5

La Ferrel estaba suspendida en el espacio. El suave fulgor de los motores de sus cuatro estilizadas barquillas bañaban de luz los ajados contornos del platillo principal con sus hileras y más hileras de oscurecidas ventanillas sin vida.

Picard estudió la escena desde la comodidad y seguridad de su asiento de capitán en el puente de la Enterprise. Lo flanqueaban el primer oficial y la consejera de la nave.

—¿Está seguro, número uno? —preguntó Picard, dubitativo, como si reexaminara la imagen de la pantalla.

Riker se encogió de hombros.

—Apenas si puedo creerlo yo mismo, pero Logan jura que los motores de la Ferrel pueden mantener plena potencia de impulso hasta llegar a la Base Estelar Diez de Zendi. —Extendió un dedo para recorrer la línea de los daños—. El campo de energía que se contrajo rodeó el casco principal y hundió el platillo sobre sí mismo, pero las barquillas quedaron intactas. Nuestros equipos de mantenimiento han sellado los accesos que conducían a la sección dañada y se concentraron en restablecer la operatividad básica a las áreas restantes. No tendrán gravedad, ni síntesis de alimentos, ni ninguna comodidad propiamente dicha, pero los mantendrá con vida.

—No es la idea que tengo yo de una buena travesía. —Geordi habló en un susurro, pero el capitán oyó su observación.

—Estoy de acuerdo, señor LaForge. Ahora que los miembros de la tripulación de la Ferrel han visto sus alojamientos, puede que reconsideren la decisión tomada. Teniente Yar, abra una conexión de audio con la otra nave estelar.

A pesar de los esfuerzos del ingeniero Logan, la sección de comunicaciones del platillo estaba todavía demasiado dañada como para permitir el contacto visual.

—Canal abierto, capitán.

—¿Aún está decidido a continuar con esto, D’Amelio?

—El capitán Manin regresará a casa en su propia nave. No aceptaremos ninguna otra cosa —repuso la voz del primer oficial que flotó desde lo alto.

La consejera Troi se inclinó para acercarse más al capitán y le susurró algo.

—Están decididos a permanecer en su propia nave, pero no sólo para honrar a su capitán. Están ansiosos por poner fin a su relación con el embajador Deelor.

Picard comprendía el sentimiento demasiado bien.

—Como usted quiera, comandante. La Ferrel tiene libertad para marcharse. Y que tengan la mejor de las suertes en su viaje.

La crepitación de la electricidad estática le confirió a la apagada risa de respuesta una aspereza innatural.

—No malgaste su suerte con nosotros, capitán Picard. Usted la necesitará más.

La Ferrel partió sin mayor dilación. Un breve estremecimiento sacudió la deformada estructura, y luego ésta se lanzó a un avance lento que recogió la pantalla frontal de la Enterprise. Picard observó cómo salió la imagen del marco de la pantalla, con una creciente sensación de intranquilidad, sin sentirse seguro de si su preocupación era por la maltrecha Ferrel o por su propia nave. Las palabras de despedida de D’Amelio resonaron en su mente como una sirena de alerta.

La Enterprise había demostrado su valía como nave de batalla en varias ocasiones, pero su misión básica era pacífica. A diferencia de sus destinos previos en la Flota, esta nave estelar llevaba familias a bordo. Picard había necesitado semanas para habituarse a la visión de los niños caminando por los corredores. Eran el símbolo más llamativo de los desplazamientos de población colona. Y su presencia lo turbaba. Constituían un recordatorio constante de que sus responsabilidades habían sido alteradas, pues se les había añadido mayor complejidad, mayores implicaciones. Con una nave como la Stargazer, Picard no habría vacilado en intentar el rescate de los cautivos de Hamlin, pero la Enterprise era diferente. ¿Cuál era ahora su deber? ¿Podría él, en conciencia, arriesgar el millar de vidas que había a bordo de esta nave por esos niños olvidados hacía mucho? Y lo más problemático, ¿tenía el capitán voz o voto alguno en el asunto?

—Capitán —dijo Data desde el timón—, he calculado la trayectoria de la nave choraii según las lecturas de nuestros sensores. Curso entrado. —Aguardó, expectante, más órdenes. Si sintió alguna sorpresa ante la vacilación de Picard, no la demostró.

—Adelante, factor hiperespacial cuatro, señor LaForge —ordenó el capitán al fin. Había esperado hasta que la decisión fuera de verdad suya, no del embajador. El resultado fue, en definitiva, el mismo. Aún iba a haber diferencias—. Riker, reúna a la tripulación del puente en mi sala de reuniones. Teniente Yar, informe al embajador Deelor de que estamos preparados para comenzar la reunión.

Las dependencias de visitantes eran espaciosas, incluso lujosas después de los pequeños alojamientos de la Ferrel, pero el embajador estaba demasiado preocupado como para hacer una comparación y a Ruthe no le importaba.

Deelor estudió su reflejo en el espejo del dormitorio, valorando con ojo crítico la línea de su uniforme negro. Deelor no era un hombre vanidoso, pero comprendía que los detalles ayudan a subrayar la autoridad. Cualquier defecto podía debilitar su imagen, y por ende, su posición.

Satisfecho, desvió la atención al reflejo de la mujer que se encontraba detrás de él.

—También tú necesitas ropa nueva.

—No —replicó Ruthe, y se enroscó en la cama, arrapándose más con su capa. La prenda había sido limpiada, pero la tela estaba gastada y el original color oscuro se había desteñido hasta un gris claro y por zonas descolorido.

Deelor la conocía lo bastante bien como para dejar el tema. Volvió al asunto principal.

—Y deja que sea yo quien hable durante la reunión.

El rostro de ella asomó por entre los pliegues de tela.

—Siempre lo hago. Bueno, casi siempre.

—Sí, pero son las veces en que no lo haces las que me preocupan. Picard no es un estúpido; el más leve desliz y saltará. Así que es muy importante… —Avanzó hasta Ruthe, que una vez más se había acurrucado en una informe bola. Sentándose en la cama junto a ella, continuó—. Es muy importante, por el bien de nosotros dos, que no averigüe nada más que lo que yo quiero que sepa.

—Entonces, ¿por qué hablar con él? —preguntó ella con voz ensordecida.

—No lo haría si no tuviera que hacerlo. —Le tiró con suavidad de un codo—. Vamos. Están esperándonos.

Desde su lugar junto a la puerta, Picard observó mientras la sala de reuniones se llenaba con los miembros de la tripulación del puente. El teniente Worf fue el primero en desfilar ante el capitán. Escogió un asiento lateral —quería tener una pared a sus espaldas—. El klingon fue seguido por Data y Geordi; el androide tomó el control del panel de acceso de la computadora y Geordi se sentó junto a él.

—Llega usted temprano —observó Picard cuando la doctora Crusher transpuso el umbral.

—Ya pasa.

—Tenga, lea esto mientras esperamos a que comience la reunión. —Le tendió a la doctora el informe médico de Hamlin que le había proporcionado Deelor. La doctora aceptó el legajo y con él en la mano ocupó un lugar en la mesa.

Tras una corta demora, llegó el segundo grupo. La doctora Crusher levantó los ojos de las páginas impresas a tiempo de ver a su hijo que entraba con Tasha Yar y Deanna Troi. Una mano se levantó en el aire para llamar a Wesley a su lado, pero se detuvo a tiempo. Picard se sintió divertido al verla disimular el movimiento mediante el truco de rascarse la punta de la nariz.

—¿Dónde está el embajador? —preguntó Riker al entrar. Llegaba a la hora exacta—. ¿Y Ruthe?

—Sí, siempre se mueven en pareja —observó Picard—. ¿Quién es ella? ¿Una ayudante, una agregada? —Términos sin significado, intercambiables, pero sin ellos la presencia de Ruthe resultaba inexplicable.

—¿Una amante? —propuso Riker—. Han rechazado las habitaciones separadas.

Picard se encogió de hombros.

—Por lo que a nosotros respecta, es su esposa.

La puerta se corrió al acabar esta última frase, dejando a la vista a Deelor y Ruthe en el umbral. Picard se preguntó cuánto habría escuchado el embajador de la conversación.

—Esto es inaceptable, capitán —dijo Deelor cuando vio el gran número de personas reunidas en la sala—. En especial el chico.

—No enviaré a mi tripulación a ésta ni a ninguna otra misión sin que comprendan plenamente la situación. Eso incluye al alférez Crusher. —Picard se desplazó a su sitio en la cabecera de la mesa—. Tengo la máxima confianza en la discreción de mis tripulantes.

Deelor expresó su insatisfacción frunciendo el entrecejo, pero no dijo nada más mientras ocupaba un asiento junto al capitán. Por el rabillo del ojo, Picard vio que Ruthe se alejaba de la silla que le había ofrecido Riker. Permaneció de pie en el fondo de la sala, confundiéndose con las grises sombras.

—Comencemos —urgió Deelor como si la tripulación le hubiese hecho esperar.

Picard le hizo una señal a Data para que activara la pantalla colocada a nivel en el centro de la mesa. Una nave de burbujas en miniatura apareció entre parpadeos, y finalmente la imagen se fijó.

—Hace quince años —comenzó Deelor sin mayor dilación—, un mercader ferengi encontró una nave choraii averiada, varada en el espacio. Sus reservas de cinc se habían agotado, dejando con ello inmovilizada a la nave. El ferengi, viendo la posibilidad de un ulterior beneficio, intercambió algunos kilos de ese metal por la única mercancía vendible que los choraii podían ofrecerle: cinco cautivos humanos. A su vez, ese ferengi ofreció esos seres humanos a la Federación a cambio de un significativo precio por cabeza. Fue entonces cuando por fin nos enteramos de la suerte corrida por los niños de Hamlin. Habían sido llevados a bordo de las naves choraii y mantenidos cautivos durante más de cuarenta años.

La voz sin inflexiones del hombre no podía despojar a la narración de su horror.

—Cinco supervivientes —dijo Picard—. Y cuarenta y dos niños desaparecidos. ¿Cuántos más se han recuperado desde entonces?

—Ocho más.

Un gruñido sordo surgió del lugar que ocupaba Worf. El resto de la tripulación dio expresión a su enojo de una forma menos directa, rebullendo en sus asientos e intercambiando miradas sombrías.

—Tienen que entender ustedes las dificultades con que nos enfrentamos —dijo Deelor—. Los choraii no tienen hogar aparte de sus naves, viajan en grupos independientes, cada nave es autónoma; no forman una entidad política cohesionada. Además de eso, los choraii son nómadas y viajan por amplias áreas de espacio no habitado, así que la Federación ha perdido la pista de sus naves durante varios años después de cada contacto o detección. Incluso después de que nos enteráramos de su reaparición en este sector, tardamos meses en localizarles y semanas de transmisiones interrumpidas antes de que pudiéramos persuadir a la nave de que se reuniera con nosotros para intercambiar algunos kilos de plomo por sus cautivos.

Yar interrumpió la explicación.

—Pero a ese ritmo, podrían tardarse otras cuatro décadas para recuperar al resto de los niños.

—Difícilmente pueden ser ya niños —dijo Data—. Dada la escala de edades en el momento del secuestro, incluso el más pequeño tendría la edad del capitán Picard.

Una sonrisa cruzó el rostro de la doctora Crusher, y Picard se preguntó si lo que le hacía gracia era el infalible instinto de Data para meter la pata en el plano social, o su propia reacción ante la poco halagadora frase.

Crusher, que había guardado una postura pensativa delatada tan sólo por los golpecitos de las yemas de sus dedos sobre las hojas, amplió el comentario del androide.

—Los historiales médicos de la colonia de Hamlin indican que los cautivos de más edad tendrían ahora alrededor de sesenta y cinco años. Eso, suponiendo que aún estén vivos después de cincuenta años de prisión en quién sabe qué condiciones.

Una voz que surgió del fondo de la sala atrajo la atención del grupo.

—Los choraii los han tratado bien.

Picard respondió vehemente a la observación de Ruthe.

—¡El cautiverio, por su propia naturaleza, es algo bárbaro!

—Sí, bueno, eso es verdad —se apresuró a decir Deelor—. Sin embargo, todos debemos recordar que es necesario contener nuestra natural hostilidad durante la segunda ronda de negociaciones o nos arriesgamos a que se rompan nuestros débiles lazos diplomáticos. Y los restantes cautivos quedarán perdidos para siempre.

La intensidad de su propia reacción había sorprendido a Picard, y vio esas mismas emociones reflejadas en los ojos de su tripulación. La matanza de Hamlin aún tocaba una herida en carne viva entre los oficiales de la Flota y, al parecer, el capitán no era ninguna excepción.

—Comprendido, embajador Deelor. Ni yo ni mi tripulación tenemos deseo alguno de poner en peligro el resultado de esta misión. Puede contar con nuestra plena cooperación durante el contacto que mantengamos con los choraii.

Ruthe volvió a hablar.

—Gracias, capitán.

Picard le dirigió una segunda y más atenta mirada a la mujer. Hasta ahora le había hecho sombra la fuerte personalidad de Deelor, pero su respuesta daba a entender que participaba activamente en la misión.

—Tendría que haber presentado antes a la intérprete Ruthe en esta reunión —dijo Deelor—. Ella llevara el peso de todas las comunicaciones con los choraii. —El supuesto embajador se puso de repente en pie—. Así pues, capitán, si usted y su tripulación simplemente cuidan de la tienda, por decirlo así, esta misión continuará sin tropiezos ni incidentes.

Ruthe lo siguió afuera de la sala sin que se lo indicara.

La salida del embajador y la intérprete había suscitado otra serie de movimientos intranquilos por parte de la tripulación reunida. Picard percibió la tensión reprimida y esperó el inevitable estallido de emociones.

—¡No puedo creer que vayamos a negociar con los alienígenas que realizaron la matanza de los mineros de Hamlin! —gritó Yar.

También Geordi reaccionó.

—Y encima van a sacar provecho de su agresión. Eso es una equivocación. Una equivocación completa.

—¿Es la venganza una respuesta correcta? —preguntó el capitán.

Se sintió complacido al ver que la teniente Yar refrenaba su rabia. Los otros miembros de la tripulación también dejaron de despotricar contra la misión.

La jefa de seguridad profirió un hondo suspiro.

—Recuperar a los niños es más importante.

—Todavía tengo unas cuantas preguntas que hacer, capitán —dijo Data. Su compostura establecía un acentuado contraste con la actitud mantenida por los oficiales humanos.

—Sí, Data, también yo —repuso Picard—. No obstante, parece que el embajador Deelor no está dispuesto a responderlas todavía. —Se puso en pie para dirigirles la palabra a los reunidos—. Sabemos que los choraii son capaces de destruir una nave estelar de clase «Constelación» y que estuvieron muy cerca de incapacitar a la Enterprise. Nuestra primera prioridad tiene que ser la de planificar una mejor defensa para el siguiente encuentro. Por el momento, tendrán que hacer ese esfuerzo con la poca información que poseemos.

La reunión quedó concluida y se disolvió en pequeños grupos que se encaminaban hacia sus puestos.

El capitán Picard salió de la sala de conferencias con la vaga intención de regresar a sus dependencias particulares, pero en cambio se encontró caminando junto a Beverly Crusher. Descartó la posibilidad de que este acto fuera otra cosa que casual. Al fin y al cabo, la doctora era lo más parecido a su igual en edad, así que resultaba natural buscar a veces su compañía.

Los corredores de la nave estaban muy transitados, así que el capitán y Crusher podían hablar sólo de temas generales de a bordo, pero una vez dentro de la relativa intimidad del despacho de ella, Picard abordó el tema de Hamlin con una revelación personal.

—¿Pesadillas? —exclamó la doctora.

—Oh, sí, durante años —respondió Picard—. Yo tenía una imaginación bastante activa que engendraba vividas imágenes de las sangrientas muertes de los niños desaparecidos. Y no me ayudaba que el matón del barrio me amenazara con enviarme en una nave hacia Hamlin, donde monstruos hambrientos aguardaban prestos para engullir a los niños que se dedicaban a incordiar. —El capitán aceptó la diversión de Crusher a su costa con sólo una punzada de embarazo—. Al fin y al cabo, en esa época yo sólo tenía cinco años y era bastante crédulo.

Dejando a un lado las hojas sueltas de los historiales médicos de Hamlin, la doctora Crusher apoyó una cadera contra el borde del escritorio.

—Y sin embargo, a pesar de esos miedos, se lanzó a navegar por el espacio.

Picard se contagió de la postura informal de ella. Apoyando la espalda contra el marco de la entrada, retrocedió mentalmente a través de los años.

—A pesar, o posiblemente a causa de esos miedos. Me cansé de estar atemorizado, de la tiranía del niño. Decidí enfrentarme con mis pesadillas.

—Es paradójico. Los niños no fueron asesinados, pero debido a que usted pensó que sí lo habían sido, tiene ahora una oportunidad de rescatarlos.

Picard recobró su más rígida postura.

—Yo no. No soy más que el tendero. Mi responsabilidad es llevar el puesto de comercio hasta el lugar de la transacción. Un mercader ferengi sería de mayor utilidad; al menos él podría regatear duramente con los choraii.

—Unas pocas libras de plomo es un precio bajo. El metal carece prácticamente de valor, es tóxico para nosotros. Podríamos prescindir con facilidad de cien veces esa cantidad.

—Sí, y si los choraii se hubieran molestado en pedir lo que necesitaban hace cincuenta años, los colonos de Hamlin estarían aún vivos. Más de un centenar de personas murieron, asesinadas como animales. Difícilmente puede decirse que el metal carezca de valor, doctora Crusher…, tiene un precio en sangre.

Lo distendido de su estado de ánimo de antes se había desvanecido por completo. Crusher recogió los papeles que había dejado a un lado.

—No tuve oportunidad de mencionar esto en la reunión, pero los historiales médicos proporcionados por Deelor son poco más que documentos históricos. No hacen mención alguna de la condición física de las personas que fueron devueltas, de hecho no aparece mención alguna de ellos. Si vamos a traer supervivientes a bordo, necesito tanta información reciente como pueda conseguir.

—Es una solicitud legítima —asintió Picard—. Pero por alguna razón sospecho que no va a ser tan sencillo como eso. Obtener respuestas del embajador Deelor es como intentar abrir una concha de esos mariscos que llamamos de Aldebarán. El resultado apenas vale el esfuerzo.

—Pero él quiere que esta misión tenga éxito. Tiene que darse cuenta de que sólo estamos tratando de ayudarle.

—Sí —contestó Picard—. Eso parecería obvio. Quizá sólo es un burócrata de mente estrecha que se aferra de forma obsesiva a la posición que le permite controlar el acceso a información clasificada como alto secreto. —El capitán comparó esa valoración con lo poco que había visto de Deelor en acción, y juzgó cómo encajaba. No, no encajaba bien—. O bien eso, o tiene algo que ocultar.

En la impunidad que le prestaba su camarote, con Ruthe dormida y segura en la habitación contigua, Deelor se embarcó en una inspección de la Enterprise guiada por la computadora. Su rango de embajador le permitía repasar las especificaciones de ingeniería de la nave sin dificultad ninguna, pero el sistema de computadora le puso obstáculos cuando solicitó los historiales de los miembros de la tripulación. Deelor respondió con un código de cinco dígitos que acalló toda oposición a su acceso y borró todo rastro de su intrusión.

Jean-Luc Picard fue su primer objetivo. Deelor ojeó el historial del capitán, pero la lista de distinciones se hizo tediosa, así que pasó a información más reciente. El obtener acceso al diario del capitán requería un código de siete dígitos. El estudio le proporcionó una idea bastante aproximada del carácter del capitán y una buena pista de cómo podía reaccionar el hombre ante las demandas de la situación presente. Picard era un oficial experimentado; claro que Deelor no había esperado nada menos del capitán de una nave de clase «Galaxia».

Dedicó menos tiempo al primer oficial William Riker y al teniente Data, pero su investigación a través de los historiales de ambos no fue por ello menos precisa. Un estudio de los otros tripulantes del puente podría esperar hasta más tarde.

Ruthe no despertó cuando Deelor recogió el cofre que descansaba sobre la cómoda que había junto a la cama. Ese cofre era el único objeto que había rescatado de la Ferrel. Le disgustaban las posesiones y estaba ansioso por librarse de su contenido. La computadora había establecido que Riker y Data estaban trabajando juntos en la sección científica, y se habían ofrecido a proporcionarle las indicaciones para llegar, pero Deelor declinó la información.

El llegar por sus propios medios al laboratorio científico le sirvió para poner a prueba su memorización del trazado de la nave. Deelor llegó al emplazamiento correcto sin dar un solo rodeo. En la Ferrel había recorrido una distancia equivalente en la oscuridad para alcanzar el puente, un trayecto que había salvado las vidas tanto de Ruthe como de él mismo. Un trance semejante podría surgir si los choraii ganaban el siguiente asalto. Deelor advirtió la sorpresa en el rostro de los oficiales cuando entró en la sala. La reacción de éstos le gustó. El ser predecible resultaba aburrido. Y peligroso.

—Riker, entrego esto a su cargo. —Deelor dejó caer el cofre sobre la mesa del laboratorio. El ruido del impacto delató su peso. Sacó el vocoder de un bolsillo de la chaqueta y se lo lanzó a Data. El tiempo de reacción del androide fue excelente—. Y eso es para usted, Data.

Riker examinó aquella pequeña arca con cuidado antes de abrirla. Deelor le concedió un punto más por su cautela.

—Plomo —dijo el primer oficial al encontrarse con las barras que había en el interior—. Alrededor de siete kilos.

—He traído de más por si acaso los choraii suben el precio de sus cautivos.

—¿Por qué tan poco? —preguntó Riker—. Incluso el metal altamente refinado es bastante barato.

—Nunca piden más de lo que necesitan —replicó Deelor—. Después de asolar todo Hamlin, los choraii probablemente se llevaron sólo ocho kilos de metal.

—Y ahora nosotros vamos a darles más.

—No vamos a dárselo, lo vamos a intercambiar.

Riker frunció el entrecejo para expresar su repugnancia, pero Data adoptó una expresión meramente inquisitiva.

—Dado su obvio progreso tecnológico, ¿por qué los choraii no han desarrollado sus propias técnicas de procesamiento? Los asteroides son una fuente abundante de los metales que buscan.

—Se debe a alguna clase de disputa política —explicó Deelor—. Parece que las naves con capacidades para la minería se han retirado del grupo que navega por estos sectores. La estructura social choraii es bastante complicada y conocemos muy pocos detalles de su funcionamiento. —Continuó con sus instrucciones antes de que Data pudiera demorarlo más. Deelor tenía otras obligaciones más apremiantes que la de satisfacer la curiosidad de un androide—. Primer oficial, mantenga este cofre en un lugar seguro cerca de la sala del transportador de forma que las barras puedan ser sacadas al momento.

—¿Qué hago con esto? —preguntó Data, levantando el instrumento que había atrapado en el aire.

—El vocoder contiene una grabación de las lecturas de los sensores que hizo la Ferrel de la nave choraii. Examínelo para ver si encuentra alguna información que pueda explicar su insólita tecnología armamentística. Espero un informe completo lo antes posible.

Riker se puso rígido.

—¿Está enterado el capitán Picard de estas instrucciones?

—Siéntanse en libertad de informarlo —contestó Deelor, y ejecutó su segunda desaparición súbita del día.