«DESCRIBIRÉ brevemente y por su orden estos ríos, empezando por Jarama: sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente Sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la Provincia de Madrid, por La Hiruela y por los molinos de Montejo de la Sierra y de Prádena del Rincón. Entra luego en Guadalajara, atravesando pizarras silurianas, hasta el Convento que fue de Bonaval. Penetra por grandes estrechuras en la faja caliza del cretáceo —prolongación de la del Pontón de la Oliva, que se dirige por Tamajón a Congostrina hacia Sigüenza—. Se une al Lozoya un poco más abajo del Pontón de la Oliva. Tuerce después al Sur y hace la vega de Torrelaguna, dejando Uceda a la izquierda, ochenta metros más alta, donde hay un puente de madera. Desde su unión con el Lozoya sirve de límite a las dos provincias. Se interna en la de Madrid, pocos kilómetros arriba del Espartal, ya en la faja de arenas diluviales del tiempo cuaternario, y sus aguas divagan por un cauce indeciso, sin dejar provecho a la agricultura. En Talamanca, tan sólo, se pudo hacer con ellas una acequia muy corta, para dar movimiento a un molino de dos piedras. Tiene un puente en el mismo Talamanca, hoy ya inútil, porque el río lo rehusó hace largos años y se abrió otro camino. De Talamanca a Paracuellos se pasa el río por diferentes barcas, hasta el Puente Viveros, por donde cruza la carretera de Aragón-Cataluña, en el kilómetro diez y seis desde Madrid…».

*

—¿Me dejas que descorra la cortina?

Siempre estaba sentado de la misma manera: su espalda contra lo oscuro de la pared del fondo; su cara contra la puerta, hacia la luz. El mostrador corría a su izquierda, paralelo a su mirada. Colocaba la silla de lado, de modo que el respaldo de ésta le sostribase el brazo derecho, mientras ponía el izquierdo sobre el mostrador. Así que se encajaba como en una hornacina, parapetando su cuerpo por tres lados; y por el cuarto quería tener luz. Por el frente quería tener abierto el camino de la cara y no soportaba que la cortina le cortase la vista hacia afuera de la puerta.

—¿Me dejas que descorra la cortina?

El ventero asentía con la cabeza. Era un lienzo pesado, de tela de costales.

Pronto le conocieron la manía y en cuanto se hubo sentado una mañana, como siempre, en su rincón, fue el mismo ventero quien apartó la cortina, sin que él se lo hubiese pedido. Lo hizo ceremonioso, con un gesto alusivo, y el otro se ofendió:

—Si te molesta que abra la cortina, podías haberlo dicho, y me largo a beber en otra parte. Pero ese retintín que te manejas, no es manera de decirme las cosas.

—Pero hombre, Lucio, ¿ni una broma tan chica se te puede gastar? No me molesta, hombre; no es más que por las moscas, ahora en el verano; pero me da lo mismo, si estás a gusto así. Sólo que me hace gracia el capricho que tienes con mirar para afuera. ¿No estás harto de verlo? Siempre ese mismo árbol y ese cacho camino y esa tapia.

—No es cuestión de lo que se vea o se deje de ver. Yo no sé ni siquiera si lo veo; pero me gusta que esté abierto, capricho o lo que sea. De la otra forma es un agobio, que no sabes qué hacer con los ojos, ni dónde colocarlos. Y además, me gusta ver quién pasa.

—Ver quién no pasa, me querrás decir.

Callaban. El ventero tenía los antebrazos peludos contra el mostrador, y todo el peso del torso sobre ellos. Una tira de sol se recostaba en el cemento del piso. Cuando el pito del tren llegó hasta sus oídos, habló el ventero:

—Las nueve menos cuarto.

Ambos cambiaron imperceptiblemente de postura. Vino de dentro una voz de mujer:

—¡A ver si le dices a ése, cuando venga, que se quede esta tarde, para servir en el jardín; que Justina no puede. Viene el novio a las cuatro a buscarla!

El ventero respondió hacia el pasillo de donde había venido la voz:

—Ése también podía escoger un día entre semana, para salir con ella. Ya lo sabe que los domingos Justina me hace falta aquí.

Entró la mujer, con la cabeza ladeada, y peleando con el peine contra un nudo de su pelo grisáceo, dijo:

—La niña no tiene por qué estarse aquí sacrificada todos los domingos; también tiene derecho de ir al cine.

—Nadie la quita de que vaya al cine. Yo sólo digo que se les ocurra otro día.

—¿Y cómo quieres que le dé al otro tiempo, en día de diario, venir desde Madrid y volverse con ella, si sale a las siete y media de trabajar, o más tarde?

—Pues bueno, mujer, no he dicho nada. Que hagan lo que quieran.

La mujer ya se había desenredado el pelo y ahora, más libre, se dirigió a su marido en otro tono:

—Y además, se la lleva los domingos, precisamente porque no le gusta que la chica despache en el jardín y tenga que aguantar las miradas y groserías de los clientes. Y en eso le doy toda la razón.

—Ah, ¿conque no le gusta? ¿Y quién es él para decir lo que ha de hacer mi hija y lo que no? Buenos estamos. Ahora me va a enseñar a mí cómo la tengo que educar.

—¡Falta te hacía! Eso es. Que entendieras lo que es una muchacha, para que no la tuvieras por ahí, de mesa en mesa, como un mozo de taberna. Falta te hacía enterarte de una vez que una chica es asunto delicado —discutía con su marido a través del mostrador y le agitaba el gran peine negro delante de la cara—. Parece hasta mentira, Mauricio, que abuses de esa manera con tu hija. Me alegro que se la lleve; en eso le alabo el gusto, ya ves tú.

—Vamos, que ahora ése nos va a meter a todos a señores.

Lucio miraba a uno y a otro alternativamente.

—Ni señores ni nada. La chica sale hoy, se ha concluido.

Se metió para adentro a terminarse de peinar. Mauricio miró al otro y se encogió de hombros. Luego miraban hacia la puerta. Dijo Mauricio, suspirando:

—Aquí cada día nos inventamos algo nuevo.

Callaron. Aquel rectángulo de sol se había ensanchado levemente; daba el reflejo contra el techo. Zumbaban moscas en la ráfaga de polvo y de luz. Lucio cambiaba de postura, dijo:

—Hoy vendrá gente al río.

—Sí, más que el domingo pasado, si cabe. Con el calor que ha hecho esta semana…

—Hoy tiene que venir mucha gente, lo digo yo.

—Es en el campo, y no se para de calor, conque ¿qué no será en la Capital?

—De bote en bote se va a poner el río.

—Tienen que haber tenido lo menos treinta y treinta y cinco a la sombra, ayer y antes de ayer.

—Sí, hoy vendrán; hoy tiene que venir la mar de gente, a bañarse en el río.

Los almanaques enseñaban sus estridentes colores. El reverbero que venía del suelo, de la mancha de sol, se difundía por la sombra y la volvía brillante e iluminada, como la claridad de las cantinas. Refulgió en los estantes el vidrio vanidoso de las blancas botellas de cazalla y de anís, que ponían en exhibición sus cuadraditos, como piedras preciosas, sus cuerpos de tortugas transparentes. Macas, muescas, nudos, asperezas, huellas de vasos, se dibujaban en el fregado y refregado mostrador de madera. Mauricio se entretenía en arrancar una amarilla hebra de estropajo, que había quedado prendida en uno de los clavos. En las rendijas entre tabla y tabla había jabón y mugre. Las vetas más resistentes al desgaste sobresalían de la madera, cuya superficie ondulada se quedaba grabada en los antebrazos de Mauricio. Luego él se divertía mirándose el dibujo y se rascaba con fruición sobre la piel enrojecida. Lucio se andaba en la nariz. Veía, en el cuadro de la puerta, tierra tostada y olivar, y las casas del pueblo a un kilómetro; la ruina sobresaliente de la fábrica vieja. Y al otro lado, las tierras onduladas hasta el mismo horizonte, velado de una franja sucia y baja, como de bruma, o polvo y tamo de las eras. De ahí para arriba, el cielo liso, impávido, como un acero de coraza, sin una sola perturbación.

Aquel hombrón cubría toda la puerta con sus hombros.

Había mirado a un lado y a otro en el momento en que iba a entrar. Se oscureció el local, mientras cruzaba el quicio.

—¿Dónde le dejo esto? Buenos días.

Traía contra un lado del cuello una barra de hielo, liada en arpillera.

—Hola, Demetrio. Pues déjalo aquí de momento; primero hay que partirlo. Ve trayendo las otras, no se las coma el sol.

Mauricio le ayudó a desliar la arpillera. El otro volvió a salir. Mauricio buscaba su martillo por todos los cajones. Entró Demetrio otra vez, con la segunda barra.

—¿Dónde dejaste el carro, que no lo hemos oído?

—Pues a la sombra. ¿Dónde quería que lo dejase?

—Ya. Me extrañaba. ¿Las cajas las traes también?

—Sí, dos; la una de cerveza, y de gaseosas la otra; ¿no era eso?

—Eso era, sí. Vete a por la otra barra, que se va a deshacer. ¡Este martillo del demonio! ¡Faustina! Aquí te cogen las cosas de los sitios y luego no se molestan en volverlas a poner donde uno las tiene. ¡Faustina!

Levantó la cabeza y se la vio delante.

—¿Qué quieres? Aquí estoy. Con una vez que me llames ya basta; tampoco soy sorda.

—Ah, ¡dónde echáis el martillo, quisiera yo saber!

—Si es un perro te muerde —señaló a los estantes—. Míralo.

—¡Me lo vais a poner en unos sitios! ¿Para qué sirven los cajones?

—¿Algo más?

—¡Nooo!

Ya saliendo, Faustina tocó a Lucio en el hombro y señaló a su marido con el pulgar hacia atrás; murmuró:

—Ya lo sabes.

Lucio hizo un guiño y encogió las espaldas. El carrero depositó la última barra de hielo junto a las anteriores.

—No te traigas las cajas todavía. Ayúdame a partir el hielo, haz favor.

Demetrio sujetaba la barra, y Mauricio la iba cuarteando a golpes de martillo. Saltó hasta Lucio alguna esquirla de hielo; la miró deshacerse rápidamente sobre la manga de su chaqueta, hasta volverse una gotita.

—Enteras entran muy mal y así me queda el frío más repartido. Ya puedes traerme las cajas.

Demetrio salió de nuevo. Lucio habló, señalando a la puerta:

—Buen chico éste.

—Un poco blanco, pero bueno. A carta cabal.

—No se parece a su padre. Aquél…

—Suerte que lo dejó huérfano a tiempo.

—Suerte.

—Lo que tiene de grande lo tiene de infeliz.

—Incapaz de nada malo. Un buen muchacho, sí señor.

—Y el poco orgullo que tiene, que le dices cualquier cosa y escapado te la hace, como si fuera suya. Otros, a sus años, se te ponen gallitos y se creen que los quieres avasallar…

La sombra anunció de nuevo la presencia de Demetrio.

—¿Me quiere usted ayudar, señor Mauricio?

—Trae.

El ventero salió del mostrador y le ayudó a depositar las cajas. Después los botellines estuvieron sonando un buen rato, como ocas, al ir pasando uno a uno desde sus cajas a la caja de hielo. Mauricio puso el último y le echaba a Demetrio una copita de cazalla.

—A ver si esta tarde te dejas caer un rato por aquí, para echarme una mano.

—Tenía pensamiento de ir al baile esta tarde, señor Mauricio; si puede usted llamar a otro, mejor sería.

—Tras de alguna andas tú, cuando te dejas unos duros por el baile. Déjalo, qué le vamos a hacer. Mi hija se va al cine; no sé a quién llamaría.

—Pues que lo ayude a usted el señor Lucio, que no hace nunca nada.

—Ya hice bastante cuando era como tú.

—¿Qué hizo?, a ver.

—Muchas cosas; más que tú hice.

—Dígame alguna…

—Más que tú.

—No me lo creo.

—Mira, muchacho, no sabes nada todavía. Te queda mucho que aprender.

—Anda, toma lo tuyo y no te metas con el señor Lucio.

Puso tres duros sobre el mostrador. Los había sacado del cajón con la mano mojada. Se la secó en el paño. Demetrio recogió los billetes.

—Bueno, otro día será. Que te diviertas en el baile. Ya me defenderé como sea yo solo.

—Pues voy a dejar el carro, que se me hace tarde. Hasta mañana.

—Adiós.

Demetrio volvió al sol de fuera. Mauricio dijo:

—No lo vas a obligar. Ya está haciendo siempre por uno bastante más de lo que tiene obligación. Ésta se cree que puede uno disponer de quien quiere y cuando quiere. Si a la niña se le antoja ir al cine, el mismo derecho tiene éste, hoy que es domingo para todos. No se puede abusar de la gente; y el que se gane una propina no quita que sea un favor lo que me hace con quedárseme aquí todo el santo domingo a despachar.

—Naturalmente. Las mujeres disponen de todo como suyo. Hasta de las personas.

—Sí, pero en cambio su hija que no se la miren. ¡Ya lo acabas de oír!

—Eso es que son ellas así; que no hay quien las mude.

—Pues esta tarde yo me voy a ver negro para poder atender.

—Desde luego. Ya verás hoy el público que afluye. No son las diez todavía, y ya se siente calor.

—¡Es un verano! No hay quien lo resista.

—Pues mejor para ti; a más calor, más se te llena el establecimiento.

—Desde luego. Como que no siendo por días como éste, no valía ni casi la pena perder tiempo detrás del mostrador. Por más que ahora ya no es como antes, ca, ni muchísimo menos; va habiendo ya demasiado merendero pegando al río y la General. Antes estaba yo casi solo. Tú esto no lo has llegado a conocer en sus tiempos mejores.

—Pero lo bueno que tiene es que está más aislado.

—No lo creas. No sé yo si la gente no prefiere mejor en aquéllos, así sea en mitad del barullo, con tal de tener a mano el río o la carretera general. Especie el que tenga su coche; por no tenerse que andar este cachito de carretera mala.

—¿Cuándo la arreglarán definitivo?

—Nunca.

En el rastrojo se formó un remolino de polvo de las eras, al soplo de un airecillo débil que arrancaba rastrero entre el camino y la tapia; un remolino que bailó un momento, como un embudo gigante, en el marco de la puerta, y se abatió allí mismo, dejando dibujada en el polvo su espiral.

—Se ha levantado aire —dijo Lucio.

Entró Justina desde el pasillo:

—Buenos días, señor Lucio. ¿Ya está usted ahí?

—¡Ya salió el sol! —contestaba mirándola—. Hola, preciosa.

—Padre, que me dé usted treinta pesetas.

Mauricio la miró un momento; abrió el cajón y sacó las pesetas. Con ellas en la mano, miró a su hija de nuevo; empezaba a decir:

—Mira hija mía; vas a decirle de mi parte a tu…

Del interior de la casa vino una voz. Contestaba Justina:

—¡Voy, madre!

Acudía hacia adentro, dejando al padre con la palabra en la boca y las pesetas en la mano. Volvió casi en seguida.

—Que dice que en vez de treinta, que me dé usted cincuenta.

De nuevo abrió Mauricio el cajón y añadió cuatro duros a los seis que tenía.

—Gracias, padre. ¿Qué es lo que me decía hace un momento?

—Nada.

Justina los miró a los dos, hizo con la barbilla y con los ojos un gesto de extrañeza, y se volvió a meter.

Un motor retumbó de improviso, aceleró un par de veces, y el ruido se detuvo ante la puerta. Se oyeron unas voces bajo el sol:

—Trae que te ayude.

—No, no: yo sola, Sebas.

Mauricio se asomó. De una moto con sidecar se apeaba una chica en pantalones. Reconoció la cara del muchacho. Ambos vinieron hacia él.

—¿Qué hay, mozo? ¿Otra vez por aquí?

—Mira, Paulina; se acuerda todavía de nosotros. ¿Cómo está usted?

—¿No me voy a acordar? Bien y vosotros.

—Ya lo ve usted; pues a pasar el día.

La chica traía unos pantalones de hombre que le venían muy grandes. Se los había remangado por abajo. En la cabeza, un pañuelito azul y rojo, atado como una cinta en torno de las sienes; le caían a un lado los picos.

—A disfrutar del campo, ¿no es así?

—Sí señor; a pegarnos un bañito.

—En Madrid no habrá quien pare estos días. ¿Qué tomáis?

—No sé. ¿Tú qué tomas, Pauli?

—Yo me desayuné antes de salir. No quiero nada.

—Eso no hace; yo también desayuné —se dirigió a Mauricio—. ¿Café no tiene?

—Creo que lo hay hecho en la cocina. Voy a mirar.

Se metió hacia el pasillo. La chica le sacudía la camisa, a su compañero:

—¡Cómo te has puesto!

—Chica, es una delicia andar en moto; no se nota el calor. Y en cuanto paras, en cambio, te asas. Ésos tardan un rato todavía.

—Tenían que haber salido más temprano.

Mauricio entró con el puchero:

—Hay café. Te lo pongo ahora mismo. ¿Habéis venido los dos solos?

Ponía un vaso.

—Huy, no, venimos muchos; es que los otros han salido en bicicleta.

—Ya. Échate tú el azúcar que quieras. Esa moto no la traías el verano pasado. ¿La compraste?

—No es mía. ¿Cómo quiere? Es del garaje donde yo trabajo. Mi jefe nos la deja llevar algún domingo.

—Así que no ponéis más que la gasolina.

—Eso es.

—Vaya; pues ya lo estaba yo diciendo: aquéllos del año pasado no han vuelto este verano por aquí. ¿Venís los mismos?

—Algunos, sí señor. A otros no los conoce. Once somos, ¿no, tú?

—Once en total —confirmaba la chica a Mauricio—. Y veníamos doce, ¿sabe usted?, pero a uno le falló a última hora la pareja. No la dejó venir su madre.

—Ya. ¿Y aquel alto, que cantaba tan bien? ¿Viene ése?

—Ah, Miguel —dijo Sebas—. Pues sí que viene, sí. ¡Cómo se acuerda!

—¡Qué bien cantaba ese muchacho!

—Y canta. Los hemos adelantado ahí detrás, en la autopista Barajas. Cerca de media hora tardarán todavía, digo yo. ¿Pues no son dieciséis kilómetros al puente?

—Dieciséis siguen siendo —asentía Mauricio—; en moto, ya se puede. Dará gusto venir.

—Sí, en la moto se viene demasiado de bien. Luego, en cuanto que paras, notas de golpe el calor. Pero en marcha, te viene dando el fresquito en toda la cara. Oiga, le iba a decir…, usted no tendrá inconveniente, ¿verdad?, que dejemos las bicis aquí, como el año pasado.

—Pueden hacer lo que quieran; faltaría más.

—Muchas gracias. ¿Y de vino qué tal? ¿Es el mismo, también?

—No es el mismo, pero es casi mejor. Un gusto por el estilo.

—Bien; pues entonces convenía que nos fuese usted llenando… cuatro botellas, eso es; para por la mañana.

—Yo, las que ustedes digan.

—¿Pero cuatro botellas, Sebas? Tú estás loco. ¿Adónde vamos con tantísimo? En seguida queréis exagerar.

—No digas cosas raras; cuatro botellas se marchan sin darnos ni cuenta.

—Bueno; pues lo que es tú, ya te puedes andar con cuidado de no emborracharte, ¿estamos? Luego empezáis a meter la pata y se fastidia la fiesta con el vino dichoso; que maldita la falta que hace para pasarlo bien.

—Por eso no se apure, joven —terciaba Lucio—. Usted déjele, ahora. Que se aproveche. El vino que beba hoy, ya lo tiene bebido para cuando se casen. Y siempre serán unos cuantos cántaros de menos para entonces. ¿No cree?

—Cuando nos casemos será otro día. Lo de hoy vale por hoy.

—No le hagan caso —dijo Mauricio—. Es un ser peligroso. Lo conozco. No se asesoren con él.

—Aquí lo conocen a uno demasiado —decía Lucio, riendo—. Y eso es lo malo. Que lo calen a uno en algún sitio.

—Pues intenta irte a otro. A ver si te reciben como aquí.

Lucio le hizo un aparte a la chica y le decía bajito, escondiendo la voz en el dorso de la mano:

«Eso lo dice porque me fía; por eso, ¿sabe usted?».

Paulina sonrió.

—¿Qué andas diciéndola secretos a la joven? ¿No ves que el novio se molesta?

Sebastián sonreía también:

—Es cierto —dijo—. Mire que soy bastante celoso… Conque tenga cuidado.

—¡Huy, que es celoso, se pone! ¡Qué más quisiera yo!

Sebastián la miraba y la atrajo hacia sí por los hombros.

—Ven acá, ven acá, tú, golondrina. Oye: ¿salimos ahí afuera, a ver si vienen ésos?

—Como tú quieras. ¿Y qué hora es?

—Las diez menos veinticinco; ya no pueden tardar. Pues hasta ahora, señores.

—Hasta luego.

Salieron. Caminaban hacia el paso a nivel. Paulina dijo:

—¡Qué tío más raro! Cuidado que hace cosas difíciles con la cara.

—¿Qué fue lo que te dijo?

—Nada; no sé qué de que si el otro le fía. ¡Chico, qué calor hace!

—Sí, tengo ya ganas de que lleguen éstos, para meterme en el agua cuanto antes.

—No se te ocurra cometer la tontería de bañarte antes de las once y media; se te puede cortar la digestión.

—Vaya; cómo me cuidas, Pauli. ¿Me vas a cuidar igual cuando nos casemos?

—¿Y a ti qué más te da? Total, para el caso maldito que me haces. No sé ni de qué me sirve.

—Lo que tú dices sirve siempre, Lucero. Me agrada a mí el que lo digas.

—Anda, ¿y qué gano yo con que te agrade?, si luego no lo llevas a la práctica.

—Pues que te quiero más: eso ganas. ¿Te parece a ti poco?

—Anda con Dios; no eres tú poco fatuo, muchacho; qué barbaridad.

—Te quiero; eres un sol.

—Pues de soles ya tenemos bastante con uno, hijo mío. Lo que es hoy, desde luego, no hacen falta más. Mira: ahí viene el tren.

—¿Contamos los vagones?

—¡Qué tontería!; ¿para qué?

—Así, por gusto.

*

—Una pareja simpática —dijo Lucio—; ahí los tienes.

Mauricio estaba enjuagando las botellas, dijo:

—Ya venían el año pasado. Pero se me hace a mí que no eran novios todavía. Se tienen que haber hecho posterior.

—Lo único, lástima de pantalones los de ella. ¡Cosa más fea! ¿Por qué se vestirán así?

—Para la moto, hombre; con pantalones va mejor. Y más decente.

—Ca. No me gustan a mí las muchachas vestidas de esa manera. Si parece un recluta.

—Que le vienen un poco grandes; serán de algún hermano.

—Pues donde esté una chica de ese tiempo con una bonita falda, lo demás es estropearse la figura. Pierden el gusto en ese Madrid; no saben ya qué ponerse.

—Bueno, en Madrid, te digo yo que te ves a las mujeres vestidas con un gusto como en tu vida lo has visto por los pueblos. ¡Vaya telas y vaya hechuras y vaya todo!

—Eso no quita. También se contempla cada espectáculo que es la monda. Al fin y al cabo es el centro, la capital de España; vaya, que todo va a dar a ella; por fuerza tiene que estar allí lo mejor y lo peor.

—Pues hay más cosas buenas que no malas, en Madrid.

—Para nosotros, a lo mejor, los que venimos del campo. Pero anda y vete a preguntárselo a ellos. Y si no, la muestra. Aquí mismo la tienes; míralos cómo se vienen a pasar los domingos. ¿Eh? Será porque ya se aburren de tanta capital; si estuvieran a gusto no saldrían. Y que no es uno ni dos… ¡es que son miles!, los que salen cada domingo, huyendo de la quema. Por eso nadie puede decir en dónde está lo bueno; de todo se acaba cansando la gente, hasta en las capitales.

Mauricio había terminado de llenar las botellas y les pasaba un paño. Callaban. Lucio miraba el rectángulo de campo, enmarcado en la puerta vacía.

—¡Qué tierra ésta! —dijo.

—¿Por qué dices eso?

—¿El qué?

—Eso que acabas de decir.

—¿Qué tierra ésta? Pues será porque estoy mirando el campo.

—Ya.

—No, no te rías. ¿De qué te ríes?

—De ti. Que estás un poco mocho esta mañana.

—¿Te diviertes?

—La mar.

—No sabes cuánto me alegro.

Tenía el campo el color ardiente de los rastrojos. Un ocre inhóspito, sin sombra, bajo el borroso, impalpable sopor de aquella manta de tamo polvoriento. Sucesivas laderas se iban apoyando, ondulantes, las unas con las otras, como lomos y lomos de animales cansados. Oculto, hundido entre los rebaños, discurría el Jarama. Y aún al otro lado, los eriales incultos repetían otra vez aquel mismo color de los rastrojos, como si el cáustico sol de verano uniformase, en un solo ocre sucio, todas las variaciones de la tierra.

—¿Quieres fumar? —dijo Lucio.

—Aún no; más tarde. Gracias.

—Pues yo tampoco lío el primero, entonces, hasta tanto no fumes tú también. Cuando más tarde empiece, mejor para la tos. Ah, y ¿van a ir la Faustina o tu hija a San Fernando?

—Dentro de un rato, supongo. ¿Por?

—¿No te importa que las encargue una cajetilla?

—Eso ellas. Díselo a ver, cuando salgan. ¿No vas a ir tú luego, a la hora de comer?

—No creo. Mi hermano y su mujer pasan el día en Madrid, con los parientes de ella. A estas horas ya están en el tren.

—¿Y tú no piensas almorzar, entonces?

—Pues ahí está. Si también se me acercan a recogerme la comida… Allí en la mesa de la cocina me lo debe tener la cuñada, todo ya preparado. Así, pues me evitarían tener que ir.

—¿Y luego qué más, señor marqués? ¿No ves que van a venir cargadas, para encima tener que ponerte a ti la merienda a domicilio?

—Ah, pues déjalo, entonces, mira. Si me entra gana, me acerco. Y si no a la noche, es lo mismo.

*

Terminó de pasar el mercancías y apareció todo el grupo de bicicletas, al otro lado del paso nivel. Paulina, al verlos, se puso a gritarles, agitando la mano:

—¡Miguel!, ¡Alicia!, ¡que estamos aquí!

—¡Hola, niños! —contestaban de la otra parte—. ¿Nos habéis esperado mucho rato?

Ya las barras del paso a nivel se levantaban lentamente. Los ciclistas entraron en la vía, con las bicis cogidas del manillar.

—¡Y qué bien presumimos de moto! —dijo Miguel, acercándose a Sebas y su novia.

Venían sudorosos. Las chicas traían pañuelos de colorines como Paulina, con los picos colgando. Ellos, camisas blancas casi todos. Uno tenía camiseta de rayas horizontales, blanco y azul, como los marineros. Se había cubierto la cabeza con un pañuelo de bolsillo, hecho cuatro nuditos en sus cuatro esquinas. Venía con los pantalones metidos en los calcetines. Otros en cambio traían pinzas de andar en bicicleta. Una alta, la última, se hacía toda remilgos por los accidentes del suelo, al pasar las vías, maldiciendo la bici.

—¡Ay hijo, qué trasto más difícil!

Tenía unas gafas azules, historiadas, que levantaban dos puntas hacia los lados, como si prolongasen las cejas, y le hacían un rostro mítico y japonés. Ella también traía pantalones, y llegando a Paulina le decía:

—Cumplí lo prometido, como ves.

Paulina se los miraba:

—Hija, qué bien te caen a ti; te vienen que ni pintados. Los míos son una facha al lado tuyo. ¿De quién son ésos?

—De mi hermano Luis.

—Qué bien te están. Vuélvete, a ver.

La otra giró sus caderas, sin soltar la bici, con un movimiento estudiado.

—¡Valías para modelo! —se reía el de la camiseta marinera—. ¡Eso son curvas!

—Galanterías luego, que aquí nos coge el tren —le contestaba la chica, saliendo de las vías.

—¿Habéis tenido algún pinchazo? —preguntó Sebastián.

—¡Qué va! Fue Mely, que se paraba cada veinte metros, diciendo que no está para esos trotes, y que nadie la obliga a fatigarse.

—¿Y para qué trotes está Mely?

—Ah, eso…

—Pues lo que es, nadie os mandaba esperarme; yo sólita sabía llegar igual.

—Tú sola, con esos pantalones, no irías muy lejos, te lo digo.

—¿Ah no? ¿Y por qué?

—Pues porque a más de uno se le iba antojar acompañarte.

—Ay, pues con mucho gusto; con tal de que no fuese como tú…

—Bueno, ¿qué hacemos aquí al sol? ¡Venga ya!

—Aquí dilucidando el porvenir de Mely.

—Pues lo podías dejar para luego, donde haya un poquito sombra.

Ya varios se encaminaban.

—¿Tú no podías haberme encontrado una bici un poco peor?

—Hijo mío, la primera que me dieron. ¿Querías quedarte a patita?

—Venga, nosotros nos montamos, que no hay razón para ir a pie.

—Es el cacharro peor que he montado en mi vida; te lo juro, igual que ésas de la mili que las pintan de color avellana; que ya es decir.

—¿Qué tal vino la comida?

—No sabemos —contestó Sebastián—; en la moto está todavía. Ahora veremos si hay desperfectos. No creo.

Miguel y otra chica, con las bicis de la mano, acompañaban a los que habían salido a recibirlos; los otros habían vuelto a montar en bicicleta y ya se iban por delante. Paulina dijo:

—Desde luego saltaba todo mucho; las tarteras venían haciendo una música de mil diablos.

—Con tal de que no se hayan abierto…

—Pues el dueño se acuerda de nosotros, ¿no sabes?; me conoció en seguida.

—¿Ah sí?

—De ti también se acuerda; ha preguntado, ¿verdad, Pauli?; «aquél que cantaba», dice.

Los otros iban llegando a la venta. El de la camisa a rayas iba el primero y tomaba el camino a la derecha. Una chica se había pasado.

—¡Por aquí Luci! —le gritaba—. ¡Dónde yo estoy! ¡Aquello, mira, allí es!

La chica giró la bici y se metió al camino, con los otros.

—¿Dónde tiene el jardín?

—Esa tapia de atrás, ¿no lo ves?, que asoman un poquito los árboles por encima.

Llegaba todo el grupo; se detenían ante la puerta.

—¡Ah; está bien esto!

—Mely siempre la última, ¿te fijas?

Uno miró la fachada y leía:

—¡Se admiten meriendas!

—¡Y qué vasazo de agua me voy a meter ahora mismo! Como una catedral.

—Yo de vino.

—¿A estas horas? ¡Temprano!

Entraban.

—Cuidado niña, el escalón.

—Ya, gracias.

—¿Dónde dejamos las bicis?

—Ahí fuera de momento; ahora nos lo dirán.

—No había venido nunca a este sitio.

—Pues yo sí, varias veces.

—Buenos días.

—Ole buenos días.

—Fernando, ayúdame, haz el favor, que se me engancha la falda.

—Aquí hace ya más fresquito.

—Sí, se respira por lo menos.

—De su cara sí que me acuerdo.

—¿Qué tal, cómo está usted?

—Pues ya lo ven; esperándolos. Ya me extrañaba a mí no verles el pelo este verano.

—¿Me pone usted un vaso de agua, si hace el favor?

—Cómo no. ¿Pues y el alto; el que cantaba? ¿No dice que venía también?

—Ah, sí; pues ahí atrás viene andando, con la novia y con los de la moto. Se ve que les gusta el sol.

—Pues no está hoy para gustarle a nadie. Por cierto, esas botellas de vino son para ustedes.

Estaban alineadas, brillando en el mostrador, las cuatro iguales, de a litro; el vino rojo.

—Las pidieron los otros nada más llegar.

—Bueno, pues vamos a empezarlas. ¿Quién quiere beber, muchachos?

—¡Quieto, loco!

—¿Por qué?

—Deja las botellitas para el río; ahora, si es caso, unos vasos aparte.

—Bueno, pues lo que sea. ¿Tú quieres vino, Santos?

—Si me lo dais…

—Yo bebo agua…

—Pues no bebas mucha, que estás encalmado.

—Estos tíos no han sacado todavía las meriendas; no sé qué han estado haciendo en todo este rato.

—Tito, ¿quieres un vaso tú?

—De momento prefiero agua. Después ya hablaremos.

—¿Vosotras, qué?, ¿agua, vino, gaseosa, orange, Coca-Cola, la piña tropical?

—Pues pareces tú el que vende; hacías un barman de primera, chico.

—Lo único que tengo es gaseosa para las jóvenes, en no queriendo vino.

—Yo, chicos, me voy a sentar, ¿sabéis lo que os digo? Y no bebo nada hasta que no se me pase el sofocón.

—Haces bien. ¿Quieres gaseosa, Lucita?

—Gaseosa sí.

—Está mejor que el agua, desde luego, porque la tengo a refrescar —decía Mauricio, agachándose sobre la caja del hielo—; mientras que el agua está del tiempo.

—Pues será un caldo, entonces.

—Está buena —dijo Tito—; quita la sed.

—Estando sofocados —añadió Mely, relajada en su asiento—, no conviene tomar las cosas demás de frías.

Tenía un cuerpo muy largo, caderas anchas, se adivinaban carnes fuertes bajo la tela de los pantalones. Estiraba sobre lo fresco del mármol de la mesa los dos brazos desnudos. Dijo Santos al dueño:

—¿Qué le parece si metemos las bicicletas al jardín, como el año pasado?

—Sí, sí; cuando gusten.

—Vamos allá, pues; que cada cual coja la suya.

—Ya saben por donde es; aquí, al fondo de este pasillo.

—Sí, muchas gracias; ya me acuerdo.

Salieron por las bicis y ya llegaban los otros cuatro a la venta. Santos dijo:

—Sebas, podrías sacar los bártulos del sidecar en lo que nosotros vamos metiendo las bicicletas al jardín.

Miguel entraba y se dirigió al dueño con una sonrisa:

—¿Cómo está usted? Yo sé que ha preguntado.

—Muy bien, muchas gracias; me alegro mucho verlos. Ya le estaba diciendo antes aquí que me extrañaba este año no se diesen ustedes una vuelta.

—Pues ya nos tiene aquí.

Pasaban los otros con las bicis por delante del mostrador y se metían al pasillo, hacia el jardín al fondo. Eran tres tapias de ladrillos viejos, cerradas contra el muro trasero de la casa; había zonas cubiertas de madreselva y vid americana, que avanzaba por los alambres horizontales. Y tres pequeños árboles; acacias.

—Mira; qué curiosito lo tienen —dijo Mely.

Las mesas estaban a lo largo de las tapias, bajo los emparrados; mesitas de tijera, descoloridas, y dos mucho más grandes, de madera de pino. En torno, sillas plegables o bancos rústicos de medio tronco, fijos al suelo, junto a la pared. En la trasera de la casa, se veía a la mujer en la cocina, por la ventana abierta, y otra ventana simétrica, al otro lado de la puerta del pasillo, donde brillaba el cromado de una cama, y una colcha amarilla.

—Apoyarlas aquí.

Dejaban las bicicletas contra el cajón numerado de un juego de rana; Santos metió los dedos en la boca del bronce.

—Ten cuidado, que muerde.

—Luego jugamos, ¿eh?

—A la tarde. A la tarde formamos una buena.

—¿Ya estamos? ¡Pues sí! Ya nos aburriréis a todas con el hallazgo, ¡cómo no!

—También digo; como se líen a la rana, sí que nos ha caído el gordo.

Volvían por el pasillo; quedaba atrás el de la camiseta marinera y gritaba:

—¡Mira, tú! ¡Mira un momento!

Santos volvió la vista, y lo veía por el marco de la puerta, desde la sombra del pasillo, haciendo la bandera en el tronco delgado de uno de los árboles, en la luz del jardín.

—Vamos, Daniel; no te enredes; ya sé que eres un tío atleta.

Vino diciendo:

—Eso tú no lo haces.

Entró tras ellos al local. Habían traído las tarteras; las guardaba Mauricio en algún recoveco del mostrador.

—Podíamos ir bajando —dijo Miguel—. ¿Qué hora tenéis?

—Las diez van a ser —le respondía Santos—. Por mí, cuando queráis. —Apuró el vaso de vino.

—Pues venga, vámonos ya. Coger alguno las botellas.

—A mediodía vendremos a por eso; no sé si comeremos en el río o a lo mejor aquí arriba; según se vea.

—Eso ustedes; por lo demás, ya saben que aquí está bien guardado.

—Hasta más tarde, entonces.

—Nada; a disfrutar se ha dicho; pasarlo bien.

—Muchas gracias; adiós.

Lucio los vio perfilarse uno a uno a contraluz en el umbral y torcer a la izquierda hacia el camino. Luego quedó otra vez vacío el marco de la puerta; era un rectángulo amarillo y cegador. Se alejaron las voces.

—¡La juventud, a divertirse! —dijo Lucio—; están en la edad. Pero qué fina era esta otra de pantalones; ésa sí que tiene sombra y buen tipo, para saber llevarlos.

Modelaba su forma en el aire, con ambas manos, hacia la puerta iluminada.

—¿Lo ves, hombre, lo ves, como todo es cuestión de quien los lleve? Sácate ya ese cigarrito, anda.

Lucio se buscó difícilmente por todos los bolsillos la petaca y el papel de fumar, levantando los hombros para alcanzarlos en alguna parte muy honda, de donde al fin los sacaba. Mauricio lo recogió del mostrador y liando el cigarro decía:

—No conviene fumar desde temprano; cuando más tiempo te resistes, más lo agradece la salud.

—¿Y qué hora es, a todo esto?

—Hombre; me choca un rato el que tú lo preguntes. ¿Y qué te importa a ti de la hora, ni te ha importado nunca?

Lucio hacía una mueca con todo un lado de la cara:

—¿Ah, sí? ¿Tanto te extraña? Pues ya lo ves; será que marcho para viejo.

—Tú no estás viejo. Lo que no te meneas en todo el día. Estás entumecido de no hacer ejercicio ninguno; lo que tú estás…

—¿Ejercicios? Ni falta. Bastantes tengo hechos…

—¿Pues cuándo?

—¿Cómo que cuándo? ¡Antes!

—¿Antes de qué?

—Antes de aquello. Y allí. Pues si te crees que no hacíamos ejercicio. Se figura la gente que allí nada más estar sentado y aguardar que te traigan la comida. —Mauricio lo miraba atentamente, dejándolo hablar, esperando más cosas—. Anda que no bregábamos allí; total en la celda, no parabas más que a la noche. Peor que fuera. Y sin provecho —alzó los ojos del cigarro, hacia la cara de Mauricio—. Bueno, ¿qué miras?

Volvió Mauricio a lo que había interrumpido, y terminaba de liar.

—No, nada, que voy a… —se retiró hacia el centro del mostrador—, voy a llenar un par de frascas, que va a venir público en seguida. ¡Justina! ¡Justina!

Respondía desde dentro la voz:

—¡Voy, padre!

Apareció en la puerta.

—Dígame, ¿qué quería?

—A tu madre, que si os vais yendo para San Fernando, que luego se hace tarde y me hacen falta las cosas para mediodía. Y mira: el señor Lucio te quería un recado. Tú, dile lo que pasa…

—No, hija; no es más que si no os sirve de molestia, os acerquéis por el Exprés y me traigáis un bote picadura. De esos verdes.

—¿Por qué no?

—Espera; te doy los cuartos.

—A la vuelta; ¡qué más da! —dijo la chica, y se metió hacia el pasillo.

Y aún Lucio le gritaba, volviéndose:

—¡Y un librito de Bambú…!

—¿Pues no querías que te trajeran también la comida?

—Calla; es lo mismo. No se te ocurra decirlas ni media palabra.

*

Iban aprisa, con ganas de ver el río. Cruzaron la carretera y continuaban por un camino perpendicular. Dijo Mely:

—¿Está lejos?

—Aquellos árboles, ¿no ves?

Asomaban enfrente las puntas de las copas. Debía de haber un brusco desnivel, cortado sobre el cauce y la arboleda.

—¿Es grande?

—Ya lo verás.

No llegaron a verlo hasta que no alcanzaban el borde del ribazo. Apareció de pronto. Casi no parecía que había río; el agua era también de aquel color, que continuaba de una parte a otra, sin alterarse por el curso, como si aquella misma tierra corriese líquida en el río.

—Pues vaya un río… —dijo Mely—. ¿Y eso también es un río?

—Será que está revuelto —le replicaba Luci.

Se habían detenido a mirarlo en el borde del terraplén, que se levantaba de diez a quince metros sobre el nivel de la ribera.

—Me llevé un chasco, hija mía. Ni río ni nada. Vaya un desengaño.

—¿Pues qué querías qué fuese? ¿El Amazonas?

—¿Nunca habíais visto vosotras el Jarama? —dijo Daniel—. El Jarama es siempre así, de ese mismo color.

—Pues a mí no me gusta. Parece que está sucio.

—Eso no es sucio, mujer; es la arcilla que trae. Parece sucio, pero no. Verás qué agua tan rica.

—Ah, no la pienso beber. Ni por soñación.

—Si no es beberla, Mely —se reía Daniel—. Rica para bañarse.

Tito les señalaba a la izquierda, hacia aguas arriba:

—Mirar: por allí encima pasa el tren.

Había un puente de seis grandes ojos de ladrillo, y aún más atrás, el de Viveros, junto a las casas de la General. La arboleda, a los pies del ribazo, era una larga isla en forma de huso, que partía la corriente en dos ramas desiguales. La de acá, muy estrecha y ceñida al terraplén, se había dejado secar por el verano y ahora no corría. De modo que la isla estaba unida a la tierra por este costado y se podía pasar a ella en casi toda su longitud, sin más que atravesar el breve lecho de limo rojo y resbaladizo. Tan sólo a la derecha tenía un poco de agua todavía: un brazo muerto, que separaba de tierra el puntal de la isla, formando una península puntiaguda. Frente al vértice de aquella península, donde se unía el brazo muerto con el otro ramal, el agua estaba remansada en un espacioso embalse, contra el dique de cemento de una aceña molinera o regadía. Para bajar a la arboleda, se trocaba el camino en una accidentada escalerilla labrada en la misma tierra del ribazo.

—Vámonos ya, que pica el sol.

Los peldaños están romos, casi arrasados. Abajo fue una gran risa cuando una de las chicas patinó sobre el limo y se quedó sentada en las dos estrías que habían dejado sus talones y se le vieron las piernas. Le supo mal a lo primero, sorprendida de verse así, pero en seguida levantó la cabeza riendo, al oír que los otros se reían.

—¡Vaya pato, hija mía!, ¡qué pato soy! —les decía desde el suelo.

La cogió Santos por las manos y tiraba hacia arriba, pero ella no conseguía levantarse, de tanta risa que le daba.

—¡Qué pato soy! —repetía feliz.

—¿Te lastimaste?

—¡Qué va! Si está mullido.

—Pues nos has dado la función, Carmela —le decía la Mely—; se te ha visto hasta la vacuna.

—¡Bueno! Vaya una cosa más terrible; si no habéis visto más que eso.

—Nos ha retratado a todos, eso sí.

—Venga, niña; levanta de una vez.

—Despacio, hombre, despacio… —y volvía a reírse.

—Luego enjuagas la falda en el río, cuando nos bañemos —aconsejaba Alicia—. Se te seca en un dos por tres.

—También fue de los que hacen época el guarrazo que se pegó Fernando el día que fuimos a Navacerrada. ¿Os acordáis?

—Ya lo creo. Cada vez le toca a uno.

—El que se acuerda soy yo; el daño que me hice con los cantos aquéllos del demonio.

—Te sentó mal que nos riésemos y todo.

—Pues a ver. Me iba a hacer gracia.

—¿Por qué será que todos se ríen siempre que alguno se cae? Basta que uno se caiga para escacharse de risa los demás.

—Porque caerse recuerda los payasos del circo —dijo Mely.

Había ya varios grupos en los árboles, corros sentados a la sombra sobre periódicos y colchas extendidas. No había casi hierba; sólo un suelo rapado y polvoriento. Apenas si persistía algún mechón de grama retorcida y rebozada con el polvo. Sobre el polvo, botijos y sandías y capachos de cuero. Un perro quería morder una pelota. Corrían descalzos en la mancha de sol, entre dos porterías improvisadas. Los troncos estaban atormentados de incisiones, y las letras más viejas ya subían cicatrizando, connaturándose en las cortezas; emes, erres, jotas, iban pasando lentamente a formar parte de los árboles mismos; tomaban el aspecto de signos naturales y se sumían en la vida vegetal. Corría el agua rojiza, anaranjada, trenzando y destrenzando las hebras de corrientes, como los largos músculos del río. En la orilla había juncos, grupos de tallos verticales que salían del agua y detenían la fusca en oscuros pelotones. Sobresalía algún banco de barro, al ras del agua, como una roja y oblonga panza al sol.

—Aquí entre estos cuatro troncos nos sentábamos el año pasado.

—De hierba no es que haya mucha, la verdad.

—El ganado se la come.

—Y los zapatos de la gente.

Allí mismo extendieron el albornoz de Santos, de color negro, entre dos árboles, y Mely se instalaba la primera, sin esperar a nadie.

—Pareces un gato, Mely —le decían—; ¡qué bien te sabes coger el mejor sitio! Lo mismo que los gatos.

—A las demás que nos parta un rayo. Deja un huequito siquiera.

—Bueno, hija; si queréis me levanto, ya está.

Se incorporó de nuevo y se marchaba.

—Tampoco es para picarse, mujer. Ven acá, vuelve a sentarte como estabas, no seas chinche.

No hacía caso y se fue entre los troncos.

—¿La has visto? ¿Qué le habrán dicho para ponerse así?

—Dejarla ella. La que se pica, ajos come.

Daniel se había alejado y estaba inspeccionando la corteza de un tronco. Mely llegó junto a él.

—¿Qué es lo que buscas?

Levantó la cabeza sorprendido:

—¿Eh? Nada.

Amelia sonreía:

—Hijo, no te pongas violento. ¿No lo puedo ver yo?

—Déjame, anda; cosas mías.

Tapaba el tronco con la espalda.

—¡Ay qué antipático, chico! —reía Mely—. Conque secreto, ¿eh? Pues te fastidias, porque me tengo que enterar.

—No seas pesada.

Mely buscaba entre las letras, por ambos lados de Daniel.

—¿Te apuestas algo a que lo encuentro?

—Pero ¡cuidado que eres meticona!

—¡Cómo estáis todos, hoy, qué barbaridad!

Se aburría y se dio media vuelta, hacia los otros. Rayas, manchas de sol, partían la sombra. Carmen se había tendido sobre el albornoz de Santos y miraba a las copas de los árboles. Apareció encima de ella la cabeza de Mely, contra las altas hojas.

—Échate, Mely; hay sitio para las dos. Vas a ver tú qué bien.

Amelia la miró sin contestar y luego recorría con los ojos la orilla y la arboleda y los grupos de gente; dijo:

—¿Dónde andarán los otros?

—¿Qué otros?

—El Zacarías y la pandilla.

—¡Ah, ésos; a saber! ¿Seguro que venían?

—Claro que sí. En el tren. En eso fue lo que quedaron anoche con Fernando. ¿No, tú?

—Me lo dieron por cierto. Y que luego a la tarde coincidirían con nosotros en el merendero para formar un poquito de expansión.

Mely seguía mirando.

—Pues no se los ve el pelo por ninguna parte.

—Hablaron de que iban a no sé qué sitio que conocen ellos —decía Tito, escarbando en el polvo—. Y además no los precisamos para nada…

Amelia se volvió bruscamente hacia él y luego desistía de mirar y se tendió en el albornoz, junto a Carmen.

—Ni siquiera a la sombra se está a gusto —dijo.

—Yo digo que nos bañemos.

—Aún es pronto.

Santos miraba un partido de fútbol, que proseguía encarnizadamente en un claro del soto, entre unos cuantos chavales en traje de baño y una pelota encarnada. «Tuya, tuya, chico…», murmuraba Santos. Corrían moviendo polvo bajo el sol. Todos los del grupo estaban sentados ahora tumbados o recostados con los codos en tierra, dando cara hacia el río. Fernando quedaba en pie, junto a Tito, y éste le rodeaba la alpargata con un palitroque, dibujando la horma en el polvo. Fernando se volvió:

—¿Qué me haces? —contempló todo el grupo—. ¡Pues vaya un espectáculo! Chico, me parecéis el pelotón de la modorra. ¡Qué tíos!

Se rascaba la nuca; sacó el pecho, estirándose.

—Trae que me tumbe yo también, si no. Y echamos el completo.

Daba vueltas en torno de los otros, buscando un acomodo.

—Das más rodeos que los galgos cuando quieren echarse. Aparca ya por ahí en donde sea.

—Toma, hijo; te cedemos el pico ése, si es que eres tan escogido. Con tal que dejes de marearnos a todas, tanto ir y venir.

—Sin traspaso, por ser para usted.

Le hacían un hueco junto a sus piernas, en el albornoz.

—Gracias, Mely, preciosa; no esperaba yo menos de ti.

Se sentó. Andaba un viejo fotógrafo por los árboles, tirando de un caballo de cartón. Llevaba un guardapolvo amarillo sobre la camiseta de verano, y la cámara al hombro, cogida por el trípode.

—Lástima de no habernos traído una máquina de retratar.

—Mira, es verdad. Mi hermano tiene la Boy que se trajo de Marruecos.

—Se te podía haber ocurrido el pedírsela.

—También digo.

—No me acordé. Si es que sacó un par de carretes, mucho entusiasmo con ella los primeros diez días, y luego la ha metido en un cajón y ya ni sabe que la tiene.

—Pues para eso…

—Éstos del minuto es tirar el dinero. Te sacan fatal.

—Éstos ni hablar, por supuesto. Pero llevarse unas fotitos de los días así que se sale de jira, es una cosa que está bien. Luego al cabo del tiempo gusta verlas; mira fulano la cara tonto que tenía, y te ríes un rato…

—Claro que sí. Pues todavía no nos hemos sacado una foto en la que salgamos toda la panda, Samuel y Zacarías, inclusive, y los demás —dijo Fernando.

—¿Éstos qué tienen que ver? Ésos no son pandilla con nosotros.

—Bueno. No lo serán para ti. Para mí, sí lo son. A Samuel lo conozco siendo chavales.

El fotógrafo no decía nada; se limitaba a detenerse delante de los grupos, con una mirada interrogativa, señalando con el pulgar al cajón de la cámara, detrás de su nuca. A veces, si los veía vacilar y no le contestaban en seguida que no, meneando la cabeza, añadía: «Al minuto», como algo ya archisabido; y después se alejaba encogiendo los hombros, con su caballo, y volviendo a chupar de la pipa que le colgaba de los dientes. A la pipa se le iba el humo por todas partes, como a una vieja locomotora.

—Yo creo que ya podíamos bañarnos —decía Sebastián.

—Espérate, hombre, ahora. No seas impaciente. ¿Queréis un trago, mejor dicho?

—Venga, es verdad. Trae la botella.

—¿Y el Dani?, ¿dónde anda?

—¿A que ninguno nos hemos acordado tampoco de traernos un vaso?

—Yo traigo uno de pasta —dijo Alicia—, el de lavarme la boca, ¿sabes? Pero lo tengo arriba con la merienda.

—Si no hace falta vaso, ¿no ves que nos han puesto una cañita en uno de los corchos?

—Allí está el Dani. Mirarlo.

Merodeaba entre los árboles y los corros de gente. Ahora se había parado a mirar el partido.

—¡Daniel! ¡Dani! —le gritó Sebastián.

Se volvía Daniel y levantaba la barbilla, como si preguntase.

—Ya veréis como viene corriendo… ¡Mira, Daniel! —agitaba en el aire la botella, para que el otro la viese—. ¡Ven acá, hijo, que te repongas!

Daniel titubeaba y al fin se encaminó nuevamente hacia el grupo.

—¿No lo veis cómo acude? —se reía Sebastián—. Si no falla. A éste no tienes más que enseñarle la botella del vino y te obedece como un corderito.

Llegó sin decir nada y pasó por detrás de todo el corro, a ocupar un extremo al lado de Miguel.

—¿Qué andabas tú solo por ahí?

—Nada. Dando un garbeo.

—¿Estabas inspeccionando las chavalas? Toma, bebe.

—El pobre, como se viene sin pareja…

—Ni falta.

Empinó la botella de vino y se dejó caer en la garganta un chorro largo y profundo. Después tomaba aliento y se limpiaba la barbilla con la mano.

—A poco te la liquidas, hijo mío. Dame. ¿Qué tal está?

—Caliente.

—Pues si llega a estar frío, no sé entonces…

—Oye, ¿y por qué no metemos estas otras en el agua a refrescar?

—Una ocurrencia; se podría.

—Anda, Santitos, que te veamos un detalle, tú que te pilla más cerca y que no estás haciendo nada de momento.

—Quítate, quítate. A mí allá vea que esté caliente. Me sabe igual de bien.

—Estás galvanizado, muchacho. ¿Tanto trabajo te cuesta levantarte?

—Mucho; no puedes darte una idea.

—Éste nació cansado.

—No, hijo; no nací cansado; me cansé después. Me canso durante toda la semana, trajinando.

—Pues a ver si te crees que los demás nos la pasamos hurgándonos con la uña en el ombligo.

—Lo que sea, Yo por mi parte he venido a descansar. De domingos no trae más que uno esta semana, y hay que aprovecharse. Así que anda, pasarme el biberón.

—Bueno, hijo, bueno; pues iré yo —dijo Sebas. Se levantó y se llevaba las otras botellas hacia el río.

—Niñas, ¿vosotras no bebéis?

—Por ahí teníais que haber empezado.

—Perdona, chica.

—Pues no señor; con el vino, primero son los hombres; las mujeres al poso, ¿no lo sabéis?

—¿Ah, sí? Pues una mala educación como otra cualquiera.

Apretaba el calor. Carmen jugaba con los brazos en alto, trenzando los dedos. Santos miró hacia el río; entornaba los ojos, por la fuerza del sol.

—Pues ahora sí que ha llegado la hora de bañarse —dijo—. Yo por lo menos me voy a desnudar.

—Lleva razón, ¿qué hacemos aquí vestidos todavía? Aunque no vayamos a meternos en seguida, siempre estaremos mejor en taparrabos, creo yo.

Mely se incorporó y miró a todas partes, estirándose, dijo:

—Samuel y ésos sin aparecer.

—Mucho preguntas tú por ellos.

—Anda que no hay poca gente por todo el río, como para echarles a éstos la vista encima.

—Más valía que se hubiese llevado nada más dos botellas; ésta está dando lo que se dice las boqueadas.

—Cómo se marcha, chico. Una cosa de espanto.

—También que somos muchos.

Mely volvió a tenderse. Ya regresaba Sebastián.

—¿Qué pasa? ¿Ya os habéis liquidado la botella?

—Así anda.

—¿Tú no traías Bisontes, Mely?

—Sí; ahí en la bolsa los tengo. Pásamela.

—Bien —dijo Fernando—; que nos dé Mely uno de rubio.

—Lo siento, hijo, pero éstos son para nosotras. Vosotros igual fumáis de eso negro.

—¿Por dónde se desnuda uno? —decía Santos al levantarse.

—Allí, tras aquellas matas. Yo voy contigo.

—Bueno, guapinas, ¿queréis dejarme el albornoz?

—¡Ni pensar! De aquí no nos movemos. Con lo a gusto que estamos en él. No te hace falta, además.

—Vaya una gandulitis que nos traemos todos esta mañana.

—Aguda.

—Tira, Alberto; vámonos ya.

Santos y Tito se alejaron hacia unos matorrales, al pie del ribazo. Dijo Santos:

—¿Qué le pasa a Daniel?

—Ah, yo no sé. ¿Qué le pasa?

—¿Pues no le notas que está como cabreado? No dice una palabra.

—Tiene ese humor, ya lo conoces. Tan pronto es el que mete más escándalo, como igual se te queda de un aire.

—Pues se ha puesto a soplar que da gusto.

—Déjalo que se anime.

Andaban allí pelando patatas y cebollas una madre y su hija; la chica, en bañador, como de quince años, muy delgadas las piernas, con una pelusilla dorada. Había peladuras cerca de la botella del aceite, junto a una toalla rosa y una jabonera de aluminio. Alguien estaba ya en el río y llamaba, medio cuerpo escondido bajo el agua naranja, y agitaba la mano: «¡Madre! ¡Madre, míreme usted!…»; resonaba muy límpida la voz. «¡Ya te veo, hijo mío, ten cuidado…!». Los cuerpos tenían casi el color de las aguas.

—En estas matas —dijo Tito.

Había un par de zarzales; detenían mucho polvo en sus hojas oscuras y ásperas. Cerca, los restos de otro zarzal quemado, los muñones de los tallos hechos casi carbón, en una mancha negra. Tito miraba el torso asténico de Santos, cuando éste se hubo quitado la camisa:

—¡Qué blanquito!

—Claro, vosotros vais a las piscinas. Yo nunca tengo tiempo. Va a ser la primera vez que me chapuzo este verano.

—Pues yo tampoco no te creas que habré ido más de un par de veces o tres. Lo que pasa es que tengo la piel morena de por mí. Tú te vas a poner como un cangrejo, ya lo verás.

—Ya, si por eso quería yo el albornoz. Mucho sol no me conviene el primer día.

Alberto se pasaba las manos por los hombros. Se miró en derredor.

—Lo que es las chicas —dijo—, dudo mucho de que se quieran desnudar en este sitio. Te ven desde todas partes.

—Ellas lo traen ya seguramente debajo de la ropa. Luego se trapichean detrás del primer tronco, y listo.

—Son ganas de pasar calor. Oye: la Mely es la que está un poco repipi esta mañana.

—¿Por qué lo dices?

—No sé… ¿no la oyes que no hace más que preguntar por Zacarías y los otros?

—¿Y qué con eso?

—Hombre, pues qué sé yo; lo mismo que decir que ha venido a disgusto. Pues haberse agregado a la otra panda, ¿no te parece?

Santos se encogía de hombros.

—Allá ella —dijo—. Por mí… Bien de más está.

*

Desde Coslada, el camino más derecho era venir toda la vía adelante, hasta el paso a nivel. No le importaban los zapatos. Cuando nuevos, le habían importado. Ahora sólo recién limpios le volvían a importar un poquito por los cantos agudos de la vía. A veces, cuando nadie lo miraba, venía haciendo equilibrios por encima de un raíl. La niña de la caseta tenía un vestido rojo y oteó a las gallinas que se habían metido a pisarle la ropa tendida sobre el suelo. La parra, encima de la puerta, tenía las hojas con humo de los trenes. La niña lo vio venir y se paró a mirarlo. No se reía de verlo subido en el riel, pero de pronto le gritó:

—¡Que viene el tren!

El hombre de los zapatos blancos se volvió bruscamente hacia atrás: era un chasco. Y la niña corría a meterse en su casa como un gato pequeño. En el paso a nivel dejó el hombre la vía y torció a la derecha. También aquí ponía los pies con cuidado, para que el polvo de la carretera no le ensuciase lo blanco de los empeines.

—Buenas.

—Buenos días.

Se cruzó con Justina y su madre que salían con capachos. La chica lo miró de arriba abajo y se alejaba cubriéndose del sol con un pañuelo de colores.

—¿Qué hay?

—Nada. Ya lo ve usted.

—¿Le pongo un vaso?

—Sí.

Miró hacia fuera. Veía en el camino a las dos mujeres. Puso las uñas sobre el mostrador. Cuando el vaso sonó en la madera, se volvió hacia Mauricio.

—¿Estuvo Julio, anoche?

—¿Cuál de los dos?

—El capataz.

—No; el capataz no vino. El otro, sí.

—¿Vendrá esta noche?

—¿El capataz? Supongo.

El hombre de los zapatos blancos puso los labios en el vino y miró hacia la puerta de nuevo.

—Menudo calor.

—Sí que lo hace, sí. No parece sino que espera los domingos para apretar más todavía.

—Ya; ése no guarda fiestas —dijo Lucio—. Pues habrá que ver el río a estas horas; cómo estará ya de gente.

—Lo creo —repuso el otro, y se volvía a Mauricio—. ¿Está seguro de que viene?

—Supongo yo que sí, ya le digo. Hoy, día de fiesta, casi cierto.

Observó al hombre de los zapatos blancos y se apartaba hacia el fregadero. El otro ya no decía nada. Se quedaron los tres como esperando.

—Pero cuidado que hemos hecho el ridículo a lo largo de toda nuestra vida —decía, después, el hombre de los zapatos blancos—. Póngame otro vasito, Mauricio, haga el favor.

Mauricio cogió la frasca y lo miraba con curiosidad. Con voz prudente preguntó:

—Usted sabrá lo que quiere decir.

—¿Por qué lo digo? Por todo. ¿A qué me vine yo a Coslada? ¿Pero a santo de qué?

Se callaba de nuevo.

—Usted dirá.

—Yo lo único que digo es que en mi tierra es en donde tenía que haberme quedado. Mejor me valdría. Es que las cosas se saben siempre tarde.

Lucio y Mauricio lo observaban. Éste volvió a preguntar:

—¿Tan mal le va? ¿Pues y qué le ha ocurrido, si es que puede saberse?

Levantó el otro la cabeza del vaso; miró a Mauricio con las cejas, muy calculadamente. Resopló:

—Tonterías. Tonterías de pueblo y que le cuestan a uno los disgustos. Pero el tonto soy yo, que le hago caso.

Tragó saliva; una pausa; miró hacia el campo y hablaba nuevamente:

—Y todo no es más que política. Política chica, se entiende. De ratones. Pero siempre política. Los unos por una cosa, otros por otra. Y en una barbería se habla mucho; más de lo que hace falta. Y como tienes que aguantar que anden diciendo esto y lo otro y lo de más allá; si no se lo aguantas, se te marchan; si te lo aguantas, te comprometen. Parece que no te vienen más que a soltar todo lo malo, todos los venenillos y las reservas que se tienen ellas y ellos. Así que con bañarlos y pasarles la navaja, nada más que por eso, pues ya te ves metido en algún lío. Te pillan de todas todas —gesticulaba hablando; miraba de vez en vez hacia la puerta, sin sosiego; detenía, agolpaba sus palabras—. Conque me viene esta mañana el Abelardo, ya saben —los otros asintieron—; bueno, pues ése, y me viene y me dice que hablaban tres o cuatro si me van a formar el boicot, para que ya nunca nadie no venga jamás a arreglarse a mi casa, pues resulta que según ellos ahora por lo visto es mi casa la que le forma el mal ambiente a muchas personas en el pueblo —clavó la pausa y los miró sin respirar; se rehizo—. Y ya ven ustedes si a mí me va a interesar, desde el punto de vista del negocio, que a nadie se la vaya a formar el ambiente de nocivo… ¡Si eso esta silla lo entiende! ¿Qué querrán que uno haga? ¿Levantarlos del sillón y echarlos a la calle, a media jeta enjabonada? ¿O qué? O meterles el paño por la boca…

—No hay peor chisme que los de barbería —dijo Lucio—. Son los que hacen más daño.

Parecía que hablaba de algún bicho; de un chinche o de un piojo… Y Mauricio insistió:

—Y esta vez, ¿qué fue ello?

—El Julio este… Pues nada, que Guillermo Sánchez me le tiene en arriendo el almacén y ya no quiere desalojárselo, y éste anda con rumores poniéndolo en ridículo y quitándole el crédito por todas partes; y el otro día se me va de la lengua mientras le afeito, el viernes fue, conque lo puso verde, y a todo esto sin darse cuenta de que estaba otro señor, en el sillón de atrás, que al parecer es uña y carne de Guillermo. Y el tío, claro, la inmediata; al otro con el cuento en seguida. Conque ya se figuran ustedes…

*

Daniel levantó en el aire la botella y se iba tumbando conforme bebía. Se atragantó a lo último y se incorporaba, congestionado por la tos. Dijo Alicia:

—Te está muy bien. Por ansioso.

Miguel lo palmeaba en las espaldas.

—Deja, Miguel, no te preocupes, ya pasó. Se me fue por mal sitio.

—No, si lo que no había tampoco necesidad, era beber vino ahora —dijo Paulina—. Con que hubieseis bebido en la comida, de sobra ya con eso. Parece que no podéis pasaros sin beber.

Daniel se volvió a ella:

—A Sebastián se lo dices eso, si quieres. A mí me dejas vivir.

—Pues, hijo, yo lo decía por tu bien. Y para que no se nos agüe la fiesta. Pero descuida chico, que no vuelvo a decirte ni media palabra. Allá tú.

Sebastián intervino:

—Tampoco te había dicho la chica ninguna cosa del otro jueves, para que tú vayas y la contestes así.

—Es que yo no le aguo a nadie la fiesta, Sebastián. Si tengo que aguar alguna fiesta, me la aguaré yo sólito.

Miguel cortó riendo:

—Tú no te apures, Daniel —le decía—; que aquí si acaso la única cosa que tendríamos que aguar es el vino.

Todos rieron.

—¡Pues también es verdad! No que no sería eso ningún disparate.

—Eso sí que es hablar como el Código, Miguel. Ahí, ya ves, has estado.

—Sabe dar la salida como nadie. ¡Pico de oro…!

—Ya vienen ésos ahí. Tengo ganas de meterme en el agua.

Venían ya desnudos, por los árboles.

—Esperaros un poco, que la prueben primero ellos. Cuanto más tiempo pase, más se caldea.

—¡No vale! ¡Tiene que ser todos juntos! Si no, no tiene gracia.

—Pues claro —dijo Sebas—; eso es lo bueno. Todos a la vez.

—¿Ya estáis? —les decía Miguel a los otros, que llegaban en ese momento.

—Sí. Pero oye: yo lo que digo es que si nos metemos en el agua, alguien se tiene que quedar aquí con todo esto. No lo podemos dejar solo.

—Nos vendremos un rato cada uno. Ahí no es problema.

—No tengas cuidado —dijo Daniel—. Yo mismo me quedo. No tengo ganas de bañarme todavía.

—Venga, pues entonces nosotros a desnudarnos; hala, tú, Sebastián.

Se marcharon Fernando, Sebas y Miguel. Aún crecía el calor y tenían que moverse a menudo, porque el sol traspasaba la entrerrama y se iban corriendo las sombras en el suelo. Alguien dijo:

—¿Y adónde va este río?, ¿sabéis alguno adónde va?

—A la mar, como todos —le contestaba Santos.

—¡Qué gracioso! Hasta ahí ya llegamos. Quiero decir que por dónde pasa.

—Pues tengo entendido que coge el Henares, ahí por bajo de San Fernando; luego sé que va a dar al Tajo, muy lejos ya; por Aranjuez y por Illescas debe ser.

—Di, tú, ¿no es este mismo el que viene de Torrelaguna?

—No lo sé; creo que sí. Sé que nace en la sierra.

Al otro lado no había árboles. Veían, desde lo tibio de la sombra, unos pocos arbustos en la misma ribera, y atrás el llano ciego, como una piel de liebre, calveándose al sol. El agua corría ya tan sólo por los ojos centrales del puente. Había dejado en seco los dos primeros tajamares, en la parte de allá. La sombra de aquellos arcos cobijaba otros grupos de gente, acampada en la arena, debajo de las bóvedas altísimas.

—Pues en guerra creo que hubo muchos muertos en este mismo río.

—Sí, hombre; ahí más arriba, en Paracuellos del Jarama, allí fue lo más gordo; pero el frente era toda la línea del río, hasta el mismo Titulcia.

—¿Titulcia?

—¿No has oído nombrar el pueblo ése? Un tío mío, un hermano de mi madre, cayó en esa ofensiva, justamente en Titulcia, por eso lo sé yo. Lo supimos cenando, no se me olvida.

—Pensar que esto era el frente —dijo Mely—, y que hubo tantos muertos.

—Digo. Y nosotros que nos bañamos tan tranquilos.

—Como si nada; y a lo mejor donde te metes ha habido ya un cadáver.

Lucita interrumpió:

—Ya vale. También son ganas de andar sacando cosas, ahora.

Volvían los otros tres; Miguel dijo:

—¿Qué es lo que habláis?

—Nada; Lucita, que no la gustan las historias de muertos.

—¿Y qué muertos son ésos?

—Los de cuando la guerra. Que estaba yo diciéndoles a éstos que aquí también hubo unos pocos y entre ellos un tío mío.

—Ya… Bueno, y a todo esto, ¿qué hora es?

—Las doce menos cinco.

—¿Entonces, qué? Vosotras, las mujeres, ya podíais ir pensando también en desnudaros. Y tú, Daniel, ¿qué decides por fin?, ¿te quedas aquí al cuidado?

El Dani se volvió:

—¿Eh? Sí, sí; de momento me quedo; me bañaré luego más tarde.

Sebastián se había puesto a dar brincos y hacer cabriolas; ponía contra el suelo las palmas de sus manos e intentaba girar todo el cuerpo, con los pies hacia arriba; dio un grito como Tarzán.

—¿Qué hace ese loco? —dijo Carmen.

—Nada; se siente indígena.

—Unos cuantos tornillos le faltan.

Ahora se había ido rodando y dando brincos hasta el agua y la había probado con un pie; volvía muy contento.

—¡Chico, cómo está el agua!

—¿Que cómo está de qué?

—De buena. Está fenómeno.

—¿Caliente?

—Caliente, no; lo justo, lo ideal. No sé qué hacéis vosotras que no estáis ya con el traje de baño. ¡Venga ya! Yo no puedo esperarme ni cinco minutos siquiera. No aguanto más.

Empezaron las chicas a moverse; se levantaban con pereza. Sebas corría otra vez; tuvo un lío con un perro, al que había tropezado. Le acosaba a ladridos. Sebastián retiraba las piernas, como con miedo de que le fuese a hincar los dientes en la carne desnuda. Se reían los otros desde el grupo y Fernando azuzaba: «¡Anda con él!». Un señor gordo, con la tripa de Buda, un ombligo profundo y velloso, acudía hacia Sebas, cubriéndose la espalda con una toalla de colores al salir de la sombra. Llamó a su perro.

—¡Oro!, ¡ven acá, Oro!, ¡obedece, Oro!, ¡Oro bonito! No se preocupe, no le hace nada. No ha mordido jamás. ¡Oro! ¿Qué te he dicho? ¡Estate quieto, Oro!…

Le movía la correa muy cerca, sin quererle pegar, y el animal acabó cediendo. El hombre sonrió a Sebastián y se alejaba de nuevo hacia su grupo.

—Debía de haberte mordido, eso es. Me hubiera alegrado, fíjate.

—¿Por qué, mujer?

—Para que aprendas a no hacer el ganso.

—Hija, no creo que eso moleste a nadie. Fue el perrito, además, el que empezó.

—A mí es a la que me molesta. Me molesta el que tengas que ser las miradas de toda la gente.

—¡Qué tontería! Anda, anda, vete con ellas, que acabéis cuanto antes, a ver si nos bañamos de una vez.

Sebas volvió a sentarse, jadeando, mientras su novia se alejaba hacia las otras chicas. Miguel dobló muy bien sus pantalones y ordenaba sus cosas, al pie de un árbol.

—Tú, Daniel; aquí te queda lo mío todo junto, ¿me oyes?

El otro volvió la cara con desgana.

—Bueno.

Ahora Santos y Tito ensayaban boxeo entre los árboles. Miguel miraba todo el corro deshecho, la ropa y los zapatos de los otros, sin orden.

—Mira, Sebas, si quieres puedes poner aquí tus cosas, al lado de lo mío.

Le señalaba el sitio, junto al tronco.

—¿Y qué más da?

—Ah, no; por si querías; mejor quedaba ahí… Vamos, a mí me lo parece.

—Es igual, hombre; ahora no tengo ganas de levantarme.

Hizo Miguel un gesto resignado y seguía mirando las cosas dispersas por el suelo; vacilaba. Luego, de pronto, sin decir nada, se puso a recoger los montones de ropa de los otros y a trasladarlos junto al tronco y colocar cosa por cosa, hasta que todo quedó como lo suyo.

—¿No está mejor así?

Sebastián se volvía distraído.

—¿Eh? Ah, sí; de esta manera está mejor —cambió de tono—. Oye: y Santos, ¿qué tal anda?

Señaló con la mano hacia los árboles, donde Santos, que estaba con Fernando y con Tito, casi había ido a caerse, boxeando, encima de las cosas de una familia. «¡Me rompen el botijo, ¿y luego qué?!», les decía la señora.

—¡Qué morena estás tú! ¿Qué has hecho para ponerte tan morena?

Dos de ellas sostenían el albornoz de Santos, como una cortina, mientras las otras se desnudaban detrás.

—No te creas, que no he tomado casi el sol.

—Pues hija, se te pega en seguida. Yo, en cambio, para cuando quiera estar morena, ya se marchó el verano.

Las que tenían el albornoz miraban dentro los cuerpos y los trajes de baño de las otras, que iban apareciendo tras los vestidos caídos.

—Está muy bien, oye; ¿y dónde lo compraste?

—En Sepu; ¿cuánto dirás?

—No sé, ¿doscientas?

—Menos, ciento sesenta y cinco.

—Barato; si hasta parece de lana. Agarra de aquí tú ahora. A mí me va a dar vergüenza, porque estoy muy blanquita.

Mely y Paulina estaban ya fuera, con los trajes de baño, y se miraban mutuamente.

—Daros prisa vosotras.

Querían ir todas juntas hacia los chicos. Luci tenía un traje de baño de lana negra. Las otras dos estaban más morenas y tenían bañadores de cretona estampada, todos fruncidos con elásticos. El de Mely era verde. Después no sabían qué hacer y se miraban unas a otras, dubitantes, recogiendo las ropas. Se comparaban entre sí con las miradas, reían y alborotaban y se ajustaban los bañadores una y otra vez.

—¡Chicas, esperar; no os vayáis por delante!

Ya se iban riendo a pequeños gritos y Alicia y Mely se decían algo al oído y las demás querían saber de qué se reían así. Luego Carmen y Luci se venían escondiendo entre las otras y Alicia se dio cuenta y retirándose a un lado cogió a Lucita por un pulso y la echaba adelante. Entonces Luci pegó una espantada y se ocultaba detrás de un tronco.

—Qué boba eres; ven acá.

—¿Qué le pasa a Lucita? —preguntaba Fernando.

—La da vergüenza porque está muy blanca.

—¡Qué tontería!

Pero ahora le daba todavía más vergüenza tener que aparecer ella sola a la mirada de todos. Se reía, toda colorada, asomaba la cara tras el chopo.

—Iros, iros vosotras; yo saldré detrás.

Tito gritó de repente:

—¡A por ella!

Fernando, Santos y Sebas arrancaron corriendo tras de Tito y gritando hacia el árbol donde estaba Luci; ella huyó un poco, regateó hacia el agua, pero al fin entre los cuatro la alcanzaron y la derribaron y luego la cogían por las cuatro extremidades, mientras ella gritaba y se debatía. La llevaban al agua. Miguel y las otras chicas lo veían desde la sombra de los árboles. Gritaba Luci:

—¡Soltarme, soltarme! ¡No me mojéis de pronto! ¡No, noo, socorro…!

No se entendía si reía o si lloraba. Se contentaron con mojarla un poquito y la depositaron en la orilla.

—¡Qué brutos sois! ¡A poco me dislocáis una muñeca!

Tito volvió a acercarse.

—¡Pobrecita hija mía! —dijo en tono chungo—. Trae a ver. Yo te curo, bonita. ¿No quieres que te cure?

Ella se retiraba bruscamente.

—¡Déjame! ¡Tú has tenido la culpa! Sois unos salvajes, ya está.

Tito imitó la voz de niña que Lucita ponía:

—Son muy brutos, ¿verdad, cariño? ¿Los pego? Ahora mismo los pego… ¡Toma, toma! ¡Por malos!

Se reía.

—Sí, encima la guasa.

—Anda, Luci, guapita; fuera bromas ahora; no te enfades tú. ¿Te pedimos perdón…? ¡A pedirle perdón a Lucita todo el mundo! ¡De rodillas!

—Venga, sí.

Se arrodillaron riendo los cuatro, delante de Luci, y ella los evitaba. Pero los otros la siguieron, andando de rodillas, las manos juntas, fingiendo una burlona compunción. Ella miraba en torno, a la gente, para ver si los estaban observando.

—Cuidado que sois gansos —sonreía azorada—. No deis el espectáculo, ahora.

Luego metió un pie en el río y salpicó hacia ellos.

—¡Mirar que os salpico…!

Se levantaron gritando y se retiraban. Miguel y las otras chicas se habían acercado.

—Esas bromas, entre vosotros —dijo Mely—. Es muy fácil hacérselo a Lucita. Ya podréis, bárbaros.

Fue Sebas quien dio la voz, volviéndose hacia el agua bruscamente:

—¡Lo del último! ¡Ya sabéis…!

Todos se zambulleron: Miguel, Tito, Alicia, Fernando, Santos, Carmen, Paulina y Sebastián. Sólo Mely y Lucita quedaron en la orilla, viendo el estruendo de cuerpos, de gritos y de espuma.

—A mí es que me da como un poco de grima el cieno éste en los pies —dijo Mely—; me parece que va a haber algún bicho escondido.

*

Vagaba el humo por los campamentos. Se deshacía hacia las copas de los árboles, con un olor de guisos y de arbustos quemados. Hervía densamente una paella en el corro vecino y la mujer de negro se apartaba de las llamas y el humo que querían subirle a la cara. La veía Daniel afanarse, recogerse las puntas del pelo chamuscado. Le enseñaba las corvas, muy blancas bajo la tela negra igual que la sartén, cada vez que volvía a doblarse para hundir la cuchara en el espeso burbujeo. Llegó la niña, chorreando, con su traje de baño celeste. Le pasaba a la madre por el cuello aquel brazo delgado y brillante de agua y le besó el carrillo afogonado. «¡Ay, quita, hija mía; que me mojas…!». Y saltaron sus piernas desnudas por cerca del fuego. Recogió la correa del perro y escapaba hacia el agua. Los ojos de la madre la siguieron, sorteando los troncos, hasta que el flaco cuerpecillo se encendía, dorado, bajo el sol.

Allí, en la luz tostada y cegadora que quemaba los ojos, multitud de cabezas y de torsos en el agua rojiza, y miembros instantáneos que batían la corriente. Hervía toda una dislocada agitación de cuerpos a lo largo del río, con la estridencia de las voces y el eco, más arriba, de los gritos agigantados y metálicos bajo las bóvedas del puente. Un sol blanco y altísimo refulgía en la cima, como un espejito oscilante. Pero abajo la luz era roja y densa y ofuscada. Aplastaba la tierra como un pie gigantesco, espachurrando contra el suelo relieves y figuras. Ya Daniel se había puesto boca abajo y escondía la cara. Luego un estruendo nuevo, un rumor imprevisto y asordante, llegaba a sus oídos. Levantó de repente su cuerpo entumecido, y en la luz que cegaba sus ojos entrevió a las personas del río agitando los brazos. Saludaban al tren. Retumbaba en lo alto del puente, por encima de todo, con un largo fragor redoblante, con un innumerable ajetreado tableteo, que cubrió toda voz. Y pasaba de largo, dejándose atrás los adioses no oídos, los brazos levantados a los fugaces, incógnitos perfiles de sus cien ventanillas. El puente se quedó como temblando, tras el vagón de cola, recorrido por un escalofrío. Un silencio aturdido se poblaba de nuevo con las voces de antes. Veía Daniel a una mujer, en la orilla, las faldas remangadas por mitad de los muslos, enjabonando a un niño desnudo. Se iba desbaratando lentamente el ancho brazo de humo que el tren había dejado sobre el río.

*

Entraban dos; uno vestido de alguacil y el otro un tipo fuerte, en mangas de camisa, los sobacos teñidos de sudor. Dio una palmada en la espalda del hombre de los zapatos blancos.

—¿Qué es lo que pasa, barbero? ¿Qué muela le duele hoy?

—La del juicio —le respondía, afectando una sonrisa, y miró de soslayo al ventero—. Estábamos hablando de la vida.

—Pues me interesa, eso interesa siempre. Pero de eso, Mauricio sabe más que nosotros. Así está cada día más duro, ¿verdad que sí?

—¿Duro? ¿Duro de qué?

—Duro de perras. Demasiado lo sabes.

—Vaya por Dios; lo que es eso… ¿Qué tomáis?

—Cazalla del Clavel —se volvió el alguacil—. ¿Tú?

—De claveles ya es tarde. Mejor me tomo vino.

Tenía una voz tonta; había dejado quieta la última palabra, como un ruido, el sonido de algo. Sobrevino un silencio. Mauricio detuvo sus manos en el aire, como si hubiese olvidado lo que hacía. Se sentía el techo encima; parecía que se oían las tejas, crujiendo en lo alto, bajo el sol. Todo el campo se había aplastado, como la cara de una hogaza reciente, contra el recuadro de la puerta. No venían voces del río, ni del paso a nivel, ni de Coslada y San Fernando. Brillaban las botellas en las estanterías. En momentos así se pregunta: «¿Qué hora es?».

—He matado una cabra esta mañana.

—Las mismas doce en punto.

—Lo digo por si quieres una pata; te la mando a traer.

—¿Esta mañana? ¿Y cómo, si no era día de mate?

—Se desgració esta noche. Me mandaron razón a ver si la quería, y me quedé con ella. No iba a tenerlo al animalito sufriendo hasta mañana. ¿Qué? ¿Te interesa?

—Déjalo; no la iba a vender. Aquí todo el que viene se trae su merienda. Si algo piden son latas de aceitunas, aparte la bebida. Pero la cosa de guisado es extraño. Ya sabes que si hace falta no se lo cojo a otro.

—Ya, ya lo sé. Pues una carne bien buena; una cabrita de dos años, en todas sus gorduras. No es más que anoche se lo dejó el animalito atado en el corral y se conoce que se enredaría y se perniquebró.

—¿Pues de quién era?

—De Luis el de la Fonda. Tiene otras seis, pero no sabe, ca. No entiende una palabra de tener animales.

—Ah, eso ya lo sabemos. ¿Es que entiende de algo? Ése, sólo caprichos y ganas de enredar. Que si hoy me compro esto, que si mañana lo vuelvo a vender. Quiere hacer el dinero en dos días y por ahí va equivocado; ése no es el camino. Las cosas, tenerlas quietas y cuidarlas, para que te lleguen a producir. Ahí no vale de ser impacientes, buena gana. Los bienes no basta con tenerlos; también hay que saberlos explotar.

Asentía el alguacil con la cabeza, señalando a Mauricio como a palabras acertadas; corroboró:

—No que no basta, no. Además de eso, hay queee… —Hizo un gesto ampuloso con la mano. Mauricio se volvió a él:

—¡Anda éste! —le dijo—. ¡Pero qué sabrás tú! ¿Acaso has tenido algo alguna vez en tu vida…?

Lucio movió la cara a un lado para ver algo fuera, por entre las cabezas de los otros; señaló al cuadro de la puerta y dijo:

—Mirar: ésos también tienen carne, hoy domingo.

Todos miraron: no lejos, sobre las lomas amarillas, se veía una rueda de buitres en el cielo; un cono en espirales, con el vértice abajo, indicando en la tierra un punto fijo.

Mauricio habló:

—Vaya unas cosas que señala éste; no quiero ni mirarlo; sólo de imaginármelos se me revuelven las tripas.

—Son bichos asquerosos.

—Cada cual vive de lo que puede —dijo Lucio—. El mismo asco les debe dar a ellos lo que comemos nosotros. Eso según a lo que cada uno se acostumbra. Nosotros estamos enseñados a que son malas ciertas cosas y de ahí que las aborrecemos y nos da asco de ellas; pero igual podíamos estar enseñados de otra forma.

Mauricio se impacientaba:

—¡Vamos, quita de ahí! Por lo que más quieras. No vengas con disparates y cochinadas ahora; me vas a hacer que me ponga malo.

El carnicero se reía sonoramente.

El hombre de los zapatos blancos seguía mirando afuera, con ojos reflexivos.

Lucio insistió:

—Al fin y al cabo la diferencia no es tanta: nosotros la comemos dos días antes y ellos la comen dos días después.

El carnicero volvió a reír.

—¡Mira; si no te callas…! —amagaba Mauricio.

—Somos de carne, ¿no? ¿O es que tú estás compuesto de otra cosa? Y si no, que lo diga aquí. ¿Verdad usted? Dígaselo, ande; usted que es carnicero lo tiene que saber eso mejor que nadie.

Se reían. Entró a hablar el alguacil, tímido, con los ojos en chispas:

—Pues este invierno se comieron un gato; ¡ahí!, en esa misma mesa.

Señaló con el dedo; estaba como agitado por lo que decía:

—¡Ahí…!

Mauricio se encaraba con él:

—¿Qué dices tú?, ¿qué tiene que ver ahora?, ¿qué historia es la que inventas?

—¡Ahí! —repitió el otro—. A ti que era una liebre; pero era un gato, lo sé yo.

El hombre de los zapatos blancos se volvió hacia adentro y dijo sin reír:

—Que soltaran ahora en este cuarto todos los gatos y perros que nos comimos en la guerra. Me sabían entonces mejor que me sabe hoy la carne de vaca, y hoy sólo con que me los pusieran delante estoy seguro que arrojaría.

Lucio dijo:

—¿Lo ves, Mauricio? Eso abunda en lo mío; todo es cuestión de costumbre; cuando hay necesidad, de golpe te acostumbras a otra cosa.

El hombre de los zapatos blancos estaba otra vez mirando hacia los buitres. Las ruedas descendían del cielo limpio a sumergirse en aquel bajo estrato de aire polvoriento, hacia algo hediondo que freía en la tierra, como en el fondo de una inmensa sartén.

—Mira el barbero cómo te lo dice —seguía diciendo Lucio—. Ponnos un vaso, anda; no te disgustes hoy, que va a venir no sé cuánto personal. Con esa cara los espantas.

—¿Usted también quiere?

El hombre de los zapatos blancos se volvió:

—Dígame… Sí, ponga, ponga.

Y de nuevo miraba hacia afuera. El carnicero decía:

—A mí, cazalla, otra vez.

Mauricio puso las copas y el alguacil dio un sorbo, mirando hacia las chicas de los almanaques de colores. Mauricio se volvió, siguiendo la línea de sus ojos; dijo:

—¿Qué? ¿Te gustan?

—Sí —contestó el alguacil—; sí, me gustan, sí.

Se ponía nervioso al hablar, como si le recorriera un calambre; sonreía con los ojos menudos.

—Vaya, hombre —dijo Mauricio—, pues si tanto te gustan en pintura, qué no será con las de carne y hueso.

El carnicero replicó:

—¿A éste? Éste es de los que las prefieren pintadas. Capaz. ¿Verdad, tú? Ésas no pueden hacer daño.

—Pues hace bien —dijo Lucio—; así se quita de complicaciones.

El aludido los miraba sin saber qué decir. Insistió el carnicero, con malicia:

—Será porque alguna vez habrá salido escaldado.

—¿Yo…?

Bebió el vaso y forzó una enigmática sonrisa, arreglándose la gorra, como dando a entender que se equivocaban. Mauricio y el carnicero se reían, igual que de un niño. El hombre de los zapatos blancos apartaba de nuevo la vista de los buitres y se volvió a beber de su vaso; dijo:

—Ya podían enterrar esas carroñas.

El carnicero:

—¿Y quién se pone en este tiempo a excavar hoyos bajo el sol, con lo durísimo que está el terreno? ¿Quién quiere usted que se tome el trabajo, para una res que ya no sirve para nada? Bastante guerra dan los vivos, para que se ande nadie atareando con los muertos.

—Sería una medida de higiene, aunque no fuese otra cosa.

—¿Higiene? En el campo no existe la higiene. Eso está bien para las barberías. Pero en el campo la única higiene que puede haber, ya la ve usted: la hacen esos bichos.

—Sí, pues vaya una higiene que será.

—¿Cómo qué? Mañana mismo ya verá usted cómo está aquello completamente limpio. Se les puede tener todo el asco que se quiera, pero no son ningún bicho dañino. Al contrario: un beneficio es lo que hacen. Si no fuera por ellos ya teníamos carroña para un mes.

El hombre de los zapatos blancos se limitó a torcer la boca, dudoso, y se volvía de nuevo hacia la puerta. El alguacil asentía con la cabeza y señalaba al carnicero, en gesto de aprobación.

*

Mely nadaba muy patosa, salpicando. Se había puesto un gorrito de plástico en el pelo. Antes, Luci, en la orilla, le había dicho:

—¡Qué bien te está ese gorro! ¿Y dónde dices que lo compraste?

—Me lo trajo mi hermano de Marruecos.

—Es muy bueno; será americano.

—Creo que sí…

Luego se habían metido poco a poco las dos y se iban riendo, conforme el agua les subía por las piernas al vientre y la cintura. Se detenían, mirándose, y las risas les crecían y se les contagiaban, como en un cosquilleo nervioso. Se salpicaron y se agarraron, dando gritos, hasta que ambas estuvieron del todo mojadas, jadeantes de risa. Ahora se habían reunido con los otros, en un punto en que el agua les cubría poco más de la cintura. Sólo Alicia y Miguel, que nadaban mejor que los demás, se habían alejado corriente abajo, hacia la presa, donde estaba más hondo.

Todos hablaban y se llamaban a gritos, en el agua poblada y revuelta de gente, como si toda aquella creciente algarabía no fuese algo que ellos mismos formaban y aumentaban, sino el estrépito vivo del propio río, que les hacía gritar cada vez más, para entenderse unos a otros.

Luci estaba con Santos, Carmen y Paulina; los cuatro se habían cogido en corro, por los brazos, y subían y bajaban al compás, metiendo la cabeza y saltando después hacia arriba, entre espumas. Mely se había retirado un poco y estaba por su cuenta, haciendo esfuerzos para mejorarse en su manera de nadar. Tito y Fernando se reían de su empeño.

—¿Qué pasa? —les dijo ella—. ¡Sí que vosotros lo hacéis bien! Venga, marcharos ya de aquí, merluzos, no me deis la tabarra. No puede una…

Tito se burlaba:

—¡Quiere ser Esther Williams…! ¡Se lo ha creído…!

—¡¡Idiota!!

Tito se acercó a ella y la cogió por un tobillo y tiraba, riéndose.

—¡¡Suelta, asqueroso, suéltame…!! —gritaba Mely, agitando los brazos, para no hundir la cabeza.

Vino Fernando por detrás y saltó a las espaldas de Tito, hasta sumergirlo del todo. Mely, ya libre, miraba el forcejeo inestable de Fernando y adivinaba al otro debatiéndose por debajo del agua.

—¡Eso es! ¡Tenlo un rato! ¡Por idiota!

En seguida Fernando salió disparado hacia arriba, y apareció la cabeza de Tito, entre espuma.

—¡Me alegro! ¡Te está bien empleado! —le dijo Mely, mientras él respiraba tratando de recobrar todo el aire perdido.

Se volvió de repente.

—¡Fernando, Fernando, que te va por detrás…!

Se amasaron en una lucha alborotada y violenta; un remolino de sordos salpicones, donde se revolvían ambos cuerpos y aparecían y desaparecían los miembros resbaladizos, los músculos crispados y las cabezas que querían ansiosamente respirar. Mely al fin se asustó al ver la boca angustiosa de Fernando asomarse un momento en el borbollón, para volverse a sumergir.

—¡Santos! —gritó—. ¡Sebastián! ¡Que se van a hacer daño! ¡Venir!

Acudieron los otros y en seguida la lucha se deshizo. Ahora Tito y Fernando se miraban agotados, jadeantes y tosiendo, sin poder hablar; se frotaban el cuello y el pecho con las manos.

—¡Joroba! —les dijo Santos—. ¡Os las gastáis de aúpa!

Fernando lo miró de reojo y levantaba el dedo, señalando a Tito, pero aún no podía decir nada.

—A pique de haberse ahogado alguno de los dos —comentaba Paulina—. Parece que no sabéis lo que es el agua.

—Venían metiéndose conmigo —dijo Mely—; pero les ha salido el tiro por la culata.

Por fin Fernando pudo hablar:

—Ése… las gasta siempre así… No sabe la medida de las bromas…

—¡Fuiste tú el que empezaste! ¿Me iba yo a quedar quieto?

—Yo no te tuve casi nada. ¡Tú sí que eres un chulo piscina, que querías hacérselo a Mely!

—¿No vais a regañar ahora por esto? —terciaba Sebastián.

—Si es que este tío es una bestia —protestó Fernando—. No tiene ni noción. ¿Pues no se me pone a pelearse en el agua? Así claro que las pasamos moradas los dos y ya no hay forma de separarse, por la congoja que te entra de que quieres sacar la boca a toda costa y respirar… ¡El tío atontao…!

—Mira, Fernando, vamos a dejarlo, si tú quieres —dijo Tito—. Más vale que te calles.

—¡Pues no! ¡No me callo!

Se acercó a Tito y le gesticulaba contra el pecho.

—Tiene razón Fernando —dijo Mely. Sebas se interponía entre los dos.

—Venga ya —les decía—. Si estáis en paz. Dejarlo y no riñáis.

Tito miró hacia Mely, resentido.

—¡Sí, señor! —reforzaba Fernando—. Además, no me vuelvas a dirigir la palabra en todo el día.

—Descuida, hijo, ni tampoco en un mes —dijo Tito.

Y ponía una cara triste y se dio media vuelta y se alejaba hacia la orilla, ayudándose por el agua con las manos.

—¡Naturalmente! —dijo Fernando hacia los otros.

Paulina miraba a Tito alejarse y decía con pena:

—¡Mira tú que bobada…! No sé por qué teníais que reñir esta mañana, tan a gusto que veníamos todos… Meter la pata y nada más.

—Eso él. A mí no me lo digas.

—Claro que sí —dijo Mely—; fue el imbécil de Tito el que…

Santos la interrumpía:

—Pues tú tampoco no malmetas a nadie. Siempre te gusta meter cizaña; parece que la gozas.

—Yo no meto cizaña, ¿sabes? Tito me vino a molestar. Y a mí ni ése ni nadie me pone las manitas encima, ¿te enteras?

—Bueno, hija, bueno —cortaba Santos—; a mí no me grites. Yo no entro ni salgo. Allá vosotros.

—Pues por eso.

Fernando y ella se apartaron.

—Ésta está cada día más tonta —le decía Santos a Carmen—; se lo tiene creído.

—Ya te lo he dicho yo. No es la primera vez. Siempre se cree que andan todos a vueltas con ella. Y además es lo que la gusta; lo está deseando.

—Es una escandalosa. Y una repipi como la copa un pino. No la aguanto, palabra.

—Ni yo.

Se reunieron con Luci, Paulina y Sebastián.

—¡Venga, a formar el corro como antes!

—Llamar a Tito, oye —dijo Luci.

—Dejarlo; ése ya no viene. Se ha cabreado.

—¿Pero con nosotros?

—Con todos, más o menos.

—¡Pobre chico! —decía Lucita—. No lo debíamos de haber dejado marcharse así.

Y lo buscaba con los ojos por toda la orilla. Ahora el Buda aquel gordo estaba allí con su hija y enjabonaban al perro Oro, que se debatía entre sus manos.

Fernando y Mely se habían alejado aguas abajo, hacia Miguel y su novia. Pero ya el agua les tocaba por los hombros y Mely no se atrevía a pasar más allá.

—¡Ali! —gritaba—. ¡Alicia!

Contestó Alicia con un grito jovial, agitando la mano.

—¿Cubre ahí, donde estáis?

—¡Sí, cubre un poco! —contestaba Alicia—. ¡No vengas si te da miedo!

—¡Di que no, Mely! —dijo Miguel—. ¡No os dé reparo de venir; así os soltáis!

Mely denegó con la cabeza y le decía a Fernando:

—Yo no voy, tú; tengo miedo cansarme.

Luego gritó de nuevo hacia Alicia y Miguel:

—¡Oye, venir vosotros! ¡Os tenemos que contar una cosa!

—Cotilla —dijo Fernando—. ¿Ya se lo vas a soltar todo entero? Pues vaya cosa importante que van a oír.

—Tonto, si es nada más para que vengan.

Fernando se sonreía:

—Sí, sí, para que vengan… Eres, hija mía, de lo que no hay. En cuanto se te antoja eres capaz de poner en movimiento a media humanidad. Pero, hija, luego tienes ese don, que le caes en gracia a la gente, y uno no puede por menos de aguantarte las cosas.

—¿Ah, sí? —decía ella afectando un tono reticente—. ¿Tantas cosas me tenéis que aguantar?

—¡Cómo te gusta que te lo digan!, ¿eh? Lo que te halaga a ti que te cuente estas cosas…

—¿A mí?

—No disimules, ahora, vamos; que ya te has puesto en evidencia.

—¡Huy qué odioso! —decía medio picada y delatando una sonrisa—. ¡Qué odioso te sabes poner, hijo mío, cuando te ríes con esa risa de conejo que te sale! ¡Hiii! ¡Me da una rabia que es que te mataba, fíjate! —le sacudía la cara delante, apretando los dientes y guiñando los ojos—. ¡Hiii, qué risa de conejo! —y se reía ella misma, divirtiéndose con su propia rabia—. ¡Tonto, odioso! Ya vienen éstos…

Ahora Santos se divertía con el miedo de Carmen, porque la había arrastrado hasta un punto en el que apenas los hombros le sobresalían.

—¡Mirar ésta, el canguelo que tiene! —les gritaba riendo a los otros.

La chica se le agarraba con ambas manos y estiraba el cuello, como queriendo apartarse del agua cuanto podía.

—¡Chulo, eres un chulo, ya está! ¡Ay, aquí cubre, Santos; ay, no me sueltes, me cubre!

Se retrepaba toda hacia Santos, abrazada a sus hombros.

—Si encoges las rodillas, claro. Pon los pies en el suelo, mujer, verás cómo no te cubre. ¡Me estás clavando las uñas! No hay que tener tanto miedo.

—Eres un chulo, te diviertes conmigo, y llamas a los demás para que se rían —protestaba con un tono caprichoso—. ¡Yo me quiero salir!

Los otros tres estaban detrás de ellos, y Sebastián nadaba en círculos, torpemente, formando mucho alboroto de espuma y tropezando de continuo con las gentes que llenaban el río. Había un niño, en los brazos de su padre, que lloraba y pataleaba con alaridos de terror, al sentirse tan cerca del agua, y el padre se limitaba a rociarle la cabeza y decirle constantemente: «Ya, ya, hijo mío, ya…». Paulina y Luci lo miraban.

—¡Qué críos! No sé qué empeño de bañarlos.

—A mí me está dando frío —dijo Luci—. Llevamos mucho rato; ¿nos salimos?

—Espera a ver qué hace Sebas.

Lo buscó con la vista, entre toda la gente.

—Allí va —dijo Luci—; míralo. Se marcha donde aquéllos.

Se alejaba nadando hacia Miguel y los otros.

—Sólo por el escándalo que mete ya sabes por dónde va —comentaba Paulina—. No hay una sola persona en todo el río que forme la cuarta parte de espuma que va formando él. Ni el Cuin Mery, hija mía. Vámonos.

Se encontraron a Tito, tendido al sol en un claro de árboles. Se acercaron.

—¿Qué haces?

—Al sol. ¿Ya os salís?

—Nosotras sí —dijo Luci—. ¿Te molestamos tomar el sol aquí contigo?

—Qué tonterías se te ocurren, Lucita.

—No lo sé… A lo mejor te gustaba estar solo.

Se había puesto colorada.

—¡Qué ideas!

Paulina y Luci se tendieron a su lado.

—Ahora sí que gusta el sol —dijo Paulina.

—Poco dura. Yo ya empiezo a sentirlo. Es sólo al pronto de salir.

—¿Y qué hace el Dani? ¿Has ido adonde él?

—Allí sigue. Me acerco a por el tabaco, y fritito; ni se movió.

Paulina dijo:

—¡Venir al río para eso!…

*

Un perrito amarillo entró de pronto, rozando los pantalones del hombre de los zapatos blancos, y empezó a hacerles fiestas a todos, alegre y cimbreante, como queriendo saludar. Luego se puso en el quicio y miraba afuera y estaba inquieto; hacía sonar la cola contra la última tabla del mostrador.

—Cuidado el perrito éste —dijo Mauricio—, lo revoltoso que es.

—Se parece a su amo —observó el carnicero—; tiene las mismas maneras que el Chamarís.

—Todos los perros acaban pareciéndose a los amos —terciaba Lucio—; en todavía tengo yo la señal del muerdo que me atizó uno negro que tuvo mi cuñada.

El carnicero se echó a reír sonoramente.

—¡Tiene un golpe! —decía.

El perrito volvió a alborotar; entraban dos hombres; puso el hocico contra los pantalones del hombre de los zapatos blancos y husmeaba.

—Muy buenos días tengan ustedes.

El hombre de los zapatos blancos se había vuelto al notar el hocico en su pierna.

—¡Azufre, quieto! —gritaba el amo. Y el perro se compuso.

—¿Qué hay? —dijo Mauricio.

—Mucho calor. ¿Habrá traído usted cerveza?

—Está en el hielo desde la mañana.

—Así me gusta.

—Hay que esperar a que sea domingo, para tomar aquí cerveza.

—Ah, eso si ustedes quieren la traigo a diario; con tal que se comprometan a consumirme una caja en el día. De la otra forma, nada; luego pierden presión y ya no me las toman.

—¿De quién es esa moto de ahí afuera? —preguntó el que había entrado con el amo del perro.

—De unos muchachos de Madrid que han venido a pasar el domingo.

—Me parecía la del médico de Torrejón. Es de la misma marca.

—Yo no distingo —dijo Mauricio—; me parecen todas iguales. Es un cacharro que a mí…

—Pues una moto está bien —le replicaba el carnicero—. Para el que tenga que desplazarse por carretera, le va estupendamente. Vas rápido y vas cómodo. Como pudiera uno meterla a campo traviesa, verías qué pronto la cambiaba un servidor por el caballo; no lo pensaba más.

—Con bastante dinero encima tendría que ser.

Mauricio hizo un guiño y declaró:

—Éste lo tiene.

—Diga usted, Aniano, ¿a cómo vendrá costando una moto de ésas?

—Pues… Una Dekauve de este modelo, con sus cinco caballos, transmisión sin cadena; desde luego cara…

—Eche usted un cálculo aproximado.

—De treinta y cinco a cuarenta billetes; depende el uso.

—Pues eso —comentó el carnicero—; cinco veces lo que viene a costar un caballo. Claro. ¿No dice usted que son cinco los que tiene?

—Sí, señor, cinco.

—Ahí está —dijo Lucio—; igual te cuestan los de carne que los de acero. Caballos son al fin y al cabo tanto los unos como los otros.

Aniano corrigió:

—Cuidado, usted; que no se trata de caballos de acero, sino caballos de vapor.

—Pues de vapor, lo que usted quiera; para el caso es lo mismo.

El alguacil comentaba agitado:

—Será como si la moto tuviera cinco caballos encerrados en el motor —se reía—; por eso mete ese escándalo al andar. Y cuantos más caballos tenga, más escándalo. Una que tenga ciento, fíjate —sacudía los dedos—, ¡la que armaría!

Aniano se aflojó la corbata; traía un trajecillo claro, rozado en las bocamangas, y un lapicero amarillo con capucha le asomaba en el bolsillo superior; la piel del cuello le sudaba y se pasó los dedos. El Chamarís venía con una especie de sahariana gris claro, con cremallera por el pecho; la cremallera estaba abierta hasta abajo y la camisa desabrochada al tercer botón; enseñaba una muñequera de cuero en el pulso de la mano derecha y la alianza en el dedo anular. De pronto dijo:

—Ahí va tabaco, señores.

Ofreció a Lucio una petaca oscura. Aniano, más bien bajito, se apoyaba de espaldas, con ambos codos, en el mostrador; miraba al fondo, la alacena de pino y un cromo tras la cabeza del alguacil; eran conejos, melones, y una paloma muerta, sobre un tapete. El alguacil se creía que Aniano lo miraba, vaciló, se echó a un lado; luego él también miró hacia el fondo, al ver que Aniano seguía con los ojos allí. Acaso fue a decir algo de los cromos, pero Aniano cambió de postura y cogió el vaso de cerveza del mostrador.

Ahora entraron las dos mujeres, que ya volvían de San Fernando, cargadas. Justina se acercó a Lucio y le entregaba el tabaco; le dijo:

—La cajetilla.

—¿No le dará a usted calor la cazalla? —le preguntaba Aniano al carnicero.

—Ca; la cerveza es lo que da más calor, contrariamente a lo que se piensa. Cuanta más tomas, más te pide el cuerpo, y acaba uno aguachinado —le pasó la petaca—. Tenga.

—También puede ser cierto —comentó el Chamarís—. Es como el baño: hay veces que a mí me da por echarme a bañar en el río, más por aseo que por otra cosa, y lo que digo, en el pronto parece que refresca, pero después acabas sudando todavía más.

El alguacil seguía con los ojos la petaca de mano en mano. Ahora Aniano se la daba a Mauricio.

—Gracias, lo acabo de tirar —señaló al suelo con la barbilla—. Déle a Carmelo.

Y el alguacil recogió la petaca con un diminuto alborozo, igual que un niño al que le dan un dulce.

—Bueno, echaremos un pito… —decía chasqueando la lengua.

—Las cosas se combaten con ellas mismas —dijo Lucio—; el frío con frío y el calor con calor. No hay más que ver que en el invierno te restriegas la cara con nieve y se te pone en seguida igual que una amapola, de puro colorada y abrasando. No hay nada como eso para entrar en reacción. Lo mismo le pasa a él con la cazalla; se ve que lo inmuniza de calores.

—¿Y usted entonces, por qué no la toma, imitando el ejemplo de aquí?

Lucio se tocó el vientre, señalando:

—Ay, amigo, yo no tengo esa salud. La gata no le gusta la cazalla; dice que no. Buena se pone de rabiosa; se me lía a arañar y a morder, ni que la pisaran el rabo.

El Chamarís sonreía:

—¿Usted también? —le dijo—. ¿Usted también con úlcera?

Lucio asintió.

—Choque esos cinco —proseguía el Chamarís, y se estrecharon la mano—. Pues mire, la otra tarde en Coslada, salió esta misma conversación, y estuvimos echando la cuenta, por curiosidad, a ver cuántos eran los que conocíamos en el pueblo ulcerados de estómago. Pues bueno, dese cuenta que estábamos sólo cuatro, ¿y cuántos dirá usted que nos salieron? Eche un cálculo a ver: diga usted un número a voleo.

Ya se iba a guardar, distraído, la petaca que Carmelo le había devuelto, pero éste le dio en la manga y señalaba levantando las cejas hacia el hombre de los zapatos blancos que seguía de espaldas en el quicio, mirando hacia los buitres. El Chamarís se le acercó; le tocaba en el hombro con la petaca.

—Fume usted…

El hombre de los zapatos blancos se volvía.

—Ande, que no sé qué le pasa hoy. Parece que lo veo con pocas ganas de alternar. Déjese ya de mirar para afuera y atienda usted aquí a nosotros; estese al tanto y se distrae con la charla.

El otro se limitó a torcer la boca en una turbia sonrisa y recogió la petaca diciendo:

—Gracias, no crea que estamos hoy… Le cogeré un cigarro, vaya.

El Chamarís volvió al centro del corro.

—Bueno, a ver, señor Lucio —le dijo—; ¿cuántas úlceras le echa usted por fin, que contamos nosotros en Coslada el otro día?

—Pues yo no sé… ¿Quizás una docena?

El Chamarís le dio en el hombro y recalcando sus palabras, deletreó:

—¡Diecisiete! Nada menos que diecisiete úlceras de estómago. ¿Qué le parece?, ¿eh?

Casi agresivo se ponía.

—No está mal, no señor. No es mal promedio. Pues no crea usted que en San Fernando no habrá otras tantas, si es que no hay más.

El carnicero rompió a reír:

—¡Eso! Ahora echar un concurso entre los dos pueblos, a ver en cuál hay más úlceras de los dos. ¡La ocurrencia! Miren, si además está aquí hasta el Aniano, para que les redacte el reglamento, como cuando las fiestas. ¿Eh?, ¿qué tal?

—Usted se ríe —le decía el Chamarís—. ¡Qué bien se ven los toros desde la barrera! Como tuviera usted una úlcera, o una gata, como muy propio lo dice aquí el señor Lucio, mordiéndole por dentro, entonces ya me lo diría usted. No se reiría tanto. Y aborrecía usted la cazalla, pero rápido.

—Ca; si con eso se viven muchos años. Otras cosas hay peores.

—Vas aguantando mientras te cuidas —dijo Lucio—; pero el día que menos te lo piensas, te sobreviene una perforación que te manda a las habas. Con la gata poquitas bromas. Es un bichito que no juega.

—Y que se priva uno de mucho. Y dolores y latas y el mal humor que se cría.

—Muchas molestias, desde luego, muchas molestias —confirmaba Lucio.

—Vamos Lucio, no me venga usted ahora… Como que usted se priva de algo. Si bebe al cabo del día más que ninguno de nosotros. Ahora hacerse la víctima aquí.

—Ah, eso yo, porque me da ya lo mismo vivir diez años más que cinco menos. Para lo que hemos quedado, a estas alturas. Cuanto antes le quite el estorbo a mi cuñada —se reía entre dientes—. Ahí tienen ustedes una que no se la pasa por la imaginación el decirme siquiera un día y aunque nada más fuese de cumplido: «Cuídate, Lucio». No se le ocurre a ella tal cosa, ¡se le iba a ocurrir!

—Ya salió aquello —dijo Mauricio—. Hacía ya un rato que no sacabas a la cuñada. Ya le tocaba darle otra pasadita. No la podías dejar quieta tanto tiempo seguido. Me extrañaba.

Los otros se reían.

*