*

Sonaban zambullidas en la presa. Se veían los cuerpos un momento sobre el borde de la azuda y luego los salpicones que formaban al romper la superficie. Las voces tenían un timbre nítido en el agua, como un eco de níquel. Miguel y Alicia estaban con Fernando y con Mely; ahora los cuatro se reían de Sebas, que venía nadando hacia ellos.

—Chico, parece cualquier cosa; total para lo que avanza.

—Ya, es más el ruido que las nueces. Con la mano no forma ni la mitad.

Llegaba Sebas, jadeante:

—¿Qué os pasa?

—Nada. Tú, que confundes el nadar con una lucha libre; parece que te vas peleando con el agua.

—Ah, cada cual tiene su estilo —contestaba Sebastián.

—Eso sí, desde luego.

—¿Y qué hacéis?

—Nos han estado éstos contando el altercado.

—Me lo supuse. Pero, oye, ¿y Daniel, no se baña?

—Cualquiera sabe ése lo que hará.

—Sí, tú, mirarlo —dijo Fernando con el índice hacia los árboles—; ¡vaya un sueño que tiene el gachó! Para baños está ése.

—Vamos a darle una voz.

—Venga, todos al tiempo; cuando yo diga tres. Preparados. A la una; a las dos; ¡y a las tres…!

—¡¡Danieeel!!

—¡Más fuerte!

—¡¡Daanieeel!!

—Ni por ésas. Tú, Mely, ¿por qué no llamabas?

—Bah, dejarlo que se duerma. Allá él con lo suyo.

—Pues capaz de haberse trincado él sólito la otra botella.

—No te creas que me extrañaría.

—¿Entonces, qué?, ¿nos salimos?

Ya volvía mucha gente hacia la orilla; se tumbaban al sol. Los claros de la arboleda se cuajaban de personas en traje de baño, sobre toallas y albornoces, en el polvo. Asomaba una fila de cabezas en la arista del dique, a todo lo largo; los cuerpos no se veían, tendidos a la parte de allá, tostándose sobre el plano inclinado de cemento; desde aquí solamente las cabezas o los brazos colgantes, que alcanzaban el agua con las puntas de los dedos y jugaban rozándola.

—Debíamos de acercarnos callandito —sugería Fernando—, y agarrarlo de sorpresa entre todos y darle las culadas o bañarlo vestido, tal cual.

—Quita, que igual se nos cabrea.

—Pues peor para él; dos trabajos tendría.

—Dejarlo —dijo Miguel—. Más vale no gastar bromas, que luego se termina siempre mal; ya has visto lo de antes.

Tocaron en la orilla y de pronto echaron todos a correr, dando voces. Sólo Mely se quedó rezagada, caminando despacio. Llegaron a Daniel y se pusieron a dar vueltas en torno, y le gritaban:

—¡Daniel! ¡Danielito! ¡Que son las ocho, despierta! ¡Despierta, chico, que llegas tarde, que ya han abierto la zapatería! ¡Daniel, el desayuno! ¡Se te enfría el café…!

Entreabría los ojos, encandilado por la luz, y sonreía sin ganas, y daba manotazos en el aire, para espantarlos, como si fuesen avispas.

—¡Remanece, muchacho!

—Que me dejéis. Venga ya. Que estáis salpicando. Largaos todos de una vez a dar la murga por ahí…

—¿Ya no piensas bañarte? —le decía Miguel.

—No. Estoy a gusto como estoy. Marcharos ya a tomar el fresco.

—Pues estás bueno, hijo mío.

Miguel sintió unos golpecitos en la espalda; se volvió.

—Mira. Lo que te dije —le decía Fernando enseñándole una botella vacía—; ¿no lo ves?

Ya Daniel había vuelto a esconderse con la cara en los brazos.

—Sí, pues mejor que lo dejemos.

Sacaron las toallas y se secaban. Había ya menos gente en el río. De algún sitio llegaban olores de comida, y en otro campamento no lejano golpeaban con cucharas sobre las tapaderas y platos de aluminio y estaban dando la lata a todo el mundo.

Ahora Carmen le decía a su novio:

—Mira tú cómo tengo ya los dedos. Parecen pasas.

Le enseñaba las yemas arrugadas por el baño tan largo. El otro le cogía las manos y se las apretaba; le decía:

—¡Pobrecitas manitas! ¡Pero, hija, si tú estás tiritando como un perrito chico!

—Pues claro… —le contestaba con un tono mimoso.

—Vámonos fuera. Pocas migas me parece que hacéis el agua y tú. No tienes que tenerle tanto miedo, mujer.

Venían cogidos de la cintura, hacia la ribera, y empujaban pesadamente el agua con sus rodillas.

—Eres tú el que lo haces adrede de asustarme y te diviertes con eso.

—Para que te acostumbres, Carmela, y le pierdas al agua el respeto que la tienes y se te quite la aprensión.

Acompasaban, jugando, los pasos, y miraban al agua, de la que iban emergiendo sus piernas, conforme se acercaban a la orilla.

—¡Qué suavecito es el cieno éste! —dijo Carmen—; ¿no te da gusto pisarlo, lo mullido que está?

—Parece como si fuera gelatina.

Se inclinó Santos a hundir una mano en el agua y sacaba un puñado de limo rojizo, que se escurría entre sus dedos. Luego lo hizo chorrear sobre la espalda de la chica.

—Vaya una gracia. Ahora me haces enjuagarme.

Se detuvo a limpiarse la espalda; luego dijo:

—Oye, Santos, ¿es cierto eso que los nadadores de verdad se dan de grasa por todo el cuerpo para no pasar frío?

—Sí, cuando tienen que batir alguna marca de resistencia; como en la travesía del Canal de la Mancha, un ejemplo.

—Pues vaya unas complicaciones.

Volvieron a cogerse por la cintura. Santos miraba en derredor:

—No veo a ésos.

—¿Y para qué los quieres? Ya bastante engorrosos están esta mañana.

—Sí, desde luego. Como mejor, es tú y yo solos, ¿verdad, cariño? Y no nos hace falta nadie más.

Se detuvieron en la orilla, y Carmen lo miraba en los ojos y asintió sonriendo; luego le dijo:

—Guapo.

—Ahora enjuagas esa falda y la pones al sol, que se te seque.

Los llamaron los otros que si querían saltar a pídola, y Santos se fue con ellos, mientras Carmen se ponía a lavar su falda manchada de barro, de cuando se cayó por la mañana. También Paulina se había agregado a los del juego. Tito y Lucita se quedaron al sol. Sebastián se agachaba el primero, voluntario, y luego se fue formando la cadena a continuación, a lo largo del río. El que acababa de saltar se colocaba unos pasos delante del primero y así sucesivamente, hasta que se quedaba el último y de nuevo le tocaba saltar. A Mely había siempre alguno que le decía «¡Hop!» y levantaba la grupa en el momento del salto, para hacerla caer. Pero fue ella la que logró derribar a Fernando, en venganza, y los demás se rieron.

—¡Anda, niño! Eso para que aprendas a meterte con la Mely.

Después se aliaron todos en contra de Miguel.

—¡A ver si tiramos al patas largas! —decían.

La cadena se iba alejando ribera abajo y Miguel era duro de tirar y las chicas tuvieron que salirse, protestando que se ponían a lo bruto y que así no valía. Al fin cayó Miguel, rebujado con Sebas, y en seguida los otros se les echaron encima. Querían arrastrar a Miguel hacia el agua, pero no conseguían dominarlo y acabaron los cuatro en el río. Salían chorreando y riéndose.

—¡Vaya un Miguel! ¡Qué pedazo de bicho!

—No hay quien pueda con él, fuertote que está.

Las chicas los miraban. Paulina dijo:

—Siempre tiene que ser a estilo cafre. Si no es así, no les gusta.

—Miguel es el más fuerte —dijo Mely—; entre tres contra uno y no han podido con él.

Paulina la miraba de reojo.

Ahora Carmen se había puesto la blusa por encima del traje de baño, recogiéndola con un nudo a la cintura; estaba tendiendo la falda a secar. Oyó a Daniel que la llamaba. Tenía una pinta divertida, el otro, rascándose la nuca y con la cara toda roja de sueño y las marcas de la tierra que se le habían grabado, como una viruela, en la mejilla. Sacó una voz como asustada:

—¿Dónde se han ido todos?

Carmen se sonreía de verlo así.

—Allí están, hombre —le dijo—, allí están, ¿no los ves?

El Dani no se rehacía de su embotamiento.

—Pues hijo, pues vaya un despiste que te marcas.

Él se llevó las manos a los ojos y se los restregaba. Luego miraba turbiamente hacia la claridad cegadora del río. Ya pocos se bañaban. Aquí en los árboles vio dos niños desnudos, barrigones, con sombreritos de tela blanca; más abajo vio a Mely, en el sol. Se volvía de nuevo hacia Carmen, pero ella ya no estaba. Se tendió boca arriba.

Lucita dijo:

—Fernando no se ha portado bien contigo…

—No lo sé —dijo Tito—. No me hables ahora de Fernando.

—Es que la culpable de todo ha sido Mely, ¿verdad?

Los dos estaban tendidos boca abajo, de codos sobre la tierra. Tito hizo un gesto con los hombros:

—O quien sea. Igual da.

—Oye, ¿a ti qué te parece de la Mely?

—¿La Mely?, ¿en qué sentido?

—Si te resulta simpática y esas cosas; no sé.

—A ratos.

—Tiene buen tipo.

—Seguramente.

—De todas formas presume demasiado, ¿no lo crees tú también?

—Y yo qué sé, hija mía. ¿Por qué me haces hablar de la Mely, ahora? Vaya preocupación.

—De algo hay que hablar…

Había puesto una voz compungida, como replegándose. Tito se volvió a ella y la miró con una sonrisa de disculpa:

—Perdóname, monina. Es que ahora me daba rabia que hablásemos de Mely. Haces tanta pregunta…

—A las chicas nos gusta saber lo que opináis los chicos de nosotras; si os parecemos presumidas y demás.

—Pues tú no lo eres.

—¿No?

Se detuvo como esperando a que Tito continuase; luego añadió:

—Pues sí; sí que lo soy algunas veces, aunque tú no lo creas.

Pasaron unos momentos de silencio; después Luci volvía a preguntar:

—Tito, ¿y a ti, qué te parece que una chica se ponga pantalones? Como Mely.

—¿Qué me va a parecer? Pues nada; una prenda como otra cualquiera.

—¿Pero te gusta que los lleve una chica?

—No lo sé. Eso según le caigan, me figuro.

—Yo, fíjate; anduve una vez con ideas de ponérmelos y luego no me atreví. Un Corpus, que nos íbamos de jira al Escorial. Estuve en un tris si me los compro, y no tuve valor.

—Pues son reparos tontos. Después de todo, ¿qué te puede pasar?

—Ah, pues hacer el ridi; ¿te parece poco?

—Se hace el ridículo de tantas maneras. No sé por qué, además, ibas a hacerlo tú precisamente.

—Es que no tengo mucha estatura para ponerme pantalones.

—Chica, un retaco no eres. La talla ya la das. Tampoco es necesario ser tan alta, para tener un tipito agradable.

—¿Te parece que tengo yo buen tipo?

—Pues claro que lo tienes. Eres una chica que puede gustar, ya lo creo.

Lucita reflexionaba unos instantes; luego dijo:

—Sí; total, ya sé que aunque te pareciera lo contrario, no me lo ibas a decir.

—Ah, bueno, pero no me lo parece —la miró sonriendo—. Y vámonos ya del sol, que nos estamos asando vivos.

Se levantaban.

*

El carnicero habló de nuevo, con un tono prudente:

—Pues tampoco sé yo por qué dice usted eso de los años. Usted todavía podría colocarse si se pusiera en ello. Lucio encogió los hombros:

—¿Y dónde? ¿Ahora que ya no sé casi hacer nada…? ¿Y con lo que hay detrás?

Aniano dijo:

—¿Qué profesión era la que usted tenía antes?

—Panadero. Yo tenía una tahona en Colmenar. Mi socio la vendió y se guardó los cuartos. Se conoce que contaba con que no iba a salir yo nunca del otro sitio. Luego dijeron que si estaba en La Coruña con negocios o no sé qué mandangas. Se marchó el tío con todo; y aquí paz y después gloria. Vaya pues allí a buscarlo…

—¡Pero eso no puede ser! ¿No había papeles?, ¿un registro en alguna parte, una matrícula con el nombre de usted?, cualquier cosa.

Ahora el hombre de los zapatos blancos se interesaba.

—¡Papeles! ¿Qué papeles? —dijo Lucio—. Anda que no hubo lío en aquellos años, como para encontrar papeles, ni andar probando ninguna cosa. Cada cual arreó con lo que pudo y después adivina quién te dio. Como para que a mí me queden ganas de establecerme otra vez.

—Así es —asintió el hombre de los z. b.—. Diga usted que no hay más que disgustos. Mejor así; quedarse uno en la postura en que uno ha caído cuando lo han tirado. Usted sabe la vida.

—Si le parece que no me ha costado el saberla. Tanto valía, para eso, el haber seguido ignorándola. La experiencia, cuando a lo último la tienes, ves que tan cara te ha salido, tan cara, que igual como no tenerla; lo mismo te da.

—No estoy de acuerdo —dijo Aniano—; no estoy conforme con usted. Lo peor que hay en este mundo es darse uno por vencido. Eso nunca. Es necesario recuperarse. Adelante siempre.

—¿Usted cree? —le decía ahora Lucio, clavándole los ojos; adoptó un tono nuevo, paciente—. Vamos a ver, ¿y tú cuántos años tienes, muchacho? Me parece que van a ser muy pocos para saber nada de aquello. Andaríais a lo sumo jugando a los bolindres…

Aniano se puso rojo; oscurecía el entrecejo. Lucio seguía:

—¿De modo que no hay que darse por vencidos? Pues ya sabrás alguna vez, si alcanzas a saberlo, que no es uno mismo el que se da por vencido ni deja de darse… Ya te enterarás. Con que ahora mejor que no hubieras abierto la boca, ya lo sabes.

—¡Y usted me parece a mí que quiere saber mucho! ¡Además, nadie le ha dado confianza para que me tutee! ¡Pues vaya ahora con el viejales sabihondo!

El Chamarís lo agarraba por un brazo para que se aplacase. Lucio le dijo fríamente:

—Yo no soy viejo, ¿entiendes? Es que tú eres un niño. Un chaval ignorante y atrevido. Eso pasa. Ni más ni menos.

Aniano estaba muy excitado. Mauricio le decía:

—Venga ya, Aniano, no se exalte usted.

—Yo no me exalto. Este señor de aquí, que se cree que sabe más que nadie, y que se pone a faltar. Y yo no soy ninguna criatura ni ningún ignorante. Yo por lo menos he estudiado, cosa que no ha hecho él. Porque uno tiene su bachillerato completo, para que nadie me tutee ni se dirija a mí de esa manera.

El Chamarís se impacientaba. El carnicero guiñaba un ojo y decía por lo bajo, divirtiéndose:

—Ya, ya… Ya sacó la cultura a relucir.

Aniano seguía, todo encendido de irritación:

—¡Ya cuentas, y gramática, y geografía, y a todo, me pongo yo con este señor en cuanto quiera! ¡A ver si es verdad que sabe tanto como quiere saber! ¡Uno no ha estado siete años rompiéndose los codos, para que luego te venga un panadero retirado a llamarte ignorante ni a darte lecciones de nada!

—De la vida, hijo mío, de la vida —dijo alguien.

Mauricio le hacía a Aniano ademanes de calma con las dos manos en el aire y le siseaba para que se aplacase:

—Chsss…, cálmese —le decía—; tranquilícese, hombre; que aquí nadie pretende quitarle méritos. Nadie le niega el mérito a sus estudios y a su instrucción. No se le menosprecia en ese sentido. Todo el mundo sabemos lo que esas cosas valen y lo que cuesta el ganarlas. Aquí nadie le ha puesto en duda ni ha querido faltarle a la cultura de usted.

—¿Pues quién se ha creído él que es, para darme de tú así de buenas a primeras? ¡Vamos! Yo me he ganado un puesto y tengo mi trabajo gracias a mis estudios, y tengo derecho a que se me trate debidamente y con arreglo a lo que soy… ¿lo sabe?

Casi las lágrimas se le saltaban, en medio de la ira, pero todos se le reían entre dientes.

—Que sí, hombre, que sí —le decía Mauricio—; si todo eso es digno de respeto; si nadie lo niega.

—¿Quiere decirme lo que le debo?

Ya tenía el dinero en la mano.

—Once pesetas.

Puso el dinero sobre la mesa, y se dejaba una caña sólo empezada.

—¿No apura eso?

—No. Para aquel señor. Adiós muy buenas.

Salía tan violento que por poco atropella al hombre de los z. b., el cual se hizo a un lado con los brazos abiertos, como cuando pasa un toro, y dijo: «Ahí va eso», mientras el otro ya se había esfumado en la puerta.

—¡Valiente monigote! —dijo Mauricio—. Estos chavales en cuanto tienen dos letras, ya se creen con el derecho de subírsele a la parra a todo el mundo.

—Pues es buen chico —replicó el Chamarís—. Me da pena que pasen estas cosas. Yo sé que él luego sufre un rato, con esto que le acaba de ocurrir. A él le gusta tratar con todo el mundo y sentir que lo aprecian. Si se da cuenta de que cae mal en alguna parte, eso le duele más que la vida.

—Pues que le duela —replicaba Mauricio—. ¿A qué se mete en donde no lo llaman? En Madrid quisiera yo verlo, al tío, con esos humos.

—Que no es malo, le digo. Que es un muchacho que conociéndolo y sabiéndolo tomar en su sentido, se hace hasta querer. Yo lo aprecio, se lo digo de verdad. Vas con él y es un chico noble, incapaz de malicia.

—Pues lo que es aquí esta mañana, ha metido la pata, pero bien —afirmó el carnicero.

—Lo que ustedes quieran decir; pero también tuvo su culpa el señor Lucio, que lo quiso mortificar ya demasiado.

—Yo quise ver adónde íbamos a parar con las enmiendas y los consejitos. Yo era por verlo a ver cómo le caía el que le hablasen a él de la forma en que él acostumbra dirigirse a las personas. Ahí, que si no dices caballos de vapor, en seguida está el niño a enseñarte cómo lo tienes que decir. ¡Hay que oír cada cosa!

—Pero usted no debió tampoco de tutearlo, señor Lucio. Eso fue lo que le hirió en su amor propio.

—¿Que no? ¡Pues si podía ser su padre! Antes a los muchachos de la edad de éste nos tuteaba todo el mundo. Ahora ya no sé cómo han puesto la vida que aquí en seguida se hace uno un personaje. Di que porque trabaja en el Ayuntamiento y con eso ya parece que tiene como algo más de representación, que si no, a buenas horas le iba a dar yo de usted normalmente a un muchacho de esa edad. Se me puso pesado y le di el tratamiento que le pertenece, nada más.

—Eso es; en seguida se les sube la máquina de escribir a la cabeza, a estos mirlos de las ventanillas. Eso es lo que les pasa. Dime tú si no te tratan como si fueran los amos del mundo, cuando tienes la desgracia de tener que ir a solicitar cualquier papel o cualquier requisito. ¿Y a ver qué hacen de provecho, más que enredar la vida cada vez más? ¿Producen acaso algo bueno? ¡Ya está bien tanto orgullo ni tanta tontería nada más que porque te andan con cuatro papelorios! Y gracias a que hay quien se encarga de complicar la vida y de inventar cada día más papeles, para que la gente así pueda comer. Que si no, ya veríamos. La partida de inútiles sueltos y de muertos de hambre que andarían por el mundo.

—Vaya, señor Mauricio, que ya se quiere usted ensañar con el muchacho. Que le digo yo que no tiene el pobrecillo malicia ninguna.

—Ya se sabe que no tiene malicia —repuso el carnicero—. No es más que el orgullito que se gasta, que no está bien en un mozo de su edad. ¿Qué tendrá Aniano? No tendrá más de veintitrés o veinticuatro…

El hombre de los z. b. escuchaba en silencio y Carmelo limpiaba con la manga el polvo de su gorra y le sacaba brillo al anagrama del Ayuntamiento. Y Lucio dijo:

—El orgullo es una cosa que hay que saberla tener. Si tienes poco, malo; te avasallan y te toman por cabeza de turco. Si en cambio tienes mucho, peor; entonces eres tú mismo el que te pegas el tortazo. Lo que hay que tener es aplomo, en esta vida, para no ser la irrisión de nadie ni tampoco romperte la cabeza en tu propia arrogancia.

—Igual que el otro fantasma de la tienda —dijo Mauricio—. Ya ve a aquél lo que le pasó. Todo por el orgullo que tenía. ¿Y de qué estaba orgulloso ese fulano? ¿De que tenía un letrero muy grande, con su nombre, en lo alto la puerta? Pues mira cómo le fue. Tanto orgullo, para arruinarse, y encima quedar como un payaso a los ojos de todos.

Ahora intervino el hombre de los z. b.:

—Y no era malo aquel hombre. Trataba bien a la gente que tenía. Ahora, eso sí, con distancia, como era él; pero también generosamente. Yo lo tengo afeitado la mar de veces, y sabía ser un tío cordial cuando quería. Tenía su gracia hablando. Me acuerdo que cada vez que decía una broma o un chascarrillo cualquiera, en seguida me levantaba la cabeza de la almohadilla y se volvía a todas partes, con la cara enjabonada, para ver cómo había caído el chiste y si se lo reían los presentes. Siempre lo hacía, me acuerdo.

—¿Y ha vuelto usted a saber algo de él? —le preguntó Mauricio.

—Casi nada. Creo que luego marcharon al pueblo de su señora, que era éste dee… Éste que está por la parte de Cáceres; sí, hombre, ¿cómo se llama el pueblo ése…? Navalmoral, esto es. Navalmoral de la Mata. Un pueblo grande, por cierto.

*

Venía una rama de árbol con el agua del río.

—Mira; parece un animal; ¡cómo se mueve! —dijo Fernando—; un caimán.

Era una rama verde, recién tronchada. Se iba atascando, de vez en vez, en los bajos de arena, giraba sobre sí misma y navegaba de nuevo, lentamente, aflorando en las aguas rojas. Les gustaba mirarla.

—Yo tengo hambre —dijo Alicia—; creo que debíamos de ir pensando en comer.

Ahora unos chicos que ya salían del baño se volvieron al ver la rama y la cogieron por una punta y la sacaron. La venían arrastrando tierra adentro y corrían como las mulillas que se llevan al toro muerto, afuera de la plaza. Ya todos se encaminaron hacia el hato donde estaba Daniel, y les salía Carmen al encuentro. Santos le preguntó:

—¿Y ése qué hace? ¿Durmiendo todavía?

—Se espabiló un poquito, antes. Me hizo una gracia… Tiene un despiste que no quieras saber. Está modorro del todo.

Tito y Lucita estaban ya donde Daniel. A Tito se le vio desperezarse con los brazos abiertos, sacando el pecho contra el sol.

—Bueno —dijo Miguel cuando llegaban—, ¿cómo queréis que organicemos esto? ¿Os parece comer aquí, o preferís que nos subamos?

Fernando dijo:

—Pues arriba creo yo que comeríamos más a gusto.

—De ninguna manera —protestaba Mely—; tener que irnos ahora hasta ahí arriba, con el calor tan espantoso que hace. Imposible. Vaya una idea.

—Aquí, naturalmente. ¿Quién es el guapo que se mueve ahora? ¡No es nada!, ¿sabes? Y tener que vestirnos y toda la pesca.

—Yo lo decía porque allí en el jardín teníamos nuestra mesita, y sillas para sentarnos y hasta mantel si queríamos.

—Que no compensa, hombre. Además, vaya gracia, digo yo; para comer de esa manera, mejor en casa. ¿A qué se viene al campo? Hemos venido a pasar un día de jira y hay que comer como se come. De lo contrario no interesa. Lo otro lo tenemos ya muy visto.

—Pues claro. El gusto está en la variación. El refrán te lo dice.

—Nada, hombre, aquí. Ni dudarlo. Que no se piense más.

—Pues entonces, a ver quién sube a por las tarteras.

—Eso hay que echarlo a suertes.

—Pues a los chinos, ¿vale?

—Tú estás loco, muchacho —dijo Alicia—. A los chinos os tiráis una hora, y mientras tanto aquí las demás nos desmayamos de gazuza.

—A los chinos tenía más emoción.

—Bueno, pues dejaros ahora de emociones y venga lo que sea. Rápido.

—Hala, pues va a ser rápido como el cemento —dijo Miguel—; vais a ver. Se echa a los papelitos. ¿Quién tiene un lápiz? ¿No tenéis nadie un lapicero?

—¿Y a quién se le va ocurrir traerse un lápiz al campo? ¿Qué querías que hiciésemos con él?

—¿Te es igual una barra de labios? —dijo Mely—. Si te sirve, la saco.

—Tráetela para acá; sí que me vale.

—Tú, pásame la bolsa, haz el favor.

—Ahí te va.

Mely la recogió en el aire. Mientras buscaba allí dentro la barra, decía:

—Pero no me la fastidiéis, ¿eh?, que me cuestan muy caras.

—No te preocupes. Oye; y ahora hay que encontrar los papelitos.

—Toma, tú —decía Mely, entregándole la barra de labios a Miguel—. No hace falta apretar casi nada; con tocar el papel, ya lo deja marcado.

—Aquí hay papeles, mira.

Tito cogió un periódico del suelo y le sacó una tira de los márgenes. Mely había sacado de su bolsa la cajetilla de Bisonte.

—¿Tú quieres, Ali?

—Bueno, sí, pues dame.

—Yo digo que tendrán que subir dos, porque uno solo no va a poder con todo.

Ahora, Miguel partía los papelitos.

—Sí, dos; claro está.

—Y el Dani que no se escurra del sorteo —dijo Fernando—. Echa también para él. Porque esté así, no se nos va a librar de extranjis. Sería una marranada.

—Está en el séptimo cielo, ahora mismo, el infeliz.

—Pues que se apee.

—Van cuatro en blanco y dos llevan la cruz. Al que le toque la cruz, ése se viste y sube a buscar la comida, ¿entendido?

—De acuerdo.

Mely y Alicia habían encendido los pitillos y Santos las miraba y decía riendo:

—A mí esto de que fumen las mujeres, me le quita todo el gusto al tabaco.

—Pues ¡qué barbaridad!; todo lo queréis para vosotros solos. Ya bastantes ventajas son las que tenéis.

—¿Por ejemplo?

Ya habían terminado de doblar los papelitos y Fernando gritaba hacia las chicas.

—¡A ver, una mano inocente! ¡A escape! ¡Una mano inocente para sacar bola!

Se miraban las chicas unas a otras, riéndose.

—Aquí mano inocente no hay ninguna, ¿qué os habéis creído?

—Pues a ver —preguntó Sebastián—; ¿cuál es la más inocente de vosotras?

Mely puso una cara maliciosa y dijo:

—¡Lucita! Lucita es la más inocente de todas.

—Pues claro, Luci —insistían entre risas—. ¡Que salga ella!

—Anda, Lucita; te han calado —le decía Fernando—; te ha tocado sacar los papelitos. Sal para acá.

Lucita preguntó:

—¿Y qué es lo que tengo que hacer?

Se había puesto colorada.

—Ahora mismo te lo explicamos; es muy fácil. Tú, Mely, guapa, déjame otra cosa; mira: el gorrito ese que tienes nos vendría de primera para meter los papelillos.

—Hijo, todo lo tengo que poner yo. Toma el gorrito, anda.

Sebas cogía el gorro y luego le metía los papeles y revolvía, diciendo:

—Tres de vermut, dos de ginebra, unas gotas de menta, un trocito de hielo, agítese y sírvase en el acto. Toma, Luci, bonita.

—Mira, te pones ahí de espaldas y vas sacando las papeletas una a una, y a cada papeleta que sacas me preguntas: «¿Y ésa, para quién?», y yo te diré un nombre, y ése le toca lo que diga en el papel que tú hayas sacado, ¿estamos de acuerdo?

Luci asentía.

—Pues venga.

—¡Dentro de breves momentos procederemos al sorteo! —decía Sebas con voz de charlatán—. ¡Oído a la carta premiada!

Ya Lucita se había colocado.

—¿Y quién se lleva el mono?

—¡Va bola, señores! —dijo Miguel—. ¡Tira, Lucita; saca ya el primero!

—Ya está. ¿Para quién es?

Miguel miraba todo el corro, sonriendo:

—Paraaa… ¡para Santos!

—Y ahora, ¿qué hago? ¿Lo tengo que abrir?

—Pues claro; a ver lo que pone.

Hubo un silencio mientras Luci desdoblaba el papel.

—Aquí no pone nada. Está en blanco. Pues se libró.

—¡Vaya potra que tienes, hijo mío!

—¡Eh!, ¡que lo enseñe, que lo enseñe!

—¿Desconfías de Lucita, desgraciado? ¡Si serás…!

—¡Venga! ¡Otro tira y se divierte!

—¿Lo saco ya?

—Sí, sí, que corre prisa.

—Ya. ¿Para quién?

—Pues, para Tito mismo.

Tito también se libró. No dijo nada; estaba en pie y se limitó a sentarse.

—¡Choca! —le dijo Santos—. Nosotros ya no subimos.

La papeleta siguiente fue de Fernando; tenía una cruz.

—¡Los quince millones en Argüelles! —gritaba Sebastián.

—Me alegro —dijo Mely—; ¿no querías tú subir? Pues ya te puedes ir vistiendo.

—Espérate, mujer, que salga el otro. Veamos quién me toca de pareja. ¡Sigue, tú!

—¿Y ahora de quién? —dijo Luci.

—¡Para mí! —contestaba Miguel.

Estaba en blanco. Sebastián protestó:

—¡Vaya listo que eres! No es zorro ni nada, el tío. Como sabe que es muy difícil que salgan dos seguidas, se esperó a que saliera la primera, y en seguida, detrás, va y se nombra a sí mismo. Eso es jugar con ventaja.

—Pues pide el librito de reclamaciones. ¡Otra, Luci!

Esta vez le tocó a Daniel y tenía una cruz. Lo jalearon.

—¡Ha habido suertecilla, Daniel!

—¡Toma ya, hijo! ¡Y eso para que te vayas espabilando!

Levantó la cabeza Daniel y ponía mala cara a las bromas. Fernando se acercó a él y le daba unos golpecitos en la espalda.

—¡Ya lo sabes, bonito! ¡Te ha tocado!

Daniel le apartó la mano bruscamente.

—Pues yo no voy.

—¿Cómo que no?

—¡Como que no! Pues comiendo; que no voy.

—¿Que tú no vas? ¿Qué es eso de que no vas? —se dirigió a los otros—. Oye, tú, ¿habéis oído lo que dice? ¡Que él no sube, se pone! ¡Tú subes igual que yo! ¡Vaya si subes! Si te molesta, te fastidias. ¿Crees que a mí me hace gracia? Pues gracia ninguna no me hace; y sin embargo, subo.

Sebastián conciliaba:

—Hombre, Daniel, no me mates, ahora. Tú eres el único aquí que estás vestido; el que menos trabajo te cuesta. No nos hagas ahora la faena a todos los demás; las chicas tienen hambre que se mueren.

—Pues yo no. Yo no tengo hambre, ya ves. No pienso probar bocado; así que tampoco tengo por qué subir.

—¡Pues eso haberlo dicho antes! ¡Ahora ya te ha tocado ir, y vas! ¡Vaya que si vas!, ¡aunque luego no comas si no quieres! —le gritaba Fernando.

Al ver que el otro no se movía, lo agarró por la camiseta.

—¿Me has entendido? ¡Que te levantes! ¡Te digo que te levantes!

Daniel se desasía violentamente y se encaraba con Fernando.

—¡Suéltame, tú! ¡Ya he dicho que no voy! ¡No me da la realísima!, ¿más claro?

—Es tontería; si no lo vais a convencer…

—¡Eres tú muy bonito! No tienes ni vergüenza. ¿Pero por qué regla de tres vas a ser tú distinto de los demás? ¿Quién te has creído aquí que eres?

—Venga, Fernando; déjalo ya —le decía Miguel—; más vale que lo dejes. ¿Qué vas a hacer? Tampoco vamos a subirlo a rastras. Subo yo mismo en su lugar y asunto terminado. Vamos tú y yo. Y su tartera la dejamos arriba, ya que pone el pretexto de que no tiene hambre; ya está.

—¡Pero es que no hay derecho, Miguel! ¡Le ha tocado una cruz!, ¿por qué no sube? ¿Cómo lo vamos a dejar que se salga con la suya y nada más que porque sí? ¡Va a ser aquí el niño bonito!

—¿Y yo qué quieres que le haga? ¿No lo vas a llevar a la fuerza?

—Pues si Daniel no sube, yo tampoco. Ya está. Que suba Rita.

—¡Cómo sois; hay que fastidiarse! —dijo Paulina—. ¡La hora que es ya!

—Yo, allá penas. Yo me he librado en el sorteo. Que se respete.

—Pues yo que Fernando, tampoco iba —dijo Mely—. Tonto sería si fuese.

—¡El egoísmo de Daniel!

—Carece de compañerismo —le reforzaba Alicia—. Y haces el primo, tú, si vas.

—Y tú te callas.

—¿Por qué voy a callarme? Tras que saco la cara por ti. Y además no me hables tú de esa manera.

—Bueno —cortó Miguel—. Yo me voy para arriba. Si hay algún voluntario, que se venga. Si no, me subo solo.

Tito se levantó.

—Yo voy contigo, aguarda.

Sebas había reclinado la cabeza sobre el regazo de Paulina; dijo:

—Pues mira, ya que vais, llevaros esas tres botellas, para volverlas a llenar.

Cogieron en silencio sus ropas y las botellas y se alejaban hacia las zarzas. Se vistieron.

—Pues vaya un día —dijo Tito—. ¿Te han dicho ya lo mío con Fernando?

—Mely nos lo contó.

—La Mely es una lianta. Toda la culpa la tuvo ella. Y luego va y lo cuenta por ahí. Y ahora, Daniel; que no sube. Total, que hoy no levantamos cabeza, está visto. Vamos de una, en otra peor.

—Eso tú no te apures. Roces, los tiene que haber siempre. Tampoco hay que concederle demasiada importancia.

—Sí, pero ¿hemos venido a pasarlo bien o a regañar los unos con los otros? A mí me aburre. Es un latazo andar así a cada momento. Menudo plan.

—Nada, hombre; pues hay que tomárselo como lo que es. Insignificancias.

—Pues mira: antes, fuera bromas, te juro que anduve hasta tentado de coger la bici y largarme, por buenas composturas, y volverme a Madrid. Como lo oyes. Y, desde luego, si no lo he hecho ha sido por vosotros: por ti y por Alicia y por dos o tres más.

—Hubieras hecho una tontería muy grande. No es para tanto la cosa.

—Y Fernando es un buen amigo, pero ya ves las cosas que tiene. Di tú que porque era él; que si llega a tratarse de otro cualquiera, en seguida lo aguanto yo, conforme se puso allí en el agua conmigo. Y todo eso por la Mely, que la culpable fue sólo ella.

—¿Qué?, ¿es que te gusta Mely a ti también?

—¿A mí? ¡Bueno! Me tiene absolutamente sin cuidado. Y desde hoy más, fíjate. Lo que es desde hoy ya, cruz y raya. Se ha terminado la Mely para mí: «Hola qué tal». «Adiós buenas tardes», eso va a ser toda la Mely para mí, de aquí en adelante. Textual.

—Chico, pues vaya unas determinaciones que tomas tú también. Te pones tajante.

—Pues así. Tiempo tendrás de verlo. Hombre, es que ya es mucha tontería la que tiene. Donde ella esté, no hay más que líos a diestro y siniestro. Una lianta y una escandalosa, lo único que es.

Sonreía Miguel mientras se ataba el cinturón.

—Chico, vaya un encono que has cogido. Yo ya estoy; cuando quieras.

—Vamos.

Echaban a andar.

—¿Y a quién decías que le gustaba Mely? —decía Tito.

—¿Yo? A nadie. No sé nada.

—Hace un momento no sé qué decías.

—Pues no, no dije nada. Ni lo sé. Es una chica, desde luego, que está la mar de buena. Supongo yo que a más de uno le tiene que gustar.

Subían ahora el terraplén por la tortuosa escalerilla excavada en la tierra.

—Pero de nadie en concreto lo sé.

Callaron en la fatiga de subir, y llegando a lo alto se detuvieron, jadeantes, y se volvían a mirar. Aún rebasaban, por cima de sus cabezas, las copas de los árboles. Se veía la azuda y el ensanche que formaban las aguas detenidas contra el dique. En la otra orilla, sólo grandes matas de mimbres y de acebos, y aun allí algunos grupos acampados, apurando la sombra. Más atrás, un rebaño de ovejas pululaba en el llano, como un pequeño mar errante, y el pastor con su gorra blanquecina se había acercado curioso a la ribera, y miraba, enigmático, a la gente, apuntalado el cuerpo sobre la garrota.

—¿Y tú qué crees?, ¿que Fernando va detrás de Mely? —preguntaba Tito.

—Pudiera.

La vía del tren corría elevada, cortando en línea recta todo el llano, sobre un terraplén artificial. Los matorrales ascendían los taludes, hasta arañar las mismas ruedas de los trenes; y al fondo, donde las lomas comenzaban, tampoco se interrumpía la recta del ferrocarril; se adentraba partiendo la tierra en un angosto socavón. Desde aquí descubrían la caída del dique a la parte de abajo. Ahora centenares de personas en traje de baño se tostaban al sol sobre el plano inclinado de cemento. Hacinadas, hirvientes, sobre la plancha recalentada, las pequeñas figuras componían una multicolor y descompuesta aglomeración de piezas humanas, brazos, piernas, cabezas, torsos, bañadores, en una inextricable y relajada anarquía.

—Vámonos, Tito; nos están esperando. Si saben que todavía estamos aquí…

El agua recobraba su prisa a la parte de abajo del embalse, adonde las compuertas desaguaban. Allí en los rápidos discurría somera entre cantos rodados y vetas de tierra roja con verdes mechones de grama. Aquí cerca había varios merenderos, uno tras otro, sobre la línea del agua; casetas de un solo piso. Elevadas, las más cercanas, en el ribazo que había formado la erosión, y a nivel con el agua las de junto al dique, de modo que se veían los techos desde lo alto y se entreveía a la gente almorzando y bullendo en los emparrados. Llegaban netas las voces y las carcajadas y el golpear de los puños y de las lozas sobre las mesas de madera y el humo y el olor de las fritangas, con el ir y venir de las bandejas en manos de las mozas o de algún camarero improvisado, con lazo y chaqueta blanca, por entremedias de las ramas y de las hojas de una inmensa morera. Los dos merenderos de arriba, junto a los cuales pasaban ahora Tito y Miguel, estaban llenos de gente más pacífica que comía entre discretas conversaciones. Volvían por el camino hacia la carretera, flanqueados a la derecha por una tela metálica que guardaba una viña. Pero la viña de la izquierda estaba al descubierto, asaltada incesante y públicamente por oleadas de chiquillos que le entraban por sus cuatro costados. El guarda viejo se desesperaba, impotente, lanzando piedras y blasfemias.

—Ése sí que se tira un dominguito de aúpa —dijo Tito.

Llegando a la carretera había otras fincas cerradas sobre la misma por tapias coronadas con cristalitos de botella.

—¡Cuidado que lo veo yo eso mal! —dijo Miguel, señalando a las tapias—; se necesita tener mala sangre para discurrir semejante cosa.

—Algunos le temen más al robo que a la muerte chiquita.

—A nadie le hace gracia, ya se sabe. Pero ésas no son maneras de evitarlo. No es tanto por lo que pueda ser en sí, como por lo que eso representa. ¿Qué se creerán que tienen ahí metido? No te revelan más que el egoísmo y el ansia que tienen por lo suyo.

—Desde luego. Una cosa bien fea.

—¡Hombre! Se tuvo que quedar bien descansado quienquiera que fuese el que discurrió el invento éste de los cristalitos. Tuvo que ser el hombre de más malas entrañas y más avaricioso de este mundo. El perfecto hijoputa.

—Pues tú dirás.

Llegaban a la venta de Mauricio.

—Buenas.

—¿Qué hay, muchachos? ¿Qué tal ese bañito?

—Vaya.

—¿Van a comer aquí por fin?

—No; comeremos abajo. Venimos a por los bártulos.

—Me parece muy bien. Quieren más vino, ¿eh? Ya veo que han andado listos con el que se les puso esta mañana.

Mauricio recogía las botellas de encima del mostrador. Lucio dijo:

—Anda, ponles un vaso por mi cuenta y llénanos aquí a los demás.

Miguel se volvió.

—Muchas gracias.

—No las merece.

Ahora se adelantaba el alguacil y le dijo a Mauricio, señalando a Miguel:

—¿Este señor es el que tú decías que cantaba?

Mauricio le puso cara de reproche.

—Sí, ¿qué le quieres? —se dirigió a los otros—. Verás ahora; verás tú como tiene que no dejar a nadie quieto.

El alguacil no atendió a lo que el otro le decía; se había dirigido a Miguel, con entusiasmo:

—Perdone, me va usted a permitir que lo salude. Carmelo Gil García me llamo yo, soy acérrimo del cante.

Le hablaba como a una celebridad de la canción.

—Mucho gusto.

—El mío. Y sobre todo y en particular de lo que es el flamenco —continuó el alguacil—. Mire, este invierno pasado no, el otro invierno anterior, tuve que hacer el sacrificio: me compré el aparato. O sea que me eché los Reyes, eso es. Y todo por el cante; no se crea usted que no me tuve que privar de poco. Y por bien empleado lo doy. Sí, hombre, y Pepe Pinto y Juanito Valderrama, los ases de la canción, todos esos nombres me los conozco, ya lo creo, ya lo creo…

Le seguía estrechando la mano, y Miguel lo miraba sonriente.

—Eh, pero a mí no vaya usted a tomarme por ningún profesional —le decía—. Canto un poquito, nada más. Para los amigos.

—Pues no lo dudo que lo hará usted a base bien. A ver si tengo el gusto de escucharle algún ratillo. Saborearemos lo fino verdad.

Mauricio se impacientó:

—¡Pero suéltale ya la mano, calamidad! ¡Pues sí que no se suda ya bastante de por suyo, en el día que tenemos, como para andarse encima cogiéndose las manos!

Carmelo obedecía.

—Déjelo usted —dijo Miguel—; es muy amable por su parte…

—No, hombre; si es que en cuanto que tiene un par de vasos, se pone así de pesado con todo aquél que te pilla por banda. Y seguro que lo que anda es detrás de que se arranque usted ahora por bulerías, pero así, en frío y sin comerlo ni beberlo.

El alguacil protestaba:

—¡Mentira! Demasiado que ya me lo sé yo de cómo tiene que salir el cante. ¿Te crees que no lo sé? A nadie va a pedírsele que se desenrede ahí a cantar de buenas a primeras. Es necesario estar metidos en ambiente y que la cosa se vaya caldeando poco a poco, ¿verdad usted?, para que el cante salga fino. ¿A que sí?

—Venga ya. ¿Pero quieres dejarlo ya tranquilo al muchacho, de una vez? ¿Qué le puede importar de ese rollo que tú le estás metiendo? ¿No ves que aburres a la gente?

—¿Qué va a pasar, hombre? Tenía yo mucho gusto en poder saludarlo aquí al joven y cambiar impresiones de lo que somos devotos conjuntamente. ¿Verdad usted que no ha habido molestia?

—De ninguna manera; todo lo contrario…

El carnicero y Chamarís se mondaban de risa.

—¡Ay qué Carmelo éste! ¡Es tronchante, qué tío!

Tito dejó de reprimirse las ganas de reír y luego también Carmelo se sumaba a las risas generales, con una cara atónita y feliz, como sintiéndose halagado de ser el causante de ellas. Tan sólo el hombre de los z. b. no se reía. Apareció en la puerta una niña vestida de rojo; dijo desde el umbral:

—Padre… —y se cortaba de pronto al descubrir la presencia del hombre de los z. b.

Mauricio dijo:

—Pasa, bonita. No te estés ahí al sol.

La niña recelaba. Insistió el Chamarís:

—Pero, entra, Marita; no seas boba. Nadie te va a comer.

Ahora entró de golpe y cruzó como un rayo y ya estaba abrazada a los pantalones del Chamarís. El Chamarís la besaba en el pelo, y le decía:

—Pero hija, ¿qué vergüencillas son ésas que te traes hoy? Con lo desenvuelta que es la niña ésta. Di, ¿qué querías?

La niña contestaba por lo bajo:

—Mamá, que se venga usted a comer.

—Bueno, pues ahora mismo vamos.

La niña se apretujaba cada vez más contra la pierna de su padre, volviéndoles las espaldas a todos los presentes. Ahora el hombre de los z. b. se acercó y se ponía en cuclillas junto a ella; sonriendo le dijo:

—Si ya lo sé que eres tú la de esta mañana. No te creas que no te conozco lagartija.

Ella escondía la cara entre las piernas del Chamarís. El hombre de los z. b. le insistía de nuevo:

—Vuélvete, mujer; mira un momento para acá. ¿Crees que me enfado yo por eso?

Apareció media cara de la niña y ya empezaba a sonreírse; se volvía a esconder. El otro continuaba:

—¿No quieres ser mi novia?

Ahora la niña se reía más y de pronto mostró toda la cara. Le dijo el padre:

—¿Qué secretos te traes tú con el barbero?

—Cosas nuestras —decía el hombre de los z. b.—; ¿verdad que sí, bonita? ¿Cómo te llamas?

—Mari.

El Chamarís apuraba el vaso; dijo:

—Alguna picardía os traéis entre los dos. Vámonos, hija, para casa.

—Tiene usted una chiquilla muy salada. —Le decía, levantándose, el hombre de los z. b.—. Bueno, Mari, preciosa, que nos veamos. Ya sabes.

—Anda, hija mía, por lo menos contéstale al barbero, ya que sois tan amigos.

—Adiós, señor barbero.

—¿No me das un besito?

Inclinaba la cara hacia la niña, y ella lo besó maquinalmente, rozándole apenas.

—Así. Hasta la vista, guapa.

—Taluego, señores. ¡Toma, Azufre…!

El perro se levantó de un salto y salió por la puerta, delante de los suyos.

—Hasta la tarde.

El hombre de los z. b. comentaba:

—Tiene una chica muy crecidita, para ser él tan joven. ¿Qué años podrá tener la niña ésta?

—Pues seis o siete debe tener.

Miguel dijo a Mauricio:

—Oiga: ¿y usted no podría dejarnos una jarra y unos cachos de hielo, para poner una sangría?

—De hielo no crean ustedes que ando muy bien. Lo tengo que durar hasta la noche. Ya veremos a ver. La jarra sí. ¡Faustina! También llevarán gaseosa, en ese caso.

—Sí. Y un limón —dijo Tito—, a ser posible.

—Un limón me parece que sí.

Entró Faustina.

—¿Qué?

—Mira a ver una jarra por ahí, para estos jóvenes. Y un limón.

La mujer asintió con la cabeza y se volvió a meter.

—Eso está bien pensado —dijo Lucio—; una buena sangría se agradece, con estos calores. Y yo que ustedes, ¿saben lo que le echaba? Pues tres o cuatro copitas de ginebra. Así el alcohol que se pierde al ponerle gaseosa, se recobra, es decir, se compensa con el alcohol de la ginebra, ¿eh? ¿Qué les parece la receta?

—Está bien; pero es que eso es mucha mezcla ya, y después a las chicas se les sube a la cabeza por menos de nada.

—Ah, bueno, en ese caso… Si ustedes quieren tener consideraciones con las faldas, ahí ya no entro yo. Pero le advierto que en mis tiempos no andábamos con esos respetos; se hacía lo que se podía. Se conoce que ahora…

Entró Faustina; dejó la jarra sobre el mostrador. Ya volvía a meterse de nuevo y se detuvo en la puerta, dirigiéndose a Tito, y señalaba la jarra con el índice:

—Y no me la rompan ustedes. ¿Eh? Que es la única jarra que tengo. Así que cuidadito.

—Descuide, señora; más que si fuera nuestra.

Faustina volvió a meterse hacia el pasillo.

—¡Y el limón! —le gritaba Mauricio detrás, levantando la cara de la caja del hielo.

Ya sacaba unos cuantos pedazos y los metió en la jarra.

—Con este poco tienen que arreglarse. No les puedo dar más.

—Ya es bastante. Muchísimas gracias.

—¿Cuántas gaseosas quieren?

—¿Qué te parece a ti, Miguel?, ¿cuántas nos llevaríamos?

Miguel estaba ocupado en preparar los macutos con las botellas de vino y las tarteras.

—Pues… Que nos ponga ocho, por ejemplo. Yo creo que con ocho habrá bastante. Y otra grande de vino. La que tienen abajo debe de estarse ya finiquitando, a estas alturas.

—Ocho, entonces.

Faustina entraba; dijo:

—El limón.

Lo puso junto a la jarra, con un toque rotundo, y salió. Miguel y Tito aparejaban los cachivaches. El carnicero comentaba:

—Pues se han venido ustedes unos cuantos.

—Once venimos en total —se dirigió a Mauricio—. Oiga, póngales usted aquí unos vasitos por nuestra cuenta, haga el favor.

—Se le agradece, joven.

—De nada, figúrese usted.

—Pues mala cosa es ésa de ser impares, viniendo de jira —dijo Lucio—. Hay siempre uno que es el que está de más.

—No se preocupe; el que venía de más ya se cogió la tranca por su cuenta y se durmió como un pedrusco. Ni se bañó siquiera —dijo Miguel.

Tito le preguntó:

—Oye, es verdad; y la tartera del Dani, ¿qué hacemos con ella?, ¿la bajamos por fin?

—Naturalmente. ¿Cómo querías que le hiciésemos una guarrada semejante?

—Pues él nos la hizo a nosotros el primero.

—¿Y te vas a tomar el desquite por esa tontería?

—No, ¡qué va! Yo no tengo ningún interés. Vosotros lo dijisteis. Si es por mí, se la bajamos, desde luego, y no hay más que hablar.

Miguel había terminado y saludaba:

—Bueno, pues hasta luego, entonces.

—Vaya; que sigan ustedes pasándolo bien.

—Adiós, jóvenes. Tengan cuidado ahí, no tropezar, que van ustedes muy cargados.

—Ya; gracias. Adiós.

Salieron ambos, con los macutos colgados de los hombros y del cuello. Miguel llevaba tres botellas en las manos y Tito la otra botella y la jarra azul que Faustina les había dejado. El carnicero preguntó:

—¿Qué hora va siendo?

—La de comer. Las dos y media ya pasadas.

El alguacil había vuelto a quitarse la gorra y se rascaba la cabeza. El carnicero le dijo:

—¿Te pica?

—De puro talento, le pica —comentaba Mauricio.

El carnicero bostezaba y se asomó al umbral; se oía la música lejana; dijo:

—Desde aquí mismo se oye la que hay formada en el río.

—Tiene que haber mucho público, sí.

—Antes éramos los de los pueblos —decía el hombre de los z. b.— los que íbamos a pasarnos las fiestas a las capitales. Ahora, en cambio, son los de las capitales los que se vienen al campo.

—Ninguno está conforme con lo que tiene —dijo Lucio—. Siempre se echa de menos lo contrario.

—Sí, lo que es —replicaba Carmelo—; como estuviera yo en los Madriles, escapado iba a echar yo de menos todo esto de aquí. Mejor campando por tus respetos en un Madrid, aunque sea no siendo uno nadie, que alcalde en Torrejón, con toda la importancia de ese pueblo. Si ya lo dice la gente: «De Madrid al cielo», ahí está; con eso ya queda dicho.

El carnicero se volvió, sonriendo, hacia él.

—Bueno, ¿y tú qué harías en un Madrid?, vamos a ver. Cuéntanoslo.

—¿Yo…? ¿Que qué haría…? —se le encendía la cara—. ¿Qué es lo que haría yo en Madrid? —chasqueó con la lengua, como el que va a empezar a relatar alguna cosa alucinante—. Pues, lo primero… Me iba a un sastre. A que me hiciese un traje pero bien. Por todo lo alto. Un terno de quinientas pesetas…

Se pasaba las manos por la raída chaquetilla, como si la transfigurase. Mauricio le interrumpió:

—¿De quinientas pesetas? ¿Pero tú qué te crees que te cuestan los trajes a la medida en Madrid? Con quinientas pesetas ni el chaleco, hijo mío.

—Pues las que hiciesen falta —dijo el otro—. Quien dice quinientas, dice setecientas…

—Bueno, hombre, sigue. Pongamos que con setecientas te alcanzaba para ponerte siquiera medio decente. ¿Luego qué hacías?, a ver. Continúa.

—Pues luego, me salía yo a la calle, con mi trajecito encima, bien maqueado, pañuelo de seda aquí, en el bolsillo este de arriba, ¿eh?, mi corbata, un reloj de pulsera de estos cronométricos, y me iba a darme un paseo por la Gran Vía. Poquito; ida y vuelta nada más, y descansado, para sentarme a renglón seguido en la terraza de un café, ¿cómo se llama ése?, Zahara, en la terraza del Zahara. Allí ya, bien repantigado, daba unas palmaditas —hizo el gesto de darlas—; y en esto, el camarero: un doble de cerveza así de alto con… con una buena ración de patatas fritas, eso es. Ah, y el limpia. Que me mandase en seguida al limpiabotas para sacarme brillo a los zapatos…

El hombre de los z. b. se miró a los empeines. Lucio dijo:

—¡Ay, amigo!, eso ya lo sabía yo, fíjese. Lo estaba viendo venir.

—¿El qué?

—Que lo primero que iba a llamar es al limpiabotas. Estaba seguro.

—¿Y usted por qué estaba seguro de eso?

—Pues porque sí. No podía fallar. ¿No ve que tengo ya muchos años? No falla; es lo primero que se les ocurre a todos los que hablan de la buena vida: que venga un tío a limpiarles los zapatos.

*

—Pues a esta cuarta botella ya la podíamos ir metiendo mano.

—¿A palo seco? —replicaba Alicia—. Ahora como sentaba bien es con algún aperitivo.

—Pues mira —dijo Fernando—; en el río hay cangrejos. Métete a ver si atrapas alguno.

—¡Qué gracioso!

Sebastián sugería:

—¿No andaba por ahí hace un momento el de los cacahueses? Le podíamos coger un par de pesetillas. Con eso ya teníamos tapa.

—No es mala idea. ¿Por dónde lo habéis visto?

—Pasó hace un rato para abajo. Un tío con chaqueta blanca y con un gorro de papel de periódico, como el de Pipo y Pipa.

—Mirar a ver si lo veis.

—Hija, a ti todo lo que sea comer… —le dijo Mely.

—Si es que es verdad; si es que ya son… ¡Mirarlo! ¡Allí está el hombre! ¿No es aquél?

Lo señalaba, entre los árboles, parado en otro grupo; una mancha de sol le lucía en lo blanco de la tela. Fernando se introdujo los dos meñiques en la boca y emitió un silbido largo hacia el vendedor. Estaba recogiendo unas pesetas y les hizo señal con la otra mano de que esperasen, que en seguida venía.

—¡Qué pronto te lo guipaste! —dijo Fernando.

—La que a ésta se le vaya…, en tratándose de comer.

Alicia protestó:

—Tampoco me pongáis mal, ahora. Como si fuera una tragona de miedo.

—Eso no es malo. Señal de que hay salud.

Sebas se había incorporado un momento para mirar por detrás de Paulina, hacia el corro cercano; dijo:

—Y a propósito de comidas, vaya un olor que viene de la paella ésa, ¿no lo notáis?

—Ya llevo un rato sintiéndolo, hijo —le contestaba Santos—. No os quería decir nada para que no padecierais. De buena gana me acercaba yo ahora mismo, a ver si me hacían un sitio.

Ahí, en la familia del Buda, todos metían y sacaban las cucharas, comiéndose la paella en la misma sartén. «Aquí el que sopla pierde viaje», había dicho el Buda, riéndose a mares de sus propias palabras y atragantándose en su risa y tosiendo, todo ruidoso y congestionado. Ahora había un murmullo sosegado por toda la arboleda y llegaba la música desde las radios de los merenderos. «¡Ay, Portugal, por qué te quiero tanto…!». Apuntaban al norte las sombras de los árboles, a Somosierra. No había nadie en el río.

—A ver esa botella —dijo Santos.

Ya llegaba el pipero:

—Muy buenos días tengan ustedes —les bajaba la cesta para mostrar la mercancía—. ¿Qué les pongo?

—Pues cacahués.

—Son a peseta la medida —enseñaba en la mano un cubilete de madera con arillos de hierro—. ¿Cuántas quieren?

—Un duro.

—¡Quieto, Fernando! —dijo Alicia—; esto es mío. Lo paga Miguel.

El otro se buscaba el dinero.

—¡Qué tontería! —contestó—. Estás tú buena.

—He sido yo la que los ha pedido. Tengo el portamonedas de Miguel aquí.

—Que te estés quieta, Alicia; ¡tendrá que ver! Nos los vamos a comer entre todos, ¿no? ¡Pues entonces!

—Vaya. Llegó la hora de los cumplidos —dijo Mely—. A ver si es que a ti no te va a poder convidar más que tu novio.

—Si no es eso, mujer. Si es que fui yo la que pedí los cacahueses.

—¿Y qué más da?

Fernando recogía el cartucho de manos del hombre y le entregaba las cinco pesetas.

—Cuidado no se caigan… —dijo el hombre—. Ustedes lo pasen bien.

Ya se alejaba por los árboles; «¡Qué rricos! ¡Tostaaos!». Sebas se daba media vuelta en el regazo de Paulina; le dijo:

—Anda, Pauli, lucero, ráscame la espalda un poquito.

—¡Míralo él!

—Si es que pica mucho, mujer.

—No haberte puesto al sol. Además, es peor si te rasco. Lo que te puedo hacer es untarte de Nivea; eso sí.

—No quiero pringues; luego se pega todo el polvo.

—Entonces nada, hijo mío; lo siento. De rascarte, ni hablar.

Ya todos estaban a vueltas con el cartucho de los cacahueses. El crujir de las cáscaras hizo volverse a Paulina.

—Aquí hay que andar listos —dijo Mely—. El que no corre, vuela.

—Más hambre que vergüenza es lo que tenemos.

Sonaba el crujir continuo, como una pequeña trituradora. El cartucho estaba en el suelo, en medio de todos. Caían las cascarillas sobre los muslos desnudos. Fernando decía:

—Pues el año cuarenta y el cuarenta y uno hacían el café con cositas de éstas.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Yo que lo sé. Y con algarrobas y cosas peores. Así era el café de asqueroso.

—Eso no era café ni era nada —le dijo Santos.

—Llámalo hache. El caso es que lo hacían con cáscaras de éstas y en la tienda lo llamaban café.

Paulina se volvía hacia el cartucho y cogió un buen puñado de cacahueses.

—¡Eh, tú! —dijo Alicia—. ¿Adónde vas con eso?

—¡Uno a uno, niña! Cucharada y paso atrás.

—Son para Sebastián y para mí; como éste no quiere moverse. No pienso coger más —dijo Paulina.

Luego precipitaba la rapiña sobre el cartucho de los cacahueses y todos se tiraron de bruces encima de él, forcejeando y disputándose la presa, entre risas y voces. Quedó en el suelo el trozo de periódico hecho jirones y algunos cacahueses aplastados, revueltos con la tierra.

—A esto no hay derecho; —dijo Mely—; sólo he podido coger dos.

Los mostraba en la mano.

—Espabilarse —le dijo Fernando.

Mely se dirigió a Alicia:

—Tú, Ali, ¿cuántos has cogido?

—Un buen puñado. Come de aquí si quieres tú también.

Daniel los miraba a todos de reojo, con la mejilla contra el suelo. Al verlo con los ojos abiertos, Lucita le ofreció cacahueses.

—¿Quieres, tú?

El Dani denegó con la cabeza; cruzó las manos debajo de la nuca y miraba a las cimas de los árboles.

—Estas cosas acaban siempre así —dijo Carmen.

—¿Así, cómo?

—Pues así, a la rebolina. El más bruto de todos es el que coge más. Parece como en las bodas de los pueblos, que tiran perras a la puerta de la iglesia, para ver la revolcadera que forman los chavales.

—¿Y tú has estado de boda en algún pueblo?

—El año antepasado.

—Será una cosa divertida.

—Divertida si tienes con quien reírte. Pero si, en cambio, te toca, como a mí me tocó, empotrada en la mesa entre dos paletitos que no hacían más que hacerme preguntas si yo iba a bailar a Casablanca y a Pasapoga, lo que te mueres es de asco, te lo digo yo. Te agarras un aburrimiento, hija mía, que no se te quita en un par de semanas.

—¿Pues qué tiene de malo que te pregunten esas cosas? No veo yo ahí…

—Si es lo pesados que se ponían, y la manera tan ignorante y tan sin gracia de hablar con una chica. Te sientes como gallina en corral ajeno. Deseando marcharte cuanto antes. Ves que quieren hacerte reír y que no lo consiguen, que lo único que te pones es más violenta cada vez. Y estás violenta por ellos, además. Por el poquísimo humor que ves que tienen los pobrecitos y los esfuerzos que hacen por divertirte. En mi vida pasé rato más malo en una fiesta, ni lo pienso pasar.

—Pues en un caso como ése —dijo Mely—, lo que hace una es meterles el lío y tomarles el pelo por todo lo alto.

—Eso es lo que harías tú, seguramente. Pero yo no sirvo para tomarle el pelo a ninguna persona; ni quiero. Tú sí, no me cabe duda; a ti eso te divierte, ya lo sé.

—¿Y a qué me hablas ahora de esa forma? No lo comprendo, Carmen, la verdad.

Alicia se interpuso sin dar tiempo a que Carmen contestara de nuevo.

—Pues yo, mira tú, a mí los pueblos no me disgustan. Una vida tranquila… —se detuvo, pensando—. Y luego, todo el mundo se conoce.

—A mí me aburre lo tranquilo —dijo Mely—, me crispa; la tranquilidad es lo que más intranquila me pone. Y eso de conocerse todo el mundo, ¡vaya una gracia!, ¿pues qué aliciente va a tener la vida si conocemos a todos? No me convence la vida de los pueblos, lo siento; debe ser el tostón número uno.

—Estoy contigo, Mely —decía Fernando—; no puede hacerte ilusión ninguna cosa, si sabes que mañana y pasado y el otro y el otro y todo el año vas a hacer lo mismo, las mismas caras, los mismos sitios, todo igual. Es una vida que no tiene chiste. Parecido al trabajo de uno, que tienes que asistir todos los días y hacer las mismas cosas, que lo único es estar deseando marchase. Pues igual en un pueblo; lo mismo.

—Pero en cambio no tienes complicaciones ni quebraderos de cabeza. Todo lo tienes a mano.

—A mí me sabe muy simple —dijo Mely—, ¿qué quieres que te diga? No puede saberte a nada una vida así. ¿De qué ibas a tener ganas?

—Pues de nada. ¿Es que hace falta tener ganas de algo? Estás tranquila y a gusto con lo que tienes y se acabó.

—Sí, sentadita en una silla y mirando al cielo raso. Ideal.

—Tampoco es eso, mujer. No exageres, ahora. También hay sus distracciones. Tú no conoces las fiestas de los pueblos; la gente se divierte en todas partes.

—Pues mira, si es así, vaya suerte que tienen, porque lo que es yo, por mi parte, suelo aburrirme muchas veces, con todo y que vivo en Madrid. Conque lo otro, date cuenta lo que sería.

—Cuestión de caracteres y lo que esté acostumbrado cada uno.

—A mí lo que me está aburriendo ahora es que ésos no bajen de una vez y comamos. Todo el mundo por ahí comiendo y nosotros aquí todavía, muertos de risa.

—Pues van a ser las tres —dijo Fernando.

Miraba por entremedias de los árboles hacia la escalerilla del ribazo, al fondo, donde esperaban verlos aparecer.

—¿Pero qué harán, digo yo, para tardar de esta manera?

—Bastante han hecho ya con ir, los pobres —dijo Paulina—. Y sin ninguna obligación. No hay derecho a quejarse, tampoco; eso es lo cierto.

—No, si quejarse, aquí nadie se queja —dijo Santos—; el que protesta es el estómago.

—Pues, claro; a ése sí que no hay quien lo calle. Siempre te dice la verdad.

—Y a la hora en punto; va con Sol.

Sebastián levantó la cabeza y se volvió a los otros:

—A mí lo que más me gusta de los pueblos son los higos chumbos.

Se rieron.

*

Miguel decía:

—Vamos muy retrasados. Nos deben de estar echando maldiciones.

—La culpa es tuya —dijo Tito—, con esos admiradores que te salen.

—Ésa es la fama, chico —se reía—. ¿Qué quieres que yo le haga? Uno se debe a su público.

—¿Quién te habrá hecho esa propaganda?

—Seguro que ha sido el dueño, ¿no ves que me conoce de otros veranos?

—Y ese otro se debió de creer que tú eras un Fleta, o poco menos.

—Algo así pensaría.

Venían ya por el trecho de camino entre viñas, paralelo a la tela metálica. Al guarda de la viña no cercada le habían traído la comida y masticaba mirando hacia las cepas. No andaba nadie ahora por los alrededores. Vino el ronquido jadeante de un motor, y un viejo taxi urbano apareció por el camino de los merenderos, avanzando de frente hacia Tito y Miguel. Se echaban a una parte, dejando paso al coche que se desballestaba, repleto de personas, levantando una cola de polvo, hacia la carretera. El guarda viejo de la viña maldijo el taxi, el nubarrón de polvo que llegó a su cuchara, el domingo. Rápidamente recogió la tartera del suelo para taparla y proteger la comida. Alzó los ojos hacia Tito y Miguel; no los había visto llegar.

—¡Ni comer! —les gritó—. ¡No lo dejan a uno ni comer! ¡La mierda!

Se recrecía de nuevo al ver que alguien le estaba escuchando:

—¡¡Domingos de la gran puta!!

Y aún blandía en el aire la tartera y la estrellaba contra el suelo. Salsa y judías se derramaron por los terrones, salpicando las cepas. Luego volvió a sentarse y sacó torpemente la petaca, el librito de papel, y le temblaban con violencia los dedos liando el cigarro. Tito y Miguel caminaban de nuevo.

—Está chalado —dijo Tito—; tirar de esa manera la comida…

—¡Se debe de pasar cada berrinche, el viejo!

—Con cabrearse no adelanta nada. Lo único que saca con eso es perjudicarse a sí mismo.

—Ya. Pero ninguno somos capaces de echarnos esas cuentas cuando nos vemos renegados. Uno se evitaría muchos disgustos, sujetándose a tiempo.

Ya llegaban al borde del ribazo. Las voces que subían de la arboleda y de los merenderos crecieron súbitamente al asomar. Resonaban aplausos en alguna parte. Tito miró en la jarra; dijo:

—El hielo no va a llegar. Está ya casi derretido.

Comenzaban a descender con cuidado la escalerilla de tierra.

—¡Mirarlos! ¡Allí vienen por fin!

Se revolvía todo el grupo. Decían: «¡Miguel, Miguel!», y Miguel se reía de tanto sentirse jaleado. Los ayudaron a soltar todas las cosas.

—¿Y en esa jarra, qué traéis?

—¿No os habréis olvidado de algo?

—Que no, mujer, que no.

Andaban revolviendo entre los macutos, buscando cada uno su tartera.

—Esa roja es la mía.

—¡Si viene hielo aquí metido! ¿Para qué es este hielo?

—¿Habéis traído más vino?

—Ahí está, ¿no lo ves?

—¡Huy, mucho vino me parece que es éste!

—¿Y en dónde habéis mangado los limones?

—Como sigas tirando de esa cinta seguro te cargas el macuto.

—¡Un poquitito de organización!

—Di, ¿este limón para quién es?

—Para don Federico Caramico.

—Simpático él…

—Oye, y hielo y toda la pesca.

—A ver, a ver… ¡Pero si viene ya medio deshecho!

—Pues tú verás: con lo que han tardado, se les derrite hasta una llave inglesa.

—¡A comer!

—Aquí, cada oveja con su pareja.

—¿Y mi oveja, quién es?

—Yo, tu ovejita soy yo —dijo Mely a Fernando.

—¡… nita tú! Siéntate aquí, mi reina.

—Si llegáis a tardar un poco más, asamos a Daniel —dijo Santos.

—Ése tiene que estar muy correoso.

—Y lo mismo te coges una garza de no te menees. El noventa por ciento de la carne del Dani debe ser puro alcohol.

—Y el otro diez por ciento, mala leche —añadía Fernando.

Alicia le replicó:

—Tú no hables. Que gracias a él te has librado de subir tú a por la comida.

—Tiran con bala —dijo Carmen.

Daniel levantó la cara y miró a Fernando.

—A ti, Fernando, te gusta mucho incordiar esta mañana por lo visto. Yo no te recomiendo que sigas por ahí. Conque ya sabes.

Fernando le contestó:

—¡Ah, vamos! Ahora te da por espabilarte, ya era hora. ¿No habréis traído la tartera de Dani?

—Ahí está. Ésa que queda debe ser la suya.

—Anda, pues si dijimos que no se bajara.

Miguel levantó la voz:

—¡Qué dijimos ni qué narices! Haberte subido tú, y entonces no la bajabas si no querías.

—Bueno, Miguel, bueno; no te pongas así.

—Tiene razón Miguel —interrumpía Carmen—. ¿No te han traído a ti la tuya? Pues da las gracias y a callar.

—A eso le llamo yo compañerismo.

Terciaba Mely:

—Pues ya está bien, digo yo. ¿Se come o no se come? Siéntate, Fernando.

—Aquí lo que hay es mucho mar de fondo.

—Otra que viene a malmeter. Me vais a hacer que cante —dijo Miguel—; a ver si así os calláis. Tú, Tito, ¿qué haces ahí de pie, que pareces el sacristán de la parroquia?

—¡Vamos allá!, que se enfría —apremiaba Santos.

Dijo Mely:

—Canta, Miguel, anda. Anda, alégranos la comida.

Tito se despojó de la camisa y se sentó junto a Miguel.

—¿No te desnudas tú? Te sentirás más fresco.

El otro denegó con la cabeza. Estaba destapando una cacerola roja que había venido atada con cordeles, curioseaba el contenido.

—Oye tú —dijo Tito, de pronto—; ¿y la sangría?

—¡Calla, se me olvidó! ¡Pues rápido, que se va el hielo!

—¡El limón! ¿Dónde está?

—¿Habéis visto alguno el limón?

—En la fresquera a refrescar.

—Chístale a ver si acude.

—Menos bromas, que os quedáis sin sangría. El hielo está para pocas.

—¿No se lo habrá guardado Mely por dentro del bañador? —dijo Fernando—. A ver, Mely…

—Anda, búscalo, chato —le contestaba Mely—; a ver si te quemas. Pero va a ser del guantazo que te arreo.

—¡Pues si está aquí! ¿O es que no tenéis ojos en la cara? Se ha espachurrado un poquito, pero le queda sustancia todavía.

—Dámelo acá.

Miguel puso las manos en rejilla sobre la boca de la jarra y escurrió todo el agua del hielo en el polvo. Tito partía el limón en rodajas.

—¿Cómo destaparíamos las gaseosas?

—Pues Sebas tiene una navaja de ésas que sirven para todo.

Sebastián limpió la hoja en la servilleta y le pasaba a Miguel la navaja. Carmen dijo:

—Dejar un par de botellines para el que no quiera sangría.

—Aquí quiere sangría todo el mundo.

Paulina replicó:

—A mí dejarme una gaseosa. Yo sangría no tomo.

—Echa el limón —dijo Miguel con la jarra en la mano.

Tito volcó las rodajas en el hielo del fondo. Luego cogió la jarra y Miguel destapó las gaseosas y las mezcló también.

—A ver el vino.

Tito estaba mirando hacia Daniel, mientras sostenía la jarra donde Miguel echaba el vino.

—Listos —dijo Miguel—. Una sangría como el Mapamundi.

Se llevaba la jarra. Tito se sentó junto a Daniel.

—¿Qué haces, Dani? ¿No comes? Aquí tienes un sitio.

—No quiero molestaros.

—Venga ya de bobadas. Toma tu tartera. Y ahora mismo te pones a comer.

Ahora Santos se había vuelto a mirar la comida de Sebas:

—A ver qué te han puesto a ti.

—Nada. Pochitos con porotos.

Cubría lo suyo con la tapadera de aluminio.

—Te la cambio sin verla.

—Vamos, pira.

—Salías ganando, fíjate.

Tito insistía con Daniel:

—Para mí que te quieres hacer de rogar. Venga ya, galápago; no seas…

Sebastián y Santos intervinieron:

—Como sigas en ese plan, nos repartiremos tu comida. Tú verás lo que haces.

Se levantó Daniel y recogía su tartera; se miraba con Mely un momento. Ella le dijo a Alicia, mirando hacia el suelo y ajustándose un tirante del bañador:

—Tampoco tiene por qué estar así…

Daniel se había sentado.

Sebastián lo veía un poco serio y lo cogió por el cogote, sacudiendo:

—¡Aúpa Daniel!, ¡que a ti lo que te priva es el etílico!

—También es bueno comer de vez en cuando —le decía Santos a Daniel, con tono consejero—; tomar de estas cositas, ¿no ves tú? Ya sabemos que el vino es la base de la existencia, pero esto tampoco no hace daño a nadie. Si no se abusa, claro está. A ti no te dé asco, prueba un poquito. Ya verás como te acostumbras poco a poco…

Se sonreía mientras hablaba, separando muy ordenadamente, en su tartera, con dos dedos, las patatas fritas de todo lo demás. Levantó la mirada hacia Daniel, y Daniel lo miró sonriendo; le dijo:

—¡No eres tú guasón…!

Santos le hizo un guiño brusco y le dio un manotazo en la rodilla:

—¡Ay, Daniel! —le gritaba—. ¡Precioso tú! ¡Si no fuera por tu tato, que te atiende y te da buenos consejos sobre la vida!

Sebas había sacado chuletas de su tartera; la manteca se había congelado. Se miraba los dedos pringosos y luego se los chupaba.

—Parece que te relames —dijo Santos.

—¡Cómo lo sabes! —contestó Sebastián—. Yo ya te dije que salías perdiendo. Qué, ¿quieres una?

Sacaba una chuleta de la tartera y se la ofrecía. Cogía Santos la chuleta y levantándola en el aire, sujeta por el palo, se la dejaba caer hacia la boca, como el trapo de una banderita. Luci apenas comía. Miraba a unos y a otros y quería ofrecer algo a alguien:

—Yo he traído empanadas. Probarlas; son de pimientos y bonito.

—No me gusta el pimiento —le dijo Paulina.

—¿Tú, Carmen?

Enfrente de ellos estaban Alicia y Mely y Fernando. Alicia había dejado de comer y se frotaba con un pañuelo, mojado en gaseosa, una mancha de grasa que le había caído en la tela del bañador. Luci comía su empanada y la tenía cogida con una servilleta de papel… «ILSA», ponía en la servilleta. Le había dicho el Dani:

—Estas servilletas se las mangamos a la casa, ¿no?

—Alguna ventajilla hay que tener. Traigo muchas. Coge si quieres.

—Gracias. Pues yo, yo paso por allí bastante a menudo y nunca tengo la suerte de pillarte despachando. ¿A qué horas te toca?

—Por la mañana, siempre.

—¿Pero qué puesto es? ¿No es el que está de espaldas a la boca del metro?

—El mismo. Allí estoy yo como un clavo a partir de las diez.

—Pues es raro…

Se encogía de hombros.

—¡Ahí va la sangría! ¿Quién quiere beber?

Surgían los brazos morenos de Mely hacia la jarra, por encima de las cabezas:

—Dame.

Apresó el recipiente, sacudía la melena para atrás y se llevaba la sangría a los labios. Un hilo le corrió por la barbilla y le escurría hacia el escote.

—¡Qué fresquita! Ali, ¿quieres beber?

Pasó la jarra de unos brazos a otros. Lucita decía:

—¿Te gusta?

Carmen había mordido la empanada:

—Mucho.

Luci ofreció a Daniel su tartera:

—¿Y tú, Daniel? ¿No me quieres probar las empanadas? —dijo.

*

El hombre de los z. b. decía desde la puerta:

—¡Qué raro se hace ver un taxi de Madrid por estas latitudes; un trasto de ésos en mitad del campo!

—¿Viene hacia aquí? —dijo Mauricio desde dentro.

—Así parece.

—Ése es Ocaña. Seguro. Me dijo que vendría cualquier domingo.

El coche había atravesado la carretera y ya venía por el camino de la venta, dejando detrás de sí una larga y voluminosa columna de polvo. Mauricio se había salido a la puerta para verlo venir. Se desplazaba lentamente la masa de polvo a deshacerse entre las copas de un olivar.

—¿Cuándo piensas cambiar este cangrejo por un cacharro decente? —le gritaba Mauricio en la ventanilla, mientras el otro reculaba para poner el coche a la sombra.

Mauricio lo seguía con ambas manos sobre el reborde del cristal. Ocaña se reía sin responder. Echó el freno de mano y contestó:

—Cuando tenga los cuartos que tú tienes.

Mauricio abrió la portezuela y se abrazaron con grandes golpes, al pie del coche.

Salieron una señora gorda y una muchacha y muchos niños y el hermano de Ocaña y su mujer. La gorda le dijo a Mauricio:

—Usted, metiéndose con mi marido, como siempre. ¿Y Faustina? ¿Está bien? ¿Y la chica?

—Todos muy bien. Ustedes ya lo veo.

Mauricio puso la mano en alguna de aquellas cabecitas rubias. Luego miró a la joven:

—Vaya. Ésta es ya una mujer. Ya pronto empezará a darles disgustos.

—Ya los da —contestaba la gorda—. ¿Conoce usted a mi cuñado y a su «exposa»?

Decía exposa, con equis, como si ya no lo fuera.

—Pues mucho gusto. ¿Cómo están ustedes?

Eran flacos los dos. Ocaña, el chófer, se limpiaba el sudor con un pañuelo. Dijo:

—Aquí tenéis a Mauricio; el gran Mauricio.

Y la gorda decía:

—Ya lo conocen a usted. Nos han oído hablar cientos de veces. A Felipe no se le cae su nombre de la boca. Antes se olvida de sus hijos que olvidarse de usted. ¡Vosotros! ¡Hala! ¿Qué hacéis ahí como pasmados? ¡Venga, ayudar a papá a sacar los trastos de la maleta!

Se volvió a la muchacha:

—Tú, Felisita, te encargas de las botellas, no me las vayan a romper.

A Mauricio de nuevo:

—¡Son más adanes!; le tienen declarada la guerra a todo lo que sea loza y cristal.

Sacudía la cabeza.

—La edad que tienen… —dijo Mauricio—. Vamos pasando, si ustedes gustan, que pica mucho el sol.

El hombre de los z. b. los veía venir desde la puerta.

—Vaya río hermoso que tienen ustedes. No se quejarán —seguía diciendo ella.

El hombre de los z. b. le cedió el paso y le miraba el busto de reojo.

—Cuidado el escalón —advertía Mauricio.

La mujer saludó brevemente:

—Muy buenas.

El matrimonio entraba detrás de ella. El alguacil se retiró del mostrador y se cogía las manos por detrás. Mauricio ofreció unas sillas.

—Y la gente que viene —decía ella sentándose—; cada año viene más. Y nosotros, en cambio, vaya facha de río. Vaya un Manzanares más ridículo, que parece una palangana, con ese agua tan marrana que trae, que es la vergüenza de un Madrid.

—Pues creo que ahora lo van a poner mejor.

—Ca. Ese río no lo arregla ni el mismísimo Churchill que lo pusieran de alcalde de Madrid, con todo el talento que le dan en la Prensa a ese señor.

—Todo sería cuestión de perras.

—Como no trasladen Madrid entero… Pues también vaya un sitio que fueron a escoger para construir la capital de España. Cuando fuera, que yo no lo sé, en los tiempos antiguos; allá… —señalaba hacia lejos con la mano—; tenía que ser una gente ignorante. Ya podían haber escogido un río un poco más río. Con tanto sitio hermoso como hay.

Felipe Ocaña tenía la cabeza zambullida en el interior del coche. Había bajado el respaldo del asiento trasero e iba sacando cosas de allí y pasándolas a las manos de los hijos, que se las recogían en la portezuela. A veces no había ninguna mano preparada y venía su voz desde lo profundo:

—¡Venga! ¡No me tengáis así!

Al fin sacó el cuerpo y dijo:

—Iros llevando las cosas, hala.

Se repartieron todo entre los cuatro. Felisa iba diciendo:

—Mamá ha dicho que las botellas las lleve yo.

Felipe giraba las manivelas de los cristales. Los cuatro hijos se iban hacia la casa de Mauricio con todos los envoltorios. Los dos varones, muy rubitos, tenían unas sandalias de goma y estaban todavía en taparrabos. Miraban a todas partes. Sonaron las portezuelas del taxi, por detrás. Felipe cerró con llave y ya viniendo se volvió de soslayo y echó una rápida mirada a los neumáticos. Silbaba mientras venía. Sus hijos entraban ya.

—Ponerlo todo aquí encima, de momento —dijo la madre—; con cuidado, Juanito —se dirigió al ventero:

—¿Qué tal está el jardín? ¿Tiene sombra, como el año pasado?

—Más. Este invierno le puse otras diez enredaderas y ya me han cubierto un buen cacho más. Allí están ustedes mejor.

Faustina venía por el pasillo, secándose una mano en el mandil. Al ver la espalda de la recién llegada se volvió para atrás desde la misma puerta. El hermano de Ocaña decía:

—Pues está esto muy bien; con su jardín y todo, a la parte de atrás. Ahora en verano ha de tener buena explotación.

—No lo crea —le contestó Mauricio—. Los que hacen el negocio son los que están sobre el río y la carretera. Aquí no llegan muchos. La situación es mala.

Felisa arrimó una silla y se sentaba muy cerca de su madre, con un ademán compuesto. Uno de los dos niños miraba a Lucio; lo exploraba de pies a cabeza.

—Pues eso tiene fácil arreglo. Con colocar unas cuantas flechas y letreros en la carretera, según se viene para acá, se traía usted a la gente.

Mauricio se metía en el mostrador:

—No me dejan ponerlos. Todo eso paga impuestos al Estado.

—Ya se sabe; sin impuestos ni el sueño. Pero trae cuenta.

Había aparecido Felipe en el umbral, con el dedo metido en el anillo del llavero, que giraba sonando.

—Ya estamos todos —dijo.

Al tiempo entró Faustina por la puerta interior. Se había quitado el mandil y aún venía ajustándose una horquilla.

—¡Dichosos los ojos!

La mujer de Felipe se volvió. Carmelo y el carnicero miraban a los estantes de botellas. Faustina dio la mano a la señora de Ocaña y se echó para atrás, como si la admirase:

—¡Si cada año viene usted más buena!

La otra entornó los párpados y columpiaba la cabeza, afectando una sonrisa modesta y quejumbrosa.

—Ca, no lo crea, Faustina, no lo crea; las apariencias engañan, el tiempo pasa por una, como por todos los demás mortales. Por desgracia no es como usted dice…

Lucio miraba a todos sin recato.

—Me he pasado un invierno muy malita. Si viera usted… No soy aquélla, no.

El carnicero escupía y pisaba una colilla encendida, aprovechando para mirar de soslayo hacia atrás.

—Las cosas dejan su huella —cambió de gesto—. ¿Conoce usted a mi cuñado y a su esposa?

Faustina les dio la mano a través de la mesa. La otra dijo:

—Encantada.

Se le notaba un deje catalán.

—Pues han tomado ustedes posesión de su casa; siendo familia de aquí, como de siempre.

Fue la mujer de Felipe la que se adelantó a dar las gracias en nombre del cuñado. Faustina saludaba a Felipe, mientras Carmelo y el carnicero iban pagando a Mauricio. El hombre de los z. b. subía y bajaba sobre las puntas de los pies, mirando al techo.

—¡Estate quieto, Juanito! —le decía Felisita a su hermano.

El chico daba vueltas y vueltas a una mesa, paseando una mano por el mármol y haciendo con la boca un zumbido de buque de vapor. La mano se hizo avión entonces y despegó de la mesa hasta pasar rozando el pelo de Felisa. Ella no consiguió derribarlo de un manotazo, fallido en el aire.

—¡Mamá, mira Juanito!

—Ustedes lo pasen bien —decía, saliendo, el carnicero.

El alguacil se tocó la gorra con el índice en señal de saludo. El hombre de los z. b. los despedía con un gesto del mentón.

—¿Se queda? —le dijo el carnicero.

—Un rato —y señalaba, sin haberlo mirado, a su reloj de pulsera.

Carmelo y su compañero salieron hacia el sol y tomaban la ruta de San Fernando. Ahora había entrado Justi, endomingada.

—¡Vaya moza que tienen ustedes! —decía, dirigiéndose a Mauricio, la mujer de Felipe.

La chica se reía sin timidez, de pie junto a la gorda, que le tenía una mano en la cadera como si comprobase lo sólida que estaba.

—¿Tendrá ya novio? —dijo, levantando los ojos hacia Justi.

—Sí que lo tiene, sí —contestaba la madre, y sonreía con las manos cogidas.

Felisita miraba a Justi con interés. El hombre de los z. b. se había acercado a Lucio, pero no hablaban. Ocaña dijo a su mujer:

—Petra, las tres y media dadas, hija. Yo creo que ya va siendo hora de que pasemos al jardín.

—Vamos, vamos —decía movilizándose—; por mí, cuando queráis.

Se levantaron todos. Justi empezó a coger cosas.

—Huy, deja, chica, no te molestes; lo que es manos, aquí no nos faltan, a Dios gracias, para llevar todo esto y mucho más. Tú no hagas nada. Deja que los chicos lo lleven, ya que no sirven para cosa buena.

—No es molestia ninguna —dijo Justina.

Y desapareció hacia el pasillo con una cesta. Mauricio se salió del mostrador y fue por delante de todos, como abriendo camino, y para aconsejarles en el jardín una mesa a propósito.

—No dejéis nada —dijo Petra.

Careaba a sus hijos por delante, hacia el corredor. Luego entró ella, y los cuñados, y Felipe el último. Lucio decía al hombre de los z. b., señalando con la cabeza hacia la puerta por donde todos habían salido:

—Éste ya puede agarrarse al volante de firme, con esos cuatro lobeznos en casa pidiendo pan.

—Y destrozando calzado… —añadía el otro.

*

Escurrían por el cuello de Sebas regueros de sudor ensuciados de polvo, a esconderse en el vello de su pecho. Tenía los hombros bien redondeados, los antebrazos fuertes. Sus manos duras como herramientas se dejaban caer pedacitos de tortilla encima de los muslos. Santos, blanco y lampiño junto a él, alargaba su brazo a la tartera de Lucita:

—¿Me permites?

—Coge, por Dios.

—¡Cómo te llamas al arrimo!

—Sí, la vais a dejar a la chica sin una empanada.

—Para eso están. Traigo de sobra; tú cógela, Santos.

El sol arriba se embebía en las copas de los árboles, trasluciendo el follaje multiverde. Guiñaba de ultrametálicos destellos en las rendijas de las hojas y hería diagonalmente el ámbito del soto, en saetas de polvo encendido, que tocaban el suelo y entrelucían en la sombra, como escamas de luz. Moteaba de redondos lunares, monedas de oro, las espaldas de Alicia y de Mely, la camisa de Miguel, y andaba rebrillando por el centro del corro en los vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la jarra de sangría, todo allí encima de blancas, cuadrazules servilletas, extendidas sobre el polvo.

—¡El Santos, cómo le da! ¡Vaya un saque que tiene el sujeto! Qué forma de meter.

—Hay que hacer por la vida, chico. Pues tú tampoco te portas malamente.

—Ni la mitad que tú. Tú es que no paras, te empleas a fondo.

—Se disfruta de verlo comer —dijo Carmen.

—¿Ah, sí? Mira ésta, ¿te has dado cuenta el detalle? Y que disfruta viéndolo comer. Eso se llama una novia, ¿ves tú?

—Ya lo creo. Luego éste igual no la sabe apreciar. Eso seguro.

—Pues no se encuentra todos los días una muchacha así. Desde luego es un chollo. Tiene más suerte de la que se merece.

—Pues se merece eso y mucho más, ya está —protestó Carmen—. Tampoco me lo hagáis ahora de menos, por ensalzarme a mí. Pobrecito mío.

—¡Huyuyuy!, ¡cómo está la cosa! —se reía Sebastián—. ¿No te lo digo?

Todos miraban riendo hacia Santos y Carmen. Dijo Santos:

—¡Bueno, hombre!, ¿qué os pasa ahora? ¿Me la vais a quitar? —Echaba el brazo por los hombros de Carmen y la apretaba contra su costado, afectando codicia, mientras con la otra mano cogía un tenedor y amenazaba, sonriendo:

—¡El que se arrime…!

—Sí, sí, mucho teatro ahora —dijo Sebas—; luego la das cada plantón, que le desgasta los vivos a las esquinas, la pobre muchacha, esperando.

—¡Si será infundios! Eso es incierto.

—Pues que lo diga ella misma, a ver si no.

—¡Te tiro…! —amagaba Santos levantando en la mano una lata de sardinas.

—¡Menos!

—Chss, chss, a ver eso un segundo… —cortó Miguel—. Esa latita.

—¿Ésta?

—Sí, ésa; ¡verás tú…!

—Ahí te va.

Santos lanzó la lata y Miguel la blocó en el aire:

—¡Pero no me mates! —exclamó—. Lo que me suponía. ¡Sardinas! ¡Tiene sardinas el tío y se calla como un zorro! ¡No te creas que no tiene delito! —miraba cabeceando hacia los lados.

—¡Sardinas tiene! —dijo Fernando—. ¡Qué tío ladrón! ¿Para qué las guardabas? ¿Para postre?

—Hombre, yo qué sabía. Yo las dejaba con vistas a la merienda.

—¡Amos, calla! Que traías una lata de sardinas y te has hecho el loco. Con lo bárbaras que están de aperitivo. Y además en aceite, que vienen. ¡Eso tiene penalti, chico, callarse en un caso así! ¡Penalti!

—Pues yo no las perdono —dijo Fernando—. Nunca es tarde para meterle el abrelatas. Échame esa navaja, Sebas. Tiene abrelatas, ¿no?

—¿La navaja de Sebas? ¡Qué preguntas! Ése trae más instrumental que el maletín de un cirujano.

—Verás qué pronto abrimos esto —dijo Fernando cogiendo la navaja.

—A mí no me manches, ¿eh? —le advertía Mely—. Ojito con salpicarme de aceite.

Se retiraba. Miguel miraba a Fernando que hacía torpes esfuerzos por clavar el abrelatas.

—Dame a mí. Yo lo hago, verás.

—No, déjame —se escudaba con el hombro—. Es que será lo que sea, pero no vale dos gordas el navajómetro éste.

—Vete ya por ahí —protestó Sebastián—. Los inútiles siempre le echáis la culpa a la herramienta.

—Pues a hacerlo vosotros, entonces.

Miguel se lo quitaba de las manos:

—Trae, hijo, trae.

Pasaba un hombre muy negro bajo el sol, con un cilindro de corcho a la espalda. «¡Mantecao helao!», pregonaba. Tenía una voz de caña seca, muy penetrante. «¡Mantecao helao!». Su cara oscura se destacaba bajo el gorrito blanco. Las sardinas salían a pedazos. Sebas untó con una el pan y la extendía con la navaja, como si fuera mantequilla. Limpió la hoja en sus labios.

—¡Cochino! —le reñía Paulina.

—Aquí no se pierde nada.

—Oye; luego tomamos mantecado —dijo Carmen.

El heladero se había detenido en una sombra y despachaba a una chica en bañador. Otros chavales de los grupos convergían hacia él.

—Hay que decirle que se pase por aquí dentro de cinco minutos.

—¡Para ti va a volver!

—Ah, pues se encarga ahora —dijo Carmen—. Sin helado no me quedo. ¿Quién quiere?

Fernando se había acercado a Tito, con la lata de sardinas:

—¿Quieres una sardina, Alberto?

Levantó Tito la cara y lo miró; Fernando le sonreía.

—Pues sí.

Sostuvo Fernando la lata, mientras el otro sacaba trozos de sardina hacia una rebanada de pan que tenía adosada junto al borde. Luego Fernando inclinó un poco el bote y le dejaba caer unas gotas de aceite sobre la rebanada.

—Gracias, Fernando.

—¡No hay que darlas, hombre, no hay que darlas! —le respondió Fernando y le daba un cachete en la mejilla.

Tito alzó la mirada y ambos se sonrieron mutuamente. Un pedacito de sardina le cayó a Tito sobre los pantalones; dijo en seguida:

—No importa. No tiene importancia.

—Habéis hecho las paces, menos mal.

—Yo también quiero helado.

—Y yo.

—Y el tuerto.

—Por esta banda, todos.

Santos y Sebastián se levantaban para ir a buscar el helado. Lucita quería darle a Sebas una peseta en calderilla:

—Toma tú, Sebas, me traes a mí también.

—No me seas cursi, Lucita, guárdate ese dinero.

—Que no…

Pero ya Sebas se marchaba sin contestar, camino del heladero. Santos hacía aspavientos con los pies descalzos, porque la tierra le quemaba en las plantas, pisando por el sol.

—Está muy flaco Santos —dijo Paulina—. A ver si lo cuidas más.

—Está en su ser —le contestaba Carmen—. No da más peso del que tiene ahora.

Fernando estaba todavía en el centro del corro, de pie, tenía la lata de sardinas en la mano. Miró hacia Santos y Sebastián, que ya llegaban junto al heladero; dijo:

—¿Y qué tal estaría el mantecado, con el aceite éste de las sardinas en conserva?

—¡Hijo, qué chistes se te ocurren a ti! —protestaba Mely—. La espantas a una el gusto de comer, ¡qué barbaridad!

Fernando se divertía. Tiró la lata, lejos.

El hombre del mantecado tenía el cilindro de corcho sobre el suelo y fabricaba helados incesantemente, con su pequeña máquina ya desniquelada. Andaba un perro husmeando junto a la heladera; había encontrado una galleta rota. «¡Bicho de aquí!». El perro se retiraba dos pasos y volvía a la galleta inmediatamente.

—¡A la cola, a la cola! —decían los chicos.

Se apretaban en fila uno tras otro.

—¡Estás en «orsay», tú! Yo vine antes.

—¡Ñe! ¡Pero si hace diez días que estoy aquí, gusano!

—No acelerarse. Hay para todos —apaciguaba el heladero.

Santos y Sebastián se destacaban, más altos, en la fila de chavales. Paulina desde el corro se reía:

—¡Chica, qué par de zánganos!

Sebastián le decía al heladero:

—Si se viene usted allí será más fácil.

—¿Y cómo hago?, ¿no ven ustedes la parroquia que tengo? No siendo que se quieran quedar para lo último…

—No, entonces despáchenos. Ya nos apañaremos.

—¿Cuántos son?

Sebastián se volvía hacia Santos:

—¿Dijo Daniel si quería?

—Pues no lo sé.

—Pregúntaselo, a ver.

Los de la cola protestaban. «¡Venga ya, que se derrite! ¡Menos cuento!». Santos gritó:

—¡Daniel!

El aludido se incorporó, allí en el corro, y hacía un gesto interrogante.

—¡Que si quieres helado!

Todos los de la cola estaban pendientes de Daniel; hizo señal de que sí con la cabeza.

—Venga, que sí —dijo uno de los chavales de la cola.

El heladero había puesto ya tres helados, que estaban en las manos de Sebastián.

—Hasta once —le dijo Santos.

Un muchacho moreno levantaba los ojos hacia él y sacudía los dedos, diciendo:

—¡Hala! ¡Once!

Luego asomó la cara al pocito de la heladera, como queriendo ver cuánto quedaba. Ya Sebas tenía las manos ocupadas con cinco helados; dijo.

—Yo me voy yendo ya con esto, no se deshaga. Cógeme las perras.

Se señaló con la barbilla a la cintura del bañador, donde traía prendidos tres billetes de a duro, y Santos se los cogía. Se estaban peleando dos chavales. Se habían desmandado de la cola y cayeron rodando en el sol. Todos los otros miraban la pelea desde sus puestos. Santos iba cogiendo los helados y se volvía de vez en vez hacia los luchadores. El más pequeño atenazaba al otro por el labio y el carrillo, clavándole las uñas. Voces de estímulo venían de la cola. Se rebozaban en el polvo, haciéndose daño, sin una palabra; sólo un jadeo entrecortado y sudor. Ambos estaban en taparrabos. «¡Hala, macho, que es tuyo!». Ahora uno de ellos tenía la mejilla contra el suelo y el otro lo clavaba allí con los brazos; pero en las piernas tenía el más chico ventaja, y apresaba al mayor por la cintura. Santos había pagado y se quedaba mirando la pelea, mientras del corro lo llamaban a voces sus amigos: «¡Eh, que se marcha eso!».

—¡Qué vergüenza! —gritaba una mujer hacia los de la cola—. ¡Y los dejan, tan frescos, que se maltraten así! ¡Lo mismo que animales! ¡Consentir semejante espectáculo!

Se aproximaba a la pelea y tiraba del brazo de uno, intentando separarlos:

—¡Venga, salvaje, suelta! ¡Pelearos así…!

No le hacían caso. El heladero le decía:

—¡Pues déjelos señora! Que se peleen. Eso es sano. Así crían coraje.

—¡Y usted es igual que ellos! ¡Otro animal!

El heladero no se enfadaba; seguía fabricando mantecados:

—Animales lo somos todos, señora, como serlo. ¿Ahora se entera usted?

Santos anduvo unos metros y se volvía de nuevo a mirar, mientras del corro lo seguían llamando. Los luchadores, rebozados de polvo, tenían los lomos rayados de arañazos y de huellas de dedos. El hombre de los helados sonreía, a las espaldas de la mujer que ya se alejaba.

Santos llegó a los suyos.

—¡Vaya una calma, hijo mío! ¡Buenos vendrán los mantecados!

Bajó sus manos cargadas en el centro del corro.

—¿Te creías que estabas en Fiesta Alegre, o qué?

Por los dedos de Santos escurrían amarillas goteras de mantecado líquido. Paulina chupaba su helado y se reía. Los otros libraban a Santos de su carga.

—Se han reducido a la mitad —protestaba Fernando—. ¡Si está toda la galleta amollecida, canalla!

Santos dijo:

—Es que estaba la mar de emocionante —lamía el helado—. Se sacudían de lo lindo. Menudo genio que se gasta el pequeñajo.

—¿No te lo estoy diciendo? En una cancha se ha creído éste que estaba.

Luego de pronto Sebastián se cogía la mandíbula, con un gesto doloroso:

—¡La muela…!

Arrojó el mantecado y se retorcía, sin soltarse la boca.

—No hay cosa peor que el helado, para la dentadura —le decía Lucita—. ¿Te duele mucho?

Sebas movió la cabeza. Una ráfaga de viento insólito levantó en la arboleda polvo y papeles, y les hizo cerrar los ojos a todos y proteger los mantecados entre las manos.

—¿Esto qué es? —dijo alguien.

El heladero tapaba de prisa su cilindro de corcho. Medio minuto escaso soplaría aquel aire y ya se le veía alejarse por el llano de enfrente, con su avanzada de polvo rastrero, rebasando los ojos inmóviles del pastor.

—Será el otoño —dijo Fernando.

Todo había vuelto como antes y el hombre de los helados despachaba otra vez.

—Sí, el otoño —dijo Mely—. ¡Qué más quisiéramos! Ojalá fuese el otoño fetén.

Y miró hacia lo alto de los árboles, que habían sonado con el viento. Miguel estaba tendido junto a Alicia y le enredaba en los pies.

—No, no en la planta; me haces cosquillas.

Alguien hablaba con otro a largas voces, de parte a parte del río. Fernando preguntó:

—¿Qué tienes tú con el otoño, Mely? ¿Por qué tienes tanta prisa de que venga?

Sólo Luci chupaba todavía el último resto de mantecado.

—Yo siempre tengo prisa de que se pase el tiempo —dijo Mely—. Lo que gusta es variar. Me aburro cuando una cosa viene durando demasiado —se echaba, con las manos por detrás de la nuca.

Tenía las axilas depiladas.

*

—Lo que es a usted y a mí, a cada uno en su concepto, nos ha tocado el seis doble en esta vida —le decía a Lucio el hombre de los z. b.—. Pero anda, que eso también tiene lo suyo. Eso de tener cuatro hijos, debe de ser un quebradero bueno.

Lucio asentía:

—Por lo menos nosotros —dijo—, si nos morimos, sabemos que no le hacemos a nadie la pascua. Lo que hacemos, si acaso, es quitar un estorbo.

—Yo, por mi parte, a los míos ya se lo tengo bien quitado. Hace más de quince años que ni asomarme por allí. Ni pienso. Una postal por Navidades, a nombre de mi hermana, y eso los años que me acuerdo de ponerla, y ahí se nos acabó la relación; el único estorbo que les doy, si es que siquiera la llegan a leer.

—¿Qué tiene usted? ¿Los padres?

—Madre y hermanos. El padre ya murió. Mi madre se casó de segundas.

—Hará mucho tiempo, entonces, que perdió usted a su padre.

—Mucho. En el treinta y cinco. Yo tenía diecisiete y soy el mayor. A los diecinueve me tocó de incorporarme. Cuando volví del frente, me encuentro con que la casa ya tenía otro amo.

Lucio bebió un sorbo de vino; dijo:

—Eso no puede hacerle gracia a nadie.

—Ni chispa. Me recibieron con mucho remilgo, para ver si tragaba la píldora. Pero yo no tragué. ¿Le parece? Una mujer de treinta y nueve años, con tres hijos en casa, ya mayores, sin estrecheces de dinero ni nada. Y que ande pensando en casarse otra vez.

Lucio asentía con un gesto de comprensión.

—Ni a salir a la calle me atrevía; ni a alternar por el pueblo, fíjese usted, de la pura vergüenza que me daba. Escapado me lo conocieron todos. Y ninguno, ni el más amigo, se atrevía a mentarme la cencerrada que los habían dado. Fue mi hermana pequeña la que me lo contó, al cabo quince días de mi regreso. Se me cayó la cara de vergüenza. ¿Pues sabe usted lo que hice entonces? Me levanté al día siguiente bien temprano; me hago la maleta, y una vez que lo tengo todo listo, voy a la cuadra y le quito el cencerro a uno de los bueyes que teníamos —respiraba profundo, con una cara amarga; miró a la puerta, pasándose la mano por la boca—. Aún estaban acostados. Conque me planto en la misma puerta de la alcoba, con la maleta en la mano ya, y en la otra el cencerro, y me lío a sonar y a sonar y allí se las soné todas juntas a la pareja feliz. Mi despedida. Buena la que se armó. Se despertaron. Mis hermanos no se metían porque yo era el mayor. A fin de cuentas debían de estar conmigo, aunque no lo quisieran decir. Sale y quiere pegarme, el tío. Me decía: «¡A tu madre le haces esto!». «No que no se lo hago a mi madre», le contesto. «Va por usted, más que por ella». Se me puso como un animal. Pero no lo dejé que me tocase. Y le sigo sonando el cencerro en todas las narices. Mi madre me chillaba desde la alcoba y me decía ciento y pico de barbaridades y cosas de mi padre muerto y comparándome con él. No llegó a levantarse de la cama. Y entonces cojo y le tiro el cencerro adentro de la alcoba y me marcho. Sólo mi hermana salió llorando al coche, la pobrecita. Ya casi lo sabían todos en el pueblo. Calcule usted el mal rato que ella pasaría, con solos quince años cumplidos, por entonces.

Lucio miraba al suelo, escarbando en el piso con un pie.

—Son cosas tristes las de las familias. ¿Luego qué tal se apañó?

—Pues ya con lo corrido que estaba de la guerra y la edad que tenía, no me podía asustar el mundo. Había aprendido en el frente el oficio de barbero; conque si un día afeitas a éste y el otro día al de más allá y acabas siendo el barbero de tu compañía. Y tal que me fui hasta Burgos, donde tenía un brigada, el cual se había portado muy bien conmigo en el frente. Y ése me colocó. Allí aprendí a cortar el pelo; pero acabé encontrándome a disgusto y me marché también. Y dando vueltas hasta hoy, de una parte a la otra. Soy culo de mal asiento. Aquí en Coslada es el primer sitio donde me he establecido por mi cuenta. Y ya ve usted, ni aun así deja uno de luchar ni de tener disgustos. Por eso es por lo que digo que me ha tocado el seis doble en esta vida. ¿Qué le parece? ¿Es así o no es así?

—Desde luego. Así es. Cuando uno sale torcido de su casa, con culpa o sin ella, torcido andará ya siempre por el mundo. Ya nada puede enderezarte. Basta que salgas con mal pie, que ya no rectificas en la vida. Si se portaron mal los tuyos, o fuiste tú el que te portaste mal con ellos, eso es igual. La cosa es que lo llevas dentro y no hay quien te lo saque, por muchos años y por mucha tierra que se pongan por medio.

—Sí que puede que sea como usted dice…

—Pues no le quepa duda. ¿Cuál es la condición de uno, sino el trato y el roce que has tenido en tu casa? Pues así como eres, arreglado a los disgustos o a los remordimientos que te lleves a rastras, así te rodarán todas las cosas en la vida. Y eso no se desmiente, ni por mucho emperrarse y romperse los cuernos por triunfar. Lo que sacas de casa, sea lo que sea, eso es lo tuyo para siempre.

—El seis doble o la blanca doble, como yo digo.

—O la ficha que sea; de las veintiocho, la que te toque. Pero ésa no te la quitas de encima. Es un juego donde no caben trampas. Eso bien lo sé yo; la mía también, si no es el seis doble es otra tirando a negra, desde luego.

—Sí; antes le oí referir lo de la tahona.

—Y como ésa, todas. Todas en el mismo carrillo me las han propinado. Ahora, yo, a diferencia de usted, tengo que confesar que tengo menos derechos de quejarme. No fueron ellos, no, sino más bien fui yo mismo el que se portó mal con los míos. A lo menos, así me lo parece. Conque a callar se ha dicho y apechugar con lo que sea. Con todo lo que ha venido y lo que falte por venir.

El hombre de los z. b., se pasaba las manos por la cara. Hubo un silencio. Luego dijo:

—Así es que a uno ni de casarse le queda humor. Hace dos años estuve a punto. A tiempo me volví para atrás. Eso me creo que he salido ganando y eso me creo que ganaron ella y los que hubiesen venido. ¿No le parece a usted?

*

Petra apartaba con la mano ramas de madreselva y de vid americana que se descolgaban de arriba.

—¡De primera! —dijo Ocaña, sentándose.

Justi regaba el suelo a mano de cubo. Hacia la izquierda de la mesa donde se habían sentado, se veía un gallinero con su pequeño corral, limitado por tela metálica. Un conejo muy gordo miraba, con las orejas enhiestas, a los recién venidos. Los tres pequeños pegaron cara y manos a los hexágonos de alambre, para mirar al conejo.

—¡Qué blanco es! —dijo la niña.

El conejo se acercaba una cuarta y movía, olfateando, la nariz. Comentaba Juanito:

—No le hace ningún caso a las gallinas.

—¡Claro! Es que no se entienden; ¿no ves que son de otra raza?

—¡Mirarlo cómo mueve las narices!

—¡Vaya una cosa! —dijo el mayor—. Conozco a un chico del barrio que te las mueve igual.

—¡Tiene los ojos rojos! —exclamaba la niña con excitada admiración.

Amadeo, el mayor, se retiraba un poco.

—No os recostéis, que se hunde la alambrada —advirtió a sus hermanos.

Sonó una voz detrás de ellos. Sólo Amadeo se movió.

—Vamos, está llamando mamá.

El conejo se había asustado al ver moverse a Amadeo. Juanito dijo:

—A que se mete allí.

La madre llamó de nuevo. El conejo se había parado a la puerta de su madriguera. Amadeo insistía:

—¡Venga!

—Espera. A ver lo que hace ahora.

Justina se ponía tras ellos, sin que la hubiesen sentido venir.

—Os llama tu mamá.

Se volvieron sorprendidos de oír una voz. Justina sonreía.

—¿Qué? ¿Os ha gustado la coneja? Es bonita, ¿verdad? ¿Sabéis cómo se llama?

—¿Tiene nombre?

—Claro que tiene nombre. Se llama Gilda.

La niña puso una cara defraudada.

—¿Gilda? Pues no me gusta. Es un nombre muy feo.

Justina se echó a reír. Petra decía:

—Escuche usted, Mauricio. Seguramente usted sabrá informarnos qué finca es una que hay así sobre la carretera, a mano izquierda, según se viene para acá. Una que tiene un jardín precioso. ¿No sabe?

—Ya sé cuál dice, sí. Pues eso fue una quinta que se hizo Cocherito de Bilbao, el torero aquel antiguo, ya habrán oído hablar de él.

—Pero ése ya murió —dijo Felipe.

—Sííí, hace un porrón de años que murió. Cuando él compró esa tierra no existía nada de todo esto. No debía haber entonces ni cuatro casas junto al río.

Petra explicó:

—Pues es que nos llamó la atención, esta mañana, ¿verdad, tú?, el paseo que tiene hasta el mismo chalet, y el arbolado. Debe ser una pura maravilla, a juzgar por lo que se ve desde la verja.

—Sí que lo es, sí. Ahora ya pertenece a otra gente.

—¡Y grande! Es una finca que tiene que valer muchas pesetas —dijo Ocaña—. Entonces sabían vivir; no ahora estas casitas ridículas que se hace la gente.

Mauricio estaba de pie junto a la mesa de ellos. Se veía a Faustina guisando, al fondo, en el marco de la ventana.

—Pero ¿qué hacen esos niños? ¡Amadeo! ¡Venir inmediatamente! —gritaba Petra.

—En Barcelona, en la Bonanova —decía la cuñada de Ocaña—, allí sí que hay torres bonitas; y hechas con gusto, ¿eh? Jardines de lujo, con surtidores y azulejos, que valen una millonada. Es toda gente que tiene, ¿sabe? —hacía un signo de dinero con el pulgar y el índice.

—Sí, allí —dijo Mauricio—, mucho industrial.

Petra llamó de nuevo:

—¡Pero, chicos! ¡Petrita! ¡Veniros para acá inmediatamente! —bajó la voz—. ¡Qué niños! ¡Casi las cuatro que son ya!

Vinieron.

—¡Venga; sentaros a comer! ¿No oíais que os estaba llamando? ¡Hacer esperar así a las personas mayores!

Felisa, junto a su madre, la miraba, como haciéndose solidaria del reproche. Justina los disculpó sonriendo:

—Estaban mirando la coneja. No los regañe usted. Eso en Madrid no tienen ocasión de verlo.

—Es blanca —dijo Petrita, animándose—; tiene los ojos rojos, ¿sabes, mamá?

—Calla y ponte a comer —le contestó su madre.

Comían con ansia y con alegría. Alargaban por la mesa sus brazos en todas direcciones, para atrapar esto y aquello, no siendo las veces que se llevaban un manotazo de parte de su madre.

—¡Pedir las cosas! ¿Para qué tenéis lengua? Va a ser esto una merienda de negros.

Felipe Ocaña decía:

—Como don Juan Belmonte no ha vuelto a haber ningún torero. Ni Manolete ni nadie. ¡Qué va!

Asentía Mauricio:

—Sí; aquél, sí. Te producía la impresión de que todo lo hacía con la barbilla; lo mismo cuando daba una verónica, que cuando entraba a matar, que al recibir las ovaciones. Yo creo que los dejaba secos con el mentón, en vez que con la espada.

—Y aquella forma que tenía de trastear con los toros, despacio, con cuidadito, sin descomponerse, que lo veías trabajando, lo mismo que cualquier carpintero que trabaja en su taller, lo mismo que un barbero en la barbería, o un relojero; igual.

Habló su hermano:

—Pues yo tuve el gusto de verlo en Cáceres, todavía, un festival, hará unos ocho años, rejonear un toro y matarlo pie a tierra. ¡Menuda jaca traía! Un animal soberbio.

—Mauricio —dijo Petra—, no le hemos dicho si gusta. ¿Quiere tomar un dulce?

—Gracias, señora. No hemos comido todavía.

—¿De verdad?

—No es desprecio. Se lo acepto después —se volvía hacia Ocaña—. ¿Quiénes torean en Las Ventas esta tarde? ¿Te has enterado, tú?

—Rafael Ortega; él sólito los seis toros. La corrida del Montepío.

—Pues también tiene arrestos. Pocos hay hoy en día que hagan eso. Y menos aún de balde, como es esa corrida.

—Ese Ortega es de los de casta antigua. Sabe hacerlo pasar al toro, conforme se lo lleva en el capote. Te da la sensación de todo el peso y el poder de ese molde de carne. Aprecio yo más el fondo y la verdad que tiene ese torero, que todas las pinturerías de los otros, que andan cobrando el doble por ahí.

Mauricio estaba en pie; tenía el cuerpo inclinado hacia la mesa, con cada mano apoyada en el respaldo de una de las sillas, donde comían Petrita y Amadeo. Dijo:

—No lo conozco. Tan sólo de leerlo en la Prensa. Hace lo menos cuatro años que no veo una corrida.

Desde la ventana de la cocina lo llamó su mujer. Se oyó un golpe, y un gato salió disparado al jardín; y de nuevo la voz en la ventana.

—¡Zape! ¡Bichos que no los quiero ni ver por la cocina!

El gato se echó en una cama de hojas secas, bajo la enramada.

—¿Qué querías? —preguntaba en voz alta Mauricio.

—Que os vengáis a comer.

Justina estaba en el gallinero. Luego salió con un huevo en la mano. Entrando hacia la casa, le preguntó su padre:

—¿De quién es?

—De la pinta. Llevaba ya, con hoy, cuatro días sin poner.

La cuñada de Ocaña le decía a su marido:

—No te llenes de pisto, Sergio; sabes que estás medio malo. Te va a hacer mal.

Petra intervino:

—Pues déjalo que coma, tú también. Un día es un día. No va a estar siempre pensando en la salud.

—Mira; si no se cuida, va a ser peor para él.

Felisita miraba alternativamente a su tía y a su madre, como buscando quién tenía la razón. Juanito llamaba al gato con los dedos; le siseaba.

—Dale esto —le dijo Petrita.

Era un trocito de carne. Pero el gato no vino. Ocaña dijo a su mujer:

—A éste tenemos que decirle por lo menos que nos ponga unas copas y el café. Hacerle el gasto, siquiera, ya que nos hemos venido a comer aquí.

—Lo que a ti te parezca. Es tan amable que a lo mejor no te lo cobra.

—Claro que cobra. ¿Por qué no iba a cobrar?

—¡Le has hecho tantos favores…!

—También me los hace él a mí, ¡mira qué gracia! Si se resiste, le meto el dinero por la boca. Si es que me da vergüenza que nos hayamos traído hasta el vino, en lugar de consumírselo a él.

—Ah, como no dijiste nada… —contestó la mujer—. Ahora me sales con ésas.

El conejo blanco se había llegado hasta la tela metálica, y se erguía con sus dos manos contra el alambre, enseñando la barriga.

—¡Mira, mira! ¡Cómo se tiene de pie! —gritó Juanito.

Todos miraron.

—¡Qué precioso! —dijo la niña—. ¡Qué precioso!

—En pepitoria están mejor —decía el hermano de Ocaña, riéndose.

Su cuñada lo regañó:

—¡Tú también! ¡Qué cosas le dices a la criatura, que está embelesada con el animal! Di tú que no, hija mía. Tu tío tiene malas entrañas. Di que nadie lo va a matar. El año que viene, cuando vengamos, le traeremos lechuga y tú sólita se la darás para que coma. ¿Verdad hija mía?

—Sí, mamá —contestaba Petrita, sin apartar la vista del conejo.

*