Andrew Deelor estimaba que la Ferrel resistiría otros seis minutos antes de que la cúpula del puente se derrumbara, aplastándolos a Ruthe y él, junto con la tripulación. Lo cual significaba que le quedaban cinco minutos y un puñado de segundos de vida muy desagradables. La certeza de su próxima muerte le ocupaba sólo un pequeño rincón de la mente; su atención estaba fija en la translúcida y ondulante niebla azul que reproducía la pantalla principal. La nave estelar estaba prisionera en la garra de una matriz energética. Minuto a minuto, la matriz se contraía como un puño que se cerrara, arrugando el casco del platillo principal entre sus dedos.
La nave estelar se estremeció. La pantalla del puente se volvió negra.
A lo largo de la última hora habían fallado los sensores, uno a uno, hasta que la pantalla fue la única fuente de información de Deelor. Había susurrado en el vocoder[1] del tamaño de la palma que sostenía en la mano una descripción de todo lo que aparecía en la pantalla. Cada breve atisbo de la nave alienígena, cada detalle de su estructura, cada movimiento táctico, estaban registrados; pero sin la pantalla estaba ciego ante lo que sucedía fuera del casco.
Deelor desplazó su atención al interior de la Ferrel. Desde su asiento emplazado en el centro del puente circular podía recorrer con la mirada toda la sala. Describió el descenso de la temperatura y el amortecimiento de las luces de emergencia al ser canalizadas las reservas de energía de la nave hacia los escudos defensivos en una batalla perdida contra el campo energético alienígena. Describió los resplandecientes copos blancos como la nieve que volaban por el aire, y el compartimiento de circuitos que estalló bajo el inoperante terminal de comunicaciones; con lo que de resultas del impacto el teniente Morrissey fue arrojado contra la barandilla, y quedó doblado en dos.
El hombre cayó de rodillas y expectoró una brillante mancha de sangre roja sobre la cubierta. El doctor Lewin llegó a su lado de un salto con el maletín de emergencias abierto. Para Deelor era ya una incidencia irrelevante y no la incluyó en su informe. Si llegaba a haber condecoraciones póstumas para la tripulación, se basarían en el diario del capitán.
Los alaridos de los compartimientos de circuitos producidos por la presión se hicieron más ruidosos, ahogando los comentarios de Deelor. Se acercó un poco más el micrófono a la boca, pero la voz se le había quedado demasiado ronca para poder elevarla por encima del ruido de fondo. Bajó la cubierta protectora sobre el vocoder antes de deslizar la unidad en un bolsillo interior de su uniforme. Si la grabación y la nave eran recuperadas, su sucesor tendría una detallada descripción de cuál era el castigo por fracasar.
Su fracaso. Deelor lamentaba más ese epígrafe que su propia muerte. Se volvió a mirar a la mujer que estaba sentada junto a él. Ruthe se encontraba encogida como un erizo, las piernas recogidas debajo del mentón, y con una capa gris envuelta alrededor del cuerpo. Había ocultado el rostro en la áspera tela. Unos mechones de pelo negro y lacio le caían sobre las rodillas.
Él se inclinó hacia ella.
—Estamos a punto de morir —le dijo, sin tener la seguridad de si ella ya se había dado cuenta—. Lo lamento.
Ruthe levantó la mirada. Tenía la piel pálida, pero ése era su color natural.
—Tengo frío. Detesto tener frío.
—Sí, ya lo sé.
Un repentino cese de la actividad en el puente disparó una alarma en la mente de Deelor. Los miembros de la tripulación se habían quedado congelados en el sitio, olvidándose de los chirridos y convulsiones del casco del platillo. Sus rostros estaban vueltos en una sola dirección, hacia la parte trasera del puente, y él se giró en esa misma dirección. Estaban observando al capitán y su primer oficial. Los dos hombres se hallaban de pie, el uno junto al otro, ante la consola de defensa, y aunque sus espaldas ocultaban sus movimientos, Deelor supo de inmediato qué estaban a punto de hacer. Y por qué no debían hacerlo.
Deelor le gritó a Manin que se detuviera, pero su voz no pudo hacerse oír por encima del penetrante estruendo del metal a punto de atomizarse. Se levantó trabajosamente de su asiento, pero a consecuencia de las contracciones de la cubierta cayó sobre sus rodillas. Nunca llegaría a tiempo hasta ellos. Rebuscó en el bolsillo interior de su uniforme. Su mano apartó a un lado la familiar forma cilíndrica del vocoder y, deslizando los dedos en el interior de su funda, éstos se cerraron sobre el romo asidero de un arma fásica.
Les disparó a ambos, pero los temblores del casco le hicieron errar en parte. D’Amelio cayó donde estaba bajo el impacto del rayo que lo desmayó; al capitán sólo lo rozó. Manin dio media vuelta, confuso. Cuando vio el arma en la mano de Deelor, el desconcierto se transformó rápidamente en un estallido de furia.
—¡Mátenlo! —El grito fue inaudible, pero el movimiento de los labios lo dejó claro. Y la orden fue obedecida al instante.
Andrew Deelor no llegó a ver quién le disparaba.
Tres siglos de conocimientos de ingeniería, el producto del esfuerzo combinado de las más brillantes mentes de la Federación de Planetas Unidos, culminaron en la nave estelar de clase galáctica conocida como la Enterprise. Los mejores metales y aleaciones, los polímeros más resistentes, la informática más avanzada, habían sido sabiamente conjuntados en una nave diseñada para viajar hasta los más lejanos confines de la galaxia. Era tripulada por oficiales y científicos de la más alta capacitación, dedicados por entero a ampliar la exploración por fascinantes territorios ignotos.
Y a veces esa exploración se convertía en mortal.
Con los escudos levantados y las armas cargadas, la Enterprise había abandonado la velocidad hiperespacial en un cegador destello de luz y se encaminaba hacia el lugar de batalla.
—Señor Data, ¿qué información obtiene de esa aura azul? —exigió saber el capitán mientras estudiaba las borrosas figuras de la Ferrel y su atacante.
—¿Azul? —exclamó Geordi—. A mí me parece un magma de colores.
El comentario le recordó a Picard cuán radicalmente el visor de Geordi transformaba su visión para cubrir la totalidad del espectro electromagnético.
—Es algún tipo de campo energético fluctuante —contestó Data mientras la computadora mostraba unas lecturas en el terminal de observación—. El propósito es desconocido; y sus efectos parecen ser de alcance limitado.
—Capitán, sigo sin poder contactar con ninguna de las naves —anunció Yar—. Todos los canales de comunicaciones están en silencio.
—La Ferrel podría estar incapacitada para responder —dijo Data—. Sus sistemas de control parecen estar inoperativos o muy débiles.
—Señor LaForge, ponga rumbo directo a la nave hostil —ordenó Picard con tono tenso. Sólo disponía de pocos segundos para decidir su línea de acción contra la desconocida nave alienígena. El explorador que había en él estaba entusiasmado ante la idea de contactar con esa nave, pero como oficial de la Flota Estelar su primer deber era defender a una nave compatriota y la Ferrel a todas luces llevaba las de perder. Tal vez la aparición de refuerzos disuadiría a la agresora de la Ferrel de continuar con el ataque.
Tasha Yar le hizo un ademán a Worf desde los terminales de popa, y los dos oficiales se dividieron las responsabilidades de defensa y ataque mediante breves gestos telegráficos.
Picard se tensó.
—Disparen rayos fásicos —dijo.
El teniente Worf extendió sus anchas manos sobre la superficie de la consola de defensa. Cada movimiento de dedo efectuaba un disparo fásico que salía del módulo inferior de la Enterprise. La mayoría de éstos se dispersaban, inofensivos, en el espacio, pero dos dieron de lleno en el blanco.
El efecto fue inmediato. La niebla azul que envolvía las dos naves trabadas en batalla desapareció, dejando a la vista los estragos del enfrentamiento. La sección del platillo de la nave estelar clase «Constelación» estaba deformada, con la estructura retorcida. Desplazándose paralela a la Ferrel, aparentemente ilesa, había una nave como en forma de apretado racimo de esferas, de color naranja translúcido. Ambas eran de igual tamaño, pero la Enterprise las empequeñecía a las dos.
—Abra las frecuencias de llamada, teniente Yar. —Picard se levantó de su asiento de mando—. Les habla Jean-Luc Picard, capitán de la Enterprise. Identifiquen su nave.
Aguardó con paciencia mientras pasaban los segundos. Riker avanzó calladamente hasta colocarse a su lado al prolongarse el silencio.
—No hay respuesta —afirmó Yar al fin.
—No hay respuesta verbal, pero están reaccionando. —Data fue el primero en detectar movimiento en el racimo de esferas.
La irregular superficie de la nave alienígena no tenía rasgos distinguibles que diferenciaran a un extremo del otro. La estructura de esferas había comenzado a describir lentos círculos sobre un eje interno. Al girar y ponerse a la vista la parte hasta ahora oculta de la nave, una burbuja de color púrpura oscuro apareció entre el naranja de las otras. La rotación se aceleró, haciendo desaparecer de la vista la burbuja de color diferente y luego mostrándola de nuevo.
Todavía girando, la nave enfiló hacia la Enterprise.
Picard hizo un gesto para indicar que quería emitir otro comunicado.
—Nave desconocida, si no responde, su acercamiento será considerado como un acto hostil.
El racimo de esferas no disminuyó la velocidad de su avance.
—Habría preferido una conclusión no violenta de este incidente —confesó Picard en un susurro destinado a su primer oficial—. Pero, al parecer, estos seres no comparten mi punto de vista. Que así sea. —Su mano, al caer, le dio al teniente Worf la señal para que disparara otra andanada fásica.
Una cascada de fulminantes rayos cayeron sobre la nave que se aproximaba. La superficie de las esferas crujió entre chisporroteos, pero sólo durante las fracciones de segundo que duraban los impactos. Cuando el fulgor de los rayos fásicos hubo desaparecido, las esferas quedaron intactas. Worf lanzó otra descarga, la cual no causó efectos visibles mucho mayores.
—Acción evasiva —ordenó Picard en tensión.
Las manos de Geordi LaForge empezaron a desplazarse sobre la consola, y la Enterprise se desvió de su curso.
—Están dándonos alcance.
—Mantenga fuego fásico.
Mientras la Enterprise proyectaba una barrera de disparos, Data anunciaba la distancia, que iba reduciéndose rápidamente, entre las dos naves.
—Diez millas, cinco millas, una milla. —Su recitado se detuvo.
—Demasiado cerca para nuestros torpedos de fotones —declaró Yar—. A esta distancia, las explosiones podrían dañar también a la Enterprise.
—Si nos alejamos más, la Ferrel quedará vulnerable ante un nuevo ataque —dijo Picard amargamente mientras observaba la nave alienígena.
El tiempo para contraatacar se estaba acabando por segundos.
Y luego se agotó. Tras haber encontrado por fin algún parámetro desconocido, la esfera púrpura salió disparada de aquel ingenio en forma de racimo que proseguía su movimiento rotatorio.
—Viene directamente hacia nosotros —advirtió Data—. Prepárense para el impacto.
Una explosión de luz violeta cegó los ojos de los tripulantes, pero no se produjo ninguna sacudida que la acompañara, sólo un leve temblor que pudo sentirse en los terminales y la cubierta que tenían bajo sus pies. Haces de color azul pálido crepitaron en la pantalla principal.
Data transmitió la información de sus sensores.
—El campo energético cubre toda la superficie externa de la sección del platillo.
—Es una red —exclamó Geordi describiendo su visión única de aquel campo de energía—. Tejida con filamentos cargados eléctricamente; puedo ver las hebras por separado. Y una fina corriente umbilical está todavía unida a la nave madre.
Yar estudió atentamente el monitor de seguridad.
—Los escudos se mantienen sin esfuerzo. La emisión energética de esta red no es muy alta.
Picard frunció el entrecejo.
—Entonces, ¿por qué la Ferrel ha sufrido daños tan serios?
Un sordo zumbido se agregó a la vibración.
—El campo está contrayéndose, ejerciendo una presión sobre las defensas del casco —anunció Data. Parpadeó al tiempo que realizaba un rápido cálculo mental—. Suponiendo un ritmo constante de contracción, podemos resistir los efectos durante dos coma seis días antes de que se agoten las reservas energéticas de la nave. En ese momento, sin escudos, la estructura será vulnerable.
Riker se acercó a la consola medioambiental de popa con el fin de examinar los informes que se recibían de cada sección de la nave estelar.
—Capitán, los informes de la situación actual en todos los puestos indican cortocircuitos menores en los sistemas eléctricos cercanos al casco exterior. No hay desperfectos de importancia.
—Pero algo grave les ocurre a nuestros pasajeros —dijo la teniente Yar—. He registrado una docena de llamadas en mi terminal, procedentes de las dependencias de los granjeros, desde que comenzó la alerta roja.
—Póngase en contacto con la consejera Troi —sugirió Riker—. Haga que ella vaya a calmarlos. Podríamos permanecer aquí durante bastante tiempo.
Con las manos sujetas a la barandilla, Riker estudió la insólita estructura de la nave alienígena. La niebla azul enturbiaba la imagen de la nave de burbujas que mostraba la pantalla.
—Esas esferas tienen todo el aspecto de un puñado de globos. Lo único que necesitamos es una aguja con la que pincharlos.
—Una analogía interesante, número uno —dijo el capitán en tono aprobatorio—. Intentémoslo, ¿le parece?
Worf reprogramó con impaciencia la consola de defensa siguiendo las especificaciones de Riker. La dispersión de los disparos fásicos fue reducida hasta el mínimo. Tras un poco de trabajo adicional y juegos malabares creativos con los parámetros controladores, el rayo fue estrechado aún más. Cuando Riker se declaró satisfecho, Worf efectuó un disparo de prueba.
El rayo resultante, fino como una aguja, perforó limpiamente su objetivo. Una esfera del racimo estalló, soltando una viscosa materia en el espacio. Los destrozados restos de aquella suerte de cúpula eran perceptibles en el grueso de la extraña nave.
—Eso es, Worf —exclamó Geordi.
—Dispare otro —ordenó Picard—. Si es necesario, haremos pedazos esa nave sección a sección. —Estaba decidido a continuar con el ataque hasta que su nave quedara fuera de peligro.
La segunda explosión fue la última.
—Campo energético desapareciendo —anunció Data al tiempo que la pantalla quedaba limpia—. Y el enemigo está retirándose.
Picard reaccionó de inmediato.
—Rayo tractor, teniente Worf. Démosles a probar un poco de su propia medicina.
Sospechaba que el klingon habría preferido continuar disparando hasta que el enemigo hubiese sido aniquilado, pero la orden fue obedecida sin comentarios.
—Los tenemos, capitán —anunció Worf cuando el racimo de burbujas que se alejaba paró de forma abrupta—. Pero están haciéndonos gastar energía a una velocidad increíble.
Picard intentó establecer contacto una vez más.
—Les ordeno que rindan su nave.
No esperaba realmente una respuesta. Y no hubo ninguna. Pero al igual que antes, la nave alienígena comenzó a cambiar. El tamaño de sus esferas se contrajo; su irregular estructura empezó a modificarse. Una burbuja fue empujada afuera del racimo. Luego otra siguió inmediatamente después de la primera. Luego otra más.
El alcance del rayo tractor de la nave estelar se ensanchó para cubrir la forma cambiante. Las luces del puente parpadearon al desviarse más energía hacia la consola de Worf. Los gráficos que indicaban los niveles de sobrecarga ondularon por los paneles de instrumentos cuando las burbujas conformaron una larga hilera.
Riker se llegó hasta el capitán. Tenía la frente arrugada de enojo y frustración.
—A este ritmo, nos veremos obligados a recurrir a nuestras reservas energéticas de emergencia. Aun así, no creo que podamos retenerlos durante mucho tiempo.
—Este enemigo tiene muchos recursos. —Picard no pudo evitar que la admiración aflorara a su voz. Su elogio provocó una retardada reacción de sorpresa por parte de Riker—. No hay nada vergonzoso en reconocer a un oponente digno, número uno. —Lo vergonzoso residía en el perder. Picard consideró qué efecto tendría otro ataque fásico sobre la nave alienígena puesta en fuga.
—Capitán —dijo Data alzando la voz—. Los sensores indican que el casco primario de la Ferrel está seriamente dañado y el revestimiento contenedor de la atmósfera presenta signos de rápido debilitamiento en las zonas más castigadas. Podría romperse en cualquier momento.
Un gesto de la mano del capitán le ordenó a Worf que desactivara el rayo tractor. La voz de Picard se enronqueció con un tono de urgencia.
—Yar, toda la energía a las secciones de transportadores. Inicie el transporte de la tripulación de la Ferrel con coordenadas amplias. Traigan a bordo todo lo que se mueva. Apresúrese.
Volviéndose una vez más hacia la pantalla, Picard observó la nave alienígena que se alejaba deslizándose por el espacio a creciente velocidad como un collar de cuentas que escapara de su dueña.
El viejo Ziedorf era sordo y durmió durante todo el tiempo que duró el alboroto, pero los otros granjeros despertaron en sus desusadas camas entre luces y ruidos de pesadilla. Los gritos y llantos de madres que cogían a sus niños aún aturdidos por el sueño, ahogaban las tranquilas instrucciones dadas por la computadora. Con cualquier caso, los granjeros no habrían atendido las indicaciones de la voz incorpórea, en especial cuando les pedía que permanecieran en sus camarotes.
Hombres y mujeres salieron de los camarotes del pasaje a los corredores, voceando su confusión. Un hombre, que se había familiarizado algo con la nave, bajó el volumen del altavoz del comunicador más cercano para oír mejor a su vecino. Nadie respondía a las súplicas de la voz del oficial de seguridad, ahora reducida a un débil susurro.
Algunos niños, contagiados de la atmósfera de agitación, se soltaban por la fuerza de quienes los sujetaban y se alejaban corriendo, ansiosos por jugar a esta hora inusitada. Otros, de temperamento más sosegado, reaccionaban ante las palabras traspasadas de miedo y agregaban al clamor sus propios gemidos.
Dnnys se abrió camino con dificultad a través de los adultos. Uno tras otro lo agarraban por un codo o un hombro y exigían una explicación por el extraño comportamiento de la nave: para ellos, su conocida familiaridad con la Enterprise casi convertía la situación en responsabilidad de él. Pero su segunda reacción era que, al ser sólo un niño, no tenía sentido escuchar sus respuestas, en particular cuando los instaba a regresar a los camarotes.
Una mano se apoderó de él otra vez, y Dnnys se la quitó de encima. Luego vio quién lo había hecho y se deslizó por entre la gente hasta llegar junto a su prima. Los cabellos castaño claro de ella eran demasiado rizados como para poner de manifiesto un despertar sobresaltado, pero los faldones de la camisa de trabajo azul le colgaban por fuera de los téjanos.
—No puedo entrar en la habitación de tu madre —dijo Mry—. Ella, por supuesto, se quedó donde estaba, como debía. Pero cuando no salió, todos los otros entraron a ver qué sucedía.
De los ciento veinte granjeros, cerca de cincuenta se habían apretujado dentro de su camarote. El resto daba vueltas sin objeto por los corredores.
—También tú tendrías que haberte quedado dónde estabas —la regañó Dnnys.
—Tomás me hizo venir hasta aquí. Dijo que teníamos que proteger tanto a nuestra propia madre como a la tuya porque ella estaba sola. —Mry frunció de pronto el ceño—. Yo le recordé que estabas con Patrisha, pero veo que me equivoqué.
Dnnys hizo caso omiso de la reprimenda. Sabía que su prima no le hablaría a nadie de su ausencia.
—Wesley dice que una alerta amarilla no es demasiado seria, pero que deberíamos…
El consejo del joven alférez no llegó a oírse. Las parpadeantes luces ámbar se volvieron rojas, y los granjeros alzaron la voz y su clamor ahogó el sonido de la sirena.
Un penetrante alarido hizo que aumentara el grupo de gente que miraba por las lunetas que se alineaban en la pared que daba al exterior. Los que podían ver vocearon confusas descripciones que pasaron de persona a persona a través de la multitud, haciéndose más incomprensibles con cada repetición. Una sola nave dañada se transformó en una abandonada y apestada, un osario a la deriva de naves fantasmas o una belicosa flota pirata, dependiendo de a quién se le preguntara.
Cuando el aura de haces azules cayó como un manto sobre la superficie transparente de las lunetas, el grupo que había avanzado hasta ellas retrocedió. Mry y Dnnys fueron separados por la estampida de personas finalmente convencidas de la prudencia de regresar a sus camarotes.
El pánico que emanaba de los pasajeros de la nave estelar envolvía la sección como una niebla espesa. Y el pánico era contagioso. Al acercarse a las dependencias de los granjeros, la consejera Troi luchó contra su instintiva empatía, reprimiendo el deseo de huir a la seguridad de su propio camarote. Proyectó su mente en busca de otra que le resultara familiar, y se encaminó en dirección a la misma.
Dnnys estaba solo en el corredor, con el rostro apretado contra el trémulo vidrio. Troi corrió hasta el muchacho y lo atrajo hacia sí.
—Apártate de ahí.
—No hace daño. Sólo una especie de cosquillas. —Dnnys demostró lo que decía apoyando una mano contra el zumbante cristal—. ¿De dónde sale la luz azul?
—No sabemos qué es —contestó secamente Troi, desviando la comprometedora pregunta del chico—. Y podría ser peligrosa.
Era sólo un chico, con la fascinación propia de su edad por lo desconocido. Un adulto tendría que haberse hecho cargo de él, pero todos parecían estar escondidos en sus camarotes a causa del miedo. Tal vez, en su temor, hablarían ahora con ella. Hasta ese momento, los solitarios colonos habían desairado los intentos realizados por Troi para darles la bienvenida. De resultas de ello, conocía a pocos por su nombre y apenas sabía algo de sus costumbres.
—Tengo que hablar con los dirigentes de tu comunidad.
Dnnys se echó a reír ante la solicitud.
—Nosotros no tenemos dirigentes.
—Pero yo hablé con una mujer que estaba al mando cuando tu gente llegó a bordo. —Troi no había preguntado cuál era la dignidad de la mujer por respeto a la reticencia de los granjeros, pero tenía un inconfundible aire de autoridad—. Se llama Patrisha.
—Ah, se refiere a mi madre. —La sonrisa del chico se disolvió y se le contrajo el ceño—. Pero ella no es una dirigente. No da órdenes.
Troi percibió la actitud defensiva del chico.
—Lo siento, no tenía intención de ofender. —Buscó cuidadosamente la manera de enfocar lo que quería decir y no herir susceptibilidades—. Me refería sólo a que la gente parece escuchar lo que ella dice.
—Ah, eso es diferente. La gente siempre escucha a mi madre —respondió Dnnys con orgullo. Señaló una puerta que estaba un poco más allá—. Entre allí; una persona más no le molestará.
Al llegar al umbral del camarote, pero antes de transponer su puerta, Troi sintió una ola de decepción que provenía de Dnnys. Se volvió a mirar el otro extremo del pasillo en el que él se encontraba.
La luz azul había desaparecido de la luneta.