Las tierras de Nueva Oregón estaban aún empapadas a causa del largo período de lluvias, pero el agua estancada por fin había sido absorbida en los terrenos más altos. Persistía el olor a vegetación podrida, el cual enmascaraba el dulce aroma de la nueva. Algunas manchas dispersas de brillante verde prometían el regreso de la hierba y los arbustos; crecerían más rápidamente que antes, alimentados por la descomposición de la generación anterior. Los violentos vientos que antes habían asolado la superficie estaban ahora reducidos a suaves brisas, y en lo alto un sol de mediados del verano refulgía en un cielo azul.
Mientras los técnicos de la nave estelar habían trabajado para restaurar los controles climáticos del planeta, los granjeros habían puesto en actividad sus palas de acero, pero no para sembrar grano. Una docena de tumbas salpicaban la tierra de su nuevo hogar.
A la mañana de su séptimo día en este mundo, Patrisha llevó una rama de verde nuevo a la tumba de Krn; cuando salieran las flores le llevaría un ramo. El ritual era uno muy antiguo que se remontaba a los comienzos de la comunidad; muy familiar a aquella mujer que había pasado la infancia visitando la tumba de su madre. Tal vez, a medida que la hierba se extendiera por encima de aquel amontonamiento de tierra parda recién removida, su agudo dolor iría disminuyendo y ella acudiría a aquel lugar más por hábito que por dolorosa necesidad.
Patrisha alzó la mirada al oír el sonido de unos pasos pesados. Las botas de su primo estaban cubiertas de fango, tenía las manos rojas e hinchadas a causa del trabajo al que ya no estaba acostumbrado; pero Tomás había recobrado su auténtica naturaleza. Seguía siendo un hombre exasperante, mas volvía a ser un granjero. Su lugar era éste.
—Estaba buscando a Dnnys, pero he oído decir que se ha marchado ahí arriba. —Tomás señaló con un dedo acusador a lo alto del cielo—. ¡Por transportador!
—Cúlpame a mí si tienes que culpar a alguien. Yo le he dado permiso para marcharse. —Las hojas de la ramita que había dejado sobre la tumba de Krn ya parecían marchitas a causa del calor—. Está despidiéndose de su amigo.
—El muchacho ha pasado demasiado tiempo a bordo de esa nave —afirmó Tomás, aunque con más resignación que rencor—. Créeme, ya no se atendrá a nuestras creencias. Muy pronto soñará con abandonar la comunidad.
—Yo no le pediré que se quede —replicó Patrisha en voz baja.
Ella había perdido su propia fe hacía muchos años, pero no lo bastante pronto como para forjarse una vida en otra parte. Su lugar estaba aquí, en Nueva Oregón, con la hija de Krn, porque no había ningún otro sitio al que ir.
El último encuentro entre Wesley y Dnnys fue incómodo por muchas razones.
Dnnys nunca había experimentado antes un transporte molecular, y a pesar de que siempre se había burlado de las historias de los granjeros sobre cuerpos destrozados por averías del sistema, se vio vencido por el terror cuando la fijación del transportador se apoderó de él. El muchacho se materializó en la plataforma del transportador con el semblante pálido y las piernas temblorosas, seguro de que tanto Wesley como el operador de los controles podían ver su cobardía.
Por su parte, Wesley sintió una culpabilidad irracional por la suerte de vivir a bordo de una nave. Había intentado compartir esta ventaja, pero al ver la expresión amarga del rostro de su amigo, el alférez se preguntó si el granjero no habría sido más feliz sabiendo menos acerca de la vida que estaba perdiéndose.
Tras un incómodo silencio, Dnnys bajó de la plataforma. Llevaba varios libros al brazo.
—Ya no voy a necesitarlos —dijo malhumorado y arrojó los textos de ingeniería en las manos de Wesley. Frunció el ceño para contener las lágrimas que afloraban a sus ojos, y luego hizo un esfuerzo para explicar sus acciones—. Toda mi vida la he pasado sin un tío. No puedo dejar que Emily también se quede sin uno.
—Imaginaba que decidirías quedarte —dijo Wesley, sin molestarse por la devolución de su regalo. Avanzó hasta una mesa que había junto a los controles e intercambió los libros que llevaba el granjero por otros que había preparado—. Así que te he traído éstos.
Dnnys aceptó los libros nuevos.
—¿De qué tratan? —preguntó, aunque sin un interés real. Parecía tener poco sentido el leer; la vida de granjero le dejaría poco tiempo para soñar.
—Las especificaciones técnicas de la estación de conformación terrícola. —Wesley se alegró de ver que su amigo bajaba la mirada con repentina sorpresa hacia los libros que tenía en las manos—. Ya viene de camino un equipo de reemplazo para reconstruir el centro de control, aunque como hay pocos ingenieros especializados es probable que la estación vaya a estar escasa de personal.
—Y cualquiera que pueda ayudar… —comenzó Dnnys apuntándole una sonrisa.
—… será muy bien acogido —acabó Wesley devolviéndole la sonrisa y ensanchándola por él.
Ya no les quedaba más tiempo para hablar.
—Estamos a punto de abandonar la órbita —anunció el operador del transportador—. Tendrá que marcharse.
Dnnys volvió a subir a la plataforma con los libros bien apretados contra el pecho. Cuando el zumbido del transportador alcanzaba sus notas más agudas, pensó en una última pregunta apremiante.
—¿Cuánto dura la última etapa de conformación terrícola?
—Toda una vida —gritó Wesley.
Y su amigo desapareció.
Las naves de superficie marina salían de puerto con las mareas, pero la Enterprise era libre de marcharse de Nueva Oregón en el momento que escogiera el capitán. Picard decidió partir en el momento en que las luces interiores de la nave estaban amortecidas hasta el nivel propio del fin de la jornada.
—Adelante —ordenó, reclinándose contra el respaldo acolchado de su asiento de mando. Dado lo tardío de la hora, algunos capitanes podrían haber delegado este cometido a su primer oficial, pero ninguna partida era rutinaria para Picard, y él siempre estaba presente cuando su nave abandonaba una órbita planetaria. Permanecería en el puente durante algunos minutos más, saboreando la promesa de la aventura que les aguardaba.
El capitán escuchó sin hacer comentarios mientras la consejera Troi practicaba la esgrima verbal con Will Riker. Las ironías y los dobles sentidos iban y venían a ambos lados del sillón del capitán.
—Una conferencia no es un acontecimiento recreativo —dijo Troi—. La reunión se convoca con un serio propósito profesional.
—Exacto, ¿como averiguar cuántos psicólogos caben en la cabina de lanzadera? —disparó Riker a modo de respuesta.
El cómico comentario de Riker provocó una risa contenida por parte de Tasha que estaba escuchando desde su puesto a popa.
—Deanna, yo la observé cuando hacía las maletas para el viaje, y algunas de las ropas que escogió…
—Tasha, cállese —la interrumpió Troi enérgicamente.
Picard intercambió sonrisas con su primer oficial, pero puso buen cuidado en mantener la espalda vuelta hacia la consejera. Por desgracia, probablemente ella podía percibir su divertido humor.
—Si quiere usted excusarme, capitán —comenzó a decir Troi exhibiendo una estudiada cortesía—, tengo algunos preparativos que hacer para mi viaje.
La sonrisa de Riker remitió un tanto cuando la consejera se levantó para marcharse.
—Deanna, sólo estaba bromeando.
Ella se volvió a mirarlo, y Picard se preguntó qué inminente travesura se escondía tras la inocente sonrisa de ella.
—Si lo recuerdo correctamente, usted tiene experiencia de primera mano sobre cuántos primeros oficiales caben en la cabina de una lanzadera.
Troi se marchó a paso lento del puente ahora que la atención estaba fija en Riker.
Picard no había podido resistirse a lanzar un aguijón. Alzó una ceja inquisitiva y observó cómo se retorcía su primer oficial.
—Fue un experimento que hicimos sobre los procedimientos de evacuación de emergencia —dijo Riker, que consiguió dominarse durante la explicación, pero las orejas estaban poniéndosele rojas como un tomate—. Y la respuesta es doce.
Data hizo girar su consola del terminal de observación para encararse con Riker.
—Si el objeto del ejercicio era determinar la máxima capacidad de pasaje, la verdad es que incluso el modelo más pequeño de lanzadera puede dar cabida a más de doce personas.
—Sí, pero en aquel entonces sólo pudimos encontrar doce primeros oficiales que tuvieran permiso de tierra en Mardi Gras[2]. Así que tuvimos que compensar la diferencia con algunos de los nativos.
—¿Estaba usted en Mardi Gras? —Picard reflexionó sobre sus propios permisos de tierra en aquel planeta en particular—. ¿Está seguro de que Data tiene la edad suficiente como para oír el resto de este relato?
—¿Señor?
El androide pareció un poco confuso ante el comentario del capitán. La risa de Geordi sólo aumentó su perplejidad.
En la cara de Riker apareció una ancha sonrisa.
—Bueno, él ha expresado curiosidad respecto a las relaciones interpersonales, capitán. ¿De qué otra forma va a aprender?
—En ese caso, se lo ruego, continúe, número uno —dijo Picard—. Y es una orden.
Como oficial médico en jefe, Crusher era responsable de seleccionar el equipo y asignar las tareas de la enfermería. Se enorgullecía de haber reunido un grupo de profesionales de primer orden para la Enterprise. Los destinos en la nueva nave estelar eran ya considerados como de gran valor y muy buscados por los médicos y enfermeras de la Flota Estelar, así que el índice de cambios laborales era excepcionalmente bajo en su departamento. No obstante, la nerviosa interna que se encontraba de pie ante la doctora Crusher estaba solicitando el traslado.
—¿Cómo se enteró de la existencia de los otros niños? —exigió saber Crusher. Su voz estaba traspasada de decepción; la partida de Lisa Iovino sería una auténtica pérdida para la enfermería—. Es igual, la verdad es que no tiene importancia.
—¿Puedo reunirme con ellos? —insistió Iovino, sin tener ninguna seguridad de adonde estaba pidiendo que la enviaran. Lo único que importaba era que los niños estaban ahí.
—Sí —concedió Crusher. Admitió para sí que los niños de Hamlin tenían una necesidad mayor de los talentos de la doctora adjunta que la tripulación de la nave estelar—. Estoy segura de que podré arreglar su traslado. —El embajador Deelor le debía por lo menos eso—. Y las autoridades de la Base Estelar Diez le informarán sobre su destino final.
—Gracias, doctora Crusher —dijo Iovino, que sentía un poco de vértigo por la velocidad con que su vida estaba cambiando respecto al curso prescrito—. Nunca había pensado en trabajar con niños, pero estos críos…
—¡Lisa! —El aullido procedente de la sala de la enfermería fue seguido rápidamente por un alarmante estrépito—. ¿Lisa?
—Se supone que tendría que estar dormido —comentó la doctora adjunta corriendo hacia la puerta—. He conseguido que camine, y ahora comienza a subirse por los sitios.
Todavía sonriendo por las tremendas travesuras del alborotador Moisés, la doctora Crusher salió de la enfermería para realizar un paseo campestre largamente postergado. Su propio hijo, que no era un niño sino más bien un muchacho, la recibió en la entrada del simulador. Más allá de las puertas, ella atisbó un cielo de ocaso entreverado de magenta y azul. Quedaba la suficiente luz como para dar un paseo por las sinuosidades de los prados.
—Era aún mejor cuando estaban aquí los animales —dijo Wesley cuando él y su madre se aproximaban a la primera hilera de vallas. La granja parecía misteriosamente callada, como si un mago hubiese lanzado un hechizo para adormecer las tierras.
Beverly respiró profundamente el aire perfumado. Antiguos recuerdos, sepultados por su vida con Jack y una carrera en la Flota Estelar, despertaron a la vida.
—Puedo imaginarme cómo era. Al fin y al cabo, yo nací en una colonia agrícola.
Su hijo levantó el cierre de una verja de madera y ambos la transpusieron. Él se tomó el tiempo necesario para cerrarla a pesar de que ningún cordero se escaparía ya. De pie en el vacío corral principal, Wesley señaló las pocilgas y las jaulas en las que habían estado los conejos. Una bomba de agua gorgoteaba ruidosamente cuando el muchacho dejó de hablar. Frotándose con gesto ausente los callos de las manos que le habían crecido acarreando agua para los caballos, Wesley intentó encontrar un sentido a los trabajos que había realizado.
—Continúo sin entender por qué han escogido vivir de este modo. El sentido de la tecnología es ahorrarle a la gente el trabajo duro, darles tiempo para hacer otras cosas.
—Sí, supongo que sí —dijo Crusher—. Pero yo puedo entender la renuencia de los granjeros a utilizar la tecnología. La gente de mi mundo natal habría sufrido mucho menos si no hubiesen sido tan dependientes de ella. —La devastación de Arvedda III tuvo lugar antes de su propio nacimiento, pero la abuela de Crusher le había transmitido los recuerdos de aquellos duros años—. Cuando los equipos esenciales se estropearon, ellos quedaron desamparados. Los supervivientes se vieron obligados a aprender de nuevo las antiguas formas de hacer las cosas, por su cuenta, sin que nadie les enseñara.
—No había pensado en eso —dijo Wesley.
Pasearon juntos en un íntimo silencio hasta que su caminar los llevó de vuelta a la entrada del simulador. Tras una última mirada a los campos anochecidos, Wesley apagó el programa.
Picard cruzó el umbral de su sala de reuniones, y se detuvo al ver la figura en sombras que estaba de pie junto a las lunetas. Estudió los contornos de la silueta.
—Es tarde para que esté levantada, doctora Crusher. ¿Ha vuelto a necesitar su atención el recién nacido de T’sala?
—No, sólo estoy meditando —contestó la mujer, pero le sonrió a Picard mientras éste se acercaba hasta detenerse a su lado—. Cuidado, mi estado de ánimo podría ser contagioso.
—Correré el riesgo.
—Estaba pensando en Ruthe —dijo Crusher—. Ha vivido entre seres humanos durante los últimos quince años. Jean-Luc, ¿qué sucedería si ha cambiado demasiado como para volver a vivir con los choraii?
Picard sintió que los músculos del cuello y los hombros se le ponían tensos bajo el peso de la pregunta.
—En ese caso no le quedará ningún lugar al que ir. —La tristeza que le producía esa certeza lo abrumó durante un instante antes de que sacudiera la cabeza—. No, eso no es cierto. Tendrá que aprender a vivir en ambos mundos.
La doctora llevó el pensamiento incluso más allá de lo que él había pretendido.
—Eso es lo que nosotros hemos hecho aquí, a bordo de la Enterprise. Abandonamos nuestros hogares y decidimos convertirnos en vagabundos, exactamente igual que los choraii.
—Nosotros somos bastante menos sanguinarios —replicó Picard convencido—. Pero reconozco la similitud. —Y la comparación lo ayudó a aquietar la última de sus dudas por haber dejado atrás a Ruthe—. ¿Ha acabado ya de meditar, Beverly?
—Sí, he acabado.
—Bien —dijo Picard—. En ese caso, creo que le gustará oír una de las aventuras de nuestro primer oficial. La historia habrá corrido por toda la nave al acabar el día de mañana, y el capitán quiere tener la oportunidad de contarla aunque sólo sea una vez.
Andrew Deelor no había dormido, pero aguardó hasta la llegada de la convencional mañana antes de hacer a un lado la ropa de cama que lo cubría y levantarse. No tenía hambre, pero iría en busca de comida antes que quedarse allí durante más tiempo. Tras recoger la capa arrugada que le había servido de manta, se encaminó hacia la puerta del camarote.
Al recorrer el camarote de pasajeros, Deelor se dio cuenta de que Ruthe no había dejado imprenta personal alguna en el interior. Sus únicos objetos habían sido la capa y la flauta, y ambos los había dejado caer en la plataforma del transportador. Él le había regalado la flauta a la niña rescatada. Los niños rescatados de las naves choraii se convertían en músicos excepcionales; tal vez el breve período de tiempo que la pequeña había pasado con ellos tendría sus efectos. Ahora lo único que quedaba de Ruthe era la gastada prenda que él tenía entre las manos. Un débil perfume a canela aún perduraba en las fibras de la misma.
Deelor metió la tela gris en un conducto de desechos y salió del camarote con las manos vacías. Era un hombre que viajaba ligero de equipaje y el peso de la capa de ella era más de lo que podía soportar.