¡Ven acá! ¡Quieto, Azufre! —le gritó el Chamarís.
—¿No veis que están jugando? —decía desde la mesa la mujer de Ocaña—. ¿Por qué molestáis? ¿Por qué tenéis que estar en medio siempre? ¡Aquí ahora mismo!
Amadeo y Juanito obedecieron a su madre; y Azufre a su dueño. Luego ellos miraban al perro, tendido junto a la enramada, al otro lado del jardín.
*
Faustina, en pie junto a la mesa, secaba los cubiertos con un paño y los ponía sobre el hule, delante de las manos de Schneider. Él estaba sentado, con el sobado flexible de paja sucia encima de las piernas.
—Esta semana, sin falta —decía Faustina—, el jueves a lo más tardar, paso a verla; se lo prometo. El primer día que me empareje bien.
Las pieles de dos o tres higos estaban aún sobre el hule.
—Frau Berta ya vieja, pobrecita —decía Schneider—; no conviene que sale mucho. Yo más fuerte.
—Usted está hecho un mocito todavía.
—Yo come la fruta mía y esto es sano para mi cuerpo —reía con su breve y mecánica carcajada—. Por esto que yo traigo a usted.
—Sí, lo que es yo, señor Esnáider, no es por quitarle el mérito a la fruta, pero ni con esto ni con nada me pongo buena ya. Llevo tres años que desconozco lo que es salud.
Se había detenido, bajando el paño al costado, para mover la cabeza en conmiseración. Después suspiraba y cogió otro cubierto de la pila.
—Usted, señora Fausta, ha de vivir hasta noventa años —decía Schneider, con todos los dedos de las dos manos extendidos—. Y si usted autoriza un poco, yo fumo ahora un cigarrito, ¿eh?
—No tiene ni que pedirlo. Faltaría más.
—Bien, muchas gracias.
Se buscó la petaca en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Así que los domingos se queda en casa ella sólita. Pues ya siento yo que me coincida justamente los domingos los días en que tengo más quehacer. De buena gana me acercaba a echar un ratito.
—Oh, ella cose, lee, piensa —liaba su cigarrillo con cuidado—. Ella es sentada tranquilamente en la silla, a coser. Todos remiendos —levantó el brazo del hule para enseñar la manga de su chaqueta, raída y recosida—. Ya nada comprar nuevo, hasta la muerte. Sólo coser, coser, coser —daba puntadas imaginarias en el aire—. Ropa vieja, como viejo Schneider, como la vieja esposa. Ropa durar hasta que viene la muerte. Ya no gastar dinero; sólo coser, coser, coser.
Faustina recogió de la mesa las pieles de los higos y las tiró por una ventanita que estaba encima del fogón. Vino del otro lado una escandalera de gallinas.
—Sí, los viejos, ya no nos hace falta presumir.
Destapó un pucherito en la lumbre, y colocó el contenido en un vaso, a través de la manga del café. Después se lo puso a Schneider sobre el hule, con un plato, azúcar y una cucharilla.
—Café de Portugal —le dijo—. A ver si le gusta.
—Danke schön —contestó rápidamente—. Café de la señora Faustina, siempre suculento.
Se echaba azúcar y se reía. Faustina se sentó enfrente, con los brazos cruzados sobre el hule. Revolvió Schneider el azúcar y se llevó a la boca una cucharadita de café.
—¿Qué tal?
Schneider paladeaba. Movió la cucharilla tres veces en el aire, como una batuta, diciendo:
—Bueno. Bueno. Bueno.
—Me alegro de que le guste. Usted de esto a mi marido ni palabra; que lo compré a espaldas suyas y si se entera, se acabó en dos días.
Alzó los ojos. Entraban en la cocina Carmelo y don Marcial:
—Buenas tardes.
Schneider se volvió en la silla, hacia la puerta:
—Oh, estos amigos míos. Yo me alegro mucho. ¿Están bien? ¿Están bien?
Saludaba sonriendo a uno y a otro, con cortas inclinaciones de cabeza.
—¿Qué tal, señor Esnáider? —le decía don Marcial—. Usted aquí, tomándose su cafetito, ¿eh? Lo tratan bien en esta casa, me parece; ¡se quejará!
—Oh, no, no; absolutamente —y se reía.
Luego le puso a don Marcial el índice en el pecho y añadió a golpecitos:
—Yo adivino la causa de su venida aquí.
Y riéndose una vez más se volvía de nuevo hacia el vaso humeante.
—¡Eh, qué bien lo sabe! Y qué contento se pone, mirarlo. Pero no tenga prisa; tómese despacito su café, que se va usted a abrasar.
Carmelo sonreía sin decir nada. Faustina dijo:
—Ya han tenido que venir ustedes a trastocármelo, con el juego dichoso, que ya no hay forma de que se tome tranquilo ni el café.
Schneider apuró el vaso y se levantaba diciendo:
—Y esta causa es para una contienda de dómino. Y yo dispuesto, cuando ustedes quieren.
Cogió el sombrero y se volvió a Faustina, con una reverencia:
—Señora Faustina, yo soy muy agradecido a su café.
Señaló hacia la puerta con la mano extendida, ofreciéndoles el paso a los otros, ceremoniosamente.
—Usted primero —le dijo don Marcial.
Y salieron los tres de la cocina. Coca-Coña gritaba, al verlos llegar:
—¡Esas fichas, a ver! ¡Ya están aquí los puntos! ¿Qué pasa, señor Esnáider? ¿Dispuesto a la pelea?
—Esto mismo —le contestaba.
A Coca-Coña el borde del mármol le tocaba en la parte más alta del pecho, y apenas le asomaban los hombros por encima de la mesa, con aquella cabeza sin cuello, incrustada en el tórax. Los dos brazos nadaban sobre el mármol, revolviendo las fichas.
—Las dos más altas juegan juntos —dijo.
Entraba un individuo con mono azul grasiento y la frente sudada. Saludó.
—¿Hoy también? —le preguntaba Lucio.
—Hoy también, señor Lucio. Ni domingos. Ahora mismo he dejado el camión.
A Schneider le tocó con don Marcial.
—Siéntate ahí, Carmelo —decía Coca-Coña—. Verás hoy éstos, adónde van a ir.
Manolo restregaba el zapato contra el cemento del piso. Luego le dijo al ventero:
—Pues yo, con su permiso, voy a pasar.
—Bueno, hombre; haz lo que quieras.
Cuando hubo salido Manolo, Mauricio decía:
—Qué elemento.
—Vaya, la tienes cogida con el chico. Es una cosa corriente. Nadie aguanta a los yernos así como así. Aunque fuese más bueno que San Antonio.
—¡Nada de San Antonio! Este tío es un piernas. Un cursi de aquí a Lima. Yo no lo puedo ver delante, te lo juro, con esa jeta de yeso que exhibe el gachó.
—Pues ya verá cómo se lo agradece —le dijo el chófer—, el día en que le den un nietecillo y lo vea usted correr por aquí.
Mauricio le puso un vaso:
—¿Por aquí? Lo que es como saliera a su padre, poquito abuelo me parece que iba a tener esa criatura. Vaya una alhaja que sería. Cosa de ver.
—Es que sacas hasta mal corazón. Aborrecer así de antemano a una pobre criatura que no está ni siquiera encargada.
El seis doble le había tocado a don Marcial.
—Ahí va eso —decía, poniéndolo en la mesa con un gesto de asco, como quien deposita alguna cucaracha.
Coca-Coña examinaba su juego:
—Se te contesta rápido.
Schneider colocaba las fichas muy delicadamente, pero Coca-Coña pegaba unos fichazos como disparos de escopeta.
—¡Ahí está el firme! —gritaba después.
—¿Pero qué firme? —le dijo don Marcial—. Hasta los firmes de la casa te vas a cargar tú, con esos golpes. ¿No te es lo mismo pegar más suavecito?
—¿Cómo iba a ser lo mismo? ¡Vale el doble, una ficha bien pegada! Os tenemos comida la moral y por eso protestáis.
Schneider reía y colocaba su ficha, discretamente.
—Y usted no se ría; que ahora mismo lo voy a hacer pasar. En esta vuelta que viene.
—Esto yo dudo —contestaba el otro, revisando su juego—. No creo que yo va a pasar.
—Pues ya lo va usted a ver.
Carmelo se divertía con Coca-Coña y lo miraba, como muy satisfecho de tenerlo por compañero en la partida.
Pero luego, al cerrarse la mano, Coca-Coña rompió a grandes voces:
—¡Cagüen La Mar! ¡Ya metiste la pata, alma mía! ¿En qué estarás pensando? ¡Que no te enteras! Si ves que a pitos están ellos, pues pon la séptima, coño, aunque sea, antes que abrirlos el juego otra vez. ¿Para qué te hacía falta la séptima de cuatro, a estas alturas? Como no la estuvieras conservando para la vuelta que viene… Si es que pretendes ser demás de listo ya. ¡Te pasas! ¡Cencerro! ¡Alobao…!
—Eh, tú, que ya está bien —cortaba don Marcial—. Cuidado que tienes mal perder. ¿A qué le insultas a Carmelo? Eres igual que las mujeres, que siempre se aprovechan de que son débiles para faltarle a todo el mundo; de ahí sacan ellas la fuerza. Pues tú lo mismo. Te atreves a regañarle a Carmelo porque sabes que no te puede cascar, porque eres una jodía rana entumecida que no tienes ni media bofetada.
—¡Una rana, una rana! ¡Menea ya las fichas y cállate, administrador! ¡Yo soy una rana en seco, pero tú eres un sapo enjugado, ya lo sabes!
—Chss; asunto profesión no te metas. Ya sabes que no me hacen gracia las bromas sobre este particular.
—Venga; yo salgo —cortaba Coca-Coña—. ¡A cincos!
Marcó un fichazo seco contra el mármol.
*
—¿Y qué hay de vuestra boda, Miguel? —preguntó Sebastián.
Miguel estaba tendido, con el antebrazo derecho sobre los párpados cerrados; dijo:
—Qué sé yo. No me hables de bodas ahora. Hoy es fiesta.
—Pues tú estás bien. No sé yo qué problema es el que tenéis. Ya quisiéramos estar como tu novia y tú.
—Ca, no lo pienses tan sencillo.
—Pues la posición que tú tienes…
—Eso no quiere decir nada, Sebas. Son otros muchos factores con los que tiene uno que contar. Uno no vive solo, y cuando en una casa están acostumbrados a que entre un sueldo más, se les hace muy cuesta arriba resignarse a perderlo de la noche a la mañana. Eso aparte otras complicaciones, que no sé yo, un lío.
—Pues yo no es que quiera meterme en la vida de nadie, pero, chico, te digo mi verdad: yo creo que uno en un momento dado tiene derecho a casarse como sea. O vamos, compréndeme, a no ser que tenga responsabilidades mayores, por caso, enfermos o cosa así. Pero si es sólo cuestión de que se vayan a ver un poquito más estrechos, ¿eh?, económicamente, yo creo que hay que dejarse de contemplaciones y cortar por lo sano. Que les quitas un sueldo con el que han estado contando hasta hoy; bueno, pues ¡qué se le va a hacer! Todos tienen derecho a la vida. Y también, si te vas, es una boca menos a la mesa. Por eso te digo; yo que tú, no sé las cosas, ¿verdad?, pero vamos, que respecto a la familia, me liaba la manta a la cabeza y podían cantar misa. Mi criterio por lo menos es ése, ¿eh?, mi criterio.
—Eso sé dice pronto. Pero las cosas no son tan simples, Sebastián. Desde fuera nadie se puede dar una idea de los tejemanejes y las luchas que existen dentro de una casa. Aun queriéndose. Las mil pequeñas cosas y los tiquismiquis que andan de un lado para otro todo el día, cuando se vive en una familia de más de cuatro y más de cinco personas. No creas que es cosa fácil.
—Si eso ya lo sabemos, pero con todo eso hay que arrostrar.
—Que no, hombre, que no; prefiere uno fastidiarse y esperar el momento oportuno.
Alicia bostezó, dándose con los dedos sobre la boca abierta. Miró hacia el río. Luego le dijo a Sebas, moviendo la cabeza hacia los lados:
—No le hagas caso, Sebastián. Déjale. Lo importante no son las razones, este o aquel motivo. El quid de la cuestión está en lo que más pueda para uno. Uno está siempre propenso a disculparse en aquello que más tira de él. Lo que se habla por la boca no obedece más que a eso. Y para todo se encuentra explicación.
Sebas le dio a Miguel en el brazo:
—Toma del frasco, Carrasco. Tiran con bala, niño. Menuda. Ésa es de las que pican. Para que luego digamos que las mujeres todo se lo creen.
Miguel sonrió torcido; miró a su novia encima de su cabeza y se puso serio:
—Estáis hablando de lo que no sabéis. Era mejor si no sacabas esta conversación a relucir. Ya te lo dije.
—Tú la has seguido, Miguel. A mí no me digas nada. Yo te advertí, lo primero, que no era con ánimo de entrometerme en la vida de nadie. Si te ha escocido lo que ha dicho tu novia, conmigo allá películas.
—Anda, mira, date una vuelta, ¿sabes? Déjame ya. Habéis metido la pata y se ha terminado.
—¡Jo, qué tío! —dijo—. Ahora se pone que yo he metido la pata. ¿No te fastidia? Ahora las paga conmigo. No se le puede ni tocar.
Miguel no contestaba. Intervino Paulina:
—Tiene razón. Tú no tenías por qué querer arreglarle la vida a nadie. Bastante tienes ya con la tuya, para meterte a redentor de la ajena. Te contestan por pura educación, pero tú has estado inoportuno, eso no quiere decir.
—¿Tú también? Pues vaya una forma de cogerlo entre medias a uno. No lo entiendo, te juro.
—Está bien claro —dijo Miguel—. Más claro no han podido decírtelo. Cuando tu novia te lo dice, por algo será, Sebastián.
Alicia dijo:
—Mira Miguel, a ti el que no te conozca que no te compre.
—No estoy hablando contigo, Alicia. Tú ya has hablado de más. Así que mutis por el foro.
—Pero bueno, Miguel —dijo Sebas—, yo lo que digo es una cosa: ¿somos amigos, sí o no? Porque es que si lo somos, como yo me lo tengo creído, no comprendo a qué viene todo esto, francamente. Que no podamos tener ni un cambio de impresiones sobre las cosas de cada cual.
—No lo comprendes, ¿eh? —Miguel hizo una pausa y resopló por la nariz, suspirando; levantó el torso sobre los codos y miró a todas partes, hacia el río y los puentes—. Pues yo tampoco, Sebas, si quieres que te diga la verdad. Es que está uno muy quemado. Eso es lo único que pasa. Y ya no quieres ni oír hablar de lo que te preocupa —se pasó por la frente una mano y buscó el sol con la vista, por encima de los árboles—. Complicaciones no las quiere nadie. Y tú tienes razón y ésta tiene razón, y yo, y aquel de más allá. Y al mismo tiempo no la tiene nadie, pasa eso. Por eso no gusta hablar. Así es que no te incomodes conmigo. Ya lo sabes de siempre que…
Sonrió con franqueza. Sebas habló:
—Chico, es que das unos cortes que lo dejas a uno patidifuso. Te pones la mar de serio y de incongruente. Pero por mi parte, figúrate. Mejor lo sabes tú. Por descontado, desde luego, y además…
Miguel lo interrumpía:
—Acaba ya, que apestas. No se hable más. Saca tabaco, anda.
—A saber dónde andarán esos otros —dijo Paulina.
Sebastián se acercó a asomarse al otro tronco para ofrecer tabaco a Santos. Estaban Carmen y él muy mimosos, haciéndose caricias.
—¡Eh! —dijo Sebas—; a ver si os vais a dar el lote ahora, aquí, en público. ¿Quieres fumar?
—¿Es a mí?
—No, será a aquel otro.
—Gracias, chato. De momento no fumo.
—Bueno, pues hasta luego, ¿eh? A disfrutar.
Sebastián volvió de nuevo hacia su corro. Alicia le preguntó:
—¿Qué es lo que hablabas con ellos?
—Nada, que están ahí a novio libre.
—Pues tú déjalos a los chicos, que ellos vivan su vida.
—A buena parte vas. Pierde cuidado, que ya se encargan ellos de vivirla.
—Pero a base de bien —dijo Miguel—. Chico, en mi vida he visto otra pareja más colados el uno por el otro.
—Pues di que está la vida hoy en día como para eso —comentaba Paulina.
—Mujer, si no se tiene un poquito de expansión de vez en cuando —replicaba Miguel—, saltas del sábado al lunes que ni te enteras de que estás en el mundo.
—Pues lo que es él, me parece a mí que está para pocas. El mejor día le da un patatús.
—Ca. Si lo vieron por la pantalla este invierno, y está más sano que sano —dijo Sebas—. No le encontraron nada. Los pies sucios. No es más que la constitución esa que tiene, que se ve que no es de engordar.
—Lo que yo no acabo de ver claro —dijo Paulina— es la vida que se traen, ni lo que piensan para el porvenir. Llevan de novios un par de años lo menos y antes los matan que ocurrírseles apartar una peseta.
—Pues eso ya es peor —comentó Alicia.
—Como lo oyes —decía Sebastián—. No le escuece el bolsillo a éste. Lo mismo para irse con la novia a bailar a una sala de fiestas de las caras, o comprarla regalos, que para alternar con nosotros por los bares.
—Pues mira, si a él le parece que puede hacerlo, hace bien. Eso nadie lo puede achacar como un defecto —dijo Miguel.
—Déjate. Aquí el que más y el que menos sabemos lo que es tener diez duros en la cartera. Y lo que escuecen. Pero eso no quita tampoco para que sepamos también pensar en el mañana —le replicaba Sebastián.
—¡En el mañana…! —decía Miguel echando atrás la cabeza—. Demasiado nos estamos ya siempre atormentando la sesera con el dichoso mañana. ¿Y hoy qué? ¿Que lo parta un rayo? Di tú que el día que quieras darte cuenta, te llega un camión y te deja planchado en mitad de la calle. Y resulta que has hecho el canelo toda tu vida. Has hecho un pan como unas hostias. También sería una triste gracia. Ya está bien; ¡qué demonios de cavilar y echar cuentas con el mañana puñetero! De aquí a cien años todos calvos. Ésa es la vida y nada más. Pues claro está que sí.
Sebastián lo miraba pensativo y habló:
—Ya ves, lo que es en eso, Miguel, no estoy contigo. El chiste está precisamente en arriesgarse uno a hacer las cosas, sin tener ni idea de lo que te pueda sobrevenir. Ya lo sabemos que así tiene más exposición. Pero lo otro es lo que no tiene ciencia y está al alcance de cualquiera.
—Y que te crees tú eso. ¿Conque no tiene exposición vivir la vida según viene, sin andarse guardando las espaldas? ¿No tiene riesgo eso? Para eso hace falta valor, y no para lo otro.
Pasaban unos cantando. Sebastián no sabía qué contestar.
—Hombre —repuso—, si vas a ver, riesgo tiene la vida por dondequiera que la mires.
—Pues váyase lo uno por lo otro y el resultado es que no la escampas por ninguna parte. Y por eso más vale uno no andarse rompiendo la cabeza ni tomarse las cosas a pecho.
—Sí, pero menos. También hay que tener…
Alicia canturreaba:
—Tomar la vida en serio… es una tontería…
Paulina y ella rompieron a reír.
—¡La insensatez de las mujeres! —decía Sebastián.
Luego extendía el brazo y atraía a Paulina hacia sí:
—Ven a mi vera, ven.
Paulina hizo un resorte brusco:
—¡Ay, hijo! No me plantes los calcos en la espalda, que duele. La tengo toda escocida del sol.
Se pasaba las manos por los hombros desnudos, como para aliviarse.
—No haber estado tanto rato. Así que ahora no la píes. Se diría que os vayan a dar algo por poneros morenas. Pues esta noche ya verás.
—Acostumbro a dormir boca abajo, conque ya ves.
—¿Boca abajo? Debes de estar encantadora durmiendo.
Miguel le cantó a Sebas junto al oído, con un tono burlón:
—… porverel… porverel… por ver el dormir que tienes… ¡Jajay! —seguía— la vida romanticisma es lo que a mí me gusta. No te enfades.
Le acariciaba el cogote.
—¡Venga ya de aquí!, ¡las manos de encima! Que estás más visto ya, estás más visto…
Alicia se miraba impaciente en derredor.
—Ésos no vienen —dijo.
Miguel miró la hora. Sebastián reclinaba de nuevo la cabeza sobre las piernas de Paulina; decía:
—¿Y qué prisa tenemos? ¡Un año, aquí tumbado!
Se acomodaba y relajaba el cuerpo. Pasaba un mercancías hacia Madrid. Paulina volvió los ojos hacia el puente; se adivinaban hocicos de terneros entre las tablas de algunos vagones.
—Animalitos… —comentó para sí.
*