3

El capitán Manin pasó por encima de los movedizos escombros que una vez habían sido el puente de la Ferrel. Oía los gemidos y toses secas de los tripulantes moribundos, pero no podía verlos a través del humo y los remolinos de polvillo metálico. Quedaba menos de un minuto para que finalizara su última misión, pero los segundos se extendían ante él como una eternidad. Había intentado ahorrarles a todos el dolor de una destrucción prolongada. Deelor lo había detenido. Manin refrenó su furia; no tenía tiempo que perder.

Buscando un asidero a ciegas, la mano del capitán rozó un cuerpo; la piel estaba fría al tacto. Los dedos palparon el contorno de la figura caída y finalmente recorrieron el delgado tallo de una antena. Sólo un miembro de la especie andoriana había estado en el puente, cosa que establecía la identidad de la oficial muerta. Tras desearle un buen vuelo, a cualquiera que fuese el mundo del más allá al que iba de camino la piloto, Manin se alejó lentamente del timón en busca de su asiento de mando. Cuando llegara la muerte, la recibiría allí. Dio otro paso y su bota se encontró con algo blando.

Ese algo le respondió con otro puntapié.

—Lárguese. No quiero compañía —dijo Ruthe, y luego estalló en un ataque de tos.

Su irritación era absurda en esas circunstancias, y Manin estaba aún lo bastante despierto como para apreciar lo ridículo de la situación. La risa le hizo subir un borbotón de sangre a la boca. Se enjugó el hilillo que le escapó de los labios. Si la intérprete estaba allí, el cuerpo de Deelor no se hallaba muy lejos.

—Una muerte por rayo fásico es limpia, Deelor —dijo el capitán en voz baja—. Tuvo una buena muerte.

Las estrellas se desdibujaron y desplazaron ante los ojos de la tripulación del puente al agrandar Data la imagen de la Ferrel en la pantalla. Picard y su primer oficial se hallaban de pie en el puente, el uno junto al otro, contemplando la agonía de la Ferrel. La matriz energética había desaparecido demasiado tarde para evitar la destrucción final de la nave estelar. Riker se removía inquieto mientras el casco metálico de la nave compatriota se sacudía y estremecía, a la par que las estructuras de soporte se derrumbaban.

El capitán fue el primero en hablar.

Merde. No llegaremos a tiempo. Nos llevará al menos veinte minutos el transportar a toda…

—Va a reventar —anunció LaForge desde el timón.

Un penacho de vapor blanco salió despedido del vientre del platillo, dispersándose instantáneamente en el vacío del espacio. Espejeantes escombros, como envueltos en rocío, empezaron a girar rápidamente alrededor del exterior del casco de la nave.

—Worf, que salgan todas las lanzaderas —ordenó alzando la voz Picard. Sabía que semejante intento de rescate sería inútil, pero había que hacerlo—. Data, concentre un barrido de sondeo de corto alcance alrededor de la Ferrel. Podría haber sobrevivientes entre los escombros.

—No es necesario, capitán —anunció Tasha Yar—. El jefe de la sala de transportadores informa de que la tripulación está a bordo. —Hizo una pausa, desconcertada por la cuenta—. Treinta.

Picard sintió el impacto de las palabras de ella exactamente como un golpe. Treinta vidas de una tripulación de centenares. Había perdido la Stargazer nueve años antes —conocía ese dolor—, pero su tripulación no había perecido junto con la nave. Se volvió hacia Riker y vio su propia alarma reflejada en los ojos del primer oficial; cualquiera que aceptara las responsabilidades del mando era consciente de tales riesgos. Picard sabía que era mejor no demorarse en el desastre. El miedo podía convertirse en terror paralizante.

—Número uno, busque en la sala del transportador. Encuentre al capitán o al oficial de más alta graduación entre los supervivientes, y haga que se presente aquí de inmediato.

El cumplimiento de la orden acabaría con el papel del primer oficial como observador impotente.

—De inmediato, capitán —contestó Riker, avanzando a buen paso hacia la salida.

La misión de rescate estaba lejos de haber concluido, pero Picard podía sentir que el punto culminante de la crítica situación había pasado. Durante la batalla, su atención había estado muy concentrada; su mente había dejado fuera toda distracción. Ya no. El ritmo de staccato de la alerta roja se volvía más irritante a cada segundo. Era también un recordatorio de un conflicto sin resolver.

—Teniente Yar, ¿a qué distancia ha llegado ya la nave hostil?

—Según mis sensores, la nave alienígena parece haber desaparecido, capitán, está fuera del alcance de los sensores.

La afirmación de Tasha Yar suscitó una protesta de LaForge desde su puesto del timón.

—Pero, Tasha, no puede haber salido ya del sector; en tan poco tiempo, no.

—La matriz ha dejado una nube ionizada de energía residual —observó Data con interés—. Está descomponiéndose aceleradamente, pero las lecturas de los sensores podrían haberse visto afectadas.

—¿Qué información obtuvo de la matriz energética que nos arrojaron encima? —preguntó Picard. Esta trampa la habían desbaratado, pero puede que de la siguiente no consiguieran escapar con tanta facilidad. El capitán tenía la inquietante sensación de que era probable otro encuentro.

—El campo no operaba como un dispositivo tractor estándar, pero considerando la inusitada estructura de la nave alienígena, no es irrazonable suponer que este adversario posee una tecnología más avanzada o radicalmente diferente.

—Una trampa mejor —reflexionó Picard.

—No, señor, un rayo tractor mejor.

Picard prefirió no responder al comentario. También decidió reprimir la sonrisa al captar el suspiro de desespero de Geordi. El rostro de Data se arrugó con perplejidad ante la inarticulada crítica, pero pareció incapaz de detectar qué había ocurrido.

—Yar, ponga fin al estado de alarma —ordenó Picard. Por si la ausencia de la nave alienígena resultara ser la calma anterior a la tormenta, él aprovecharía la tregua.

La jefa de seguridad tecleó suavemente la orden. Las luces rojas se apagaron, pero la expresión preocupada permaneció en el rostro de ella.

El capitán se puso en pie para dirigirle la palabra a su tripulación.

—Gracias por sus informes y comentarios. Dada la posibilidad de un nuevo ataque, estoy seguro de que permanecerán especialmente vigilantes a pesar de la calma de la situación actual.

Si volvían a ser atacados, él tenía poca base para construir una defensa eficaz. Picard les concedía a los oficiales del puente amplia libertad para dar sus opiniones, pero también sabía poner límites a sus especulaciones. Necesitaba hechos, no teorías.

Deanna Troi estudió los rostros impasibles de los granjeros de Oregón reunidos en el camarote. El clamor enmudeció en cuanto ella transpuso el umbral. Como mínimo, su entrada había cambiado el espectro emocional de los que estaban en la habitación. La agitación había cedido ahora paso a la sospecha.

—Soy la consejera Troi. —Sonrió en un intento de reducir la creciente ola de resentimiento hacia la tripulación y hacia ella como representante más cercano—. El puente informa de que se han sentido ustedes alarmados por…

—¡Su sed de batallas nos está poniendo en peligro!

Varios de los granjeros que se encontraban de pie se apartaron a un lado para dejar a la vista a un hombre robusto de barba muy corta. Se parecía mucho a los demás hombres de la habitación, pero tenía cierto aire engreído.

—La lucha debe cesar de inmediato. Yo lo exijo.

—No estamos en guerra —protestó Troi—. Esto es sólo…

—¡Embustera! —gritó una mujer que estaba junto al hombre. Era flaca y de mucha más edad, pero a pesar de la diferencia de estatura y años ambos tenían un parecido de familia—. Las máquinas autosuficientes de ustedes han revelado la infamia de sus actos. ¡Escuche!

En el silencio que siguió a la orden de la mujer, la monótona voz de las instrucciones de alerta de la computadora pudo por fin ser oída por todos.

«En este momento estamos trabados en combate con un agente hostil. Por favor, permanezcan en sus camarotes hasta que haya cesado la señal de alerta roja».

Troi tomó nota mental de revisar con Data las comunicaciones a los pasajeros del sistema de la computadora. La insistencia de él en la exactitud no redundaba precisamente en bien de los pasajeros. Sin duda, un mensaje más diplomático y menos informativo habría reducido los temores de éstos.

—El mensaje es sólo una precaución —dijo Troi—. Nos hemos encontrado con una nave desconocida. La imposibilidad de comunicamos con ellos ha originado un malentendido que pronto quedará aclarado.

Para su alivio, la señal de alerta roja se apagó como obedeciendo a sus palabras. El siguiente mensaje de la computadora fue más tranquilizador.

«La alerta roja ha concluido. Pueden reanudar sus actividades normales».

Otra granjera dio un paso al frente, una a la que Troi reconoció como la madre de Dnnys. Las facciones de Patrisha eran demasiado enérgicas como para llamarla bonita y demasiado impresionantes como para decir que carecían de atractivo. Su pelo entrecano estaba entrelazado en una sola trenza que le caía hasta la cintura. Los años de duro trabajo le habían dejado ásperas las manos y engrosado su complexión; pero pese a ésta se conducía con aplomo.

—Gracias por su visita, consejera Troi.

Su ocasional interlocutora acababa de proferir una obvia frase de despedida. Aunque Troi no pudo detectar ninguna animosidad personal por parte de la mujer, la hostilidad de los otros granjeros no había decrecido. Al sentir que si permanecía allí sólo exacerbaría aún más a los pasajeros, Troi se marchó en silencio.

—¡No deberíamos habernos marchado nunca de Grzydc! —dijo Tomás en cuanto se hubo marchado la intrusa. En su enfado se pellizcaba los mechones de la barba.

—No se nos ofreció la opción de quedarnos —le recordó Patrisha, aunque sabía que Tomás no tenía ningún interés en discutir su éxodo de ese planeta. Demasiados de los presentes en esta habitación eran conscientes de los constantes desacuerdos con el gobierno de Grzydc que habían contribuido a las fricciones entre los granjeros y su mundo de adopción.

—Alguien tiene que hablar con el capitán respecto a esta temeridad. —La declaración del hombre fue acogida con un murmullo de consentimiento por parte de varios granjeros—. Hay que hacer que sea consciente de nuestra posición.

Uno de fuera podría haber supuesto que Tomás estaba ofreciéndose para realizar dicha tarea, pero Patrisha lo conocía mejor. De alguna forma, para el momento en que se hubiera alcanzado un consenso, ella habría sido elegida como delegada. Podía negarse, por supuesto; pero, a su manera, Patrisha era tan predecible como los demás granjeros. Antes que permitir que Tomás se enemistara con una autoridad más, ella tomaría la responsabilidad sobre sí.

Andrew Deelor había yacido de espaldas, mirando hacia el cielo indistinto durante lo que pareció un centenar de años antes de reunir las fuerzas suficientes como para volver la cabeza.

—El paraíso es una sala de transportador. Qué curioso… —dijo con voz débil.

—¡Habla en voz alta, no puedo oírte!

Con gran esfuerzo él miró en la otra dirección y vio los borrosos contornos de Ruthe que se hallaba sentada y con las piernas cruzadas a su lado. Él intentó encajar su presencia en aquel nuevo mundo.

—Y tú eres ahora un ángel.

Resultaba un ángel hermoso, aunque severo; los pómulos altos emplazados en un rostro anguloso realzaban sus grandes ojos oscuros.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó Ruthe con sequedad.

—Yo debería estar muerto, pero este sitio se parece muchísimo a una sala de transportador.

Una que se tambaleaba y balanceaba de un lado a otro, aunque Deelor sospechaba que estaba meramente mareado. Cerró los ojos y sintió que la cubierta que tenía debajo interrumpía sus desordenados movimientos.

—He oído que alguien decía que nos encontramos a bordo de una nave llamada Enterprise.

—Ah, eso lo explica.

Debió de sumirse durante un rato en la inconsciencia, porque cuando volvió a abrir los ojos tenía la visión clara. Pudo ver las figuras de otros heridos acurrucados sobre la cubierta. Entonces, una voz desconocida atrajo la atención de Deelor hacia el oficial de la nave que se hallaba junto al doctor Lewin.

—Estoy buscando al oficial al mando de la Ferrel —anunció el desconocido. Se apartó a un lado cuando Lewin dirigía la salida de una camilla cargada a través de la puerta de la sala del transportador.

—¿No eres tú? —le preguntó Ruthe a Deelor, ahogando con sus palabras la contestación del doctor. Afortunadamente, Ruthe no alzó la voz, así que el oficial no pudo oírla—. ¿No estabas tú al mando?

—Éste no es el momento de mencionar eso —le susurró Deelor a modo de respuesta. Luchó contra unas repentinas náuseas. El efecto típico de los anticoagulantes; debía de haber recibido tratamiento médico en algún momento—. Más tarde, cuando me sienta mejor, lo pondré en su conocimiento.

Necesitaría tener la cabeza clara para explicar su presencia en la Ferrel y para establecer su autoridad en la Enterprise.

—El capitán Manin ha sido trasladado a la enfermería.

Picard escuchó el informe que Riker le transmitió por el intercomunicador con mudo alivio. Considerando que sólo había treinta sobrevivientes de la tripulación, no existía una razón sólida para esperar que se hubiera salvado ningún alto oficial.

—Vuelva a informarme en cuanto haya hablado con él.

Picard ardía en deseos de llevar a cabo el interrogatorio en persona, pero no podía abandonar el puente tan poco tiempo después de un ataque. El capitán aguardó impaciente el regreso de su primer oficial, enmascarando la crecida emoción tras su habitual fachada de estudiada calma.

Diez minutos más tarde, Riker salió del turboascensor frontal, y se volvió prontamente para instar a cruzar la puerta a un hombre vestido con el uniforme reglamentario de la flota. El desconocido era alto y desgarbado y lucía una desordenada greña de pelo entrecano.

—El capitán Manin está en cirugía —explicó Riker—. Éste es su primer oficial, D’Amelio.

—Bienvenido a bordo de la Enterprise —dijo el capitán mientras se acercaba a los dos hombres.

El saludo de Picard hizo aflorar una sonrisa al rostro de D’Amelio, pero pasaron varios segundos antes de que advirtiera el brazo extendido del capitán. Moviéndose con lentitud, el oficial extendió el suyo y le estrechó la mano débilmente. Se quedó donde estaba hasta que Riker le empujó con suavidad por un codo y lo condujo a la sala de reuniones adyacente.

El capitán entró tras ellos. Aguardó hasta que la puerta se hubo cerrado antes de expresar sus dudas.

—Número uno, su homólogo sufre un shock. Debería estar en la enfermería.

Riker hizo sentar al primer oficial en uno de los asientos que estaban de cara al escritorio del capitán.

—Ya ha recibido tratamiento. Estoy seguro de que la doctora Crusher lo habría dejado marchar de habérselo pedido, pero no quise molestarla.

—En otras palabras, será mejor que nos demos prisa antes de que ella descubra que ha desaparecido —dijo Picard, tomando asiento ante ellos.

La reunión no se desarrolló con fluidez. D’Amelio parecía incapaz, a veces reacio, a responder a ninguna pregunta concerniente a la nave alienígena que había atacado a la Ferrel. Las pocas respuestas que ofreció dieron lugar a más preguntas.

Picard respiró profundamente, suprimiendo la dureza que se había apoderado de su voz.

—Primer oficial D’Amelio, usted sostiene que la Ferrel era operada por una tripulación mínima. Es una noticia tranquilizadora. Habíamos pensado que el número de muertos era mucho mayor. No obstante, no me cabe duda de que comprende nuestra confusión…, cuarenta y seis personas es una tripulación insólitamente reducida para una nave estelar.

—Es lo único que necesitábamos.

—¿Lo único que necesitaban para qué? —preguntó Riker.

Al igual que antes, D’Amelio no respondió. Su mirada vacía se paseó por la habitación. Picard y Riker intercambiaron a su vez miradas de frustración y creciente escepticismo. Se había formado una pauta predecible. Cualquier pregunta relacionada con la misión de la nave hacía que D’Amelio se ensimismara. Picard no necesitaba las capacidades empáticas de Deanna Troi para darse cuenta de que D’Amelio estaba reteniendo información, pero tal vez habría que convocar a la consejera a esta reunión si no se producía cambio ninguno en las respuestas del hombre.

El trino del sistema de comunicaciones impidió que el capitán lanzara un reto directo a las evasivas de D’Amelio.

—Crusher al capitán.

Picard había estado esperando esa llamada.

—No se preocupe, doctora Crusher, estamos cuidando bien del primer oficial D’Amelio. —Estudió el perfil del tripulante con insatisfacción—. Pero todavía tenemos que hacer más preguntas…

La doctora lo interrumpió sin más.

—Capitán, una de las bajas de la Ferrel se debió a un disparo de arma fásica de mano.

Los tres hombres en la sala de reuniones se sobresaltaron al oír lo que acababa de decir Crusher.

—¿Está segura? —preguntó Picard—. Tal vez el contacto con el campo de fuerza alienígena…

—No, no ha sido el campo de fuerza. La configuración de destrucción celular es muy característica de las quemaduras de rayo fásico, y es el único traído a bordo con heridas de esa naturaleza. Todos los demás sufren de shock, exposición al vacío, contusiones… A este hombre le dispararon.

Picard se volvió a mirar al primer oficial. Esta vez no disimuló su enojo.

—D’Amelio, ¿qué demonios estaba sucediendo en esa nave?

—Yo no sé nada al respecto. —En su confusión, D’Amelio abandonó la ensimismada y fija mirada. Se volvió de Picard a Riker—. Honradamente, ¡no lo sé! El puente estaba derrumbándose…, no nos quedaba mucho tiempo. Ninguna esperanza de rescate, o al menos eso pensábamos. El capitán Manin y yo estábamos preparándonos para iniciar la secuencia de autodestrucción.

—Pero no la acabaron —señaló Picard.

—No. —D’Amelio sacudió la cabeza como para aclarársela—. Yo estaba a punto de confirmar mi identificación de rango cuando me desmayé.

—¿Qué está haciendo ese hombre fuera de la enfermería? —exigió saber Crusher. Demasiado tarde, el capitán se dio cuenta de que ella todavía estaba escuchando—. Devuélvanlo…

Su voz se interrumpió de pronto, aunque el canal permaneció abierto. Picard oyó un estruendo, seguido del débil sonido de unos gritos de fondo. La voz de Crusher volvió a oírse.

—¡Deténgase! Capitán Manin, no voy a tolerar esto… ¡Seguridad a enfermería!

Las palabras hicieron que Picard y Riker salieran a la carrera por la puerta.

Si la enfermería era un área improbable para los enfrentamientos violentos, los enfermos resultaban unos agresores todavía menos convincentes. La doctora Crusher había arrastrado al capitán Manin lejos del otro paciente al que había atacado, pero estaba más preocupada por el desgaste de fuerzas que estaba sufriendo al luchar por soltarse de la presa de ella en su intento de reanudar la lucha. La fuerza del hombre era engañosa: ella sabía que estaba herido de gravedad. Sólo el poder de una encendida furia se había sobrepuesto a la debilidad de su cuerpo.

—¡Maldito sea, Deelor! —gritó Manin al tiempo que trataba de zafarse de la presa de Crusher—. ¡Ha destruido mi nave, mi tripulación!

Crusher lanzó una mirada de soslayo hacia el objeto de estas acusaciones, y valoró el estado del segundo hombre. Éste, llevado por su debilidad, se dejó caer sobre una pared, el rostro bañado en sudor. Manin había asestado varios golpes en la zona quemada del pecho de Deelor, pero no se veía ninguna creciente mancha de sangre en el vendaje protector. La doctora atribuyó la palidez de Deelor al renovado dolor más que a la pérdida de sangre.

La puerta de la enfermería se abrió de golpe. La jefa de seguridad Yar entró corriendo, Riker y el capitán Picard pisándole los talones. Ante la vista del hombre que luchaba con Crusher, Yar sacó su pistola fásica.

—No. —La doctora Crusher se desplazó para interponerse en la línea de tiro—. Está muy malherido. Incluso un disparo que lo desmayara podría matarlo.

El capitán Manin aprovechó la distracción de la doctora y arremetió contra Deelor. Picard se interpuso de un salto entre los dos hombres, con el antebrazo levantado para parar el avance del puño, pero el golpe no llegó. Manin se detuvo tambaleándose tras dar un paso. Picard lo atrapó cuando caía y luego lo depositó con suavidad sobre la cubierta.

—Quédese tendido y quieto, sólo conseguirá empeorar —lo instó Picard, pero el sonido de su voz aumentó la agitación del hombre.

—No fue culpa mía —dijo Manin con respiración trabajosa—. Yo seguí sus órdenes. La Flota Estelar me obligó a ello.

—¡Silencio! —le advirtió Deelor—. Le ordeno que guarde silencio.

Crusher se arrodilló junto a Picard y examinó al hombre que el capitán sujetaba entre los brazos.

—Ayúdeme a llevarlo bajo el escáner.

Moviéndose con celeridad, levantaron el laxo cuerpo y lo subieron al banco de diagnóstico; la doctora podía ver que Manin se debilitaba por segundos. El panel que descendió sobre su pecho emitió un frenético zumbido electrónico.

—Se ha provocado otra hemorragia.

Tras solicitar ayuda a otros miembros del equipo médico, Crusher descubrió una amplia zona de tejido dañado en el bazo y los riñones.

—Factor tisular —ordenó, y una enfermera deslizó una hipodérmica en la palma de Crusher. La doctora administró el agente coagulante en una vena del cuello de Manin, pero la hemorragia continuó. Una segunda dosis espesó la sangre pero ésta continuó llenando la cavidad pectoral. No habría una tercera dosis. Una inyección más coagularía la totalidad del sistema circulatorio.

Indiferente a los esfuerzos de Crusher, el capitán de la Ferrel mantenía cogido un brazo de Picard. Carecía de fuerza, y Picard dejó que su brazo acompañara la mano hasta acercarse todo él a unos centímetros de Manin.

—El pleno control de la misión… fue… entregado a un maldito burócrata.

—¡Cállese, Manin! —Deelor se apartó de la pared y avanzó trabajosamente hacia el banco, pero la teniente Yar aún tenía desenfundada la pistola fásica. Blandió el arma en su dirección. Deelor se detuvo, inestable en su equilibrio.

—Está violando la seguridad de la Flota Estelar.

Crusher sabía que su paciente estaba demasiado débil para soportar una intervención quirúrgica. En otras circunstancias lo habría intentado a menos que sus órganos vitales estuvieran reducidos a pulpa y no quedara nada que operar. Pero ahora, solicitó una droga para calmarle el dolor.

La voz de Manin había bajado hasta convertirse en un susurro. Picard se inclinó más, esforzándose para oírlo. Sólo una palabra le resultó clara.

—¿Hamlin? —repitió Picard—. ¿Qué pasa con Hamlin?

No hubo respuesta. La mano cayó de la manga de Picard.

—¡Estúpido! —Indiferente al grito de advertencia de Yar, Deelor acortó la distancia que lo separaba del banco donde yacía Manin—. Haré que lo degraden por esta infracción.

—No puede oírlo. —La doctora Crusher apagó la unidad suspendida sobre el cuerpo inmóvil—. Está muerto.