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Diario del capitán, suplemento:

Los acontecimientos que rodean la destrucción de la Ferrel continúan envueltos en el misterio. Hemos transportado a bordo a treinta tripulantes de un total de cuarenta y seis, número que contrasta con la dotación habitual de una nave semejante, por lo general centenares. Y ninguno de esos treinta quiere decirnos por qué su nave fue atacada.

La sala de descanso del puente había sido diseñada para proporcionarles una sensación de bienestar a aquellos que la utilizaban. Sillas acolchadas rodeaban una mesa ovalada de generosas proporciones; anchas lunetas circulares pespunteaban la pared exterior, las cuales proporcionaban un maravilloso panorama de enjoyadas estrellas. Una docena de personas podía sentarse en torno a la mesa sin sentirse apretadas; ahora entraron cuatro.

—Consejera, ¿se siente usted bien? —preguntó Picard.

Troi se había hundido en el consolador abrazo de una ancha silla e inmediatamente cerrado los ojos.

Sus negras pestañas aletearon y volvió a abrir los ojos.

—Estoy un poco cansada —admitió con renuencia—. Los contactos mantenidos con los granjeros y los sobrevivientes de la Ferrel han sido agotadores.

—Y no muy informativos —comentó Riker mientras él y Data daban la vuelta a la mesa—. Todos actúan como si nosotros fuéramos el enemigo.

Picard vio que Troi se tensaba al pasar el primer oficial por detrás de su asiento. La reacción le confirmó la sospecha de que ella era insólitamente sensible a los estados de ánimo de Riker. La fuerza de la presente frustración del hombre debía estar alterando el equilibrio emocional de ella.

—Comencemos el resumen —sugirió Picard, a la par que se apartaba de Troi para sentarse a la cabecera de la mesa. Se dio cuenta de que su propia impaciencia estaba, con mucha probabilidad, añadiendo más turbulencias al complejo emocional de ella.

—No entiendo lo que está sucediendo —dijo Riker con enojo mientras se acomodaba en su sitio—. Según el primer oficial, Deelor es un asesor de eficiencia destinado a la Ferrel para perfeccionar las operaciones y los procedimientos defensivos, pero según los historiales de personal de la Flota Estelar no es un miembro de la tripulación. Ni siquiera consta su nombre en el listado de a bordo.

—He realizado una comprobación completa de identidad por computadora —confirmó Data—, y no he conseguido nada. No hay constancia ninguna de un Andrew Deelor en la Flota Estelar ni en ninguna de las poblaciones civiles de la Federación en este sector.

—Y la tripulación de la Ferrel no quiere hablar de quién intentó matarlo ni por qué. Da la impresión de que estaban todos mirando para otro lado cuando le dispararon —dijo Riker mostrando desagrado—. Deanna, cuéntele al capitán lo que sintió.

Troi vaciló, estaba esforzándose por expresar en palabras las impresiones recogidas.

—Un tremendo conflicto de emociones contrapuestas. Tristeza por la muerte de su capitán; rabia, casi odio ante la mención del nombre de Deelor; y siempre la necesidad de secreto. Si saben algo, no lo admitirán, no sin una coacción considerable, no.

—Esto no es una investigación —replicó Picard, con un amonestador gesto de una mano—. Sin embargo, no puedo permitir que este incidente quede sin resolver. Tengo que saber qué le sucedió a la Ferrel, aunque sólo sea para proteger a la Enterprise. —Frunció el entrecejo ante la imagen no evocada de su propia nave desgajada y luego destrozada, sus tripulantes y pasajeros flotando entre los escombros—. ¿Qué hay de la otra civil, la mujer?

—Se llama Ruthe —contestó Riker. Profirió un suspiro de exasperación—. No quiere darnos un apellido y no quiere responder a ninguna otra pregunta. Se limita a repetir: «Pregúntenle a Deelor».

—El cual no se siente lo bastante fuerte como para mantener una larga conversación. —Tras el anuncio de la muerte de Manin, Deelor había desarrollado un conveniente estado de debilidad—. Sus heridas son reales, pero su debilidad es sospechosa. Creo que exagera, si no finge —comentó el capitán en tono severo—. De la misma forma en que D’Amelio estaba fingiendo sufrir un shock. Pero ¿por qué? ¿Qué están ocultando?

El mensaje de Yar que llegó por el intercomunicador interrumpió la reunión.

—La granjera Patrisha ha llamado al puente. Es la segunda vez. —La voz de la teniente estaba acerada por el fastidio—. Insiste en hablar personalmente con usted, capitán.

—Dígale… —Pero Picard volvió a pensarlo antes de acabar la frase. Volvió a comenzar—. Dígale que todo está bajo control y que me reuniré con ella tan pronto como mis deberes me lo permitan.

Cortó la conexión con una pulsación leve y rápida de un dedo.

—Los pasajeros, al igual que los niños, deben ser vistos y no oídos —dijo, sin dirigirse a nadie en particular. Apartando de su mente a los granjeros de Oregón, volvió al enigma—. Hamlin. Para mí, eso significa sólo una cosa…: la matanza de Hamlin. Yo era sólo un niño en esa época, pero recuerdo bien el incidente.

—Leí los informes en la Academia. —Riker captó la mirada interrogativa de Troi y le proporcionó una explicación—. Hamlin era una colonia minera emplazada en la frontera de la Federación. Hace cincuenta años informaron de un primer contacto con una raza alienígena desconocida, y luego todas las comunicaciones con ellos se interrumpieron de forma repentina. La siguiente nave de suministros que llegó a la colonia se encontró con que todos habían sido asesinados.

—No todos —corrigió Data—. Sólo los adultos. Los niños de la colonia habían desaparecido, claro que presumiblemente también morirían.

—Algunos dicen que devorados. —Picard murmuró las tenebrosas palabras como haciendo eco a una frase olvidada hacía mucho.

—Pregunta: ¿devorados quiere decir consumidos? ¿Como fuente alimenticia?

—Sí, bueno, los informes más exaltados mencionaban esa posibilidad. —Picard lamentó de inmediato el comentario e intentó desviar la atención sobre él. Se volvió a mirar a Riker—. ¿Podrían ser los alienígenas que atacaron a la Ferrel los mismos responsables de la matanza de Hamlin?

Pero Data no iba a abandonar el tema por una nueva línea de deducción.

—Tal vez la tripulación desaparecida de la nave estelar también fue devorada. Aunque varios centenares de cuerpos son muchos para una ingesta alimenticia.

Otra llamada de la teniente Yar salvó al capitán de tener que responder.

—¿Otra vez los granjeros? —preguntó Picard.

—No, señor. Estoy recibiendo una transmisión de la Base Estelar Diez de Zendi.

Riker se balanceó hacia atrás en el asiento, los brazos cruzados sobre el pecho.

—Han tardado mucho tiempo en respondernos, señor. El retraso habitual es de sólo unas horas, no de todo un día.

—Tanto si es tarde como si no, al menos obtendremos algunas respuestas de la almirante Zagráth —dijo Picard—. Pásela aquí, teniente.

—Aconsejo que reciba el mensaje en su oficina, señor. Transmisión codificada, código 47…, confidencial.

—El mensaje sólo duraba tres minutos —protestó Yar. Estaba reclinada sobre la barandilla del puente, a popa, contemplando la pared curva que los separaba de la sala de reuniones del capitán—. Pero hace siglos que está ahí dentro.

Data hizo girar el terminal de observación para encararse con los otros oficiales del puente.

—Diez minutos, doce segundos. No es un tiempo poco razonable para meditar sobre una transmisión confidencial. Es decir, si uno es humano.

—Yo llamo poco razonable a veinte minutos —dijo Geordi instantes después—. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces puede uno escuchar un mensaje de tres minutos?

—Seis coma seis, seis, seis, seis…

—Data —intervino Yar, interrumpiendo el cálculo del androide—. ¿Ha habido alguna actividad en el terminal del capitán?

—No según mi…

Riker sacudió la cabeza con gesto firme.

—Ya basta, Data. Hemos de respetar el secreto que imponen las ordenanzas. Sabremos qué sucede a su debido tiempo.

Después de esperar otros diez minutos, el primer oficial se volvió a mirar a Troi.

—Usted no ha dicho mucho sobre la ausencia del capitán. ¿No siente curiosidad?

—Ésa es una pregunta capciosa y usted lo sabe —contestó ella no sin cierta acritud—. ¿Qué ha sucedido con su respeto por las ordenanzas?

Tanto Geordi como Data se volvieron desde sus puestos y contemplaron en silencio a la consejera. Ella miró por encima de su cabeza y vio que Yar y Worf también la observaban. Troi suspiró pesadamente.

—Si insisten en saberlo, siento que está experimentando una tremenda cólera. Está intentando controlar su temperamento.

Ulteriores explicaciones fueron evitadas por el sonido de la puerta de la sala de reuniones al abrirse y cerrarse. Con el rostro despojado de toda emoción, Picard marchó rígido hasta el frente del puente. Se cuadró, la espalda vuelta hacia la pantalla, y tosió sonoramente como llamando al orden a una clase algo alterada. Con una voz inexpresiva y sin inflexiones, dirigió su discurso a un invisible punto del centro de la sala.

—Según las instrucciones del alto mando de la Flota Estelar, no se producirá ningún otro comentario entre los miembros de la tripulación respecto de los sucesos que hemos presenciado al responder a la llamada de socorro de la Ferrel. Todas las entradas del diario de a bordo y datos de los sensores referidos a la Ferrel y su atacante serán sellados. Confío en que todos y cada uno de ustedes sigan estas instrucciones al pie de la letra.

El trino de una llamada rompió el incómodo silencio que siguió al anuncio del capitán. Yar cortó el penetrante sonido mediante una pronta pulsación de un dedo sobre la consola de comunicaciones.

—Es de los granjeros de Oregón, capitán.

—Informe a la granjera Patrisha de que la veré ahora —contestó Picard imperturbable. Ya había llegado a la puerta del turboascensor, cuando se volvió y habló otra vez—: Data, queda usted al mando. Número uno, necesitaré su ayuda.

Riker no formuló ninguna pregunta mientras ascendían al centro del platillo. Manteniendo los ojos al frente, igualó la severa compostura del capitán con su propio porte marcial.

—Alto. —La repentina orden de Picard detuvo en seco el turboascensor. Una parpadeante alarma señaló la localización de ambos entre dos cubiertas—. Como primer oficial, merece usted conocer al menos una parte del contenido de la transmisión.

—De forma extraoficial, supongo —dijo Riker. Recorrió con los ojos la pequeña cabina—. El escenario de la reunión informativa es un poco heterodoxo.

La apretada línea de la boca de Picard se curvó levemente.

—Parece que el misterioso Andrew Deelor existe de verdad. Y en unas alturas muy enrarecidas. La almirante Zagráth lo llamó embajador. —Una tos seca delató su escepticismo—. Es posible, pero resulta más probable que pertenezca a la Inteligencia de la Flota.

—Eso podría explicar la reducida tripulación de la Ferrel. Máxima seguridad… y alto riesgo.

—Sí, pero probablemente nunca sabremos qué estaban haciendo en este sector. Toda la información relativa al incidente de la Ferrel ha sido cubierta por el velo del secreto. —Picard volvió a poner en movimiento el turboascensor—. En interés de la seguridad de la Federación.

La sencilla frase impelió a Riker a protestar.

—Pero, capitán, ésa es la más alta clasificación de seguridad que se utiliza.

—Exacto.

La puerta de la cabina del turboascensor se abrió deslizándose hacia un lado. La conversación había terminado.

Cuando el timbre de la puerta sonó, Patrisha respiró profundamente y se encaró con la entrada del camarote.

—Adelante —dijo en voz alta, y la puerta se recogió en una de las jambas.

«Qué gasto tan tonto de energía…», pensó, y luego hizo a un lado su censura para recibir a los dos hombres que entraban.

—Gracias por venir a verme, capitán —le dijo Patrisha al extraño de más edad. Nunca le habían presentado a Picard y todavía no conocía el significado de los distintivos de rango que tachonaban el cuello de los uniformes de la Flota Estelar, pero había aprendido a reconocer el aire de mando. Estos oficiales caminaban con una suficiencia desenvuelta característica, y este hombre era más altivo que cualquiera de los otros que había visto a bordo de la nave estelar. Se volvió a mirar al que no le era desconocido.

—Bienhallado sea otra vez, señor Riker.

—Después de demasiado tiempo, granjera Patrisha.

La sonrisa del hombre de menos edad era más cálida que la de su compañero, y Riker le había respondido con una frase hecha típica de los granjeros. Habría preferido continuar la conversación con él, pero ése no era el estilo de esta gente. Había que guardar el debido respeto a las rígidas jerarquías.

—Tengo entendido que se sintieron ustedes inquietos por nuestra alerta —comentó Picard.

—Toda la comunidad está tremendamente preocupada por el reciente acontecimiento —reconoció Patrisha. El capitán había abordado el motivo del encuentro un tanto bruscamente; claro que ella tampoco sentía deseo alguno de prolongar la conversación—. Me limito a expresar una opinión compartida.

—Sí, eso parece —contestó Picard, y dirigió una fugaz mirada hacia la otra habitación del camarote.

Patrisha se sonrojó ante el irónico comentario. El capitán había oído el roce de los cuerpos y las voces susurrantes que provenían de detrás de la pared. Ella ocultó la violencia que sentía haciendo una declaración de principios.

—Capitán Picard, nosotros somos gente pacífica.

—Si nuestro reciente encuentro ha trastornado a alguien, lo lamento —dijo Picard, aunque ella no detectó disculpa alguna ni en el tono ni en el gesto—. Por favor, asegúrele a su gente que no corrieron peligro en ningún momento, y que la nave atacante ha abandonado este sector.

—Ése no es el asunto, capitán. Nosotros no queremos vernos envueltos en acciones militares.

—Comprendo perfectamente su preocupación. De todas formas, se solicitó que la Enterprise ayudara a una nave en apuros. En este caso en particular, la ayuda requería una demostración de fuerza. Lamentable, sí, pero necesaria. Reemprenderemos pronto nuestro viaje hacia Nueva Oregón, muy pronto.

—¿Pero por qué continuamos demorándonos? —insistió Patrisha. Si ella tenía que proteger su comunidad, y no cabía duda de que ninguno de los otros granjeros se atrevía a enfrentarse con el capitán, formularía las preguntas necesarias.

Riker le respondió.

—Estamos realizando labores de asistencia técnica y socorro de la nave dañada y su tripulación con el objeto de que puedan regresar a la Base Estelar Diez de Zendi.

Patrisha se daba cuenta de que la paciencia de Picard estaba agotándose por la forma en que él cambiaba el peso de uno a otro pie. Tenía el mismo aspecto que Dnnys, dispuesto a salir disparado por la puerta en cuanto se hubiesen satisfecho las cortesías mínimas. En cualquier caso, no se le ocurrían más preguntas.

—No permitan que los mantenga apartados de su trabajo durante más tiempo.

Ésta era la tradicional frase que los granjeros empleaban para dar una conversación por terminada, pero Picard se quedó inmóvil, como si de pronto se diera cuenta de su exhibición de impaciencia.

—Por favor, llame a la consejera Troi si tiene necesidad de asistencia en el futuro.

—Estaré encantada de hacerlo —respondió Patrisha cortésmente mientras acompañaba a los dos hombres hacia la salida. Suspiró aliviada cuando la puerta del camarote se cerró y los extraños hubieron abandonado su dominio y regresado al que les correspondía. Segundos más tarde se abrió rápidamente una puerta detrás de ella.

—Han dejado el tufo de su tecnología en el aire —comentó Dolora, olfateando de forma ostensible mientras atravesaba la habitación.

—Oh, por favor —gimió Patrisha, pero su voz quedó ahogada por el parloteo de voces quejumbrosas que se acercaba. Más granjeros salieron de su escondite.

—Eres demasiado acomodaticia —declaró Tomás con su ampulosidad habitual—. No pueden retenernos aquí en contra de nuestra voluntad.

—Al contrario, no tenemos elección —lo contradijo Patrisha—. De todas maneras, el capitán Picard ha tenido el suficiente tacto para no señalarlo. —Sólo Tomás podía hacerla enfadar lo bastante como para defender a un extraño.

Dolora apuntó con un dedo en dirección al corredor.

—Es un atropello, y el gobierno de Grzydc debe ser informado del tratamiento dado a sus ciudadanos.

—Ellos nunca nos trataron mejor —gruñó otra mujer.

Un hombre que se encontraba en el otro extremo de la habitación, gritó:

—Los forasteros no conocen el significado del respeto. No puede esperarse decencia de ninguno de ellos.

El rebatir utilizando argumentos razonables hasta hacer callar a los granjeros sólo le serviría para malgastar aliento. Patrisha se dejó caer en un sofá y cerró la mente al recital de agravios reales e imaginarios. El guión había sido repetido una y otra vez, con variaciones menores, desde que comenzó el viaje de un año de duración hacia Nueva Oregón, y no resultaba menos tedioso por su familiaridad.

—Los granjeros han aceptado la demora con bastante más calma de la que yo esperaba —observó Picard después de que él y Riker hubieran salido de las dependencias de los pasajeros. Su primer oficial no era dado a quejarse, pero las noticias de los temperamentales alborotos de los colonos le habían llegado.

—Esa granjera en particular se lo tomó a bien —comentó Riker de mala gana mientras caminaban por el corredor—. Pero, por otro lado, a estas alturas deben estar resignados a las demoras. El grupo aguardó durante casi un mes en la Base Estelar Diez antes de que nos asignaran su traslado. Su mundo de origen utilizó su influencia diplomática para subir al grupo a bordo de la Enterprise.

—No pensaba que Grzydc tuviera influencia alguna —dijo el capitán cuando entraban en el turboascensor.

Riker lo dirigió hacia el puente.

—Según Wesley, el gobierno de Grzydc ha pagado por el nuevo territorio de los granjeros.

—Los territorios de conformación terrícola son muy caros —comentó Picard, pensativo—. Me sorprende que un mundo pobre en recursos como Grzydc se muestre tan ansioso por ayudar a un grupo de ciudadanos naturalizados.

Riker sonrió con tristeza.

—Puede que haya sido un precio bajo por sacarlos del planeta.

El turboascensor aminoró la velocidad hasta detenerse. Picard y su primer oficial salieron al puente y se encontraron en medio de un acalorado enfrentamiento entre la jefa de seguridad Yar y Andrew Deelor. Yar dejó de gritar cuando entró el capitán y se cuadró; Deelor metió los apretados puños en los bolsillos de la chaqueta azul de médico que llevaba. La mujer ataviada con una capa a la que sólo se conocía como Ruthe, se hallaba de pie al lado de él, impasible ante la agitación de hacía tan sólo unos segundos.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Picard.

Le dirigió la palabra a la teniente Yar, pero en realidad su atención estaba concentrada sobre Deelor. Los detalles de la apariencia del hombre se habían desdibujado desde el breve encuentro en la enfermería. El embajador tenía un rostro anodino, ni apuesto ni feo, que resultaba fácil olvidar. Era de estatura media y constitución corriente, en general, un hombre que no se distinguía en nada.

—El embajador Deelor se niega a abandonar el puente como se le ha solicitado. —Yar utilizó el título que en teoría correspondía al hombre, pero la desconfianza respecto a la autenticidad del mismo resultaba obvia—. Estaba a punto de llamar a un destacamento de seguridad para que lo escoltara hasta su camarote.

—Ha actuado usted correctamente, teniente Yar. —Picard se volvió a mirar a Deelor y su compañera—. A los pasajeros no se les permite acceder al puente sin mi expresa autorización.

—Yo no soy un pasajero corriente —recalcó Deelor.

—Es evidente que no. —La sonrisa de Picard no se reflejó en sus ojos—. Se ha recobrado usted de un modo notable de sus heridas, embajador.

—La doctora Crusher es un médico muy capaz. Me siento mucho mejor. —Sacó las manos de los bolsillos de la chaqueta y dejó los brazos laxos paralelos a sus flancos, pero la tensión de sus hombros no desapareció.

—Bien. En ese caso se encontrará en disposición de responder a algunas de mis preguntas. —Picard condujo a los dos por la rampa del puente hasta la entrada de su sala de reuniones. Él y Riker los siguieron al interior de la habitación, pero Deelor negó con la cabeza ante la presencia del primer oficial.

—Será mejor que hablemos a solas, capitán. —No fingió en absoluto estar haciendo una solicitud. Era una orden.

—Como usted quiera, embajador. —Picard le hizo a Riker un gesto para que obedeciera.

Ruthe, en apariencia insensible a la callada tensión que había en la sala, contempló fascinada a los peces león que nadaban en el acuario de la pared. Riker la rodeó y se marchó con paso vivo. Cuando la puerta se hubo cerrado, Picard se adelantó a sus huéspedes para ocupar su sitio tras el escritorio, con la luneta de estribor a la espalda. Permaneció de pie, los dedos de las manos apoyados apenas sobre la pulida superficie de la mesa.

—La almirante Zagráth dejó claro que debo abstenerme de toda pesquisa sobre el ataque contra la Ferrel. ¿Significa eso que también debo abandonar la investigación sobre el ataque del que usted fue objeto?

—No hubo ningún ataque, capitán —dijo Deelor con calma—. Mi herida fue un accidente.

—Me alegra oír eso. En ese caso, estará completamente a salvo a bordo de la Ferrel en su viaje de regreso a la Base Estelar Diez de Zendi. Por supuesto, los alojamientos serán un poco primitivos con treinta personas apiñadas en las áreas operativas de ingeniería, pero el viaje debería tardar sólo ocho o nueve semanas.

Una sonrisa torcida se tensó entre las comisuras de la boca de Deelor.

Touché, capitán, pero pongamos fin a nuestra sesión de esgrima. Usted ya sabe demasiado, aunque no lo suficiente.

El embajador arrastró una silla hasta un lado del escritorio y se sentó. Se inclinó hacia atrás hasta hallar un ángulo cómodo. Picard ocupó su propio asiento, pero se mantuvo cuidadosamente erguido. No se dejó engañar por la pretensión de informalidad.

—No tengo ninguna intención de regresar a la Ferrel —admitió Deelor—. Como usted ha señalado, el viaje sería bastante incómodo y tedioso. Los temperamentos pueden irritarse bajo las tensiones del confinamiento.

—La tripulación de la Ferrel le odia. ¿Por qué?

—Porque yo tenía el mando de la misión por encima de su capitán. Y porque subestimé el poder de nuestro adversario. Como probablemente usted habrá deducido, los alienígenas que nos atacaron son también responsables del desafortunado incidente del planeta Hamlin.

—La matanza de Hamlin —dijo Picard con voz inexpresiva. Esas palabras aún le perturbaban el ánimo—. Trescientas personas fueron asesinadas sin razón. Semejante carnicería suele considerarse como algo más que un «incidente».

Las cejas de Deelor se alzaron.

—Veo que no tendré que resumirle los detalles.

—¿Qué sabe usted de esos alienígenas?

—Se denominan a sí mismos como los choraii.

—Los choraii —repitió Picard con lentitud. Así pues, el enemigo tenía ahora un nombre—. Y éste no fue un encuentro fortuito.

—Oh, no. Han hecho falta meses de transmisiones para acordar el encuentro entre la Ferrel y una nave choraii. —Deelor hizo una pausa, inseguro. Cuando volvió a hablar, sus modales arrogantes habían desaparecido—. Yo estaba preparado para acciones hostiles por parte de los choraii, para poner a prueba nuestras defensas. Era esencial que la Ferrel desplegara recursos ofensivos semejantes a los de ellos, lo bastante efectivos y contundentes como para ganarnos su respeto, aunque no demasiado como para asustarlos y que huyeran.

—¿Qué salió mal? —lo instó Picard.

—Yo calculé mal, me contuve durante demasiado tiempo. Los choraii interpretaron eso como debilidad y se nos echaron encima para destruirnos. Su red energética fue una sorpresa. Nuestras reservas de energía no eran capaces de resistir la presión del campo más allá de unas horas. Una dura lección, pero valiosa. La próxima vez, con la Enterprise, tendré éxito.

Las palmas abiertas de Picard se estrellaron contra la superficie del escritorio.

—¡Con mi nave no!

—Tengo la autoridad suficiente como para anular su mando. ¿O es que la almirante no le contó eso? —La arrogancia de Deelor había regresado.

Picard recurrió a treinta años de disciplina en la Flota para reprimir el impulso de cubrir de un salto la distancia que los separaba y enseñarle físicamente al embajador cuál era su sitio.

—Sí, así se me informó —dijo al fin. Esa parte concreta de la transmisión le había despertado una rabia que aún podía sentir ardiendo en su interior—. ¿Y cuál es, si puedo preguntarle, el propósito de su contacto con los choraii?

La capitulación ante la autoridad añadió un aire vanidoso al rostro de Deelor. Picard pudo sentir que su propia mandíbula se contraía por reacción. ¡Quién pudiera borrar esa sonrisa!

—Los choraii precisan diversos metales: cinc, oro, platino, plomo. Es evidente que carecen de la capacidad para refinar los minerales que se encuentran en los asteroides. Si conviene, matarán para obtener lo que necesitan, pero mi misión es la de persuadirlos de que en lugar de eso entren en negociaciones con vistas a realizar un intercambio.

—¡Un intercambio! —gritó Picard furioso—. ¿Intercambiar con qué? ¿Qué tienen ellos que podríamos querer nosotros?

Ruthe avanzó, saliendo del segundo término.

—Los niños de Hamlin.